VI

Las páginas fotocopiadas no pasan de aquí, pero a ti ahora te importa sólo poder continuar la lectura. En alguna parte tendrá que encontrarse el volumen completo; tu mirada gira alrededor buscándolo pero se desalienta en seguida; en esta oficina los libros aparecen en forma de materiales brutos, piezas de recambio, engranajes para desmontar y volver a montar. Ahora comprendes la negativa de Ludmilla a seguirte; te asalta el temor de haber pasado también tú «al otro lado» y de haber perdido esa relación privilegiada con el libro que es sólo la del lector: el considerar lo que está escrito como algo terminado y definitivo, al que no hay nada que añadir o que quitar. Pero te consuela la confianza que Cavedagna sigue nutriendo en la posibilidad de una lectura ingenua, incluso aquí en medio.

El anciano redactor reaparece tras las cristaleras. Agárralo por una manga, dile que quieres seguir leyendo Mira hacia abajo donde la sombra se adensa.

—Ah, quién sabe dónde habrá ido a parar… Todos los papeles del caso Marana han desaparecido. Sus mecanogramas, los textos originales, cimbro, polaco, francés. Desaparecido él, desaparecido todo, de un día para otro.

—¿Y no se ha sabido nada más de él?

—Sí, ha escrito… Hemos recibido muchas cartas… Historias que no se tienen en pie… No se las voy a contar porque yo mismo estoy en ayunas. Habría que pasar horas leyendo toda la correspondencia.

—¿Podría echarle una ojeada?

Viéndote empeñado en llegar hasta el fondo, Cavedagna consiente en mandarte traer del archivo el dossier «Marana, Ermes».

—¿Dispone de un poco de tiempo? Bueno, siéntese ahí y lea. Luego me dirá qué opina. Quién sabe si usted logrará entender algo.

Para escribir a Cavedagna, Marana siempre tiene motivos prácticos: justificar sus retrasos en la entrega de las traducciones, solicitar el pago de anticipos, señalar novedades editoriales extranjeras que no hay que dejar escapar. Pero entre estos temas normales de correspondencia burocrática asoman alusiones a intrigas, complots, misterios, y para explicar estas alusiones, o para explicar por qué no quiere decir más, Marana acaba lanzándose a tabulaciones cada vez más frenéticas y embrolladas.

Las cartas están fechadas en localidades diseminadas por los cinco continentes, pero parece que nunca son confiadas a los correos regulares, sino a mensajeros ocasionales que las echan en el buzón en otra parte, por lo cual los sellos del sobre no corresponden al país de procedencia. También la cronología es insegura: hay cartas que hacen referencia a misivas anteriores, las cuales empero resultan escritas después; hay cartas que prometen precisiones ulteriores, que en cambio se encuentran en páginas fechadas una semana antes.

«Cerro Negro», nombre —al parecer— de una aldea perdida de América del Sur, figura en la fecha de las últimas cartas; pero dónde está exactamente, si encaramado a la Cordillera de los Andes o envuelto por las selvas del Orinoco, no se consigue entenderlo por los contradictorios bosquejos de paisaje evocados. Esta que tienes ante los ojos tiene pinta de una normal carta de negocios: pero ¿cómo diablos ha ido a parar allá una editorial en lengua cimeria? ¿Y cómo, si estas ediciones están destinadas al limitado mercado de los emigrados cimerios en las dos Américas, pueden publicar traducciones al cimerio de novedades absolutas de los más cotizados autores internacionales, de quienes poseen la exclusiva mundial incluso en el idioma original del autor? El caso es que Ermes Marana, que al parecer se ha convertido en su representante, ofrece a Cavedagna una opción de la nueva y tan esperada novela En una red de líneas que se entrelazan del famoso escritor irlandés Silas Flannery.

