XXVII

Durante todo aquel invierno, Nínive fue como un perro viejo que se muerde a sí mismo durmiendo. Se produjeron disturbios, altercados tabernarios que degeneraron rápidamente en tumultos, y se provocaron incendios en los distritos más pobres. La gente hablaba de presagios y del nacimiento de monstruos. Reinaba inquietud general, cuya causa se desconocía. Todos parecían esperar que sucediese algo, aunque nadie sabía qué podía ser. No había paz.

Para mí todo comenzó con la muerte del señor Sinahiusur. En su testamento me nombraba único heredero, puesto que no había tenido descendencia. Entré en posesión de sus palacios, de sus vastas propiedades a lo largo del Eufrates superior y de cantidades incalculables de oro y plata. Si sumamos a esto cuanto el rey me había dado, me convertí, después de mi padre y de mi hermano, en el hombre más rico del país de Assur.

Pero, al parecer, la riqueza no era todo lo que estaba destinado a heredar porque el rey no designó ningún sucesor al cargo de turtanu. Corrían rumores —la ciudad estaba llena de ellos— de que mi padre sólo esperaba que yo se lo pidiese. Y con toda probabilidad eso era lo que pensaba Asarhadón y posiblemente yo mismo.

Cuando aún estaban preparando el cadáver del señor Sinahiusur para ser sepultado junto a los restos de sus antepasados, acudió a visitarme a mis habitaciones una delegación de oficiales veteranos del quradu.

—El rey está demasiado viejo para gobernar solo —me dijeron—. Si no asumes el cargo de tu difunto tío, gran parte, quizá la mayoría de sus poderes, pasarán a Asarhadón.

—¿Y sería eso tan terrible? Asarhadón debe reinar algún día… No le irá mal aprender a ejercer autoridad. Además, el rey puede escoger a cualquier otra persona como turtanu.

—¿A quién? ¿Quién resultaría aceptable para Asarhadón?

—Tampoco yo sería aceptable para él. Pero Asarhadón aún no es rey, ¿por qué debe depender de él la elección?

—Porque los hombres le temen.

—¿Por qué?

—Porque el marsarru ha jurado que todo aquel que se encuentre por encima suyo en este reinado, no vivirá una hora en el próximo.

—¿Acaso eso no me afecta también a mí? Soy tan vulnerable como cualquiera y mi hermano ordenaría que me cortasen el cuello antes que a nadie.

—Si tú eres el nuevo turtanu, tal vez podría evitarse que Asarhadón llegase a reinar.

—No soy mago, caballeros. No entra en mis posibilidades mantener eternamente vivo a mi padre.

—El señor Tiglath Assur no parece dispuesto a comprendernos.

Así se desarrolló nuestra entrevista. Pero ¿acaso podía decirles que ya había empeñado mi palabra en aquel asunto? ¿Qué aún me sentía ligado a la promesa hecha a Asarhadón cuando todavía éramos amigos? Ni siquiera yo mismo lo sabía, pero, de todos modos, aquello era una incongruencia.

Los oficiales del quradu sabían perfectamente que hubiese sido muy fácil. En mi calidad de turtanu y con el pleno apoyo del rey, me hubiese ganado al ejército, convirtiéndolo en único instrumento de mi voluntad, de modo que, cuando llegase el momento, estaría en condiciones de dejar arrinconado a Asarhadón y asumir el trono por derecho propio o, si lo prefería, dejándole aparecer como un hombre de paja y reservándome toda la autoridad real. Incluso hubiese podido obligarle a separarse de Asharhamat para poder casarme con ella. Como turtanu, mi poder no conocería límites siempre que tuviese arrestos para usarlo.

Pero el obstáculo consistía en que yo no estaba preparado para despojar a mi hermano de los derechos que legalmente le correspondían. Asharhamat me había dicho que diese la espalda a mi dios, pero no podía. El dios había impuesto su marca tanto en mi espíritu como en mi cuerpo. Me había hecho sentir demasiadas veces su presencia para que pudiera ignorar su voluntad, y ésta era la de que Asarhadón reinase. En resumen, me asustaba cometer aquel acto de impiedad que tantos me instaban a llevar a cabo. Temía tener que arrostrar la ira de Assur. Antes de llegar a eso, aunque no fuese por otra cosa, estaba dispuesto a comportarme como un cobarde.

