XXIX

Durante aquellos dos años los buitres habían realizado su trabajo. Exceptuando los huesos que se mantenían unidos por jirones de carne descompuesta, apenas quedaban restos de los cadáveres de Uksatar y los cuatro notables de la tribu miyane. Las mismas ropas que vestían en el instante en que murieron habían quedado destruidas, por lo que ni siquiera aquellos que como yo habíamos presenciado su ejecución logramos distinguirlos.

Espectro, mi corcel, que a la sazón ya era un magnífico semental, un caballo destinado a la guerra educado para enfrentarse en batalla y no verse afectado por el olor a sangre, relinchó nervioso y levantó la tierra con sus cascos cuando me detuve un instante para contemplar aquel macabro espectáculo: los cinco esqueletos de aquellos hombres que habían sido empalados como escarmiento, allí olvidados para que contemplasen con las vacías cuencas de sus ojos las montañas del este desde las que habían osado declarar la guerra al país de Assur.

Pero, naturalmente, la advertencia había sido inútil. En el transcurso de aquellos dos años, de modo intermitente y en especial durante el invierno que acababa de transcurrir, bandas de salteadores medas habían atravesado aquellas fronteras, sometiendo a pillaje todas las aldeas del contorno. No había nada sorprendente en ello. Puesto que sabían que de todos modos iba a regresar, ¿para qué iban a refrenar aquellos nómadas su natural codicia?

Y aunque yo no estuviera dispuesto a reconocerlo fácilmente, tales incursiones no me molestaban demasiado, puesto que justificarían la guerra que estábamos a punto de declarar al pueblo de Ahura.

De todos modos no éramos unos vulgares depredadores a quienes impulsaba el ansia de asesinar y robar cuanto pudiéramos, sino que representábamos al brazo justiciero de nuestro dios, que no toleraba ver sometido a su pueblo a tantas vejaciones. Pero lo más importante de aquel hecho era la limitación que demostraba en el dominio que Daiaukka ejercía sobre su confederación tribal.

Daiaukka no era en modo alguno un necio, y sabía que incendiar los poblados situados al oeste del río Diyala y arrebatarles su ganado propiciaría la conflagración que inevitablemente debía producirse. Tampoco ignoraba que mi política militar contaba con una fuerte oposición, y que aún debía ganarme la voluntad de mi padre para que auspiciase tal empresa y era bastante inteligente para comprender que en Nínive estábamos perfectamente informados de todas las chozas que se incendiaban, los campesinos que eran exterminados y las medidas de cebada que se sustraían, y que todo aquello servía para reforzar mi tesis de que los medas constituían una amenaza que debía ser aplastada.

Por consiguiente le constaba que aquellas provocaciones fronterizas eran desatinadas y no las impedía porque le era imposible. Su voz apenas tenía fuerza de ley entre las tribus del Zagros, por mucho que se atribuyese a sí mismo el título de shah-ye-shah, rey de todos los reyes de los arios. Peor para él.

De modo que mientras observaba los restos de aquellos miyane a quienes había ordenado dar muerte, con sus cráneos únicamente cubiertos por algunos restos de carne reseca y agostada por el sol, sonriendo diabólicamente ahora que ya disfrutaban de bastante serenidad para reconsiderar la ridícula locura de sus crímenes, no lamentaba que mi aviso hubiese sido despreciado y prometía a Assur que los medas no volverían a necesitar semejantes advertencias durante muchos años en el futuro.

Regresé al campamento, una extensión de tiendas que constituían casi una ciudad sobre la inmensa llanura, donde el ejército de Nínive disfrutaba de un prolongado y último atardecer apacible antes de mojar nuestras sandalias en el Diyala por postrera vez para introducirnos en las tierras de los medas.

Me veía obligado a refrenar a Espectro, que tensaba sus bridas deseoso de emprender la carrera. Sus largas y plateadas crines flotaban al viento y los músculos de su poderoso cuerpo se dibujaban tensos y arqueados bajo la piel. Era un magnífico corcel, potente y rápido, y estaba convencido de que me traería suerte.

Cuando entré en el campamento los hombres me recibieron entre vítores y aclamaciones. Si encontraba algún rostro conocido sonreía y le devolvía su saludo porque los soldados deben estar convencidos de que sus superiores se preocupan por ellos. Me habían confiado sus vidas aun sabiendo que los conducía contra un enemigo de notorio valor y ferocidad y, como deseaban salir triunfantes y airosos de aquella empresa, habían creado un ídolo al que llamaban Tiglath Assur. Siempre sucede igual: se enaltece a un hombre para favorecer los propósitos y esperanzas de muchos.

