XXXIII

En otra época del año la zona que rodea Khanirabbat podía resultar bastante agradable, pero en invierno era la pura imagen de la fealdad y la desolación. La ciudad estaba vacía y por doquier, bajo las pequeñas colinas y la llanura que se extendía hacia el este, la hierba aparecía marchita y amarillenta y las desnudas ramas de los escasos arbustos se agitaban al viento con los espasmódicos movimientos de los dedos de una anciana. El viento era casi el único sonido que se percibía, porque incluso los cuervos parecían haber desaparecido.

Asarhadón se había instalado a unas tres horas de marcha del campamento rebelde. Sin embargo, las características del terreno permitían a ambos bandos distinguir el humo de las hogueras encendidas por el contrario. De modo que era frecuente la aparición de las patrullas enemigas y ya se habían producido diversos enfrentamientos antes de mi llegada, que tuvo lugar el vigésimo sexto día de Sebat.

Las primeras noticias que recibí al entrar en el campamento fue que el rey estaba muy alterado porque la noche anterior la estrella real de Marduk había aparecido rodeada por un anillo amarillento. Los astrólogos ofrecían distintas explicaciones para tal fenómeno, pero coincidían en afirmar que constituía un presagio adverso para el país de Assur, conclusión muy poco comprometida en vísperas de una guerra que se anunciaba tan calamitosa.

Éstas fueron «casi» las primeras noticias que recibí, porque ante todo me informaron que mi hermano Asarhadón no pensaba recibirme y que debía instalar al ejército del norte en una ala separada, a la izquierda del de mi hermano; es decir, en la parte aciaga, y aguardar sus órdenes.

Me dispuse a acatar sus órdenes. Instalaron mi tienda en un trozo de terreno ascendente y fijaron mi estandarte en la entrada, pero no me aventuré a pasear entre los soldados. Aposté varios guardianes para que no permitiesen el acceso a nadie salvo a los mensajeros de Asarhadón. Comía solo y permanecía aislado, entregándome a sombríos pensamientos.

Por fin acudió el heraldo real, pero en esta ocasión no pendían de su bastón de mando las cintas plateadas que me hubiesen reconocido como miembro de la familia real. Tras él avanzaba un hombrecillo obeso, de barba rala y ojos inexpresivos y saltones como los de una rana. Al parecer se trataba de Sha Nabushu, el mismo que se había atrevido a darme órdenes en nombre del rey su amo.

—Quedas relevado del mando sobre el ejército del norte —me dijo—. Disfrutarás de absoluta libertad para circular por el campamento y mantendrás tu rango de rab shaqe por el momento, pero se te prohíbe participar en la próxima batalla ni siquiera como soldado. Esta victoria debe obtenerla el señor Asarhadón por sí solo.

No le respondí.

—¿Estás de acuerdo con ello? —preguntó en tono que pretendía ser desafiante, pero que reflejaba cierta inseguridad.

—¿Acaso se espera mi conformidad? Soy un servidor del rey: a él corresponde mandar y a mí obedecerle.

Sha Nabushu curvó la boca en instintiva sonrisa.

—¿Quién asumirá el mando? —pregunté.

Por un instante el hombrecillo vaciló, acaso imaginando que Asarhadón pretendía mantenerlo en secreto. Así suele suceder: los servidores de amos caprichosos e insensatos siempre tienen miedo.

—Yo tendré ese honor —repuso finalmente. Pensé que tal vez no fuese únicamente a mi hermano a quien temía—. Darás a conocer a tus oficiales las órdenes del rey y les indicarás que se reúnan conmigo en este mismo lugar a la hora quinta después de mediodía.

—Ya no son mis oficiales y no estoy en condiciones de dar órdenes a nadie.

En aquel momento pareció que habíamos llegado a un callejón sin salida. Sha Nabushu abrió la boca para decir algo y luego, por lo visto, se quedó sin palabras. Me sentí sumamente complacido.

—Sí, naturalmente —dije—. Ya cuidaré de ello.

Mis oficiales —que ya habían dejado de serlo— no se mostraron muy satisfechos.

—¿Quién es ese muñeco? —preguntó Lushakin—. ¡Nadie ha oído hablar de él! ¿Cómo pueden esperar que arriesguemos la vida al mando de semejante tipo?

—Los hombres no accederán. Ellos no reconocen más autoridad que la del rab shaqe. Sufriremos deserciones.

—¡Y nosotros seremos los primeros en desertar! ¡Es un insulto intolerable!

—Debemos conformarnos —repuse con la mayor serenidad posible porque, aunque me sentía conmovido por sus muestras de lealtad, no podía demostrárselo—: es la voluntad del rey.

—¿Cuál es tu voluntad, rab shaqe?

—Que os reunáis con vuestro nuevo comandante y obedezcáis las órdenes que procedan de la autoridad real. Que olvidéis vuestros sentimientos en esta cuestión o en posteriores situaciones y que os abstengáis de manifestarlos y advirtáis a vuestras tropas que obren de igual modo, porque los hombres pierden fácilmente la cabeza por culpa de su lengua.

—¿Y qué será de ti, rab shaqe?

—¿Qué importa? Debo confiar que mi simtu, como el de cualquier mortal, se halla escrito en la tablilla del dios. Acaso no tarde en enterarme de lo que me espera.