¿Qué era lo que el maxxu me había dicho? «En los próximos años te despedirás tantas veces que se te entumecerá la lengua». Aquél era mi inalterable destino, la voluntad del dios. No podía ser de otro modo. Así fue cómo en los ritos funerarios del señor Sinahiusur, mi protector y amigo, comencé a pronunciar la palabra «adiós».

Durante tres días el cadáver del turtanu estuvo expuesto en su casa, para que toda la ciudad pudiera acudir a rendir homenaje a aquel gran hombre que había sido primer ministro del estado. Asarhadón había regresado a Kalah y el rey, siguiendo una antigua costumbre, no intervino en el duelo: de toda mi familia únicamente yo velé al difunto. De día iba y venía la gente, examinaban al cadáver y se retiraban. El poderoso turtanu no era ya más que un objeto de curiosidad. Se diría que la gente no recordaba de quién se trataba, al igual que un ser extraño que ya antes de estar sepultado en su tumba hubiese sido olvidado, como si, al final, aquella vida que había estado tan llena de actividad no significase nada.

Y, por fin, tuvo lugar la procesión, una ceremonia silenciosa e imponente que pareció señalar el tránsito de la inocencia por el mundo. En mi calidad de heredero presidí la fúnebre comitiva tras el sencillo féretro de madera en el que su cuerpo fue trasladado a la sagrada ciudad de Assur, a un sarcófago de piedra. En la cámara funeraria real no se percibía ningún sonido; la misma multitud que se había congregado ante el palacio real había enmudecido respetando el silencio que ya había descendido sobre el turtanu cuando aún estaba con vida.

Al llegar a las puertas de la ciudad el féretro fue colocado sobre una carroza. Seguido de la guardia de honor inicié un viaje de cinco días a Assur. Durante el camino por carretera cada día era igual al precedente. Nadie decía palabra.

El señor Sinahiusur, ungido su cuerpo con fragantes óleos, fue finalmente depositado en su tumba. La losa de piedra cubrió sus restos y fue sellada en bronce. Jamás volvería a ver la luz del día. ¿Sería ésta realmente una despedida?

Morir, convertirse en algo vago, en un espíritu, o quizá ni siquiera eso. Tal vez sólo en polvo invisible, esparcido por la tierra por un viento indiferente. Era un pensamiento horrible.

En nuestro camino de regreso a Nínive me parecía oír la risa del dios burlándose de mí, de todos nosotros.

Pero aunque los hombres mueren, la vida continúa. Llegó el momento en que Asharhamat, a quien no había visto desde la primera vez que regresé a Nínive, daría a luz a su hijo y envió en busca de mí.

—El hijo de Asarhadón se llamará Shamash Shumukin —dijo tendida en el lecho. Nos encontrábamos en sus aposentos, yo me sentaba a su lado y ella entrelazaba sus largos y delgados dedos en los míos—. ¿Te das cuenta de cómo trata de sobornar al Señor de la Decisión? «Shamash ha creado un nombre». Temo que el primer acto de esta criatura consista en dar muerte a su madre. Sufro horribles pesadillas, Tiglath. Estoy llena de temor y ni siquiera conozco la razón. Puesto que el dios no me concede su favor, tampoco debería temer su ira. ¿Por qué debo asustarme si daría por bien recibida la muerte?

—¿Qué pesadillas son ésas, Asharhamat?

—Sueño en un incendio…, todo está lleno de fuego, llamaradas rojas y doradas como lenguas de serpientes. Alrededor mío arden los muros de un gran palacio y soy yo quien lo ha prendido con una antorcha. Muero por mi propia mano, pero en realidad no soy yo. Lo veo todo como a través de los ojos de otra persona.

—¿Has consultado a un sha’ilu?

—¡Oh, sí, a varios! —Se echó a reír como en un repentino acceso de histeria que concluyó en un segundo y me estrechó con más fuerza la mano—. En casa de tu hermano abunda todo género de adivinos. Una vez hice mi elección, se acariciaron las barbas con aspecto grave y me aseguraron que me dirían la verdad. Uno de ellos dice que las llamas representan la ira de Assur por alguna obligación que he incumplido; otro me asegura que llevo en mis entrañas al propio sol que iluminará el mundo. ¿Imaginas que alguien pudiera creer algo semejante de la simiente de Asarhadón? He oído tal cantidad de insensateces de esos doctos varones como para decidirme a olvidar el asunto. Sin embargo creo que el dios se propone vengarse de mí, que se ensaña anunciándome mi propia muerte.

