Has leído ya una treintena de páginas y te estás apasionando por la peripecia. En cierto punto observas: «Esta frase no me suena a nueva. E incluso me parece que he leído ya todo este pasaje». Está claro: son motivos que vuelven, el texto está tejido con estos vaivenes, que sirven para expresar la fluctuación del tiempo. Eres un lector sensible a estas sutilezas, tú, dispuesto a captar las intenciones del autor, nada se te escapa. Pero, al mismo tiempo, experimentas también cierta contrariedad; precisamente ahora que empezabas a interesarte de veras, el autor se cree en la obligación de alardear de uno de los consabidos virtuosismos modernos, repetir un párrafo tal cual. ¿Un párrafo, dices? Pero si es una página entera, puedes hacer la comparación, no cambia ni una coma. Y al seguir adelante, ¿qué sucede? Nada, ¡la narración se repite idéntica a las páginas que ya has leído!
Un momento, mira el número de la página. ¡Maldita sea! ¡De la página 32 has vuelto a la página 17! Lo que creías un rebuscamiento estilístico del autor no es sino un error de imprenta: han repetido dos veces las mismas páginas. Es al encuadernar el volumen cuando se ha producido el error: un libro está hecho de «cuadernillos»; cada cuadernillo es una gran hoja en la que se imprimen dieciséis páginas y se pliega en ocho; cuando se encuadernan los cuadernillos puede suceder que a un ejemplar vayan a parar dos cuadernillos iguales; es un incidente que de vez en cuando ocurre. Hojeas ansiosamente las páginas que siguen para encontrar la página 33, siempre que exista; un cuadernillo repetido sería inconveniente de poca monta; el daño irreparable es cuando el cuadernillo exacto ha desaparecido, ha acabado en otro ejemplar donde a lo mejor está duplicado aquél y falta éste. Sea como fuere, quieres reanudar el hilo de la lectura, no te importa nada más, habías llegado a un punto en el que no puedes saltar ni siquiera una página.
Ahí tienes de nuevo la página 31, 32… Y después, ¿qué viene? Todavía la página 17, ¡por tercera vez! ¿Qué clase de libro te han vendido? Han encuadernado juntos muchos ejemplares del mismo cuadernillo, no hay una sola página buena en todo el libro.
Arrojas el libro al suelo, lo tirarías por la ventana, incluso por la ventana cerrada, a través de las láminas de las persianas enrollables, que trituren sus incongruentes quinternos, que las frases las palabras los morfemas los fonemas chorreen sin poderse recomponer más en discurso; a través de los cristales, si son cristales irrompibles mejor aún, lanzar el libro reducido a fotones, vibraciones ondulatorias, espectros polarizados; a través del muro, que el libro se desmenuce en moléculas y átomos pasando entre átomo y átomo del cemento armado, descomponiéndose en electrones neutrones neutrinos partículas elementales cada vez más diminutas; a través de los cables del teléfono, que se reduzca a impulsos electrónicos, a flujo de información, sacudido por redundancias y ruidos, y se degrade en una vertiginosa entropía. Quisieras arrojarlo fuera de la casa, fuera de la manzana, fuera del barrio, fuera del distrito municipal, fuera de la ciudad, fuera de la provincia, fuera de la región, fuera de la comunidad nacional, fuera del mercado común, fuera de la cultura occidental, fuera de la plataforma continental, de la atmósfera, de la biosfera, de la estratosfera, del campo gravitatorio, del sistema solar, de la galaxia, del cúmulo de galaxias, conseguir despedirlo más allá del punto donde las galaxias han llegado en su expansión, allí donde el espacio-tiempo no ha llegado aún, donde lo acogería el no-ser, incluso el no haber sido nunca ni antes ni después, a perderse en la negatividad más absoluta garantizada innegable. Lo que se merece, ni más ni menos.
