Tres días después de que Tabiti marchara para reunirse con sus hombres, mis observadores realizaron su primer contacto con las fuerzas enemigas. Hasta mí llegaron noticias de sus encuentros y de alguna refriega, por lo que ordené que en lo sucesivo las patrullas saliesen acompañadas por algún contingente de las tropas.
Los medas emprendieron una serie de ataques por sorpresa, más bien insignificantes escaramuzas que auténticas batallas, destinadas únicamente a poner a prueba nuestras defensas. En respuesta envié dos compañías de caballería para que efectuase un ataque nocturno sobre una de las avanzadillas contrarias y regresaron con cuarenta cabezas recién cortadas, después de lo cual cesaron las incursiones enemigas.
Dos días más tarde, acompañado de una patrulla, realicé mi primera visita de inspección al campamento de Daiaukka.
Nos detuvimos en lo alto de un promontorio, quizá el mismo en el que Tabiti se había ocultado para espiar por vez primera a nuestro común enemigo, pero yo no me oculté, no por hacer alarde de valor sino porque, puesto que no estaba solo, me encontraba a menos de tres horas de galope de las líneas de mis centinelas y, por añadidura, deseaba ser visto. A la sazón los medas ya conocían aquel hermoso semental plateado y a su jinete y deseaba hacerles comprender que había llegado y que estaba próximo nuestro ajuste de cuentas.
Un grupo de soldados de caballería cruzó el valle como a medio beru de nosotros, pero sólo eran cinco y evidentemente no deseaban enfrentársenos. Por fin se detuvieron y permanecieron a la expectativa, aguardando a ver qué hacíamos nosotros mientras se dedicaban a inspeccionar a los intrusos. Uno de ellos montaba un espléndido caballo negro y, aunque la distancia que nos separaba era excesiva para asegurarse, me pareció que se trataba del propio Daiaukka.
Tabiti tenía razón. El shah-ye-shah había escogido acertadamente su posición. Su campamento ocupaba el punto más elevado de una suave pendiente, lo que facilitaría a sus soldados una amplia zona para maniobrar, mientras que las espesas y secas hierbas ocultarían todo género de obstáculos a mis carros. Para situarnos en las proximidades de los puntos de agua tendríamos que instalarnos en el fondo del valle, un angosto paraje en el que, llegado el caso, nos veríamos obligados a retirarnos entre cierta confusión. Y, por añadidura, estaba el viento incesante y endiabladamente tórrido que cambiaba bruscamente de dirección en cuanto el sol alcanzaba su punto más elevado. A partir del mediodía, cuando combatiésemos cuerpo a cuerpo y nuestras flechas y jabalinas más lo necesitasen, tendríamos el viento en contra.
«Seré yo quien escoja el tiempo y el lugar —me había dicho—. Mediremos nuestra virtud con la vuestra y veremos quién es el preferido de Ahura».
Había escogido su posición y lo había hecho bien. Pero me había jurado que sería yo quien decidiría el momento en que se iniciaría la batalla y que indudablemente sería el que me resultase más provechoso.
—Ya he visto bastante —dije—. Volvamos y levantemos nuestro campamento. Parece que tenemos una cita.
En el camino de regreso me situé a la retaguardia de la columna, deseando evitar cualquier posible consulta mientras trataba de decidir qué debía hacerse. Por fin, cansado de tanta introspección, me dediqué a escuchar la conversación que sostenían los dos soldados que marchaban delante de mí, un par de campesinos recién incorporados a filas que todavía creían que lo más importante del mundo eran sus sencillas aldeas. Sin embargo, su conversación me resultaba bastante entretenida, puesto que no trataban de guerras, estrategias ni de la locura de su comandante…, porque ya tenía la cabeza bastante llena de todos estos temas.
—Fíjate en ese terreno —decía uno de ellos señalando despectivamente hacia el valle donde dentro de pocos días quizá yacería muerto—. Me pregunto por qué se molesta esta gente en luchar por semejante tierra, un polvoriento pedregal. Aquí destrozarías un centenar de rejas de arado de cobre para lograr cultivar un campo con que alimentar a una esposa.
—Sólo si fuera muy refinada —repuso su compañero, riendo y dándole un codazo—, y una prodigiosa meona. De otro modo no sé cómo podría regar este terreno. ¡Por los sesenta grandes dioses, fíjate en esas hierbas tan resecas! ¡Con este viento, si estallase una tormenta, el primer relámpago incendiaría el terreno hasta donde alcanza la vista!
Dejé de escucharlos…, ya había oído bastante. El corazón me latía tumultuosamente en el pecho como el martillo de un herrero.
Al atardecer del siguiente día habíamos construido nuestros terraplenes en el fondo del valle, donde nos resguardaríamos todo lo posible. Daiaukka no trató en ningún momento de interferirse en nuestras maniobras. ¿Para qué iba a hacerlo si nos estábamos encerrando en nuestra propia trampa?
Aquella noche, cuando los oficiales del ejército del norte se reunieron en mi tienda, no sentían una gran disposición de ánimo.
—Esto es una locura —observaron—. Debemos retirarnos y provocar la lucha en un terreno más favorable.
—No podemos retirarnos —respondí—. Hemos provocado este desafío y Daiaukka lo ha aceptado. Si retrocedemos habrá ganado la partida demostrando que le tememos. Éstas son las mejores condiciones que podemos esperar, puesto que si renunciásemos a una batalla en estos momentos, regresaría a sus montañas pretextando haber salido victorioso, lo que no haría más que robustecer su posición en detrimento de la nuestra. No, debemos luchar ahora.
—Nos falta espacio para maniobrar y al atardecer tendremos el viento en contra.
—Entonces debemos atacarlos en su propio terreno y vencerlos antes de que se desate el viento. Además, por la tarde, nuestros aliados escitas se habrán unido a nuestras fuerzas y los arremeterán por la retaguardia.
—Fías demasiado en ese bandido de Tabiti. Probablemente en estos momentos ya nos habrá vendido a Daiaukka.