—No morirás, Asharhamat —murmuré pasándole el brazo por el cuello y atrayéndola hacia mí. Intuía que lo que le decía era cierto, aunque no sabía de dónde provenía tal certeza—. Nuestro amor no puede acabar tan pronto.

Me miró a los ojos sonriendo y no pude menos que preguntarme por qué iba el dios a vengarse en Asharhamat. ¿Qué había podido hacer que le hubiese ofendido? En aquel momento me rozó los labios con la punta de los dedos y observé que sus grandes ojos negros estaban llenos de lágrimas.

—¡Perdóname…, perdóname por haberte abandonado! —exclamé.

—¿Cómo no iba a perdonarte, Tiglath? —repuso alzándose y estrechando contra mí su cuerpo tembloroso. ¿O quizá fuese yo quien temblaba?—. Hace mucho que te perdoné, mi amor. Aunque debes saber que abominé de ti. Pero si vuelves a amarme como entonces retiraré mi maldición.

—No, no lo hagas porque tu maldición me obligaba a verme eternamente perseguido por tu amor, y eso no es un castigo. En este tiempo he comprendido que cuando no tengo tu imagen ante mí estoy casi muerto.

Nos abrazamos llorando porque habíamos vuelto a vivir. Sólo nos importaba saber que nos perteneceríamos mutuamente hasta el último soplo de nuestro aliento. «Vuelve la espalda a tu dios», me había dicho. ¿Y aún no había encontrado yo el valor necesario? ¿Acaso no seguía siendo mía pese a los dioses y a los hombres?

Pero el señor Assur es sabio, más sabio de lo que yo imaginaba.

El ciego permanece entre la oscuridad imaginándose bañado en luz. «Tus ojos te ciegan», había dicho el maxxu. Pero yo también debía haber estado sordo porque sus advertencias no significaron nada para mí. Me sentía nuevamente dichoso, deslumbrado por el amor de Asharhamat.

¿Estaba ella tan ciega como yo? No lo creo, las mujeres son muy astutas. Asharhamat había obrado mal a conciencia y sin que le importase: no temía a hombres ni a dioses. Tenía un valor genuinamente femenino.

—Me he enterado de que tienes una concubina árabe —me reprochó—. Ninsunna, mi doncella, la vio cuando fue a visitarte.

—Se trata de un obsequio del rey —repuse algo avergonzado y sonriendo como un necio—. Si lo deseas, la despediré.

—No, no lo hagas. Si lo hicieras, la gente murmuraría porque una mujer desdeñada, aunque se trate de una esclava, siempre habla. Consérvala y acuéstate con ella, hazle creer que disfruta de tu favor. Nosotros podremos vernos pocas veces y no me importa cómo gastes tu simiente mientras me reserves tu corazón.

Los hombres somos unos necios cuando imaginamos ser muy astutos: sólo las mujeres y las víboras lo son.

Veinte días después Asharhamat dio a luz un niño robusto al que llamaron Shamash Shumukin, de acuerdo con los deseos de su padre, y sus temores no se vieron confirmados. Siguió con vida y seguía viviendo tras las celebraciones del Akitu y las inundaciones de primavera, cuando ella se despidió de mí en el instante en que emprendía el viaje de regreso a Amat.

Pasé primero por «Los tres leones» para visitar a mi madre y disfrutar de unos días de descanso antes de reunirme con las nuevas compañías de soldados que me acompañarían a la guarnición. Me proponía dedicarme a cazar y compartir algunas jarras de cerveza con mis trabajadores al anochecer. Aguardaba muy ilusionado aquellos días sin imaginar que en mi casa me aguardaban otras intrigas.

Aquella noche, a la hora de cenar, Naiba no apareció en ningún momento. Pregunté por ella, pero mi madre bajó simplemente los ojos y murmuró algunas palabras confusas que no entendí.

—¿Acaso deseas decirme algo, Merope? —le pregunté.

—No, hijo mío —repuso aún sin mirarme—. No deseo decirte nada.

El leve énfasis con que pronunció aquella frase era harto elocuente. No…, no deseaba decirme nada.

—Pero si sucediese algo me lo dirías, ¿verdad?

Silencio.

¿Qué posibilidades tenía? ¿Por qué me molestaba siquiera en preguntar, puesto que ya podía imaginar lo que había sucedido durante mi ausencia?

