La primera sensación que debería transmitir este libro es lo que experimento cuando oigo el timbre de un teléfono, y digo debería porque dudo de que las palabras escritas puedan dar una idea ni siquiera parcial: no basta con declarar que la mía es una reacción de rechazo, de fuga de esta llamada agresiva y amenazadora, sino también de urgencia, de insostenibilidad, de coerción que me empuja a obedecer a la imposición de ese sonido precipitándome a contestar incluso con la certeza de que sólo se derivará para mi pena y malestar. Ni creo que más que un intento de descripción de este estado de ánimo valdría una metáfora, por ejemplo, la quemazón lacerante de una flecha que penetra en la carne desnuda de mi costado, y no porque no se pueda recurrir a una sensación imaginaria para expresar una sensación conocida, dado que aunque nadie sepa ya lo que se experimenta al ser herido por una flecha todos pensamos que nos lo podemos imaginar fácilmente —la sensación de estar indefenso, sin amparo en presencia de algo que nos alcanza desde espacios ajenos y desconocidos; y esto vale muy bien para el timbre del teléfono—, sino porque la inexorabilidad perentoria, sin modulaciones, de la flecha excluye todas las intenciones, las implicaciones, las vacilaciones que puede tener la voz de alguien que no veo, que ya antes de que diga algo puedo prever si no lo que dirá al menos la reacción que suscitará en mí lo que va a decir. Lo ideal sería que el libro empezase dando la sensación de un espacio ocupado enteramente por mi presencia, porque a mi alrededor no hay sino objetos inertes, teléfono incluido, un espacio que parece no poder contener más que a mí, aislado en mi tiempo interior, y después la interrupción de la continuidad del tiempo, el espacio que no es ya el de antes porque está ocupado por el timbre, y mi presencia que no es ya la de antes, porque está condicionada por la voluntad de este objeto que llama. Sería preciso que el libro empezase expresando todo esto no una sola vez, sino como una diseminación en el espacio y en el tiempo de estos timbrazos que desgarran la continuidad del espacio y del tiempo y de la voluntad.
Acaso el error sea establecer que al principio estamos yo y un teléfono en un espacio finito como sería mi casa, mientras que lo que debo comunicar es mi situación respecto a muchos teléfonos que suenan, teléfonos que a lo mejor no me llaman a mí, no tienen conmigo ninguna relación, pero basta el hecho de que yo pueda ser llamado a un teléfono para hacer posible o al menos pensable que pueda ser llamado por todos los teléfonos. Por ejemplo, cuando suena el teléfono en una casa vecina a la mía y por un momento me pregunto si suena en mi casa, una duda que al punto resulta infundada, pero de la cual, sin embargo, queda un residuo, ya que podría darse que la llamada en realidad fuera para mí, pero que por un error de número o un contacto de los cables haya acabado en el vecino, tanto más cuanto que en aquella casa no hay nadie para contestar y el teléfono sigue sonando, y entonces con la lógica irracional que el timbre nunca deja de despertar yo pienso: quizá es de veras para mí, quizá el vecino está en casa y no contesta porque lo sabe, quizá también quien llama sabe que llama a un número equivocado, pero lo hace adrede para mantenerme en este estado, sabiendo que no puedo contestar, pero que sé que debería contestar.
O bien la angustia de cuando acabo de salir de casa y oigo sonar un teléfono que podría ser el mío o bien el de otro apartamento y regreso atropelladamente, llego jadeante por haber subido las escaleras a la carrera y el teléfono calla y nunca sabré si la llamada era para mí.
O también mientras estoy en la calle, y oigo sonar teléfonos en casas desconocidas; hasta cuando estoy en ciudades desconocidas, en ciudades donde todos ignoran mi presencia, incluso entonces, oyendo sonar, cada vez mi primera idea durante una fracción de segundo es que ese teléfono me llama a mí, y en la siguiente fracción de segundo se produce el alivio de saberme por ahora excluido de toda llamada, inalcanzable, a salvo, pero es sólo una fracción de segundo lo que dura ese alivio, porque inmediatamente después pienso que no es sólo ese teléfono desconocido el que está sonando, sino que está también a muchos kilómetros, cientos y miles de kilómetros, el teléfono de mi casa que seguramente en ese mismo momento suena sin interrupción en las habitaciones desiertas, y de nuevo me veo desgarrado entre la necesidad y la imposibilidad de contestar.
