V

En este punto se abre la discusión. Peripecias, personajes, ambientes, sensaciones son descartados para dejar su puesto a los conceptos generales.

—El deseo polimorfo-perverso…

—Las leyes de la economía de mercado…

—Las homologías de las estructuras significantes…

—La desviación y las instituciones…

—La castración…

Sólo tú te has quedado allí en suspenso, tú y Ludmilla, mientras ya nadie piensa en reanudar la lectura.

Te acercas a Lotaria, alargas una mano hacia los papeles sueltos delante de ella, preguntas: «¿Puedo?» —tratas de apoderarte de la novela. Pero no es un libro, es un quinterno arrancado. ¿Y el resto?

—Perdona, buscaba las otras páginas, la continuación —dices.

—¿La continuación?… Oh, con esto tenemos ya para discutir un mes. ¿No te basta?

—No era para discutir, era para leer… —sueltas tú.

—Oye, los grupos de estudio son muchos, la biblioteca del Instituto hérulo-altaico tenía un solo ejemplar; entonces nos lo hemos repartido, ha sido una distribución un poco porfiada, el libro se ha hecho pedazos, pero creo que he conquistado el trozo mejor.

Sentados ante la mesa de un café, hacéis el balance de la situación, tú y Ludmilla.

—Resumiendo: Sin temor al viento y al vértigo no es Asomándose desde la abrupta costa que a su vez no es Fuera del poblado de Malbork el cual es muy distinto de Si una noche de invierno un viajero. Sólo nos queda remontarnos a los orígenes de toda esta confusión.

—Sí. Es la editorial la que nos ha sometido a estas frustraciones, conque la editorial nos debe una reparación. Hay que ir a preguntarles a ellos.

—¿Si Ahti y Viljandi son la misma persona?

—Ante todo, preguntar por Si una noche de invierno un viajero, hacer que nos den un ejemplar completo, y también un ejemplar completo de Fuera del poblado de Malbork. Quiero decir: de las novelas que hemos empezado a leer creyendo que tenían ese título; si luego sus verdaderos títulos y autores son otros, que nos lo digan, y que nos expliquen qué misterio hay en estas páginas que pasan de un volumen a otro.

—Y por este camino —agregas tú—, quizá encontremos un rastro que lleve a Asomándose desde la abrupta costa, bien incompleto o llevado a término…

—No puedo negar —dice Ludmilla— que con la noticia del hallazgo de la continuación me había hecho ilusiones.

—…y a Sin temor al viento y al vértigo, que es la que ahora estoy más impaciente por continuar…

—Sí, también yo, aunque deba decir que no es mi novela ideal…

Bueno, ya estamos como de costumbre. Apenas te parece estar en el camino justo, en seguida te encuentras bloqueado por una interrupción o por un giro: en las lecturas, en la caza del libro perdido, en la identificación de los gustos de Ludmilla.

—La novela que más me gustaría leer en este momento —explica Ludmilla— debería tener como fuerza motriz sólo las ganas de contar, de acumular historias sobre historias, sin pretender imponerte una visión del mundo, sino sólo hacerte asistir a su propio crecimiento, como una planta, un enmarañarse como de ramas y hojas…

En esto te encuentras al punto de acuerdo con ella: dejando a tus espaldas las páginas desgarradas por los análisis intelectuales, sueñas con recobrar una condición de lectura natural, inocente, primitiva…

—Es preciso recobrar el hilo que hemos perdido —dices—. Vamos ahora mismo a la editorial.

Y ella:

—No es necesario que nos presentemos los dos. Vas tú y me cuentas.

Quedas a disgusto. Esta caza te apasiona porque la haces con ella, porque podéis vivirla juntos y comentarla mientras la estáis viviendo. Precisamente ahora que te parecía haber llegado a un entendimiento, a una confianza, no tanto porque ahora también vosotros os tuteáis, sino porque os sentís como cómplices en una empresa que acaso ningún otro pueda entender.

—¿Y por qué no quieres venir?

—Por principio.

—¿Qué quieres decir?