—Ordena a Naiba que comparezca ante mi presencia mañana por la mañana —dije levantándome de la mesa. A mi lado tenía una jarra semillena de vino. Decidí llevármela, puesto que no tendría con quien compartir mi lecho—. Hasta entonces no quiero verla, pero deseo que me sirva el desayuno.

—Lathikadas, yo…

—¿Qué, madre?

—Nada —repuso. Y seguidamente levantó hacia mí sus ojos secos y ardorosos—. Salvo que te muestres comprensivo con ella: hazlo por mí.

—Sí, madre. Mañana por la mañana decidiré hasta qué punto puedo ser comprensivo. Cuida de que Naiba se presente ante mí.

Y me retiré a mis habitaciones.

Aquella noche dormí más profundamente que nunca, sin verme perturbado por ninguna pesadilla, y a la mañana siguiente me sentía mucho mejor.

Naiba me sirvió el desayuno. Estaba muy silenciosa y evitaba mirarme directamente. No necesité explicaciones.

—¿Te has enamorado de ese muchacho? —le pregunté súbitamente, aunque me había propuesto no decirle nada—. Sabes a quién me refiero: a Qurdi, el hijo de mi capataz.

—Señor, yo… —balbució, mirándome con los ojos llenos de lágrimas, aquellos ojos tan parecidos a los de Asharhamat.

Sin duda estaba asustada. Pero yo ya me había cansado de tanto llanto femenino.

—Bien: si le quieres, no veo inconveniente en que consigas tus deseos —dije con suavidad, cogiendo un pedazo de pan y sumergiéndolo en la cerveza—. Esta mañana hablaré con su padre y me enteraré de la dote que desea recibir… ¡No te arrodilles, muchacha! ¡Ya basta!

Se había postrado en el suelo, a mis pies, y se abrazaba a mis tobillos. Me asombró comprobar cuan fácil había sido hacer dichosa a aquella mujer.

—¡Basta Naiba! ¡Basta ya! Eso está mejor. Ya hablaremos de esto cuando todo se haya resuelto. Márchate…, déjame desayunar en paz.

Por fin Naiba se secó los ojos y se marchó. El suave roce de sus pies descalzos sobre las baldosas se perdió a lo lejos como el viento arrastra las hojas caídas.

Se presentó uno de mis servidores a retirar la vajilla del desayuno y le ordené que encendiera fuego en la casa de baños y que me sirviese una jarra de vino nairi que me había traído de Amat y casi había agotado, aunque no me importaba porque el rey Argistis sin duda en breve me enviaría otro embajador tratando de conseguir nuevos favores. Acudí al baño de vapor y estuve sentado durante casi una hora entre aquel ambiente cálido y húmedo. Seguidamente me vestí, ungí mi barba y cabellos con aceites, sintiéndome de nuevo como un ser humano y a continuación hice acudir a mi presencia a Tahu Ishtar.

—Capataz, ¿está tu hijo dispuesto a tomar esposa?

Comprendí que le había cogido por sorpresa. Frunció el entrecejo preocupado e hizo una profunda reverencia.

—Señor, me siento avergonzado —comenzó—. Este asunto… es como un insulto que te ha sido inferido…, y me duele muchísimo.

—Sólo te he preguntado si Qurdi desea casarse. No quiero hacer más averiguaciones. La esclava Naiba sabe comportarse en el lecho y hará feliz a tu hijo. Cierto que es bárbara e imagino que algunos años mayor que él, pero eso no es necesariamente un inconveniente: sólo lo sería si ambos fuesen niños. También es trabajadora. Te daré diez siclos de plata para que no llegue a su esposo como una pordiosera. ¿Qué me respondes, capataz?

No pude imaginar qué debía esperar Tahu Ishtar porque en aquel momento perdió su grave dignidad y se quedó boquiabierto, incapaz de pronunciar palabra. Tuve que hacer un esfuerzo para contener una sonrisa.

—Perdón —proseguí cuando me resultó evidente que no iba a recibir respuesta—. ¿Tienes algo que objetar de esa muchacha?

—No, señor. Habiendo sido tu…, mi hijo puede sentirse muy honrado… Y diez siclos de plata es una suma importante.

—¿Consideramos entonces el trato en firme?

Le tendí la mano y se la quedó mirando como si no supiera qué hacer hasta que por fin la cogió estrechándola con fuerza.

