XXXIV

Estaba convencido de que había alcanzado el final de mi existencia y deseaba estar preparado. En cuanto llegamos a mis propiedades envié a Kefalos a Nínive en busca de un escriba para poner en orden mis asuntos. Cuando regresó, tres días después, yo ya había decidido que lo más conveniente era registrar cuanto antes «Los tres leones» a nombre de mi madre, puesto que, si me declaraban traidor, mis bienes pasarían a poder del rey. En cuanto a mis restantes pertenencias, tendría que dejarlas como estaban porque transmitir parte significativa de las vastas riquezas que poseía a algún ser querido habría provocado el deseo de confiscarlas. En tales circunstancias, mientras que no encontrase justificación para su maldad, Asarhadón no procedería contra mi madre. Asimismo otorgué poderes a mi antiguo esclavo para que dispusiera del modo más conveniente del oro que había depositado en manos de los mercaderes de Sidón y Egipto.

—Te aconsejo que te vayas cuanto antes —le urgí—. Mi hermano aún tardará un poco en recordar los agravios que siente contra ti, pero no llegará a olvidarlos.

—Podría regresar a Naxos y vivir como un potentado —repuso, exhalando un profundo suspiro—. Las islas griegas son el mejor lugar del mundo para poder vivir cómoda y placenteramente… Aquello es un paraíso. ¿Por qué no te decides a huir conmigo, señor?

—No, si privo a Asarhadón de su venganza, ¿en quién crees que descargará su ira?

—¿Estás pensando en la señora Merope?

—Sí, en ella. No tenemos tiempo de ir en su busca y estoy convencido de que me espían constantemente: debo quedarme.

—Entonces también yo me quedaré. Permaneceré aquí por lo menos hasta que se decida tu sino. Tal vez pueda servirte de alguna utilidad y, después, siempre habrá tiempo.

Le abracé y, vertiendo lágrimas de gratitud, le insistí en que deseaba que huyese, pero se negó a escucharme.

—Por voluntad de mi amo soy un hombre libre —anunció en tono grandilocuente—, y por tanto estoy en libertad de ir y venir donde y cuando se me antoje. Y en estos momentos siento gran curiosidad por saber cómo se resuelve este caso. Obraré como crea más adecuado.

—Entonces espero que consideres adecuado ir a Nínive y enterarte de lo que allí sucede. Si te confundes entre la multitud pasarás sin ser advertido. La ciudad está llena de extranjeros y nadie notará tu presencia.

Así lo hizo, dejándome solo para disfrutar lo mejor posible de mis últimos días de libertad.

Decidí aguardar en «Los tres leones» hasta que Asarhadón me convocara a su presencia, lo que no creía que tardase en producirse, porque me constaba que en breve no podría resistir la tentación de demostrarme que estaba en su poder. Pero decidí que hasta que llegase aquel momento le apartaría de mis pensamientos y me entregaría a mis propios placeres. De modo que salí a cazar diariamente, aunque en invierno escaseaban las piezas, bebía más de lo conveniente y dormía todo cuanto podía. Mis sirvientes y arrendatarios no daban muestras de sospechar las dificultades por las que atravesaba: la vida era casi agradable.

A mi regreso descubrí que Naiba era madre de un niño precioso, una criatura que ya comenzaba a gatear torpemente con sus rechonchas piernecillas, y que volvía a estar embarazada. Tanto ella como su marido se veían dichosos: sentí cierta complacencia al pensar que no todas mis acciones habían sido desafortunadas.

Porque aunque pudiera presentarme con toda inocencia ante los dioses, aquella seguridad no me bastaba para aliviarme la sensación de culpabilidad que en cierto modo me había invadido en Khanirabbat. Tal vez Nabusharusur tuviese razón: había creído interpretar la voluntad de Assur y quizá durante todo aquel tiempo me había limitado a escuchar la voz de mis propios temores.

Mi hermano, el eunuco, había estado en lo cierto al atribuir el origen de todo lo sucedido a Asharhamat. Había renunciado a ella imaginando que actuaba noblemente. ¿Cómo era posible que pudiese ser de otro modo cuando el corazón me sangraba de tal modo? Y cada año que había transcurrido lejos de ella había sido más duro para mí, cada paso me había adentrado más en la oscuridad. Sin embargo había comenzado el viaje y debía proseguirlo hasta donde me condujese.

¿Cómo iba a obrar de otro modo? A medida que Asarhadón se acercaba más al trono, su elección como marsarru había parecido más y más descabellada. Sin embargo había sido proclamada la voluntad de los dioses y yo me había obcecado en aceptarla. Habiendo perdido a Asharhamat, ¿cómo podía reconocer ni siquiera interiormente que ambos habíamos realizado tan gran sacrificio en aras del destino para verlo rechazado brutalmente?

Cuanto más esfuerzo cuesta algo, más entrañable resulta. Tal es la ansiedad que ciega y cauteriza. Si yo había quedado cegado por la avidez del espíritu, ¿cómo no iba a hacer lo imposible para que Asarhadón reinase?

Nabusharusur había sido justo al calificarme de cobarde. Al parecer lo temía todo menos la muerte.