Y aquel año de nuevo enarbolamos la enseña de la estrella ensangrentada que ondeaba en nuestros estandartes bajo el signo alado de Assur, porque esperaba que no sólo mis hombres creyesen en el mito del sedu del poderoso Sargón.

Sin embargo no confiaba únicamente en la magia de mi propia reputación. El ejército que conducía hacia el Zagros estaba formado por veinte mil hombres fuertes, disciplinados y aguerridos, conscientes de lo que de ellos se esperaba, muchos de los cuales eran veteranos de antiguas campañas y conocían el terror de la batalla. Si éramos derrotados, sería yo quien habría fracasado y no ellos. Pero estaba seguro de que venceríamos.

—¿Cuándo levantamos el campamento, rab shaqe? —preguntó Lushakin sujetando las bridas de Espectro para que yo desmontase.

—Una hora antes del amanecer —repuse—. Cuídate de que los soldados estén dispuestos para partir con las primeras luces. Deseo que los medas se den cuenta de que, aunque somos numerosos, estamos organizados.

—¿Crees que nos vigilan?

—Me consta que así es —repuse mirándole fijamente y enarcando las cejas con fingida sorpresa, como si no pudiese creer que pudiera ser tan ingenuo—. Sus observadores nos llevan unas cinco horas de ventaja desde el tercer día que salimos de Amat. Si marchases en vanguardia conmigo, habrías podido ver los excrementos que han dejado sus caballos por el camino.

Tabshar Sin se echó a reír:

—Deberías ir con más cuidado, príncipe, o este bobalicón acabará creyéndote.

Lushakin también se rió al comprender que le había gastado una broma. Conocía a aquellos hombres desde mi más tierna juventud y podía permitirme semejantes confianzas.

—No obstante están ahí —aseguré—. No son tan necios como para dar a conocer su situación, pero me consta que se encuentran próximos: presiento que nos están vigilando.

En mi tienda guardaba excelentes mapas levantados de los territorios situados al este del Diyala, proyectados sobre pergaminos por los esclavos cimerios que habíamos liberado del cautiverio en nuestra última campaña. En ellos aparecía hasta la última piedra de las estepas del Zagros: por lo menos no avanzaríamos a ciegas.

—Debemos mantenernos en las llanuras —sugerí a mis oficiales—. Un ejército de estas dimensiones no puede maniobrar ventajosamente por las montañas y, además, ¿para qué dar ocasión a Daiaukka de que nos tienda una emboscada? Contamos con una ventaja numérica a nuestro favor. Pese a la caballería que logren reunir los medas, no pueden confiar en aplastarnos y un gigante no se introduciría en una jarra de cerveza para emprender una batalla.

—Acaso simplemente decidan ignorarnos y aguardar en las montañas hasta que llegue el invierno en que nos veremos obligados a retirarnos.

—Daiaukka luchará. Sabe muy bien que un rey no lo es de hecho si no puede proteger a su pueblo. Devastaremos de tal modo los Zagros que se verán obligados a luchar.

Cuando la entrevista hubo finalizado, Lushakin y Tabshar Sin se quedaron conmigo y los tres tomamos unas copas y hablamos de los gloriosos tiempos pasados hasta muy entrada la noche. Habíamos perdido las esperanzas de dormir y en tales ocasiones es mejor no encontrarse solo.

En el instante en que el sol comenzaba a asomar por el grisáceo cielo, los ejércitos vengadores de Assur ya estaban en marcha, y a mediodía cruzamos el río y pisamos la tierra que nuestros enemigos consideraban suya.

Al caer el crepúsculo del segundo día regresaron nuestros observadores y nos informaron de que habían divisado la primera aldea meda. Por la mañana impartí instrucciones:

—Llevaos una compañía y destruidlo todo: que no quede un muro en pie ni una cabaña… ¡Todo! Incendiad las cosechas y regresad con todos los animales que podáis: no tenemos por qué privar a nuestros soldados de alimentos. En cuanto a los demás, matadlos y arrojad sus cadáveres a los pozos. Exterminad a cualquier hombre armado que encontréis o que ofrezca resistencia; llenaremos el país de mendigos y vagabundos que Daiaukka tendrá que alimentar… si le es posible. Que nadie moleste a las mujeres: debemos demostrarles que no somos unos bárbaros.

