Aquel verano y el otoño siguientes transcurrieron plácidamente, y si no felices por lo menos fueron satisfactorios. Cada día me entregaba a mis ocupaciones, pero la historia íntima de mi vida seguía siendo una página en blanco. Mi madre regresó a Amat, donde volvió a ocupar su lugar de señora del palacio del shaknu, y ella, Kefalos y mis amigos de la guarnición constituyeron prácticamente mis únicas relaciones. De vez en cuando acudía algún visitante, pero aquellas interrupciones eran breves y lo prefería así. No regresé a Nínive. Esporádicamente nos llegaban rumores de alguna que otra intriga, pero a tal distancia y con la ofuscación de mi mente, me resultó fácil ignorarlas. Cumplía con mis obligaciones y disfrutaba de mis pequeños placeres y el mundo, por su parte, prescindía ampliamente de mí.
Aquella situación daría un giro brusco y terminante el primer día del mes de Sebat con la llegada de un emisario enviado por el comandante de la guarnición de Nínive.
Llegó a última hora de la noche y, según me informaron a la mañana siguiente, su caballo cayó muerto de agotamiento en cuanto traspasó las puertas de la fortaleza. El oficial de guardia me indicó que su mensaje no podía esperar. Me despertó asustada una doncella y ordené que hiciesen comparecer a mi visitante en la cámara de audiencias de palacio.
Era un rab kisir, un hombre joven, sin duda hijo de alguna familia importante que había conseguido introducirle en el quradu como primer paso para seguir una distinguida carrera. Era bien parecido, estaba dotado de personalidad y de elegantes modales e indudablemente jamás había presenciado una auténtica batalla. Sin embargo, ello posiblemente no era culpa suya.
—Príncipe, debo comunicarte a solas mi mensaje —indicó, lanzando una sospechosa mirada a los oficiales que se hallaban presentes.
Ya le habían registrado y recogido su espada, por lo que yo no corría ningún peligro de sufrir un intento de asesinato, de modo que despedí a mis oficiales, advirtiéndolos que permanecieran al alcance de mi voz.
Me pregunté por qué me habría dado el calificativo de príncipe. El hombre había quebrantado la etiqueta militar al no dirigirse a mí designándome por mi cargo.
En cuanto nos quedamos solos apoyó una rodilla en tierra como si se encontrase en presencia del rey.
—El soberano Sennaquerib ha muerto —anunció sin levantar los ojos del suelo.
—¿Cuándo?
—Hace diez días.
—¿Por qué has tardado tanto? Un buen jinete puede hacer ese trayecto en cinco días desde Nínive.
—Ha habido disturbios en la ciudad y el comandante de la guarnición consideró más conveniente…
—¿Aguardar a que se aclarase primero la situación? Comprendo. Entonces el rey ha muerto y la situación es confusa. —Me esforcé por mantenerme inexpresivo. Mas ¿cuáles eran realmente mis sentimientos? Estaba impresionado. Pero ¿qué más sentía? Lo ignoraba—. ¿No pudo preverse con tiempo? ¿Sufrió mi padre algún accidente?
Antes de que levantase la cabeza comprendí la respuesta, la pude leer en su rostro.
—Señor…
—¡Habla!
—El rey fue asesinado.
Se había puesto en pie. Estuvimos largo rato en silencio ante la espantosa evidencia de que alguien —al menos por el momento una persona sin rostro ni nombre— se hubiese atrevido a levantar su mano contra el escogido de Assur. El propio hecho, absolutamente incomprensible, no dejaba lugar para nada más. No experimentaba dolor, temor ni ira. Aquellas emociones eran demasiado mezquinas para que pudiesen dominarme: me sentía como si la tierra se hubiese abierto bajo mis pies.
—¿Cómo sucedió? —pregunté finalmente, sorprendiéndome ante el sonido de mi propia voz—. ¿Dónde? ¿Cómo fue?
—Estaba entregado al culto en la casa de Shamash. Alguien, un desconocido, asió uno de los ídolos de madera de los dioses menores y lo utilizó para golpearle mortalmente.