—Hay una línea fronteriza: a un lado están los que hacen los libros, al otro los que los leen. Yo quiero seguir siendo una de las que leen, por eso tengo cuidado de mantenerme siempre al lado de acá de esa línea. Si no, el placer desinteresado de leer se acaba, o se transforma en otra cosa, que no es lo que yo quiero. Es una línea fronteriza aproximada, que tiende a borrarse: el mundo de los que tienen que ver profesionalmente con los libros está cada vez más poblado y tiende a identificarse con el mundo de los lectores. Cierto que también los lectores se vuelven más numerosos, pero se diría que los que usan los libros para producir otros libros crecen más que aquellos a quienes les gusta leer libros, sin más. Sé que si cruzo esa frontera, aunque sea ocasionalmente, por casualidad, corro el riesgo de confundirme con esa marea que avanza; por eso me niego a poner los pies en una editorial, ni siquiera unos minutos.

—¿Y yo, entonces? —objetas.

—Tú no sé. Tú verás. Cada cual tiene distinto modo de reaccionar.

No hay manera de hacerle cambiar de idea, a esta mujer. Realizarás solo tu expedición, y os encontraréis aquí, en este café, a las seis.

¿Ha venido usted por el manuscrito? Está en lectura, no, me equivocaba, ha sido leído con interés, ¡claro que me acuerdo!, notable materia lingüística, sufrida denuncia, ¿no ha recibido la carta?, sin embargo, sentimos tener que anunciarle, en la carta está explicado todo, hace ya tiempo que la hemos enviado, el correo tarda siempre, la recibirá sin duda, los programas editoriales demasiado recargados, la coyuntura nada favorable, ¿ve cómo la ha recibido?, ¿y qué más decía?, agradeciéndole que nos lo haya dado a leer con toda urgencia le devolveremos, ah, ¿usted venía para retirar el manuscrito?, no, no lo hemos encontrado, tenga un poco de paciencia, ya aparecerá, no tenga miedo, aquí nunca se pierde nada, precisamente ahora hemos encontrado manuscritos que estábamos buscando desde hacía diez años, oh, no dentro de diez años, el suyo lo encontraremos incluso antes, al menos eso esperamos, tenemos tantos manuscritos, pilas así de altas, si quiere se las enseñamos, ya comprendo que usted quiere el suyo, no otro, faltaría más, quería decir que tenemos ahí tantos manuscritos que no nos importan nada, imagínese si íbamos a tirar el suyo que tanto nos interesa, no, no para publicarlo, nos interesa para devolvérselo.

Quien así habla es un hombrecillo reseco y encorvado que parece resecarse y encorvarse cada vez más siempre que alguien lo llama, le tira de una manga, le somete un problema, le descarga entre los brazos un rimero de pruebas, «¡Señor Cavedagna!», «¡Oiga, señor Cavedagna!», «¡Preguntémoselo al señor Cavedagna!», y él cada vez se concentra en la pregunta del último interlocutor, los ojos fijos, el mentón que vibra, el cuello que se tuerce bajo el esfuerzo de tener en suspenso y en evidencia todas las otras preguntas no resueltas, con la paciencia desconsolada de las personas demasiado nerviosas y el nerviosismo ultrasónico de las personas demasiado pacientes.

Cuando entraste en la sede de la editorial y expusiste a los conserjes el problema de los volúmenes mal compaginados que quisieras cambiar, te dijeron primero que te dirigieras a la Oficina Comercial; después, dado que añadiste que no era sólo el cambio de volúmenes lo que te interesaba, sino una explicación de lo ocurrido, te encaminaron a la Oficina Técnica; y cuando has precisado que lo que más te importa es la continuación de las novelas que se interrumpen: «Entonces será mejor que hable usted con el señor Cavedagna —han concluido—. Siéntese en la antesala; hay ya otros esperando; le llegará su turno».

Así, abriéndote paso entre los demás visitantes, has oído al señor Cavedagna recomenzar varias veces el discurso del manuscrito que no se encuentra, dirigiéndose cada vez a personas distintas incluido tú, cada vez interrumpido antes de darse cuenta del equívoco, por visitantes o por otros redactores y empleados. Comprendes al punto que el señor Cavedagna es ese personaje indispensable en toda plantilla empresarial sobre cuyos hombros los colegas tienden instintivamente a descargar todos los cometidos más complicados y espinosos. Apenas estás a punto de hablarle llega alguien que le lleva el plan de trabajo de los próximos cinco años que hay que actualizar, o un índice de nombres en el que es preciso cambiar todos los números de las páginas, o una edición de Dostoievski que hay que recomponer de cabo a rabo porque cada vez que está escrito María ahora es preciso escribir Mar’ja y cada vez que está escrito Pjotr ha de corregirse en Pëtr. Él les hace caso a todos, aunque siempre angustiado por la idea de haber dejado a medias la conversación con otro solicitante, y en cuanto puede trata de apaciguar a los más impacientes asegurándoles que no los ha olvidado, que tiene presente su problema: «Hemos apreciado vivamente la atmósfera fantástica…». («¿Cómo?», se estremece un historiador de las escisiones trostkistas en Nueva Zelanda). «Acaso debería usted atenuar las imágenes escatológicas…» («Pero ¿qué dice?», protesta un especialista en macroeconomía de los oligopolios).