—Mi hijo estará en deuda contigo toda la vida, señor —dijo casi llorando—. Has honrado mi casa cuando hubieses podido…

—No hablemos más de este asunto —repuse, desprendiéndome con dificultades de su mano y emprendiendo el regreso a mi casa—. Los casaremos este invierno, cuando vuelva de Amat. Entretanto, mientras yo me encuentre en «Los tres leones», me comprometo a no llevarme a esa muchacha al lecho y podrá vivir bajo la protección de mi señora madre, que la quiere como a una hija.

—Por lo que se refiere a tu lecho no es necesario que te prives de ella —repuso Tahu Ishtar, muy convencido, pues era hombre respetuoso con la propiedad ajena—. Seguirá siendo tuya hasta que tome el velo de mi hijo: un príncipe real no es un hombre cualquiera. Mi hijo no puede reprocharte nada.

—No obstante prefiero que sea considerada como una hija de mi casa. Hasta que Qurdi esté dispuesto a reclamarla, no pienso volver a conocerla.

Y en ello quedamos. Me separé de Tahu Ishtar y acudí a mi casa para comunicar a Naiba y a mi madre que tenían que prepararse para celebrar la boda. Luego, cansado de hablar, ordené que ensillasen mi caballo y partí a cazar jabalíes con un carcaj lleno de jabalinas y no regresé hasta que hubo anochecido.

Una semana después, cuando desde el tejado de mi casa se distinguía el polvo que levantaban las columnas de caballos de mis nuevos soldados, me despedí de mi madre.

—Estaré ausente tres o cuatro meses —le anuncié—. Pasaré todo este tiempo con las tropas, por lo que será mejor que te quedes aquí.

Me respondió con una inclinación de cabeza y me dio un beso. Al cabo de dos horas me había reunido con el ejército.

Me dirigí hacia el norte acompañado de unos tres mil hombres, la primera parte del contingente que mi padre me había prometido para emprender la guerra contra los medas. Los adiestraría durante todo el verano y, tras pasar el invierno en Amat, podrían incorporarse a las filas de los soldados ya curtidos en la anterior campaña.

Pero no podía centrar todas mis esperanzas en las fuerzas del ejército de Assur, porque tenía intención de someter a Daiaukka a una prueba más difícil de lo que él podía imaginar, a cuyo fin había enviado un mensajero al norte por las montañas Kashiari y cruzando el río Bohtán hasta el país de Shupria portador del siguiente mensaje:

Al señor Tabiti, hijo de Argimpasa, jefe de la tribu sacan de los Scoloti, con los saludos y todo el respeto de su hermano de sangre el señor Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, que reina en el país de Assur. En recuerdo del afecto que el señor Tabiti juró profesar al señor Tiglath Assur, éste espera que monte en su caballo antes del día primero del mes de Iyyar y se apresure a reunirse con él en la guarnición de Amat, donde compartirán unas copas de vino nairi y planearán la conquista de una fértil tierra.

Y allí se encontraba. Cuando llegué le encontré junto al río, donde había acampado acompañado de cincuenta guerreros.

—Has engordado —observó con su característica sonrisa felina, mientras sostenía la brida de mi caballo aguardando a que yo desmontase. Ni siquiera pasé junto a las murallas de la fortaleza, sino que acudí directamente a su campamento—. ¿Acaso las conspiraciones de Nínive no te han permitido hacer un poco de saludable ejercicio?

—¿Por qué no os habéis alojado tú y tus acompañantes en el recinto de la guarnición? Di orden de que os recibieran con todos los honores y os encuentro instalados junto al río. ¿Acaso no han cumplido mis instrucciones o simplemente es que los Scoloti desprecian toda clase de comodidades?

Tabiti se echó a reír y me pasó el brazo por los hombros, mientras nos dirigíamos a su tienda.

—No, no han desobedecido tus instrucciones. Tus oficiales nos han tratado con la mayor amabilidad. Especialmente ese obeso jonio que viste como un príncipe…, cuyo nombre he olvidado.

—Kefalos —respondí con una sonrisa—. No es un soldado sino un tipo muy astuto y amigo mío.

—También yo soy astuto. Ese jonio trata de negociar con oro y caballos, pero puesto que dices que es tu amigo sólo le engañaré un poco.

—Si confías hacerte rico, te aconsejo que busques a otra víctima.

—Sin duda me aconsejas bien porque debes conocer el proverbio: «Confía en un hebreo antes que en un fenicio y en un fenicio antes que en un jonio, pero no confíes jamás en un jonio». ¡Perdón, olvidaba que eres medio jonio!

