Sin temor al viento y al vértigo

A las cinco de la madrugada la ciudad era atravesada por carros militares; ante las tiendas de ultramarinos empezaban a formarse colas de mujercitas con faroles de sebo; en las paredes estaba aún húmeda la pintura de los letreros de propaganda trazados durante la noche por las cuadrillas de las diversas corrientes del Consejo Provisional.

Cuando los músicos guardaban los instrumentos en sus estuches y salían del sótano, el aire estaba verde. Durante un trecho de calle los parroquianos del «Nuevo Titania» caminaban en grupo detrás de los músicos, como si no quisieran romper la armonía que se había establecido en el local durante la noche entre las personas allí congregadas por el azar o la costumbre, y avanzaban en una única comitiva, los hombres, con las solapas de los gabanes levantadas, adoptando un aire cadavérico, como momias sacadas al aire libre de sarcófagos conservados durante cuatro mil años que en un momento se convierten en polvo, mientras que en cambio una ráfaga de excitación contagiaba a las mujeres, que cantaban cada una por su cuenta, sin cerrarse los abrigos sobre el escote de los trajes de noche, haciendo oscilar las faldas largas en los charcos en inciertos pasos de danza, con ese proceso propio de la embriaguez que hace brotar una nueva euforia sobre la postración y embotamiento de la euforia precedente, y parecía que en todos perdurase la esperanza de que la fiesta no había aún acabado, de que los músicos en cierto momento se pararían en medio de la calle, abrirían los estuches y sacarían de nuevo saxofones y contrabajos.

Frente al ex Banco Levinson vigilado por las patrullas de la guardia popular con las bayonetas caladas y la escarapela en el gorro, la comitiva de los noctámbulos, como si se hubieran pasado una consigna, se dispersaba y cada cual seguía por su camino sin despedirse de nadie. Quedábamos juntos nosotros tres: Valeriano y yo cogíamos del brazo a Irina uno de un lado y otro del otro, yo siempre a la derecha de Irina para dejar sitio a la funda de la pesada pistola que llevaba colgada del cinturón, mientras que Valeriano, que vestía de paisano porque formaba parte de la Comisaría de la Industria Pesada, si llevaba encima una pistola —y creo que la tenía— era ciertamente una de esas planas que se guardan en el bolsillo. Irina a esas horas se ponía silenciosa, casi sombría, y en nosotros se insinuaba una especie de temor —hablo de mí, pero estoy seguro de que Valeriano compartía mi estado de ánimo, aunque nunca nos hemos hecho confidencias al respecto— porque sentíamos que era entonces cuando ella tomaba realmente posesión de nosotros dos, y por muy locas que hubieran sido las cosas que nos indujera a hacer una vez que su círculo mágico se hubiera cerrado aprisionándonos, no serían nada en comparación con lo que ella estaba construyendo ahora en su fantasía, sin detenerse ante ningún exceso, en la exploración de los sentidos, en la exaltación mental, en la crueldad. La verdad es que éramos todos muy jóvenes, demasiado jóvenes para todo aquello que estábamos viviendo; digo nosotros los hombres, porque Irina tenía la precocidad de las mujeres de su tipo, pese a que en años fuera la más joven de los tres, y hacíamos lo que se le antojaba.

Empezó a silbotear silenciosamente, Irina, con una sonrisa sólo en los ojos como si saborease una idea que se le había ocurrido; después su silbido se volvió sonoro, era una marcha bufa de una opereta entonces en boga, y nosotros, siempre un poco temerosos de lo que estuviera tramando, nos pusimos a seguirle con nuestro silbido, y marchábamos como al paso de una irresistible charanga, sintiéndonos a un tiempo víctimas y triunfadores.

Fue al pasar ante la iglesia de Santa Apolonia, transformada entonces en lazareto de los enfermos de cólera, con las cajas de muerto expuestas fuera sobre caballetes rodeados por grandes círculos de cal para que la gente no se acercase, a la espera de los carros del cementerio. Había una vieja que rezaba arrodillada en el atrio y nosotros avanzando al son de nuestra marcha arrolladora casi la pisoteamos. Alzó contra nosotros un pequeño puño seco y amarillo, rugoso como una castaña, con el otro puño se apoyó en el empedrado, y gritó: «¡Malditos señores!» mejor dicho: «¡Malditos! ¡Señores!», como si fueran dos imprecaciones, en crescendo, y al llamarnos señores nos considerase malditos dos veces, y después una palabra del dialecto de aquí que significa «Gente de burdel», y también algo como: «Acabará…», pero en ese momento se fijó en mi uniforme, y calló, y agachó la cabeza.