Me abstuve de responder y se produjo un frío silencio durante el cual aquellos que hasta entonces habían sido mis hermanos de armas se limitaron a fijar su mirada en el suelo, carraspeando incómodos.
—Las hierbas son demasiado altas —prosiguieron finalmente—. Podemos perder la mitad de nuestros carros antes de que alcancen las líneas enemigas.
—Ya he pensando en eso. Dad orden de que los fuegos del campamento estén encendidos toda la noche y que los hombres se hallen dispuestos a emprender la marcha tres horas antes de amanecer. Decid a los cocineros que tengan el desayuno dispuesto para entonces: nos espera una larga jornada. Y recordad que si mañana salimos victoriosos y si todo esto es posible, deseo capturar a Daiaukka con vida. Nos enfrentamos a un ideal más que a un hombre. Y ese rey de los medas sería más peligroso muerto que vivo.
Dos horas después de mediodía regresó la última patrulla de reconocimiento: cinco hombres que se habían arriesgado a aproximarse hasta las líneas enemigas a pie y entre la oscuridad. Si hubiesen sido descubiertos, no habrían podido escapar de la terrible suerte que los medas hacían correr a sus prisioneros.
—¿Qué visteis? —les pregunté.
—Poca cosa, rab shaqe. Están bailando.
—¿Bailando?
—Sí, bailan y gritan endiabladamente. Se turnan para atravesar corriendo grandes hogueras. Diríase que están terriblemente borrachos, salvo que no creo que el vino haga actuar a los hombres de ese modo.
—Tendremos que ingeniárnoslas para hacerles pasar un día tan entretenido como la noche —repuse sonriendo levemente.
El hombre me miró como si creyese que me había vuelto loco.
—Sí, rab shaqe… Como gustes.
Le autoricé que se retirase a descansar una o dos horas hasta que el ejército se preparase para emprender la batalla. Sí, me había creído loco y quizá tuviese razón. La idea que se había configurado en mi mente incluso a mí mismo me parecía bastante descabellada. Un comandante loco dirigiendo a sus soldados contra un enemigo que también lo estaba… no era una perspectiva muy halagüeña para poder descansar a gusto en el jergón.
—Me siento aterrado, príncipe. ¿Qué te propones?
Tabshar Sin se encontraba ante mí. Había llegado tan silenciosamente que apenas había advertido su presencia.
—¿Proponerme? —le saludé con una sonrisa—. Haré lo que me has enseñado, rab kisir: triunfar o morir. Y quizá consiga ambas cosas.
—No bromees conmigo, príncipe. Presiento el batido de negras alas sobre nuestras cabezas.
Bastaba con mirarle para comprender que era así. Me sentí avergonzado porque no es muy apropiado que los jóvenes bromeen neciamente sobre temas tan graves.
—¿Te has enterado del informe de la patrulla?
Tabshar Sin asintió con una señal.
—Entonces si a los medas les agrada tanto correr entre hogueras, mañana tendrán una ocasión magnífica para hacerlo. Una hora antes de amanecer, cuando comience a levantarse el viento, ordenaré que incendien los matorrales que crecen más allá de nuestros terraplenes. Provocaremos una línea de llamaradas a todo lo ancho del valle, y al cabo de dos horas el viento las conducirá hasta el campamento de Daiaukka y nosotros no nos encontraremos muy lejos.
—El fuego despejará el camino para nuestros carros —concluyó Tabshar Sin, moviendo pensativo la cabeza mientras consideraba aquella perspectiva—, y los medas, en su elevado promontorio y con el viento de cara, tendrán que enfrentarse a dos enemigos.
—Y cuando atraviesen las llamaradas, si lo consiguen, sus caballos serán presa del pánico y sus formaciones quedarán destrozadas. Tal es como lo imagino, pero teóricamente los planes siempre son perfectos y funcionan. Preferiría enfrentarme con ellos allí, en lugar de en este valle.
—¿Y qué me dices del calor? La mayoría de nuestros soldados van descalzos y si deben avanzar por terreno requemado…
—Los seguiremos un cuarto de hora después de haberse propagado el fuego. Si avanza tan rápidamente como confío, el suelo habrá tenido tiempo de enfriarse.
—¿Y si cambiara la dirección del viento?
Le pasé el brazo por los hombros porque le quería. Sin embargo hubiese preferido que no alimentase los acuciantes temores que me oprimían el corazón.
—Entonces… —dije escudriñando la oscuridad donde los fuegos de los medas aparecían como diminutos puntos luminosos, iguales a estrellas agonizantes—, entonces comprenderé cuan necio he sido y que por fin el dios me ha vuelto la espalda.
Entre las sombras más profundas de la noche, a la fantasmagórica y fluctuante luz de miles de fogatas, el ejército del norte se preparó para el ataque. En el rostro de los hombres se reflejaba el temor, ni siquiera se les permitiría la gracia de hacer frente al enemigo a la luz del día, sino que quizá morirían antes de que el sol saliese y sus espíritus errarían en aquella terrible oscuridad. Era espantoso prepararse para la batalla en plena noche.
Ya había escogido a unos cincuenta miembros del quradu al mando de Lushakin, a quienes había conminado al silencio y que, a una señal mía, saltarían sobre nuestros terraplenes y provocarían la terrible conflagración con sus antorchas. Ellos serían los primeros que encontrarían la muerte si la fortuna nos era adversa, con lo que podrían considerarse afortunados.
Salvo aquellos hombres y Tabshar Sin, nadie más conocía mis descabellados planes, que ni siquiera había confiado a mis oficiales. No quería que mis hombres tuvieran tiempo de pensar, de ponderar los riesgos a que estaba sometiendo nuestras existencias. En breve tendrían ocasión de comprobarlos por sí mismos.
Como esperaba, una hora antes del amanecer el viento hizo su aparición. Monté en mi carro y me adelanté para enfrentarme al juicio de mis hombres.