Pensé que había sucedido como en mis sueños. Aquél era el futuro que me había sido revelado en la sagrada montaña de Assur y que entonces no había comprendido: mi padre aplastado por la mano del dios.
—Un acto impío… —fueron las únicas palabras que logré articular. ¿Quién sentiría tan poco temor de los cielos para hacer semejante cosa?—. Un hecho perverso e impío… ¿Quién puede haber sido capaz? ¡Habla, rápido!
Así al mensajero por el cuello de su túnica y le sacudí como un perro a un ratón.
—¡Quién! ¡Maldito seas! ¡Habla!
—¡Señor príncipe, no lo sé! Yo… no estoy seguro…
Sí, era evidente que lo sabía. Le solté y dejé que se aplacara la ira que me invadía.
—¿Quién? —repetí con más serenidad.
—Se dice que han sido tus reales hermanos Arad Malik y Nabusharusur…
Sí, naturalmente. ¡Qué idiota había sido al no sospecharlo! ¿¡Quién si no Arad, demasiado estúpido para comprender la enormidad de su crimen, y el inteligente e intrigante Nabusharusur, que no temía a dioses ni a hombres!? Naturalmente, aquellos dos… Sólo cabía sorprenderse que hubieran tardado tanto tiempo en actuar.
—¿Y se han producido disturbios?
—Sí, príncipe. La ciudad se ha sublevado. —Movía enérgicamente la cabeza como si deseara dar mayor énfasis a sus propias palabras—. El comandante de la guarnición te ruega que le des a conocer tus intenciones.
—¿Mis intenciones?
¿Qué quería decir aquel hombre? Me encontraba a casi treinta beru de distancia y en plena naturaleza. Hubiera tardado una semana en llegar a Nínive con un ejército. ¿Qué importancia podían tener mis intenciones?
Pero tal vez me estuviera comportando con torpeza, por lo menos eso era lo que reflejaba la mirada del rab kisir.
—Príncipe, quizá…. —Se interrumpió y aspiró profundamente como si estuviera preparándose para someterse a juicio—. Lo cierto es que Arad Malik amenaza con proclamarse rey. Tal vez ya lo haya hecho en estos momentos…, y si los rebeldes se ponen a sus órdenes… Príncipe, ¿crees que alguien desea ver a Arad Malik en el trono de Assur?
¿Cuáles eran realmente mis intenciones? Mientras el rab kisir aguardaba respuesta a esta pregunta consideré por vez primera la importancia que debía concederse en aquellos momentos a mis intenciones.
Porque, naturalmente, el comandante de la guarnición no simpatizaba con el marsarru —¿por qué no se me había ocurrido hasta entonces que Asarhadón ya debía ser rey?— y me estaba pidiendo que me autoproclamase. Según había oído hasta entonces se suponía que la guarnición se mantendría neutral sin apoyar la insurrección ni reprimirla hasta que recibieran mis noticias.
Por eso había enviado a aquel joven tan elegante, demasiado astuto para declarar abiertamente la situación, pero que no obstante aguardaba a que le informase de si yo estaba dispuesto a aceptar el apoyo del ejército y declararme rey.
Me estaban invitando a acaudillar la revuelta contra Asarhadón.
Y, desde luego, el rab kisir seguía esperando una respuesta.
—Puedes decir al comandante de la guarnición —comencé, ponderando cada palabra como si de ellas dependieran muchas vidas, lo que en mayor o menor medida era cierto—, puedes decirle que me propongo escribir una carta de pésame al señor marsarru, perdón al rey, en la que le brindaré toda la lealtad y obediencia que en justicia debe esperar de un súbdito y un miembro de su propia familia.
—¿Entonces no piensas…?
—No, no lo haré —repuse fijando en él una dura mirada que reflejaba asimismo el asombro que sentía ante su incomprensión—. Ahora bien, me propongo tomar las siguientes medidas: aconsejar al comandante de la guarnición la conveniencia de restablecer el orden en la ciudad de Nínive y arrestar a los traidores Arad Malik y Nabusharusur. De otro modo el señor Asarhadón puede obtener deducciones funestas para él.
—Comprendo. ¿No tienes otro mensaje, príncipe?
