Zabibe guardó el látigo que cada noche depositaba al pie de mi jergón con una jarra de vino y una sola copa. Mi deber consistía en utilizarlo y, si no lo hacía, ella se inquietaba primero y luego se volvía fría e insensible, pero se preocupaba muy seriamente de mantenerlo escondido, guardándolo como si fuese un tesoro. Aquel instrumento provocaba en ella un intenso despertar de los sentidos, una excitación similar a un frenesí religioso, como si la vara flexible se hubiese convertido en su ídolo, en el símbolo de su dios al que suplicaba que la liberase mediante sumisión y dolor.
Al principio cubrí su espalda y nalgas con feos verdugones, señales que le duraban varios días, pero con el tiempo me bastaba con rozarla suavemente, hacerle notar en la piel la dura y lisa superficie del látigo para provocar sus sollozos de deseo. Suplicaba, pero nunca que le evitase el castigo. Deseaba que la amenazase, que la golpease provocándole el dolor o acaso la muerte. Quería sentir daño. A veces le pellizcaba un seno hasta dejárselo magullado. E incluso hacía cosas peores, cosas que me avergüenza recordar. En una o dos ocasiones perdí la cabeza y estuve a punto de matarla, y ella casi pareció desearlo, como si ello hubiera significado el colmo de la dicha: aquélla era una fiebre inexplicable.
Y, en cuanto a mí, me sucedía algo parecido. Durante meses practicamos este cruel juego casi cada noche sin llegar jamás a saciarnos, igual que si esta afición se nutriese en sí misma convirtiéndose en una obsesión.
Los vínculos entre hombres y mujeres son tan diversos como los dibujos que el sol forma en las ondas de las aguas y de mutaciones tan rápidas. No hablo de amor, porque por mi parte no intervenía tal sentimiento: no amaba a Zabibe ni ella a mí. Compartíamos la pasión, y una pasión que coexiste con el desprecio e incluso con el odio, no es igual que el amor. Llegué a disfrutar de un modo frío y exquisito con aquella mujer, con su carne y su insaciable deseo mezcla de dolor, pero eso fue todo.
¿Y qué había sido de Asharhamat? ¿Acaso me había olvidado de ella? ¿Tan absorto me encontraba alimentando mi nuevo apetito por la crueldad que la había alejado de mis pensamientos? Nada de eso, en realidad parecía que cuanto más prendido me hallaba en las redes de Zabibe más deseaba a Asharhamat.
«No me importa con quien gastes tu simiente —me había dicho—, mientras me reserves tu corazón». Yo había llegado a temer la sabiduría de las mujeres, y en este aspecto Asharhamat demostraba serlo en gran medida. Le constaba que no tenía rivales. ¿A quién podía yo amar que no fuese ella? Exprimía mis lomos en Zabibe en un frenesí cada vez mayor y, sin embargo, día tras día, había llegado a odiar su misma presencia.
E imagino que sus sentimientos no diferían de los míos. Mientras nos afanábamos en nuestra mutua lujuria creo que aprendimos a odiarnos uno a otro.
Pero Zabibe no era lo único existente en Amat. Yo no había sido destinado a aquel lugar para solazarme con una ramera sino para combatir al frente de los ejércitos de mi padre. Tenía que preparar un ejército para la guerra, y durante horas, y en ocasiones días, apenas me acordaba de ella mientras me entregaba a la honesta y estimulante tarea de adiestrar a mis hombres.
Ascendí a varios miembros de las compañías que habían combatido en las campañas emprendidas durante los dos últimos años y los puse al frente de los reclutas recién llegados de Nínive. Tabshar Sin se encargaba de instruir a la guarnición, y cuando podía garantizarme que los muchachos se habían convertido en soldados capaces de formar decentemente en la plaza de armas, me llevaba a las montañas cuatro o cinco compañías a la vez para realizar maniobras, emprendiendo marchas forzadas que duraban doce o incluso quince o veinte días.
Regresábamos a Amat con los rostros curtidos por el sol y los pies ensangrentados, porque sabía que aquellos hombres deberían enfrentarse a los medas en su terreno y, por consiguiente, no escatimaba ningún esfuerzo para que aquellos aldeanos que habían salido de Amat retornaran a ella como auténticos soldados.
E invariablemente mi antiguo instructor me rogaba que le permitiese acompañarnos y siempre le daba la misma respuesta:
—¿Pretendes avergonzarme ante esos principiantes, Tabshar Sin? En mi calidad de comandante en jefe, curtido en muchas batallas, gozo de cierto prestigio ante ellos, pero ¿qué pensarían de mí si me vieran al lado de un veterano como tú que perdió una mano luchando en las filas de mi abuelo?
—Te comprendo muy bien, príncipe —respondía, mirándome con los ojos entornados y expresión acusadora—. Temes que sea demasiado viejo y me quede rezagado, ¿no es eso?
—Más bien me asusta que podamos quedarnos rezagados nosotros, amigo mío.
—Entonces prométeme que cuando el próximo verano marchéis hacia los montes Zagros no me dejarás aquí. Aún me quedan algunas batallas que luchar y deseo ver a ese bribón de Daiaukka, a quien tanto admiras para juzgar por mí mismo si es tal como tú le describes.
—Será como lo deseas. Pero el próximo verano, no éste.
¿Acaso confiaba que Tabshar Sin cambiaría de idea? Ignoro lo que imaginaba, pero que dios me perdone por haber realizado semejante promesa… y haberla cumplido.
De ese modo pasábamos los días, esforzándonos en el oficio de los soldados, dichosos de agotarnos en el ejercicio de las armas y con las sandalias cubiertas de polvo, soñando constantemente en la proximidad de la gloria y de la muerte. Así transcurrieron los tórridos meses del verano, preparando la llegada de las próximas lluvias invernales y mi regreso a Nínive.
Aunque, en cierto modo, jamás debí haber partido.
Tras la muerte del señor Sinahiusur, el rey no había designado otro turtanu y se había esforzado denodadamente por gobernar solo. Era un experimento condenado de antemano al fracaso, porque el imperio de Assur era demasiado vasto y mi padre había envejecido. Sin embargo lo intentó. Yo podía calibrar la intensidad de sus esfuerzos por las cartas que me llegaban casi diariamente al cuartel general de la guarnición.
Hoy he recibido embajadores de Ashdod en audiencia pública. Me han traído obsequios de su monarca y mensajes en los que me califica de bondadoso padre de su pueblo, pero en privado me han dicho que están cansados de su gobierno y me piden permiso para derrocarle e instalar en el trono a su hijo. El muchacho, hijo de una de mis mujeres que fue donada a Sharruludari cuando le puse al frente del país tras la revuelta de Zedekiah de Ascalón restableciéndole en el trono de sus antepasados, es una criatura perversa.