—Nos hemos visto favorecidos por Assur —grité. Mi voz resonaba entre las hileras de soldados llegando a oídos de aquellos que estaban demasiado lejos—. Él nos ayudará a detener a los medas aquí, en las tierras que consideran suyas, y no bajo los propios muros de nuestras magníficas ciudades. Libraremos una batalla terrible porque lucharemos hasta el final…, el suyo o el nuestro. Pero no emprenderemos solos la guerra. Contamos con muchos aliados: quizá antes de que el sol alcance su cénit, Daiaukka descubrirá que los escitas están pisándole los talones. E incluso antes, tal vez sin que un solo hombre de Assur tenga que empuñar su espada, los medas lucharán con un enemigo más terrible que los hombres. ¡Contemplad al brillante fuego de Assur, señor de los cielos!
A una señal de mi brazo, Lushakin y sus hombres cruzaron los terraplenes y aplicaron sus encendidas antorchas a la seca hierba y al cabo de un instante nos encontramos ante una cortina de fuego amarillo y negro rojizo que silbaba como una extensa e iracunda serpiente de terrible aspecto.
—¡Contemplad cómo el viento reaviva el fuego! —vociferé porque apenas podía oír mi propia voz sobre el furioso crepitar de las llamas—. ¡Ved cómo avanza hacia los enemigos de nuestro dios! ¡Preparad vuestros corazones… y disponeos a seguirlo hacia la conquista y la gloria!
Ni siquiera el fuego conseguía sofocar los rugidos de nuestro ejército. Como un solo hombre, veinte mil voces a un tiempo gritaron: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!». En aquel momento, cuando por fin se encontraron a sí mismos, me habrían seguido hasta las propias llamas.
El incendio se fue propagando hacia delante, con mayor rapidez de lo que yo había imaginado, iluminando la noche con un extraño resplandor que recordaba la luz del día. Era un espectáculo magnífico, no podía dejar de preguntarme qué pensaría Daiaukka cuando lo viese llegar hacia él.
—¡Ahora avancemos lentamente, al paso!… ¡Adelante!
Nos precipitamos entre los relinchos de los caballos, qué apenas podían dominar su terror, cruzamos los terraplenes y hollamos el suelo ennegrecido, que ya sentimos frío bajo nuestros pies. Las llamaradas corrían a lo lejos impulsadas por el inexorable viento: el misericordioso Assur no me había defraudado.
Yo iba montado en un imponente carro de guerra arrastrado por cuatro corceles protegidos con reluciente armadura de cobre. Pese a la capa de humo que envolvía la atmósfera, advertí que el cielo comenzaba a aclararse anunciando la llegada de la aurora.
«¡Que Tabiti cumpla su palabra! —pensé—. ¡Que abata sobre la retaguardia de Daiaukka la fuerza de su caballería…, aunque sólo sea para vengarnos si fracasamos en nuestro intento!».
Cuando apenas había recorrido doscientos codos sobre las abrasadas praderas, descubrí la primera víctima del enemigo, un cadáver retorcido y ennegrecido por el fuego, con los ojos abiertos, los globos oculares desechos por el calor y los labios retorcidos en grotesca mueca. Sin duda se trataba de un espía que se habría visto sorprendido por la repentina muralla de fuego y, sin poder darse a la fuga, había sufrido un terrible final.
Y seguimos encontrando a otros cadáveres, ignoro cuántos, caballos y hombres, cuyos mortales alaridos habrían quedado sofocados por el crepitar del fuego. ¿Nos habría preparado alguna sorpresa Daiaukka? ¿Llegaríamos alguna vez a saberlo?
Habíamos atravesado la mitad del valle cuando volvimos a distinguir indicios de nuestros enemigos. El fuego se propagaba ya a tontas y a locas, pareciendo extinguirse totalmente y reavivándose a continuación. En uno de aquellos instantes de descanso, los medas irrumpieron en el campo de acción. Eran unos dos mil o tres mil hombres a caballo cuyos ojos habían sido vendados para obligarlos a cargar contra nosotros, pero que aún estaban semienloquecidos por el pánico. Lanzando gritos que recordaban los ladridos de los perros enfurecidos ante el olor de la sangre, arrancaron las vendas de los ojos de sus monturas y se precipitaban hacia nosotros en frenético galope. Los recibimos con una nube de flechas y, aunque la cuarta parte de aquel contingente encontró la muerte desplomándose de sus cabalgaduras, siguieron avanzando en nuevas oleadas. Con el fuego a sus espaldas y dirigiéndose a una muerte cierta, acudían hacia nosotros pronunciando el nombre de su dios en el instante en que se enfrentaban a su trágico destino. Es lícito que un guerrero se enorgullezca de sus enemigos y sin duda aquellos hombres eran magníficos combatientes, hombres valerosos a los que constituía un honor exterminar en el campo de batalla.
Y eso fue lo que hicimos. Entre la ciega confusión producida por el fuego, las formaciones de caballería medas se habían diseminado y aquellos hombres sólo podían atacar en enjambre. Como avispas enfurecidas, no tenían la oportunidad de romper nuestros escuadrones de caballería, por lo que se limitaban a acosarnos y caer derribados ante nuestras flechas y jabalinas y bajo las ruedas de los carros. Luchaban con espléndido valor, perdiendo la vida en su empeño y sucumbían despreciando la misma muerte.
Crucé el campo de batalla de uno a otro extremo diseminando a los jinetes medas que trataban de reagruparse para cargar sobre nosotros. La tierra ennegrecida estaba cubierta de cadáveres y moribundos que yacían por doquier como hojas caídas tras un vendaval, y mi pesado carro blindado, que apenas podían levantar ocho hombres hasta la altura de sus rodillas, saltaba sobre ellos como si fuesen las piedras del camino. A mis oídos llegaban los alaridos que proferían cuando mis ruedas, resbaladizas por la sangre, tronchaban con repentino impacto el pecho de algún hombre. Una de mis víctimas que tenía las piernas destrozadas trató de vengarse en mis caballos, acuchillando salvajemente sus vientres con la espada. Me aparté con toda rapidez, alejándome de su alcance, y al pasar por su lado hundí la punta de mi jabalina en su cuello. El hombre se desplomó mortalmente herido.
