Había abrigado la esperanza de que una vez que Daiaukka cayese en mis manos podría convencerle para que pidiese la paz. No era muy razonable esperar semejante cosa, puesto que cualquiera aceptaría unas condiciones decentes a cambio de su vida, pero una vez esta esperanza había resultado inútil un comandante más inteligente que yo hubiese ordenado que el shah-ye-shah encontrase la muerte discretamente, manteniendo así la ficción de que había sucumbido en combate. Los medas lo habrían preferido porque hubieran podido atribuirle la pérdida de la guerra y en años sucesivos se hubiese convertido en un héroe, un mártir cuyo recuerdo utilizarían como símbolo para convocar a las masas cuando se sintieran con bastantes fuerzas para volver a desafiarnos y, por lo menos durante algunos años, aquella situación sería ventajosa para mí, puesto que en mi calidad de conquistador me habría convertido en el heredero del considerable prestigio bélico de Daiaukka. Esto habría representado un pobre consuelo en sustitución del subordinado, humilde y desacreditado hombre de paja en que le hubiese convertido en vida —me pregunto cómo pude imaginar que Daiaukka permitiría ser utilizado para tal fin—, pero habría servido de algo. Lo cierto es que debía haberle cortado la cabeza cuando aún le tenía en mi poder.
En lugar de ello cometí el mayor error de mi vida facilitando a mi más implacable enemigo la oportunidad de desafiarme públicamente, enfrentamiento al que no pude negarme: una vez formulado el reto me era imposible ordenar su ejecución a riesgo de aparecer como un cobarde ante el más importante de todos los públicos: sus desmoralizados y derrotados seguidores.
Se trataría de un enfrentamiento individual en el que opondría mi sedu protector a la renovada magia de su nombre y donde mi rival nada tenía que perder. El shah-ye-shah me había metido en un callejón sin salida porque él percibía con meridiana claridad algo que yo por un momento había llegado a olvidar inexplicablemente: que aquella guerra no concluiría con una batalla y una victoria y que la táctica e importancia de los ejércitos importarían menos en último término que las leyendas que rodean a los individuos.
Y yo había dado a Daiaukka la oportunidad de crear una leyenda que su pueblo atesoraría hasta el final de los tiempos.
Pero aún faltaban tres días para que tuviera lugar nuestro encuentro definitivo. Presté un caballo a Daiaukka con el que marchó hacia algún lugar de las colinas sin preocuparme adónde se dirigía porque estaba convencido de que regresaría. No me haría el enorme favor de huir porque era un hombre al que no le asustaba la muerte.
Y yo no podía decir lo mismo. Un duelo, en el que debe morir un hombre para que viva otro, es más terrible que cualquier batalla porque en ésta el peligro es menos personal. Ninguno de tus enemigos tratará únicamente de matarte a ti, y es raro el día en que muere la mitad de los hombres que están combatiendo. Y no me avergüenza confesar que temía a Daiaukka por su valentía, fortaleza y astucia y porque desde su juventud se había entregado a una existencia de guerrero. Para no temerle habría sido preciso no tener ojos que vieran ni cerebro que pensase, y yo no era tan insensible como un madero, por lo que me sentía lleno de temor.
Pero al fin y al cabo aquélla era una preocupación que yo me había buscado y que debía sufrir a solas. El ejército consideraba la cuestión como si se tratase de una importante competición deportiva y, según me dijeron, se cruzaban importantes apuestas.
Durante mis tres días de gracia me reuní con mis oficiales y elaboramos planes para nuestra retirada. Nos proponíamos establecer una guarnición en un lugar llamado Zakruti, no demasiado lejos de nuestras propias fronteras, donde dejaríamos tres mil hombres, y los demás regresaríamos a Amat y a las guarniciones de Zamua y Namri. Todo ello se haría tanto si triunfaba Daiaukka como yo, porque la fortuna de la guerra no depende de la vida de un solo hombre.
La noche previa al regreso de Daiaukka el señor Tabiti, que se daba a sí mismo el título de hermano mío, acudió a mi tienda con los cráneos humanos que le servían de copas y con una bota de safid atesh bajo el brazo.
—Los medas se embriagan con haoma para cobrar fuerzas, pero esto es mejor —dijo llenando una de las copas y tendiéndomela mientras la sostenía por las cuencas de los ojos—. Toma y bebe. Sé que no te agrada su sabor, pero necesitas algo y el vino te aturdirá los sentidos para mañana. ¡Bebe!
—¿Tan evidente es entonces el miedo que siento?
—No. Lo disimulas como el mejor, pero no necesito que me expliquen qué sensación es esa que hiela las entrañas. ¿Quién no ha tenido miedo alguna vez?
—Quizá Daiaukka. —Tomé un trago de safid atesh y no pude reprimir una mueca: no era fácil acostumbrarse a aquel sabor—. Supongo que tal vez Daiaukka no sentirá miedo.
—En tal caso no es un hombre de carne y hueso y, de ser así, puedes matarle valiéndote de cualquier medio sin que se empañe tu honor, porque estarás librando al mundo de un demonio. Dime: ¿has combatido alguna vez de ese modo?
—No.
No me pareció prudente mencionar el incidente sufrido con Asarhadón y en realidad ambos casos no tenían nada en común.
—Entonces debes saber que Daiaukka espera enfrentarse contigo a caballo, armado tan sólo con una lanza y una espada corta. Tal es el modo en que luchan las tribus de estos lugares, los cimerios, los escitas y esos perros medas… Nadie comprendería que rechazases semejante forma de lucha y todos te creerían un cobarde si lo hicieses. Te he visto montar a caballo y te desenvuelves bastante bien para haber nacido entre los muros de una ciudad, pero, comparado con los hombres de esas tribus, no eres muy experto.
—Gracias. Sin duda eres mi amigo, puesto que te refieres a mí en términos tan amables.
—No debes sentirte ofendido porque no digo nada que ignores y lo hago por tu propio bien. Daiaukka es un magnífico jinete. Mientras esté a lomos de un caballo, te hallarás en desventaja. Recuérdalo.