Cuento este incidente con todos sus detalles porque —no en seguida, sino después— fue considerado una premonición de todo lo que iba a suceder, y también porque todas estas imágenes de la época deben cruzar la página como los carros militares la ciudad (aunque las palabras «carros militares» evocan imágenes un poco aproximadas, pero no viene mal que en el aire quede cierta indeterminación, como propia de la confusión de la época), como las pancartas extendidas entre un edificio y otro para invitar a la población a suscribir el empréstito nacional, como las comitivas de obreros cuyos recorridos no deben coincidir porque las organizan centrales sindicales rivales, unos manifestándose por la continuación a ultranza de la huelga en las fábricas de municiones Kauderer, otros por el final de la huelga en sostén del armamento popular contra los ejércitos contrarrevolucionarios que están a punto de cercar la ciudad. Todas estas líneas oblicuas al cruzarse deberían delimitar el espacio donde nos movemos Valeriano e Irina y yo, donde nuestra historia pueda aflorar de la nada, encontrar un punto de partida, una dirección, un designio.

A Irina la había conocido el día en que el frente cedió a menos de doce kilómetros de la Puerta Oriental. Mientras la milicia ciudadana —chicos menores de dieciocho años y ancianos de la reserva— se agolpaba en torno a los bajos edificios del Matadero de Bueyes —lugar que ya al nombrarlo sonaba a mal agüero, pero aún no se sabía para quién— una riada de gente se replegaba hacia la ciudad por el Puente de Hierro. Campesinas con una cesta en la cabeza de la que asomaba una oca, cerdos histéricos que escapaban entre las piernas de la multitud, perseguidos por chavales aulladores (la esperanza de poner algo a salvo de las requisas militares empujaba a las familias del campo a diseminar lo más posible hijos y animales, mandándolos a la ventura), soldados a pie o a caballo que desertaban de sus secciones o trataban de alcanzar al grueso de las fuerzas dispersas, ancianas damas a la cabeza de caravanas de criadas y fardos, camilleros con parihuelas, enfermos dados de alta en los hospitales, buhoneros, funcionarios, monjes, gitanos, pupilas del ex Colegio de Hijas de Oficiales con uniforme de viaje: todos se encauzaban entre las verjas del puente como arrastrados por el viento húmedo y gélido que parecía soplar desde los desgarrones del mapa, desde las brechas que laceraban frentes y fronteras. Eran muchos los que aquellos días buscaban refugio en la ciudad: unos temían la propagación de motines y saqueos y otros en cambio tenían buenas razones para no quererse encontrar en el camino de los ejércitos restauradores; otros buscaban protección bajo la frágil legalidad del Consejo Provisional y otros querían sólo esconderse entre la confusión para actuar tranquilos contra la ley, fuera vieja o nueva. Cada cual sentía que su supervivencia individual estaba en juego, y justamente donde habría parecido más fuera de lugar hablar de solidaridad, pues lo que contaba era abrirse paso con uñas y dientes, se establecía una especie de comunidad y de acuerdo, por los cuales ante los obstáculos se unían los esfuerzos y uno se entendía sin demasiadas palabras.

Habrá sido eso, o habrá sido que en el desbarajuste general la juventud se reconoce a sí misma y disfruta: el caso es que al cruzar el Puente de Hierro entre la multitud esa mañana me sentía contento y ligero, en armonía con los otros, conmigo mismo y con el mundo, como no me sucedía hacía tiempo. (No quisiera haber usado una palabra equivocada; diré mejor: me sentía en armonía con la desarmonía de los otros y de mí mismo y del mundo.) Ya estaba al final del puente, donde un tramo de escalones llega a la orilla y la corriente del gentío aflojaba el paso y se atascaba obligando a contraempujones hacia atrás para no ser empujados encima de los que bajaban más lentamente —mutilados sin piernas que se apuntalan primero sobre una muleta y después sobre la otra, caballos retenidos por el bocado y guiados en diagonal para que las herraduras no resbalen en el borde de los escalones de hierro, motocicletas con sidecar que hay que levantar en vilo (habrían hecho mejor cogiendo el Puente de los Carros, éstos, como no paraban de renegar contra ellos los de a pie, pero eso significaba alargar el camino una buena milla)—, cuando me fijé en la mujer que bajaba a mi lado.