Transcurrieron cinco días y luego diez. El poderoso ejército de Asarhadón regresó del Eufrates superior. Una tarde en que había salido a pasear con mi caballo distinguí a los lejos las nubes de polvo que levantaban sus columnas. Por entonces mi hermano se hallaba en Nínive. Había celebrado su triunfo y vigilaba su entorno. Y yo seguía esperando sin prisas.

Por fin llegó el heraldo real. Era un solo hombre: por lo menos no me llevarían cargado de cadenas.

—El rey te ordena que comparezcas ante su presencia —indicó—. Desea que entres solo en la ciudad, de modo que no provoques ningún disturbio.

—Tal vez podría disfrazarme de mendigo —sugerí—. ¿O acaso el rey prefiere que me conduzcan como un vulgar criminal atado a la cola de un carro?

—Ya te he informado de la voluntad real.

—Sí…, lo sé.

Y el mensajero se marchó impasible, sin descabalgar un instante de su montura, aunque por mi parte tampoco me mostré demasiado hospitalario.

De acuerdo. Procuraría que mi entrada en Nínive fuese lo menos espectacular posible. Jamás se me había ocurrido semejante idea, aunque no la hubiera desechado. Marcharía solo, a caballo, sin lucir ningún distintivo de mi rango, como si fuese un aldeano próspero que acude a la capital para atender a sus negocios o a pasar unos días de esparcimiento: Asarhadón no tendría ningún motivo de queja.

Por la mañana acudí al establo acompañado de mi capataz Tahu Ishtar y ensillé un caballo castrado de color pardo con el que pensaba marchar a Nínive. En el establo próximo Espectro coceaba contra la puerta y relinchaba nervioso como si se diese cuenta de todo.

—Estaré ausente algún tiempo —le hice saber—. Y deseo que cuidéis ese caballo lo mejor posible. En una ocasión, en Media, me salvó la vida.

—Se cumplirán tus deseos.

Mi capataz acompañó sus palabras con una profunda inclinación, mientras apoyaba la mano en su corazón. Me pregunté hasta qué punto estaría al corriente de la situación, pero decidí que quizá sería preferible ignorarlo.

—Por si no regresara, he cedido la finca a mi señora madre. Confío que la sirvas tan fielmente como a mí, Tahu Ishtar.

—Tanto mi hijo como yo cuidaremos de ella, señor.

—Bien: entonces todo está solucionado. —Salté a la grupa del animal y tendí la mano a Tahu Ishtar, que tomó entre las suyas—. Te deseo que disfrutes de gran prosperidad y que el hijo que Naiba lleva en su vientre sea otro nieto que alegre tu vejez.

—¡Adiós, señor! ¡Que los dioses te acompañen!

Sabía que no volveríamos a vernos: se adivinó en su voz.

—¡Adiós, capataz!

Cuando me soltó la mano espoleé mi montura y abandoné aquel lugar que había sido mi casa.

Alcancé el mojón que señalaba el límite de mis propiedades en la primera hora de la mañana, pero no confiaba cruzar la Gran Puerta de Nínive hasta unas dos horas después del mediodía. Avanzando con ligereza habría podido adelantar mi llegada, pero había desayunado copiosamente, me sentía perezoso y, de todos modos, no me aguardaba nada muy agradable en aquella ciudad.

Desde el camino distinguía continuamente el río Tigris, que en aquella época del año se mantenía dentro de sus estrechos cauces. Las negras y frías aguas corrían velozmente sobre su lecho de piedra, zumbando como avispas mientras también dirigía su curso hacia Nínive.

Me preguntaba qué sucedería allí. ¿Debería enfrentarme a falsos testigos, hombres comprados para declarar que yo había conspirado con Arad Malik? ¿Se rebajaría Asarhadón hasta tal punto, puesto que él más que nadie conocía mi inocencia?

Aunque ni siquiera en su condición de rey se atrevería a acusarme de mis auténticos crímenes ¿porque cómo admitir públicamente que su hijo y heredero, el pequeño Assurbanipal, predilecto de los dioses, no había sido engendrado por él sino por mí? No, si lo sabía —y sospechaba que así era— lo mantendría en secreto.

¿Qué era, pues, lo que le restaba? ¿Enviar a un asesino a sueldo que empuñase una daga ocultándose entre las sombras? Probablemente. Todos adivinarían la verdad, pero nadie sería capaz de denunciarla. Un soberano puede reinar abrumado por muchos escándalos porque los hombres, si les es posible, siempre creerán lo que desean.

Sinqi Adad así lo había dicho antes de que se desprendieran sus carnes en el fuego. ¿Tal es la sabiduría que atesoran los condenados?

El sol me caldeaba gratamente el rostro. La vida era un don de los cielos, aunque durase una sola hora.

El camino que conducía a Nínive se hallaba muy despejado.

Durante el trayecto, hasta que dejé atrás el último mojón antes de alcanzar las puertas de la ciudad —en el mismo lugar donde había hablado por última vez con el maxxu—, me crucé con algunas personas. Al llegar al punto en que más se hunden en el barro los surcos de las ruedas, me encontré con tres o cuatro campesinos con sus carros, que se habían detenido a un lado del camino. Tomaban unas jarras de cerveza y conversaban haciendo un alto en su ruta hacia el mercado. Uno de ellos me miró y en su rostro se reflejó una repentina expresión de sorpresa que me hizo comprender que me había reconocido. Cinco minutos después aquellos hombres pasaron por mi lado montados en sus carros a un rápido trotecillo, pero desviando sus miradas de mí.