—No.
Ante aquellas palabras se cuadró y me saludó militarmente. A continuación giró sobre sus talones y salió de mi presencia. Ignoro qué sería de él porque jamás volví a verle.
Con toda probabilidad mis oficiales se encontraban detrás de la puerta esperando ser convocados a mi presencia, pero no lo hice. No estaba en condiciones de hablar con nadie, por lo que regresé a mis habitaciones y ordené que me sirviesen una jarra de vino. Necesitaba tiempo para pensar y serenarme.
¿Había obrado correctamente? Y, lo que era más importante, ¿me había comportado con prudencia? Aquellos interrogantes me perseguían y, sin embargo, seguía retornando siempre a la misma inevitable conclusión: que no me había quedado otra elección. Hubiera tenido que rebelarme contra la sucesión de mi hermano mientras vivió nuestro padre, cuando aún podía haber hecho prevalecer mi ascendencia contra Asarhadón de modo que nadie se hubiera atrevido a cuestionarla. En aquellos momentos únicamente cabía provocar una guerra civil y posiblemente la ruina del imperio. Hacía mucho tiempo que había tomado mi decisión y era demasiado tarde para rectificar.
Sin embargo, ¿qué sería de mí ahora que el rey había muerto? No abrigaba ilusión alguna acerca de Asarhadón… El hecho de no haberme unido a aquella insensata rebelión contra él no merecería su simpatía, por ello no me vería eximido. En el instante en que se sintiera con bastantes fuerzas para actuar, tomaría venganza contra mí por los errores que había cometido con el simple hecho de existir y ser el predilecto de nuestro padre.
Pero quizá no llegase nunca aquel momento. Tal vez reconsiderase su postura antes de volver a desafiar al shaknu del norte, el rab shaqe de un vasto ejército constituido por oficiales leales a su comandante. En Amat, tan lejos de Nínive y Kalah, tan remota de los consejos del estado, yo no era muy inquietante. Acaso prefiriese no correr el riesgo que implicaba satisfacer sus ansias vengativas y se conformase con dejar las cosas como estaban.
Esperaría. Escribiría una carta que expresase a un tiempo mi adhesión y lealtad y le recordaría, por si era necesario, que el ejército del norte no había pasado los últimos cuatro años muellemente atrincherado en los cuarteles. Veríamos qué respuesta recibía de mi hermano y cuál sería su proceder en tales circunstancias.
¿Y si Asarhadón fuese tan insensato que…? En tal caso no sabía cuál sería mi reacción.
El vino no me sirvió de ayuda. Bebí cuatro copas, una tras otra, y sólo conseguí verme obligado a vaciar mi vejiga. Cuando regresé a la cámara de audiencia mis oficiales seguían aguardándome.
—El rey ha muerto —les anuncié— y el señor Asarhadón reina actualmente en su lugar. Se han provocado algunos disturbios en Nínive, pero ello no nos concierne. Durante los próximos siete días guardaremos un período de luto… Mañana, cuando se dé a conocer la noticia en la plaza de armas, únicamente debe decirse que el rey ha muerto. Ahora podéis regresar a vuestros lechos.
Se marcharon sin hacer comentario alguno. Quizá esperaban algo más o tal vez pudieran interpretar el futuro mejor que yo y no les agradaba manifestarlo.
Salí al balcón de la parte oriental del palacio y observé que el cielo comenzaba a agrisarse tenuemente. Mi madre ya estaría levantada y debía ser informada.
Se echó a llorar: fue algo totalmente inesperado para mí. Se cubrió el rostro con las manos y estalló en llanto.
—Era mi señor —adujo cuando se agotaron sus lágrimas—. Era mi señor y el padre de mi hijo. Me resulta extraño pensar que ha muerto.
Estuve un rato sentado con ella y luego salí al jardín, donde únicamente se percibían los distantes rumores de las sirvientas trajinando en la cocina. Merope tenía razón: parecía extraño que el rey estuviera muerto. Había sido lo primero que se me había ocurrido tras considerarlo como un asunto de estado: era el hombre que me había engendrado y en aquellos momentos se convertía en polvo en su tumba. Permanecí sentado en un banco de piedra temblando como la cuerda floja en el arco tras haber arrojado su proyectil, dando rienda suelta a la tensión que hasta entonces me había dominado.
