Un olor a fritura aletea en la apertura de la página, más aún, a sofrito, sofrito de cebolla, un poco requemado, porque en la cebolla hay vetas que se ponen moradas y después pardas, y sobre todo el borde, el margen de cada trocito de cebolla picada se pone negro antes que dorado, es el zumo de cebolla que se carboniza pasando a través de una serie de matices olfativos y cromáticos, envueltos todos en el olor del aceite que fríe muy lentamente. Aceite de colza, especifica el texto, donde todo es muy concreto, las cosas con su nomenclatura y las sensaciones que las cosas transmiten, todos los platos al fuego al mismo tiempo en los hornillos de la cocina, cada uno en su recipiente exactamente denominado, las cazuelas, las ollas, las marmitas, al igual que las operaciones que cada preparación entraña, enharinar, batir el huevo, cortar los pepinos en rodajas finas, mechar con tiritas de tocino la pollastra que se va a asar. Aquí todo es muy concreto, denso, está designado con segura competencia, aunque haya platos que tú no conoces, designados por su nombre que el traductor ha creído conveniente dejar en la lengua original, por ejemplo, schoëblintsjia, aunque tú al leer schoëblintsjia puedes jurar la existencia de la schoëblintsjia, puedes sentir claramente su sabor, aunque en el texto no se diga qué sabor es, un sabor acídulo, en parte porque la palabra te sugiere con su sonido o sólo con la impresión visual un sabor acídulo, en parte porque en la sinfonía de olores y de sabores y de palabras sientes la necesidad de una nota acídula.
Al amasar la carne picada sobre la harina empapada de huevo los brazos rojos y macizos de Brigd salpicados de pecas doradas se cubren de un polvillo blanco con fragmentos pegados de carne cruda. A cada subir y bajar del busto de Brigd sobre la mesa de mármol, las faldas se levantan por detrás unos centímetros y muestran el hueco entre pantorrilla y bíceps femoral donde la piel es más blanca, surcada por una fina vena celeste. Los personajes adquieren cuerpo poco a poco gracias a la acumulación de detalles minuciosos y gestos precisos, pero también a frases, girones de conversación como cuando el viejo Hunder dice: «El de este año no te hace saltar tanto como el del año pasado», y al cabo de unas líneas comprendes que se trata del pimiento rojo, y «¡Eres tú el que saltas menos cada año que pasa!», dice la tía Ugurd, probando del puchero con una cuchara de madera y añadiendo un puñado de canela.
A cada momento descubres que hay un personaje nuevo, no se sabe cuántos son en esta inmensa cocina nuestra, es inútil contarnos, siempre éramos tantos, en Kudgiwa, yendo y viniendo: la cuenta no sale nunca porque nombres distintos pueden pertenecer al mismo personaje, designado según los casos por su nombre de pila, por el mote, por el apellido o patronímico, y también por apelativos como «la viuda de Jan» o «el mozo del almacén de las panochas». Pero lo que importa son los detalles físicos que la novela subraya, las uñas mordidas de Bronko, la pelusa en las mejillas de Brigd, y también los gestos, los utensilios manejados por éste o aquél, el mazo de la carne, el escurridor para los berros, el rizamantequilla, de modo que cada personaje recibe ya una primera definición por este gesto o atributo, no sólo eso sino que se desea también saber más de él, como si el rizamantequilla determinase ya el carácter y el destino de quien en el primer capítulo se presenta manejando un rizamantequilla, y ya tú Lector te preparases, cada vez que en el curso de la novela vuelva a presentarse ese personaje, para exclamar: «¡Ah, es el del rizamantequilla!», comprometiendo así al autor a atribuirle actos y sucesos que concuerden con aquel rizamantequilla inicial.
Nuestra cocina de Kudgiwa parecía hecha aposta para que a todas las horas se encontrasen en ella muchas personas dedicadas cada cual a cocinar algo por su cuenta, una desgranando garbanzos, otra poniendo tencas en escabeche, todos guisaban o hervían o comían algo, se marchaban y llegaban otros, desde el alba hasta entrada la noche, y yo esa mañana había bajado tan temprano y ya la cocina estaba en pleno funcionamiento porque era un día distinto de los otros: la noche antes había llegado el señor Kauderer en compañía de su hijo y volvería a marcharse esta mañana llevándome a mí en su lugar. Era la primera vez que salía de casa: debía pasar toda la temporada en la finca del señor Kauderer, en la provincia de Pëtkwo, hasta la recolección del centeno, para aprender el funcionamiento de las nuevas máquinas secadoras importadas de Bélgica, mientras que durante ese período Ponko, el más joven de los Kauderer, se quedaría en nuestra casa para familiarizarse con las técnicas del injerto del serbal.