Los medas construyen sus casas de piedra, pero los tejados son de madera. A la mañana siguiente aún seguían ardiendo, tiñendo el cielo de aquellas latitudes de un ominoso negro rojizo. Mis soldados se regocijaron con ello. ¿Y cómo no iban a hacerlo puesto que nuestros enemigos nos habían castigado de igual modo? Pero ante aquel espectáculo se me helaron las entrañas.

Durante muchos días se repitieron tales hazañas. Compañías de hombres se separaban del contingente principal del ejército y se entregaban al saqueo y al pillaje. Nuestras reservas de grano estaban a rebosar y contábamos con caballos, ganado y cabras que bastarían para abastecer a unas fuerzas que decuplicasen nuestros efectivos. Encontramos oro y plata, que repartí en calidad de botín entre los soldados, reservándome como de costumbre una quinta parte.

En breve —al igual que sucediera en nuestra última campaña— acudieron a nuestro encuentro los notables de las aldeas y nos ofrecieron tributos para que respetásemos sus vidas y sus haciendas, pero yo me mostraba implacable.

—Habéis prestado adhesión a un rey perverso —les decía—. Él es el culpable de que sufráis nuestra venganza por enfrentarse al país de Assur. Todo cuanto estáis sufriendo mi propio pueblo lo ha padecido antes que vosotros…, y mucho más. Los seguidores de Daiaukka deben enterarse de cuál es el precio que exige mi dios a aquellos que se burlan de su poder.

Al oír mis palabras los notables se lamentaban en tonos desgarrados y se mesaban las barbas.

—¡Pero nosotros sólo somos pastores y campesinos, augusto señor! ¡No guerreamos ni empuñamos las armas contra el país de Assur! ¡Perdónanos!

—¿Acaso los míos no eran también campesinos y pastores? ¿No acompañan vuestros hijos al ejército de Daiaukka? Sin embargo mostraré cierta clemencia hacia vosotros, sin duda más de la que ha hecho gala aquel de quien me propongo tomar venganza: os concederé un día de gracia. Reunid los bienes que os sean posibles y marchad a las montañas. Deberéis dejar vuestros carros, pero podréis llevaros todo cuanto logréis cargar en vuestras espaldas. Partid al encuentro de Daiaukka. Le explicaréis cuál es vuestra situación y le exigiréis que os dispense su protección, como es de justicia. Decidle que el señor Tiglath Assur, hijo de rey y príncipe de los países occidentales, no cejará en su avance destructor hasta que sea arrojado del país por la fuerza o venza a sus enemigos en franco combate.

Y alcé la mano a modo de despedida para que pudiesen ver la estrella ensangrentada de mi palma y comprendieran quién les había hablado.

Y así, mientras mis palabras circulaban de pueblo en pueblo, las estepas de los Zagros se llenaron de lamentos y los senderos y caminos se atestaron de peregrinos. Al igual que las aguas se rompen ante la proa de un buque, así la gente que se autocalificaba de aria se desperdigó ante las columnas de nuestro ejército. Desde la distancia veíamos ininterrumpidamente las nubes de polvo que levantaban sus pies descalzos mientras emprendían una desesperada huida para librarse de la destrucción.

Y siempre encontrábamos sus poblados vacíos, las cabras todavía atadas en los patios y los graneros intactos, porque sabían que si quebrantaban el pacto los perseguiríamos y mataríamos, abandonando sus cadáveres para alimento de los perros: todo aquello que no podíamos llevarnos lo quemábamos y destruíamos.

En muchas ocasiones incluso nos encontramos algunas mujeres abandonadas o que se habían quedado por voluntad propia. Una vez hallamos dos hermanas en la choza de un notable, según me dijeron, esposas de un hombre de setenta y tantos años. Cansadas del destino que les había tocado en suerte, me rogaron que les encontrase esposos jóvenes entre los soldados de Assur. Las jóvenes me aseguraron que podían satisfacer a cualquier hombre digno de considerarse como tal y me invitaron a comprobarlo por mí mismo. Hacía muchos días que estaba solo, y por tanto me sentí muy satisfecho de poder complacerlas. Seguidamente les entregué dos siclos de plata a cada una y les dije que estaban en libertad de seguir al ejército, pero que cuando reinase la paz podrían escoger entre aquellos que más las hubiesen agradado y tomar el velo según la costumbre de mi país, con lo que parecieron muy satisfechas.

