Mi nieto el menor es padre de una niña llamada Deianira, que tiene cuatro años y manifiesta una gran curiosidad por mis escritos. Ahora se halla sentada a mi lado, en un banco, observando cómo rasgueo los caracteres en un pergamino de piel de cabra. En el exilio me he enriquecido y puedo permitirme semejantes lujos.
Puesto que es muy trabajoso y además nadie en estos contornos podría leerlo, hace cincuenta años que no utilizo los caracteres cuneiformes y otro tanto que no me expreso en mi idioma natal, el acadio. Al parecer me he convertido en un auténtico griego, y como tal formo las letras que constituyen el nombre de Deianira. A veces ella salta al suelo, coge un palo y las dibuja en el polvo: no tardará en aprenderlas.
Es una criatura muy inteligente y que me da muchas alegrías. Me agrada pensar que si llega a vieja acaso lea esta historia a sus propios biznietos y que recordará con cierto afecto al anciano que la escribió, así como este momento en que estamos sentados uno junto al otro y yo relleno de letras el pergamino. Y de ese modo no moriré del todo: en tales vanidades hallan consuelo los viejos.
En su primera juventud los hombres lo esperan todo de los dioses: riquezas, inmortalidad, gloria, placer, amor…, como si a todo tuvieran derecho. El envejecimiento es un proceso por el que aprendemos que los dioses no prestan oídos a tales peticiones. La voz que responde en el viento habla de otras cosas, de sabiduría y paciencia, que llegan progresivamente con el tiempo. La riqueza, la gloria, el placer y la inmortalidad son cosas vacías: sólo el amor es real. Ser dichoso es conocer todo esto y es el único don que conceden los dioses. Cuando desean cegar o condenar a un hombre le otorgan los demás. Y si se muestran clementes, a veces se los arrebatan. Que me permitan seguir a la sombra de mi emparrado, enseñándole el alfabeto a la hija de mi nieto y me sentiré lleno de gratitud.
Es curioso el destino de los hombres. Un niño nacido en la angustiosa hora de mi destierro sería ahora un anciano arrugado y, como yo, a punto de morir. Y yo sigo viviendo. Todos han desaparecido ya: Asarhadón, Naquia, Asharhamat…, ¡todos! Son fantasmas que he revivido en las páginas de esta historia, mi historia que aún no ha concluido. Porque yo estaba equivocado: el dios no me había abandonado.
Tuve que conocer el exilio y la oscuridad, la dicha, el pesar y, a veces, los corazones humanos. Y un día regresé al país de Assur, aprendí los secretos que allí se escondían y me fue revelada la voluntad de los cielos. Mi vida, que yo creí concluida, estaba comenzando.
Pero las fuerzas de un anciano tienen sus límites y esa historia deberá aguardar otro momento.