Llevaba un abrigo con vueltas de piel en el ruedo y en los puños, un sombrero acampanado con un velo y una rosa: elegante, en suma, amén de joven y agradable, como comprobé inmediatamente después. Mientras estaba mirándola de perfil, la vi abrir mucho los ojos, llevarse la mano enguantada a la boca desencajada en un grito de terror y dejarse ir hacia atrás. Habría caído, con seguridad, pisoteada por aquella multitud que avanzaba como un rebaño de elefantes, de no haberme apresurado a agarrarla por un brazo.

—¿Se siente mal? —le digo—. Apóyese en mí. Ya verá como no es nada.

Estaba rígida, no conseguía dar un solo paso.

—El vacío, el vacío, allá abajo —decía—, socorro, el vértigo…

Nada de lo que se veía parecía justificar un vértigo, pero la mujer sentía verdadero pánico.

—No mire hacia abajo y sujétese a mi brazo; siga a los demás; estamos ya al final del puente —le digo, esperando que éstos sean los argumentos correctos para tranquilizarla.

Y ella:

—Siento todos estos pasos desprenderse de un escalón y avanzar en el vacío, precipitarse, una multitud que se precipita… —dice, siempre resistiéndose.

Miro a través de los intervalos entre los escalones de hierro la corriente incolora del río allá al fondo que transporta fragmentos de hielo como nubes blancas. Con una turbación que dura un instante, me parece estar sintiendo lo que siente ella: que cada vacío continúa en el vacío, cada cantil por mínimo que sea da sobre otro cantil, cada vorágine desemboca en el abismo infinito. Le ciño con el brazo los hombros; trato de resistir los empujones de los que quieren bajar y nos insultan: «¡Eh, dejad paso! ¡Id a abrazaros a otra parte, desvergonzados!» pero el único modo de sustraernos al alud humano que nos arrolla sería alargar nuestros pasos en el aire, volar… Ya está, también yo me siento colgado como sobre un precipicio…

Quizá es este relato lo que es un puente sobre el vacío, y avanza lanzando noticias y sensaciones y emociones para crear un fondo de alteraciones tanto colectivas como individuales en medio del cual uno se pueda abrir camino aun quedándose a oscuras sobre muchas circunstancias tanto históricas como geográficas. Me abro paso en la profusión de detalles que tapan el vacío que no quiero advertir y avanzo con ímpetu, mientras que en cambio el personaje femenino se bloquea en el borde de un escalón entre la multitud que empuja, hasta que logro transportarla casi en vilo, escalón a escalón, a apoyar los pies en el empedrado de la calle a orillas del río.

Se serena; alza ante sí una mirada altanera; reanuda el camino sin detenerse; su paso no vacila; se dirige hacia la Calle de los Molinos; casi me cuesta trabajo seguirla.

También el relato debe esforzarse por seguirnos, por referir un diálogo construido sobre el vacío, réplica a réplica. Para el relato el puente no ha terminado: bajo cada palabra está la nada.

—¿Se le pasó? —le pregunto.

—No es nada. El vértigo me da cuando menos me lo espero, aunque no haya ningún peligro a la vista… Lo alto y lo bajo no importan… Si miro al cielo, de noche, y pienso en la distancia de las estrellas… O también de día… Si me tumbase aquí, por ejemplo, con los ojos hacia lo alto, me daría un vahído… —y señala las nubes que pasan veloces empujadas por el viento. Habla del vahído como de una tentación que en cierto modo la atrae.

Estoy un poco desilusionado de que no me haya dicho una palabra de agradecimiento. Observo:

—No es buen sitio para tumbarse a mirar el cielo, ni de día ni de noche. Hágame caso a mí, que algo entiendo.