Los olores y los ruidos habituales de la casa se agolpaban en torno a mí esa mañana como para un adiós: todo lo que había conocido hasta entonces estaba a punto de perderlo, por un período tan largo —eso me parecía —que cuando regresara nada sería como antes ni yo sería el mismo yo. Por eso era como un adiós para siempre, el mío: a la cocina, a la casa, a los knödel de la tía Ugurd; por eso esa sensación de concreto que has captado tú desde las primeras líneas lleva en sí también la sensación de la pérdida, el vértigo de la disolución; y también esto te das cuenta de haberlo advertido, como Lector atento que eres, desde la primera página, cuando aunque complaciéndote con la precisión de esta escritura advertías que a decir verdad todo se te escapaba entre los dedos, quizá también por culpa de la traducción, te has dicho, que por muy fiel que sea desde luego no restablece la sustancia compacta que esos términos deben de tener en la lengua original, sea la que sea. Cada frase en suma pretende transmitirte al tiempo la solidez de mi relación con la casa de Kudgiwa y la nostalgia de su pérdida, pero no sólo eso: también —quizá no lo has advertido aún, pero si te lo piensas ves que es justamente así— el impulso de apartarme de ella, de correr hacia lo desconocido, de volver la página, lejos del olor acídulo de la schoëblintsjia, para comenzar un nuevo capítulo con nuevos encuentros en los interminables ocasos sobre el Aagd, en los domingos de Pëtkwo, en las fiestas en el Palacio de la Sidra.
El retrato de una chica de pelo negro muy corto y rostro largo había salido por un instante del baulito de Ponko, prontamente escondido por él bajo una blusa de hule. En el cuarto bajo el palomar que había sido hasta ahora mío y sería suyo en adelante, Ponko estaba sacando sus cosas y metiéndolas en los cajones que yo acababa de vaciar. Lo miraba en silencio sentado en mi baulito ya cerrado, remachando mecánicamente una tachuela que sobresalía un poco de través; no nos habíamos dicho nada salvo un saludo farfullado entre dientes; yo seguía todos sus movimientos tratando de darme bien cuenta de lo que estaba ocurriendo: un extraño estaba ocupando mi puesto, se convertía en mí, mi jaula con los estorninos se convertía en suya, el estereoscopio, el auténtico casco de ulano colgado de un clavo, todas las cosas mías que no podía llevar conmigo quedaban para él, o sea que eran mis relaciones con las cosas, los lugares, las personas los que se convertían en suyos, al igual que yo estaba a punto de convertirme en él, de ocupar su puesto entre las cosas y las personas de su vida.
Aquella chica… «¿Quién es esa chica?», pregunté y con un gesto impulsivo alargué la mano para destapar y agarrar la fotografía con su marco de madera tallada. Era una chica distinta a las de aquí, que tienen todas la cara redonda y las trenzas de color salvado. Fue sólo en ese momento cuando pensé en Brigd, vi en un relámpago a Ponko y Brigd que bailarían juntos en la fiesta de San Tadeo, a Brigd que le zurciría a Ponko los guantes de lana, a Ponko que le regalaría a Brigd una marta capturada con mi trampa. «¡Deja ese retrato!», había chillado Ponko y me había agarrado ambos brazos con dedos de hierro: «¡Déjalo! ¡Ahora mismo!».
«Para que te acuerdes de Zwida Ozkart», tuve tiempo de leer en el retrato.
—¿Quién es Zwida Ozkart? —pregunté, y ya un puño me daba en plena cara, y ya me había arrojado con los puños cerrados sobre Ponko y rodábamos por el piso tratando de retorcernos los brazos, de golpearnos con las rodillas, de hundirnos las costillas.
El cuerpo de Ponko era de huesos pesados, brazos y piernas golpeaban duro, el pelo que yo trataba de agarrar para derribarlo era un cepillo tieso como el pelo de un perro. Mientras estábamos enlazados tuve la sensación de que en aquella lucha se producía la transformación, y que cuando nos levantáramos él sería yo y yo él, pero quizá esto es sólo ahora que lo pienso, o eres tú Lector el que lo estás pensando, no yo, al contrario, en ese momento luchar con él significaba aferrarme a mí, a mi pasado, para que no cayese en sus manos, aun a costa de destruirlo, era a Brigd a la que quería destruir para que no cayese en manos de Ponko, Brigd de quien jamás había pensado que estuviese enamorado, y no lo pensaba tampoco ahora, pero con la que una vez, una vez sola, nos habíamos revolcado uno sobre otra casi como ahora con Ponko, mordiéndonos, sobre el montón de turba de detrás del invernadero, y ahora sentía que ya entonces estaba disputándosela a un Ponko de allá lejos que iba a venir, que le disputaba a Brigd y a Zwida juntas, ya entonces trataba de arrancar algo de mi pasado para no dejárselo al rival, al nuevo yo mismo de pelo de perro, o acaso ya entonces trataba de arrancar del pasado de aquel yo mismo desconocido un secreto para anexarlo a mi pasado o a mi futuro.