Me detuve en el camino para comer en un paraje desde el que ya se distinguían las murallas de Nínive.

¿Cómo había podido suceder? Cada paso de aquella vertiginosa caída aparecía claramente ante mis ojos y, no obstante, aún no podía comprender que Asarhadón y yo, hermanos y amigos, hubiésemos podido llegar a convertirnos en tan implacables enemigos. Parecía extraño y no obstante inevitable. Me resultaba muy amargo descubrir que mi vida estaba arruinada y la suya carente de satisfacciones y que no disfrutaba de paz espiritual. Lo que más lamentaba era aquel odio que reinaba entre nosotros, más aún que la pérdida de Asharhamat, cuyo amor al menos había conservado. Si fuera a abatirse sobre mí la hoja de un arma asesina desde algún lugar escondido, no me importaría que acabase con mi vida. Sin embargo lamentaba que ello se consumase por la intransigencia de mi hermano.

Una vez concluido mi refrigerio emprendí el último trecho del viaje. Cuando me encontraba a unos quinientos pasos de la Gran Entrada, observé que se había congregado una multitud.

Y una vez hube cubierto la mitad de aquella distancia, descubrí que la gente se alineaba en el camino echando flores y monedas de oro a mi paso, vitoreándome mientras trataban de tocarme a mí o a mi caballo.

—¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey! —salmodiaban con los rostros arrebolados por la emoción.

Sus gritos resonaban en las paredes mientras cruzaba la Gran Puerta. La calle de Ninlil, que conducía al palacio real, estaba atestada de gente, extranjeros, indígenas, niños, hombres y mujeres que trataban de acercarme a sus pequeños para que mi sombra se proyectase sobre ellos. Apenas podía avanzar, tal era la presión de aquella muchedumbre que amenazaba con abalanzarse sobre mí.

Y por doquier sonaban vítores, el mismo grito proferido por tantos miles de gargantas: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey!». Era como si estuviesen aclamando a su dios, a mí o a ambos.

«Éste es el momento más glorioso de mi vida —pensé con el corazón latiendo tumultuosamente en el pecho—. Suceda lo que suceda, jamás viviré otra emoción igual».

Dicen en el este que las tres cosas más apreciables de la vida son el amor, el poder y la venganza. Las multitudes que acudían a darme la bienvenida a mi regreso a Nínive me otorgaron todas ellas, aunque fuese por un breve instante. Fuese lo que fuese lo que me deparara el destino en horas y días sucesivos, consumaba anticipadamente mi venganza en Asarhadón.

En un día de mercado y con las calles atestadas de gente el trayecto desde la Gran Entrada hasta el palacio real podía cubrirse en cuarenta y cinco minutos. Aquel día, a caballo, tardé más de dos horas. El pueblo de Nínive no me dejaba avanzar. En mi cabeza retumbaban sus aclamaciones y me sentía embargado con el vino de su adoración: por lo menos ellos no me habían olvidado.

La escalera de palacio también estaba llena de gente. Los nobles de la corte, acaso atraídos por la agitación popular, habían acudido ataviados con las mejores ropas, distintivo de sus cargos, a presenciar lo que sin duda jamás habían esperado que aconteciese y que apenas comprendían. Entre ellos descubrí muchos rostros conocidos y otros que no lo eran, y en ellos se leía perplejidad, alarma e incluso temor. Sí, era evidente que tenían miedo.

Y por fin apareció el propio Asarhadón en lo alto de la escalera vistiendo una áurea túnica, que acudía una vez más a someter al pueblo de aquella odiada y rebelde ciudad. Levantó la mano conminándolos a guardar silencio, pero la multitud no le hizo caso y siguió profiriendo imperturbable sus alegres gritos: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!», como si yo fuese su soberano y me siguieran a modo de séquito a la ceremonia de mi coronación.

Detuve al pie de la escalera a mi nervioso y asustado caballo y desmonté. Asarhadón permanecía inmóvil en lo alto, ante las grandes puertas abiertas de par en par en sus goznes de cobre, y yo abajo: por vez primera nos enfrentábamos.

Subí lentamente peldaño a peldaño. Los cortesanos me abrían paso y a mi espalda seguían oyéndose las aclamaciones del pueblo. Me pareció que aquella escalera jamás concluía, que aquel ascenso se prolongaba una eternidad.

Y finalmente me detuve ante Asarhadón, que me recibió con fría sonrisa, como si hubiese estado esperando en todo momento que yo cometiese semejante traición.

Me arrodillé a los pies del soberano acompañado constantemente del fervor de la multitud.

La gente guardó un repentino silencio. Tendí las manos hacia él, mi rey y señor, en muestra de sumisión y a continuación incliné la frente contra el suelo a sus pies en un gesto que resultaba inconfundible.

La gente pareció quedarse sin aliento. Alcé la cabeza y mis ojos se encontraron con los ojos llenos de odio de mi hermano. Sí, en aquellos momentos me odiaba más que nunca. Me levanté.