La mayor parte del país sufría los rigores de una estación dura. Poco a poco el terreno ganaba aridez. Aquel invierno se haría sentir el hambre, y muchos de los que habían huido de sus hogares no vivirían para regresar a ellos y perecerían en las colinas, acogiendo la muerte como una liberación de sus penalidades. Era un triste destino cuya responsabilidad recaía sobre Daiaukka y él lo sabía muy bien.

De modo que no me sorprendió que me anunciaran la llegada de un mensajero en son de paz.

Cuando los medas desean parlamentar envían un emisario con una lanza de cuya punta surgen cintas blancas. A medida que se aproxima, el hombre agita la lanza sobre su cabeza y las cintas resplandecen al sol, precaución inútil, puesto que un solo hombre a caballo no basta para asustar a un ejército, y nosotros le hubiésemos permitido atravesar nuestras líneas sin tan ostentosa exhibición de sus intenciones.

En cuanto se encontró dentro del campamento, desmontó y, sin cambiar palabra, fue conducido inmediatamente a mi tienda acompañado de un centinela.

—¿Te envía Daiaukka? —le pregunté.

—Soy portador de un mensaje del shah-ye-shah —repuso como si desease afearme mi impertinencia al aludir a tan eminente personaje simplemente por su nombre—. Desea reunirse contigo a solas, garantizándote tu seguridad.

Era un hombre joven, alto y apuesto, de ojos grandes como una mujer y barba negra y brillante cuidadosamente rizada. Sonreía mostrando sus dientes como si estuviera muy consciente de la impresión que causaba.

—¿Por qué debemos fiar la vida de nuestro príncipe a tales garantías? —le preguntó Lushakin. Aquella pregunta casi equivalía a un claro desafío—. ¿Por qué hemos de creer en las palabras de Daiaukka?

—Porque también yo las creo —anunció el mensajero, ostentoso como un pavo real—. Soy Tanus, primogénito de Rameteia, parsua de la tribu de los upasha y me quedaré aquí hasta que el señor Tiglath Assur regrese ileso.

Y paseó una mirada en torno como si esperase que le felicitásemos por su heroísmo.

—¿Dónde debo encontrarme con el shah-ye-shah? —pregunté—. ¿O acaso tiene que ser un secreto?

—Te aguarda a menos de dos horas de aquí, en el lugar donde las colinas inician su ascenso… allí.

Allende las estepas distinguí un muro yermo y resquebrajado. Contra las verdes praderas se recortaban afiladas rocas que parecían haberse hendido desde gran profundidad, como espíritus de algún antiguo universo que hubieran retornado para dominar aquel mundo verde. Y más allá se encontraban los montes Zagros envueltos en una neblina negro azulada, del color del metal quemado. Daiaukka me esperaría allí solo, en algún lugar escondido escogido por él mismo, lejos de la vista y de cualquier posibilidad de ayuda.

—Muy bien —dije sin permitirme un instante de vacilación—. Al pie de las colinas. ¿Cómo daré con él?

—No debes preocuparte, señor. Él te encontrará.

Y me sonrió entornando los ojos. Tenía la arrogancia característica de los hombres primitivos que apenas han visto el mundo fuera de su propio pueblo. No me agradó.

—Entonces no me preocuparé. Ni en ése ni en otro punto —repuse imitando su sonrisa—. Lushakin, acompaña al señor Tanus a mi tienda. Cuida de que le den de comer y acomódale hasta mi regreso.

Tabshar Sin me siguió cuando iba a recoger mi caballo, reflejando una intensa ira en todos los movimientos de su sólido y viejo cuerpo, pero por lo menos tuvo la delicadeza de aguardar a que nuestro huésped no pudiera oírnos.

—¿Has perdido el seso, príncipe? —dijo con voz sibilante, echando una mirada sigilosa en torno para asegurarse de que nadie era testigo de tamaña insolencia—. ¿Has perdido él sentido de lo que debes a estos hombres a quienes has conducido hasta el fin del mundo? Ese shah-ye-sha, ese bárbaro nacido bajo una manta de montar, sin duda te estará aguardando con veinte asesinos para degollarte.

—¿Quieres que los medas imaginen que el sedu del Gran Sargón les tiene miedo? —repuse, pasándole el brazo por los hombros.

—Sí… Quisiera que les hicieras comprender que los hombres de Sargón no están dirigidos por un insensato que desprecia su vida como si se tratara de una sandalia rota.

—¡Oh, no tengo la intención de hacer semejante cosa! —contesté riendo, porque quería como si fuera mi padre a aquel viejo rab kisir, terror de los hijos del viejo Sennaquerib—. Y si descubro que me he equivocado puedes castigarme haciéndome limpiar los establos de la Casa de la Guerra.

