Los placeres que reserva el uso del abrecartas son táctiles, auditivos, visuales y sobre todo mentales. El avance en la lectura va precedido por un gesto que atraviesa la solidez material del libro para permitirte el acceso a su sustancia incorpórea. Penetrando desde abajo entre las páginas, la hoja sube con ímpetu abriendo el corte vertical con una fácil sucesión de tajos que tropiezan con las fibras una por una y las siegan —con una crepitación jovial y amistosa el buen papel acoge a ese primer visitante, que anuncia innumerables vueltas de páginas movidas por el viento o por la mirada—; mayor resistencia opone el pliegue horizontal, en especial si es doble, porque exige una nada ágil acción de revés —allí el sonido es el de un desgarramiento sofocado, con notas más sombrías. El borde de las hojas se quiebra revelando su tejido filamentoso; una fina viruta —llamada «rizo» —se aparta de él, tan grata de ver como espuma de ola en la línea de playa. El abrirte paso a filo de espada en la barrera de las hojas se asocia con el pensamiento de cuanto la palabra encierra y esconde: te adentras por la lectura como por un tupido bosque.
La novela que estás leyendo quisiera presentarte un mundo compacto, denso, minucioso. Inmerso en la lectura, mueves maquinalmente el abrecartas por el espesor del volumen: aún no estás leyendo el final del primer capítulo, pero ya has avanzado mucho cortando. Y he aquí que, en el momento en que tu atención está más pendiente, vuelves la hoja en la mitad de una frase decisiva y te encuentras ante dos páginas en blanco.
Te quedas atónito, contemplando ese blanco cruel como una herida, casi esperando que haya sido una ofuscación de tu vista lo que proyectó una mancha de luz sobre el libro, de la cual poco a poco volverá a aflorar el rectángulo cebrado de caracteres de tinta. No, es de veras un intacto candor el que reina sobre las dos caras fronteras. Pasas de nuevo la página y encuentras dos caras impresas como es debido. Sigues hojeando el libro; dos páginas en blanco alternan con dos páginas impresas. Blancas; impresas; blancas; impresas: y así hasta el final. Las hojas impresas han sido tiradas por una sola cara; y después plegadas y unidas como si estuvieran completas.
He aquí que esta novela tan densamente entretejida de sensaciones de repente se te presenta desgarrada por vorágines sin fondo, como si la pretensión de expresar la plenitud vital revelase el vacío que hay debajo. Pruebas a colmar la laguna, a reanudar la historia aferrándote al trozo de prosa que viene después, desflecado como el borde de las hojas separadas por el abrecartas. No te orientas ya: los personajes han cambiado, los ambientes, no entiendes de qué se habla, encuentras nombres de personas que no sabes quiénes son: Hela, Casimir. Te entra la duda de si se tratará de otro libro, quizá la auténtica novela polaca Fuera del poblado de Malbork, mientras que el comienzo que has leído podría pertenecer a otro libro más, quién sabe cuál.
Ya te parecía que los nombres no sonaban rotundamente polacos: Brigd, Gritzvi. Tienes un buen atlas, muy detallado; vas a buscar en el índice de nombres: Pëtkwo, que debería ser un centro importante, y Aagd, que podría ser un río o un lago. Los encuentras en una remota llanura del Norte que las guerras y los tratados de paz han asignado sucesivamente a diversos estados. ¿Quizá también a Polonia? Consultas una enciclopedia, un atlas histórico; no, Polonia no tiene nada que ver; esta zona en el período entre las dos guerras constituía un estado independiente: la Cimeria, capital Örkko, lengua nacional el cimerio, perteneciente al tronco botnio-úgrico. La voz Cimeria de la enciclopedia termina con frases poco consoladoras: «En los sucesivos repartos territoriales entre sus poderosos vecinos la joven nación no tardó en ser borrada del mapa; la población autóctona se dispersó; la lengua y la cultura cimerias no se desarrollaron.»
Estás impaciente por encontrar a la Lectora, por preguntarle si también su ejemplar es como el tuyo, de comunicarle tus conjeturas, las noticias que has recogido… Buscas en tu agenda el número que apuntaste junto a su nombre cuando os habéis presentado.
—¿Oiga, Ludmilla? ¿Ha visto que la novela es otra, pero también ésta, mi ejemplar al menos…
La voz del otro lado del hilo es dura, un poco irónica.
—No, mire, no soy Ludmilla. Soy su hermana, Lotaria —(Ya te lo había dicho: «Si no contesto yo, estará mi hermana)—. Ludmilla no está. ¿Por qué? ¿Qué quería?