Asarhadón no dijo nada. Dio media vuelta y entró en su palacio.

Me informaron que era deseo del rey que yo no habitase en mi antigua residencia, el palacio que había heredado del señor Sinahiusur, sino que residiese en el propio recinto real. En realidad me encontraba sometido a arresto informal. Aunque disfrutaba de libertad de movimientos dentro del recinto y de la Casa de la Guerra, que a la sazón albergaba a las tropas del sur leales a Asarhadón, me estaba prohibido salir a la ciudad.

Era evidente que temían a las multitudes. En cierto modo, pese a mi pública sumisión al rey, seguían recelando que aún pudiera arrebatarle la corona a mi hermano, aunque era difícil saber hasta qué punto seguía teniendo poder para ello.

Yo creía que el pueblo estaría descontento de mí: habían esperado que el príncipe Tiglath fuese su liberador, su campeón, habían confiado en que se produjera un milagro. Como siempre, me había visto ensalzado y elogiado porque no era mi hermano y, a pesar de todo, le había expresado públicamente mi sumisión.

Pero ¿cuánto le había costado a Asarhadón recibir aquel público testimonio de mi lealtad? A nadie puede imponérsele lo que ofrece por su voluntad y debía haberle irritado profundamente verme con el rostro hundido en el polvo honrándole como rey por voluntad propia. La victoria había sido mía; no suya, sino mía. En aquel momento me había resarcido de todo: jamás recobraría su orgullo. Durante toda su vida recordaría cómo le había avergonzado. Los hombres pueden triunfar aunque sea de rodillas.

Y de nuevo aguardaba su sentencia, aunque ya apenas parecía importarme.

Estaba solo. Las esclavas me servían la comida y asistían a mis restantes necesidades con eficacia, pero en silencio. Durante tres días permanecí en absoluta soledad.

Pero al tercer día recibí una visita. Me encontraba sentado ante un brasero en la que había sido mi cámara de audiencia cuando se abrió una puerta y una sombra se proyectó en el suelo. Abrí los ojos y me encontré con mi hermana, la señora Shaditu. Por lo menos no recordaba que ella fuera una asesina.

Las esclavas desaparecieron repentinamente.

—Suponía que en estos momentos ya habías decidido hacia qué bando te inclinabas —dije, agradeciendo a pesar mío cualquier muestra de calor humano por insignificante que fuese.

—Y así ha sido. Pero nuestro hermano no se toma tan en serio a sus concubinas para preocuparle adonde van o con quién se reúnen.

—¿Entonces también eres una de sus mujeres?

—Sí, ¿o quizá pensabas que Asarhadón sería tan remilgado como tú?

Sonrió y se sentó a mi lado en el lecho. Era una simple sonrisa, nada más.

—Los cuervos roban las migajas que encuentran. Asarhadón conoce mi lecho al igual que otros hombres. A veces me pregunto si me reconoce cuando no estamos en él. ¿Qué fue de la esclava árabe?

—¿Te refieres a Zabibe? Se la regalé a un herrero tuerto. Si su brazo y su estómago son bastante resistentes tal vez hasta sea dichosa con él.

Aquello provocó sus carcajadas. Echó atrás la cabeza y rió como un chacal. Y luego me pasó los brazos por el cuello, cubrió mi boca con la suya y sentí cómo deslizaba su lengua entre mis labios. Le cubrí los senos con las manos.

—¡Adelante! —susurró—. ¡No te detengas ante nada!

Y así fue. Cuando la penetré, Shaditu suspiró estremecida de pasión.

Al final todo pasó como si nada hubiese sucedido. Mi hermana se alisó los cabellos con la mano y volvió a sonreírme.

—Te preguntarás por qué he venido… No…, no ha sido por esto. Por lo menos no sólo por esto.

—¿Por qué entonces?

—Para decirte que estás en peligro.

En esta ocasión fui yo quien se echó a reír.

—¿En peligro? —Las carcajadas casi sofocaban mis palabras—. Shaditu, hermana, ¿imaginas que no comprendo que me hallo en peligro?

—Asarhadón está encendido por la ira —repuso, ignorando aquel impropio acceso de alegría—. Cuando entró en la ciudad con los cautivos encadenados a su carro y acompañado de un ejército con el que había obtenido una gran victoria, el pueblo permaneció silencioso: únicamente se oyeron retumbar los tambores. Y sin embargo tú… —Hizo un ademán ambiguo dejando las palabras en el aire—. En eso has convertido su triunfo…, en nada. Menos que nada. «¿Acaso cree que reino gracias a él?», pregunta. Y sus hombres, avergonzados, no saben qué responderle. Si se atreviese, te mataría.

—¿Y crees que lo hará?

—Ya le conoces. Depende de sus sueños, de sus augures… y de su madre.

—Si depende de ella, soy hombre muerto.

Shaditu no respondió. Se levantó y cruzó la estancia en sombras, dirigiéndose a la puerta que aún seguía abierta.

—Adiós, Tiglath —dijo—. Tengo la debilidad de amarte: no puedo evitarlo. Me temo que no volveremos a vernos.

Y desapareció.

Estuve levantado hasta el amanecer y luego me acosté, teniendo como única compañía mi espada.

