Por mucho que tirase de la boca del saco de plástico, apenas llegaba al cuello de Jojo y la cabeza quedaba fuera. El otro sistema era ensacarlo por la cabeza, pero no me resolvía el problema porque quedaban fuera los pies. La solución hubiera sido hacerle doblar las rodillas, pero aunque trataba de ayudarlo a fuerza de patadas, las piernas ya rígidas se resistían, y cuando al final lo logré se doblaron piernas y saco juntos, y así era aún más difícil de transportar y la cabeza sobresalía más que antes.
—¿Cuándo conseguiré librarme de ti de veras, Jojo? —le decía, y cada vez que le daba una vuelta me encontraba delante aquella boba cara suya, el bigotillo de robacorazones, el pelo soldado con brillantina, el nudo de la corbata que asomaba por el saco como por un jersey, digo un jersey de los años cuya moda él había continuado siguiendo. Quizás a la moda de aquellos años Jojo había llegado con retraso, cuando ya no estaba de moda en ningún sitio, pero él, habiendo envidiado de joven a los tipos vestidos y peinados así, desde la brillantina a los zapatos de charol negro con punteras de terciopelo, había identificado aquel aspecto con la fortuna, y una vez que había llegado estaba demasiado absorto en su éxito para mirar a su alrededor y advertir que ahora aquellos a quienes quería parecerse tenían un aspecto completamente distinto.
La brillantina aguantaba bien; incluso al comprimirle el cráneo para hundirlo en el saco, el casquete de pelo seguía siendo esférico y sólo se segmentaba en tiras compactas que se alzaban en arco. El nudo de la corbata se había desarreglado un poco; me salió instintivo el gesto de enderezarlo, como si un cadáver con la corbata torcida pudiera llamar más la atención que un cadáver en regla.
—Se necesita un segundo saco para metérselo por la cabeza —dijo Bernadette, y una vez más tuve que reconocer que la inteligencia de aquella chica era superior a lo que se podía esperar de su condición social.
Lo malo era que no conseguíamos encontrar otro saco de plástico grande. Había sólo una bolsa de basura naranja, que podía servir perfectamente para taparle la cabeza, pero no para ocultar que se trataba de un cuerpo humano envuelto en un saco y con la cabeza envuelta en una bolsa más pequeña.
Pero tanto daba, en aquel sótano no podíamos quedarnos más tiempo, de Jojo debíamos desembarazarnos antes de que fuera de día, hacía ya un par de horas que lo llevábamos de aquí para allá como si estuviera vivo, un tercer pasajero en mi coche descapotable, y ya habíamos llamado la atención de demasiadas personas. Como aquellos dos agentes en bicicleta que se habían acercado a la chita callando y se habían parado a mirarnos mientras estábamos a punto de precipitarlo al río (el Puente de Bercy un momento antes nos había parecido desierto), y en seguida Bernadette y yo nos pusimos a darle palmadas en la espalda, a Jojo abatido con la cabeza y las manos colgando del parapeto, y yo:
—¡Vomita hasta el alma, mon vieux, que se te aclararán las ideas! —exclamo, y sosteniéndolo entre los dos, sus brazos sobre nuestros hombros, lo transportamos hasta el coche. En ese momento el gas que se infla en el vientre de los cadáveres salió ruidosamente; los dos policías, venga a reír. Pensé que Jojo de muerto tenía un carácter muy distinto al de vivo, con sus modales delicados; no habría sido tan generoso como para acudir en ayuda de dos amigos que se arriesgaban a la guillotina por su asesinato.
Entonces nos pusimos en busca del saco de plástico y la lata de gasolina, y ahora sólo nos quedaba encontrar el sitio. Parece imposible, en una metrópoli como París puedes perder horas buscando un sitio adecuado para quemar un cadáver.