—Era sólo para hablarle de un libro… No importa, volveré a llamar…
—¿Una novela? Ludmilla siempre anda con una novela entre manos. ¿Quién es el autor?
—Bueno, es una novela polaca que está leyendo también ella, era para intercambiar impresiones, Bazakbal.
—¿Qué clase de polaco?
—Pues, me parece que no está mal…
No, no has entendido. Lotaria quiere saber cuál es la posición del autor respecto a las Tendencias del Pensamiento Contemporáneo y a los Problemas Que Exigen Una Solución. Para facilitarte la tarea te sugiere una lista de nombres de Grandes Maestros entre los cuales deberías situarlo.
Experimentas de nuevo la sensación de cuando el abrecartas te ha desplegado ante los ojos las páginas blancas.
—No sabría decirle con exactitud. Verá, ni siquiera estoy seguro del título o del autor. Ludmilla le contará: es una historia un poco complicada.
—Ludmilla lee novela tras novela, pero nunca pone de relieve los problemas. A mí me parece una pérdida de tiempo. ¿No le da esa impresión?
Si empiezas a discutir no te suelta. Ya te está invitando a un seminario en la universidad, en el cual los libros son analizados según todos los Códigos Conscientes e Inconscientes, y en el cual son eliminados todos los Tabúes, impuestos por el Sexo, por la Clase, por la Cultura Dominantes.
—¿Va también Ludmilla?
No, parece que Ludmilla no interfiere en las actividades de su hermana. En cambio Lotaria cuenta con tu participación.
Tú prefieres no comprometerte:
—Iré, trataré de acercarme; no puedo asegurárselo. De momento, si quiere decirle por favor a su hermana que he telefoneado… Y si no, da igual, volveré a llamar yo. Mil gracias.
Basta con eso, cuelga de una vez.
Pero Lotaria te entretiene:
—Mire, es inútil que llame aquí, no es la casa de Ludmilla, es mi casa. Ludmilla a las personas que conoce poco les da mi número de teléfono, dice que yo sirvo para mantener a distancia…
Quedas a disgusto. Otra ducha fría: el libro que parecía tan prometedor se interrumpe; aquel número de teléfono que también creías el inicio de algo es una carretera cortada, con esa Lotaria que pretende examinarte…
—Ah, ya entiendo… Disculpe, entonces.
—¿Oiga? Ah, es usted, ¿el señor que me encontré en la librería? —Una voz distinta, la suya, se ha apoderado del teléfono—. Sí, soy Ludmilla. ¿También usted con páginas en blanco? Era de esperar. Una trampa también éste. Precisamente ahora que empezaba a apasionarme, que quería seguir leyendo sobre Ponko, Gritzvi…
Estás tan contento que no sabes articular palabra. Dices:
—Zwida…
—¿Cómo?
—¡Sí, Zwida Ozkart! Me gustaría saber qué sucede entre Gritzvi y Zwida Ozkart… ¿De veras era una novela de las que a usted le gustan?
Una pausa. Después la voz de Ludmilla prosigue lentamente, como si tratase de expresar algo no bien definible:
—Sí, así es, me gusta mucho… Pero quisiera que las cosas que leo no estuvieran todas ahí, macizas hasta poderlas tocar, sino que se sienta alrededor la presencia de alguna otra cosa que aún no se sabe qué es, la señal de no sé qué…
—Eso, en ese sentido, también yo…
—Aunque, no digo, tampoco aquí falta un elemento de misterio…
Y tú:
—Bueno, mire, el misterio sería éste, en mi opinión: es una novela cimeria, sí, ci-me-ria, nada de polaca, el autor y el título no deben ser ésos. ¿No ha entendido nada? Espere que le cuente. Cimeria, 340.000 habitantes, capital Örkko, recursos principales: turba y derivados, compuestos bituminosos. No, esto no está escrito en la novela…
Una pausa de silencio, por tu parte y por la suya. Quizá Ludmilla ha tapado el auricular con la mano y está consultando con su hermana. Esa es muy capaz de tener ya sus ideas sobre Cimeria. Quién sabe con qué saldrá; ándate con ojo.
—Oiga, Ludmilla…
—Diga.
Tu voz se vuelve cálida, persuasiva, apremiante:
—Oiga, Ludmilla, tengo que verla, tenemos que hablar de esta cosa, de estas circunstancias coincidencias discordancias. Quisiera verla en seguida, dónde vive usted, dónde le resulta cómodo que nos veamos, yo en un periquete estoy ahí.