Por entonces yo ya había bebido mucho porque deseaba tranquilizarme, pero comprendía perfectamente que Tabiti me estaba diciendo la verdad.
—Los medas tienen en gran consideración a los caballos: recuérdalo también… Daiaukka cuidará mucho de no herir tu montura, porque provocar la muerte de esos animales sería un sacrilegio por el que debería rendir cuentas a su dios. Sin embargo, tú no te hallas sujeto a tal prohibición.
—¿Qué me sugieres?
—Mata su caballo en cuanto te sea posible. Oblígale a luchar en el suelo, donde por lo menos te encontrarás en igualdad de condiciones. Si fueses vencido, ¿consolaría tu espíritu que fuese yo quien diese muerte a Daiaukka?
—No.
—De todos modos lo haría para quedarme tranquilo. Te considero mi hermano, y si alguien te quitase la vida se convertiría inmediatamente en mi enemigo. Sí, creo que de todos modos le mataría para tranquilizar mi conciencia. Pero en consideración a su delicado sentido de la propiedad lo haría hábilmente siguiendo la costumbre de los Scoloti, le invitaría a cenar y le daría un veneno lento para que nadie pudiese saber que había muerto a mis manos.
—No debes hacer eso, Tabiti, hermano mío. No es un final digno de tal hombre.
—Entonces, si tanto te preocupa, debes matarle tú mismo, señor Tiglath Assur —repuso Tabiti, sonriendo con la astucia de un peligroso animal—. Ahora tengo que partir…, pero recuerda lo que te he dicho: debes dar muerte a su caballo.
Y partió dejándome la bota de safid atesh.
Aquella noche la pasé sentado, a la luz de una lámpara de aceite para alejar los espíritus y tan sólo bebí lo suficiente para aturdir mis temores y evitar sumirme en mis pensamientos. Nadie se acercó a mi tienda durante todas aquellas horas, aunque ignoro si sería porque habían recibido órdenes en tal sentido o porque mis hombres consideraban que me perseguía la mala suerte y rehuían mi compañía. En cualquier caso, me sentí satisfecho de que así fuese porque prefería estar solo.
Por fin llegó la mañana y con ella Daiaukka acompañado de un reducido grupo de sus partidarios, unos trescientos hombres armados, que pidieron autorización para presenciar el duelo a fin de comprobar por sí mismos que si su shah-ye-shah sucumbía había sido en honrada lid, sin sufrir traición alguna, aunque no fueron ésas sus palabras, puesto que no pretendía mostrarse descortés, pero creo que deseaba asegurarse a sí mismo de que, en el caso de que resultase vencedor, dispondría de algún medio que le permitiese abandonar con vida el campamento. No tuve nada que objetar porque aquellas precauciones eran muy razonables.
También le acompañaba su hijo Khshathrita. El muchacho cabalgaba junto a su padre y, pese a su juventud, me observaba abierta y varonilmente con sus grandes y graves ojos negros, mientras Daiaukka y yo fijábamos los últimos detalles.
Acordamos que lucharíamos en una angosta planicie existente entre los terraplenes de mi campamento y que él se situaría en la parte norte y yo en la sur, para que ninguno de nosotros contase con la ventaja de tener el sol a sus espaldas. Daiaukka iría armado con una lanza de unos cinco codos de longitud y yo llevaría mi jabalina. Además, ambos nos protegeríamos con un pequeño escudo redondo y un espadín no mayor de un codo.
Daiaukka no montaba el caballo que yo le había facilitado, sino el espléndido semental negro que yo ya conocía de otras ocasiones, por lo que llegué a la conclusión de que, por las razones que fuese, no lo había utilizado durante la batalla. En cuanto a mí, iba a lomos de Espectro, el cual, pareciendo intuir que aquella mañana sería testigo de un enfrentamiento mortal, relinchaba y escarbaba la tierra con sus cascos como si le consumiera la ira.
Aunque debían haberse congregado unos cuarenta mil hombres entre medas, escitas y soldados de Assur para presenciar el encuentro, el único sonido que se percibía era el silbido del viento sobre nuestras cabezas. Nadie hablaba, reía ni carraspeaba siquiera. No pude menos que pensar que parecía como si yo ya hubiese muerto.
Avancé hasta el punto de partida a lomos de mi caballo. Daiaukka me aguardaba en el otro extremo del campo y, cuando me detuve frente a él, levantó su lanza a modo de saludo. Le respondí alzando mi jabalina para hacerle comprender que ya estaba preparado.
Uno de sus hombres acudió al centro del campo exhibiendo un estandarte blanco que dejó caer en el suelo, señal convenida para dar comienzo la lucha, y seguidamente acudió a reunirse con sus camaradas: aquélla era una cuestión que únicamente debía dirimirse entre el shah-ye-shah y yo.
Permanecimos inmóviles unos instantes, en los que casi creí inimaginable que aquello fuese a suceder y, de pronto, Daiaukka espoleó a su caballo, que emprendió un corto galope. Seguí su ejemplo sometiéndome a la voluntad de los dioses: era imposible retroceder.
¿Qué haría mi adversario seguidamente? ¿Cómo se desarrollaría la lucha a lomos de un corcel? Es indudable que, en tales circunstancias, un proyectil tiene escasas probabilidades de acertar en el blanco. Yo me había ejercitado en diversas técnicas bélicas, pero desconocía semejantes habilidades. Tendría que aguardar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.
No hubo que esperar mucho tiempo. Daiaukka fue ganando rápidamente velocidad y se acercó a mí. Por fin, cuando apenas nos separaban cincuenta pasos, hizo descender la punta de su lanza apuntando contra mi pecho.