—Te enviaría allí dentro de un saco de cuero —continuó, casi mascando las palabras—. Por lo menos que te acompañe una escolta… Llévate algunos hombres.

—No. Daiaukka ha pedido que vaya solo.

—¿Por qué tenemos que cumplir las órdenes de Daiaukka? Deja que te acompañe. No tendrá nada que objetar ante la presencia de un anciano manco.

—Si te viese sin duda creería que te propones darle muerte. No, ha especificado muy claramente que debo ir solo. No le temo y confío absolutamente en su palabra.

—¿Qué puede esperarse de un hombre que vive entre los bárbaros?

—De la palabra de ese bárbaro podemos fiarnos totalmente.

Hacía casi una hora que el sol había descendido en su tránsito hacia occidente, cuando mi caballo acabó de atravesar las altas hierbas de las estepas e iniciamos nuestra escalada por las rocosas colinas de los montes Zagros. Espectro escogió cuidadosamente un camino entre las escarpadas piedras. Parecía intuir el peligro que encerraban aquellos angostos senderos llenos de recovecos y bruscas pendientes, en los que detrás de cada escarpe podían ocultarse veinte hombres prestos a caer sobre nosotros y donde nuestras vidas peligraban a cada instante tras atravesar algún pequeño claro, y erguía las orejas esforzándose por captar el menor ruido. Pero el silencio era absoluto: Daiaukka tal vez estaría aguardando en algún lugar más alejado, silencioso como la propia muerte. Aunque había fiado en su palabra y en mi sedu protector, me sentía inquieto.

—Veo que has accedido a venir. Por fin podremos hablar y entendernos de hombre a hombre.

Había surgido repentinamente ante mis ojos sin que le hubiese oído acercarse. Seguía montando su espléndido corcel negro e iba acompañado de otro de muy lucida estampa montado por un hermoso y robusto muchacho de ocho o nueve años, sin duda hijo suyo y que, pese a su barbilampiño rostro, ya había perdido la juvenil dulzura de la infancia. Sospeché e incluso temí que cuando creciera se asemejara a su padre en todos sus aspectos.

Daiaukka no llevaba otra compañía ni exhibía más arma que una espada de hoja corta que sujetaba en el cinto. No me había equivocado con él: no era hombre que se denigrase con viles traiciones.

—Es mi primogénito —indicó sin mirarle siquiera—. Se llama Khshathrita y le he traído conmigo para que pueda conocerte y aprender cómo se comportan los hombres.

Aquella explicación era innecesaria. El niño no apartaba los ojos de mí, como si deseara grabar mi imagen en su mente hasta el último detalle. Su padre le había llevado consigo para hacerle comprender que aquella guerra no concluiría con una o diez batallas, sino que se transmitiría de una en otra generación mientras persistiera la simiente de los ukshatar, y acaso aún después. Daiaukka deseaba demostrarme que mi enemigo no era un hombre sino una nación y que las naciones siempre vuelven a resurgir. Sus intenciones no me habían pasado por alto.

—He visto tu ejército —prosiguió tras una breve pausa—. Es un espectáculo imponente que siembra el terror en el corazón de los sencillos aldeanos, pero que hallará su destrucción en las praderas de Media. Uno u otro ejército serán destruidos…, aunque aún no podemos aventurar cuál de ellos. Sin embargo confío que sean los soldados de Assur quienes yazgan expuestos al sol.

Sonreí al muchacho, que por un instante olvidó ante quién se encontraba y me devolvió la sonrisa. No pude menos que preguntarme qué pensaría de aquellas invectivas que cruzaba con su padre. ¿Comprendería que carecían de sentido, que eran una especie de conjuro para suscitar fantasmas en los que nadie creía? Me parecía improbable.

—Los hombres que me siguen triplican las fuerzas de tu ejército —prosiguió Daiaukka—. Nuestra caballería es innumerable. Vale más que te retires ahora si confías regresar a tu patria. ¿Acaso crees conseguir la victoria?

—He vencido en más de una ocasión a fuerzas muy superiores a las mías. Puedes estar al frente del ejército más poderoso, pero de todos modos te venceré. No somos chusma, Daiaukka, sino soldados de Assur, y hemos conquistado un mundo más vasto de lo que puedas imaginar. La hoja de una daga tal vez no sea más larga que tus dedos, pero te atravesaría el corazón, mientras que una espada de barro se desmoronaría bajo su propio peso.