Durante los próximos días distintos mensajeros, en ocasiones oficiales, hombres que por una u otra razón habían abandonado su guarnición y que buscaban refugio en Amat, nos mantuvieron bien informados de los acontecimientos que se sucedían. Arad Malik se había proclamado rey y, lo que era más sorprendente, la guarnición de Nínive le había apoyado. Asarhadón había marchado a Assur para ocupar el trono y tanto aquella guarnición como la de Kalah le habían jurado adhesión. Mardin, Tishkhan y Samsat, entre otras muchas ciudades del oeste, donde la política propugnada por Asarhadón hacia Babilonia le hacían impopular, se habían unido a los rebeldes, pero todas las guarniciones del sur enviaban destacamentos para luchar en las filas del rey legítimo. Estallaría una guerra civil: yo no tendría nada que ver en ella, pero sucedería igualmente. Incluso era posible, algo que me había señalado alguno de mis oficiales, que hubiese podido evitarla si hubiese obrado de otro modo. Los hombres pueden actuar y pensar como deseen, pero al final los dioses imponen sus designios.
De modo que observaba el desarrollo de los acontecimientos a distancia. Como primer paso para reclamar su herencia, Asarhadón se trasladó a Nínive con un ejército de unos veinte mil hombres. Al verse tan superados en número, los soldados de la guarnición abandonaron su puesto y se refugiaron en una ciudad del Eufrates superior llamada Khanirabbat, donde los rebeldes estaban reuniendo sus efectivos. Según me dijeron, cuando Asarhadón ocupó el palacio de nuestro padre se podía cruzar el Tigris a pie enjuto, pasando sobre los cadáveres de aquellos ciudadanos de Nínive que había ordenado ejecutar por desleales.
La carta que dirigí al nuevo rey era muy discreta. Contenía elogios para el extinto soberano Sennaquerib, plácemes y juramentos de lealtad. No hacía ninguna alusión a la revuelta, ni aparecía en ella ningún ofrecimiento. Si Asarhadón necesitaba el auxilio de mi ejército en aquella guerra civil, sólo tenía que pedírmelo. Decidí aguardar hasta que me llamase: no pensaba arrojarme a los pies de mi hermano.
Sin embargo no recibí sus noticias. Transcurrió el mes de Sebat y Nínive seguía manteniéndose en silencio.
Yo salía casi cada día de caza. El suelo tenía una capa de hielo y escaseaban las piezas, pero era un modo de alejar de mis pensamientos la inminente tormenta y de estar a solas. Estaba cansado de sentirme observado por mis hombres, que me asaeteaban con sus interrogantes miradas, pareciendo preguntarme: «¿Qué piensas hacer, rab shaqe? ¿Qué harás?». Los venados de las montañas situadas al oeste del helado río no se cuestionaban su futuro ni el mío y apenas se dejaban ver.
Desde la época de mi convalecencia me había acostumbrado a comer al mediodía; la gente adopta fácilmente malas costumbres cuando se pasa el día tumbada en el lecho y le aconsejan que debe reforzarse; sin embargo era cierto que necesitaba recuperar algo de peso.
Un día dejé atado a Espectro y me senté tras un hueco formado por arbustos achaparrados y retorcidos por el viento. Me disponía a abrir la mochila y descubrir qué me había preparado mi madre para impedir que muriese de inanición y me entretenía mordisqueando una loncha de carne de buey curada y condimentada, cuando distinguí a un jinete solitario que se aproximaba hacía mí decididamente, aunque sin apresurarse, cubriéndose el rostro con la capucha de su túnica. El hombre obligó a detenerse su montura a unos veinte pasos y pareció dispuesto a aguardar tranquilamente hasta que yo diese señales de haberle visto. Iba desarmado y su aspecto no era amenazador.
—¿Deseas echar un trago? —le dije tendiéndole la bota.
El desconocido se quitó la capucha y me mostró su rostro: era Nabusharusur.