Así fue cómo la caballería meda luchó y pereció. Retrasaron un poco nuestro avance, pero al parecer aquella breve demora bastó para justificar el frenesí de su desesperada carnicería.
Por entonces el fuego había alcanzado la cumbre de la larga pendiente, hasta los terraplenes que rodeaban el campamento de Daiaukka, y, aunque el viento había amainado, aún fue bastante intenso para superar aquel insignificante obstáculo. En breve las tiendas se incendiaron y mientras los últimos enemigos que se encontraban en el campo daban media vuelta para emprender la huida, detuve mi carro para dar un descanso a mis caballos y observar mi entorno. Al cabo de unos momentos el fuego lo había destruido todo como si allí jamás hubiese habido nadie.
Pero ¿dónde se encontraban los medas?
¡Naturalmente! ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Nuestros enemigos habían escapado tras la cortina de llamas y humo y se agrupaban en la lejanía, fuera de nuestro alcance y del fuego. Por ello había cargado su caballería contra nosotros con tal temerario valor, para ganar unos momentos en caso de que cambiase el viento.
Y eso era lo que estaba sucediendo: nuestra buena suerte no podía prolongarse eternamente. Una vez alcanzado el muro del valle y hasta la misma cumbre, el viento comenzó a desaparecer y el fuego pareció quedar atrapado en el campamento de Daiaukka, donde se fue extinguiendo lentamente. Allí sería donde nos encontraríamos con nuestro enemigo, entre las cenizas de su baluarte, y a no tardar mucho se iniciaría la batalla.
Una hora antes de mediodía llegamos por fin a las inmediaciones del incendiado campamento de Daiaukka y en breve mis hombres formaron varios equipos y excavaron distintos sectores de los terraplenes con los que colmaron la zanja circundante a fin de permitir el acceso de nuestros carros a la zona. Así fue cómo tomamos posesión del terreno, pese a que no habíamos conquistado nada, ni siquiera la propia tierra requemada: simplemente habíamos llegado al escenario donde se desarrollaría nuestro enfrentamiento, pues mientras el humo iba desapareciendo advertimos que los medas estaban organizándose para emprender el contraataque.
Así sería cómo medirían sus fuerzas los dos grandes ejércitos, ni tan siquiera separados por medio beru de tierra lisa y ennegrecida por el fuego. Combatiríamos en terreno llano, lo que privaría a Daiaukka de aquella ventaja táctica, pero se había retirado con sus tropas en excelente formación y sus fuerzas aún seguían siendo numéricamente superiores. Y a la sazón todos, los medas y nosotros por igual, estábamos cansados, insensibles al temor y embrutecidos por el hedor de la sangre, lo que significaba que la próxima batalla se desarrollaría con la crueldad de los hombres que ya han perdido toda esperanza y comprenden que deben hacer pagar cara su vida.
Los medas habían formado sus líneas siguiendo las pautas de nosotros aprendidas. Los soldados de infantería se encontraban en el centro flanqueados por la caballería. No tenían carros, instrumento bélico con el que las naciones montañosas habían llegado a familiarizarse, pero nuestro campo de batalla se veía tan limitado que temía no poder utilizar ventajosamente los nuestros: había llegado el momento de entablar la lucha cuerpo a cuerpo, dura e implacable. Sólo faltaba un detonador que diese comienzo al combate.
Reinaba un profundo silencio, esa terrible calma que precede a la tormenta, mientras ambos bandos permanecíamos a la expectativa. A mis oídos llegaba el rechinar del arnés de mis caballos. Todos, incluso los medas, parecían estar aguardando una señal mía para iniciar el combate.
Por fin, cuando no pude resistir por más tiempo aquella situación, levanté el brazo y grité: «¡Assur es rey!», que al instante se vio coreado por veinte mil voces. Hice restallar mi látigo, el carro se precipitó hacia adelante y me encontré avanzando hacia las líneas enemigas.
Advertí que mil lanzas apuntaban hacia mi pecho, pero no me importó: la batalla había comenzado y, mientras chocaba contra lo que parecía una muralla de jinetes contrarios, me sentí tan inmortal como los propios dioses.
No existen palabras bastante expresivas para describir los sucesos que acontecieron durante la siguiente hora, que se sucedieron ante mis ojos velados por una cortina de sangre, mientras me sentía dominado por el fragor de la batalla. Mi carro chocó contra una roca y se rompió el eje de una rueda. Desenganché uno de los caballos del tiro cortándole las cuerdas y apenas había tenido tiempo de montar en sus lomos armado únicamente con mi corta espada y una jabalina, cuando vi venir hacia mí a un meda al galope apuntándome con su lanza, dispuesto a ensartarme como si fuese una manzana. No advertí su presencia hasta que se encontró a unos cuarenta o cincuenta pasos, aproximándose como una exhalación, pero me pareció que disponía de un tiempo infinito. Con un ágil movimiento, retorciéndome igual que una serpiente, proyecté contra él mi jabalina instintivamente. El jinete se deslizó tras los cuartos traseros de su caballo y cayó muerto casi a mis pies con la punta del arma asomando un palmo de su espalda.
«¡Dioses! —pensé—. ¡Me he salvado!». Apoyé un pie en el pecho del hombre y desprendí la jabalina de un tirón. De tales cosas es capaz un hombre cuando está enfebrecido por la lucha.
Durante aquella jornada me pareció estar protegido por un talismán milagroso: nada podía alcanzarme. Centenares de espadas, lanzas y flechas se dirigían contra mí, pero siempre erraban su objetivo, se desplomaban antes de tiempo o yo era capaz de eludirlas. A veces me veía rodeado por mis enemigos a pie y a caballo y, sin embargo, atravesaba sus filas como si fuese un campo de cebada. No tenía miedo. ¿Qué podía temer si la muerte era un dios que inspiraba mi diestra?