Y me separé de ellos, estrechando las manos de todos, porque a partir de aquel momento era como si me hubiese muerto. De otro modo, ¿cómo iban a proteger sus vidas? Me marché, embridé a Espectro y fui a pasear por las colinas del entorno. Cuando salí del campamento advertí que era seguido por dos jinetes: comprendí que mi hermano no deseaba perderme de vista.

El tiempo de las separaciones. Ciertamente había llegado aquel momento y, como de costumbre, no lo había advertido hasta que me encontré inmerso en él. El rey mi padre, mi madre, el ejército que amaba como un hombre a su esposa, quizá incluso mi propia vida.

Y, naturalmente, Asharhamat. A ella la había perdido antes que a nadie y, sin embargo, su recuerdo aún seguía lastimando mi corazón.

Nunca volvería a verla. Puesto que Asarhadón ya era rey, la encerraría en el gineceo, de donde jamás saldría. Mis ojos no volverían a recrearse en sus encantos, como si me hubiese quedado ciego o se hubiese extinguido la luz del mundo. ¿Qué importaba todo lo demás y que podía temer si debía enfrentarme con la muerte?

Acataba la voluntad del dios, pero en el fondo de mi corazón le maldecía.

¡Asharhamat, Asharhamat! Su mismo nombre tenía toda la dulzura de la vida. Vivir era recordar y recordar conocer el dolor. No, no temía a la muerte. Y el poder del rey mi hermano se desvaneció como una sombra. ¡Qué hiciese su voluntad!

Permanecí alejado del campamento hasta bien entrada la oscuridad (cuando los soldados ya estaban cómodamente instalados en torno a las hogueras disponiéndose a cenar) sin duda con gran inquietud de mis dos guardianes que se mantenían a quinientos o seiscientos pasos tras de mí sin molestarse en ocultar su presencia. Luego, cuando me aseguré de que mi tienda seguía perteneciéndome, me dirigí a ella. Los soldados que encontraba a mi paso me saludaban cordialmente: aún no se habían enterado de que había perdido el favor real y quizá no importaba que así fuera porque para ellos el rey era un ser tan distante como los propios dioses.

Cené espléndidamente y me quité las sandalias, disponiéndome a acostarme, maravillándome de lo fácilmente que un hombre puede sentirse en paz consigo mismo cuando se ha resignado a la muerte. Me pregunté cómo dormiría Asarhadón y descubrí que no le envidiaba.

Los restantes siete mil soldados no llegarían de Amat hasta dentro de dos o tres días, pero a la mañana siguiente, con sólo mirar en torno, descubrí que, como por arte de magia, las fuerzas el rey se habían multiplicado. La extensión de terreno existente entre nuestro campamento y la zona ocupada por el ejército principal estaba llena de tiendas improvisadas y de hogueras en las que preparaban sus alimentos. Habían aparecido unos tres mil hombres como si surgiesen de la nada, en su mayoría desertores de las filas rebeldes que acudían a congraciarse con Asarhadón cuando aún estaban a tiempo.

Era lo más razonable que podían hacer. Durante los últimos días por lo menos sus espías debían haber informado a los comandantes rebeldes de que el ejército del norte se aproximaba con evidentes intenciones de incorporarse a las tropas reales. La balanza se inclinaba claramente a favor de Asarhadón y, por consiguiente, por mucho que se esforzasen, mis traidores hermanos se habrían visto impotentes para mantener a su lado a aquellos que se habían adherido a sus filas. Nadie dotado de sentido común desea arriesgar la vida por una causa perdida.

Los soldados que encontré aquella mañana acampando como mendigos a las puertas de Asarhadón eran simplemente la primera oleada de desertores de los seguidores de Arad Malik. Serían muchos más, a menos que estuviese equivocado, los que se pasarían a nuestro bando.

Y Asarhadón no era tan necio como para despedirlos. Sabía cómo crece la desesperación del enemigo viéndose enfrentado a la desmoralizadora esperanza de obtener clemencia.

Por consiguiente, aunque nunca podrían alcanzar gran consideración en el favor real, aquellos desertores de la causa rebelde salvarían la vida y se les permitiría servir al monarca. Asarhadón lanzaría anatemas y amenazas y seguidamente los perdonaría, en su mayoría, y ellos lo sabían muy bien. Y, como lo sabían, el ejército de Arad Malik se fue debilitando progresivamente antes de que llegásemos a empuñar las armas contra ellos.

Así pues, cada noche los centinelas percibían los sofocados rumores de aquellos que se deslizaban entre la oscuridad, a solas, o en grupos de dos o tres, tanto oficiales como soldados de infantería o de caballería, y cada noche los oían cuchichear entre sí, más allá de los terraplenes del campamento mientras, agazapados y temerosos en el frío suelo, esperaban merecer la clemencia del señor Asarhadón. A veces se veían obligados a aguardar toda la noche dejando a sus espaldas una ruina segura y teniendo como única perspectiva la seguridad que podrían alcanzar abrazándose a las rodillas de mi hermano y suplicando su perdón. Y, por fin, a la grisácea luz del amanecer, eran admitidos, se desayunaban y se les permitía dormir en cualquier lugar donde pudieran instalarse.

Y se sentían agradecidos hacia Asarhadón: hasta un perro se muestra reconocido cuando se le permite vivir, pero cuando paseaba entre ellos, descubriendo de vez en cuando a alguien cuyo rostro o incluso su nombre me era familiar, siempre leía idéntica acusación en sus humillados ojos: «¡Fíjate en qué situación nos encontramos, príncipe Tiglath Assur, hijo predilecto del señor Sennaquerib, cuyo padre era señor del mundo y auténtico rey del país de Assur! ¡Fíjate cómo nos encontramos y hasta qué extremo hemos llegado! Ahora debemos inclinarnos ante Asarhadón… Piensa qué futuro nos espera a nosotros y a nuestra nación. Y de todo esto tan sólo tú eres el culpable, nadie más».