Como entre los escalones de hierro del puente, en el diálogo se abren intervalos de vacío entre una réplica y otra.

—¿Entiende de mirar al cielo? ¿Por qué? ¿Es astrónomo?

—No, otro tipo de observatorio —y le indico en el cuello de mi uniforme los distintivos de la artillería —. Días bajo los bombardeos, mirando volar los shrapnels.

Su mirada pasa de los distintivos a las charreteras que no tengo, después a las poco vistosas insignias del grado cosidas en mis mangas.

—¿Viene del frente, teniente?

—Alex Zinnober —me presento—. No sé si se me puede llamar teniente. En nuestro regimiento los grados han sido abolidos, pero las disposiciones cambian continuamente. Por ahora soy un militar con dos galones en la bocamanga, eso es todo.

—Yo soy Irina Piperin, y lo era también antes de la revolución. En el futuro, no lo sé. Diseñaba telas, y mientras las telas sigan faltando haré diseños en el aire.

—Con la revolución hay personas que cambian tanto que se vuelven irreconocibles y personas que se sienten más iguales a sí mismas que antes. Debería ser la señal de que estaban ya preparadas para los tiempos nuevos. ¿Es así?

No replica nada. Agrego:

—A menos que sea su rechazo absoluto lo que las preserva de los cambios. ¿Es su caso?

—Yo… Dígame usted, antes, cuánto cree haber cambiado.

—No mucho. Me doy cuenta de que he conservado ciertos puntos de honor de antaño: sostener a una mujer que se cae, por ejemplo, aunque ahora nadie da ya las gracias.

—Todos tenemos momentos de debilidad, mujeres y hombres, y nadie dice, teniente, que no tenga ocasión de corresponder a su cortesía de hace poco —en su voz hay una pizca de aspereza, casi de resentimiento.

En este punto el diálogo —que ha concentrado la atención sobre sí haciendo casi olvidar la visión agitada de la ciudad— podría interrumpirse: los consabidos carros militares cruzan la plaza y la página, separándonos, o bien las consabidas colas de mujeres delante de las tiendas o las consabidas manifestaciones de obreros con carteles. Irina está lejos ya, el sombrero con la rosa navega sobre un mar de gorros grises, de cascos, de pañuelos de cabeza; trato de perseguirla pero ella no se vuelve.

Siguen unos párrafos atestados de nombres de generales y diputados, a propósito de cañoneos y de retiradas sobre el frente, de escisiones y unificaciones en los partidos representados en el Consejo, entremezclados con anotaciones climáticas: aguaceros, escarchas, carreras de nubes, temporales de tramontana. Todo esto, en cualquier caso, sólo como contorno de mis estados de ánimo: ora de abandono festivo a la oleada de acontecimientos, ora de repliegue en mí mismo como concentrándome en un designio obsesivo, como si todo lo que sucede en torno no sirviera sino para enmascararme, para esconderme, como las defensas de sacos terreros que se van alzando un poco por doquier (la ciudad parece prepararse a combatir calle por calle), las empalizadas que cada noche los carteleros de las distintas tendencias recubren de manifiestos pronto empapados de lluvia e ilegibles a causa del papel esponjoso y de la tinta mala.

Cada vez que paso ante el edificio que alberga la Comisaría de la Industria Pesada me digo: «Ahora iré a ver a mi amigo Valeriano». Me lo estoy repitiendo desde el día que llegué. Valeriano es el amigo más afecto que tengo aquí en la ciudad. Pero siempre lo demoro por alguna importante tarea que debo despachar. Y eso que parezco disfrutar de una libertad insólita en un militar de servicio: no está muy claro cuáles sean mis funciones; voy y vengo entre diversas oficinas de Estados mayores, raramente se me ve en el cuartel, como si no estuviera insertado en el escalafón de ninguna sección, ni se me ve por otra parte clavado a un escritorio.

A diferencia de Valeriano, que no se mueve de su escritorio. También el día que subo a buscarlo lo encuentro allí, pero no parece dedicado a tareas de gobierno: está limpiando un revólver de tambor. Se ríe burlón con su barba mal afeitada, al verme. Dice:

—Conque has venido a meterte en la trampa también tú, junto con nosotros.

—O a coger en la trampa a los otros —respondo.