Confieso que me sorprendió su presencia. Me sonreía de un modo en él característico, carente de alegría, como si hubiese obtenido una victoria.
—Mis espías me informaron de que acudes aquí cada día —dijo—. Creí que valía la pena arriesgarse para sorprenderte a solas.
—¿Me has «sorprendido» entonces, hermano?
—Es un modo de hablar, Tiglath. Sólo deseo cambiar unas palabras contigo… ¿Me concederás eso por lo menos?
—Eres el asesino de nuestro padre y rey y un traidor a su heredero. Gustosamente te hundiría la espada entre las costillas.
—Sin embargo me escucharás, hermano…
—Sí, supongo que sí.
Desmontó y dejó caer las riendas en el suelo. Advertí que su caballo también estaba castrado, por lo que imaginé que debían compenetrarse perfectamente.
Se sentó a mi lado y de nuevo le ofrecí la bota, que aceptó bebiendo largamente. Después de todo nos conocíamos desde la infancia.
—Hace frío —dijo—. Quizá lo siento más que tú.
—También yo lo acuso. Se infiltra en mis heridas y me duelen.
—Dijeron que estuviste a punto de hallar la muerte.
Sonreía solícito y quizá, sin darse cuenta, con aire burlón. Sí, sin duda pensaba que estaba dando a aquel gran necio la oportunidad de envanecerse con sus historias de soldados.
Es un error manifestar tan profundo desprecio hacia los demás. Aguardé en silencio.
—Habrá guerra civil —comenzó por fin al ver que no estaba dispuesto a hablar—. Se librará una gran batalla tal vez dentro de pocos días. Asarhadón ya ha marchado hacia el norte. Si me hubieses escuchado, podía haberse evitado.
—Hubiera podido evitarse si no hubieses matado al rey, Nabusharusur. Si hubieses contenido tu mano, reinaría la paz y nuestro padre aún viviría.
—Era necesario y, además, yo no le maté… Estuve presente, pero fue Arad Malik quien le golpeó.
—Algo que nunca hubiese ocurrido si tú no le hubieses inducido a ello. Ahórrate palabras conmigo, hermano…
Me interrumpí para tomar otro trago, diciéndome a mí mismo que era inútil que perdiese mi autodominio.
—¿Por qué era necesario matar al rey? —pregunté finalmente cuando por fin logré dominar mi voz.
—Porque se había sometido a Asarhadón. Ya han comenzado a levantar las murallas de Babilonia: están reconstruyendo la ciudad.
—¿Y eso te preocupa? ¿A ti, tan poco temeroso de los dioses que puedes asesinar a un rey?
—Tienes razón. No temo a los dioses. —Nabusharusur hizo un leve ademán como desdeñando a todos los cielos—. No tiemblo ante los ídolos de madera. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Crees que los dioses existen, Tiglath? ¿Lo crees? —Se encogió de hombros indiferente—. Yo sólo creo en lo que puedo ver. Creo que las murallas de Babilonia se están levantando. Creo que el rey cedió sus poderes a Asarhadón porque era un anciano y ya no le importaba lo que pudiera suceder en el mundo, fuera de los jardines de su palacio. ¿Y quién si no tú tiene la culpa, hermano?
—¿Yo?
—Sí, tú. Al rey se le destrozó el corazón al ver que era Asarhadón y no tú quien debía sucederle.
—Y ahora coronarás a Arad Malik.
—Lo haré si es preciso. Arad Malik es preferible a Asarhadón, aunque sólo sea porque cumple mis órdenes. Y no es Asarhadón. Por ello le siguen los hombres, porque no es él.
—Y tú conseguirás que la nación guerree entre sí para instalar a un necio en el trono en lugar de otro.
—Si es necesario, lo haré. Eso depende de ti, Tiglath.
Se produjo una pausa inevitable durante la cual sólo tuve tiempo de preguntarme por qué estaba escuchando aquellas palabras. Pensé que tal vez fuese porque deseaba oírlas.
Nabusharusur, que era sumamente astuto, únicamente me dio tiempo para sugerirme aquel pensamiento y nada más.