No tenía tiempo para apartarme de su trayectoria ni contaba con otra defensa que el escudo que llevaba en el brazo izquierdo. El arma atravesó las distintas capas de piel curtida como si fuese el tejido más sutil. Al cabo de un segundo, cuando Daiaukka pasaba vertiginosamente por mi lado, el escudo cayó rodando por los suelos como el aro de un tonel y la sangre manó de mi hombro, aunque milagrosamente seguí manteniéndome a lomos de mi montura. Me enderecé trabajosamente y me volví mientras sonaban en mis oídos las risas de los medas.
Daiaukka no tenía prisa. Galopó lejos de mí y luego redujo su marcha hasta girar en redondo. Actuaba con calma y deliberación, perfectamente consciente de que había sido el primero en derramar la sangre del contrario y que disfrutaba de ventaja sobre mí. Apoyó la mano en su cadera y me observó con cierto desprecio.
Aquello me enfureció… y fue muy conveniente para mí porque necesitaba algún estímulo que me hiciese reaccionar.
La herida del hombro me escocía muchísimo, pero no parecía que el brazo fuese a envararse. Comprendí que no me causaría la muerte si antes no la recibía de manos de mi enemigo y también decidí que no le daría tal oportunidad.
Había llegado mi ocasión de arremeter contra él. Blandí mi jabalina, y cuando le tuve a mi alcance la lancé contra Daiaukka, desviando rápidamente a Espectro, hacia la derecha para evitar la lanza del meda. Pero fallé el tiro y el arma voló inofensivamente por encima de su hombro y se clavó en el suelo. Pasé corriendo por su lado y me incliné para recogerla.
Pero mi adversario no pensaba darme la oportunidad de recuperarla. Cuando ya tenía la jabalina en la mano oí a mis espaldas el sonido de los cascos de su caballo y conseguí salvar la vida arrojándome al suelo. En cuanto Daiaukka comprobó que le había esquivado, obligó a detenerse a su corcel y le hizo girar en redondo sin apenas darme a tiempo a montar de nuevo en Espectro e intentar retirarme.
Los medas volvieron a reírse, esta vez más ruidosamente. El silencio de mis soldados evidenciaba de modo harto elocuente cuan avergonzados se sentían de mí.
Al caerme se había agrandado mi herida de la que manaba abundante sangre sobre mi brazo sucio de polvo. No tenía tiempo para vendarla porque Daiaukka ya estaba tomando posiciones y se disponía a volver a la carga. Intenté levantar la mano izquierda sobre el hombro y sentí un ramalazo de dolor como si alguien estuviera echándome arena en la carne viva.
Espectro relinchó ruidosamente y se levantó sobre sus remos traseros…, por lo menos él no parecía dispuesto a hacer concesión alguna.
Di un amplio rodeo tratando de establecer cierta distancia entre Daiaukka y yo y seguidamente, cuando consideré que disponía de cierto espacio para maniobrar en el momento en que tuviera que repetirse el encuentro, permití a Espectro que se adelantara.
Nuevamente le tuve a tiro. Volví a arrojarle el arma, que una vez más erró su objetivo, acaso sorprendiendo al negro semental porque Daiaiukka también había fallado el blanco proyectando demasiado tarde su lanza para poder alcanzarme.
Sin embargo ya no éramos únicamente los hombres quienes guerreábamos sino también los caballos. Los dos enorme brutos se embistieron de frente y todos caímos por el suelo, hombres y bestias. Me puse en pie rápidamente y desenvainé la espada, esforzándome por escudriñar entre las nubes de polvo para averiguar qué había sucedido. Por fin logré distinguir a Daiaukka, que también empuñaba su acero. Los caballos, encabritados, se interponían entre nosotros, golpeándose mutuamente con sus cascos como si hubiesen asumido por su cuenta la lucha de sus amos. Era un espectáculo salvaje y durante unos momentos ambos adversarios nos limitamos a observarlos, inmovilizados por el terror.
Aquello no podía continuar. Corrí en busca de mi jabalina y conseguí recuperarla antes de que Daiaukka me alcanzase. Al verme nuevamente armado echó a correr tras los caballos. Era evidente que no pensaba arrojarme su lanza ni deseaba interponerse en mi camino.
Silbé llamando a Espectro, que acudió remoloneando con el pecho ensangrentado por las heridas que le había infligido su rival.
En esta ocasión tenía tiempo de volver a montar en él porque Daiaukka aún no había alcanzado su negro semental, pero aguardé un instante pensando que en aquel momento me sería fácil eliminar a su montura. Un caballo no es como un hombre y no piensa en escabullirse, me bastaba con levantar la jabalina y lanzarla.
«Mata su caballo —me había dicho Tabiti—, y oblígale a luchar en el suelo, donde por lo menos os encontraréis en igualdad de condiciones».
Era un excelente consejo, pero ¿con qué lucharía entonces? Sólo contaría con mi espada y Daiaukka dispondría de dos armas, lanza y espada. ¿Acaso sería ello preferible?
Volví a montar a lomos de Espectro preguntándome si no habría cometido un error.
De nuevo nos encontrábamos frente a frente. Aguardé a que Daiaukka cargase contra mí, preguntándome qué esperanzas cabía abrigar de esquivarle en aquella ocasión, pero me pareció que vacilaba. ¿Por qué? ¿Qué pensamientos cruzarían por su mente? Ni siquiera podía imaginarlos.
De pronto comprendí qué sucedía. Su corcel avanzaba cabrioleando con la impaciencia características de tan magníficos brutos, pero sus movimientos eran torpes. En su pecho aparecían varias heridas de las que manaba abundante sangre, por lo que comprendí que Espectro, más afortunado que su amo, había conseguido por lo menos dejar malparado a su enemigo.
Daiaukka, al darse cuenta de que su montura estaba herida y acaso comenzando a sentir recelos, parecía indeciso y trataba de ganar tiempo para que el corcel recuperase el aliento sin apartar un instante la mirada de la punta de mi jabalina.