Y ella, siempre tranquila:
—Conozco a un profesor que enseña literatura cimeria en la universidad. Podríamos ir a consultarlo. Espere a que le telefonee para preguntarle cuándo puede recibirnos.
Ya estás en la Universidad. Ludmilla ha anunciado al profesor Uzzi-Tuzii vuestra visita, en su instituto. Por teléfono el profesor se ha mostrado muy contento de ponerse a la disposición de quien se interesa por los autores cimerios.
Habrías preferido verte antes en alguna parte con Ludmilla, a lo mejor ir a recogerla a casa para acompañarla a la Universidad. Se lo has propuesto, por teléfono, pero ella ha dicho que no, no es necesario que te molestes, a esa hora ella ya estará por aquella zona para otros asuntos. Has insistido en que no eres un experto, que tienes miedo de perderte en los laberintos de la Universidad; ¿no sería mejor encontraros en un café, un cuarto de hora antes? Tampoco eso le convenía: os veríais directamente allí, en «lenguas botnio-úgricas», todos saben dónde está, basta con preguntar. Has comprendido ya que a Ludmilla, con todo su aire suave, le gusta dominar la situación, y decidirlo todo ella: no te queda sino seguirla.
Llegas puntual a la Universidad, te abres paso entre jóvenes y muchachas sentados en las escalinatas, das vueltas extraviado entre aquellos austeros muros que las manos de los estudiantes han historiado con exorbitantes inscripciones mayúsculas y con letreros minuciosos al igual que los cavernícolas sentían la necesidad de hacer sobre las frías paredes de las grutas para señorear su angustiosa extrañeidad mineral, familiarizarlas, verterlas en su propio espacio interior, anexarlas a la fijeza de lo vivido. Lector, te conozco demasiado poco para saber si te mueves con indiferente seguridad por el interior de una Universidad o bien si antiguos traumas o meditadas opciones hacen que un universo de discentes y docentes parezca una pesadilla a tu ánimo sensible y sensato. En cualquier caso, el Instituto que buscas nadie lo conoce, te remiten del sótano al cuarto piso, cada puerta que abres está equivocada, te retiras confuso, te parece haberte perdido en el libro de las páginas blancas y no lograr salir.
Un mozalbete viene hacia ti contoneándose con un largo jersey. En cuanto te ve apunta con un dedo hacia ti y dice:
—¡Tú esperas a Ludmilla!
—¿Cómo lo sabe?
—Lo he comprendido. Me basta un vistazo.
—¿Lo manda Ludmilla?
—No, pero yo ando siempre por todas partes, me encuentro con unos y con otros, oigo y veo una cosa aquí y una allá, y las relaciono con toda facilidad.
—¿Sabe también a dónde debo ir?
—Si quieres te acompaño a ver a Uzzi-Tuzii. O Ludmilla está allá desde hace un rato, o llegará con retraso.
Este joven tan extrovertido y bien informado se llama Irnerio. Puedes tutearlo, en vista de que él ya lo hace.
—¿Eres alumno del profesor?
—No soy alumno de nadie. Sé dónde está porque iba allí a buscar a Ludmilla.
—Entonces, ¿es Ludmilla la que frecuenta el Instituto?
—No, Ludmilla ha buscado siempre sitios para esconderse.
—¿De quién?
—Pues, de todos.
Las respuestas de Irnerio son siempre un poco evasivas, pero al parecer a quien trata sobre todo de evitar Ludmilla es a su hermana. Si no llegó puntual a la cita fue para no encontrarse por los pasillos con Lotaria que tiene su seminario a esa hora,
A ti en cambio te consta que esta incompatibilidad entre las hermanas conoce excepciones, al menos en lo que respecta al teléfono. Deberías hacer hablar un poco más a este Irnerio, ver si de vendad se las sabe todas.
—Pero tú, ¿eres amigo de Ludmilla o de Lotaria?
—De Ludmilla, claro. Pero consigo también hablar con Lotaria.
—¿No critica los libros que lees?
—¿Yo? ¡Yo no leo libros! —dice Irnerio.
—¿Qué lees, entonces?
—Nada. Me he acostumbrado tan bien a no leer que ni siquiera leo lo que cae ante mis ojos por casualidad. No es fácil: nos enseñan a leer desde pequeños y durante toda la vida seguimos esclavos de todos los chismes escritos que nos ponen delante de los ojos. Quizá hice cierto esfuerzo también yo, en los primeros tiempos, para aprender a no leer, pero ahora me sale muy natural. El secreto está en no negarse a mirar las palabras escritas, al contrario, hay que mirarlas intensamente hasta que desaparecen.