—Las trampas están una dentro de otra, y se disparan todas al tiempo —parece querer avisarme de algo.

El edificio donde están instaladas las oficinas de la Comisaría era la residencia de una familia enriquecida en la guerra, confiscado por la revolución. Parte del mobiliario de un lujo ramplón ha seguido ahí, mezclándose con los tétricos objetos burocráticos; el despacho de Valeriano está atestado de chinerías de boudoir: jarrones con dragones cofres laqueados, un biombo de seda.

—¿Y a quién quieres coger en la trampa en esta pagoda? ¿A una reina oriental?

De detrás del biombo sale una mujer: pelo corto, vestido de seda gris, medias de color leche.

—Los sueños masculinos no cambian con la revolución —dice, y en el sarcasmo agresivo de su voz reconozco a la transeúnte encontrada en el Puente de Hierro.

—¿Ves? ¿Hay oídos que escuchan cada una de nuestras palabras… —me suelta Valeriano, riendo.

—La revolución no procesa a los sueños, Irina Piperin —le respondo.

—Ni nos salva de las pesadillas —replica ella.

Valeriano interviene:

—No sabía que os conocierais.

—Nos encontramos en un sueño —digo yo—. Estábamos precipitándonos de un puente.

Y ella:

—No. Cada uno tiene un sueño diferente.

—Y también hay a quien le ocurre despertarse en un sitio seguro como éste, al amparo de cualquier vértigo… —insisto.

—Los vértigos están por todas partes —y coge el revólver que Valeriano ha terminado de montar, lo abre, apoya el ojo en el cañón como para ver si está bien limpio, hace girar el tambor, mete un proyectil en uno de los agujeros, alza el gatillo, mantiene el arma apuntada contra el ojo haciendo girar el tambor—. Parece un pozo sin fondo. Se siente la llamada de la nada, la tentación de precipitarse, de reunirnos con la oscuridad que nos llama…

—¡Eh! ¡Con las armas no se juega! —digo, y adelanto una mano, pero ella me apunta con el revólver.

—¿Por qué? —dice—. Las mujeres no, ¿y vosotros sí? La verdadera revolución será cuando las armas las tengan las mujeres.

—¿Y los hombres se quedarán desarmados? ¿Te parece justo, camarada? Las mujeres armadas, ¿para hacer qué?

—Para ocupar vuestro puesto. Nosotras encima y vosotros debajo. Para que probéis un poco vosotros lo que se siente, cuando se es mujer. Vamos, muévete, pasa al otro lado, ponte junto a tu amigo —ordena, sin dejar de apuntarme con el arma.

—Irina es muy constante en sus ideas —me advierte Valeriano—. No sirve de nada contradecirla.

—¿Y ahora? —pregunto y miro a Valeriano esperando que intervenga para acabar con la broma.

Valeriano está mirando a Irina, pero la suya es una mirada perdida, como en trance, como de rendición absoluta, como quien espera el placer sólo de la sumisión al albedrío de ella.

Entra un motorista del Mando Militar con un fajo de expedientes. La puerta al abrirse oculta a Irina, que desaparece. Valeriano despacha los asuntos como si nada ocurriese.

—Dime… —le pregunto, en cuanto podemos hablar—, ¿te parece que éstas son bromas?

—Irina no bromea —dice, sin alzar la mirada de los papeles—, ya verás.