Nos echamos a reír, mas no pensaba desanimarme tan pronto.

—Aún no me has dicho por qué estás aquí —insistí—, en tiendas de pieles, en lugar de disfrutar de la hospitalidad de mi guarnición.

—He estado tratando de explicártelo, príncipe Tiglath, pero no me escuchas.

Se sentó sobre una manta de caballo que estaba tendida a la sombra del faldón de su tienda y me hizo señas de que siguiera su ejemplo. Cuando ambos estuvimos instalados, dio una palmada y un pequeño, sin duda uno de sus innumerables hijos, nos trajo unos paños humeantes para limpiarnos la cara y las manos y un par de copas de cobre, así como un pellejo de leche fermentada de yegua llamada safid alech, esta última una atención a la que gustosamente hubiese renunciado.

—No me inspiraba demasiado confianza —prosiguió finalmente, tras apurar su bebida y volver a llenar nuestras copas—. Mis hombres creerían que estoy loco si me instalase en ese lugar acompañado de unas fuerzas tan reducidas y no dormirían tranquilos rodeados de extranjeros armados dentro de los altos muros de tu fortaleza. Te respeto como soldado, príncipe, y te quiero como si fueras mi hermano, hijo de los mismos padres, pero tus soldados han sido hasta hace muy poco mis enemigos en el campo de batalla y los hombres deben dar muestras de cierta prudencia. Espero que no te sientas ofendido.

No lo estaba. En realidad, cada vez sentía más consideración hacia él y mayor era mi convencimiento de haber obrado acertadamente incluyéndole en mis planes.

Pero, como es natural, uno de nosotros debía decir algo.

—Veo que estás aumentando la importancia de tu guarnición —prosiguió finalmente—. Debes haber venido acompañado de unos tres mil hombres de Nínive y he creído contar veinte carros. En el río Bohtán no tenías ni la mitad de tales fuerzas. También me ha llamado la atención el número de caballos que están paciendo en estas proximidades.

—Parece que no se te ha escapado gran cosa.

—Los nómadas mantenemos los ojos bien abiertos —repuso Tabiti, jefe de los sacan. Se encogió de hombros como un enorme gato que se estirara bajo el cálido sol y sonrió—. Tengo la impresión de que te preparas para un enfrentamiento definitivo con el señor Daiaukka, ¿es así? A mis oídos han llegado noticias del desarrollo de tu última campaña, librada el pasado verano. Supongo que me has hecho venir porque buscas aliados para luchar contra los medas, ¿es así?

—Y deduzco que la razón de que hayas acudido es porque tal aventura es de tu agrado.

Pero mi bárbaro amigo, que por su astucia podía compararse a mi esclavo Kefalos, se limitó a llenar de nuevo nuestras copas con su poderoso e infecto licor.

—He venido por el afecto que te profeso —repuso mirándome de reojo y sonriendo levemente—. La guerra es otra cuestión, una cuestión práctica en la que el caudillo debe considerar el bienestar de su pueblo. Lo cual significa que como buen Scoloti, digno hijo de mi padre, estoy deseando enterarme de qué clase de soborno te propones ofrecerme, hermano mío.

Tardamos poco tiempo en llegar a un acuerdo. A la hora de cenar Tabiti y yo habíamos convenido que los sacan atacarían por el norte y obligarían a abandonar la confederación de Daiaukka a los mannai, una tribu menos importante por sus habilidades bélicas que por su posición estratégica, que amenazaban Musasir y las cabeceras del Zab Menor. La única dificultad previsible procedía de los urartu.

—Tendremos que trasladarnos a la costa norte del mar Agitado y luego hacia el sur —propuso Tabiti, dibujando la trayectoria en el polvo con los dedos, como una cabra que se estirara para alcanzar las uvas de una parra—. Nos mantendremos alejados de Tushpa, pero el rey Argistis sigue atribuyéndose la propiedad de todos aquellos territorios y es improbable que nos permita pasar libremente.

—Lo hará si sabe que no vais a deteneros. ¿Por qué no podéis cruzar sus fronteras cuando ya os habéis adentrado en ellas? Esto es algo que puedo solucionar.

—¿Lo crees así? Será mejor que te asegures porque, si tengo que declarar la guerra a los mannai, el próximo verano tendré que pasarme todo este tiempo viajando y no puedo permitirme llegar tarde: las tierras de los urartu son muy inclementes cuando llegan las nieves.