Los ojos de Irnerio tienen una ancha pupila clara y escurridiza; parecen ojos a los que nada escapa, como los de un nativo de la selva dedicado a la caza y a la recolección.
—Pero ¿quieres decirme qué vienes a hacer a la Universidad!
—¿Por qué no iba a venir? Hay gente que va y viene, nos encontramos, hablamos. Yo vengo por eso, los otros no sé.
Tratas de imaginarte cómo puede presentarse el mundo, este mundo tupido de escritura que nos circunda por todas partes, a alguien que ha aprendido a no leer. Y al mismo tiempo te preguntas qué lazo puede existir entre la Lectora y el No Lector y repentinamente te parece que su propia distancia los mantiene unidos, y no puedes reprimir una sensación de celos.
Quisieras interrogar más a Irnerio, pero habéis llegado, por una escalerilla secundaria, a una puerta baja con el cartel «Instituto de lenguas y literaturas botnio-úgricas». Irnerio llama con fuerza, te dice «Adiós» y te deja allí.
Se abre una rendija, a duras penas. Por las manchas de cal en la jamba, y por el gorro que se asoma sobre una chaqueta de faena forrada de oveja, tienes la impresión de que el local está cerrado por reparaciones, y se encuentra sólo en él un pintor o un encargado de la limpieza.
—¿Está aquí el profesor Uzzi-Tuzii?
La mirada que asiente bajo la gorra es distinta de la que te podías esperar de un pintor: ojos de quien se prepara para saltar al otro lado de un precipicio y se proyecta mentalmente sobre la otra orilla mirando fijamente ante sí y evitando mirar hacia abajo y a los lados.
—¿Es usted? —preguntas, aun habiendo comprendido que no puede ser sino él.
El hombrecillo no ensancha la rendija. —¿Qué quiere?
—Disculpe, era para una información… Le habíamos telefoneado… La señorita Ludmilla… ¿Está aquí la señorita Ludmilla?
—Aquí no hay ninguna señorita Ludmilla… —dice el profesor retrocediendo, e indica las estanterías atestadas en las paredes, los nombres y los títulos ilegibles en lomos y portadas, como un seto erizado sin fisuras. —¿Por qué la busca aquí? —Y mientras tú recuerdas lo que decía Irnerio, que éste era para Ludmilla un sitio donde esconderse, Uzzi-Tuzii parece aludir con un gesto a la exigüidad de su despacho como para decirte: «Busca, busca, si crees que está», como si sintiera la necesidad de defenderse de la sospecha de tener a Ludmilla escondida allá dentro.
—Teníamos que venir juntos —dices tú para que todo quede claro.
—Entonces, ¿por qué no está con ella? —replica Uzzi-Tuzii y también esta observación, lógica por otra parte, es hecha con tono desconfiado.
—No tardará… —aseguras tú, pero lo dices con un acento casi interrogativo, como si pidieras confirmación a Uzzi-Tuzii de las costumbres de Ludmilla, de quien tú no sabes nada mientras que él bien podría saber mucho más—. Usted, profesor, conoce a Ludmilla, ¿no?
—Conozco… ¿Por qué me pregunta?… ¿Qué quiere saber?… —se pone nervioso—. ¿Usted se interesa por la literatura cimeria o…? —y parece querer decir: «¿…o por Ludmilla?, pero no acaba la frase; y tú para ser sincero tendrías que responder que ya no sabes distinguir entre tu interés por la novela cimeria y por la Lectora de la novela. Además ahora las reacciones del profesor ante el nombre Ludmilla, sumándose a las confidencias de Irnerio, arrojan relámpagos misteriosos, crean en torno a la Lectora una curiosidad aprensiva no disímil de la que te liga a Zwida Ozkart, en la novela cuya continuación estás buscando, y también a la señora Mame en la novela que habías empezado a leer el día antes y que temporalmente has dejado de lado, y ya estás lanzado a la persecución de todas estas sombras juntas, las de la imaginación y la de la vida.
—Quería… quería preguntarle si hay un autor cimerio que…
—Siéntese —dice el profesor, repentinamente apaciguado, o mejor asaltado por un ansia más estable y obstinada que vuelve a emerger disolviendo las ansias contingentes y lábiles.