Pero no: lo recoges, le quitas el polvo; debes devolvérselo al librero para que te lo cambie. Sabemos que eres más bien impulsivo, pero has aprendido a controlarte. Lo que más te exaspera es encontrarte a merced de lo fortuito, de lo aleatorio, de lo probabilista, en las cosas y en las acciones humanas, el descuido, la aproximación, la imprecisión tuya o ajena. En estos casos la pasión que te domina es la impaciencia de borrar los efectos perturbadores de esa arbitrariedad o distracción, de restablecer el curso regular de los acontecimientos. No ves la hora de tener en las manos un ejemplar en condiciones del libro que has empezado. Te precipitarías al punto a la librería, si no estuvieran cerradas las tiendas a estas horas. Tienes que esperar a mañana.
Pasas una noche agitada, el sueño es un flujo intermitente y atascado como la lectura de la novela, con sueños que te parecen la repetición de un sueño siempre igual. Luchas con los sueños como con la vida sin sentido ni forma, buscando un diseño, un recorrido que debe de haber, como cuando se empieza a leer un libro y no se sabe, aún en qué dirección te llevará. Lo que quisieras es la apertura de un espacio y de un tiempo abstractos y absolutos en los cuales moverte siguiendo una trayectoria exacta y tensa; pero cuando te parece que lo has logrado adviertes que estás quieto, bloqueado, forzado a repetirlo todo desde el principio.
Al día siguiente, apenas tienes un momento libre, corres a la librería, entras en la tienda extendiendo el libro ya abierto y señalando con el dedo una página, como si por sí sola bastase para hacer evidente el descompaginamiento general.
—¿Sabe lo que me ha vendido?… Mire… Justamente en lo mejor…
El librero no se inmuta.
—Ah, ¿también a usted? Ya he tenido varias reclamaciones. Y esta misma mañana me ha llegado una circular de la editorial. ¿Ve? «En la distribución de las últimas novedades de nuestro catálogo, una parte de la tirada del volumen Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino salió defectuosa y debe ser retirada de la circulación. Por un error de la encuadernación, los pliegos de imprenta de dicho volumen se han mezclado con los de otra novedad, la novela polaca Fuera del poblado de Malbork de Tazio Bazakbal. La editorial se disculpa por este enojoso contratiempo y procederá lo más pronto posible a sustituir los ejemplares estropeados, etcétera.» Dígame si le parece bien que un pobre librero tenga que pagar las negligencias de los demás. Llevamos todo el día locos. Hemos comprobado los Calvinos uno por uno. Por suerte hay cierto número de buenos, y podemos cambiar en seguida el Viajero averiado por uno en perfecto estado y flamante.
Un momento. Concéntrate. Reorganiza en la mente el conjunto de informaciones que te han llovido encima todas juntas. Una novela polaca. Entonces lo que te has puesto a leer con tanta participación no era el libro que creías, sino una novela polaca. El libro que ahora sientes urgencia de conseguir es ése. No dejes que te líen. Explica claramente cómo son las cosas.
—No, mire, ahora a mí el del Italo Calvino ya no me importa nada. He empezado el polaco y quiero continuar el polaco. ¿Tiene ese Bazakbal?
—Como prefiera. Ya hace un momento vino una clienta con su mismo problema y también ella quiso cambiarlo por el polaco. Ahí tiene en el mostrador una pila de Bazakbal, ahí mismo, delante de sus narices. Cójalo.
—Pero ¿será un ejemplar bueno?
—Oiga, yo en este momento ya no pongo la mano en el fuego. Si las editoriales más serias arman estos follones, uno no se puede ya fiar de nadie. Lo mismo que le dije a la señorita, se lo digo a usted. Si hay más motivos de reclamación se les devolverá su dinero. Más no puedo hacer.
La señorita, te ha señalado a una señorita. Está allí entre dos estantes de la librería, está buscando entre los Penguin Modern Classics, pasa un dedo amable y resuelto por los lomos de color berenjena pálido. Ojos grandes y veloces, cutis de buen color y buen pigmento, cabellos ondulados ricos y vaporosos.