Pero por fin me desprendí de tal encantamiento. De repente me encontré solo. No distinguía ningún enemigo a mi alcance, y cuando escudriñé en torno vi que el campo estaba densamente cubierto de cadáveres y moribundos, tanto medas como de mis propios soldados, que habían sellado esa tregua que subsiste entre los cadáveres de todas las naciones. Había sido una jornada sangrienta y aún no había transcurrido dos horas desde el mediodía.
Habíamos alcanzado un terrible punto muerto en el que ambos ejércitos únicamente podían aniquilarse entre sí, confiando cada uno en infligir el golpe mortal antes de recibirlo en sus propios hombres. La mayoría de los soldados de mis escuadrones de infantería seguían resistiendo, pero los medas, en mayor número y desplegando un valor sorprendente y temerario, los acorralaban de modo implacable. La caballería de ambos bandos había abandonado toda pretensión de mantener una estrategia cohesiva y erraban sobre sus corceles entre multitudes de soldados tratando de acertar todos los blancos posibles.
Comprendí que la situación no podía empeorar: los dioses crearon la guerra para castigar la iniquidad humana. Pero inmediatamente consideré que debíamos superarnos, que debíamos…
Pero ¿cómo? Yo ya no era el rab shaqe, sino un soldado más. El tiempo de organizar complicadas estrategias había pasado y aquellos hombres abrazados estrechamente en la más hedionda carnicería sólo se separarían cuando uno u otro bando estuviesen demasiado cansado para seguir resistiendo.
Y antes de que aquello sucediera…
De pronto percibí algo…, un agudo grito de guerra que parecía proceder de algún lugar ignorado, como los gritos del halcón cuando cae sobre su presa. Sin embargo, aquel sonido me resultaba extrañamente familiar, aunque no podía recordar cuándo lo había oído anteriormente…
Y repentinamente recordé. Volví la cabeza sabiendo lo que encontraría: los jinetes escitas que descendían tumultuosamente, de un próximo promontorio, en una avalancha de hombres y caballos: Tabiti había cumplido su palabra.
También mis hombres lo habían oído, al igual que los medas, y aquello pareció dar un nuevo sesgo a la batalla. De pronto, como si hubieran recobrado ánimos, antes de que se hiciese sentir el impacto de la primera carga, los soldados de Assur recuperaron sus bríos. El enemigo comenzó a desmoronarse y seguidamente, por momentos, al igual que cuando se pisa un madero podrido, rompieron la formación de sus líneas.
Tales hechos suelen sucederse rápidamente. Lo que hasta hacía unos momentos había sido una batalla se convirtió al punto en un tumulto. Los escitas, como aves carroñeras, aniquilaron a un enemigo que ya estaba herido de muerte. Los valientes guerreros de Daiaukka, aquellos a los que no obligamos a poner pies en polvorosa, se vieron pisoteados bajo nuestra salvaje y victoriosa acometida y a continuación sobrevino una terrible carnicería.
Y todo aquello prosiguió hasta que la clemente oscuridad nos obligó a detenernos. Mientras se prolongó la luz del día, los medas sufrieron mutilación y exterminio. Los que habían caído heridos, perdido sus caballos o se encontraban atrapados tras la rápida corriente de nuestro avance, perecieron como ovejas en el tajo del carnicero, mientras que los vencedores se desquitaban recogiendo manos y cabezas en calidad de trofeos. En una ocasión recuerdo que alguien arrancó la piel de la mano de un hombre llevándose incluso las uñas rojas de sangre que cuando se secara sin duda constituiría la funda de un carcaj.
Mis soldados se cansaron pronto de practicar este deporte. Llevaban luchando desde varias horas antes del amanecer y se habían saciado de tanto exterminio, por lo que nuestros oficiales no tardaron en restituirlos al orden. Pero los escitas acababan de incorporarse a la lucha, estaban sedientos de sangre y sentían como si les hubiesen escatimado su parte de lucha, por lo que se comportaban como bárbaros, dispuestos a sacar el mayor provecho de cuanto quedase. No dependían de mí y me hubiese sido imposible contenerlos.
¿Aunque lo deseaba realmente? Lo ignoro. Al principio ni siquiera me cruzó por la imaginación la necesidad de tomar alguna medida. Estaba aturdido por el agotamiento y durante varios minutos permanecí inmóvil, contemplando la carnicería que se desarrollaba ante mis ojos con la impavidez de un animal estulto. Sin embargo, en cuanto los medas iniciaron la huida, mis oficiales acudieron a reunirse conmigo en el campo de batalla, aguardando órdenes. Comprendí que había llegado el momento de volver a la realidad.
—¡Lushakin! —llamé, repentinamente alarmado—. ¡Lushakin, coge los hombres que necesites y ve en busca de Daiaukka! Si sigue en el campo, da con él. Tráemelo con vida si te es posible (nos sería de muy poca utilidad si le hubiese degollado algún bandido escita), pero tráemelo vivo o muerto.
—Nadie si no tú le ha visto con vida, rab shaqe —repuso sensatamente—. ¿Cómo podríamos distinguir entre sí a esos sanguinarios medas?
—Entonces coged prisioneros y entre ellos seguramente encontraréis a alguno dispuesto a vender a su señor a cambio de su vida. ¡Apresuraos!
Mientras Lushakin montaba en su caballo, disponiéndose a cumplir mis órdenes, me esforcé por ordenar mis pensamientos. En aquellos momentos ya hubiese tenido que haber tomado instintivamente algunas disposiciones… ¿Cuáles eran? En mi mente parecía incapaz de configurarse otra imagen que la del cuerpo destrozado y ensangrentado de Daiaukka.
No podía escapárseme de aquel modo; no podía permitirlo después de todo cuanto había sucedido.
«Debes reflexionar —me dije a mí mismo—. Hoy te ha correspondido la victoria. Interpreta tu papel de vencedor».
—Concede una hora a los hombres —ordené—, y luego deseo que concluya todo esto. Y envía patrullas en busca de la caballería meda que ha logrado escapar. No os entremetáis con ellos, limitaos a comprobar el número de sus efectivos.
—¿Y qué hacemos con los escitas, rab shaqe?