La página que estás leyendo debería reproducir este contacto violento, de golpes sordos y dolorosos, de respuestas feroces y lancinantes, esta corposidad del actuar con el cuerpo propio sobre un cuerpo ajeno, del plasmar el peso de los propios esfuerzos y la precisión de la propia receptividad adaptándolos a la imagen especular que el adversario te devuelve como un espejo. Pero si las sensaciones que la lectura evoca siguen siendo pobres comparadas con cualquier sensación vivida es porque lo que yo estoy experimentando mientras aplasto el pecho de Ponko bajo mi pecho y mientras resisto a la torsión de un brazo por detrás de la espalda no es la sensación que necesitaría para afirmar lo que quiero afirmar, es decir, la posesión amorosa de Brigd, de la plenitud maciza de esa carne de muchacha, tan distinta de la compacidad huesuda de Ponko, y también la posesión amorosa de Zwida, la posesión de una Brigd que siento ya perdida y de una Zwida que sólo tiene la consistencia incorpórea de una fotografía bajo un cristal. Trato inútilmente de estrechar en la maraña de miembros masculinos contrapuestos e idénticos esos fantasmas femeninos que se desvanecen en su diversidad inalcanzable; y trato al mismo tiempo de golpearme a mí mismo, quizá al otro yo mismo que está a punto de ocupar mi puesto en la casa o bien al yo mismo más mío que quiero sustraer a ese otro, pero lo que siento pesar sobre mí es solamente la extrañeidad del otro, como si ya el otro hubiese ocupado mi puesto y cualquier otro puesto, y yo estuviera borrado del mundo.
Extraño me parecía el mundo cuando al final me separé del adversario de un furioso empujón y me levanté apuntalándome en el piso. Extraña mi habitación, el baulito de mi equipaje, la visión de la pequeña ventana. Temía no poder ya establecer relaciones con ninguno y con nada. Quería ir a buscar a Brigd, pero sin saber qué quería decirle o hacerle, qué quería que ella me hiciera o me dijera. Me dirigía hacia Brigd pensando en Zwida: la que buscaba era una figura bifronte, una Brigd-Zwida, como bifronte era también yo que me alejaba de Ponko tratando inútilmente de limpiarme con saliva una mancha de sangre en el traje de pana acanalada —sangre mía o suya, de mis dientes o de la nariz de Ponko.
Y bifronte como era escuché y vi al otro lado de la puerta de la sala grande al señor Kauderer de pie que medía con un gran gesto horizontal frente a sí y decía:
—Así los vi ante mí, a Kauni y Pittö, veintidós y veinticuatro años, con el pecho destrozado por las postas de lobo.
—Pero ¿cuándo ha sido? —dijo mi abuelo—. Nosotros no sabíamos nada.
—Antes de salir hemos asistido a la función del octavo día.
—Creíamos que las cosas se habían arreglado hace tiempo, entre vosotros y los Ozkart. Que después de tantos años habíais echado tierra encima, sobre vuestras viejas y malditas historias.
Los ojos sin cejas del señor Kauderer permanecían clavados en el vacío; nada se movía en su cara de gutapercha amarilla.
—Entre los Ozkart y los Kauderer la paz dura sólo de un funeral a otro. Y la tierra la echamos sobre la tumba de nuestros muertos, con un letrero encima: «Esto nos han hecho los Ozkart.»
—Y vosotros, ¿qué? —dijo Bronko, que no tenía pelos en la lengua.
—También los Ozkart escriben sobre sus tumbas: «Esto nos han hecho los Kauderer» —después, pasándose un dedo por los bigotes—: Aquí Ponko estará seguro, por fin.
Fue entonces cuando mi madre juntó las manos y dijo:
—¡Virgen santa! ¿Habrá peligro para nuestro Gritzvi? ¿No la tomarán con él?
El señor Kauderer sacudió la cabeza, pero no la miró a la cara:
—¡No es un Kauderer, él! ¡Para quien hay peligro es para nosotros, siempre!
La puerta se abrió. De la orina caliente de los caballos en el patio se alzaba una nube de vapor en el aire de gélido cristal. El criado metió dentro la cara amoratada y anunció:
—¡El coche está listo!
—¡Gritzvi! ¿Dónde estás? ¡Rápido! —gritó el abuelo.
Di un paso adelante, hacia el señor Kauderer, que se abotonaba el gabán de felpa.