—Confía en mí. Atacaremos a los medas por el norte y el oeste como dos manos que se cerrasen en su garganta.

—Me parece muy bien, porque estoy cansado de Shupria y a mi pueblo le conviene una temporada de lucha. Ningún Scoloti que se precie muere en su lecho…, no sería digno de él.

Eran muy entradas las sombras cuando finalmente atravesé las puertas de la fortaleza. Al principio los soldados de la guardia no me reconocieron.

—No estábamos seguros de que volvieses, rab shaqe —gritaron desde las empalizadas cuando los saludé y reconocieron mi voz—. Empezábamos a pensar que tal vez habías decidido quedarte para siempre en Nínive.

—No hay nada que pueda retenerme lejos de Amat. ¿Acaso no es el jardín del mundo? ¡Abrid la entrada, perros, u ordenaré que os azoten!

Se echaron a reír y al pronto me encontré rodeado de soldados que me alumbraron el camino. Eran tantos que mi caballo estuvo a punto de enloquecer por temor a las antorchas. Debo confesar honradamente que me sentí como si de nuevo estuviera en mi casa, porque ante todo era un soldado y el verdadero hogar de un soldado se halla entre su guarnición.

La fortaleza se hallaba prácticamente terminada. Las piedras recién cortadas de la gran muralla, cuyas aristas brillaban por efecto del cincel, se levantaban sobre las hileras de cuarteles de adobes, patios de instrucción y establos. Los soldados y sus mujeres estaban sentados al aire libre disfrutando del fresco y húmedo ambiente nocturno y sus lámparas de aceite chisporroteaban en la oscuridad circundante, como estrellas que hubiesen caído del cielo por gracia divina. Se distinguía el murmullo de innumerables conversaciones, entre las que de vez en cuando brotaban carcajadas y, a veces, llegaban asimismo a mis oídos los relinchos inquietos de los caballos y el sonido de sus cascos golpeando la dura tierra. Los fuegos de los hogares estaban ya casi fríos, pero aún se percibía el olor a carne, a mijo y a cebollas asadas. Sí, realmente aquél era mi hogar: atrás quedaba Nínive con sus calles pavimentadas y sus intrigas.

En las ventanas del palacio que Kefalos había construido para mí se veían luces encendidas: sin duda mis criados se preguntarían por qué me retrasaba. Un palafrenero se hizo cargo de mi caballo y subí la majestuosa escalera de piedra hasta las altas puertas de cedro que se abrieron para recibirme. Las domésticas se arrodillaron al verme y los escribas inclinaron el espinazo en profundo saludo. El shaknu había regresado y con él el poder real. La íntima sensación de regreso al hogar había desaparecido.

—Señor príncipe, hay muchos asuntos pendientes de resolución.

—Y que sin duda también podrán solucionarse mañana, Ushnu —repliqué, haciéndole señas para que se apartase—. De modo que esperaremos hasta entonces. El camino de Nínive es muy fatigoso y me siento como si hubiese cabalgado todos sus beru en un solo día.

Mi escriba principal se inclinó de nuevo, al parecer poco complacido por mi respuesta. Comencé a quitarme el pectoral mientras que una de mis esclavas me descalzaba las sandalias.

—¿Deseas que te prepare algo para cenar, augusto señor? —preguntó al tiempo que me limpiaba el polvo de los tobillos con un paño húmedo. Me miró, sonriéndome insegura, como si temiese que fuese a golpearle en el momento más inesperado. Me pregunté si realmente parecía tan impaciente.

—No, Gamelat, gracias —respondí, quitándole suavemente el paño de la mano. Era una esclava de mi madre que estaba a nuestro servicio desde que nos instalamos en «Los tres leones» y que hacía años que me conocía—. Quizá tomaré un poco de vino antes de acostarme.

La mujer se levantó como un perro al oír la voz de su amo.

—Sí, mi señor. Ahora mismo.

—A propósito, Gamelat, ¿dónde está el señor Kefalos? Me sorprende no haberle visto esta noche.

—Vino a verte, señor, pero… tuvo que marcharse. ¿Deseas que le haga llamar?

—No, no se trata de nada importante.

Me quedé sentado en un salón tomando el vino que Gamelat me había servido, satisfecho de sentirme solo, pero, por el momento, demasiado fatigado siquiera para arrastrarme hasta mi lecho. Durante unos minutos se me quedó la mente en blanco y luego, muy gradualmente, me sumí en la grata añoranza de los recuerdos.