Otra carta, siempre de Cerro Negro, está escrita en cambio en un tono de inspirada evocación: refiriendo —parece— una leyenda local, se habla de un viejo indio llamado el «Padre de los Relatos», longevo de edad inmemorial, ciego y analfabeto, que narra ininterrumpidamente historias que se desarrollan en países y en épocas completamente desconocidos para él. El fenómeno ha atraído al lugar expediciones de antropólogos y parapsicólogos; se ha averiguado que muchas de las novelas publicadas por famosos autores habían sido recitadas palabra por palabra por la voz catarrosa del «Padre de los Relatos» unos años antes de su aparición. El viejo indio sería según unos la fuente universal de la materia narrativa, el magma primordial del cual se ramifican las manifestaciones individuales de cada escritor; según otros, un vidente que, gracias al consumo de hongos alucinógenos, logra ponerse en comunicación con el mundo interior de los más fuertes temperamentos visionarios y captar sus ondas psíquicas; y, según otros, sería la reencarnación de Homero, del autor de las Mil y Una Noches, del autor del Popol Vuh, así como de Alejandro Dumas y de James Joyce; pero hay quien objeta que Homero no necesita para nada la metempsicosis, al no haber muerto nunca y al haber seguido viviendo y componiendo a través de los milenios: autor, amén del par de poemas que se le suelen atribuir, de gran parte de las más famosas narraciones escritas que se conocen. Ermes Marana, aproximando un magnetofón a la boca de la gruta donde el viejo se esconde…

Pero por una carta precedente, ésta de Nueva York, el origen de los inéditos ofrecidos por Marana parece ser muy distinto:

«La sede de la OEPHLW, como ve usted por el papel timbrado, está situada en el viejo barrio de Wall Street. Desde que el mundo de los negocios ha desertado de estos solemnes edificios, su aspecto eclesiástico, derivado de los bancos ingleses, se ha vuelto sumamente siniestro. Llamo a un telefonillo. “Soy Ermes. Os traigo el comienzo de la novela de Flannery.” Me esperaban hacía tiempo, desde cuando había telefoneado de Suiza que había logrado convencer al viejo autor de thrillers para que me confiase el comienzo de la novela que no conseguía llevar adelante y que nuestros ordenadores serían capaces de completar fácilmente, programados como están para desarrollar todos los elementos de un texto con perfecta fidelidad a los modelos estilísticos y conceptuales del autor.»

El traslado de esas páginas a Nueva York no ha sido fácil, si se da crédito a cuanto escribe Marana desde una capital del África negra, dejándose arrastrar por su vena aventurera:

«…Avanzábamos inmersos, el avión en una rizada crema de nubes, yo en la lectura del inédito de Silas Flannery En una red de líneas que se entrelazan, valioso manuscrito codiciado por la edición internacional y por mí borrascosamente sustraído a su autor. Y he aquí que la boca de una ametralladora de cañón corto se posa en la varilla de mis gafas.

»Un comando de mozalbetes armados se ha apoderado del avión; el olor a transpiración es desagradable; no tardo en darme cuenta de que el objetivo principal es la captura de mi manuscrito. Son chicos de la APO, seguramente; pero los militantes de las últimas hornadas me resultan totalmente desconocidos; caras serias y peludas, actitudes de suficiencia no son rasgos característicos que me permitan distinguir a cuál de las dos alas del movimiento pertenecen.

»…No le cuento por extenso las perplejas peregrinaciones de nuestro aparato cuya ruta ha seguido saltando de una torre de control a otra, dado que ningún aeropuerto estaba dispuesto a acogernos. Por fin el presidente Butamatari, dictador con inclinaciones humanísticas, ha dejado aterrizar el exhausto reactor en las accidentadas pistas de su aeropuerto que confina con la brousse, y ha asumido el papel de mediador entre el comando de extremistas y las aterradas cancillerías de las grandes potencias. Para nosotros, los rehenes, los días se alargan blandos e hilachosos bajo una tejavana de zinc en el desierto polvoriento. Buitres azulados picotean en el terreno sacando de él lombrices.»