Por la mañana entró una sirvienta con una bandeja en la que me llevaba el desayuno acompañado de un cuenco de dátiles. Había comido dos o tres cuando encontré un trozo de pergamino no mayor que la palma de mi mano enrollado y escondido en la bandeja y que estaba escrito en griego.

Yo, que he sido uno de ellos, domino el arte de corromper a los esclavos. Si necesitas de mí, susurra mi nombre en el oído de esa perra que te sirve.

¡Naturalmente! ¿Cómo no iba a encontrar Kefalos el modo de introducirse entre los muros del palacio de mi hermano? ¿Qué no habría intentado? Pero de momento no necesitaba de él.

Me anunciaron que debía comparecer a presencia del rey a la tercera hora después de mediodía.

Asarhadón estaba sentado rodeado de sus concubinas. Le colgaban los pies de la parte inferior del lecho y una negra, que por todo atavío lucía sus cabellos trenzados con gruesos hilos de oro, le lavaba en una jofaina de plata. Me puse la mano derecha sobre el corazón e inicié una reverencia.

—¡No te atrevas a hacerme eso otra vez, Tiglath! —gritó, apartando a la esclava de una patada y poniéndose en pie—. ¡No permitiré que te burles de mí por segunda vez!

—¡Señor…!

—¡Basta!

Levantó el brazo señalándome y paseó salvajemente la mirada en torno.

—¡Fuera de aquí todas vosotras! —exclamó—. ¿No veis que estoy ocupado? ¡Fuera!

Por un momento tan sólo se oyó el rápido roce de los pies desnudos en el suelo. Cuando por fin nos encontramos solos, Asarhadón pareció más aliviado.

—¡A veces pueden llegar a ser un verdadero estorbo! —exclamó como disculpándose y luego me miró de un modo curioso, casi suplicante.

De repente parecía como si nada hubiese sucedido entre nosotros.

—¿De dónde has sacado a esa negra? ¿Es nueva?

—Sí —repuso sonriendo instintivamente—. Es un regalo de… ¡Tiglath, me has hecho una sucia jugada!

—Si he ofendido a…

—¡He dicho que basta! ¡Maldito seas! ¡Cuando empleas ese tono sé que te estás burlando de mí!

—Tú eres el rey —respondí, sintiéndome casi capaz de compadecerle.

—¿Lo soy realmente? Sí… ¿Y qué? —Se dejó caer en el lecho con la expresión enfurruñada de un chiquillo malcriado—. ¡Por los sesenta grandes dioses, preferiría no serlo!

—Sin embargo lo eres y es algo que ni tú ni yo podemos evitar.

De pronto me sonrió.

—No…, no podemos hacer nada, ¿verdad?

Permaneció largo rato sin decir palabra, mirando fijamente el techo. Aguardé, puesto que no me quedaba otra alternativa.

—Estuviste en Khanirabbat —me recordó finalmente, sin apartar su mirada del techo, como si se dirigiera a otra persona—. Podías haberte unido a los rebeldes…, quizá reinar en mi lugar y, sin embargo, viniste. Y cuando te envié a ese idiota de Sha Nabushu…

—Tú eres el rey. No sé si recordarás que estuvimos de acuerdo con ello: yo soy un soldado y tu servidor.

—¿Y si exigiera tu vida?

—Entonces supongo que moriría.

—Y debes estar pensando que cuando yo desaparezca el bastardo de la señora Asharhamat me sucederá en el trono. Habrás visto que considero a mi hijo un bastardo, Tiglath, a ese a quien el mundo en su ignorancia cree mi hijo. ¿O quizá imaginas que lo ignoraba?

Volvió a mirarme: si en lugar de ser un hombre hubiera sido un dios, en aquel momento me habría reducido a cenizas. Pero no le respondí.

—¡Será mi hijo quien reine, Tiglath, hermano! ¡Mi hijo y no el de otra persona! No te guardo ningún rencor por ello en particular, Tiglath, porque la odio tanto como ella a mí. Pero será mi hijo quien ostente la corona.

—Eso deberá decidirlo el dios. Él será quien escoja al sucesor al igual que te eligió a ti: es inútil imaginar que las cosas serán de otro modo.

Asarhadón se puso bruscamente en pie, temblando de ira, mientras su rostro se ensombrecía como si pasara por él una nube de tormenta.

—¡Que los dioses condenen tu negra alma, Tiglath!

—¡Que ellos te concedan lo que ambos sabemos que mereces, augusto señor!

Por un momento, un solo momento, creí que Asarhadón iba a pronunciar las palabras que le convertirían de nuevo en mi hermano. Algo en sus ojos me sugirió que experimentaba aquel aguijón de dolor que se produce cuando descubrimos lo que estamos a punto de perder. Nos miramos frente a frente: en aquel instante hubiese podido suceder cualquier cosa, ¡y sin embargo cuán diferente hubiera sido la historia de nuestras dos vidas!

—¡Guardias!

Al cabo de un instante me encontré flanqueado por dos soldados. Y cuando volví a observar el rostro de Asarhadón comprendí que aquel momento había pasado, que lo que había leído en él no era más que mi única, última y vana esperanza. En aquellos instantes sus ojos expresaban un odio implacable y la carencia de remordimientos que caracteriza a los déspotas.