—Los ejércitos se están concentrando al oeste de este lugar —prosiguió como si sólo se hubiese interrumpido para tomar aliento—. Las fuerzas están muy niveladas y se producirá una gran carnicería durante la batalla… y acaso después. ¿Recuerdas cuando éramos niños, Tiglath? Si Asarhadón no podía leer la lección arrojaba su tablilla contra la cabeza del viejo Bag Teshub.
—Sí, lo recuerdo.
—Nada ha cambiado. Cuando Asarhadón no comprende algo, lo destroza. No comprende esta rebelión ni las razones que la motivan y, si triunfa, destruirá media nación en salvaguarda de su orgullo. Además, como te he dicho, las fuerzas de los ejércitos están muy niveladas y nadie mejor que tú conoce lo que sucede cuando los hombres ahuyentan la piedad de sus corazones.
—No puedo hacer nada.
—¿Lo crees así?
Sentado en el frío suelo y con la bota entre las rodillas, me esforzaba por no pensar. Fijaba la mirada en un punto indefinido tratando de mantener la mente en blanco para que aquella víbora no infiltrase su veneno en mí. Me resistía a aceptar la culpa que trataba de atribuirme. Me negaba a admitirla…
Nabusharusur sonrió al parecer sabedor de cómo acabaría aquello.
—Son muchos los que siguen a Asarhadón sin realmente desearlo —prosiguió desviando su mirada—. Están indecisos porque no se atreven a inclinarse por Arad Malik sabiendo que es el asesino de su rey. Y, como te he dicho, la única ventaja con que cuenta éste es no ser Asarhadón. Pero si tú dices una palabra y te proclamas rey, aun en estos momentos, la fortaleza de Asarhadón se disolverá como el hielo en primavera.
—¿Y qué será de Arad Malik? ¿También él se disolverá?
—Yo me ocuparé de ese necio.
—¿Encontrarás a alguien que le dé muerte? —pregunté volviéndome para mirarle abiertamente y esforzándome por sonreírle de forma ambigua—. ¿Seguirá entonces los pasos del rey nuestro padre? ¿Y, después de él, a quién le tocará? ¿Tal vez a mí?
—Después de él no seré yo quien ostente el poder, sino tú, Tiglath.
—Sin embargo tú me harías responsable de la muerte de mi hermano…, de dos hermanos, Arad Malik y Asarhadón.
Nabusharusur se encogió de hombros con indiferencia.
—De todos modos han de morir dos. Tú debes escoger cuáles son; no importa lo que decidas. Serán Arad Malik y Asarhadón o Arad Malik y yo. No considero que la elección sea fácil, sólo que debes ser tú quien la tome. Nadie más que tú. Y no puedes evadirte porque también esta postura entraña una elección. Pero ante todo hay algo que debes considerar: si decides apoyar a Asarhadón, quizá también tú acabes con la cabeza entre los pies. Asarhadón te odia ¿o quizá lo has olvidado?
Se levantó y sacudió la tierra de sus ropas con aire despreocupado, como si todo aquello no le importase en absoluto.
—No es necesario que me respondas ahora, hermano —dijo—. Piénsalo y cuando te vea en el campo comprenderé qué camino has tomado…, si llegas a decidir algo.
Y sin añadir palabra montó en su caballo y se perdió en la distancia.
Y finalmente, casi en el último momento, recibí respuesta de Nínive. No iba dirigida a mi nombre, sino encabezada al comandante de la guarnición de Amat y shaknu de las provincias del norte, ni era en modo alguno lo que yo esperaba.
El rey ordena que se organice un ejército de veinticinco mil hombres procedentes de las fortalezas de Amat, Zamua y Namri, y que estas fuerzas se dirijan inmediatamente a la ciudad de Kalah, en la provincia de Gozan, donde deberán incorporarse al ejército que se encuentra bajo el mando del propio soberano. Todo esto debe tener lugar antes del último día del presente mes.
Nada más. El escrito no acusaba recepción de mi carta ni mencionaba o sugería en ningún momento que yo fuese algo más que uno de tantos oficiales anónimos al servicio del rey. El comunicado estaba firmado por un tal Sha Nabushu, que me resultaba desconocido.