Que entre Marana y los piratas de la APO hay una relación, queda muy claro por el modo en el cual él los apostrofa, apenas se encuentran cara a cara:

«“Volveos a casa, pipiolos, y decidle a vuestro jefe que mande exploradores más atentos, otra vez, si quiere actualizar su bibliografía…” Me miran con la expresión de sueño y resfriado de los ejecutores pillados en falso. Esta secta consagrada al culto y a la búsqueda de libros secretos ha acabado en manos de muchachos que sólo tienen una idea aproximada de su misión. “Pero tú, ¿quién eres?”, me preguntan. Apenas oyen mi nombre se ponen rígidos. Nuevos en la Organización, no podían haberme conocido personalmente y de mí sabían sólo las difamaciones propaladas después de mi expulsión: agente doble o triple o cuádruple, al servicio de quién sabe quién y de quién sabe qué. Ninguno sabe que la Organización del Poder Apócrifo fundada por mí tuvo un sentido mientras mi ascendiente impidió que cayese bajo la influencia de gurús poco fiables. “Nos has tomado por los de la Wing of Light, di la verdad… —me dicen—. Para que te enteres, somos los de la Wing of Shadow, ¡y no caemos en tus trampas!” Era cuanto quería saber. Me he limitado a encogerme de hombros y a sonreír. Wing of Shadow o Wing of Light, para unos y otros yo soy el traidor que hay que eliminar, pero aquí no pueden hacerme nada, ahora, dado que el presidente Butamatari que les garantiza el derecho de asilo me ha tomado bajo su protección…»

Pero ¿por qué los piratas de la APO querían apoderarse de aquel manuscrito? Pasas los folios buscando una explicación, pero encuentras sobre todo las jactancias de Marana que se atribuye el mérito de haber arreglado diplomáticamente el acuerdo según el cual Butamatari, desarmado el comando y apoderándose del manuscrito de Flannery, garantiza su devolución al autor pidiendo en contrapartida que se comprometa a escribir una novela dinástica, capaz de justificar la coronación imperial del líder y sus miras anexionistas sobre los territorios limítrofes.

«Quien propuso la fórmula del acuerdo y dirigió las negociaciones fui yo. Desde el momento en que me presenté como representante de la agencia Mercurio y las Musas, especializada en la explotación publicitaria de las obras literarias y filosóficas, la situación ha adquirido el cariz correcto. Conquistada la confianza del dictador africano, reconquistada la del escritor céltico (al hurtar su manuscrito lo había puesto a salvo de los planes de captura trazados por diversas organizaciones secretas), me ha sido fácil persuadir a las partes de un contrato ventajoso para ambas…»

Una carta anterior, fechada en Liechtenstein, permite reconstruir los proemios de las relaciones entre Flannery y Marana: «No debe creer en los rumores que corren, según los cuales este principado alpino alberga solamente la sede administrativa y fiscal de la sociedad anónima que posee los copyright y firma los contratos del fecundo autor de best-sellers, y que en cuanto a él nadie sabe dónde está, y ni siquiera si de verdad existe… Debo decir que mis primeras entrevistas, secretarios que me remitían a procuradores que me remitían a agentes, parecían confirmar sus informaciones… La sociedad anónima que explota la desmesurada producción verbal de escalofríos, crímenes y abrazos del anciano autor tiene la estructura de un eficiente banco de negocios. Pero la atmósfera que en ella reinaba era de malestar y angustia, como en vísperas de un crack

»Las razones no he tardado en descubrirlas: hace unos meses que Flannery ha entrado en crisis; no escribe una línea; las numerosas novelas que ha empezado y por las cuales ha recibido anticipos de editores de todo el mundo, que implican financiaciones bancarias internacionales, estas novelas en donde las marcas de los licores bebidos por los personajes, las localidades turísticas frecuentadas, las firmas de modelos de alta costura, de decoración, de gadgets han sido fijadas ya por contratos a través de agencias publicitarias especializadas, permanecen inacabadas, a la merced de una crisis espiritual inexplicable e imprevista. Un equipo de negros, expertos en imitar el estilo del maestro con todos sus matices y manierismos, está preparado para intervenir y tapar los fallos, pulir y completar los textos semielaborados de modo que ningún lector pueda distinguir las partes escritas por una mano o por otra… (Parece que su contribución ha tenido ya un papel no indiferente en la última producción de Nuestro Autor.) Pero ahora Flannery les dice a todos que esperen, alarga los plazos, anuncia cambios de programa, promete ponerse al trabajo cuanto antes, rechaza ofertas de ayuda. Según los rumores más pesimistas, se ha puesto a escribir un diario, un cuaderno de reflexiones, en el cual no sucede nunca nada, sólo sus estados de ánimo y la descripción del paisaje que contempla durante horas desde el balcón, a través de un catalejo…».