Mas no tenía por qué preocuparse porque no iba a lanzarla debidamente. Aunque parecía haber mejorado, aún no había adquirido la destreza necesaria para acertar con ella a lomos de un caballo. Y aunque alcanzase mi objetivo después de dos o tres intentos, sería únicamente por pura casualidad, lo que me parecía una contingencia muy aventurada en que basar la propia supervivencia: sin duda que Daiaukka acabaría conmigo en la próxima acometida o en la siguiente.
Sin embargo ¿qué otra opción me quedaba? Apearme de mi montura significaba arriesgarme a recibir el primer impacto. Había alcanzado el corazón de muchos jinetes con mi jabalina, pero siempre en el transcurso de una batalla en la que múltiples armas apuntaban a un mismo objetivo. Daiaukka no tenía a otro enemigo más que a mí, por lo que no me perdía de vista ni un instante. Podía esquivarme, mudar rápidamente de dirección y eludirme hábilmente y, por último, incitarme a asestarle el impacto definitivo y, cuando lo hubiese hecho y no me quedase más arma que mi espadín, me obligaría a desmontar, humillándome en el polvo para acabar conmigo a su comodidad. No, no me decidía a abandonar mi caballo.
Mi enemigo ya estaba dispuesto: lo comprendía por la rigidez de sus hombros y por el modo en que deslizaba su mano por el asta de la lanza. Se disponía a atacarme y no me quedaba otra opción que aguardar su embestida, tratando a mi vez de acertarle a su paso.
Di rienda suelta a Espectro, que estaba más impaciente que yo, e intenté adaptarme al ritmo de su galope entre el confuso sonido y el traqueteo que producían sus cascos sobre la tierra. Tenía que simultanear mi ataque, escoger el momento oportuno en aquellos instantes en que parecíamos volar juntos por los aires.
Daiaukka se precipitó por la llanura como una fuerza ciega e incontrolable de la naturaleza, apuntándome con su lanza al tiempo que yo proyectaba mi jabalina hacia él con excelente puntería, cayendo sobre mi enemigo como una ave de presa. Pero Daiaukka previó oportunamente mi ataque y se cubrió con el escudo y la jabalina chocó contra el borde, desgarrándolo con su broncínea punta.
Había errado de nuevo, pues el proyectil rebotó por los suelos y se deslizó como una serpiente.
Me había demorado en exceso y no pude escapar: la lanza de Daiaukka me acertó en el costado. Sentí un doloroso desgarrón y la quemadura producida por la herida. Me retorcí, el asta se rompió y caí en el suelo entre angustiosos espasmos con una enorme hendidura en el vientre y la punta clavada bajo las costillas.
«Me ha matado —pensé. Por un instante creí que no lograría levantarme. Las piernas no me obedecían y sentía cómo la sangre se deslizaba entre mis dedos mientras me esforzaba por recuperarme—. Soy hombre muerto, aunque él abandone el campo sin dignarse siquiera mirarme».
Sacando fuerzas de flaqueza logré arrodillarme primero y a continuación ponerme dificultosamente en pie. No quería morir como un esclavo. ¿Dónde se encontraría mi jabalina?
La descubrí a unos veinte pasos a mi izquierda, distancia que me pareció tan remota como si hubiese aterrizado en otro país. ¿Cómo cubrir siquiera la mitad de aquel trayecto antes de quedar desangrado o de que Daiaukka me pisoteara como a una rana en el camino?
El meda dio media vuelta y se detuvo. Por un instante se limitó a observarme, tal vez esperando que me desplomase mortalmente. Ambos sabíamos que había triunfado, que yo iba a morir y él me sobreviviría. Aunque desde el lugar donde me encontraba no podía verle el rostro, comprendía perfectamente cuáles eran sus sentimientos.
¿Y Espectro? ¿Qué había sido de él? El animal corrió un trecho a medio galope, al parecer desconcertado y relinchó ruidosamente. Le llamé, pero no me hizo caso: incluso él comprendía que yo estaba acabado.
Daiaukka desenvainó su espada, cuya hoja relampagueó bajo el sol, y la hizo ondear sobre su cabeza porque deseaba hacerme saber que me esperaba.
No esperaría pasivamente a recibir el golpe de gracia: era hijo de un rey y no quería que mi padre, mi dios ni los soldados que me habían seguido hasta aquel lugar se avergonzaran de mí consintiendo en verme segado como un haz de cebada. Aquellos veinte pasos apenas importaban si señalaban el paso a una muerte viril y honorable.
Sentía como si mis entrañas estuvieran llenas de ascuas encendidas y las rodillas me temblaban, pero aún podía moverme. Avancé un paso, luego otro y otro más. Daiaukka aguardaba al parecer divertido ante aquella situación.
Y de pronto hizo restallar su espada en el cuarto trasero del poderoso corcel y hombre y animal emprendieron la carrera, primero al trote y ganando cada vez más velocidad en dirección hacia mí: había llegado el momento.
Avancé un paso y luego otro: no tenía ninguna oportunidad, ya estaba prácticamente muerto. ¿Qué importaba?
De repente mi caballo pareció recobrar su vitalidad y avanzó al galope hacia nosotros, batiendo enérgicamente el suelo con sus cascos y levantando una densa polvareda: para él no había concluido la batalla, no se daría tan pronto por vencido.
No sabría cómo describir el sonido que profirió: jamás había oído algo semejante. Era un gruñido que recordaba a un gran felino. Y con aquel grito de guerra hizo retemblar el suelo bajo sus remos abalanzándose contra el negro semental.
Espectro le alcanzó y dio un poderoso salto que le impulsó sobre el lomo del animal, golpeándole con sus cascos. Erguía el cuello y exhibía sus grandes dientes como si se propusiera despedazar a su enemigo. De nuevo ambos brutos cayeron por el suelo y Daiaukka rodó con ellos por el campo.
No podía perder aquella oportunidad. Moriría, pero no solo. Recorrí lo más rápidamente posible la distancia que nos separaba con pasos espasmódicos y dolorosos y recogí mi jabalina: con el arma en la mano volvía a sentirme un hombre.