El ambiente es angosto, las paredes recubiertas de estantes, más otro estante que al no tener donde apoyarse está en medio de la habitación segmentando su exiguo espacio, de modo que el escritorio del profesor y la silla en la cual debes sentarte están separados por una especie de bastidor, y para veros tenéis que estirar el cuello.
—Estamos confinados en esta especie de tabuco… La Universidad se amplía y nosotros nos apretamos… Somos la cenicienta de las lenguas vivas… Si es que el cimerio puede considerarse una lengua viva… ¡Pero su valor es precisamente éste! —exclama con un arrebato afirmativo que en seguida se diluye—, el hecho de ser una lengua moderna y una lengua muerta al mismo tiempo… Condición privilegiada, aunque nadie se dé cuenta…
—¿Tiene pocos estudiantes? —preguntas.
—¿Quién quiere que venga? ¿Quién quiere que se acuerde de los cimerios? En el campo de las lenguas ahora recuperadas hay muchas que atraen más… El vasco… El bretón… El caló… Todos se matriculan en ésas… No es que estudien la lengua, eso no quiere hacerlo ya nadie… Quieren problemas que debatir, ideas generales que relacionar con otras ideas generales. Mis colegas se adaptan, siguen la corriente, titulan sus cursos «Sociología del galés», «Psicolingüística del occitano»… Con el cimerio no se puede.
—¿Por qué?
—Los cimerios han desaparecido, como si la tierra se los hubiese tragado —menea la cabeza, como para revestirse de toda su paciencia y repetir una cosa dicha cien veces—. Este es un instituto muerto de una literatura muerta en una lengua muerta. ¿Por qué deberíamos estudiar cimerio, hoy? Yo soy el primero en comprenderlo, soy el primero en decirlo: si no queréis venir no vengáis, por mí hasta podrían cerrar el instituto. Pero venir aquí para hacer… No, eso es demasiado.
—Para hacer, ¿qué?
—De todo. De todo, me toca ver. Durante semanas no viene nadie, pero cuando viene alguien es para hacer cosas que… Bien podríais quedaros lejos, digo yo, ¿qué puede interesaros en estos libros escritos en la lengua de los muertos? Pero lo hacen aposta, vamos a lenguas botnio-úgricas, dicen, vamos con Uzzi-Tuzii, y así me cogen en medio, estoy obligado a ver, a participar…
—…¿En qué? —indagas tú, pensando en Ludmilla que venía aquí, que se escondía aquí, quizá con Irnerio, con otros…
—En todo… Quizá hay algo que los atrae, esta incertidumbre entre vida y muerte, quizá es eso lo que sienten, sin comprenderlo. Vienen aquí a hacer lo que hacen, pero en el curso no se matriculan, a las clases no asisten, nadie se interesa por la literatura de los cimerios, sepultada en los libros de estos estantes como en las tumbas de un cementerio…
—A mí cabalmente me interesaba… Había venido a preguntarle si existe una novela cimeria que empieza… No, mejor decirle en seguida los nombres de los personajes: Gritzvi y Zwida, Ponko y Brigd; la acción empieza en Kudgiwa, pero quizá sea sólo el nombre de un caserío, después creo que se desplaza a Pëtkwo, junto al Aagd…
—Oh, ¡en seguida lo encuentro! —exclama el profesor, y en un segundo se libera de las brumas hipocondríacas y se ilumina como una lamparilla—. Se trata sin duda de Asomándose desde la abrupta costa, la única novela que nos dejó uno de los más prometedores poetas cimerios del primer cuarto de siglo, Ukko Ahti… ¡Aquí está! —y con un salto de pez que remonta un rápido se dirige hacia un punto preciso de una estantería, agarra un delgado volumen encuadernado en verde, lo sacude para hacer volar el polvo—. Nunca se ha traducido a ninguna lengua. Las dificultades son, desde luego, como para desanimar a cualquiera. Oiga: «Estoy orientando la convicción…» No: «Voy convenciéndome a mí mismo del acto de transmitir…» Notará que ambos verbos están en frecuentativo…
Una cosa te resulta al punto clara, y es que este libro no tiene nada que ver con el que habías empezado. Sólo algunos nombres propios son idénticos, detalle muy extraño desde luego, pero sobre el que no te paras a reflexionar porque poco a poco de la trabajosa traducción improvisada de Uzzi-Tuzii toma cuerpo el diseño de una peripecia, de su jadeante desciframiento de coágulos verbales emerge una narración pormenorizada.