Más eufórico el mensaje que unos días después Marana envía desde Suiza: «Tome nota de esto: donde todos fracasan, ¡Ermes Marana tiene éxito! He conseguido hablar con el propio Flannery: estaba en la terraza de su chalet, regando las macetas de zinnias. Es un viejecito ordenado y tranquilo, de trato afable, mientras no le da uno de sus arrebatos nerviosos… Podría comunicarle muchas noticias sobre él, valiosísimas para su actividad editorial, y lo haré apenas reciba señales de su interés, por télex, en el Banco del cual le indico el número de c/c abierta a mi nombre…»

Las razones que indujeron a Marana a visitar al viejo novelista no se desprenden con claridad del conjunto de la correspondencia: en parte parece que se presentó como representante de la OEPHLW de Nueva York («Organización para la Producción Electrónica de Obras Literarias Homogeneizadas») ofreciéndole asistencia técnica para terminar la novela («Flannery había palidecido, temblaba, apretaba contra su pecho el manuscrito. “No, eso no” decía, “nunca permitiré…”»); en parte parece haber ido allá para defender los intereses de un escritor belga descaradamente plagiado por Flannery, Bertrand Vandervelde… Pero remontándonos a cuanto Marana escribía a Cavedagna para pedirle que lo pusiera en contacto con el inalcanzable escritor, se habría tratado de proponerle, como fondo de los episodios culminantes de su próxima novela En una red de líneas que se entrelazan, una isla del Océano Índico «que se recorta con sus playas color ocre sobre la extensión de cobalto». La propuesta se hacía en nombre de una empresa milanesa de inversiones inmobiliarias, con vistas al lanzamiento de una parcelación de la isla, con aldeas de bungalows vendidos también a plazos y por correspondencia.

Las funciones de Marana en esa empresa parecen referirse a «las relaciones públicas para el desarrollo de los Países en Vías de Desarrollo, con especial atención a los movimientos revolucionarios antes y después de la ascensión al poder, con objeto de asegurarse las licencias de construcción a través de los diversos cambios de régimen». En calidad de tal, su primera misión se desarrolló en un Sultanato del Golfo Pérsico, donde debía negociar la contrata para la construcción de un rascacielos. Una ocasión fortuita, ligada con su trabajo de traductor, le había abierto puertas normalmente cerradas para cualquier europeo… «La última mujer del Sultán es una compatriota nuestra, una mujer de temperamento sensible e inquieto, que se resiente del aislamiento al que la fuerzan la lejanía geográfica, las costumbres locales y la etiqueta de la corte, aunque se ve sostenida por su insaciable pasión por la lectura…»

Habiendo tenido que interrumpir la novela Mira hacia abajo donde la sombra se adensa por un defecto de fabricación de su ejemplar, la joven Sultana había escrito al traductor protestando. Marana se había precipitado a Arabia. «…Una vieja velada y legañosa me hizo ademán de seguirla. En un jardín cubierto, entre los bergamotos y los pájaros-lira y los surtidores vino a mi encuentro ella, vestida de añil, sobre el rostro una máscara de seda verde salpicada de oro blanco, una sarta de aguamarinas sobre la frente…»

