IV

Escuchar a alguien que lee en voz alta es muy distinto de leer en silencio. Cuando lees, puedes pararte o saltarte frases: el ritmo eres tú quien lo decides. Cuando lee otro es difícil hacer coincidir tu atención con el ritmo de su lectura: la voz va o demasiado rápida o demasiado lenta.

Escuchar además a alguien que está traduciendo de otra lengua implica un fluctuar de vacilaciones en torno a las palabras, un margen de indeterminación y de provisionalidad. El texto, que cuando eres tú quien lo lees es algo que está ahí, contra el cual estás obligado a chocar, cuando te lo traducen en voz alta es algo que es y no es, que no consigues tocar.

Encima, el profesor Uzzi-Tuzii había comenzado su traducción oral como si no estuviera muy seguro de lograr que las palabras se juntaran unas con otras, volviendo sobre cada período para peinar su desgreñamiento sintáctico, manipulando las frases hasta que se ajaban por completo, manoseándolas, chapurreándolas, deteniéndose en cada vocablo para ilustrar sus usos idiomáticos y sus connotaciones, acompañándose con gestos envolventes como para invitar a contentarse con equivalentes aproximados, interrumpiéndose para enunciar reglas gramaticales, derivaciones etimológicas, citas de clásicos. Pero cuando te has convencido de que al profesor la filología y la erudición le interesan más que lo que la historia cuenta, adviertes que lo cierto es lo contrario: esa envoltura académica sirve sólo para proteger cuanto el relato dice y no dice, un aliento interno siempre a punto de dispersarse en contacto con el aire, el eco de un saber desaparecido que se revela en la penumbra y en las alusiones omitidas.

Debatiéndose entre la necesidad de intervenir con sus luces interpretativas para ayudar al texto a explicitar la multiplicidad de sus significados, y la conciencia de que toda interpretación ejerce sobre el texto una violencia y una arbitrariedad, el profesor, frente a los pasajes más enredados, no encontraba modo mejor de facilitarte la comprensión que empezar a leerlos en el original. La pronunciación de aquella lengua desconocida, deducida de reglas teóricas, no transmitida por la audición de voces con sus inflexiones individuales, no marcada por las huellas del uso que plasma y transforma, adquiría el carácter absoluto de los sonidos que no esperan respuesta, como el canto del último pájaro de una especie extinguida o el zumbido estridente de un reactor recién inventado que se disgrega en el cielo en el primer vuelo de prueba.

Después, poco a poco, algo había empezado a moverse y a discurrir entre las frases de esta dicción trastornada. La prosa de la novela se había impuesto sobre las incertidumbres de la voz: se había vuelto fluida, transparente, continua; Uzzi-Tuzii nadaba dentro de ella como un pez, acompañándose con el gesto (tenía las manos abiertas como aletas), con el movimiento de los labios (que dejaban salir las palabras como burbujitas de aire), con la mirada (sus ojos recorrían la página como ojos de pez un fondo marino, pero también como ojos del visitante de un acuario que sigue los movimientos de un pez en una pecera iluminada).

Ahora a tu alrededor ya no está la habitación del Instituto, las estanterías, el profesor: has entrado en la novela, ves esa playa nórdica, sigues los pasos del delicado señor. Estás tan absorto que tardas en advertir una presencia a tu lado. Con el rabillo del ojo descubres a Ludmilla. Está allí, sentada en una pila de volúmenes in folio, también muy atenta para escuchar la continuación de la novela.

¿Ha llegado en este momento o ha oído la lectura desde el principio? ¿Ha entrado en silencio, sin llamar? ¿Estaba ya aquí, escondida entre estos estantes? (Venía a esconderse aquí, había dicho Irnerio. Vienen aquí a hacer cosas innominables, había dicho Uzzi-Tuzii). ¿O es una aparición evocada por el hechizo que se desprende de las palabras del profesor-brujo?

Continúa con su recitado, Uzzi-Tuzii, y no da señales de asombrarse por la presencia de la nueva oyente, como si siempre hubiera estado allí. Ni se sobresalta cuando ella, oyéndole hacer una pausa más larga que las otras, le pregunta:

—¿Qué más?