—¡Llevaos al señor Tiglath Assur! —ordenó con la voz sofocada por la ira—. En algún rincón debe encontrarse la jaula metálica en la que encerramos al señor Nergalushezib, rey de Babilonia, cuando se encontró entre nosotros. Buscadla y ponedla a disposición de mi hermano.

Uno de los soldados intentó asirme del brazo, le rechacé bruscamente y le abofeteé derribándole en el suelo.

—¡No te atreverás! —susurré apretando los dientes—. Me iré porque lo ordena el rey, por nada más. ¡Que nadie se atreva a ponerme las manos encima!

Ambos soldados estaban armados y yo no llevaba siquiera una daga, pero aun así retrocedieron un paso. Miraron al rey con aire suplicante, como si temieran que pudiera fulminarlos con la mirada.

Y también Asarhadón parecía asustado.

—Sí, naturalmente —repuso profiriendo una nerviosa carcajada—. Recobrad vuestros modales y comportaos debidamente. Después de todo es el señor Tiglath Assur, un héroe, un príncipe.

Mientras los soldados me llevaban con ellos, a mis espaldas resonó el eco de sus risas.

Nuestra familia, al parecer, no desechaba nada. La jaula estaba en un rincón de los calabozos de palacio y en sus barrotes se había acumulado el polvo de más de diez años.

El carcelero, que era un anciano amable, un antiguo soldado que había perdido medio pie, la limpió lo mejor posible e incluso me dio un cojín para que pudiera sentarme, pues la jaula no era bastante grande para permitirme estar de pie en ella. Me servía pan y aliviaba mi soledad dándome alguna conversación. Recordaba perfectamente a Nergalushezib, pues él mismo había ayudado a clavetear la corona en su cabeza. Según me dijo, la jaula no había sido utilizada desde entonces.

Tenía una esposa y vivía en la ciudad. Gracias a sus idas y venidas pude mantenerme al corriente de lo que sucedía y enterarme del tiempo que se prolongaba mi cautividad. Alrededor del día veinte, y según consideré a medianoche, puesto que en aquel sombrío sótano no podía saberse a ciencia cierta, recibí una visita.

Lo cierto era que no esperaba ver a nadie. Había supuesto que, aparte mi carcelero, la primera persona que probablemente vería sería al verdugo encargado de cortarme el cuello. Pero no se trataba de él sino de la señora Naquia, madre del rey.

Aunque por entonces ya debía de rondar los cuarenta o cincuenta años, aparte que sus cabellos habían encanecido, se diferenciaba mucho de la mujer que recordaba de mi infancia. Seguía vistiendo la misma túnica y velo de color negro recamados en plata. Su belleza permanecía inalterable y su sonrisa era igual de enigmática.

El carcelero, que no era mi amigo, sino aquel que le relevaba y que jamás me dirigía la palabra, le trajo una silla, que ella ocupó, despidiéndole con un ademán. Durante largo rato me observó en silencio a través de los barrotes, como si aquel espectáculo la complaciese en extremo.

—¿Cómo está tu madre, Tiglath? —preguntó finalmente.

—Cuando la dejé hace poco más de un mes, se encontraba perfectamente, señora.

—Mi hijo ha enviado un nuevo shaknu a Amat, por lo que supongo que ahora se encontrará en esa finca tuya llamada «Los tres leones».

—Donde confío que se le permita vivir en paz, señora.

—Desde luego, Tiglath —repuso sonriente—. Tu madre es un alma cándida a la que no deseo ningún daño.

—Me alivia oírte decir eso, señora.

La mujer volvió a quedarse callada. Y de pronto, como si hubiese recordado algo divertido, se echó a reír. Era la suya una risa alegre, desenfadada, de las que por experiencia había llegado a desconfiar cuando las profiere una mujer.

—Acaso no lo recuerdes —me dijo—. Cuando no eras más que un chiquillo dije a Merope que acabarías tus días fabricando ladrillos para los muros de la ciudad.

—Si, lo recuerdo. ¿Será ése mi destino?

—Eso es difícil de decidir. Por mucho que me gustase verte cubierto con un taparrabo, sudoroso y con los codos y rodillas hundidos en el fango, no creo que sea posible.

Y movió la cabeza apesadumbrada, como si le hubiese gustado atravesar los barrotes y consolarme.

—Debemos considerar la posibilidad de que estalle un tumulto popular —prosiguió—. Un hombre que como tú disfruta de la devoción de las masas no puede ser públicamente humillado: la gente no lo toleraría. Y, por otra parte, está mi hijo. Desea matarte, pero no estoy segura de que se atreva a darte muerte y, aunque encontrase valor para ello, ¿sería prudente eliminarte? ¿Cómo podemos matarte cuando la multitud y el ejército te reverencian de tal modo, pese a que te sometiste públicamente a nuestro poder? Y sin embargo debemos hacerlo porque, si no, Asarhadón jamás reinará de hecho mientras permanezca a tu sombra. Como te digo, es una espinosa cuestión. Tendré que tomar una decisión por mi hijo.

Mudó ligeramente la sonrisa que no había abandonado su rostro.