Pero, por lo menos, podían confiar en el futuro. Algunos de los que acudían de noche sólo encontraban la muerte porque la clemencia del rey no alcanzaba a todos. Mi hermano disfrutaba de excelente memoria y algunos descubrían que se habían expresado con excesiva acritud en vida del señor Sennaquerib.

Junto con otros oficiales fui invitado a presenciar la ejecución de un tal Zakir Nergal, rab abru de la guarnición de Nínive, y de quien no se conocía crimen alguno. Sin embargo había ofendido de algún modo la majestad del rey y debía pagar por ello viéndose sometido al fuego cargado de cadenas, un castigo tradicional cuya práctica se conocía oralmente, pero que jamás se había puesto en práctica en vida de mi padre y que no prometía ser un espectáculo agradable.

Kefalos me acompañó alegando estar interesado desde un punto de vista clínico. Pese a que le advertí de la crueldad del acto, se obstinó en presenciarlo.

—No tienes por qué preocuparte, señor —repuso sonriendo, como si se propusiera acallar un temor pueril—, porque los médicos estamos endurecidos ante la presencia del dolor. Puedo asegurarte que he sido testigo de cosas peores cuando asistía a la consulta de mi padre en Naxos… No debes preocuparte.

Ocupamos nuestro puesto en torno al lugar donde debía celebrarse la ejecución: una simple extensión de tierra en la que ardía una hoguera desde la noche anterior. Como la mañana era fría, agradecimos aquel calorcillo mientras esperábamos la llegada del rey, aunque probablemente Zakir Nergal no compartiese nuestra opinión. El trono ya estaba dispuesto cuando por fin se presentó Asarhadón magnificente en sus áureos ropajes y luciendo un turbante cubierto de pedrería. Se sentó y miró en torno como el anfitrión de un banquete sin dar señales de verme.

Era la primera vez que veía a mi hermano desde hacía dos años y puesto que no parecía probable que siguiéramos coincidiendo con frecuencia hasta que decidiera qué iba a hacer conmigo, le observé con curiosidad para comprobar qué cambios se habían producido en él tras recibir la dignidad real, pero no me dio la impresión de que fuese un hombre que encontrase placer en la gloria.

Asarhadón era algo más joven que yo y, sin embargo, mostraba esa expresión vacilante y llena de ansiedad que yo había advertido tantas veces en el rostro de nuestro padre. Estaba sentado y apoyaba la mejilla en la palma de la mano y todo el oro y las joyas destinadas a deslumbrar a sus súbditos no podían disimular su propia inquietud. Habría sido preferible que le hubieran permitido seguir siendo un soldado de acuerdo con las ambiciones infantiles que ambos habíamos compartido, y creo que él también lo sabía.

Por entonces el fuego ya había quedado reducido a un lecho de ascuas de uno o dos palmos de profundidad, cubiertas con una capa de cenizas bajo las que resplandecían los carbones encendidos. Éstos habían sido recogidos formando un círculo sobre el que se levantaba un enorme trípode metálico de patas muy separadas que convergían a unos catorce o quince codos sobre el suelo y en su cúspide se veía una argolla también metálica por la que pasaba una larga cadena de cobre con una especie de gancho en un extremo.

Asarhadón hizo una señal anunciando que había llegado el momento de comenzar el acto.

Un cuerpo de guardia formado por cuatro hombres trajo al prisionero con las manos y los pies cargados de cadenas, que se iba frotando las muñecas como si las esposas le lastimasen. Hacía diez años que conocía a Zakir Nergal, pero si no hubiese sabido previamente la identidad del futuro ajusticiado, dudo que aquella mañana le hubiese reconocido, tal es la transformación que puede sufrir quien ha pasado toda una noche meditando sobre la proximidad de la muerte y, en especial, de una muerte como aquélla. Hacía tan sólo tres días que disfrutaba de una situación privilegiada ostentando un cargo elevado junto al usurpador Arad Malik y sin embargo en aquellos momentos se veía abocado a tan triste situación.

En realidad ya parecía muerto. Tenía el rostro flaco y demacrado y abría desmesuradamente los ojos, fijando su inexpresiva mirada en el vacío como si no comprendiera exactamente qué iba a sucederle. Y, sin embargo, estaba asustado, semienloquecido por el terror: si sus guardianes le hubiesen soltado, a buen seguro que se habría desplomado en el suelo.

No decía palabra. Tenía la boca abierta y respiraba afanosamente: se diría que había perdido la facultad de expresarse.

Asarhadón se puso en pie como si se dispusiera a decir algo, atrayendo hacía él la atención general.

Pero el rey mi hermano también parecía haber enmudecido repentinamente. Miró al condenado y enrojeció de ira, mas no encontró palabras para expresar la terrible indignación que le abrumaba con tanta intensidad como las cadenas que sostenían los puños y tobillos de Zakir Nergal. Por último volvió a sentarse y, con ademán distraído y aire impotente, ordenó el inicio del acto.