Y he aquí que a partir de ese momento el tiempo cambia de forma, la noche se dilata, las noches se convierten en una única noche en la ciudad atravesada por nuestro trío ya inseparable, una única noche que culmina en la habitación de Irina, en una escena que debe ser de intimidad, pero también de exhibición y desafío, la ceremonia de ese culto secreto y sacrificial del que Irina es al tiempo oficiante y divinidad y profanadora y víctima. El relato reanuda el camino interrumpido, ahora el espacio que debe recorrer está sobrecargado, es denso, no deja ninguna rendija al horror al vacío, entre los cortinajes de dibujos geométricos, los cojines, la atmósfera impregnada del olor de nuestros cuerpos desnudos, los senos de Irina apenas levantados sobre la flaca caja torácica, las aréolas pardas que serían más proporcionadas sobre un seno más floreciente, el pubis estrecho y agudo en forma de triángulo isósceles (la palabra «isósceles», por haberla asociado una vez al pubis de Irina, se carga para mí de una sensualidad tal que no puedo pronunciarla sin castañetear los dientes). Al acercarse al centro de la escena las líneas tienden a retorcerse, a volverse sinuosas como el humo del brasero donde arden los pobres aromas supervivientes de una droguería armenia a la cual la fama usurpada de fumadero de opio le había valido un saqueo por parte de la multitud vengadora de las buenas costumbres, a enroscarse —siempre las líneas— como la cuerda invisible que nos tiene ligados, a nosotros tres, y que cuanto más nos debatimos para soltarnos más aprieta sus nudos clavándolos en nuestra carne. En el centro de esta maraña, en el corazón del drama de nuestra fraternidad secreta está el secreto que llevo en mi interior y que no puedo revelar a nadie, menos que nadie a Irina y Valeriano, la misión secreta que me ha sido confiada: descubrir quién es el espía infiltrado en el Comité revolucionario que está a punto de hacer caer la ciudad en manos de los Blancos.

Entre las revoluciones que aquel invierno ventoso barrían las calles de las capitales como ráfagas de tramontana, estaba naciendo la revolución secreta que transformaría los poderes de los cuerpos y de los sexos: eso creía Irina y había conseguido hacérnoslo creer no sólo a Valeriano que, hijo de un juez de distrito, diplomado en economía política, discípulo de santones indios y de teósofos suizos, era el adepto predestinado de cualquier doctrina en los límites de lo pensable, sino también a mí que venía de una escuela mucho más dura, a mí que sabía que el porvenir se jugaba en breve plazo entre el Tribunal revolucionario y la Corte marcial de los Blancos, y que dos pelotones de ejecución, de una parte y de la otra, esperaban con los fusiles apuntados.

Trataba de huir adentrándome con movimientos rastreros hacia el centro de la espiral donde las líneas se escurrían como serpientes siguiendo el retorcerse de los miembros de Irina, sueltos e inquietos, en una lenta danza en la cual no es el ritmo lo que importa sino el anudarse y disolverse de líneas serpentinas. Son dos cabezas de serpiente que Irina aferra con ambas manos, y que reaccionan ante su apretón exacerbando la propia aptitud para la penetración rectilínea, mientras que ella pretendía al contrario que el máximo de fuerza contenida correspondiera a una ductilidad de reptil que se plegase a alcanzarla en retorcimientos imposibles.

Porque éste era el primer artículo de fe del culto que Irina había instituido: que abdicásemos del prejuicio de la verticalidad, de la línea recta, del superviviente y mal guardado orgullo masculino que aún nos había seguido pese a aceptar nuestra condición de esclavos de una mujer que no admitía entre nosotros celos ni supremacías de ningún género.

—Abajo —decía Irina y su mano apretaba la cabeza de Valeriano en el occipucio, hundiendo los dedos en el pelo lanudo de color rojo estopa del joven economista, sin dejar que levantase el rostro de la altura de su regazo— ¡más abajo! —y mientras tanto me miraba a mí con ojos de diamante, y quería que yo mirase, quería que nuestras miradas avanzaran también por vías serpentinas y continuas. Sentía su mirada que no me abandonaba un instante, y mientras tanto sentía sobre mí otra mirada que me seguía a cada momento y en cada lugar, la mirada de un poder invisible que esperaba de mí sólo una cosa: la muerte, no importa si la que debía llevar a los otros o la mía.

Esperaba el instante en el cual el lazo de la mirada de Irina se hubiera aflojado. He aquí que entorna los ojos, he aquí que me arrastro en la sombra, tras los cojines, los divanes, el brasero, allá donde Valeriano ha dejado sus ropas dobladas en perfecto orden como es su costumbre, me arrastro en la sombra de las pestañas de Irina bajadas, registro los bolsillos, la cartera de Valeriano, me escondo en la oscuridad de los párpados apretados de ella, en la oscuridad del grito que sale de su garganta, encuentro la hoja doblada en cuatro con mi nombre escrito con plumilla de acero, bajo la fórmula de las condenas a muerte por traición, firmada y refrendada bajo los sellos reglamentarios.