—En Fontainebleau ¿no hay un bosque? —le digo mientras arranco a Bernadette, que había vuelto a sentarse a mi lado—, explícame el camino, tú que lo conoces —y pensaba que quizá cuando el sol hubiera teñido de gris el cielo regresaríamos a la ciudad en fila con los camiones de la verdura, y de Jojo no quedarían sino unas piltrafas chamuscadas y mefíticas en un claro entre los ojaranzos, y de mi pasado igual, igual, digo, ésta era la ocasión para convencerme de que todos mis pasados estaban quemados y olvidados, como si nunca hubieran existido.
Cuántas veces, cuando me daba cuenta de que mi pasado empezaba a pesarme, había demasiada gente que creía tener un crédito abierto conmigo, material y moral, por ejemplo en Macao los padres de las chicas del «Jardín de Jade», digo ésos porque no hay nada peor que las parentelas chinas para no podértelas quitar de encima —y sin embargo, yo cuando reclutaba a las chicas hacía tratos claros, con ellas y con las familias, y pagaba en efectivo, con tal de no verlos volver siempre por allí, madres y padres flaquísimos, con medias blancas, con el cestillo de bambú oliendo a pescado, con aquella pinta despistada como si vinieran del campo, mientras que luego vivían todos en el barrio del puerto—, en suma, cuántas veces, cuando el pasado me pesaba demasiado, me había asaltado aquella esperanza del corte en seco: cambiar de oficio, de mujer, de ciudad, de continente —un continente tras otro, hasta dar toda la vuelta—, de costumbres, amigos, asuntos, clientela. Era un error, cuando me di cuenta era tarde.
Porque de esta manera no he hecho más que acumular pasados y más pasados a mis espaldas, multiplicarlos, los pasados, y si una vida me resultaba demasiado densa y ramificada y enredada para llevármela siempre a cuestas, imaginémonos tantas vidas, cada una con su pasado y los pasados de las otras vidas que siguen anudándose unos a otros. Por mucho que dijera cada vez: qué alivio, pongo el cuentakilómetros a cero, paso la esponja por la pizarra, al día siguiente de aquel en que había llegado a un país nuevo ya este cero se había convertido en un número de tantas cifras que no cabía en el marcador, que ocupaba la pizarra de una punta a otra, personas, lugares, simpatías, antipatías, pasos en falso. Como aquella noche que buscábamos el sitio adecuado para carbonizar a Jojo, con los faros registrando entre troncos y rocas, y Bernadette que indicaba el salpicadero:
—Oye, no me digas que estamos sin gasolina.
Era cierto. Con todas las cosas que tenía en la cabeza no me había acordado de llenar el depósito y ahora corríamos el riesgo de encontrarnos lejos de la población con el coche parado, a una hora en que las gasolineras están cerradas. Por fortuna a Jojo aún no le habíamos prendido fuego: figúrate si nos hubiéramos quedado bloqueados a poca distancia de la pira, y ni siquiera hubiésemos podido escapar a pie dejando allí un coche reconocible como el mío. En resumen, sólo nos quedaba echar en el depósito la lata de gasolina destinado a empapar el traje azul de Jojo, su camisa de seda con iniciales, y regresar a la ciudad lo más pronto posible tratando de que se nos ocurriera otra idea para desembarazarnos de él.
Era inútil que me dijera que de todos los líos en que me he encontrado metido he salido siempre, de todas las suertes como de todas las desgracias. El pasado es como una solitaria cada vez más larga que llevo dentro enrollada y no pierde los anillos por mucho que me esfuerce en vaciarme las tripas en todos los retretes a la inglesa o a la turca o en los baldes de las cárceles o en los orinales de los hospitales o en las zanjas de los campamentos, o simplemente en las matas, mirando bien antes para que no aparezca una serpiente, como aquella vez en Venezuela. El pasado no te lo puedes cambiar como no puedes cambiarte el nombre, que por muchos pasaportes que haya tenido, con nombres de los que ni me acuerdo, todos me han llamado siempre Ruedi el Suizo: fuera a donde fuera y me presentara como me presentara siempre había alguien que sabía quién era y qué había hecho, aunque mi aspecto ha cambiado mucho con el paso de los años, en especial desde que mi cráneo se ha vuelto calvo y amarillo como una toronja, y esto sucedió en la epidemia de tifus a bordo del Stjärna, cuando por culpa de la carga que llevábamos no podíamos acercarnos a la orilla y ni siquiera pedir auxilio por radio.