Me han informado que se ha declarado la peste en la ciudad de Dilbat y que durante tres noches sucesivas han visto gotear sangre a la luna. Los sacerdotes dicen que debería ayunar y afeitarme la barba en señal de contrición por haber pecado contra Sin y Nergal; pero si así fuera, ¿por qué los dioses dejan caer su ira sobre Dilbat, esa abominable pocilga cuyos ciudadanos, como tú recordarás, se unieron a los elamitas y a esos hijos de perra babilonios en una cruel rebelión que me arrebató la vida de mi primogénito? No acabo de comprender por qué debo incomodarme…
Pese a que me consta que aún es pronto, he hecho estudiar los augurios del nuevo hijo que Asharhamat ha parido para tu querido hermano, el señor Pollino. Lo considero una precaución razonable, puesto que lamentablemente el mocoso no da muestras de favorecernos con su desaparición como el anterior. Según parece, disfruta de tan excelente salud como su padre, pero los dioses, en su gran sabiduría, han mitigado este agravio declarando que, por lo menos, jamás ocupará mi trono. Según me dijeron, el hígado de la cabra estaba lleno de gusanos, y su corazón era tan negro como si lo hubiesen sometido al fuego…
Sometido al fuego… Recordé los sueños de Asharhamat acerca de un incendio mortal y me pregunté qué se habrían propuesto revelarle los Señores de la Decisión.
Como siempre me mostré muy cuidadoso en mis respuestas y evité darle consejo alguno, pese a que el rey mi padre así me lo había solicitado. Yo no sería turtanu, de nombre ni de hecho, en Nínive ni en Amat. Asarhadón debía reinar y yo no veía la necesidad de intentar impedir lo inevitable.
De modo que el primer día de Kislef, cuando las carreteras aún estaban llenas del barro producido por las primeras lluvias invernales, emprendí la marcha hacia el sur con una guardia personal de cien hombres. Zabibe viajaba con nosotros en un carro, pero no disfrutaba del viaje y me abrumaba con sus quejas cada vez que me aventuraba a aproximarme a ella, lo que no sucedía con frecuencia. Sólo intenté poseerla en una ocasión: la noche que nos detuvimos en un pueblo cerca de Elkosh, cuando, tras haber bebido más cerveza de lo aconsejable, la derribé sobre una mesa y me liberé de una semana de abstinencia. A la mañana siguiente se quejó amargamente diciendo que había estado casi hasta el amanecer quitándose las astillas de los senos y del vientre.
—Contén tu lengua, mujer —la amenacé—, o te venderé a algún conductor de caravanas que huela peor que sus camellos.
Al cabo de diez días, cuando nos aproximábamos a los terrenos que pertenecían a mi propiedad, dejé al rab kisir a cargo de mi escolta y del carro para que los condujera hasta Nínive. Deseaba pasar unos días tranquilos en «Los tres leones» y me habría sentido muy avergonzado si mi madre hubiera llegado a tener conocimiento de la existencia de Zabibe.
Es magnífico regresar al propio hogar tras muchos meses de ausencia. Desde que me había convertido en el heredero del señor Sinahiusur había entrado en posesión de magníficas propiedades, la mayoría de las cuales ni siquiera conocía, pero «Los tres leones» era mi verdadero hogar. Allí no era el rab shaqe ni el shaknu, ni siquiera el hijo del rey o rival de un gran príncipe, sino simplemente un terrateniente y un campesino. En aquel lugar comía mi propio pan y bebía mi propia cerveza. Y allí, bajo mi propio techado, confiaba que un día reposarían mis huesos.
La última cosecha del año había sido ya recogida y los campos estaban cubiertos de secos rastrojos. El barro que se extendía por las orillas del canal parecía granito, y el agua, que apenas cubría el fondo, no llegaría hasta el vientre de un buey. El cielo tenía un tono plomizo y a lo lejos se distinguía el eco sofocado del trueno de Adad, pero aquella noche aún no llovía. En el instante en que me acerqué al patio de la granja distinguí los relámpagos que se dibujaban en el cielo, tras las montañas del este.
Las sirvientas de la finca se habían reunido en un grupo en el porche de la casa y murmuraban entre sí mirándome como si no pudiesen imaginar la razón de mi presencia en aquel lugar. Un muchacho acudió a hacerse cargo de mi caballo para conducirlo a los establos.
—Bien —pregunté con una amplia sonrisa, inquiriéndome qué problema podía haberse suscitado—, ¿no vais a servirme una copa de cerveza? ¿Dónde se halla mi señora madre?
—Estoy aquí, hijo mío —repuso, adelantándose de entre las sombras de la puerta—. ¡Benditos sean los dioses que te han permitido regresar a mi lado!
La besé en los labios y juntos entramos en la casa, donde me lavé la cara en una jofaina de agua caliente. Durante todo aquel tiempo mi madre permaneció a mi lado con las manos cruzadas en su cintura como si estuviera suplicando. No dejaba de preguntarme qué nueva catástrofe doméstica se habría abatido sobre nosotros, hasta que Naiba entró en la habitación, tan silenciosa como un felino y apostándose compungida junto al hogar con la mirada fija en el suelo, como si contemplase su vientre, que se había hinchado bajo su túnica hasta alcanzar las dimensiones de un melón.
Al verla estallé en sonoras carcajadas, y ella huyó sollozando ruidosamente, cubriéndose el rostro con las manos.
—Habría sido conveniente que mantuvieran cierta discreción antes de que se celebraran los esponsales —dije finalmente, cuando logré dominar mis risas—. Tendremos que casar en seguida a esta gata en celo o el joven Qurdi será padre antes de convertirse en marido.
—¿Entonces no estás enfadado, Lathikadas?
Mi madre me observaba con una expresión que reflejaba la inquietud que la había dominado hasta entonces y la sensación de gratitud y sorpresa que experimentaba en aquellos momentos, como si se sintiera aliviada al detectar cierta debilidad en mí.
—No, Merope, no estoy enfadado —repuse, pasándole el brazo por los hombros—. Sabes muy bien que hace casi un año que no frecuento a esa muchacha porque comparte tu habitación y no la mía, de modo que no tengo ningún interés en este asunto. Si Qurdi no se siente disgustado, menos razones tengo yo para estarlo.
A la mañana siguiente comparecieron ante mi presencia Tahu Ishtar y su hijo. Por tratarse de una visita protocolaria los recibí ante la puerta de mi casa. Me hicieron una profunda reverencia y me ofrecieron ricos presentes, bordados, joyas de cobre, pan, vino de dátiles y frutos almibarados, que acepté en nombre de mi esclava, dando de tal modo consentimiento a los esponsales. Por fin Naiba salió de la casa acompañada de mi madre y su futuro esposo vertió aceite perfumado sobre sus cabellos. Al principio la muchacha se ruborizó complacida y luego, casi al punto, estalló de nuevo en llanto y tuvieron que acompañarla al interior de la casa, protegida siempre por Merope como una clueca que vigilase a su polluelo.
—Mi esposa se comportaba de igual modo cuando estaba embarazada —me confió Tahu Ishtar cuando las mujeres desaparecieron—. Parece como si tuvieran el diablo en el cuerpo. Es una gran bendición haber nacido hombre.
Los tres brindamos con cerveza y Tahu Ishtar y yo acordamos que, dadas las circunstancias, sería conveniente que el matrimonio se celebrase antes de que yo me viese obligado a regresar a Nínive. Qurdi permanecía silencioso mientras hablábamos y hundía los pies en el polvo. Aunque antes de tres días tendría esposa, aún no era más que un chiquillo.
Al día siguiente y al otro estuvo lloviendo desde mediodía hasta la puesta de sol y ni siquiera pude distraerme saliendo de caza. Intenté mantenerme alejado de mi madre, que al parecer estaba sumamente ocupada con los preparativos del banquete nupcial de Naiba y, por último, me retiré a uno de los establos, donde me senté sobre sacos de mijo y me embriagué de cerveza. Me sentía fuera de lugar y hubiese preferido encontrarme en Amat.