Durante todo aquel tiempo Zakir Nergal había observado fijamente el trípode, como si no pudiese comprender con qué finalidad había sido instalado allí. Le obligaron a avanzar hasta casi llegar al pie de la capa de carbones encendidos y seguidamente a arrodillarse, para lo que no se requirió gran esfuerzo. Las cadenas que le sujetaban se unían en su espalda a unas argollas metálicas que, a su vez, fueron introducidas en el gancho que pendía de la cadena que descendía de lo alto del trípode. Los guardianes comenzaron a tirar de ella como si fuese el cubo de un pozo, izando a Zakir Nergal, que permanecía arrodillado junto al fuego.

Entonces recuperó la voz y sus gritos de pánico estremecieron el aire.

No le concedieron la misericordia de un rápido fin. Al principio osciló simplemente sobre los carbones, pero aquello tan sólo fue una especie de ensayo. A continuación los guardianes le levantaron rápidamente hasta que se encontró encima del trípode, balanceándose boca abajo, a una distancia en la que percibía el calor del fuego algo más intensamente que aquellos que le observábamos.

Lentamente, codo a codo, le fueron aproximando hacia las ascuas. Había enronquecido tanto que apenas se oían sus gritos, pero seguía muy vivo retorciéndose hacia uno y otro lado, tratando de escapar; cabía preguntarse hacia dónde, puesto que si se hubiera visto libre de sus cadenas habría caído irremisiblemente en el fuego. Pero los hombres siempre luchan para huir de la muerte aunque no tengan ninguna esperanza.

Zakir Nergal se acercaba inexorablemente a las brasas.

Aún seguía vivo y estaba consciente cuando comenzaron a brotarle ampollas en el rostro y en el cuello, enormes globos llenos de sangre y de agua. A continuación se le chamuscaron los cabellos, se quemaron después y, por último, también sus ropas. Sin embargo, aún vivía y seguía retorciéndose en sus cadenas cuando los guardianes decidieron que ya estaba bastante cerca y sujetaron el extremo de la cadena en el suelo a una estaca de hierro.

Por fin se quedó inmóvil. Parecía como si hubieran transcurrido horas, pero el espectáculo de su agonía probablemente sólo duró unos minutos. Los hombres no fallecen tan rápidamente a causa de las quemaduras, por lo que quizá se asfixiara con el tenue y blanquecino humo. Se quedó balanceándose en el aire, oscilando su cuerpo inanimado sobre los encendidos carbones, como un trozo de asado que se olvida en el fuego. Cuando finalmente se le desprendió la carne de un pie y el hueso se deslizó por el grillete, distinguí junto a mí un sonido sofocado. Me volví y descubrí que Kefalos exoneraba su estómago con la cabeza entre las rodillas.

Asarhadón no se inmutó: seguía observando al ajusticiado sin apartar la mirada de aquel horror que había ordenado, con expresión impenetrable. Parecía haber aprendido mucho acerca de ese aspecto de la majestad que impide exteriorizar los sentimientos.

Cuando se dio por satisfecho se levantó de su trono y nos despidió. Nos sentimos aliviados porque nadie deseaba permanecer en aquel lugar. Acompañé a Kefalos a mi tienda y le obligué a beber unas copas de vino hasta que dejó de sollozar: el espectáculo había superado sus expectativas.

—¡Por los dioses! —prorrumpió finalmente—. ¡Los asirios sois una raza violenta!

Le sonreí aunque con escasa alegría.

—Supongo que sucede igual en todas partes —repuse—. Asarhadón no es peor que los demás: tal es la justicia que dispensan los reyes.

Sin embargo, la justicia del soberano no contenía el raudal de peregrinos que cada noche desertaban del ejército rebelde. Por las mañanas los encontrábamos acampados en las afueras de los terraplenes, cada día en mayor número, y aunque el ansia de venganza de Asarhadón le impulsaba a condenar a algunos, otros vivían y todos deseaban probar fortuna.

Las ejecuciones se sucedían. El trípode metálico se utilizaba diariamente y había ocasiones en que el olor a carne quemada flotaba sobre el campamento como una nube. No censuro a Asarhadón por ello, puesto que es política prudente ofrecer ejemplos de los castigos que la ley impone a los traidores. Acosado por la rebelión, no podía permitirse dar señales de flaqueza. No obstante creo que si se hubiese indagado el móvil de muchas de aquellas ejecuciones, se habría descubierto que más bien obedecían al temor que a la prudencia. Evidentemente mi hermano trataba de acallar sus propios temores.

El último día de Sebat recibí un mensaje de un amigo mío llamado Sinqi Adad, que había renunciado a su alianza con Arad Malik sin haber obtenido clemencia y que al día siguiente debía ser sometido al tormento del fuego y deseaba verme.

—Compartimos los juegos de la infancia —le confié a Kefalos—, y luchó en Babilonia con nosotros. Era amigo mío y también de mi hermano y me parece muy cruel que deba morir de este modo.

—¡Es muy cruel que cualquiera muera de este modo! —repuso mi sirviente con admirable lucidez.

—Si pudiese impedirlo de algún modo, lo haría.

Le miré con aire interrogante y Kefalos contrajo el rostro, receloso. Por fin hizo una señal de asentimiento.

—Sería muy peligroso que nos descubrieran —advirtió, sacando una pequeña redoma de arcilla de su botiquín—. En realidad lo guardaba para ti en caso de que te encontrases en dificultades, pero utilízalo como creas más conveniente, mi insensato amigo.

Le di las gracias y partí a entrevistarme con Sinqi Adad.