El profesor cierra el libro de golpe.

—Nada más. Asomándose desde la abrupta costa se interrumpe aquí. Tras escribir estas primeras páginas de su novela, Ukko Ahti entró en la crisis depresiva que lo llevó en el curso de pocos años a tres intentos de suicidio frustrados y a uno con éxito. El fragmento fue publicado en la colección de sus escritos póstumos, junto con versos sueltos, un diario íntimo y los apuntes para un ensayo sobre las encarnaciones de Buda. Por desgracia no ha sido posible hallar ningún plan o esbozo que explique cómo Ahti pretendía desarrollar la peripecia. Aunque mutilado, o acaso por eso mismo, Asomándose desde la abrupta costa es el texto más representativo de la prosa cimeria, por lo que manifiesta y aún más por lo que oculta, por su sustraerse, desmayarse, desaparecer…

La voz del profesor parece a punto de apagarse. Alargas el cuello para asegurarte de que sigue estando allí, al otro lado de la mampara de estantes que lo separa de tu vista, pero no logras ya divisarlo, quizá se ha deslizado entre el seto de publicaciones académicas y colecciones de revistas, adelgazándose hasta el punto de poderse meter en los intersticios ávidos de polvo, quizá lo ha arrastrado el destino aniquilador que pesa sobre el objeto de sus estudios, quizá se lo tragó el abismo vacío de la brusca interrupción de la novela. Al borde de ese abismo quisieras asomarte, sosteniendo a Ludmilla o agarrándote a ella, tus manos tratan de aferrar sus manos…

—¡No pregunten dónde está la continuación de este libro! —Es un chillido agudo que parte de un punto impreciso entre los estantes—. Todos los libros continúan más allá… —La voz del profesor sube y baja; ¿dónde se ha metido? Quizá está revolcándose bajo el escritorio, quizá se está ahorcando de la lámpara del techo.

—¿Continúan dónde? —preguntáis vosotros, pegados a la orilla del precipicio—. ¿Más allá de qué?

—Los libros son los peldaños del umbral… Todos los autores cimerios lo han cruzado… Después comienza la lengua sin palabras de los muertos que dice las cosas que sólo la lengua de los muertos puede decir. El cimerio es la última lengua de los vivos…, ¡es la lengua del umbral! Aquí se viene para aplicar el oído al más allá… Escuchen…

No estáis escuchando nada, en cambio, vosotros dos. Habéis desaparecido también vosotros, aplastados en un rincón, apretados uno contra otra. ¿Es ésta vuestra respuesta? ¿Queréis demostrar que también los vivos tienen una lengua sin palabras, con la que no se pueden escribir libros, pero que se puede sólo vivir, segundo a segundo, no registrar ni recordar? Primero viene esta lengua sin palabras de los cuerpos vivos —¿es ésta la premisa que querríais que Uzzi-Tuzii tuviera en cuenta?—, después las palabras con que se escriben los libros y se trata inútilmente de traducir esa primera lengua, después…

—Los libros cimerios están todos inacabados… —suspira Uzzi-Tuzii—, porque es más allá donde continúan… en la otra lengua, en la lengua silenciosa a la cual remiten todas las palabras de los libros que creemos leer…

—Creemos… ¿Por qué creemos? A mí me gusta leer, leer de veras… —es Ludmilla la que habla así, con convicción y calor. Está sentada frente al profesor, vestida de modo sencillo y elegante, de colores claros. Su modo de estar en el mundo, llena de interés por lo que el mundo pueda darle, aleja el abismo egocéntrico de la novela suicida que acaba por desplomarse dentro de sí mismo. En su voz bus-cas la confirmación de tu necesidad de apegarte a las cosas que existen, de leer lo que está escrito, sin más, alejando los fantasmas que escapan de entre las manos. (Aunque vuestro abrazo —confiésalo— se ha producido sólo en tu imaginación, siempre es un abrazo que puede realizarse de un momento a otro…).