Pero al tercer día el sol apareció de nuevo y a la hora tercera de la mañana, cuando el patio de la granja estaba lleno de campesinos de los poblados vecinos, conduje a Naiba a casa de Tahu Ishtar, que en adelante sería su suegro. La muchacha se sentó en un banco ante la puerta y Qurdi la cubrió con un velo y manifestó en voz alta, para que todos pudieran oírle, que se había convertido en su esposa. Parecía muy complacido consigo mismo y fue muy aclamado porque era muy apreciado por todos. En cuanto a Naiba no lloró tanto como yo esperaba. Al final me adelanté y entregué solemnemente su dote a Qurdi, contando ostensiblemente los diez siclos de plata para que todos pudieran ver que el hijo de mi capataz se había convertido en un hombre respetable.
Los criados asaron siete cabras para dar de comer a los invitados y consumimos muchas jarras de cerveza. Todos estaban contentos y, al ponerse el sol, Qurdi condujo a su nueva esposa a casa de su padre por vez primera, aunque ignoro si lograría entrar en ella dado lo adelantada que se encontraba en su embarazo. Sin embargo me pareció que ambos se sentían muy satisfechos con su suerte.
Poco después me acosté, llevándome por toda compañía una jarra de fuerte vino de dátiles. Me congratulaba de los acontecimientos vividos aquella jornada, porque deseaba toda suerte de bienes para Qurdi y sentía gran aprecio hacia Naiba, mas debo confesar que mi alegría estaba empañada de cierta tristeza.
«Jamás cubriré a ninguna mujer con el velo —pensé—. Y si tengo hijos, serán engendrados en concubinas». Me bastaba con cerrar los ojos para ver el rostro de Asharhamat… Asharhamat, mi amada, que se había convertido en la esposa de mi hermano y madre de su hijo.
Cuando los hombres beben vino de dátiles en abundancia se ven libres de sus pesadillas y roncan como cerdos sin que nada los moleste: así es cómo los grandes dioses les dispensan su clemencia.
—¿Acaso a mi señor Tiglath Assur, poderoso rab shaqe, no le agrada el vino? ¡Perdón, había olvidado que sólo bebe sangre fresca de los medas!
Aquellas palabras se vieron coreadas por múltiples carcajadas. Nos encontrábamos en un banquete ofrecido por Nabu Pashir, hijo de uno de los hermanos menores del rey, un hombre que a la sazón carecía de importancia, aunque confiaba alcanzarla en el próximo reinado. Ni siquiera logro recordar por qué asistí, puesto que podía haber imaginado que en aquel lugar nadie se aventuraría a demostrarme amistad.
Pero aquella agudeza fue muy celebrada, y Asarhadón, entre otros, también se permitió exhibir su ingenio.
—Cuando llegue la primavera mi noble hermano librará una gran batalla —prosiguió tal vez estimulado por mi silencio—. Se propone dirigir más de veinte mil hombre hacia las montañas del este… Será una especie de expedición para capturar caballos.
De nuevo estallaron las carcajadas porque era muy tarde y todos estábamos bebidos, incluso las rameras. Los flautistas se sentaban en un rincón apoyando las cabezas en las rodillas y dormitaban plácidamente. La mesa estaba cubierta con charcos de vino derramado.
Aguardé sin decir palabra. Los comensales que tenía más próximos desviaron sus miradas hacía mi hermano, esforzándose todo lo posible por ignorar mi existencia. En cuanto a los demás, todos se sentían fuera de mi alcance y, por tanto, en condiciones de permitirse ciertas ironías y repartían su atención entre Asarhadón y yo. Era una especie de juego: en aquel entorno se sentían inmunes para manifestarme su enemistad.
Me dije que él era el marsarru, que su persona era sagrada y nadie podía insultarle públicamente. Si le respondía como merecía, únicamente conseguiría ponerme en ridículo.
Sin embargo seguía siendo Asarhadón, mi amigo de la infancia, mi hermano a quien en otro tiempo tanto había querido y que en aquellos momentos se enjugaba los grasientos dedos en su túnica recamada de plata y me sonreía odiando mi propia presencia. ¿Cómo era posible que hubiésemos llegado hasta aquel extremo?
—¡El gran guerrero! ¡Se ha instalado en ese pueblucho de chozas de adobe al que califica de fortaleza y proyecta incursiones contra tribus nómadas que no han dormido dos veces en un mismo lugar desde que nacieron! ¡Oh, todo eso es muy glorioso!
—¡Y su madre era camarera en un taberna jonia y ni el propio rey…!
Ni siquiera conocía el nombre de aquel perro que se sentaba a escasa distancia de Asarhadón y me observaba con mirada vacía e inexpresiva. Quizá fuese tan necio que imaginase estar protegido por un mágico círculo que le hacía invulnerable, mas sin duda debió de advertir en mi rostro el error que había cometido porque concluyó su perorata farfullando ininteligiblemente sus palabras.
Los presentes enmudecieron ante la determinación con que me levanté de la mesa y se apresuraron a apartarse de mi camino, comprendiendo que uno de ellos había firmado su sentencia de muerte, mientras que yo separaba de una patada la parte de la mesa que se interponía entre nosotros.
—¡No! ¡No! ¡Yo no pretendía…!
Nadie trató de intervenir y aquel individuo estaba demasiado borracho y asustado para intentar defenderse. Le así por la barba con la mano izquierda y con la derecha desenfundé mi daga y le asesté una cuchillada tan profunda en su magro pescuezo que la hoja del arma arañó el hueso.
La sangre manó a borbotones, cubriéndome a mí, la mesa y la pared que estaba a mis espaldas, sin que el desdichado lograse proferir un gemido. Le solté y cayó inerte, de espaldas sobre el banco en que se hallaba sentado.
—Me he cobrado este insulto —exclamé, paseando entre ellos una mirada desafiadora—. Y si alguien desea exigirme alguna satisfacción por este hecho ya sabe dónde encontrarme.
Y dando media vuelta salí de la estancia. Mientras me acercaba a la puerta, lo que me pareció un trayecto larguísimo, llegaron a mis oídos las palabras de mi hermano.
—¡Maldito seas, Tiglath! —exclamó—. ¡Pagarás cara tu hazaña! ¡Maldito seas!
Pero nadie intentó retenerme, y a mi paso, camino de regreso al hogar, la gente con la que me cruzaba se limitaba a mirarme sin entremeterse conmigo, pensando que no era de su incumbencia averiguar por qué mis manos, mis ropas e incluso mi cara y mi barba estaban manchadas de sangre: debía de tener el aspecto de un carnicero.
Y era un carnicero: había matado a un hombre por la única razón de que había tratado de insultar a mi madre. ¿Le había matado realmente por eso? No, lo había hecho porque no era Asarhadón y, por tanto, sí me era posible darle muerte. La sangre que había empapado mi túnica y que se estaba secando como el barro debía haber sido la de Asarhadón.
Mis esclavos acudieron a recibirme en la puerta. Habían pertenecido al señor Sinahiusur al igual que el palacio en el que yo vivía y, por consiguiente, apenas me conocían. No hicieron ningún comentario, pero cuando me desnudé y con el cuerpo sucio de sangre les pedí vino, agua caliente y aceites perfumados, me pregunté qué debían haber imaginado. Ni siquiera entonces me molesté en pensar.