Daiaukka no respondió porque sobraban las palabras. En la altanera mirada de sus negros ojos comprendí perfectamente que no era hombre que se amedrentara ante algunas amenazas. Sí, libraría mi gran batalla, puesto que ello colmaría tanto los deseos de Daiaukka como los míos. Tan sólo quería hacerme comprender que confiaba degollarme con su espada.

—Si tanto desprecias la vida, supongo que te decidirás a bajar de las montañas con tu ejército —aventuré.

No era aquélla una cuestión que me importase en sí misma, sino la que de ella se desprendía: cuándo pensaba hacerlo.

El shah-ye-shah, señor de los arios, se limitó a asentir en silencio.

—Sí —dijo por fin—, seré yo quien escoja el tiempo y el lugar, pero volveremos a encontrarnos. Mediremos nuestra virtud y veremos quién es el protegido de Ahura.

—La guerra tiene poco que ver con la virtud, Daiaukka, y triunfa aquel que comete menos errores.

Me sonrió como si lamentase la mezquindad de mi espíritu.

—Voy a hacerte un regalo —añadió. Y sin volverse tendió la mano a su hijo que le entregó una bolsa—. Como dices, triunfa aquel que comete menos errores.

Dejó caer la bolsa en el suelo y sin añadir palabra obligó a dar media vuelta a su caballo y emprendió la marcha por el pedregoso camino. Aguardé hasta que él y su hijo se perdieron de vista, y entonces desmonté para recoger la bolsa y la abrí. En el interior se encontraba la cabeza de Upash, el noble uqukadi que había creído que podría venderme a su nuevo amo como si fuese varias medidas de mijo. Le así por los cabellos y examiné su rostro. No hacía mucho que había sido decapitado y aún hedía a sangre fresca. Sus ojos, velados por la muerte, estaban desorbitados, como si le hubiesen cogido por sorpresa, y quizá así hubiese sido. Parecía que en aquella ocasión no había podido liberarse de su simtu.

Regresé a las herbosas estepas y desde allí emprendí la marcha hacia el campamento. Una hora antes de anochecer resonaban los tambores de los centinelas que anunciaban mi llegada.

Tanus, el upasha, fue el primero que acudió a recibirme.

—Veo que has regresado con vida —observó como si me censurase haber dudado de la palabra de su rey.

—Sí, aquí estoy y no volveremos a vernos hasta el día en que el césped se tiña de sangre.

Mi interlocutor se echó a reír. Estaba convencido de su triunfo y lo demostraba ruidosamente. Lo único que comprendía era que se aproximaba una gran batalla, seguramente la primera en que intervendría en su vida, y por tanto debía creer que sólo podía ser suya la victoria. Era bastante joven para pensarlo así. Fustigó su caballo y marchó al galope; regresó a sus montañas para reunirse con su gente y su poderoso señor.

«Es un pobre necio —pensé—. No se da cuenta de nada».

Mientras atravesaba el campamento en dirección a mi tienda, los soldados me aclamaban a mi paso, manifestando de aquel modo su alegría al ver que no había hallado la muerte por ningún barranco y que volvía a encontrarme entre ellos para conducirlos salvos al hogar cuando hubiésemos acabado con el último meda. Eso es lo que piensan todos los soldados y el comandante que lo ignora es hombre perdido.

Y vociferaban mi nombre hasta enronquecer, golpeando sus escudos con las espadas cuando yo levantaba la mano mostrando la estrella ensangrentada. Eran como niños asustados en la oscuridad y el sedu del Gran Sargón y yo nos habíamos convertido en su única luz.

—Tabshar Sin —dije al anciano cuando acudió a mi encuentro con una copa de vino—. Vamos a enfrentarnos con una carnicería como no se había visto desde Khalule o incluso peor, porque los medas combatirán hasta que los hayamos destrozado bajo las ruedas de nuestros carros.

—¿Hemos venido a cumplir una misión imposible, príncipe? —preguntó.

Su mirada me hizo comprender que se limitaba a comprobar mi valor, porque no existía hombre que menos temiese a la muerte que mi rab kisir. Me eché a reír.

—No. No tenemos otra elección —le dije por fin—. No podemos renunciar a esta batalla porque, si ahora no lo hacemos, dentro de un año tendremos que rechazarlos bajo los muros de Nínive. No nos queda otra opción.

—Entonces los derrotaremos —repuso como si manifestara algo evidente—. El dios no nos abandonará.

—Sí, los venceremos.

Aquella noche, cuando me acosté, recordé la sonrisa con que Daiaukka se había despedido de mí: también él creía contar con el favor de los dioses.