El condenado estaba sentado entre el barro, encadenado a una estaca metálica. Tenía los cabellos y la barba sucios y enmarañados y los brazos y espalda surcados por largos cardenales que le habían producido sus guardianes golpeándole con sus lanzas. Se veía débil y agotado. No solían malgastar los alimentos con los condenados a muerte, pero yo le llevé pan y vino, sin que nadie tratase de impedirme que lo introdujese en la empalizada.

Me arrodillé a su lado y le ofrecí la jarra y el pan. El hombre asió con manos temblorosas un pedazo de la hogaza, que comió ávidamente y tomó un trago de vino. Aún tardaría unos minutos en sentirse dispuesto a conversar, pero por fin, cuando hubo mitigado en parte el apremio del hambre, me miró e inclinó la cabeza suspirando.

—Gracias —dijo—. Me disgusta que te hayas afiliado al bando de Asarhadón, pero te lo agradezco igualmente.

—Siempre he manifestado con toda claridad que respetaría el derecho legal de sucesión: nadie tiene derecho a considerarse engañado por mí.

—Quizá no, pero los hombres siempre creen aquello que más les conviene.

Me sonrió, lo que en sus circunstancias era una notable manifestación de valor.

—¿En qué situación se encuentran en el otro lado? —indagué instintivamente.

—¿Situación? —Enarcó las cejas como si se preguntara que qué quería decir—. Tan mal como aquí; es más, peor.

Y con un amplio ademán de su brazo encadenado abarcó el perímetro de la empalizada.

—¿Cuándo crees que Asarhadón emprenderá la batalla? ¿Mañana? ¿Pasado? Saben perfectamente que si son capturados en ese infierno no habrá salvación para ellos. Cuando marché, los soldados ya estaban degollando a los oficiales. Sí, están muy mal.

—Entonces tal vez no se libre ninguna batalla. Quizá cuando llegue el momento, Asarhadón encuentre a sus enemigos de rodillas pidiendo clemencia.

—Antes no eras tan ingenuo, Tiglath —repuso mordiendo otro trozo de pan que devoró con ferocidad mientras me miraba como si hubiese deseado desgarrarme de igual modo el corazón—. Muchos preferirán hallar la muerte honrosamente en el campo de batalla que pasar toda una vida de servilismo sometidos a tu hermano y a los dioses de Babilonia. Yo fui bastante necio y débil para creer que podría salvar la vida sometiéndome: ya ves qué error he cometido. Y ahora voy a morir porque en una ocasión declaré abiertamente a tu hermano que no estaba capacitado ni para cuidar el palomar del rey y mucho menos para sustituirle. Otros mucho más valientes que yo no se enfrentarán al mismo sino.

De pronto dejó caer el pan en el suelo y se cubrió el rostro con las manos, estallando en agitados sollozos.

—¡Oh, que todo haya acabado de este modo! —exclamó por fin, enjugándose las lágrimas con los dedos y sonriendo incómodo—. Y lo más irritante es que ha sido por culpa de Arad Malik. ¿Quién podía desear que reinase semejante individuo? No es mejor que Asarhadón ni siquiera vale lo que él. ¡Pero, Nabusharusur…! ¡Oh, cómo maldigo el día que escuché a ese eunuco de lengua de víbora!

—¿Por qué? ¿Qué sucede con él? —repuse sin comprender nada—. ¿Qué tiene que ver Nabusharusur?

Sinqi Adad me asió del brazo con ambas manos, sacudiéndome como si pretendiera despertarme de mis sueños.

—Difundió por doquier la noticia de que Arad Malik te reservaba su puesto, Tiglath. Hizo creer a todo el mundo que emprendía esta revuelta en tu nombre.

Por último me soltó, dejando caer las manos en su regazo. Parecían haberle abandonado las fuerzas al reconocer el enorme error cometido.

—Ya te he dicho que los hombres creen aquello que mejor conviene a sus deseos.

Extraje del bolsillo de mi túnica la redoma que Kefalos me había entregado, ocultándola de modo que sólo fuese visible para Sinqi Adad.

—¿Qué es? —preguntó al parecer sorprendido.

—Tómatelo mañana antes de que acudan por ti.

—¿Qué es? ¿Un veneno?

—No…, no soy tan arrojado como todo eso. Si te proporcionase un veneno privaría al rey de su espectáculo y acabaría ocupando tu lugar en el suplicio. No, no es veneno.

—¿Qué es entonces?

—Elimina el dolor y el miedo y facilita el tránsito mortal Morirás, pero sin sufrimientos. Tómatelo exactamente antes de que acudan por ti, porque sus efectos no son muy duraderos y entierra el recipiente entre el barro cuando hayas concluido para que no pueda despertar sospechas.

Escondió la redoma entre sus harapos y volvió a cogerme del brazo.

—Te has arriesgado mucho, Tiglath… ¡Que los dioses te bendigan!

—Considéralo como mi rebelión contra Asarhadón. Lamento haberte defraudado, amigo mío.

—Nos hemos defraudado mutuamente; tú no eres peor que todos nosotros.

Nos despedimos y regresé a mi tienda, ocultándome de las miradas de los hombres. A la mañana siguiente no acudí a presenciar el final de Sinqi Adad, pero me informaron que murió como un valiente.

Aquella noche llegó un mensajero enviado por Arad Malik. Portaba un estandarte pidiendo tregua, y Asarhadón devolvió al emisario en un saco de cuero con cien cuchilladas, de modo que en su cuerpo apenas quedó una gota de sangre, haciendo saber así a los rebeldes lo que podían esperar de él.