No me arrepentía de lo que había sucedido: no permitiría que se burlasen de mí. De aquel modo el señor marsarru, el escogido de Assur, sabría que no podía humillarme. No lamentaba nada, nada…
El rey, como es natural, se enfureció. A la mañana siguiente me ordenó que compareciese ante su presencia. Le encontré en el jardín, sentado en un banco de piedra y acompañado de Asarhadón.
Pero, por lo menos, aquél no era un acto público; en aquellas circunstancias no le debía ningún respeto especial a mi hermano.
—Deseo saber cómo te has atrevido a hacer semejante cosa —me espetó mi padre con voz grave e inexpresiva—. Quiero saber por qué imaginas que puedes degollar a un hombre ante veinte o treinta de mis nobles y creer que no vas a ser castigado.
Dirigí una mirada hacia Asarhadón, que sonreía forzadamente. Al parecer, por razones que yo ignoraba, también él deseaba enterarse.
—En primer lugar no eran tus nobles, sino los de tu hijo y heredero el señor marsarru. Y, en segundo, si él desea difamar a alguien amparándose en la protección que le brinda su rango, yo me propongo enseñar a sus monos amaestrados a mantener sujetas las lenguas, porque no disfrutan de igual privilegio. Si maté a un hombre, caiga mi responsabilidad sobre Asarhadón…, porque no es propio de mi naturaleza sufrir pasivamente los dicterios de los esclavos.
—¿Es eso cierto? —preguntó el rey, volviéndose hacia mi hermano—. ¿Es cierto lo que dice Tiglath? ¿Cometió ese perro la insolencia de insultar a mi hijo?
—El señor Tiglath Assur se expresa con frases incendiarias, como corresponde a un conquistador, pero no por ello está Girittu Marduk menos muerto.
—¿Tal era su nombre? —pregunté devolviendo a Asarhadón su tensa y despectiva mirada—. No comprendo que semejante gusano aspirase a la dignidad de ostentar un nombre.
—Deberías ganarte la vida degollando a las personas, Tiglath. Te harías famoso en las callejuelas de Nínive.
—Y mi señor marsarru podría haberse establecido como encargado de un burdel, puesto que ese género de vida parece tan de su agrado.
—¡Basta ya! ¡Estoy harto de oíros! —gritó el rey, poniéndose bruscamente en pie, como si de repente su asiento estuviese al rojo vivo—. Soy viejo y me niego a seguir escuchándoos… La cabeza me duele cuando os oigo dar gritos. ¡Basta he dicho!
Asarhadón siguió sonriendo inmutable, pero en aquel momento dirigía su desprecio contra mi padre en lugar de hacia mí.
—Lamento haber puesto a prueba tu paciencia, augusto señor, pero puesto que implicaba un desprecio a la dignidad real…
—¡Naturalmente…, la dignidad! —repitió el rey como si aquella palabra formase parte de una invocación, mientras pasaba su mirada de Asarhadón a mí inquieta e insegura—. Sí, la dignidad de mi casa…
El humor de los ancianos es tan mudable como el cielo en primavera. Al cabo de un instante, al parecer sin transición, mudó su continente.
—¡Ahora recuerdo! —Me asió del brazo, apretándome como si quisiera comprobar sus fuerzas—. Tenías que responder a su insulto… Ese perro se atrevió a menospreciar a mi hijo. ¿Qué fue lo que te dijo, Tiglath? Aunque, de todos modos, no importa…
Volvió a sentarse y desapareció la ansiedad de su rostro. Apoyó las manos en las rodillas al parecer muy satisfecho y en paz consigo mismo.
Asarhadón y yo cambiamos una mirada sobre la cabeza del rey y mi hermano enarcó las cejas como si dijese: «¿Te das cuenta de cómo está?».
—Pero debes protegerte, hijo mío —prosiguió el soberano Sennaquerib, señor de las Cuatro Partes del Mundo, alzando hacia mí su mirada en la que se reflejaba de nuevo la preocupación—. Ve a casa de ese hombre, ese tal Girittu Marduk, y deposita ofrendas de pan y vino si no quieres que su espíritu se vengue de ti.
—Me parece muy oportuno que tomes tales precauciones —intervino Asarhadón, asintiendo gravemente.
—¿Lo ves? Asarhadón está de acuerdo conmigo —insistió el rey, paseando de uno a otro su mirada—. Ve, Tiglath, ve inmediatamente. Y ahora dejadme solo. Me gusta dar de comer a los pájaros que se detienen en mi jardín cuando vuelan hacia el sur. Me conocen y no me tienen miedo, pero si hay alguien conmigo no se acercan. Idos.
Me marché, pero no fui a casa de Girittu Marduk para aplacar su espíritu, porque me inquietaba muy poco la cólera de un ser como aquél, tanto vivo como muerto. Las sombras de todos aquellos a quienes había matado podían abandonarme tranquilamente a mis enemigos vivos.
Asarhadón había aprendido algunas cosas desde que recibió la bendición divina. Fuese como fuese había adquirido cierta sutileza, por lo menos la necesaria para saber cómo manejar al rey. Sí, desde luego, mi padre estaba acabado y dentro de pocos años sería Asarhadón quien detentaría el poder en el país de Assur, tal como habían previsto los oficiales del quradu.
Pero yo ya me había hecho a la idea de que me movía en un nido de escorpiones y nada me producía vértigo.
Cuando llegué a mi casa aguardaba en mi puerta una silla de mano cuyos portadores lucían el distintivo de la casa real.
En la sala de audiencia que en tiempos de Sinahiusur estuvo atestada de cortesanos que acudían a formularle mil peticiones, se encontraba únicamente la señora Shaditu.
—Dijiste que me matarías cuando volvieras a verme —murmuró. Estaba sentada sobre una mesa y bajo su leve túnica se le transparentaban las piernas—, pero no creo que acabes hoy conmigo. Confío que por el momento te hayas saciado de sangre.
Sonreía con aire de complicidad, dándome a entender que comprendía mi actitud y que mis crímenes aún me hacían más atractivo. Y aunque sabía que era perversa y que su cuerpo era un instrumento que conducía a la desgracia, no podía apartar de mi mente el pensamiento de que también era muy hermosa.
—No, no te mataré, pero si no me dices en seguida por qué has venido te arrancaré la piel a tiras.
—¿Me utilizarás como a tu esclava Zabibe? —repuso intencionadamente con una dulce sonrisa, como si aquella perspectiva no le disgustase demasiado—. ¿Sabías que es una espía?
—Sí, enviada por la señora Naquia.
—Al parecer mi querido hermano ha crecido en sabiduría con el paso de los años. ¡Bésame, Tiglath!
—¿Por qué has venido?
—¡Bésame primero y luego te lo diré! ¡Bésame!… ¡Sé que ardes en deseos de hacerlo!
No se equivocaba porque lo cierto era que experimentaba una extraña desazón. Me incliné a besarla y ella me echó los brazos al cuello e introdujo su puntiaguda lengua entre mis labios. Apoyé mis manos en sus senos y sentí en mis palmas sus duros pezones que pellizqué hasta hacerle daño. La joven dejó caer los brazos y gimió dolorida, pero no se defendió. Sólo sus ojos llenos de lágrimas me miraron suplicantes.