Apenas podía creerlo. Era evidente que Asarhadón pretendía insultarme, pero si con ello se proponía impulsarme a los brazos de sus enemigos, no podía haber encontrado mejor medio. No me sorprendía que mi hermano deseara manifestarme su desprecio, pero aunque hubiese sido por simple prudencia debía haber disimulado sus propósitos durante algún tiempo.
Pedía veinticinco mil hombres, más bien los exigía. Veinticinco mil hombres dejarían las guarniciones del norte peligrosamente vacías, mas ante la perspectiva de una guerra civil, aquello no parecía importarle a Asarhadón.
Envié emisarios al punto, convocando las fuerzas exigidas para que acudiesen a Amat a marchas forzadas, aunque no tenía ninguna idea de lo que haría con ellas cuando llegasen.
Tales asuntos no pueden permanecer mucho tiempo en secreto en una guarnición de soldados y, al anochecer, probablemente no había nadie en Amat que ignorase la llegada de la carta de Asarhadón. Y, como siempre, en los ojos de todos se leía la pregunta: «¿Qué vas a hacer ahora, rab shaqe? ¿Qué piensas hacer?».
Sin embargo, alguien dejó oír su voz suponiendo que sus consejos serían escuchados y, como es natural, éste fue Kefalos.
—Ahora sólo te quedan dos posibles vías de acción —dijo una vez hubo despedido a las esclavas que nos sirvieron la cena.
Me había invitado hacía dos horas a pasar la velada con él de modo que sus intenciones eran bastante evidentes.
—La orden del señor Asarhadón significa que no puedes seguir en Amat manteniendo tu neutralidad. Si así lo haces, sea quien sea el vencedor serás un traidor y, si vence tu hermano, sin duda dirigirá su ejército contra ti en cuanto haya acabado con los rebeldes y supongo que sus fuerzas superarán en mucho a las tuyas.
—Sus tropas estarán agotadas y debilitadas, mientras que las mías se encontrarán frescas. Además, Asarhadón tiene escasa experiencia en el mando. No me asustaría enfrentarme con él en el campo de batalla, aunque se presentase con cincuenta mil hombres.
—Por tu boca se expresa el orgullo herido, pero sabes que tus palabras son vanas. Además, nunca someterías a la nación a dos guerras civiles, una tras otra. No, debes escoger ahora.
Asentí cansadamente contemplando mi copa de vino y hastiado de la vida.
—Así es —repuse—. Todo cuanto dices es cierto.
—¿Qué harás entonces? En tus manos está el fiel de la balanza. El bando por el que te inclines triunfará. Puedes conseguir que reine Asarhadón o pasarle una anilla por los labios y conducirlo a rastras a Nínive detrás de tu carro. ¿Qué piensas hacer?
Siempre volvíamos a la misma cuestión. «¿Qué harás, rab shaqe?¿Qué harás?».
—Debes tener presente que, si te decides por Asarhadón, te encontrarás en el mayor peligro, amo: tu hermano no te demostrará ningún agradecimiento.
—Hace pocos días me dijeron lo mismo.
—Entonces alguien más que tu pobre esclavo comprende la realidad. No sé si Asarhadón exigirá de ti hasta el último aliento, señor, pero sí estoy seguro de que tratará de hacerte la vida imposible. Tú y tus amigos se encontrarán en dificultades.
Se acarició la gran barba cobriza y me miró con expresión suplicante… Comprendí perfectamente lo que quería decir.
—Además —prosiguió irguiéndose y bebiendo un trago como si se tratase de asuntos que no nos afectasen en absoluto—, tú serías mejor rey que Asarhadón. Si reinase tu hermano, el gobierno estaría en manos de adivinos y magos… y de la señora Naquia. Tú, por lo menos, eres medio griego y, por tanto, menos proclive a sus supersticiones.
—¿Quieres decir? —repuse riendo inconteniblemente—. Es voluntad divina que Asarhadón suceda a Sennaquerib en el trono de Assur. Ésa es la única realidad a la que siempre me veo obligado a volver.