Total, la conclusión a la que llegan todas las historias es que la vida que uno ha vivido es una y sólo una, uniforme y compacta como una manta enfurtida donde no se pueden separar los hilos con que está tejida. Y así, si por casualidad se me ocurre detenerme en un detalle cualquiera de un día cualquiera, la visita de un cingalés que quiere venderme una nidada de cocodrilos recién nacidos en una tina de zinc, puedo estar seguro de que incluso en este mínimo e insignificante episodio está implícito todo lo que he vivido, todo el pasado, los pasados múltiples que inútilmente he tratado de dejar a mis espaldas, las vidas que al final se sueldan en una vida global, mi vida que continúa incluso en este lugar del cual he decidido no moverme, esta casita con jardín interior en la banlieue parisiense donde he instalado mi vivero de peces tropicales, un negocio tranquilo, que me obliga a una vida mucho más estable que ninguna otra, porque a los peces no puedes descuidarlos ni siquiera un día, y con las mujeres a mi edad uno tiene derecho a no quererse meter en nuevos líos.
Bernadette es una historia completamente distinta: con ella podía decir que había llevado adelante las cosas sin ningún error: apenas supe que Jojo había regresado a París y andaba tras mis huellas, no tardé un momento en ponerme yo tras las suyas, y así descubrí a Bernadette, y supo ponerla de mi parte, y organizamos el golpe juntos, sin que él sospechase nada. En el momento exacto descorrí la cortina y lo primero que vi de él —después de años de habernos perdido de vista —fue el movimiento de émbolo del grueso trasero peludo apretado entre las rodillas blancas de ella; después el occipucio bien peinado, sobre la almohada, al lado del rostro de ella un poco descolorido que se apartaba noventa grados para dejarme golpear. Todo ocurrió de la manera más rápida y más limpia, sin darle tiempo a volverse y reconocerme, a saber quién había llegado a estropearle la fiesta, quizá ni siquiera a darse cuenta del paso de la frontera entre el infierno de los vivos y el infierno de los muertos.
Fue mejor así, que le volviese a ver la cara sólo de muerto.
—Se acabó la partida, viejo bastardo —se me ocurrió decirle con voz casi cariñosa, mientras Bernadette lo volvía a vestir de punta en blanco incluidos los zapatos de charol negro y terciopelo, porque teníamos que sacarlo fuera fingiendo que estaba tan borracho que no se tenía en pie. Y se me ocurrió pensar en nuestro primer encuentro de hacía muchos años en Chicago, en la trastienda de la vieja Mikonikos llena de bustos de Sócrates, cuando me había dado cuenta de que el dinero del seguro del incendio provocado lo había invertido en sus slot-machines herrumbrosas y que entre él y aquella vieja paralítica y ninfómana me tenían en sus manos como querían. El día anterior, mirando desde las dunas el lago helado, había saboreado la libertad como no me sucedía hacía años, y en el curso de veinticuatro horas el espacio había vuelto a cerrarse en torno a mí, y todo se decidía en un bloque de casas apestosas entre el barrio griego y el barrio polaco. Mudanzas de este género mi vida ha conocido a docenas, en un sentido y en otro, pero fue a partir de entonces cuando no paré de intentar un desquite contra él, y a partir de entonces la cuenta de mis pérdidas no ha hecho sino alargarse. Incluso ahora que el olor a cadáver empezaba a aflorar a través de su perfume de colonia barata, me daba cuenta de que la partida con él aún no había acabado, de que Jojo muerto podía arruinarme una vez más como me había arruinado tantas veces en vida.