—Se diría que mi traidora concubina y tú sois iguales —siseé.
—Sí…, somos iguales.
Así lo revelaba su ávida expresión.
Por fin la solté y ella se cubrió los senos con los brazos.
—No juegues conmigo, Shaditu: no soy uno de tus serviles cortesanos.
—¡Ojalá lo fueses, Tiglath, amor mío! Me gustaría que tú… ¡Oh, creo que llevaré las huellas de tus dedos hasta la tumba!
—Dime de una vez para qué has venido o irás a parar a ella antes de lo que imaginas.
—Preferiría que me enterraras en tu lecho —susurró, volviendo a abrazarme y a besarme en la boca—. ¡Te amo, Tiglath, porque eres el único hombre de Nínive que no me teme!
Me libré de sus brazos y retrocedí, apartándome de ella porque en realidad su proximidad me alteraba profundamente.
—Te temo más que nadie.
—No tienes miedo de mí sino de ti mismo, o acaso te asuste traicionarte. Puedes considerarte afortunado porque nunca has sentido temor, o tal vez sea cierto que eres más fuerte que todos nosotros.
—¿Y tú, hermana?
—¡Oh, sí, naturalmente! ¡Estoy muerta de miedo!
Lo advertí claramente. Se leía en sus ojos y, sin embargo, no era terror hacia los seres humanos ni a los hechos que éstos pudieran realizar ni a la misma muerte. Era una inquietud que nacía del alma, el temor al abandono y a la desesperación, el pavor que experimenta quien se ha sumergido en las tinieblas y sabe que jamás podrá salir de ellas.
—¡Vamos, habla! —la apremié, rechazando todo sentimiento de piedad, puesto que no tenía por qué compadecer a Shaditu—. ¿Qué has venido a decirme?
La joven se irguió en la mesa, coqueta y distante, y jugueteó con sus uñas pintadas, al parecer dispuesta a hacerse de rogar.
—¿Qué quieres saber? —me preguntó sin mirarme, como si estuviera totalmente concentrada en sus manos.
—¿Por qué te encuentras aquí?
—Ya te lo he dicho… Porque te amo. Y porque debes tomar partido rápidamente.
No le exigí explicaciones. Toda la ciudad tomaba partido o intentaba obligarme a ofrecerles un bando por el que optar.
—El rey pronto dejará de reinar —prosiguió manifestando un hecho evidente—. Porque está viejo y cansado y debe sustituirle un hombre joven. La cuestión es quién será su sucesor, si tú o Asarhadón. Yo preferiría que fueses tú, pero, velando por mi seguridad, debo formar parte de los que mueven la balanza a favor del ganador.
—Este problema ya se ha resuelto. Asarhadón fue designado por el dios: es el marsarru y será rey.
—¿Lo crees realmente? —repuso levantando la mirada hacia mí con una sonrisa, como si hubiese dicho algo divertido—. Tal vez si tú lo deseas Asarhadón será rey, pero tú podrías ser su turtanu. El ejército irá donde tú ordenes y el ejército puede conseguir lo que se proponga. No sería la primera vez que un turtanu ha dominado con mano férrea al rey. Tal vez sea ésa la voluntad divina.
—Shaditu, hermana, ¿por qué se suicidó el baru Rimani Assur? ¿También por decisión divina?
La joven desvió un instante su mirada y permaneció sentada con las manos cruzadas sobre el halda, fijando su mirada en un punto indefinido. Pese a toda su maldad no era cobarde y no recordaba haberla visto demostrar una sola vez auténtico temor, pero en aquel momento sí lo sentía.
—¿Por qué iba a saberlo? Me interesan los cuerpos de los hombres, no sus corazones.
Y lanzó una risa estridente, como las carcajadas carentes de alegría de los dementes, desviando su mirada de mí.
—Tú le sedujiste, ¿verdad? —insistí, cogiendo su rostro entre mis manos y obligándola a mirarme—. Te metiste en su lecho y le obligaste a traicionar su deber.
—¿Cómo lo sabes?
—Es de dominio común… Yo he sido el último en enterarme. Me lo dijo en Amat alguien que quizá tú no conoces.
—¡No es cierto! ¡No lo es! ¡La señora Naquia…!
—¿Cómo? ¿Te obligó ella? ¿O acaso descubristeis que ambas compartíais idénticas ambiciones?
Shaditu se apartó de mi lado y al instante fijó en mí una mirada feroz y desafiante, característica de quien ha sacado fuerzas de flaqueza. No, no me lo diría, pero tampoco lo negaba.
—¿Qué descubrió Rimani Assur entre los presagios, hermana? ¿Lo sabes?
—Si te lo dijera y ese conocimiento te ayudase a arrebatarle la corona a Asarhadón, ¿te quedarías con su esposa o conmigo?
—Me quedaría con Asharhamat.
—Entonces me temo que la verdad murió con Rimani Assur.
Volvió a reír con profunda amargura, porque ya había tomado partido.
La abofeteé enérgicamente y cayó en el suelo. Cuando se volvió a mirarme tenía la boca llena de sangre, pero seguía riendo.
Aquella noche visité a Asharhamat en sus aposentos sin importarme que alguien pudiera enterarse. Asarhadón permanecería en Nínive durante otros diez días… Si llegaba algo a sus oídos y deseaba pedirme cuentas, estaba dispuesto a darle su merecido.
«Vuelve la espalda a tu dios», me había dicho ella. Pero parecía como si hubiera sido Assur quien me hubiese dado la espalda a mí. Si había decidido ocultar sus designios, yo me sentía en libertad de seguir mis propios impulsos.
Esperaría a que Asarhadón protestase y en aquella ocasión mi mano no se detendría.
Asharhamat me recibió en una habitación anexa a su dormitorio. Tenía aspecto extenuado, como si el reciente parto hubiese minado sus fuerzas, y sus senos estaban henchidos de leche.
—No pienso amamantar al hijo de mi marido —indicó, pareciendo regodearse ante tal pensamiento—. Sólo tendrá que deberme la vida. Han traído a algunas campesinas para que se encarguen de su crianza. Nada más apropiado para un hijo de Asarhadón.
—¡Déjame que te lleve conmigo! Vamos a Amat y que Asarhadón acuda a buscarnos allí si tiene arrestos para ello.
No pareció haberme oído. Se diría que no advertía mi existencia, tan obsesionada se hallaba con su infortunio.
¿Hasta qué extremo habíamos llegado por mi causa?
—Se desarrolla muy bien —prosiguió. Pensé si estaría desvariando—. Es sano y robusto como su padre, pero nunca ceñirá la corona de Assur.
—¿Aún me deseas, Asharhamat? Entonces ven conmigo, acompáñame. En la habitación contigua podré reposar mi espalda. No es necesario que vayamos a Amat porque no habrá diferencia alguna.
Se levantó decidida, me cogió del brazo con ambas manos y me empujó hacia su dormitorio. La puerta estaba entornada. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
—¿Qué podría hacer Asarhadón si nos sorprendiera? —prosiguió sonriendo, mientra cruzábamos el umbral—. Debo parir el hijo que le suceda en el trono, y ese hijo aún ha de ser engendrado en mi vientre. ¿Qué puede hacer Asarhadón?