—Sí, ¿qué hacemos con los escitas, rab shaqe?
Ante mí se encontraba Tabiti inclinándose sobre su cabalgadura y sonriéndome conmiserativo. Su aspecto era tan fresco como si acabara de levantarse.
—Los dejaremos al cuidado del ladrón de su jefe —repuse—. ¿Cómo estás, hermano? Hubiésemos podido concluir la jornada sin tu ayuda, pero tal vez los hombres crean que les habéis servido de algo.
El jefe sacan echó atrás la cabeza y rió como un chacal. De pronto, como si hubiese recordado algo, obligó a dar media vuelta a su caballo e inspeccionó su entorno.
—No han escapado muchos soldados de infantería —observó—. La caballería ha sido más afortunada, algo lamentable porque los caballos medas son magníficos. Sin embargo, los ladrones deben tomar el botín que encuentran, hermano.
Volvió a reírse. Tabiti era bastante inteligente y comprendía que no tenía motivos para sentirse insatisfecho con los logros de la jornada.
—Pero no puedo entretenerme —prosiguió tirando de sus riendas—. Mis hombres exigen que los acompañe en su deporte.
—Tabiti…
—¿Qué sucede, hermano? —se interesó, observándome inquisitivamente.
—Si encontrases vivo al shah Daiaukka…
—Lo mataré. ¿Es eso lo que deseas, hermano?
—Lo necesito vivo: es totalmente imprescindible.
—Comprendo: deseas matarlo con tus propias manos —respondió exhibiendo los blancos dientes en divertida sonrisa—. Si se interpone en mi camino te lo reservaré. ¡Adiós, hermano!
Y marchó como un chiquillo deseoso de cazar conejos. Envidié su despreocupada visión de la vida.
El silencio que siguió se vio interrumpido por las angustiosas voces y los gritos de los moribundos. Los auténticos horrores siempre surgen al final de las batallas y tal vez sea mejor así, porque gracias a ello los hombres olvidan que la guerra es algo serio y no la acometerían despreocupadamente. Soldados con las túnicas empapadas en sangre se sentaban sobre los cadáveres de sus enemigos y apagaban su sed bebiendo agua de las botas que les entregaban mujeres que aún ignoraban si sus hijos y esposos habían muerto. Mis hombres ya habían comenzado a disputar por el botín y, en breve, si nadie los vigilaba, acabarían por cortarse los gaznates entre sí. Tal es siempre la gloriosa conclusión de la guerra.
—Estoy cansado de todo esto —manifesté sin dirigirme a nadie en particular—. Preparadme un caballo para regresar al campamento y cuidad de que mis órdenes sean ejecutadas.
Casi había oscurecido cuando volvía a encontrarme en mi tienda. Una vez superado el olor a carnicería aguardaba a que me sirvieran la cena y confiaba poder entregarme al inimaginable lujo de un bien merecido descanso. Mas ello no iba a ser posible.
Un reducido grupo de hombres me aguardaba entre el más absoluto silencio y, a sus pies, tendido, se encontraba un cuerpo envuelto en una manta.
Por fin, con el aturdimiento propio de quienes han visto más de lo que pueden resistir, comprendí que en aquel envoltorio se ocultaba otro cadáver… Si habían sido tantas las víctimas, ¿por qué iba a importarme una más?
Y de pronto sentí que se me formaba un nudo en la boca del estómago. Me arrodillé junto a aquel cuerpo y descubrí su rostro: ante mí apareció Tabshar Sin que me observaba con ojos desorbitados y velados que aún acusaban el mortal impacto.
Había estado en muchas batallas, pero creo que hasta aquel momento jamás llegué a odiar de tal modo a mis enemigos.
Hay ocasiones en que parece imposible embriagarse. Lo intenté, pero me resultó inútil. Cada trago que tomaba intensificaba mi dolor de tal modo que mi mente, al igual que un niño que jugase con una daga, parecía herirse en cada uno de sus torpes movimientos.
De modo que mientras me encontraba sentado junto a una fogata frente a mi tienda con el cadáver de Tabshar Sin a mis pies, envuelto y dispuesto para ser enterrado, me sentía terriblemente abatido. Le había alcanzado una lanza bajo el brazo, cuya asta se quebró cuando la punta le atravesó el centro del pecho. Dicen que heridas tan profundas no causan dolor, que los hombres mueren en cuanto sienten el impacto del golpe que los fulmina: confiaba que aquello hubiese sido cierto.
Había encontrado su simtu como cualquier soldado y había pasado inadvertido hasta que alguien recordó que aquél era el anciano que había dado al príncipe Tiglath Assur sus primeras lecciones en el arte de la guerra y que el rab shaqe le amaba como si fuese su segundo padre. Y realmente, aunque no pudiese llorarle, le quería. ¿Qué era lo que me impedía verter lágrimas sobre el cuerpo de Tabshar Sin? ¿Por qué mi pesar no encontraba más salida que aquel oscuro odio?
El vino me sabía amargo. La vida era amarga y la muerte tan sólo la última de las crueles burlas del dios. Por la mañana enterraríamos a mi viejo rab kisir y me prometía a mí mismo que muchos prisioneros medas aplacarían su espíritu vertiendo la sangre de su corazón sobre la tumba de mi amigo. Pagarían con su vida, aunque la culpa fuese más mía que de ellos, porque debía haberlo dejado en Amat para que viviese en paz hasta que encontrase la muerte en su lecho. Sin embargo, aquello ya no importaba: los medas lo pagarían caro. Buscaría una hacha y yo mismo cortaría sus cabezas, obligándolos a arrodillarse sobre el montículo que coronase su tumba y de ese modo redimirían mi culpa. La falta de descanso, la tensión de la lucha, el dolor y los remordimientos me convertían en un ser cruel.
Quizá estuviese ebrio. Acaso fuese mejor suponer que debía estarlo. De otro modo resulta difícil explicar lo que sucedió cuando condujeron a Daiaukka ante mi presencia.