—¿O quizá habías creído que te encontrabas en poder de Asarhadón? No, estás en mis manos, Tiglath. ¿Piensas que confiaría a mi hijo semejante decisión?

—Él es el rey, señora, no tú.

—Sí, él es el rey, pero porque yo lo quise. Y sin mí no duraría mucho tiempo en el trono. Él lo sabe… o se enterará pronto.

—El dios le designó a él, señora.

—No, Tiglath —repuso moviendo admonitoriamente la cabeza, como una madre que aleccionase a su hijo—. El dios nada tuvo que ver en ello. Fui yo quien le hizo rey, nadie más.

¡De modo que era cierto! Los rumores que había oído de labios de Nabusharusur eran fidedignos: los presagios habían sido falseados. No se trataba de una fantasía de los descontentos por la repentina e inesperada elevación de mi hermano, sino de la pura realidad. Me estremecí al pensar que quizá Shaditu no había mentido cuando me calificó de «auténtico rey».

Por primera vez desde la muerte de mi padre sentí que una mano de hielo me atenazaba el corazón… No era temor a la muerte, sino a algo peor. Todos mis sacrificios habían sido vanos. Mi constante renuncia también inútil. Sólo había servido a los intereses de Naquia, no al dios.

Constantemente había servido a Naquia.

—¿Y la muerte de Arad Ninlil?

—No tuve nada que ver con ella, Tiglath, al menos directamente.

Se cubrió la boca con los dedos en un ademán mezcla de piedad y regocijo.

—No sé si atreverme a pronunciar el nombre de Asharhamat o dejar que sigas imaginándola tan pura e inocente. ¡Los hombres sois tan necios y crédulos! Sí, Tiglath, ella hizo aquello que yo no podía, aunque valiéndose de medios ideados por mí. Por una vez actuamos como aliadas. Le administró un veneno con la cena ante su propia madre. La empresa no carecía de valor y exigía poseer unas entrañas tan duras como las mías. Y te aseguro que el castigo que le ha sido impuesto como esposa de mi hijo no es menos del que merece.

No deseaba oír más. Me cubrí el rostro con las manos.

—Dispón como quieras de mí, señora —exclamé—, porque ya me has hecho el más desdichado de los hombres.

—Sí, Tiglath, me consta que es así.

Se levantó considerando logrados sus propósitos y deseosa de dejarme entregado a mis pensamientos.

—Asharhamat no será la única que sufra —casi grité, por fin con el corazón angustiado—. El dios no permitirá que estos hechos queden impunes.

Se detuvo un instante con la mano en la puerta y volvió a sonreírme.

—Quizá no, Tiglath, aunque me preocupan muy poco vuestros toscos dioses del norte. De todos modos parece que no es sobre mí en quien descarga su ira. Observa en qué situación te encuentras: eres tú quien permanece en este calabozo y quien debe seguir en él. Me pregunto si alguna vez lograrás abandonarlo.

Abandoné aquel lugar porque el dios aún no había silenciado su voz. Si hubiese recordado sus promesas, todo cuanto me había revelado, habría comprendido sus designios.

Pero no fue así y mi corazón, durante los días que siguieron, permaneció cerrado a toda esperanza, aguardando únicamente la muerte.

Y un día creí que llegaba realmente.

Pero no era la muerte la que llegaba sino Asarhadón, vistiendo la túnica de soldado. Vino acompañado del cuerpo de guardia de su quradu y empuñando una espada.

—¡Sácalo de ahí! —ordenó al carcelero. Y como si no pudiera contener su ira golpeó la jaula con la espada—. ¡He dicho que le saques!

Sucedía igual que en mis sueños. Tal como me había prevenido el dios: la ciudad era una jaula y Asarhadón golpeaba su acero contra los barrotes…

Adivinaba perfectamente en su rostro que habría deseado fulminarme, pero, aunque Naquia no me lo hubiese advertido, comprendí que no se atrevería. Le sonreí. Sabía que no podía temerle porque el dios así me lo había prometido.

El carcelero descorrió el cerrojo y abrió la estrecha puertecilla. Era la primera vez desde hacía casi un mes que me ponía en pie y las rodillas no me sostenían.

—¡Sal de ahí, perro! —rugió mi hermano, con el rostro congestionado por la ira.

Por fin tuvieron que ayudarme dos soldados. Me levanté apoyándome en la jaula en la que había estado encerrado como un zorro en su trampa y me burlé de Asarhadón. No tuve necesidad de hablar: me bastaba con mirarle al rostro, porque era él quien tenía miedo y no yo.

—¡Adelante! —susurré—. Estás empuñando una espada y nadie va a detenerte. Mátame y reina eternamente…, si es que alguna vez has sido un hombre de verdad.

—¡Tiglath, no me…!

—¡Mátame! —grité sin hacerle caso—. ¡Ha de ser ahora o nunca!

Ambos sabíamos que no lo haría.

Permaneció largo rato indeciso. Su rostro reflejaba de modo manifiesto sus sentimientos en pugna.

¡Deseaba matarme: había venido para ello!

Aun en estos momentos creo que sólo la mano del dios pudo contenerle. Por fin arrojó la espada al suelo.

—¡Aseadle! —ordenó—. ¡El señor Tiglath Assur, mi real hermano, parece salir de una pocilga…!