Llegamos a una habitación pequeña en la que se encontraban dos de sus doncellas, acurrucadas en un rincón, doblando y recogiendo piezas de lencería, entregadas a ocupaciones femeninas cuya utilidad únicamente ellas comprenden. Nos miraron y, al descubrir mi presencia, se levantaron dispuestas a abandonar la estancia. No se demoraron un instante: en sus ojos brillaba el temor porque comprendían que su ama estaba cometiendo una locura. Salieron y cerraron la puerta silenciosamente.
Sin decir palabra Asharhamat se despojó de su túnica por la cabeza, apareciendo desnuda ante mí. Seguía siendo hermosa, para mí más hermosa que la propia vida, pero ya no era tan joven. Sus senos, en otro tiempo menudos y erguidos, estaban henchidos, a punto de estallar, y en su vientre aparecían las señales propias de los embarazos sufridos. Me arrodillé ante ella, hundiendo la mejilla en sus pobres carnes, y los ojos se me llenaron de lágrimas de piedad.
—¿Acaso me he vuelto tan horrible, Tiglath? —murmuró, acariciándome los cabellos—. ¿He perdido tu amor?
—¡Oh, no, amor mío! ¡Amor mío! —repetí una y otra vez sin poder encontrar otras palabras—. ¡Amor mío!
Permanecimos largo rato abrazados a la fluctuante luz de una lámpara hasta que perdí la noción del tiempo. Olvidé cualquier cosa que no fuese a Asharhamat y perdí mi vergüenza, temores y sentido del deber: era como un recipiente vacío que ella había llenado con su amor.
Aquella noche nos convertimos de nuevo en una sola carne. Entré en ella y fuimos un único cuerpo. Con Asharhamat era absolutamente distinto que con otras mujeres, porque yo no pensaba en el placer. Experimentaba un sordo júbilo que hería mis sentidos, pero que no era simplemente fruto del deseo. No podía resistir la idea de separarme de ella, ya que mi espíritu le pertenecía y, sin ella, vagaría por los aires como un fantasma. Comprendía que vivía sólo para ella, que éramos sólo uno.
—¡Ven conmigo! —le dije cuando por fin logramos pronunciar palabra—. ¡Acompáñame y estaremos juntos hasta la muerte!
—¿Y cuánto puede tardar en producirse?
—¡No importa! ¡Jamás te dejaré!
—Debes hacerlo…, sabes que debes hacerlo.
—Sólo sé que te amo.
—No me iré contigo, Tiglath —repuso, interrumpiendo nuestro abrazo e incorporándose en el lecho—. Ha pasado el momento oportuno. Únicamente expresas tus deseos, no te das cuenta de lo que es inevitable. Ya hiciste tu elección, o acaso tu dios la hizo por ti.
—Tú me importas más que cualquier dios.
—Así lo crees en estos momentos, pero mañana o pasado pensarás de otro modo. Le perteneces a él, no a mí. Ahora lo comprendo y no me resisto: entiendo perfectamente que debe ser así.
—¿Por qué?
—Porque tal es su voluntad.
Sabía que lo que ella decía era cierto y que era más fuerte que yo, pero me atormentaba la idea de marcharme, de pasar días o años sin verla y en mi fuero interno maldecía el nombre del dios.
El maxxu me había dicho que había llegado la hora de las despedidas y que se me entumecería la lengua diciendo adiós.
En la oscuridad, mientras el mundo aún seguía velado por las alas de la muerte, me levanté y me fui.
—¿Ya no encuentro favor ante los ojos de mi señor? —gemía la astuta Zabibe, arrodillada a mis pies como una penitente, cubierta de harapos y con los brazos desnudos—. Has dejado de honrarme. Me has desterrado de tu presencia y, desde que regresaste de Nínive, pueden contarse con los dedos de una mano las noches que visito tu lecho. Si he pecado inconscientemente contra mi señor, castígame, si es preciso con la muerte, pero no me alejes de ti, no me atormentes con esta terrible agonía.
Humillaba la cabeza en el suelo y se abrazaba a mis tobillos bañando mis pies en lágrimas. Resultaba muy convincente, pero nada hay más peligroso que una mujer cuando se muestra débil y sumisa. Comprendí que había cometido un error al menospreciarla.
—¡Tráeme el látigo! —ordené.
Pero sabía que no la satisfaría eternamente despellejándole la espalda y entreteniéndola con algunos arrumacos y revolcones salvajes. Zabibe sabía que tenía una rival y no descansaría hasta descubrir quién era. De todos modos tal era el propósito que la había conducido hasta mí: investigar mi vida privada. Pero lo cierto era que yo ya me había cansado de soportar sus imposturas y abrigaba ciertos planes respecto a ella.
Dentro de quince días regresaría a Amat al frente de diez compañías de soldados, que dotarían la guarnición, mientras partía con mi nuevo ejército a los montes Zagros, en cuyo momento confiaba haber dejado limpia la tablilla de mi vida.
—Debemos aguardar y observar —le había dicho a Asharhamat—. Tal vez encuentre la muerte en el campo de batalla, o Asarhadón, en una de sus borracheras, caiga por una escalera y se rompa la cabeza, o el dios se canse de tanta insensatez y destruya el mundo. No nos queda más que esperar.
Era cierto. Durante todos aquellos meses que estuve en la ciudad, la vi tan sólo cinco veces y los días intermedios nos limitamos a esperar. Yo vivía pendiente de las pocas horas que pasábamos juntos, vivía sólo para ella. Incluso me invadía una sensación de vacío cuando pensaba en mi lucha contra los medas: la gloria y el peligro no eran nada para mí si me apartaban de sus brazos. No había desdeñado a Zabibe a impulsos de una exagerada delicadeza: se trataba simplemente de que, en ocasiones muchos días, había llegado a olvidar su existencia.
Durante aquellos meses pasados en Nínive habían llegado a mis oídos muchos comentarios a los que apenas había prestado atención. El rey era un anciano con un pie en el otro mundo, pero la muerte de una persona representaría la vida de muchos y las conspiraciones se multiplicaban como los gusanos en la carroña de un león y circulaban rumores por doquier.
Yo estaba constantemente reunido con personajes, a veces conocidos, en encuentros que parecían fortuitos. Por ejemplo, recibía invitaciones para incorporarme a una partida de caza y entre un centenar de personas acababa teniendo como compañero a algún rab abru que estaba al frente de una guarnición estratégica que se hallaba disfrutando de permiso. Charlábamos sin apresurarnos durante la caza y, en el curso de nuestra conversación, surgían alusiones a la situación actual y quejas sobre la política que Asarhadón seguía con Babilonia. Yo respondía de modo poco comprometido y, de pronto, mi interlocutor me ofrecía su apoyo si me decidía a disputar el derecho al trono de mi hermano. Situaciones como ésta se me presentaron en múltiples ocasiones.
Algunos encuentros no fueron tan fortuitos. El quinto día previo al comienzo del festival del Akitu, dos horas antes de amanecer, me despertó el mayordomo de la casa diciendo que se había presentado un visitante que no se atrevía a despedir. El recién llegado acudía en una silla de manos y vestía túnica con capucha que le ocultaba el rostro. Mi servidor ni siquiera estaba seguro de que fuese un hombre e incluso temía que se tratase de un asesino.