Estoy sacando demasiadas historias a la vez porque lo que quiero es que en torno al relato se sienta una saturación de otras historias que podría contar y quizá contaré y quién sabe si no las he contado ya en otra ocasión, un espacio lleno de historias que quizá no sea otra cosa sino el tiempo de mi vida, en el cual uno se puede mover en todas las direcciones como en el espacio encontrando siempre historias que para contarlas se necesitaría primero contar otras, de modo de partiendo de cualquier momento o lugar se encuentra la misma densidad de material que contar. Más aún, al mirar con perspectiva todo lo que dejo fuera de la narración principal, veo como una selva que se extiende hacia todas partes y no deja pasar la luz de tupida que es, en resumen un material mucho más rico del que he elegido poner en primer plano esta vez, por lo cual nada excluye que quien siga mi relato se sienta un poco defraudado viendo que la corriente se dispersa en muchos arroyuelos y que de los hechos esenciales le llegan sólo los últimos ecos y reverberaciones, pero nada excluye que justamente éste sea el efecto que me proponía al ponerme a contar, o digamos que es un recurso del arte de narrar que estoy tratando de adoptar, una norma de discreción que consiste en mantenerme un poco por debajo de las posibilidades de narrar de que dispongo.
Lo cual, además, si vas a ver es señal de una auténtica riqueza sólida y amplia, en el sentido de que si yo, en hipótesis, tuviera sólo una historia que contar me ajetrearía descomedidamente en torno a esa historia y acabaría por quemarla con la manía de darle su justo valor, mientras que al tener en reserva un depósito prácticamente ilimitado de sustancia narrable soy capaz de manejarla con desapego y sin prisas, dejando traslucirse incluso cierto fastidio y permitiéndome el lujo de demorarme en episodios secundarios y detalles insignificantes.
Cada vez que chirría la cancela —yo estoy en el cobertizo de los acuarios al fondo del jardín— me pregunto de cuál de mis pasados llega la persona que me viene a buscar hasta aquí: a lo mejor es sólo el pasado de ayer y de este mismo arrabal —el barrendero árabe de baja estatura que empieza en octubre el recorrido de las propinas casa por casa con la tarjeta de felicitación del año nuevo, porque dice que las propinas de diciembre se las quedan sus colegas y a él no le toca ni un céntimo—, pero pueden ser también los pasados más lejanos que corren tras el viejo Ruedi y encuentran la cancela en el Impasse: contrabandistas del Valais, mercenarios de Katanga, croupiers del casino de Varadero en tiempos de Fulgencio Batista.
Bernadette no tenía nada que ver con ninguno de mis pasados; de las viejas historias entre Jojo y yo que me habían obligado a quitarlo de en medio de aquel modo, ella no sabía nada, a lo mejor creía que lo había hecho por ella, por lo que ella me había dicho de la vida a la cual él la obligaba. Y por dinero, naturalmente, que no era poco, aunque aún no pudiese decir que lo sentía en mi bolsillo. Era el interés común lo que nos mantenía unidos: Bernadette es una chica que entiende al vuelo las situaciones; o conseguíamos salir juntos de este lío o los dos quedaríamos escaldados. Pero con seguridad Bernadette tenía otra idea en la cabeza: una chica como ella para moverse en el mundo debe poder contar con alguien que sepa bandeárselas; si me había llamado para desembarazarla de Jojo era para ponerme a mí en su lugar. Historias por el estilo en mi pasado había hasta demasiadas y ni una se había cerrado nunca en el activo; por eso me había retirado de los negocios y no quería volver a meterme en ellos.