Kefalos se inclinó hacia mí y me puso la mano en el brazo.
—Si es así, señor, no nos queda esperanza alguna.
A la grisácea luz del alba contemplé las compañías reunidas en el patio de armas. Dieciocho mil hombres. En la guarnición únicamente quedaría una reserva de quinientos hasta que llegasen los refuerzos de Zamua y Namri, y siete mil de ellos se incorporarían inmediatamente a nuestras filas para emprender la marcha hacia Kalah. Incluso nos acompañaba Kefalos, aunque le había redimido de su condición de esclavo y había dispuesto que se trasladase en una caravana de mercaderes que le dejaría muy lejos del alcance de Asarhadón. Pero se empeñó en acompañarme.
—Mis recientes aventuras me han enardecido para la lucha armada, señor y, además, si te sientes inclinado a cometer esta locura, no puedo privarte de mis consejos.
Sonreía con aire indiferente y miraba en torno como si se despidiese del mundo. En aquel momento se encontraba en un carro de suministros, ahogando su terror con una jarra de vino. Probablemente sería yo el instrumento de su muerte. Sin embargo, jamás servidor alguno había sido más leal a su amo.
Era un frío y desapacible amanecer. La nieve se había helado en el suelo. No era una época propicia para emprender una campaña militar, pero en la mente de los soldados ninguna estación es buena para luchar y aquellos hombres no iban a combatir entre bárbaros que vivían en tiendas, sino a enfrentarse a sus propios hermanos: en sus rostros se leía la desesperación que inspira una guerra civil.
—Es una fecha aciaga la que nos obliga a separarnos —dijo mi madre, que estaba a mi lado y se cubría con una capa forrada de piel—. Temo que obres erróneamente, Lathikadas.
—¿Luchando por Asarhadón? Sí, Merope, sé que actúo equivocadamente, pero en este caso, haga lo que haga, obraré mal, al igual que si me abstengo de intervenir.
—¿No hay modo de volver atrás?
Se volvió a mí para formularme esta pregunta cuya respuesta conocía tan bien como yo con los ojos llenos de lágrimas. No respondí, me limité a darle un abrazo. Sus amargos sollozos me recordaban aquel día en que siendo un niño abandoné el gineceo para siempre, sometiéndome a los deseos del rey. ¿Era tan diferente entonces?
—Has sido un gran hombre en el país de Assur —dijo por fin—. Tu dios ha cumplido su promesa. Pero me asusta pensar en el futuro.
—Merope, he ido muchas veces a la guerra. Intenta tranquilizar tu ánimo.
—No encontraré la paz porque algo en mi interior me dice que jamás volverán a contemplarte mis ojos.
¿Qué podía decirle si sabía que aquel mismo mes mi hermano Asarhadón podía decapitarme con su propia espada? Las palabras del maxxu resonaron nuevamente en mi cerebro, anunciándome que había llegado el tiempo de las despedidas. No me atreví a decírselo: no podía hacer otra cosa que guardar silencio.
Ni siquiera podía aconsejarle que huyese si me mataban porque ya había dicho que no lo haría.
—Si mueres, ¿qué puede importarme lo que me espere? —había dicho.
Aunque quizá la cólera de Asarhadón no alcanzase a mi madre: debía conformarme con abrigar aquella esperanza.
La besé por última vez y me separé de ella. Había dejado de pertenecerle o pertenecerme, a partir de entonces me debía al dios y a un hermano que me odiaba.
—¡Adiós! —me despedí.
No olvidaré mientras viva la expresión de su rostro en aquellos momentos.
Monté en Espectro y atravesé las puertas de la fortaleza seguido de mala gana por el ejército del norte. La multitud que se había congregado a ambos lados del camino para despedirnos estaba silenciosa. Mi madre tenía razón: era un día aciago.
Y entre la multitud distinguí por un breve instante un rostro que en seguida desapareció: el rostro curtido de un anciano cuyos ojos estaban muertos a la luz. Sin embargo, en el momento en que la visión se extinguió, antes de que pudiese darme cuenta de que se había perdido, me pareció que sonreía burlándose de mí porque no podía ver con sus ojos.