Repentinamente el señor Cavedagna desaparece. Los pasillos de la editorial están llenos de insidias: vagan por ellos colectivos teatrales de hospitales psiquiátricos, grupos dedicados al psicoanálisis de grupo, comandos de feministas. El señor Cavedagna se arriesga a cada paso a ser capturado, asediado, tragado.

Has caído por aquí en un momento en el cual ya no gravitan como antaño en torno a las editoriales sobre todo aspirantes a poetas o novelistas, candidatas a poetisas o a escritoras; éste es el momento (en la historia de la cultura occidental) en el cual quienes buscan la propia realización sobre el papel no son tanto individuos aislados como colectividades: seminarios de estudios, grupos operativos, equipos de investigación, como si el trabajo intelectual fuera demasiado desolador para ser afrontado en soledad. La figura del autor se ha convertido en múltiple y se desplaza siempre en grupo, porque en nadie puede delegarse para representar a nadie: cuatro ex presos, uno de ellos evadido, tres ex internados con la enfermera y el manuscrito de la enfermera. O bien son parejas, no necesaria aunque tendencialmente marido y mujer, como si la vida en pareja no tuviese mejor consuelo que la producción de manuscritos.

Cada uno de estos personajes ha pedido hablar con el responsable de determinado sector o el experto en determinada rama, pero acaban todos siendo recibidos por el señor Cavedagna. Oleadas de conversaciones a donde afluyen los léxicos de las disciplinas y las escuelas de pensamiento más especializadas y más exclusivas se derraman sobre este anciano redactor al que de una primera ojeada has definido «hombrecillo reseco y encorvado» no porque sea más hombrecillo, más reseco, más encorvado que otros muchos, sino porque parece llegado de un mundo donde aún —no: parece salido de un libro donde aún se encuentran— esto es: parece llegado de un mundo donde se leen aún libros donde se encuentran «hombrecillos resecos y encorvados».

Sin dejarse trastornar, permite que las problemáticas discurran sobre su calvicie, menea la cabeza, y trata de delimitar la cuestión en sus aspectos más prácticos:

—Pero ¿no podría, disculpe, oiga, las notas a pie de página meterlas todas en el texto, y el texto reducirlo un poquito, y a lo mejor, usted verá, ponerlo como nota a pie de página?

—Yo soy un lector, sólo un lector, no un autor —te apresuras a declarar, como quien se lanza en socorro de alguien que está a punto de meter la pata.

—¿Ah, sí? Muy bien, muy bien, ¡qué contento estoy! —y la ojeada que te dirige es de veras de simpatía y gratitud—. Me da gusto. Lectores de veras, encuentro cada vez menos…

Lo asalta una vena confidencial; se deja transportar; olvida las otras obligaciones; te llama aparte:

—Hace tantos años que trabajo en una editorial… pasan por mis manos tantos libros… pero ¿puedo decir que leo? No es a eso a lo que yo le llamo leer… En mi pueblo había pocos libros, pero yo leía, entonces sí que leía… Pienso siempre que cuando me jubile volveré a mi pueblo y me pondré a leer como antes. De vez en cuando aparto un libro, éste lo leeré cuando me jubile, digo, pero después pienso que ya no será lo mismo… Esta noche he tenido un sueño, estaba en mi pueblo, en el gallinero de mi casa, buscaba, buscaba algo en el gallinero, en el cesto donde las gallinas ponen los huevos, y ¿qué encontré?, un libro, uno de los libros que leí de niño, una edición popular, las páginas todas rasgadas, los grabados en blanco y negro coloreados por mí, al pastel… ¿Sabe? De niño para leer me escondía en el gallinero…

Intentas explicarle el motivo de tu visita. Lo entiende al vuelo, tanto que ni siquiera te deja continuar:

—También usted, también usted, los cuadernillos mezclados, lo sabemos muy bien, los libros que empiezan y no continúan, toda la última producción de la casa está patas arriba, ¿entiende algo, usted?, nosotros ya no entendemos nada de nada, mi querido señor.