Así, cuando estábamos a punto de comenzar nuestros trajines nocturnos, con él vestido de punta en blanco y sentado detrás tan formal en el descapotable, y ella sentada delante a mi lado debiendo alargar un brazo hacia atrás para tenerlo quieto, mientras yo iba a arrancar ella lanza la pierna izquierda sobre la palanca del cambio y la coloca a horcajadas sobre mi pierna derecha.
—¡Bernadette! —exclamo— ¿qué haces? ¿Te parece éste el momento?.
Y ella me explica que cuando había hecho irrupción en el cuarto la había interrumpido en un momento en el que no se podía interrumpirla; no importaba si con uno o con otro, pero ella debía proseguir desde aquel punto preciso y seguir adelante hasta el final. Mientras tanto con una mano sostenía al muerto y con la otra me estaba desabrochando, aplastados los tres en aquel coche pequeñísimo, en un parking público del Faubourg Saint-Antoine. Moviendo las piernas en contorsiones armoniosas —debo reconocerlo—, se instala a caballo de mis rodillas y casi me ahoga en su seno como bajo un alud. Jojo entre tanto se nos estaba cayendo encima pero ella atendía a apartarlo, su cara a pocos centímetros de la cara del muerto, que la miraba con el blanco de los ojos muy abiertos. En cuanto a mí, cogido así de sorpresa, con las reacciones físicas que marchaban por su cuenta prefiriendo evidentemente obedecerla a ella antes que a mi ánimo aterrorizado, sin tener siquiera necesidad de moverme porque era ella la que se ocupaba de eso, pues bien, comprendí en ese momento que lo que estábamos haciendo era una ceremonia a la cual ella atribuía un especial significado, allí ante los ojos del muerto, y sentí que la blanda y tenacísima prensa se apretaba y no podía escapar.
«Te equivocas, chica —habría querido decirle—, ese muerto ha muerto por otra historia, no la tuya, una historia que aún no está cerrada.» Habría querido decirle que había otra mujer, entre Jojo y yo, en aquella historia aún no cerrada, y si continúo saltando de una historia a otra es porque continúo girando en torno a aquella historia y huyendo, como si fuera el primer día de mi fuga, en cuanto supe que aquella mujer y Jojo se habían juntado para arruinarme. Es una historia que acabaré contando antes o después, pero en medio de todas las otras, sin darle más importancia que a otra, sin poner en ella ninguna pasión particular que no sea el placer de narrar y de recordar, porque también recordar el mal puede ser un placer cuando el mal está mezclado no digo con el bien, sino con lo variado, lo mudable, lo movido, en resumen con lo que puedo llamar el bien y que es el placer de ver las cosas a distancia y de contarlas como lo que es ya pasado.
—También esto será bonito contarlo cuando hayamos salido —le decía a Bernadette subiendo en aquel ascensor con Jojo en el saco de plástico. Nuestro proyecto era arrojarlo por la terraza del último piso a un patio estrechísimo, donde al día siguiente quien lo encontrara pensaría en un suicidio o bien en un paso en falso durante una hazaña de ratero. ¿Y si alguien subía en el ascensor a un piso intermedio y nos veía con el saco? Hubiera dicho que habían llamado al ascensor desde arriba mientras yo estaba bajando la basura. En realidad, dentro de poco sería el alba.
—Tú sabes prever todas las situaciones posibles —dice Bernadette. ¿Y cómo habría salido bien librado, quisiera decirle, durante tantos años debiendo guardarme de la banda de Jojo que tiene sus hombres en todos los centros de gran tráfico? Pero habría debido explicarle todos los intríngulis de Jojo y de aquella otra, que no renunciaron nunca a pretender que les hiciera recuperar lo que dicen haber perdido por mi culpa, a pretender volverme a poner al cuello aquella cadena de chantajes que aún me obliga a pasar la noche buscando una solución para un viejo amigo en un saco de plástico.
También con el cingalés pensé que había gato encerrado.