Todas las mañanas antes de la hora de mis clases hago una hora de jogging, es decir, me pongo el chandal olímpico y salgo a correr porque siento la necesidad de moverme, porque los médicos me lo han prescrito para combatir la obesidad que me oprime, y también para desahogar un poco los nervios. En este lugar si durante el día no se va al campus, a la biblioteca, o a escuchar los cursos de los colegas o a la cafetería de la universidad no se sabe a dónde ir; por tanto lo único que se puede hacer es ponerse a correr de un lado a otro por la colina, entre arces y sauces, como hacen muchos estudiantes y también muchos colegas. Nos cruzamos por los senderos crujientes de hojas y a veces nos decimos: «Hi!», a veces nada porque debemos ahorrar aliento. También ésta es una ventaja del correr respecto a los demás deportes: cada cual va por su cuenta y no tiene que rendir cuentas a los otros.
La colina está toda poblada y al correr bordeo casas de madera de dos pisos con jardín, todas distintas y todas parecidas, y de vez en cuando oigo sonar un teléfono. Eso me pone nervioso; involuntariamente aflojo el paso; aguzo la oreja para oír si hay alguien que va a contestar y me impaciento si el timbre continúa. Al continuar la carrera paso ante otra casa donde suena un teléfono, y pienso: «Hay un telefonazo que me está persiguiendo, hay alguien que busca en la guía de calles todos los números de Chestnut Lane y llama a una casa tras otra para ver si me alcanza.»
A veces las casas están todas silenciosas y desiertas, por los troncos corren las ardillas, las urracas bajan a picar el trigo dejado para ellas en escudillas de madera. Al correr advierto una vaga sensación de alarma, y antes aún de captar el sonido con la oreja la mente registra la posibilidad del timbrazo, casi lo llama, lo ansia desde su propia ausencia, y en ese momento de una casa me llega, primero amortiguado y después cada vez más claro, el repiqueteo de la campanilla, cuyas vibraciones desde hacía tiempo habían sido recogidas ya por una antena en mi interior antes de que las percibiese el oído, y entonces me hundo en una manía absurda, soy prisionero de un círculo en cuyo centro está el teléfono que suena dentro de aquella casa, corro sin alejarme, me demoro sin acortar mis zancadas.
«Si nadie ha contestado hasta ahora es señal de que no hay nadie en casa… Pero entonces, ¿por qué siguen llamando? ¿Qué esperan? ¿Quizá vive ahí un sordo, y esperan hacerse oír insistiendo? ¿Quizá vive un paralítico, y hay que darle un tiempo larguísimo para que pueda arrastrarse hasta el aparato… Quizá vive un suicida, y mientras siguen llamándolo queda una esperanza de contener el gesto supremo…» Pienso que quizá debería tratar de ser útil, de echar una mano, ayudar al sordo, al paralítico, al suicida… Y al tiempo pienso —con la absurda lógica que opera en mi interior— que al hacer eso podría aclarar si por casualidad me están llamando a mí…
Sin dejar de correr empujo la cancela, entro en el jardín, doy una vuelta a la casa, exploro el patio trasero, tuerzo por detrás del garaje, del cobertizo de las herramientas, de la caseta del perro. Todo parece desierto, vacío. Por una ventana abierta en la trasera se ve una habitación en desorden, el teléfono sobre la mesa que sigue sonando. La persiana bate; el marco de los cristales se engancha en la cortina hecha jirones.
He dado ya tres vueltas alrededor de la casa; sigo haciendo los movimientos del jogging, alzando los codos y los talones, respirando con el ritmo de la carrera para que quede claro que mi intrusión no es la de un ratero; si me sorprendieran en este momento me resultaría difícil explicar que he entrado porque oía sonar el teléfono. Ladra un perro, no aquí, es el perro de otra casa, que no se ve; pero por un momento la señal «perro que ladra» es en mí más fuerte que la «teléfono que suena» y eso basta para abrir un paso en el círculo que me tenía prisionero: reanudo mi carrera entre los árboles de la calle, dejando el timbre a mis espaldas cada vez más amortiguado.