Durante diez días avanzamos lenta y cautamente. No tenía intención de dejarme sorprender por la repentina aparición del ejército de Daiaukka, por lo que enviaba observadores que peinaban la zona en todas direcciones, incluso por las montañas, y nos informaban seguidamente de todo cuanto se movía a unos veinte beru de nuestras columnas. No los vimos en ningún momento: eran tan invisibles como el viento y, sin embargo, no me cabía la menor duda que los medas estaban cerca y se concentraban para presentarnos batalla.

Al atardecer del décimo día, en medio de una tormenta de polvo procedente del desierto del norte, que sofocaba a hombres y caballos, y bajo un cielo que parecía a punto de desplomarse sobre nosotros como si fuese la bóveda de la tierra, un jinete solitario llegó a nuestro campamento. Vestía el uniforme de los medas y se cubría nariz y boca con un gran pañuelo orlado de moneditas de plata de modo que únicamente eran visibles sus ojos. Cuando los centinelas le exigieron el santo y seña, rogó que le condujesen a mi presencia.

—¿Qué es lo que deseas? —le interpelé impaciente, muy disgustado al encontrarme sometido al crudo y arenoso vendaval, pues todo aquel que podía evitarlo no se aventuraba a salir de su tienda en semejantes condiciones—. ¿Qué quieres de mí?

El hombre adelantó un paso, dejándome ver sus ojos y comprendí de quién se trataba. Su mirada era astuta e inteligente y tenía una calidad felina: aquel hombre no era meda. Despedí al guardián.

—Entremos en mi tienda —le dije en cuanto nos quedamos solos—. ¿Me traes algún recado del señor Tabiti?

—Hermano, soy Tabiti.

Con un único y diestro movimiento se quitó el pañuelo y al punto me encontré ante el jefe de los sacan, que rió complacido ante mi sorpresa. Nos dimos un fuerte abrazo.

—Confío que el señor Tiglath no haya olvidado traer vino a este siniestro lugar —indicó limpiándose el polvo de brazos y hombros—. Tengo el gaznate reseco, y aunque se trate de ese sucio brebaje que te regalaron los urartu será bien recibido. ¡Por los dioses! ¿Son éstas las ricas praderas que prometiste dar a los Scoloti como si se tratase de un imperio digno de reyes?

—Cuando no corre viento produce mejor impresión. Y, desde luego, sí que tengo vino.

Ordené que asaran una cabra y, mientras aguardábamos a que estuviese a punto, Tabiti y yo comenzamos una jarra y nos embriagamos juntos. Se sentía muy cansado porque había partido de su campamento hacía veinte días para realizar un reconocimiento del terreno y encontrarse con el ejército de Assur.

—Hemos dejado los carros con las mujeres y los niños en las costas del lago Urmia —me informó—. Tengo diez mil magníficos soldados y viajamos a gran velocidad. Me siguen con unos ocho días de diferencia y se encuentran cerca de la falda de las montañas Elburz. He tenido que atravesar el desierto que nos separa de aquel punto, un lugar espantoso donde sólo moran los escorpiones, y allí vi cómo se concentraban los medas. Han escogido una zona muy adecuada para ellos si se deciden a presentar allí la batalla, porque se hallan instalados en una elevación de terreno a unos ocho días de marcha. Daiaukka debe de llevar un ejército de cincuenta y cinco mil hombres.

—Me habló de sesenta.

—Entonces serán sesenta mil. Le creo. ¿Cuántos tienes tú, treinta mil?

—Veinte.

—Treinta contra sesenta… Así sea. —Se encogió de hombros como si lo considerase una minucia—. Venciste a mis tropas en el río Bohtán siendo mucho más numerosos nuestros efectivos.

—¿Conoce el enemigo nuestra llegada?

—Creo que no. Las montañas del norte están pobladas por cimerios que odian a los medas. En cuanto estemos próximos decapitarán a los jefes que Daiaukka les ha impuesto y festejarán alborozados nuestra llegada: dudo que hayan llegado noticias de nuestra venida al sur. Es agradable invadir países donde se nos recibe como liberadores.

No hice ningún comentario porque mis experiencias habían sido muy distintas. Pero tampoco abrigaba yo el propósito de instalarme en aquel lugar como en el caso de Tabiti.

—¿Es importante? —preguntó Tabiti de pronto—. ¿Has basado tus planes en la sorpresa?

Estuve a punto de echarme a reír.