Pero ignoraba si podría arrojarla. Tenía atenazada por el dolor la parte izquierda de mi cuerpo y sentía como si fuese a desplomarme de un momento a otro. Debía intentarlo aunque fuese lo último que hiciese.
Daiaukka se ponía lentamente en pie. Estaba sorprendido y se diría que me había olvidado por completo. Paseó su mirada en torno como si tratase de recordar qué había sucedido y luego se volvió a mirarme.
Aquélla era la última oportunidad que tendría. Esforzándome por olvidar mis dolores, tomé impulso y lancé la jabalina. Daiaukka la vio llegar, mas no pareció comprender lo que sucedía y ambos seguimos la trayectoria del arma por los aires.
Mi enemigo cayó como fulminado por el rayo, sin poder esquivar el proyectil que le derribó con terrible fuerza. El arma le atravesó el pecho bajo el omóplato, hundiéndose en su cuerpo hasta media asta. Daiaukka no llegó a formular ningún sonido, pero, aunque hubiese tenido los ojos cerrados, habría podido adivinar el instante en que se produjo por el enorme clamor que profirieron los medas.
Mi enemigo se desplomó extrañamente, se le doblaron las rodillas y quedó encogido en el suelo sin tan siquiera tambalearse.
Considerando que ya tenía todo el tiempo del mundo me dirigí lentamente hacia él porque no me era posible avanzar de otro modo y desenvainé la espada.
Pero era innecesario. El meda yacía en el suelo al parecer incapaz de moverse. Me arrodillé junto a él.
A menos de veinte pasos los caballos levantaban nubes de polvo en el aire coceando y relinchando salvajemente sin reparar en nosotros. Si no acudía alguien a separarlos se matarían entre sí.
Daiaukka comenzaba a reflejar una inmovilidad mortal. Estaba tendido de costado y le quedaba poco tiempo de vida. Me miró y trató de decir algo, mas no logró proferir ningún sonido. Se humedeció los labios y lo intentó de nuevo:
—¿Crees que…? —Cerró los ojos. Por un momento pensé que había muerto, pero volvió a abrirlos—. ¿Crees que ahora concluirá todo esto?
Comenzaba a percibir el rumor de pisadas de la multitud que se aproximaba deseosa de presenciar los últimos instantes de vida de un hombre: aquello era el fin de toda intimidad. Al cabo de un instante, vivos o muertos, perteneceríamos a nuestros ávidos compatriotas.
—Jamás acabará —repuse.
Sonrió y se quedó absolutamente inmóvil: había exhalado su último suspiro.
Del resto de aquel día, el siguiente y muchos otros que siguieron, conservo escasos recuerdos porque estuve debatiéndome entre la vida y la muerte. El pájaro de negras alas revoloteó sobre mi espíritu.
—¡Por los sesenta grandes dioses! ¡Qué herida! ¡A través de ella se distingue el hígado!
Recuerdo haber oído aquellas palabras mientras me trasladaban al campamento en una manta. Y nada más. La mortal expresión del rostro de Daiaukka, algunas frases…, y el resto, incluso el dolor, se pierde en el olvido.
De modo que todo cuanto conozco acerca de aquel período en que mi vida era tan frágil como una telaraña moviéndose a impulsos del viento, sólo me consta lo que me dijeron: los rumores que circulaban por el campamento cuando me conducían a mi tienda, las airadas protestas de mis soldados exigiendo venganza contra los medas, el terrible viento que ululaba de modo demencial y que sopló toda la noche dejando absolutamente limpio el suelo donde Daiaukka y yo habíamos vertido la sangre del contrario, lo que fue considerado como un presagio nefasto para ambos bandos… De todo aquello no me enteré porque era como si me encontrase totalmente ausente.
A fin de reprimir cualquier posible intervención meda en tan terribles momentos —¿por que quién podía vaticinar de qué serían capaces aquellos seres derrotados, hundidos en la desesperación si intuían que reinaba la confusión entre sus enemigos?—, los oficiales que habían quedado al mando de mi ejército decidieron tomar como rehén al joven Khshathrita. Era una precaución razonable porque, tras la muerte de Daiaukka, su heredero era el único aglutinante del poder que existía entre las tribus de los Zagros. Sabían perfectamente que sin él dejaban de ser una nación, por lo que permanecían sentados resignadamente aguardando, mientras el hijo de su señor descansaba junto a las hogueras del enemigo.
Aunque mis soldados trataban amablemente al muchacho, porque los hombres de Assur sienten gran cariño por los jóvenes, debió de ser una prueba espantosa para él. Después de todo no era más que un niño y estaba rodeado por aquellos a quienes le habían enseñado a considerar como monstruos de crueldad. Y, por añadidura, ignoraba qué destino le esperaba si yo llegaba a morir, acontecimiento que debía parecerle tan seguro e inminente como la próxima puesta de sol. Y, a pesar de todo, se comportaba con la tranquila dignidad de un hombre, de un descendiente de reyes. Su padre se habría sentido orgulloso porque su espíritu revivía en él.
En una ocasión en que por algunos instantes desapareció la bruma de mi cerebro, abrí los ojos y encontré al niño sentado en el suelo junto a mi lecho, apoyada la cabeza en las manos como si llevase mucho tiempo velando. Me resultó sorprendente encontrar allí el hijo del enemigo al que yo había dado muerte, pero aquel hecho singular no me preocupó: simplemente creí estar soñando. Anteriormente había tenido otras muchas fantasías oníricas aún más extrañas en mi alterado y catatónico estado, por lo que la presencia de un inofensivo muchacho sentado junto a mi lecho no me pareció importante. Si se trataba de un sueño, quizá fuese un mensajero de los dioses que me revelaría si por fin había encontrado mi simtu, asunto por el que dada mi debilitada situación únicamente sentía cierta curiosidad. De modo que me tomé con bastante tranquilidad su presencia.
—¿Vivirás o vas a morir, señor Tiglath Assur? —me preguntó en voz baja como si fuese un asunto privado que sólo nos concerniese a ambos.