Era evidente que si iba a producirse una batalla no tardaría en tener lugar. El propio Asarhadón se sentiría defraudado si no la había, por lo que llevó adelante sus planes. No fui convocado a las reuniones del estado mayor, pero un príncipe en desgracia nunca carece de medios de información, por lo que logré enterarme de que se habían dado órdenes de emprender la campaña al día siguiente, que sería el segundo del mes de Adar. Y además recibí instrucciones por medio de Sha Nabushu.

—Tú no vas a intervenir —me repitió—. No debes luchar ni siquiera como un vulgar soldado. La gloria de ese día debe corresponder totalmente al rey.

—Ya me lo habías dicho. Aunque no temas: no empañaré la luz gloriosa del señor Asarhadón. Estaré presente únicamente como observador, puesto que ésa es la penitencia, que creo debo ofrecer a aquellos que van a morir mañana; pero, ¿sabes?, me siento muy dichoso de no combatir en esa batalla. No tengo ninguna inclinación por el oficio de carnicero.

Sabía que aquella respuesta no le agradaría, pero no cabía duda de que Sha Nabushu aceptó mi explicación. Durante todo el día se oyeron rechinar las muelas. Todos sabíamos que mi hermano se había llevado consigo de Nínive un carro cargado de hachas y comprendíamos perfectamente sus intenciones.

Aquella noche Lushakin me invitó a su tienda, donde los oficiales veteranos del ejército del norte que al día siguiente lucharían a las órdenes de Sha Nabushu se entregaban a la bebida para aturdirse. No temían perder la batalla —en semejantes circunstancias a nadie se le ocurre que pueda encontrar la muerte ni siquiera por accidente—, pero el ambiente que se respiraba era propio de seres derrotados.

—El sobrino de mi esposa estaba en la guarnición de Nínive —dijo uno de ellos—, y no le he visto entre los desertores. ¿Qué voy a decirle cuando regrese a Amat?

—Tendremos que purificar nuestras armas y hacer sacrificios: esta clase de luchas no agradan a los dioses.

—Dicen que el señor Asarhadón se propone…

Levanté una mano para indicarles que no deseaba oír ningún comentario desfavorable sobre el monarca y todos guardaron silencio. Creo que también ellos me reprochaban en su más profundo interior haberles arrastrado a tan penosas circunstancias… Permanecí un rato en su compañía y me marché.

Y a la mañana siguiente, a la grisácea luz que precede al alba, creí que se me abría la cabeza con el estrépito de las trompetas.

—¿Por qué no me han despertado? —pregunté, saliendo atropelladamente de mi tienda a medio ajustar todavía el coselete de mi armadura de cobre—. ¡Y en nombre de la diosa Ishtar!, ¿puede saberse dónde está mi caballo?

El ordenanza movió apesadumbrado la cabeza como si le avergonzase que pudiese atribuirle tales inconveniencias.

—Se lo han llevado, rab shaqe —contestó—. En su lugar te dejaron una yegua parda, de la que no puede decirse gran cosa: está tan depauperada que sólo serviría para alimentar a los cuervos.

—¿Dices que mi caballo no está? —repetí, mirándole con ojos desorbitados por el asombro, incapaz de dar crédito a sus palabras—. ¿Que se lo han llevado?

—Sí, rab shaqe… Verás: es un animal fácilmente reconocible…

Naturalmente, debía haberlo supuesto. Asarhadón quería asegurarse de que, aunque decidiese seguir el proceso de la batalla a lo lejos, resultaría prácticamente invisible.

—Entonces ensíllame la yegua.

Realmente estaba tan enflaquecida que sólo hubiera servido para pasto de aves de carroña. Se podían contar sus huesos bajo la piel e imagino que si la hubiese obligado a emprender el galope habría caído desplomada. Sin embargo, puesto que no me proponía someterla a tales exigencias, bastaría para satisfacer mis necesidades. Era como la horma de mi zapato, porque ninguno de los dos estábamos en condiciones de intervenir en aquella guerra.

Emprendí la marcha siguiendo una sucesión de colinas de escasa elevación por donde no esperaba encontrarme con nadie, manteniéndome en un punto a cierta distancia entre el núcleo principal de soldados de infantería y las compañías de caballería que marchaban en vanguardia para provocar los contactos iniciales con el ejército de Arad Malik. Y puesto que el dios me convirtió en su testigo, describiré la terrible realidad de aquella jornada en la que presencié matanza tan monstruosa como inútil. Porque el enfrentamiento de Khanirabbat fue más bien una matanza que una simple batalla.

Faltaba una hora para la salida del sol cuando se produjeron las primeras escaramuzas. La caballería rebelde había tendido una emboscada y protagonizó un ataque contra los jinetes de Asarhadón, arremetiendo contra ellos como un solo hombre. Pese a que me encontraba a medio beru de distancia, a mis oídos llegaban sus gritos de guerra y por un momento pareció como si se hubiesen introducido entre las filas enemigas acaso logrando desperdigarlos y venciendo en su empeño. De todos modos, ¿qué pueden hacer trescientos hombres —en el caso de que fuesen tantos— contra cinco mil o cuatro mil? ¿Y cómo lograrían las abejas vencer a un solitario hurón que tratase de irrumpir en su colmena? La caballería real aplastó a los rebeldes rodeándolos, sin permitirles la huida. Al cabo de media hora la lucha había concluido y el suelo estaba sembrado con los cuerpos de caballos y hombres, moribundos y cadáveres de ambos bandos. Sin embargo no había duda acerca de quién sería el vencedor. Aquél era el último combate que la caballería realizaría durante la jornada. Los rebeldes habían perdido hasta el último jinete sobre la reseca hierba.