Corro hasta donde ya no hay más casas. En un prado me detengo a recobrar el resuello. Hago flexiones, dominaciones, me doy masaje en los músculos de las piernas para que no se enfríen. Miro la hora. Llevo retraso, tengo que volver si no quiero hacer esperar a mis alumnos. Sólo faltaba que se difundiera la voz de que corro por los bosques en la hora en que debería dar clases… Me lanzo por el camino de regreso sin fijarme en nada, aquella casa ni siquiera la reconoceré, la rebasaré sin darme cuenta. Por lo demás, es una casa igual a las otras en todo y por todo, y el único modo de distinguirla sería que el teléfono sonase todavía, cosa imposible…
Cuantas más vueltas doy a estos pensamientos, corriendo cuesta abajo, más me parece que vuelvo a oír el timbre, a oírlo cada vez más claro y evidente, ya tengo de nuevo a la vista la casa y el teléfono sigue sonando. Entro en el jardín, tuerzo por detrás de la casa, corro a la ventana. Basta con alargar la mano para descolgar el receptor. Digo jadeante:
—Aquí no hay… —y por el receptor una voz, un poco impaciente, pero sólo un poco, porque lo que más impresiona de esa voz es la frialdad, la calma, dice:
—Escúchame bien. Marjorie está aquí, dentro de poco despertará, pero está atada y no puede escapar. Grábate bien la dirección: 115, Hillside Drive. Si vienes a buscarla, estupendo; si no, en el sótano hay un bidón de queroseno y una carga de plástico conectada a un temporizador. Dentro de media hora esta casa estará en llamas.
—Pero yo no… —empiezo a decir.
Ya han colgado.
¿Y ahora qué hago? Podría llamar a la policía, sí, a los bomberos, desde este mismo teléfono, pero cómo me las arreglo para explicar, cómo justifico el que yo, en resumen, ¿cómo puedo meterme en esto yo que nada tengo que ver? Vuelvo a echar a correr, doy otra vez la vuelta a la casa, después reanudo el camino.
Lo siento por la tal Marjorie pero para haberse metido en semejantes líos vete a saber en qué historias estará implicada, y si aparezco a salvarla nadie querrá creer que no la conozco, se originará todo un escándalo, yo soy un profesor de otra universidad invitado aquí como visiting professor, el prestigio de ambas universidades se resentiría…
Cierto que cuando está en juego una vida estas consideraciones deberían pasar a segundo plano… Aflojo la carrera. Podría entrar en una cualquiera de estas casas, pedir que me dejen telefonear a la policía, decir ante todo muy claro que yo a esa Marjorie no la conozco, que no conozco a ninguna Marjorie…
A decir verdad aquí en la Universidad hay una estudiante que se llama Marjorie, Marjorie Stubbs: me he fijado en seguida en ella entre las chicas que siguen mis cursos. Es una chica que me había gustado mucho, por así decirlo, lástima que aquella vez que la invité a mi casa para prestarle libros se creara una situación embarazosa. Fue un error invitarla: eran los primeros días de clase, todavía no sabían aquí qué tipo era yo, ella podía interpretar mal mis intenciones, surgió aquel equívoco, desagradable equívoco, claro, aún hoy muy difícil de disipar porque ella tiene esa manera irónica de mirarme, a mí que no sé dirigirle la palabra sin balbucear, también las otras chicas me miran con sonrisa irónica…
No quisiera ahora que el malestar despertado en mí por el nombre de Marjorie bastase para impedirme una intervención en auxilio de otra Marjorie en peligro de muerte… A menos que el telefonazo estuviera dirigido precisamente a mí… Una poderosísima banda de gangsters me vigila, saben que todas las mañanas hago jogging subiendo por esa calle, quizá tienen un observatorio en la colina con un telescopio para seguir mis pasos, cuando me acerco a esa casa desierta llaman por teléfono, me llaman a mí, porque saben el mal papel que hice con Marjorie aquel día en mi casa y me chantajean…
Me encuentro casi sin advertirlo en la entrada del campus, siempre corriendo, con chandal y zapatillas de goma, no he pasado por casa a cambiarme y a coger los libros, ¿qué hago ahora? Sigo corriendo por el campus, me encuentro con chicas que cruzan el prado en grupitos, son mis alumnas que están yendo ya a mi clase, me miran con esa sonrisa irónica que no puedo sufrir.
Paro a Lorna Clifford sin dejar de hacer los movimientos de la carrera, le pregunto:
—¿Está Stubbs?
La Clifford parpadea:
—¿Marjorie? Hace dos días que no la veo… ¿Por qué?
Yo ya he escapado. Salgo del campus. Cojo Grosvenor Avenue, después Cedar Street, después Maple Road. Estoy totalmente sin resuello, corro sólo porque no siento la tierra bajo los pies, ni los pulmones en el pecho. Ahí está Hillside Drive: Once, quince, veintisiete, cincuenta y uno; menos mal que la numeración avanza rápidamente, saltando de diez en diez. Aquí está el 115. La puerta está abierta, subo la escalera, entro en un cuarto en penumbra. Atada sobre un sofá está Marjorie, amordazada. La suelto. Vomita. Me mira con desprecio.
—Eres un bastardo —me dice.