—No lo sé —repuse—. ¿Hace mucho tiempo que se está decidiendo?
Levantó tres dedos.
—Estos días, señor. ¿Cuándo lo sabrás?
—No antes que tú, muchacho.
Cerré los ojos y volví a sumirme en aquel sueño hipnótico que parecía envolverme en las aguas de un mar insondable.
Más tarde, aunque nunca he llegado a sospechar siquiera cuánto tiempo transcurrió, volví a despertarme y conseguí ingerir unos sorbos de cerveza, pero el niño no se encontraba conmigo.
Aquello fue todo cuanto pude recordar hasta que por fin, después de que mis sueños me devolvieron a la realidad tras un largo y dificultoso camino por un país poblado de monstruos, la diosa Ereshkigal tuvo a bien dejarme en libertad.
—¡Ah, por fin pareces volver a la vida! —exclamó Tabiti.
Estaba en cuclillas como una lavandera a la cabecera de mi jergón. Tuve que girar los ojos para verle y aquel esfuerzo me produjo un intenso dolor en las cuencas. En la herida del costado parecía albergar un nido de escorpiones y me sentía bañado en sudor.
—Dame algo para beber —murmuré torpemente—. Algo…
Sin darme tiempo a acabar mis palabras, me acercaron una copa a los labios. En esta ocasión no era cerveza, sino vino mezclado con agua. Nada pudo parecerme mejor tras haber ingerido unos sorbos. Su frialdad circuló por mis venas como si hasta aquel momento hubiesen estado vacías.
—¿Qué es esto?…
Intenté descubrir por qué me dolía de tal forma el costado. Había olvidado todo lo sucedido con Daiaukka y su lanza hasta que el intenso pinchazo de la herida abierta me lo recordó. Sí…, entonces lo recordé todo.
—Te hizo un agujero tan grande que por él hubieran podido salir tus intestinos y pasarlos por la devanadera, hermano. Ahora ya te han cosido, pero fue una tarea muy difícil y perdiste demasiada sangre. La herida se infectó y has estado muchos días febril y delirante, mas ya has superado el trance.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido?
—Daiaukka lleva diez días alimentando a los cuervos. Hasta esta mañana pensamos que podrían celebrar otro banquete contigo: estuviste a punto de acompañarle en el viaje.
—¿Y mi caballo?… ¿Cómo está Espectro?
—Algo maltrecho, pero sigue con vida —repuso Tabiti, riendo suavemente—. ¿Sabes que dio muerte al semental negro? Lo derribó y le coceó las costillas como si fuesen las paredes de un gallinero. Tu caballo es un magnífico animal. Si decides venderlo, espero que me lo ofrezcas antes que a nadie.
—Jamás lo venderé: ¡me ha salvado la vida!
—Lo sé…, él y tu sedu. Creo que tardarás mucho en morirte, hermano.
Se inclinó un poco más como si se dispusiese a confiarme un secreto.
—Desde hace algunos días los hechiceros medas han estado vaticinando que te recuperarías. Dicen que Daiaukka fue un insensato por enfrentarse a un ser inmortal y nadie los contradice. Es algo maravilloso.
No insistió porque comprendió que sus palabras habían hecho mella en mí. En lugar de ello volvió a darme a probar el vino en el que probablemente había mezclado algo más con el agua porque en breve volví a quedarme dormido, en esta ocasión con un auténtico sueño que se prolongó durante tres o cuatro horas, y cuando desperté sentí que habían crecido mis fuerzas.
Volvía a parecerme que nuevamente y por algún designio ignorado los dioses habían decidido salvarme la vida.
Durante los días que siguieron no tuve otras visitas que Tabiti, Khshathrita y, en una o dos ocasiones Lushakin, que tenía a su cargo el mando del ejército del norte, pero que no me molestaba con sus problemas. Aún debería transcurrir un mes antes de que me recordaran que yo era un rab shaqe, pero primero tuve que acordarme de que estaba vivo.
Al final de aquel mes recibí la visita de la última persona que había esperado encontrar en aquellos parajes medas. Porque una mañana mientras tomaba una cucharada de gachas de avena, el único alimento que consideraban tolerable para mis intestinos, oí que fuera de mi tienda alguien hablaba con el guardián pidiéndole que le autorizase la entrada.
De pronto oí gritar y jurar ferozmente a aquel individuo y advertí que se expresaba en griego. Se oyó un forcejeo y horribles juramentos y el faldón de mi tienda se abrió bruscamente y apareció ante mis ojos, la luz del sol y mi viejo amigo y servidor Kefalos.
—¡Loados sean los dioses de occidente, los señores de la auténtica magia por haberte conservado la vida, señor! —exclamó tras arrodillarse junto a mi lecho con grandes dificultades porque estaba más grueso que nunca, mientras me besaba el brazo y lloraba como una mujer.
Tenía la barba y el rostro llenos de polvo y olía al sudor de muchas jornadas. Sin embargo, su presencia me causó una extraordinaria alegría.
—Hace cinco días, en una aldea cimeria próxima a Heshir, me dijeron que aún seguías con vida, pero me resistí a creer que fuese cierto. En cuanto llegó el mensajero a Amat, augusto señor, cogí mi botiquín y me puse en marcha. ¡Que Apolo, dios sanador, sea siempre loado por haberte salvado la vida!
Y no pudo seguir hablando porque le dominaba la emoción y el llanto sofocó sus palabras. También yo me eché a llorar conmovido ante tales muestras de amor y lealtad. Juntos derramamos copiosas lágrimas en una escena llena de dramatismo y que nos confortó muchísimo a ambos.
Una hora después, más tranquilizados y ante unas copas de vino, mi esclavo me describió los preliminares de su viaje.