—No compro cocodrilos, jeune homme —le dije. —Vete al jardín zoológico, yo trato en otros artículos, aprovisiono las tiendas del centro, acuarios de apartamento, peces exóticos, a lo sumo tortugas. Me piden iguanas, de vez en cuando, pero no las tengo, demasiado delicadas.
El muchacho —tendría dieciocho años —seguía allí, con el bigote y las pestañas que parecían plumas negras sobre las mejillas naranja.
—¿Quién te ha mandado a mí? Quítame esta curiosidad —le pregunté, porque cuando anda por medio el Sudeste asiático siempre desconfío, y tengo mis buenas razones al respecto.
—Mademoiselle Sibylle —suelta él.
—¿Qué tiene que ver mi hija con los cocodrilos? —exclamó, porque bien está que ella viva hace tiempo por su cuenta, pero cada vez que me llega una noticia suya me siento inquieto. No sé por qué, la idea de los hijos me ha comunicado siempre una especie de remordimiento.
Así me entero de que en una boîte de la Place Clichy, Sibylle hace un número con caimanes; de momento la cosa me hizo tan mal efecto que no pregunté más detalles. Sabía que trabajaba en locales nocturnos, pero esto de exhibirse en público con un cocodrilo me parece que es la última cosa que un padre puede desear como futuro de su única hija hembra; al menos para alguien como yo que ha tenido una educación protestante.
—¿Cómo se llama ese lindo local? —digo, lívido.—Quiero ir a echar un vistazo.
Me alarga una cartulina publicitaria y en seguida me entra un sudor frío por la espalda porque ese nombre, el Nuevo Titania, me suena a conocido, incluso demasiado conocido, aunque se trate de recuerdos de otra parte del globo.
—¿Y quién lo regenta? —pregunto. —Sí, el director, ¡el dueño!
—Ah, madame Tatarescu, quiere decir… —y levanta la tina de zinc para llevarse la nidada.
Yo miraba fijamente aquel agitarse de escamas verdes, de patas, de colas, de bocas de par en par, y era como si me hubieran dado un garrotazo en el cráneo, las orejas no transmitían más que un sordo zumbido, un estruendo, la trompeta del más allá, apenas había oído el nombre de aquella mujer a cuya influencia devastadora no había logrado arrancar a Sibylle haciendo perder nuestras huellas a través de dos océanos, construyendo para la chica y para mí una vida tranquila y silenciosa. Todo inútil: Vlada había encontrado a su hija y a través de Sibylle me tenía de nuevo en sus manos, con la capacidad que sólo ella tenía de despertar en mí la aversión más feroz y la atracción más oscura. Ya me mandaba un mensaje en el cual podía reconocerla: aquella agitación de reptiles, para recordarme que el mal era el único elemento vital para ella, que el mundo era un pozo de cocodrilos del que yo no podía escapar.
Del mismo modo miraba asomándome por la terraza hacia el fondo de aquel patio desconchado. El cielo estaba ya clareando pero allá abajo había una oscuridad espesa y podía distinguir apenas la mancha irregular en que se había convertido Jojo tras haber rodado al vacío con los faldones de la chaqueta levantados como alas y haberse quebrado todos los huesos con un estruendo como de arma de fuego.
El saco de plástico se me había quedado en la mano. Podíamos dejarlo allí, pero Bernadette temía que al encontrarlo pudieran reconstruir cómo se habían desarrollado los hechos, conque era mejor llevárnoslo para hacerlo desaparecer.
En la planta baja al abrir el ascensor había tres hombres con las manos en los bolsillos.
—Hola, Bernadette.
Y ella:
—Hola.
No me gustaba que los conociera; tanto más cuanto que por su modo de vestir, aunque más al día que el de Jojo, les encontraba cierto aire de familia.
—¿Qué llevas en ese saco? Déjame ver —dijo el más gordo de los tres.
—Mira. Está vacío —digo, tranquilo.
Mete dentro una mano.
—¿Y esto qué es?—. Saca un zapato de charol negro con puntera de terciopelo.