Recogí la jabalina que tenía apoyada contra la pared y acudí al encuentro del extraño visitante. Cuando estuvimos solos, el hombre dejó caer su capucha en la espalda, descubriéndose el rostro: se trataba de mi real hermano, el escriba Nabusharusur.
—Se diría que te sorprende verme —me saludó, frunciendo los labios en una sonrisa.
—Todo cuanto pueda sucederme en Nínive ha dejado de sorprenderme —repuse—. Sin pretender ofenderte, hermano, ¿podrías decirme qué deseas de mí a estas horas?
Nabusharusur jugueteaba nervioso con la manga de su túnica y se le formaban algunas arruguitas en el rabillo de los ojos como si estuviera aguzando la mirada. Era un hombre —en caso de que pudiese darle tal título— cuya vida siempre estaba pendiente del filo de una navaja.
—Vengo a decirte que tienes muchos enemigos.
—No me sorprende, puesto que no he llevado precisamente una existencia intachable.
—¿Te burlas de mí, hermano?
—No, hermano —respondí, sonriendo con tan escasa alegría como el propio Nabusharusur—. Me burlo de mí mismo. No soy tan necio como pareces creer.
—Entonces debes saber que albergas espías en tu propia casa. Por ejemplo, esa mujer, Zabibe.
—Ya me habían advertido de ello. Pero ¿qué voy a hacer? La mitad de los habitantes de esta ciudad se ganan el pan espiando a la otra mitad. Dime qué es lo que ignoro.
—Para ganarse el pan, esa mujer ha prometido a la señora Naquia que te envenenaría. Yo no aceptaría ni una copa de vino de sus manos… Como ves, te he dicho algo que ignoras.
—En efecto… ¿Me permites que te pregunte por qué te has preocupado por ello y cómo lo sabes?
—Me preocupa porque todavía no he perdido las esperanzas contigo, Tiglath —repuso con un leve encogimiento de sus delgados y femeniles hombros, como si hiciese mucho tiempo que hubieran muerto sus ilusiones—. Eres un insensato a quien ciega el pasado impidiéndole ver el futuro, pero no siempre será así. Y, según mis conocimientos en esta materia…, tal como has sugerido, ¿qué secretos no son venales en esta ciudad?
Se despidió con una inclinación de cabeza y como siempre me sentí aliviado al verle partir. Nabusharusur era un individuo inquietante y su constante desasosiego creaba una atmósfera que le acompañaba dondequiera que se encontrase, contagiando a todo aquel que respirase su mismo aire. Regresé a mi habitación, perdida toda esperanza de descanso, aguardando a que despuntara el alba.
Y al anochecer del siguiente día, cuando fui a acostarme, encontré junto a mi lecho a Zabibe con su látigo y una jarra de vino. La muchacha me sonrió y comprendí que Nabusharusur me había salvado la vida.
—No tengo sed —le dije—. Pero bebe tú si lo deseas. Bebe antes de que se caliente.
Negó con la cabeza.
—No, no me gusta el vino.
Pero yo recordaba haberla visto beber de aquel mismo vino en innúmeras ocasiones.
—Bien, pues si lo prefieres, castígame…
Sonrió al verme coger el látigo. Sin duda creía que el deseo me resecaría la garganta y que en algún momento antes de amanecer bebería y encontraría la muerte.
Zabibe levantó el borde de mi camisón e introdujo mi miembro en su boca y, al tiempo que yo le azotaba la espalda, gemía haciéndome sentir la presión de su lengua. Durante todo el tiempo que me estuvo succionando, yo seguí azotándola hasta que vi brotar la sangre. Aquella noche entré en ella dos veces, mas me abstuve de tocar el vino.
A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, la dejé durmiendo y me llevé la jarra. Las cocineras ya se habían levantando, de modo que entré en la cocina y cogí una de las rebanadas largas y delgadas de pan que come el servicio sin que nadie se sorprendiese de ello.
El jardín de la parte posterior de la casa estaba abandonado desde los últimos años en que vivió el señor Sinahiusur. Abundaban las malas hierbas y pululaban las ratas, atrevidas criaturas grandes como gatos que no temían a hombres, animales ni dioses.
Me senté en un banco de piedra y me entretuve en desmigar el pan, empaparlo de vino y echarlo seguidamente en el suelo.
Al cabo de un rato acudió una rata que se paralizó al verme observándola, con sus crueles ojillos y, por fin, cuando se aseguró de que no iba a entremeterme, se acercó a olfatear un pedazo de pan. Se lo comió, y luego otro y otro. Aguardé mientras el roedor husmeaba en torno buscando más comida y arrastrando tras de sí su cola larga y pelada.
Y de pronto levantó las patas delanteras y cayó fulminado. Me acerqué a su cuerpo y le di una patada para asegurarme: se quedó tan inmóvil como un leño.
De modo que era cierto…, no cabía duda. Vertí el resto del vino en el suelo.
Zabibe no pudo ocultar su sorpresa al verme con vida.
—Ordena a una sirvienta que me traiga el almuerzo —le dije—. ¡Rápido, estoy hambriento!
Y así era en verdad. Todo sabe excelentemente a un hombre que se siente feliz por haber salvado la vida: sabía que estaba en deuda con mi hermano Nabusharusur.
Y Zabibe lo pagaría caro: yo me cuidaría de ello.
Por la mañana partimos hacia Amat. Los cuarteles de la Casa de la Guerra estaban totalmente iluminados con antorchas a fin de que los soldados preparasen su equipo para una larga marcha. Pertenecían a los nuevos reclutamientos y sabían que algunos de ellos irían a la guerra: sin duda aquella noche dormirían poco. Comprendía perfectamente lo que debían sentir, me bastaba con recordar la larga marcha a Khalule.
Pero en mi cerebro no resonaba el fragor de las armas ni el estrépito de los cascos de los caballos. Aquellos sonidos habían perdido su aterrador impacto para mí y, además, me aguardaban los brazos de una mujer amada. Separarme de ella sería más terrible que la misma muerte.
Asharhamat me esperaba en su dormitorio. Confiaba que sus doncellas impedirían cualquier posible intrusión hasta quizá una hora antes de que apareciesen las primeras luces. Asarhadón había pasado casi todo el mes en Kalah, según decían esperando a que yo regresara al norte.
Junto a su lecho se veía una sola lámpara de aceite. Se volvió hacia mí sonriente, recostándose en un brazo. Me arrodillé a su lado y me acarició el rostro, apoyando levemente las yemas de los dedos en mi piel y besándome en la boca. Nos besamos con avidez, casi con violencia, sin cruzar palabra: no había tiempo para ello. Hicimos el amor como hambrientos en un festín, como si el mundo fuese a desaparecer al cabo de un instante.
—¿Qué haremos durante todo el tiempo que dure nuestra separación? —preguntó por fin, acurrucándose en mis brazos cuando agotamos nuestra pasión.
—Sufrir —repuse, puesto que no existía otra respuesta—. Seguiremos alimentando nuestras esperanzas y aguardaremos.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé.
—Depende de la voluntad divina.
—Así es.
—Sí.
Los grillos cantaban en el jardín. La madre Tigris estaba en plena crecida y el mundo despertaba un año más. Y al amanecer yo partiría para luchar contra los medas.
—Tiglath…
—¿Sí?
—Es posible que haya quedado embarazada.
La estreché con fuerza en mis brazos sin moverme, tal vez incluso sin respirar. ¿Qué sentía en aquellos momentos? Experimentaba una fría emoción, me sentía intensamente sorprendido.