Pero Ludmilla siempre está al menos un paso por delante de ti.

—Me gusta saber que existen libros que podré aún leer… —dice, segura de que a la fuerza de su deseo deben corresponder objetos existentes, concretos, aunque desconocidos. ¿Cómo podrás seguirla, a esta mujer que lee siempre otro libro, a más del que tiene ante los ojos, un libro que todavía no existe pero que, dado que ella lo quiere, no podrá dejar de existir?

El profesor está allí en su escritorio; en el cono de luz de una lámpara de mesa aparecen sus manos colgantes o apenas posadas sobre el volumen cerrado, como en una caricia triste.

—Leer —dice— es siempre esto: hay una cosa que está ahí, una cosa hecha de escritura, un objeto sólido, material, que no se puede cambiar, y a través de esta cosa nos enfrentamos con alguna otra que no está presente, alguna otra que forma parte del mundo inmaterial, invisible, porque es sólo pensable, imaginable, o porque ha existido y ya no existe, ha pasado, perdida, inalcanzable, en el país de los muertos…

—…O que no está presente porque aún no existe, algo deseado, temido, posible o imposible —dice Ludmilla—, leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será… —(Y ahora ves a la Lectora atenta a escrutar más allá del margen de la página impresa el despuntar en el horizonte de las naves de los salvadores o de los invasores, las tempestades…)—. El libro que ahora me apetecería leer es una novela en la cual se sienta la historia que llega, como un trueno aún confuso, la historia histórica junto con el destino de las personas, una novela que dé la sensación de estar viviendo un desbarajuste que todavía no tiene un nombre, no ha tomado forma…

—¡Muy bien, hermanita, veo que haces progresos! —entre las estanterías ha aparecido una chica de cuello largo y cara de pájaro, mirada quieta y gafuda, gran halo de pelo rizado, vestida con una ancha blusa y ajustados pantalones—. Venía a anunciarte que he encontrado la novela que buscabas, ¡y es justamente la que se utiliza en nuestro seminario sobre la revolución femenina, a donde estás invitada, si quieres oírnos analizarla y discutirla!

—Lotaria, ¡no me digas —exclama Ludmilla— que has llegado también tú a Asomándose desde la abrupta costa, novela inacabada de Ukko Ahti, escritor cimerio!

—Estás mal informada, Ludmilla, la novela es exactamente ésa, pero no está inacabada, sino llevada a término, no está escrita en cimerio sino en cimbro, el título fue cambiado después por Sin temor al viento y al vértigo y el autor la firmó con un seudónimo distinto, Vorts Viljandi.

—¡Es una falsificación! —grita el profesor Uzzi-Tuzii—. ¡Es un conocido caso de imitación! ¡Se trata de materiales apócrifos, difundidos por los nacionalistas cimbros durante la campaña de propaganda anticimeria a finales de la Primera Guerra Mundial!

Detrás de Lotaria presionan las avanzadillas de una falange de jovencitas de ojos límpidos y tranquilos, ojos un poco alarmantes acaso por demasiado límpidos y tranquilos. Entre ellas se abre paso un hombre pálido y barbudo, de mirada sarcástica y con el pliegue de los labios sistemáticamente desilusionado.

—Lamento contradecir a un ilustre colega —dice—, ¡pero la autenticidad de este texto ha sido probada por el hallazgo de los manuscritos que los cimerios habían ocultado!

—Me asombra, Galligani —gime Uzzi-Tuzii—, que prestes la autoridad de tu cátedra de lenguas y literaturas hérulo-altaicas a una mistificación grosera. ¡Y encima ligada a reivindicaciones territoriales que nada tienen que ver con la literatura!

—Uzzi-Tuzii, por favor —replica el profesor Galligani—, no rebajes la polémica a ese nivel. Sabes perfectamente que el nacionalismo cimbro está muy alejado de mis intereses, como espero que el chovi-nismo cimerio lo esté de los tuyos. Comparando el espíritu de las dos literaturas, la pregunta que me planteo es: ¿quién va más lejos en la negación de los valores?