Aquel proceso se había estado desarrollando durante la tarde y por la noche. Lushakin y sus espías habían estado inspeccionando a todos los hombres de cierta importancia que se encontraban entre los supervivientes medas, aquellos que habían tenido la fortuna de haber sido hechos prisioneros, o los que simplemente fueron descubiertos en algún lugar del campo de batalla aún vivos para que valiese la pena capturarlos. Tal vez fuesen veinte o treinta los que atados de pies y manos aguardaban de rodillas ante mi tienda a que el conquistador decidiese su destino. Sin duda la mayoría esperaban la muerte, pero aún no había decidido qué iba a hacer con ellos. Ante mí compareció un nuevo hombre; le estuve observando unos instantes para confirmar que no se trataba de Daiaukka y luego le obligué a retirarse, sumiéndome de nuevo en mis sombrías reflexiones.
Pero por fin apareció ante mis ojos: estaba vivo y en mi poder. Me levanté y me volví hacia Lushakin, que me observaba sonriente.
—Sí, rab shaqe —dijo—. Creí que se trataba de él. Estos esclavos tratarían de venderte tantos Daiaukka como semillas hay en un campo de cebada, pero en esta ocasión su palabra me inspiró más confianza. Nuestro héroe se encontraba en la retaguardia enfrentándose a una multitud de esos bribones escitas con la requemada estaca de una tienda de campaña. Te aseguro que no pareció agradarles demasiado que les privásemos de su diversión. Tu amigo el señor Tabiti te lo puede confirmar porque incluso tuvimos que mutilar a uno de ellos para obligarlos a recuperar sus buenos modales.
—Llévate a los demás y déjanos —ordené.
—No pretenderás quedarte solo con él, rab shaqe —sugirió frunciendo el entrecejo—; es un hombre peligroso…
—Es bastante inofensivo —repliqué, esforzándome por no mostrarme impaciente—. No tienes por qué preocuparte por mí, Lushakin. Aún puedo defenderme de un hombre desarmado que tiene las manos atadas a la espalda.
Me obedeció a regañadientes y al cabo de unos momentos el shah-ye-shah se encontraba sentado en un leño al otro lado del fuego, observándome con sus negros ojos de expresión cansada.
—Si me das tu palabra de no violar mi hospitalidad, te dejaré las manos libres —le dije.
Daiaukka consideró un momento mi propuesta y luego asintió.
Desenfundé mi daga del cinturón y corté las cuerdas que le sujetaban las manos. Luego llené una copa de vino y la deposité junto a sus pies. Daiaukka la cogió y apuró su contenido de un solo trago. Volví a llenársela y la vació de nuevo, por lo que acabé dejando la jarra a su lado. Probablemente no habría bebido un sorbo de agua desde la mañana. Volví a sentarme.
—¿Qué parte de tu ejército sigue en pie? —le pregunté—. ¿Acaso un tercio?
—Dudo que sean tantos…, y los mejores han muerto.
Ni su rostro ni su voz impersonal reflejaban la menor emoción. A juzgar por su expresión podíamos estar discutiendo el destino de seres extraños. Volví a tener la impresión, ya recibida en nuestros anteriores encuentros, de que me hallaba ante un hombre notable.
—¿Sabes lo que sucederá seguidamente? —proseguí—. Por la mañana recibiré muestras de sumisión de los nobles medas que han sobrevivido, que se precipitarán tratando de ser los primeros en arrojarse a mis pies, y las tribus se inculparán entre sí de haber iniciado esta guerra… Y todos te acusarán a ti. Has perdido la partida, Daiaukka, y la nación que soñaste crear con estos cabrerizos habrá muerto.
—Por ahora, así es. Pero, al final, tendrás que marcharte de aquí, señor, y los hombres volverán a forjar sus sueños.
Se llevó una vez más la copa de vino a los labios y bebió lentamente, como aquel que se halla en paz consigo mismo. Lo que había dicho era cierto.
—No deseo quitarte la vida —le hice saber, sintiéndome incómodo, como si en cierto modo hubiese sido yo quien hubiese perdido la partida—. Te perdonaré si rindes sumisión al rey de Nínive. Sería mejor que aceptases las consecuencias de esta derrota y que, como has dicho, aguardases tiempos mejores.
—¿Mejores para quién, señor Tiglath Assur? —repuso, sonriéndome como si le divirtiera mi infantil sencillez.
—Mejores para tu pueblo, que espero no vuelva a levantar cabeza durante mi vida…, el cual, si te niegas, se encontrará con un shah escogido por mí.
—¿Estás seguro? Sí, desde luego. Sí, quizá sería mejor para ellos.
—¿Te sometes entonces?
—Esta noche no me someteré, mi señor. —Depositó de nuevo la copa a sus pies y se cubrió el rostro con las manos como si intentara despejar su agotamiento—. Si deseas recibir mi respuesta tendrás que aguardar hasta mañana, pero no antes. Mi vida está en tu poder y puedes tomarla cuando desees, pero de ningún modo empeñaré mi palabra simplemente porque me encuentre cansado y desmoralizado.
—Entonces aguardaremos hasta mañana. ¡Guardias!
Lushakin acudió corriendo ante nosotros empuñando la espada, como si esperase encontrar a Daiaukka apretándome el cuello y no sentado al otro lado del fuego, mientras regateábamos como conductores de caravanas. Me pareció que se sentía defraudado.
—Busca un lugar donde el shah-ye-shah pueda descansar esta noche —le dije—. Y procura que se sienta cómodo.
—Sí, señor, se hará como tú deseas, rab shaqe: tengo preparada una cadena de cobre para sujetarle por el cuello.
Daiaukka se echó a reír: aquel hombre no parecía temer a nadie.
—Destínale un guardián si vas a estar más tranquilo —respondí—. Pero acompáñale a mi presencia mañana cuando envíe a por él.
¿Dormiría Daiaukka aquella noche? A juzgar por la personalidad que iba desvelando ante mí no me hubiera sorprendido enterarme de que así había sido. Por mi parte no pude cerrar los ojos. Permanecí junto a la hoguera del campamento manteniéndome en vela junto al cadáver de Tabshar Sin sin más compañía que una copa de vino hasta que nos alumbró la luz del día.