Quisieras saber más sobre esta Sultana; tus ojos recorren con inquietud las hojas de fino papel de avión como si esperases verla aparecer de un momento a otro… Pero parece que también Marana al llenar página tras página esté movido por tu mismo deseo, la esté persiguiendo mientras ella se esconde… De una carta a otra la historia se revela más complicada: al escribir a Cavedagna sobre «una suntuosa residencia al borde del desierto», Marana trata de justificar su repentina desaparición contando que se vio obligado por la fuerza (¿o convencido por un atractivo contrato?) por los emisarios del Sultán a trasladarse allá, para continuar su trabajo de antes, tal cual… La mujer del Sultán no debe quedar desprovista nunca de libros de su agrado: está por medio una cláusula del contrato matrimonial, una condición que la novia ha puesto a su augusto pretendiente antes de consentir en la boda… Tras una plácida luna de miel en la que la joven soberana recibía las novedades de las principales literaturas occidentales en los idiomas originales que ella lee correctamente, la situación se volvió espinosa… El Sultán teme, al parecer con razón, un complot revolucionario. Sus servicios secretos han descubierto que los conjurados reciben mensajes cifrados escondidos en páginas impresas en nuestro alfabeto. A partir de ese momento decretó el secuestro y la confiscación de todos los libros occidentales de su territorio. También se interrumpió el abastecimiento de la biblioteca personal de su consorte. Una desconfianza caracterial —corroborada, parece, por indicios concretos— induce al Sultán a sospechar en su propia esposa connivencias con los revolucionarios. Pero el incumplimiento de la famosa cláusula del contrato matrimonial habría provocado una ruptura muy onerosa para la dinastía reinante, como no dejó de amenazar la señora en el vendaval de cólera que la arrolló cuando los guardias le arrancaron de las manos una novela recién empezada, precisamente la de Bertrand Vandervelde…

Fue entonces cuando los servicios secretos del Sultanato, sabiendo que Ermes Marana estaba traduciendo aquella novela a la lengua materna de la señora, lo indujeron, con convincentes argumentos de diversos tipos, a trasladarse a Arabia. La Sultana recibe con regularidad cada tarde la cantidad pactada de prosa novelesca, no ya en las ediciones originales, sino en el mecanograma recién salido de manos del traductor. Si un mensaje en código hubiera sido escondido en la sucesión de las palabras o de las letras del original, ya no resultaría recuperable…

«El Sultán me ha mandado llamar para preguntarme cuántas páginas me quedan aún por traducir para terminar el libro. He comprendido que en sus sospechas de infidelidad político-conyugal el momento que más teme es la caída de tensión que seguirá al final de la novela, cuando, antes de empezar otra, su mujer vuelva a verse abrumada por lo insoportable de su condición. Él sabe que los conjurados esperan una señal de la Sultana para prender fuego a la pólvora, pero que ella ha dado orden de no molestarla mientras está leyendo, ni siquiera aunque el palacio saltase por los aires… También yo tengo mis razones para temer ese momento, que podría significar la pérdida de mis privilegios en la corte…»

Por eso Marana propone al Sultán una estratagema inspirada en la tradición literaria de Oriente: interrumpirá la traducción en el punto más apasionante y empezará a traducir otra novela, insertándola en la primera mediante cualquier expediente rudimentario, por ejemplo, un personaje de la primera novela que abre un libro y se pone a leer… También la segunda novela se interrumpirá y dejará su puesto a una tercera, que no avanzará mucho sin abrirse a una cuarta, y así sucesivamente…

Múltiples sentimientos te agitan mientras hojeas estas cartas. El libro cuya continuación ya saboreabas por persona interpuesta se interrumpe de nuevo… Ermes Marana se te aparece como una serpiente que insinúa sus maleficios en el paraíso de la lectura… En lugar del vidente indio que cuenta todas las novelas del mundo, ahí tienes una novela-trampa trabada por el infiel traductor con comienzos de novela que quedan en suspenso… Así como queda en suspenso la rebelión, mientras los conjurados esperan en vano comunicar con su ilustre cómplice, y el tiempo pesa inmóvil sobre las planas costas de Arabia… ¿Estás leyendo o fantaseando? ¿Tanta sugestión tienen, pues, sobre ti las fabulaciones de un grafómano? ¿Sueñas también tú con la Sultana petrolífera? ¿Envidias la suerte del trasvasador de novelas en los serrallos de Arabia? ¿Quisieras estar en su lugar, establecer ese lazo exclusivo, esa comunión de ritmo interno que se alcanza a través de un libro leído al mismo tiempo por dos personas, como te pareció posible con Ludmilla? No puedes por menos que dar a la lectora sin rostro evocada por Marana el semblante de la Lectora que conoces, ya ves a Ludmilla entre mosquiteros, tumbada de costado, la onda de cabellos que llueve sobre el folio, en la agotadora estación de los monzones, mientras la conjura palaciega afila sus cuchillos en silencio, y ella se abandona a la corriente de la lectura como al único acto de vida posible en un mundo donde no queda sino arena árida sobre capas de betún oleoso y peligro de muerte por razón de Estado y reparto de fuentes de energía…