—¿Será de mí?
—Confío que así sea. Podría ser de Asarhadón porque cumple muy fielmente con sus regios deberes, pero no lo creo. Pienso que es tuyo, aunque sólo sea porque siento que ya quiero a esta criatura.
—Entonces me alegro.
—También yo.
Recordé que dentro de una hora, quizá menos, tendríamos que separarnos. ¿Cómo podría soportarlo? Ahora sería más difícil que nunca el alejamiento.
Pero lo resistí. Y aunque tenía el corazón destrozado, también pude resistirlo. La áurea alborada de Assur iluminó mi marcha al frente de tres mil soldados, espectáculo que fue aclamado por todo Nínive. Yo ya no pertenecía a Asharhamat, ni a mi hijo aún no nato, ni siquiera a mí mismo, sino al rey, al ejército y a la multitud que deseaba vitorear a su héroe del momento, gritar su nombre hasta enronquecer y olvidarlo después: volvía a ser un objeto sagrado, un gran hombre.
Pasé una noche en «Los tres leones» para despedirme de mi madre —el maxxu no se había equivocado porque había llegado a cansarme de tanta despedida— y luego marchamos en dirección norte siguiendo los senderos de las montañas, que eran dificultosos pero acortaban el trayecto y, en todo caso, constituían una experiencia muy conveniente para la campaña a la que debíamos enfrentarnos.
Zabibe viajaba en un carro en algún lugar del tren de equipaje sin que yo la hiciese acudir a mi presencia. Me limitaba a esperar.
Por fin alcanzamos la cumbre de las montañas y ante mi vista apareció el Gran Zab serpenteando brillante a la luz del sol como una serpiente plateada. Cuando nuestros caballos pudieran abrevarse en sus aguas nos encontraríamos a menos de dos jornadas de distancia de Amat.
Aquella noche dormimos en las proximidades de una aldea de respetables dimensiones llamada Adini, cuyo jefe acudió a mi tienda y, tras una profunda reverencia, me pidió la bendición real. Se la concedí y seguidamente le pregunté si en su pueblo había algún obrero que trabajase los metales que pudiese arreglarnos el eje de un carro. Respondió afirmativamente.
—Es preciso que sea un hombre fuerte, porque es un carro muy pesado… Necesitamos cuatro bueyes para tirar de él.
—¡Oh, no será ningún problema para él, señor, porque tiene las fuerzas de un buey!
—Bien, entonces envíamelo.
El eje podía haber esperado hasta que llegásemos a Amat, pero yo no. Al cabo de media hora apareció el herrero, que respondió perfectamente a mis expectativas: era un gigante, de brazos tan poderosos como los muslos de un hombre, y tenía el pecho y el rostro cubierto de cicatrices producidas por el horno. Era muy feo y en algún accidente había perdido un ojo, cuya cuenca vacía cubría con un siclo de cobre. Le estuve observando mientras trabajaba, y cuando hubo concluido le invité a tomar una jarra de cerveza conmigo. La compartimos en perfecta armonía, como si nos hubiésemos conocido toda la vida. El herrero se rascaba el negro vello del vientre mientras bebía. Comprendí que satisfacía perfectamente mis expectativas.
—Dime, herrero, ¿tienes esposa? —me interesé.
—Lamentablemente, no, señor —repuso con necia sonrisa—. La tenía, pero murió. Ahora sus hijos no tienen madre y no hay nadie que cuide de mí.
—Tuvo que ser una pérdida terrible para ti. ¿Era hermosa?
—En absoluto, señor. Era demasiado seca y tenía el cutis basto como granito, pero ¿qué puede esperar un desgraciado tuerto como yo? Y, por añadidura, tenía lengua de víbora.
—Supongo que le pegarías.
—¡Oh, sí, señor! Le pegaba como todo hombre que se precie. Pero no con ello conseguía amansarla.
No necesitaba oír más. Entré en mi tienda para recoger algo que había adquirido en Nínive, un magnífico látigo no mayor que el brazo de un hombre, pero tejido con piel de jabalí y que había sido empapado en agua salada.
—Acompáñame, herrero —le indiqué.
Nos dirigimos al tren de equipaje, donde localicé el carro en el que viajaba Zabibe, a la que encontré desnuda como cuando vino al mundo, pintándose las uñas de los pies. La muchacha sonrió al verme, pero, sin darle tiempo a pronunciar palabra, la así por la muñeca y la arrastré hasta el polvo. Al verla se iluminó de placer el único ojo del herrero, y sin duda justamente, puesto que dudo que en su pueblo existiera otra mujer que pudiera comparársele.
—Aquí tienes a tu nueva esposa, herrero…
—¡No, señor, no! —vociferó Zabibe, tratando inútilmente de liberarse de mi mano. La así con más fuerza—. ¡Clemencia, augusto señor, no me sometas a algo semejante! ¡No!
No me digné responder a sus gritos. Aquel asunto debía zanjarse entre hombres, por lo que me dirigí exclusivamente al herrero.
—Debo confesarte que también es muy deslenguada, pero te aseguro que si le pegas siempre que sea necesario llegará a quererte. Como dote te regalo este látigo.
Y propinándole un fuerte empujón la envié tambaleándose hacia su nuevo esposo, que la recibió con bastante habilidad.
Zabibe arremetió contra él con sus uñas, pero el hombre se echó a reír y le propinó un travieso mojicón que la proyectó sobre el blando barro del suelo. La mujer se incorporó llorando a raudales con un cardenal en la mejilla que sin duda le duraría muchos días.
—Señor, te lo ruego… —gimió, tendiéndome la mano en ademán de súplica.
—¡Cállate porque aún mereces mucho más! ¿Acaso esperabas que acogiese a una asesina en mi lecho?
El herrero la asió por la muñeca y la obligó a levantarse. Finalmente, con las desnudas piernas cubiertas de barro, la mujer se quedó inmóvil. Sus ojos llenos de lágrimas imploraban clemencia, pero sin duda comprendía que no la encontraría.
—Gracias, señor…, es magnífica —exclamó el hombre, acariciándole el hombro y el seno sin importarle que ella se estremeciera a su contacto—. Es bastante hermosa para que no me importe lo deslenguada que pueda ser.
—Sí, pero no olvides pegarle. Arráncale la piel de la espalda —le sugerí, sonriendo con torva satisfacción, disfrutando ante la pareja que formaban—. Y te advierto que a menos que estés hastiado de la vida no olvides hacerle probar los alimentos antes de comerlos. Es árabe y utiliza algunas especias exóticas. Ve con cuidado no mueras de una indigestión.
Zabibe me lanzó una mirada asesina…, tan asesina que por un instante lamenté separarme de ella. Sí, era evidente que me odiaba. Pero ¿acaso me había importado antes su odio?
—Llévatela antes de que cambie de idea, herrero.
Los gritos que profirió Zabibe mientras el hombre se la llevaba fueron oídos por todo el ejército; sus maldiciones vibraron prolongadamente en el aire.
—¡Que los dioses te abandonen, Tiglath Assur! —vociferaba—. ¡Que tengas una muerte horrible en el país de los medas y los perros devoren tu cadáver!
Eran tantas las mujeres que me habían maldecido en mi vida que me pregunté si los dioses se molestarían en escucharlas.