—Aunque te cueste creerlo, las noticias de tu victoria en la batalla y la derrota y muerte del rey meda fueron ocasión de gran alegría en toda la ciudad de Amat. Algunos soñaban con la gloria, otros con el fin de la guerra y los peligros y la exención de los impuestos de la campaña. Y las rameras y taberneros con el botín de los soldados, pasando casi inadvertido que tú, augusto señor, habías sufrido lastimosas heridas y que incluso en algunos sectores ya se había difundido la noticia de tu muerte, tan inconstantes son los afectos humanos.
«Acudí al rab abru, Marduk Pashir, ese hijo del encargado de un burdel (obraste de modo muy insensato dejándole al mando de la guarnición, señor, porque ese perverso hombrecillo te odia y conspira con tu hermano el marsarru a tus espaldas), y con toda la humildad característica de un esclavo le pedí que me concediese una escolta para viajar hasta aquí, ¡y, aunque te cueste creerlo, me fue rechazada!». «No puedo prescindir de mis hombres (me dijo con gran descortesía). En las actuales circunstancias dispongo de escasos efectivos y me es imposible privarme de diez ni siquiera de cinco soldados expertos para que recorran los Zagros satisfaciendo los caprichos de un gordinflón esclavo jonio». Le respondí que era el médico del rab shaqe, que estaba gravemente herido y en peligro de muerte y que debía concederme una escolta para que pudiese acudir en su auxilio. «Tengo entendido que en estos momentos ya ha muerto. ¿Cuánto crees que tardarás en llegar a su campamento? Quizá veinte días si no te cortan la cabeza por el camino. Puedes ahorrarte las molestias, médico. Antes de que consigas encontrar su tienda, estará sirviendo de pasto a los cuervos».
Kefalos se irguió, aspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se cubrió la barba como si temiese que alguien tirase de ella.
—¿Adivinas qué le respondí, señor? —inquirió finalmente.
—No tengo la menor idea… Tendrás que decírmelo.
Entornó un instante los ojos como si temiese que me estuviera burlando de él y, tras decidir que fuese como fuese no le importaba, extendió la mano con el ademán propio de un rey administrando justicia.
—¿Y si no muriese? —le pregunté—. ¿O si muriese dentro de un mes por haber carecido de los cuidados necesarios? Me permito recordarte Marduk Pashir que el señor Asarhadón aún no reina en el país de Assur y que el soberano Sennaquerib ama a su hijo y no se mostrará parco castigando a todo aquel sospechoso de haber coadyuvado a su muerte. Partiré a los Zagros al despertar el alba, aunque no me facilites escolta y, si no regreso, en Nínive tendrán noticias de la conversación que hemos sostenido. Y al día siguiente encontré la escolta aguardándome en la puerta.
No me costó nada dar crédito a sus palabras porque Marduk Pashir, que me constaba era partidario de mi hermano Asarhadón, razón por la cual no había querido llevármelo con mi ejército, no era persona que se atreviera a arrostrar la cólera real.
Sin embargo, las aventuras que seguidamente me describió Kefalos estaban demasiado plagadas de embustes para poder admitirlas como ciertas. Se empeñó en convencerme de que durante todo el trayecto había sido acosado constantemente por bandidos y salteadores, viéndose obligado a enfrentarse a violentas escaramuzas con los restos de las fuerzas de Daiaukka y me describió toda clase de absurdos que pudo imaginar. Y en cada historia, que superaba en fantasía a la anterior, hacía gala de su valor y astucia al igual que un soldado veterano mostraría las heridas recibidas en batalla. Cuando un mes más tarde interrogué a uno de los soldados que le habían acompañado, me confirmó que no había surgido ningún incidente y que el viaje había transcurrido sin problemas, tal como había imaginado desde el primer momento, cuando le escuchaba tendido en mi jergón.
Lo importante era que Kefalos había venido a mi lado, que había emprendido un largo viaje sometiéndose a toda clase de incomodidades y molestias y a la amenaza de peligros mortales, y que todo ello lo había hecho por mí. De modo que escuché sus mentiras sin reírme, ya que mi esclavo, aunque pícaro en otros aspectos, era un auténtico amigo.
Y hasta creo posible que me salvara la vida porque aún no me había librado de ciertos accesos febriles que él me trató con gran éxito, de modo que jamás volví a recaer en aquellos delirios que con tanta insistencia me acosaron durante los primeros días en que sufrí mi herida.
Además, era consolador tenerle cerca. Me trajo noticias de mi madre y de los chismes que circulaban por Nínive, y yo pude expresarme libremente con él porque conocía todos mis secretos.
Fue Kefalos quien decidió que yo no estaba en condiciones de regresar a Amat aquel verano, convenciéndome de que pasara el invierno en la guarnición de Zakruti. Así que, a mediados de Tisri, porque en aquellas montañas las nieves caen tempranamente, me tendieron en un carro lleno de paja y me condujeron hasta allí. Fue un viaje de diez o quince lera, pero tardaremos tres días en realizarlo. Y cuando por fin llegamos y dormí por vez primera desde hacía cuatro meses entre unos muros de adobe, me sentía al borde de la muerte.
Khshathrita permaneció con nosotros en calidad de rehén durante todo el final de aquel otoño y el invierno, y entre él y yo se estableció una extraña intimidad. Le agradaba acudir a mi habitación y pasaba algunas horas sentado junto a mi lecho charlando conmigo. No parecía guardarme ningún rencor por la muerte de su padre y, aparte eso, imagino que entre sus aprehensores únicamente yo, que como él procedía de la simiente de un rey y por consiguiente estábamos destinados a grandes empresas, comprendía realmente su posición. El muchacho abrigaba grandes esperanzas hacia su futuro y no mentiría si dijese que se comportaba como un hombre, pero después de todo no era más que un chiquillo. No hacía falta ser un adivino para comprender que el hijo y heredero de Daiaukka era un ser solitario.
Hablaba mucho de su padre, hacia el que profesaba gran admiración y con entusiasmo infantil me describía las costumbres y religión de los medas, que consideraba la más virtuosa de las razas. Y, en su inocencia, me hizo muchas revelaciones sobre los proyectos que Daiaukka abrigaba para su nueva nación, los arios, predilectos de Ahura, que estaban destinados a barrer a su paso a todos los pueblos del mundo. Por Khshathrita comprendí que aquel hombre peligroso había concedido algunos años de gracia al país de Assur.