He aquí pues que la Lectora hace su feliz ingreso en tu campo visual, Lector, también en el campo de tu atención, también tú has entrado en un campo magnético de cuya atracción no puedes huir. No pierdas tiempo, entonces, un buen tema para entablar conversación lo tienes, un terreno común, imagínate, puedes hacer alarde de tus vastas y variadas lecturas, lánzate, a qué esperas.
—Entonces también usted, ja, ja, el polaco —dices de carrerilla—, pero ese libro que empieza y se queda allí, qué fastidio, porque también usted me han dicho, y yo tal cual, ¿sabe?, probar por probar, he renunciado al otro y me llevo éste, pero qué casualidad que los dos.
Bah, quizá podías coordinar un poco mejor, aunque los conceptos principales los has expresado. Ahora le toca a ella.
Ella sonríe. Tiene hoyuelos. Te gusta aún más.
Dice:
—Ah, pues sí, tenía tantas ganas de leer un buen libro. Este al principio de todo no, pero después empezaba a gustarme… Qué rabia cuando vi que se interrumpía. Y luego el autor no era ése. Ya me parecía que era distinto de sus otros libros. Y en realidad era Bazakbal. Muy bueno, este Bazakbal. Nunca había leído nada de él.
—Tampoco yo —puedes decir tú, tranquilizado, tranquilizador.
—Un poco demasiado desenfocado como modo de narrar, para mi gusto. A mí la sensación de desconcierto que da una novela cuando se empieza a leerla no me disgusta, pero si el primer efecto es el de la niebla, me temo que en cuanto la niebla se disipe también mi placer de leer se pierda.
Tú meneas la cabeza, pensativo.
—Efectivamente, existe ese riesgo.
—Prefiero las novelas —agrega ella— que me hacen entrar en seguida en un mundo donde todo es preciso, concreto, bien especificado. Me proporciona una especial satisfacción saber que las cosas están hechas de ese determinado modo y no de otro, incluso las cosas cualesquiera que en la vida me parecen indiferentes.
¿Estás de acuerdo? Díselo, entonces.
—Ah, esos libros sí que valen la pena.
Y ella:
—De todos modos, también ésta es una novela interesante, no lo niego.
Ea, no dejes decaer la conversación. Di lo que sea, basta con que hables.
—¿Lee usted muchas novelas? ¿Sí? También yo, alguna, aunque estoy más por el ensayo…
¿Es eso todo lo que sabes decir? ¿Y luego? ¿Te paras? ¡Estamos bien! ¿No eres capaz de preguntarle: «¿Ha leído éste? ¿Y este otro? ¿Cuál le gusta más de los dos?» Eso es, ahora ya tenéis de qué hablar para media hora.
Lo malo es que ella ha leído muchas más novelas que tú, especialmente extranjeras, y tiene una memoria minuciosa, alude a episodios concretos, te pregunta: «¿Se acuerda lo que dice la tía de Henry cuando…» y tú, que habías sacado a colación aquel título porque conoces el título y nada más, y te gustaba dejar creer que lo habías leído, ahora tienes que ingeniártelas con comentarios genéricos, aventuras algún juicio poco comprometedor como: «Para mí es un poco lento», o bien: «Me gusta porque es irónico», y ella replica: «¿De verdad? ¿Le parece? Yo no diría…» y tú te quedas incómodo. Te lanzas a hablar de un autor famoso, porque has leído un libro suyo, dos como mucho, y ella sin vacilar coge a todo trapo el resto de la opera omnia, que se diría que conoce a la perfección, y si tiene alguna incertidumbre peor aún, porque te pregunta: «Y el famoso episodio de la fotografía cortada, ¿está en ese libro o en aquel otro? Siempre me confundo…». Te lanzas a adivinar, en vista de que ella se confunde. Y ella: «¿Cómo? ¿Qué dice? No puede ser…». Bueno, digamos que os habéis confundido los dos.