Tiene entre los brazos una pila de pruebas; la coloca delicadamente como si la mínima oscilación pudiera desbaratar el orden de los caracteres tipográficos.

—Una editorial es un organismo frágil, mi querido señor —dice—, basta que en un punto cualquiera algo se salga de su sitio y el desorden se extiende, el caos se abre bajo nuestros pies. Disculpe, ¿sabe?, cuando lo pienso me entra vértigo —y se tapa los ojos, como perseguido por la visión de millones de páginas, de líneas, de palabras que remolinean en un polvillo.

—Vamos, vamos, señor Cavedagna, ¡no se lo tome así! —ahora te toca a ti consolarlo—. Era una simple curiosidad de lector, la mía… Pero si usted no puede decirme nada…

—Lo que sé, se lo digo de buena gana —dice el redactor—. Escuche. Todo empezó cuando se presentó en la editorial un jovenzuelo que pretendía ser un traductor del éste, del cómosellama…

—¿Polaco?

—No, ¡de polaco, nada! Una lengua difícil, que no hay muchos que la sepan…

—¿Cimerio?

—Nada de cimerio, más lejos, ¿cómo se dice? El tal se hacía pasar por un políglota extraordinario, no había lengua que no conociese, hasta el éste, el cimbro, sí, el cimbro. Nos trae un libro escrito en esa lengua, una novela muy gorda, gruesa, el cómosellama, el Viajero, no: el Viajero es de ese otro, el Fuera del poblado…

—¿De Tazio Bazakbal?

—No, Bazakbal no, ése era la Abrupta costa, de éste…

—¿Ahti?

—Muy bien, ese mismo, el Ukko Ahti.

—Pero, perdone, ¿Ukko Ahti no es un autor cimerio?

—Bah, ya se sabe que primero era cimerio, el Ahti; pero ya sabe lo que sucedió, en la guerra, después de la guerra, los ajustes de fronteras, el telón de acero, el caso es que ahora donde antes estaba Cimeria está Cimbria y Cimeria la han desplazado más lejos. Así, también la literatura cimeria se la han quedado los cimbros, en las indemnizaciones de guerra…

—Esa es la tesis del profesor Galligani, que el profesor Uzzi-Tuzii desmiente…

—Imagínese, en la universidad, las rivalidades entre institutos, dos cátedras en competencia, dos profesores que no se pueden ver, imagínese si Uzzi-Tuzii va a admitir que la obra maestra de su lengua hay que irla a leer en la lengua de su colega…

—Queda en pie el hecho —insistes— de que Asomándose desde la abrupta costa es una novela inacabada, más aún, apenas comenzada… He visto el original…

Asomándose… No me confunda ahora, es un título que se le parece pero no es ése, es algo así como el Vértigo, eso es, es el Vértigo, de Viljandi.

—¿Sin temor al viento y al vértigo? Dígame: ¿se ha traducido? ¿La han publicado?

—Espere. El traductor, un tal Ermes Marana, parecía alguien con todos los papeles en regla: nos pasa una prueba de traducción, metemos ya el título en el programa, él es puntual al entregarnos las páginas de la traducción, de cien en cien, se embolsa los anticipos, nosotros empezamos a pasar la traducción a la imprenta, a mandar componer, para no perder tiempo… Y hete aquí que al corregir las pruebas notamos contrasentidos, rarezas… Llamamos a Marana, le hacemos preguntas, él se confunde, se contradice… Le apretamos las clavijas, le abrimos el texto original ante los ojos y le pedimos que nos traduzca un trozo de viva voz… ¡Confiesa que de cimbro no sabe ni una palabra!

—¿Y la traducción que les había entregado?

—Los nombres propios los había puesto en cimbro, no: en cimerio, ya no lo sé, pero el texto lo había traducido de otra novela…

—¿Qué novela?