—Mi padre me habló mucho de ti la víspera de su muerte —me explicó—. Me contó que si no era voluntad de Ahura salvarle la vida, ello sólo significaría que, aunque el señor Tiglath fuese un infiel, se encontraba bajo la protección del dios, ese simtu del que hablan los soldados. También me dijo que debía separarme en paz contigo y no conducir mi nación contra tu rey mientras te encontrases a su diestra, a lo que presté juramento. De todos modos no creía que esto fuese un gran obstáculo porque estaba convencido de que durante el reinado de tu hermano caerías en desgracia.
—Entonces, joven amigo, quizá seas más temible que tu propio padre —repuse sonriente en tono de chanza porque se expresaba con gran seriedad para ser un niño—. Quizá deberías morir para impedir que más adelante puedas perjudicar al país de Assur.
—No…, eso no sería prudente —dijo, negando con la cabeza como si ya hubiese meditado larga y profundamente sobre todas las posibles contingencias—. Tengo otros hermanos con los que mantengo lazos de afecto y, si muero, sin duda me sucederá uno de ellos que no estará comprometido por ningún juramento.
—Entonces será mejor que acepte lo que se me ofrece. Pero ¿puedes asegurarme que está en tu poder consolidar la paz entre las tribus?
—¡Oh, sí, porque ahora yo soy el shah! Aún transcurrirán algunos años antes de que pueda hacer valer mi voluntad, pero todavía ha de pasar mucho tiempo hasta que los arios vuelvan a estar dispuestos a emprender la guerra.
Pese a su inexperiencia, el muchacho era muy sensato. Ya había asimilado ese entendimiento de hombres y poder para el que no existe definición en nuestra lengua, pero que los griegos llaman «política».
Khshathrita y yo nos hicimos grandes amigos. Cuando por fin estuve en condiciones de abandonar el lecho y de pasear un poco valiéndome de un bastón pasamos mucho tiempo juntos explorando los alrededores de Zakruti, lugar demasiado apartado que jamás había imaginado poder visitar. Le cobré gran afecto y envidié a Daiaukka por tener un hijo como él, confiando no verme nunca obligado a ordenar su muerte, porque me hubiese afligido extraordinariamente tener que tomar tal decisión.
Poco a poco transcurrió la época de mi convalecencia y en breve estuve en condiciones de atender mi correspondencia durante algunas horas y ocuparme de mis asuntos. El día que asumí plenamente el mando de la guarnición heló y acusé terriblemente el frío, que pareció infiltrarse en mis heridas —desde entonces no ha pasado un invierno sin que aquella antigua cicatriz no me molestase—, pero estaba curado y recobraba las fuerzas por momentos. Por el tiempo en que comenzó a chispear la nieve sobre las rocas ya podía montar a caballo e incluso salir de caza.
Pero cuando apenas comenzaba a sentarme a la puerta de mi casa con una manta en las rodillas, ya se empezaron a recibir delegaciones, incluso de las tribus que no habían intervenido en la batalla, que acudían a Zakruti para ofrecerme su sumisión. Amontonaban tesoros en el suelo y se arrodillaban respetuosamente ante mí porque, por el simple hecho de haber sobrevivido a la lanza de Daiaukka, parecía haber alcanzado un estatus similar al de un dios, quizá de un espíritu maligno, al que era conveniente aplacar con ofrendas y rindiéndole pleitesía. Y en cuanto me dejaban acudían directamente a ver a Khshathrita y le brindaban su adhesión —él mismo me lo había confesado y además le tenía sometido a vigilancia—, pero no podía censurarlos que hiciesen semejante cosa. Yo estaba al frente del ejército de Assur en los montes Zagros y tenía potestad absoluta de vida o muerte, pero el niño era su shah y en él habían depositado su verdadero afecto.
Con la llegada de la primavera y a medida que se aproximaba el momento de regresar a Amat, acudió una delegación de los parsua a recoger a Khshathrita. Celebré un banquete al que asistieron aquellos jefes montañeses, al parecer bastante incómodos, sin saber cómo comportarse en presencia de su conquistador y del señor a quien habían jurado fidelidad, y a la mañana siguiente del que resultó ser su décimo aniversario, el shah-ye-shah y yo nos separamos como amigos.
Al cabo de pocos días ordené a la guarnición de Zakruti que se preparase para emprender el retorno; ya habíamos permanecido bastante tiempo en aquellas tierras del este.
Fue un viaje sin incidentes, pero lento. Salvo en tiempos de guerra, un ejército de tres mil hombres se desplaza despaciosamente y yo aún no estaba totalmente recuperado para poder resistir tantas horas a caballo. Kefalos se lamentaba amargamente de que no estaba preparado para viajar como un conductor de caravanas y por fin acabó con tales llagas en el interior de los muslos que tuve que ordenar que le habilitasen un carro. Tardamos casi un mes en llegar a Amat.
En mi escritorio me aguardaban muchas tablillas de barro procedentes de Nínive. La primera a la que di lectura era del soberano Sennaquerib.
Me complace comunicarte que la señora Asharhamat ha dado a luz otro hijo y que esta ocasión ha merecido el favor del Señor de la Decisión. De modo que tu hermano el señor Pollino tiene por fin un heredero, aunque no parece demasiado satisfecho. Únicamente añadiré que la señora Asharhamat me ha hecho depositario de sus confidencias, por lo que he ordenado que se dé al niño el nombre de Assurbanipal.
Así pues, había nacido el hijo de que me había hablado Asharhamat, mi hijo, y el rey lo sabía.
Assurbanipal significa «Assur ha dado un hijo a su heredero». No me sorprendía que Asarhadón estuviese descontento.
Pero yo me sentía muy satisfecho: mi hijo, el hijo de Asharhamat y mío, sería un día el rey del mundo.