La polémica cimbro-cimeria parece no rozar a Ludmilla, ahora ocupada con un único pensamiento: la posibilidad de que la novela interrumpida continúe.

—¿Será cierto lo que dice Lotaria? —te pregunta en voz baja—. Esta vez quisiera que tuviese razón, que el comienzo que nos ha leído el profesor tuviese una continuación, no importa en qué lengua…

—Ludmilla —suelta Lotaria—, nos vamos a nuestro colectivo de estudio. Si quieres asistir a la discusión sobre la novela de Viljandi, vente. Puedes invitar también a tu amigo, si le interesa.

Y ahí estás, enrolado bajo las banderas de Lotaria. El grupo se instala en una sala, alrededor de una mesa. Tú y Ludmilla querríais poneros lo más cerca posible del cartapacio que Lotaria tiene ante sí y que al parecer contiene la novela en cuestión.

—Debemos dar las gracias al profesor Galligani, de literatura cimbra —principia Lotaria— por haber amablemente puesto a nuestra disposición un raro ejemplar de Sin temor al viento y al vértigo, y por haber aceptado intervenir personalmente en nuestro seminario. Quiero subrayar esta actitud abierta, tanto más apreciable si se compara con la incomprensión de otros docentes de disciplinas afines… —y Lotaria lanza una ojeada a su hermana para que no se le escape la alusión polémica a Uzzi-Tuzii.

Para encuadrar el texto, se le ruega al profesor Galligani que proporcione algunas indicaciones históricas.

—Me limitaré a recordar —dice— cómo las provincias que formaban el Estado cimerio pasaron, después de la Segunda Guerra Mundial, a formar parte de la República Popular Cimbra. Al ordenar los documentos de los archivos cimerios desbarajustados por el paso del frente, los cimbros han podido revalorizar la compleja personalidad de un escritor como Vorts Viljandi, que escribió tanto en cimerio como en cimbro, pero del cual los cimerios habían publicado sólo la producción en su lengua, exigua, por lo demás. Mucho más importantes en cantidad y calidad eran los escritos en lengua cimbra, que los cimerios mantuvieron ocultos, empezando por la vasta novela Sin temor al viento y al vértigo, de cuyo comienzo parece que existió también una primera redacción en cimerio, firmada con el seudónimo de Ukko Ahti. Es indudable, en cualquier caso, que en esta novela, y sólo tras haber optado definitivamente por la lengua cimbra encontró el autor la genuina inspiración…

»No voy a contarles la historia —continúa el profesor— de la dispar fortuna de este libro en la República Popular Cimbra. Publicado primero como un clásico, traducido incluso al alemán para poder difundirlo en el extranjero (de esta traducción nos servimos ahora), sufrió a continuación las consecuencias de las campañas de rectificación ideológica y fue retirado de la circulación e incluso de las bibliotecas. Nosotros creemos en cambio que su contenido revolucionario es de lo más avanzado…

Estáis impacientes, tú y Ludmilla, por ver resurgir de las cenizas este libro perdido, pero tenéis que esperar a que las chicas y los jóvenes del colectivo se distribuyan las tareas: durante la lectura tendrá que haber quien subraye los reflejos del modo de producción, quien los procesos de cosificación, quien la sublimación de lo reprimido, quien los códigos semánticos del sexo, quien los metalenguajes del cuerpo, quien la transgresión de los roles, en lo político y en lo privado.

Y he aquí que Lotaria abre su cartapacio, comienza a leer. Los setos de alambre espinoso se deshacen como telarañas. Todos atendéis en silencio, vosotros y los otros.

Os dais cuenta en seguida de estar escuchando algo que no tiene ningún posible punto de contacto ni con Asomándose desde la abrupta costa ni con Fuera del poblado de Malbork y ni siquiera con Si una noche de invierno un viajero. Os lanzáis una ojeada, tú y Ludmilla, y hasta dos ojeadas: primero interrogativa y después de inteligencia. Sea como sea, es una novela en la cual, una vez entrados, querrías seguir adelante sin deteneros.