Recorres de nuevo la correspondencia buscando noticias más recientes de la Sultana… Ves aparecer y desaparecer otras figuras de mujer:

en la isla del Océano Índico, una bañista «vestida con un par de grandes gafas negras y una capa de aceite de nuez, que interpone entre su persona y los rayos del sol canicular el exiguo escudo de una popular revista neoyorquina». El número que está leyendo publica como anticipo el inicio del nuevo thriller de Silas Flannery. Marana le explica que la publicación del primer capítulo en una revista es señal de que el escritor irlandés está dispuesto a aceptar contratos de las firmas interesadas en hacer figurar en la novela marcas de whisky o de champaña, modelos de automóviles, localidades turísticas. «Al parecer, su imaginación se ve más estimulada cuantas más comisiones publicitarias recibe.» La mujer está desilusionada: es una apasionada lectora de Silas Flannery. «Las novelas que prefiero —dice—, son las que comunican una sensación de malestar desde la primera página…»

desde la terraza del chalet helvético, Silas Flannery mira con un catalejo instalado sobre un trípode a una joven señora en una tumbona, dedicada a leer un libro en otra terraza, doscientos metros más abajo. «Está ahí todos los días —dice el escritor—, cada vez que voy a sentarme a mi escritorio siento la necesidad de mirarla. Quién sabe qué leerá. Sé que no es un libro mío e instintivamente sufro por ello, siento los celos de mis libros que quisieran ser leídos como lee ella. No me canso de mirarla: parece vivir en una esfera suspendida en otro tiempo y en otro espacio. Me siento a mi escritorio, pero ninguna historia inventada por mí corresponde a lo que quisiera expresar.» Marana le pregunta si es por eso por lo que no logra ya trabajar. «Oh, no, escribo —ha respondido— es ahora, sólo ahora cuando escribo, desde que la miro. No hago sino seguir la lectura de esa mujer vista desde aquí, día a día, hora a hora. Leo en su rostro lo que ella desea leer, y lo escribo fielmente…» «Demasiado fielmente —le interrumpe Marana, gélido—. Como traductor y representante de los intereses de Bertrand Vandervelde, autor de la novela que esa mujer está leyendo, Mira hacia abajo donde la sombra se adensa, ¡le intimo a que no continúe plagiándolo!» Flannery palidece; una sola preocupación parece ocupar su mente: «Entonces, según usted, esa lectora, los libros que devora con tanta pasión, ¿serían novelas de Vandervelde? No puedo soportarlo…».

en el aeropuerto africano, entre los rehenes del secuestro que esperan derrengados en el suelo dándose aire o acurrucados bajo los plaids distribuidos por las azafatas al descender bruscamente la temperatura nocturna, Marana admira la imperturbabilidad de una joven que está acuclillada aparte, con los brazos que ciñen las rodillas alzadas en atril sobre la falda larga, el pelo que llueve sobre el libro tapándole el rostro, la mano relajada que vuelve las páginas como si todo lo que importa se decidiese allí, en el siguiente capítulo. «En la degradación que la cautividad prolongada y promiscua impone al aspecto y la actitud de todos nosotros, esta mujer me parece protegida, aislada, envuelta como en una luna remota…» Es entonces cuando Marana piensa: «debo convencer a los piratas de la APO de que el libro por el cual valía la pena montar toda su arriesgada operación no es el que me han quitado a mí sino ese que está leyendo ella…».