—¿Qué novela?, le preguntamos. Y él: una novela polaca (¡ahí está el polaco!» de Tazio Bazakbal…

Fuera del poblado de Malbork

—Muy bien. Pero espere. Eso decía él, y nosotros de momento le creemos; el libro estaba ya en imprenta. Mandamos pararlo todo, cambiamos la portada, la portadilla. Era un perjuicio grave, para nosotros, pero de todos modos, con un título o con otro, de un autor o de otro, la novela existía, traducida, compuesta, impresa… No calculábamos que todo este saca y mete en la imprenta, en la encuadernación, la sustitución de todos los primeros cuadernillos con la portadilla falsa para poner los de la portadilla nueva, en suma, se produjo una confusión que se ha extendido a todas las novedades que teníamos en producción, tiradas enteras que hay que guillotinar, volúmenes ya distribuidos que hay que retirar de las librerías…

—No he entendido una cosa: ahora usted está hablando, ¿de cuál novela? ¿La de la estación o la del muchacho que se marcha del caserío? O bien…

—Tenga paciencia. Lo que le he contado aún no es nada. Porque mientras tanto, es natural, nosotros de este señor ya no nos fiábamos, y queríamos ver las cosas claras, cotejar la traducción con el original. ¿Qué es lo que aparece? Ni siquiera era Bazakbal, era una novela traducida del francés, de un autor belga poco conocido, Bertrand Vandervelde, titulada… Espere que se la enseño.

Cavedagna se aleja y cuando reaparece te tiende un manojito de fotocopias:

—Eso es, se llama Mira hacia abajo donde la sombra se adensa. Tenemos aquí el texto francés de las primeras páginas. Véalo con sus propios ojos, ¡juzgue qué estafa! Ermes Marana traducía esta novelucha de tres al cuarto, palabra por palabra, y nos la hacía pasar por cimeria, por cimbra, por polaca…

Hojeas las fotocopias y desde el primer vistazo comprendes que este Regarde en bas dans Vépaisseur des ombres, de Bertrand Vandervelde no tiene nada que ver con ninguna de las cuatro novelas que has debido interrumpir. Quisieras advertir en seguida a Cavedagna, pero él está retirando un papel anexo al manojo, que se empeña en mostrarte:

—¿Quiere ver lo que ha tenido el valor de responder Marana cuando le hemos discutido sus mistificaciones? Ahí tiene su carta… —Y te señala un párrafo para que lo leas.

«¿Qué importa el nombre del autor en la portada? Trasladémonos con el pensamiento a tres mil años de aquí. Quién sabe qué libros se habrán salvado de nuestra época, y de quién sabe qué autores se recordará aún el nombre. Habrá libros que seguirán siendo famosos, pero que serán considerados obras anónimas como para nosotros la epopeya de Gilgamesh; habrá autores cuyo nombre será siempre famoso, pero de los que no quedará ninguna obra, como sucedió con Sócrates; o quizá todos los libros supervivientes se atribuirán a un único autor misterioso, como Homero.»

—¿Ha visto qué lindo razonamiento? —exclama Cavedagna; después agrega—: Y hasta podría tener razón, eso es lo bueno…

Menea la cabeza, como prendido en un pensamiento suyo; en parte ríe y en parte suspira. Este pensamiento acaso tú Lector puedas leérselo en la frente. Hace muchos años que Cavedagna está encima de los libros mientras se hacen, trozo a trozo, ve libros nacer y morir todos los días, y sin embargo, los libros de veras para él siguen siendo otros, los de la época en que eran para él como mensajes de otros mundos. Lo mismo con los autores: él tiene que vérselas con ellos todos los días, conoce sus manías, irresoluciones, susceptibilidades, sus egocentrismos, y sin embargo los verdaderos autores siguen siendo los que para él eran sólo un nombre en la portada, una palabra que era toda una con el título, autores que tenían la misma realidad de sus personajes y de los lugares nombrados en los libros, que existían y no existían al mismo tiempo, como aquellos personajes y aquellos países. El autor era un punto invisible del cual venían los libros, un vacío recorrido por fantasmas, un túnel subterráneo que ponía en comunicación los otros mundos con el gallinero de su infancia…

Lo llaman. Duda un momento si recoger las fotocopias o dejártelas.

—Mire que éste es un documento importante, no puede salir de aquí, es el cuerpo del delito, puede producirse un proceso por plagio. Si quiere examinarlo siéntese aquí, en este escritorio, y luego acuérdese de devolvérmelo a mí, aunque yo me olvide, ¡ay si se pierde!…

Podrías decirle que no importa, que no es la novela que buscabas, pero sea porque el comienzo no te desagrada, sea porque el señor Cavedagna, cada vez más preocupado, ha sido sorbido por el torbellino de sus actividades editoriales, no te queda sino ponerte a leer Mira hacia abajo donde la sombra se adensa.