—No, mi señor. Pero abrigo la duda de que algo pueda constituir una sorpresa para Daiaukka, ni siquiera su propia derrota.

—Entonces debe de contar con poderosos nigromantes a su servicio —repuso el jefe de los sacan, frunciendo el entrecejo y moviendo dubitativo la cabeza—. La magia constituye una gran ventaja en la guerra. Quizá deberíamos…

—No…, no se trata de eso —repuse riendo abiertamente, incapaz de contenerme, aunque Tabiti ya estaba demasiado borracho para sentirse ofendido—. Se trata sencillamente de que el shah-ye-shah acostumbra a considerar el futuro desde una gran perspectiva. Sus planes no dependen del éxito de esta batalla ni de la próxima, ni siquiera de su propia supervivencia. Prepara los cimientos de una casa en la que nunca residirá, pero que proyecta con gran claridad. Algún día, mucho después de su muerte, los medas se convertirán en una gran nación que gobernará el ancho mundo. En esa empresa se halla empeñado. Sabe que todo esto llegará y parece bastarle semejante conocimiento.

—Entonces está loco…, pero es un loco de los más peligrosos, porque contagia a los demás de su propia locura.

—Sí, amigo mío. —Volví a llenar nuestras copas y bebí un buen trago de vino que pareció aclararme la mente, aunque sentía que sus vapores inundaban mi cerebro—. Es muy peligroso.

Tabiti se quedó con nosotros hasta el día siguiente por la noche y durante aquel tiempo hablamos de todo cuanto había visto desde que entró en las tierras que los arios consideraban suyas. Era un hombre inteligente que iba por el mundo con ojos bien abiertos. Si hubiese sido más ambicioso, habría constituido tan gran amenaza como el propio Daiaukka, pero sus sueños no abarcaban imperios ni aspiraba a servir la avaricia de extraños dioses. Simplemente deseaba unos pastos fecundos para su pueblo y, desde luego, participar de la gloria de los soldados. Tal vez en ese sentido su prudencia fuese envidiable y, por lo menos en aquellos momentos, era un amigo que nada me ocultaba.

—Los cimerios no están deseosos de lucha —me dijo—. Intenté atraerlos a una alianza, pero tienen miedo y, de todos modos, no nos serían de gran ayuda. Sus instintos son como los de los perros y acaso correrían a lamer el suelo que pisa Daiaukka si él los llamase con un silbido. Si no triunfamos en esta gran batalla que te propones emprender, nos volverán rápidamente la espalda.

—Hablame de lo que has visto en el ejército de Daiaukka.

—¿Qué podría decirte? —Escupió en el suelo para demostrar el desprecio que le inspiraban sus enemigos, pero ambos conocíamos la verdad—. Son muchos y tienen importantes contingentes de caballería. Me encontraba en un promontorio a una hora de marcha de su campamento y no tengo ojos de gavilán para contar las plumas de sus flechas. Además, circulaban patrullas por el entorno y no me atreví a permanecer allí mucho tiempo.

—Lo sé. La prudencia es la primera virtud de un comandante. Sólo te preguntaba qué has visto.

Satisfecho con aquella respuesta, Tabiti, hijo de Argimpasa, oteó hacia la nebulosa e indefinida línea de las montañas que se extendían hacia el sur entornando los ojos. Estábamos más allá de los terraplenes que nos servían de parapeto contra un posible ataque por sorpresa y el sol se ocultaba muy lejos a nuestras espaldas.

—Me sorprendió una cosa —contó por fin—. Han construido cercas para sus caballos, una a cada extremo del campamento. Eso es algo que no esperaba, quizá Daiaukka está estudiando la posibilidad de combatir como los hombres de Assur.

Me sonrió creyendo haber hecho un comentario gracioso. Se me formó un nudo en el estómago: si los medas dividían su caballería en los flancos y dejaban la infantería en el centro, ello significaba que habían comenzado a organizarse y que lucharían en unidades en lugar de tribus, como acostumbraban hasta entonces. Y significaba asimismo que Daiaukka había aprendido algo en la campaña que nos había enfrentado hacía dos años y que, por tanto, ya no enviaría a sus hombres sobre nosotros en oleadas informes luchando como bárbaros, obsesionados únicamente por su gloria personal y la perspectiva de obtener algún botín y confiando únicamente en su caballería, su valor y el favor de sus dioses, sino que tendríamos que enfrentarnos con unas fuerzas, aunque torpes, disciplinadas. En definitiva, significaba que Daiaukka había descubierto la táctica militar.