Dos horas después le llegó el turno a la infantería. Las tropas de Arad Malik, que contaban con veinticuatro o veinticinco escuadrones de batalla formados apresuradamente y procedentes de compañías debilitadas por las deserciones sufridas durante los últimos días, un total de efectivos que no alcanzaba los tres mil hombres, ni siquiera una quinta parte de sus fuerzas originarias, se disponían a enfrentarse al ejército de Asarhadón, que en aquellos momentos debía de contar con setenta mil u ochenta mil hombres.

No me molestaré en describir la táctica militar, ¿porque qué táctica puede emplearse cuando un hombre se enfrenta a veinte o treinta? Los rebeldes quedaron abrumadoramente aplastados por el contrario, aplastados, tal es el calificativo idóneo. Combatieron valerosamente, como es propio de quienes no tienen otra opción que escoger el modo de su muerte, pero luchaban sin esperanzas.

Hacia el mediodía todo había concluido, excepto la carnicería final. Hombres escogidos por Asarhadón se lanzaron al campo de batalla y remataron a hachazos a los heridos que encontraron y tomaron trofeos de los caídos. Seguidamente un carro recogió las cabezas. Los pocos que fueron tan necios o desdichados que siguieron con vida, aún se vieron tratados con menos consideración. Los oficiales fueron desollados allí mismo, atenazados en el suelo, en cualquier claro que encontraban, y despellejados como conejos.

Tuve ocasión de advertir que por lo menos cuarenta hombres siguieron ese destino y sin duda serían muchos más los que escaparon a mi observación. Los soldados fueron perdonados por el momento. Los rodearon y capturaron sin que tuviesen oportunidad de escapar. Según supe más tarde los obligaron a emprender la marcha desde el campo de batalla a Khanirabbat, distancia que corresponde a unos cincuenta o sesenta beru, que hombres bien preparados y pertrechados no habrían podido cubrir en menos de veinte días y que ellos debieron realizar sin facilitarles alimentos ni bebidas. Los escasos supervivientes de semejante prueba fueron condenados a trabajos forzados en la edificación de los muros de adobe del nuevo templo que Asarhadón destinaba al dios Marduk. Me pregunto si alguno de ellos sobreviviría a aquel verano.

Tal es lo que sucedió en Khanirabbat. Juro por los dioses de mis padres que ésta es la verdad.

Yo fui testigo de todo ello desde cierta distancia, felicitándome por no hallarme más próximo. A pesar de todo me reprochaba amargamente, porque me consideraba el verdadero culpable de tal carnicería. Los augures habían manifestado que Asarhadón debía reinar en el país de Assur porque tal era la voluntad de los dioses, y yo, que me resistía a desafiar al dios por el amor de una mujer, me había sometido a ello. No pretendo que mis motivos fuesen más nobles: Asharhamat era lo que más me importaba y renunciaba a ella sacrificándola a mi obediencia.

No obstante, ¿tal era la voluntad del dios? ¿Que sus hijos, los hombres de su nación, fueran entregados como festín de perros y aves carroñeras? ¿Había obedecido realmente o me había envanecido la nobleza de mi gesto al que había antepuesto todo lo demás? ¿Qué había hecho? ¿Había confiado la decisión de mi destino, el destino de miles de personas, quizá de toda la nación y del mundo entero, a las entrañas de una cabra?

Algunas impresiones perduran en la vida de un hombre: yo nunca podré olvidar la matanza de Khanirabbat ni mi sensación de culpabilidad y vergüenza. Aquel día el mundo cambió para mí y perdí para siempre la ilusión definitiva de la juventud: poder mantenerme siempre libre de pecado.

El resto del día hasta que desapareció por completo la luz y el campo de batalla empapado en sangre pudo por fin ocultarse con el decoroso velo de la oscuridad, salieron varias patrullas a escudriñar las colinas en busca de algún posible fugitivo de la venganza de Asarhadón. No creo que llegasen a escapar muchos, pero alguno sí logró burlar los grupos de esclavos y el hacha del verdugo. En cuanto a mi hermano Nabusharusur no murió en Khanirabbat, aunque por extraordinaria casualidad fui yo quien di con él.

Estaba a punto de ponerse el sol. Yo había ido paseando casi al azar, más que nada porque no podía digerir la perspectiva de regresar al campamento. No deseaba contemplar los rostros culpables de los asesinos a quienes había conocido toda la vida: prefería evitarles a ellos y a mí mismo aquella última humillación. De modo que dejé errar a su aire a la yegua parda, preocupándome únicamente de mantenerme alejado del campo de batalla.

Cuando pasaba junto a un enorme montón de rocas, colocadas una sobre otra como cebollas en un plato, me detuve un momento —aparentemente sin razón alguna— y eché un trago de la bota de agua que llevaba colgada de una cuerda en el hombro. No esperaba ni buscaba nada y, de pronto, percibí un sonido, débil pero identificable: era el arañazo del metal contra la piedra.

Me volví a mirar y no distinguí nada. Presté atención y no volví a percibirlo. No había nada: estaba seguro de ello.