Mejor replegarte sobre tu lectura de ayer por la noche, sobre el volumen que ahora ambos lleváis en la mano y que debería resarciros de la reciente desilusión.
—Esperemos —dices— haber cogido un ejemplar bueno, esta vez, bien compaginado, para que no nos quedemos cortados en lo mejor, como sucede… —(Como sucede, ¿cuándo? ¿Qué quieres decir?)— En resumen, esperemos llegar al final con satisfacción.
—Oh, sí —responde.
¿Has oído? Ha dicho: «Oh, sí.» Te toca a ti, ahora, tender un puente.
—Entonces espero volver a encontrarla, en vista de que también usted es cliente de aquí, así intercambiaremos nuestras impresiones de lectura.
—Y ella responde:
—Encantada.
Sabes a dónde quieres llegar, es una sutilísima red la que estás tendiendo:
—Lo más gracioso sería que igual que creíamos leer a Italo Calvino y era Bazakbal, ahora que queremos leer a Bazakbal abramos el libro y nos encontremos a Italo Calvino.
—¡Ah, no! ¡Si es así le ponemos pleito al editor!
—Oiga, ¿por qué no nos damos nuestros números de teléfono? —(Ahí querías tú llegar, oh Lector, ¡dándole vueltas alrededor como una serpiente de cascabel!) —Así, si uno de nosotros encuentra en su ejemplar algo que no marcha, puede pedir ayuda al otro… Entre los dos, tendremos más probabilidades de juntar un ejemplar completo.
Ya está, lo has dicho. ¿Qué más natural que entre Lector y Lectora se establezca mediante el libro una solidaridad, una complicidad, un lazo?
Puedes salir de la librería contento, hombre que creías terminada la época en la que uno puede esperar algo de la vida. Llevas contigo dos expectativas distintas y ambas prometen días de gratas esperanzas: la expectativa contenida en el libro —de una lectura que estás impaciente por reanudar—, y la expectativa contenida en ese número de teléfono —de volver a oír las vibraciones, ora agudas, ora veladas de esa voz, cuando conteste a tu primera llamada, dentro de no mucho, incluso mañana mismo, con la frágil excusa del libro, para preguntarle si le gusta o no le gusta, para decirle cuántas páginas has leído o no has leído, para proponerle volveros a ver…
Quién eres, Lector, cuál es tu edad, tu estado civil, tu profesión, tu renta, sería indiscreto preguntártelo. Asuntos tuyos, allá penas. Lo que cuenta es el estado de ánimo con que ahora, en la intimidad de tu casa, tratas de restablecer la calma perfecta para sumirte en el libro, estiras las piernas, las encoges, vuelves a estirarlas. Pero algo ha cambiado, desde ayer. Tu lectura ya no es solitaria: piensas en la Lectora que en este mismo momento está abriendo también el libro, y hete aquí que a la novela por leer se superpone una posible novela por vivir, o mejor dicho: el inicio de una posible historia. Mira cómo has cambiado ya desde ayer, tú que sostenías preferir un libro, cosa sólida, que está ahí, perfectamente definida, disfrutable sin riesgos, en comparación con la experiencia vivida, siempre huidiza, discontinua, controvertida. ¿Significa que el libro se ha convertido en un instrumento, un cauce de comunicación, un lugar de encuentro? No por ello la lectura hará menos presa en ti; al contrario, algo se añade a sus poderes.
Este volumen tiene las páginas sin cortar: un primer obstáculo que se contrapone a tu impaciencia. Provisto de un buen abrecartas te aprontas a penetrar en sus secretos. De un decidido sablazo te abres paso entre la portada y el comienzo del primer capítulo. Y he aquí que…
He aquí que desde la primera página adviertes que la novela que tienes en las manos nada tiene que ver con la que estabas leyendo ayer.