Quizá estaba muy bebido y los vapores etílicos me nublaron el cerebro hasta hacerme comprender que había atrapado a Daiaukka, a quien me proponía dar muerte con mis propias manos y sacrificarlo como una primera ofrenda al espíritu de mi difunto amigo si no se sometía al poder de Assur. Y le ejecutaría en presencia de todos sus nobles que aún seguían con vida, para que pudieran enterarse del castigo que merecía un acto de desafío. Humillaría al shah ante sus ojos o le entregaría a la muerte en presencia de todos. Durante aquella noche me consolé pensando en ello. Sin embargo, a veces nos consideramos sumamente inteligentes y, en realidad, somos unos necios.
Cuando llegó el amanecer ordené que cavaran la tumba de Tabshar Sin al otro lado de los terraplenes de nuestro campamento, en el terreno que él, yo y muchos más habíamos conquistado con nuestras espadas para mayor gloria de Assur y de nuestro rey. Deposité su cuerpo en la profunda zanja y con mis propias manos le cubrí de tierra. Dentro de un año, cuando hubiese vuelto a crecer la hierba, nadie conocería el lugar donde reposaban sus restos. En aquella jornada de luto, Tabshar Sin sería el primero que descansaría en su tumba.
En la ennegrecida llanura realicé los últimos ritos que un hombre puede ofrecer a un viejo amigo y fueron muchos los que presenciaron tales hechos. Los soldados del ejército del norte montaron guardia en silencio, sabiendo que también ellos se verían obligados a realizar la misma tarea por sus camaradas que habían encontrado la muerte en el campo de batalla.
En cuanto a los medas, a la sazón nuestros prisioneros y un día antes nuestros enemigos, presenciaban asimismo aquel espectáculo sin duda preguntándose si estaban a punto de sumirse en la profunda oscuridad de la muerte. Tabiti se encontraba detrás de mí, sonriendo levemente como si calculase la importancia de los despojos. Daiaukka nos acompañaba también, pero hacía tiempo que yo había renunciado a tratar de averiguar qué pensamientos cruzaban su mente.
Me levanté y me limpié las manos de tierra. Hacía dos días que no dormía, la cabeza me dolía y tenía un sabor amargo en la boca, pero aquéllas no eran más que las heces de la jarra de vino, ni más ni menos lo que yo merecía. Sin embargo, mi espíritu comenzaba a serenarse y en cierto modo me había abandonado la ira y comprendía muy claramente lo que debía hacerse.
—Si los medas así lo desean —grité para que todos pudieran oírme—, la lucha que Assur ha emprendido contra ellos puede acabar en este mismo instante. Os invito a que os arrodilléis y juréis sumisión al rey mi padre, el señor Sennaquerib, que reina en Nínive y Kalah en nombre de Assur, señor de las Cuatro Partes del Mundo y dueño de este lugar y de todo el mundo.
Los nobles medas, los notables arios, se arrodillaron como un solo hombre y juraron… Juraron todos, menos uno. Porque el señor Daiaukka, el shah-ye-shah, el único cuya palabra tenía valor para mí, seguía erguido sin prestar acatamiento.
—¿No deseas jurar, mi señor? —le interrogué, sorprendiéndome al comprobar que no me sentía contrariado. Me pregunté por qué me alegraba de que no se sometiera. Tal vez fuese porque era un gran hombre, de los que jamás se humillan…; sí, quizá fuese ésa la razón.
—No —repuso moviendo negativamente la cabeza y cruzando los brazos en el pecho—. Los demás pueden hacerlo, pero yo no. Porque he jurado que si es preciso moriré como shah de los arios y arrojaré a mis enemigos de este país o pereceré en tal intento.
—En una ocasión me dijiste que un día nos enfrentaríamos y que entonces veríamos quién era el favorito de Ahura. ¿No puedes aceptar el juicio de tu dios?
En el instante en que había pronunciado aquellas palabras comprendí que había cometido un gran error.
Daiaukka también lo comprendió. Sonrió levemente.
—No, mi señor…, porque tú estás vivo y también yo. El pleito entre ambos sigue en pie y sólo podrá zanjarse entre nosotros, sin que medie nadie más. En estos momentos mi vida se halla en tus manos, si tal es tu voluntad, pero si me matas no habrás demostrado nada. Debemos enfrentarnos uno a otro y en único combate hasta la muerte.
Percibí el estremecimiento general de todos cuantos habían sido testigos de aquel reto. Tabiti se adelantó y me asió del brazo.
—No debes hacer tal cosa —susurró, tenso—. ¡Mátale ahora mismo… o lo haré yo por ti!
—Nadie más que yo puede matarle —respondí. Me había resignado porque sabía que no era Daiaukka quien me había tendido aquella trampa sino yo mismo—. Tiene razón. Pide que nos enfrentemos en combate, midiendo nuestras fuerzas o, si lo preferís, su magia contra la mía. Si me niego y le mato como a un perro, entonces nunca morirá sino que seguirá reinando eternamente en estas montañas. No me queda otra elección.
Tabiti me soltó comprendiendo que tenía razón.
—Pero voy a imponer una condición —dije en voz alta para que todos pudieran oírme—. Los dioses decidirán quién debe sobrevivir, mas la guerra debe concluir. Si soy yo el vencedor, los parsua mantendrán la palabra que en esta fecha han dado a mi padre. Si muero, el señor Daiaukka debe prometerme que durante toda su vida no será violada la frontera existente entre nuestros respectivos países.
—Acepto —repuso. ¿Por qué no iba a acceder? ¿Qué podía perder con ello?—. Y debo pedir otro favor al señor Tiglath Assur: deseo disponer de tres días antes de que nos reunamos para zanjar esta cuestión. No pienso cometer traición alguna, sólo deseo ver a mi hijo una vez más.
—Así sea.
De modo que todo quedó arreglado: dentro de tres días celebraríamos un duelo mortal.