Miré nuevamente en torno y por una de las profundas rendijas de aquel montón de rocas distinguí, tenue pero inconfundiblemente, el contorno de una figura humana agazapada y oculta, inmóvil como un cadáver.

Desenvainé la espada y, tras comprobar que no había nadie por aquellos alrededores, la devolví a su funda, sintiéndome como un necio.

—¡Sal, no tienes nada que temer de mí!

La figura se movió y gradualmente apareció a la confusa luz crepuscular la figura de Nabusharusur: era la última persona que hubiera esperado encontrar.

Se sentó en la boca de la hendidura, sosteniendo todavía la daga en la mano derecha y me miró con expresión mezcla de alivio y disgusto.

—¡Dices que no tengo nada que temer de ti! ¡Hermano, me maravilla que llegues a decir tales cosas, en broma o en serio! ¡Nada que temer de ti…, por los dioses!

Parecía agotado y, pese a las pulseras de oro que llevaba en los brazos, su aspecto era tan desastrado como el de un pordiosero. Sin embargo era el de siempre, sin que hubiese perdido un ápice de su orgullo.

—De modo que todo ha concluido —prosiguió—. Dame un sorbo de agua, Tiglath, como si fuera tu amigo.

Bebió con avidez y luego me tendió la bota, pero le dije que podía quedársela.

—Gracias. Y ahora hazme otro favor: mátame antes de entregarme a Asarhadón. Dile que me encontraste muerto.

—¿Dónde está Arad Malik? —le pregunté tanto para desviar aquel tipo de conversación como por curiosidad, ¿porque para qué iba a preocuparme Arad Malik?

—Desapareció…, huyó ayer. El cobarde ni siquiera aguardó a enterarse de la respuesta que daba Asarhadón a su oferta de rendición. No es preciso el cuchillo de un castrador para despojar a un hombre de su virilidad. ¿Están todos muertos?

—Casi todos. Y los que aún no han caído no tardarán mucho o tal vez preferirán haber perecido.

—Tras nuestra conversación en Amat comprendí que todo era inútil. Sabía que no te convencería porque durante toda tu vida sólo has escuchado esas voces que nadie más que tú puede oír y que te obstinas en considerar de inspiración divina. —Movió la cabeza con aire fatalista y de sus labios escapó un espasmo de amarga risa, como un grito de dolor—: Eres un cobarde, Tiglath, peor incluso que Arad Malik, que por lo menos supo demostrar cierto arrojo el día que encontró arrestos para matar al rey nuestro padre. Te sientes encadenado a antiguas fidelidades y al temor de que, en alguna ocasión puedas obrar de modo injusto simplemente porque responde a tus deseos. Desde que renunciaste a la señora Asharhamat te has obsesionado por mostrarte abnegado. Sabía que abrazarías la causa de Asarhadón.

—¿Por qué no huiste entonces?

—¿Como Arad Malik? —sonrió condescendiente como ante una broma de mal gusto—. Aunque sea un eunuco debes concederme cierta dignidad, hermano. No, yo desencadené este asunto y debo asumirlo hasta el final.

La sonrisa murió en su rostro, dando paso a una expresión de cansancio y resignación.

—Y ahora mátame. He fracasado, pero deseo evitar pagar por mi culpa y no estoy seguro de poseer el valor necesario para darme muerte yo mismo, Tiglath.

En lugar de ello desmonté de mi cabalgadura y puse las riendas en sus manos.

—Ya tengo bastantes cargos en mi conciencia —le contesté—. Además, te debo la vida por tu oportuno aviso sobre la esclava Zabibe. Llévate el caballo y huye…, nada hay que te lo impida, y en la oscuridad tienes muchas probabilidades de escapar. No te detengas ni siquiera un instante hasta que te halles lejos del alcance de Asarhadón.

Sin esperar a que repitiese mi oferta, saltó a lomos de la yegua y se colgó la bota del hombro.

—No creas que te estoy agradecido, Tiglath, hermano —exclamó, lanzándome una mirada llena de odio—. Ni pienses que con esto queda todo zanjado entre nosotros, porque me debes mucho más que tu miserable existencia. Si te hubieses convertido en nuestro aliado, esto no habría ocurrido. E incluso estás en deuda por todo cuanto aquí ha sucedido.

Di una palmada en la grupa del animal, que emprendió un ligero trote, y me quedé observando cómo Nabusharusur marchaba hacia un destino incierto, confiando que jamás volvería a verle.

Llegué al campamento de noche, guiándome por la pálida luz de las hogueras. En mi tienda encontré únicamente a Kefalos. En su rostro se leían las emociones y la resignación características de quien ha presenciado todos los horrores.

—Ha sido un día espantoso —explicó—: he sido testigo de demasiadas barbaridades.

—Sí, ha sido un día horrible. Yo mismo me siento hastiado de la guerra. ¿Qué te parece si volvemos a casa?

—¿A casa, amo? ¿Quieres decir a Amat?

—No, a «Los tres leones». Prefiero estar allí a aguardar en cualquier otro lugar a que Asarhadón decida mi suerte. Sólo necesitamos procurarnos unos caballos.

No aguardamos al día siguiente. Una vez concluida la batalla, Espectro reapareció atado ante mi estandarte y conseguí otro corcel para Kefalos. Emprendimos la marcha entre las sombras de la noche, alumbrándonos con unas farolas que colgaban de sendos palos. Después de cuanto había sucedido el camino en dirección sur nos pareció un agradable paseo.