en Nueva York, en la sala de los controles, está la lectora soldada a la butaca por las muñecas, con los manómetros de presión y el cinturón estetoscópico, las sienes oprimidas por la corona melenuda de los cables serpentinos de los encefalogramas que indican la intensidad de su concentración y la frecuencia de los estímulos. «Todo nuestro trabajo depende de la sensibilidad del sujeto de que disponemos para las pruebas de control; y debe ser además una persona de vista y nervios resistentes, para poder someterla a la lectura ininterrumpida de novelas y variantes de novelas tal y como salen del ordenador. Si la atención de lectura alcanza ciertos valores con cierta continuidad, el producto es válido y puede ser lanzado al mercado, si la atención en cambio disminuye y varía, la combinación es descartada y sus elementos son descompuestos y reutilizados en otros contextos. El hombre de bata blanca arranca un encefalograma tras otro como si fueran hojas de calendario. “De mal en peor —dice—. No sale ya ni una novela que se tenga en pie. O hay que revisar el programa, o la lectora está fuera de uso.” Miro el rostro fino entre anteojeras y visera, impasible también a causa de los tapones de los oídos y del collarín que le inmoviliza el mentón. ¿Cuál será su suerte?»

Ninguna respuesta encuentras a este interrogante que Marana ha dejado caer casi con indiferencia. Con el resuello cortado has seguido de una carta a otra las transformaciones de la lectora, como si se tratase siempre de la misma persona… Pero aunque fueran muchas personas, a todas les atribuyes el aspecto de Ludmilla… ¿No es acaso de ella el sostener que a la novela hoy se le puede pedir sólo que despierte un fondo de angustia sepultada, como última condición de veracidad que la rescate del destino de producto de serie al cual no puede ya sustraerse? La imagen de ella desnuda al sol del ecuador ya te resulta más creíble que tras el velo de la Sultana, pero también podría tratarse de una misma Mata Hari que atraviesa absorta las revoluciones extraeuropeas para abrir camino a los bulldozers de una empresa de cementos… Ahuyentas esta imagen, y acoges la de la tumbona que viene a tu encuentro a través del límpido aire alpino. Estás ya dispuesto a dejarlo todo plantado, a partir, a hallar el refugio de Flannery, con tal de mirar con el catalejo a la mujer que lee o buscar su rastro en el diario del escritor en crisis… (¿O lo que te tienta es la idea de poder reanudar la lectura de Mira hacia abajo donde la sombra se adensa, aunque sea con otro título y otra firma?) Pero ahora Marana transmite noticias cada vez más angustiosas: ahí la tienes rehén de un secuestro aéreo, después prisionera en un slum de Manhattan… ¿Cómo ha ido a parar allá, encadenada a un instrumento de tortura? ¿Por qué se ve obligada a sufrir como un suplicio la que es su condición natural, la lectura? ¿Y qué oculto designio hace que los caminos de estos personajes se crucen continuamente: ella, Marana, la secta misteriosa que roba manuscritos?

Por cuanto puedes entender por alusiones dispersas de estas cartas, el Poder Apócrifo, desgarrado por luchas intestinas y escapado al control de su fundador Ermes Marana, se ha escindido en dos ramas: una secta de iluminados partidarios del Arcángel de la Luz, y una secta de nihilistas partidarios del Arconte de las Sombras. Los primeros están persuadidos de que en medio de los libros falsos que anegan el mundo han de encontrarse los pocos libros portadores de una verdad quizá extrahumana o extraterrestre. Los segundos consideran que sólo la falsificación, la mistificación, la mentira intencionada pueden representar en un libro el valor absoluto, una verdad no contaminada por las pseudoverdades imperantes.

«Creía estar solo en el ascensor —escribe Marana, todavía desde Nueva York—, y en cambio una figura se alza a mi costado: un joven con una cabellera de extensión arbórea estaba acurrucado en un rincón, embutido en ropas de tosca tela. Más que un ascensor, éste es un montacargas de jaula, cerrado por una reja plegable. En cada piso aparece una perspectiva de locales desiertos, paredes descoloridas con huellas de muebles desaparecidos y tuberías arrancadas, un desierto de pavimentos y de techos enmohecidos. Maniobrando con las rojas manos de largas muñecas, el joven detiene el ascensor entre dos pisos.