Miró en torno sonriendo, esperando un aplauso ante su ingenio, pero por toda respuesta recibió el silencio.

—No debes aguardar a oír mi decisión como si fueses un esclavo —me espetó, bajando el tono de voz y fijando sus ojos en mí como si estuviese monologando—. Conducidle a mi presencia antes de tres horas.

Y dando media vuelta salió de la estancia.

Tenía tres horas. Me condujeron a mis habitaciones. Al principio apenas podía dar un paso, pero gradualmente fui recuperando esa facultad perdida, y allí me bañaron y me dieron de comer esclavas que jamás había visto, no sirvientas mías sino de Asarhadón. Y no pronunciaron palabra.

Me seguían manteniendo solitario y cautivo, pero era mejor así.

«Que haga su voluntad —me dije—. Que me mate si así lo desea, pero no sobrevivirá a la vergüenza de ese día».

Me consolaba pensarlo creyendo que en cierto modo había salido victorioso, que todavía podía obtener algún triunfo.

Al final del plazo previsto me habían vestido con la túnica recamada de plata propia de los príncipes y conducido a presencia del rey en el gran salón donde Asarhadón me aguardaba, aunque no solo.

El gran salón era un lugar noble. A su entrada se encontraban los enormes toros alados de cabeza y barba humanas que son los genios protectores de los reyes. En las paredes aparecían bajorrelieves policromados, monumentos dedicados a las gloriosas victorias de nuestro padre. Yo había visto miles de veces allí al señor Sennaquerib celebrando algún banquete con sus nobles, administrando justicia y recibiendo los tributos de los jefes de pequeños feudos. Todo el poder y fausto del país de Assur aparecía allí representado, al igual que en sus ejércitos y en los templos de sus dioses. Cuando los extranjeros llegaban a aquel lugar temblaban; cuando acudíamos nosotros, los príncipes, y la gente vulgar, quienes creíamos que por boca del rey se expresaba el Gran Assur, nos estremecíamos de orgullo.

Y allí se encontraba Asarhadón rodeado de sus nobles y de la gloria de su reinado, resplandeciendo como el sagrado sol con su áurea túnica y sosteniendo la espada también de oro, símbolo de su dignidad, manteniéndose aislado, con expresión hosca y reconcentrada.

Cuando entré en la sala todos guardaron silencio y fijaron sus miradas en el rey. Me puse la mano en el pecho y me incliné ante mi soberano. Aquello era algo que no podía alterarse: debía acatar su autoridad.

Asarhadón levantó el brazo y apuntó su espada contra mi pecho.

—El príncipe es mi enemigo —declaró con voz estentórea que llenó la sala—. En su corazón no respeta a ningún rey. Ya en tiempos de mi padre, el señor Sennaquerib, se comportó como un rebelde. Él desearía enmascarar su rebeldía, pero no le es posible porque sólo yo conozco los entresijos de su mente, yo que he sido su hermano.

Bajó la mano y paseó la mirada en torno sin volver la cabeza para asegurarse de que era escuchado.

Sin embargo comprendí perfectamente que aquellas palabras no eran suyas sino inspiradas por Naquia. Por su boca se expresaba la voz y la astucia maternas. Ella le había indicado cómo debían desarrollarse los hechos…, ya me lo había prevenido claramente a solas. Y por ello me sentía obligado a compadecer a Asarhadón, porque él no parecía comprenderlo.

—Por tanto, ¡le condeno al destierro!

Se oyó un murmullo de voces, muchas voces manifestando distintas palabras que significaban lo mismo. Y mientras zumbaban como moscas sobre una carroña, mi hermano, aquel que había sido mi hermano y que había declarado que ya no lo era, y yo cruzamos una silenciosa mirada que se expresaba con harta elocuencia.

—¡Que abandone esta ciudad! —prosiguió sin apartar sus ojos de mí—. Que abandone para siempre el país de Assur y todas aquellas tierras sometidas al poder de su rey. Dentro de cinco días enviaré emisarios por doquier para que proclamen mi veredicto y, a continuación, cualquiera que le encuentre deberá darle muerte. Recompensaré a quien me traiga su cabeza.

Así fue cómo obtuve cinco días de gracia, cinco días en los que tomar ventaja de mis perseguidores, cinco días en que poder ponerme a salvo.

—Dejadle que se oculte en las oscuras tierras donde no alcanza el sol. Que tema el regreso porque su rey le odia. Que desaparezca de mi vista. ¡Vete!

Me obligaron a salir… Apenas recuerdo dónde me condujeron, porque asaltaban mi mente confusas sensaciones… ¡Cinco días! Tenía cinco días para abandonar la tierra que me había visto nacer, para errar en el exilio hasta mi muerte. Jamás volvería a ver…

Asarhadón, señalando con su espada hacia un vasto desierto donde no existían vestigios humanos, murmuraba una sola palabra:

—¡Vete!

En otro tiempo el dios lo había expresado de igual modo.

Y así comenzó mi existencia errante, ante mí se proyectaban jornadas llenas de aflicción. Creí que mi vida había concluido, que por fin el dios me había abandonado. Desde la hora de mi nacimiento, aquella noche en que surgió la estrella ensangrentada, sólo habían transcurrido veinticinco años.