»—Dame el manuscrito. Es a nosotros a quienes lo has traído, no a los otros. Aunque creyeras lo contrario. Este es un verdadero libro, aunque su autor haya escrito muchos falsos. Conque nos pertenece.

»Con una llave de judo me tiende en el suelo y agarra el manuscrito. Comprendo en ese momento que el joven fanático está convencido de tener en sus manos el diario de la crisis espiritual de Silas Flannery y no el esbozo de uno de sus habituales thrillers. Es extraordinario cómo las sectas secretas están dispuestas a captar cualquier noticia, sea verdadera o falsa, que se oriente en el sentido de sus expectativas. La crisis de Flannery había soliviantado a las dos facciones rivales del Poder Apócrifo que, con opuestas esperanzas, habían lanzado a sus informadores por los valles de alrededor del chalet del novelista. Los del Ala de Sombra, sabiendo que el gran fabricante de novelas en serie no lograba ya creer en sus artificios, se habían convencido de que su próxima novela marcaría el salto de la mala fe adocenada y relativa a la mala fe esencial y absoluta, la obra maestra de la falsedad como conocimiento, y por lo tanto el libro que ellos buscaban hacía tanto tiempo. Los del Ala de Luz en cambio pensaban que de la crisis de semejante profesional de la mentira sólo podía nacer un cataclismo de verdad, y tal juzgaban que era el diario del escritor del que tanto se hablaba… Ante el rumor, puesto en circulación por Flannery, de que yo le había robado un importante manuscrito, unos y otros lo habían identificado con el objeto de su búsqueda y se habían puesto tras mis huellas, el Ala de Sombra provocando el secuestro del avión, el Ala de Luz el del ascensor…

»El joven arbóreo, tras esconder en la chaqueta el manuscrito, se ha deslizado fuera del ascensor, me ha cerrado en las narices la reja y ahora aprieta los botones para hacerme desaparecer hacia abajo, tras haber lanzado una última amenaza:

»—¡La partida no terminó contigo, Agente de la Mistificación! ¡Nos queda por liberar nuestra Hermana encadenada a la máquina de los Falsarios!

»Río, mientras me hundo lentamente.

»—¡No hay ninguna máquina, alcornoque! Es el “Padre de los Relatos” quien nos dicta los libros.

»Vuelve a llamar al ascensor.

»—¿Has dicho el “Padre de los Relatos”? —ha palidecido. Hace años que los secuaces de la secta están buscando al viejo ciego por todos los continentes donde se transmite su leyenda en innumerables variantes locales.

»—Sí, ¡ve a contárselo al Arcángel de la Luz! ¡Dile que he encontrado al “Padre de los Relatos”! ¡Lo tengo en mis manos y trabaja para mí! ¡Nada de máquina electrónica! —y esta vez soy yo el que aprieto el botón para bajar.»

En este punto tres deseos simultáneos se disputan tu ánimo. Estarías dispuesto a partir de inmediato, cruzar el Océano, explorar el continente bajo la Cruz del Sur hasta encontrar el último escondrijo de Ermes Marana para arrancarle la verdad o al menos para obtener de él la continuación de las novelas interrumpidas. Al mismo tiempo quieres pedirle a Cavedagna que te deje leer en seguida En una red de líneas que se entrelazan del pseudo (¿o auténtico?) Flannery, que podría ser a lo mejor lo mismo que Mira hacia abajo donde la sombra se adensa del auténtico (¿o pseudo?) Vandervelde. Y no ves la hora de correr al café donde estás citado con Ludmilla, para contarle los confusos resultados de tu investigación y para convencerte, viéndola, de que no puede haber nada en común entre ella y las lectoras encontradas mundo adelante por el traductor mitómano.

Los dos últimos deseos son fácilmente realizables y no se excluyen entre sí. En el café, esperando a Ludmilla, empiezas a leer el libro enviado por Marana.