—¡Asharhamat! —murmuré.

Aquel nombre parecía tener vida propia. ¡Asharhamat! Me bastaba con evocarlo para que su imagen dominase mis pensamientos. ¿Me recordaría ella también? Me complacía pensar que así era.

Me levanté decidido a abandonar tales recuerdos y retirarme a dormir.

¿Dónde se encontraría Kefalos? Era insólito que no hubiese acudido a recibirme tras tan larga ausencia. Gamelat había dicho que había venido a verme… ¿Qué le obligaría a retirarse?

Pero no importaba. Por lo menos por el momento. Al día siguiente de nuevo me vería absorbido por mis escribas, soldados, amigos y enemigos, pero aquella noche no deseaba ser el señor Tiglath Assur, rab shaqe del ejército real, shaknu del norte, hijo del señor Sennaquerib y amo de un griego gordo y granuja que me trataba como si fuese yo quien le perteneciese. Aquella noche no deseaba ser nadie, sólo quería dormir.

Percibí una luz titilante en mi habitación. Sin duda alguna esclava solícita, me había dejado una lámpara encendida. Podía considerarme un hombre afortunado por verme rodeado de tales atenciones. Pensé que debía hacer algo para demostrar mi reconocimiento. Pero también eso podía aguardar al día siguiente.

Aparté a un lado la cortina y me quedé paralizado por la impresión al descubrir a Zabibe aguardándome junto a mi jergón. La fluctuante y amarillenta luz proyectaba en su rostro ceniciento un reflejo casi diabólico, como si su belleza encerrase algún placer prohibido.

—¿Acaso me había olvidado mi señor? —me preguntó sonriendo con inquietud. Cruzó los brazos ante su pecho y con las puntas de los dedos hizo caer las mangas de su túnica, descubriendo sus senos—. Si dejas postergada a tu pobre esclava puedes destrozarle el corazón.

—Esa mujer es un diablo, señor. Desde que llegó aquí hace tres días ha sembrado el terror entre tus sirvientas. Me echó de tu casa la misma noche en que llegaste, con tan terribles maldiciones, que no me atreví a volver.

Y mientras hablaba, Kefalos se acariciaba la barba tembloroso y agitado y miraba en torno como si, incluso en su propia casa, temiese no hallarse a salvo de Zabibe.

—Se comporta como si ya fuese la dueña del palacio del shaknu —prosiguió finalmente—. Como si ocupase el lugar de Naiba o el de tu señora madre, y nadie se atreve a contradecirla. ¡Confío que no habrás sido tan insensato como para pensar en cubrir a esa mujer con el velo!

—No, Kefalos…, no temas. No he pensado en ningún momento en tomar esposa.

—Bien, señor, pero lo importante es saber qué espera ella. Ve con cuidado, es de las que arrojan proyectiles.

—¿Arrojar proyectiles?

—Sí, naturalmente: copas de vino que estallan contra las paredes como el granizo sobre las tejas. —Se encogió de hombros como si le sorprendiera que yo pudiese ser tan bobalicón como para haber esperado otra cosa—. Pégale, señor. Recuérdale quién es el dueño en el palacio del príncipe real. Es lo más razonable que puedes hacer. Coge un látigo de piel de hipopótamo y azótala hasta que le hayas despellejado el trasero, porque si no le recuerdas que debe mantenerse en su lugar, te hará tan desdichado que ansiarás marchar a la guerra para liberarte de su dominio.

—Sí, así lo haré. Aunque sólo sea por complacerte y restablecer el buen orden entre mi servicio doméstico, le pegaré.

—No olvides hacerlo, señor.

Kefalos se fue tranquilizando poco a poco, consolándose gradualmente ante las seguridades que le di y por la abundancia de mi propio vino. Mientras aguardábamos a que sus servidores nos preparasen el almuerzo —sabiendo que mi digno esclavo jamás se levantaba hasta dos horas antes de mediodía, tampoco yo me había desayunado—, me contó todo cuanto había sucedido en Amat durante mi ausencia y me describió especialmente sus argucias para enriquecernos a ambos.

—Ese bárbaro que vive en una tienda de cuero —me confió como aquel que está revelando un secreto— ese Tabiti, tiene unos caballos magníficos y gran riqueza en oro. Me gustaría saber dónde los obtiene.

—Expoliando a tipos incautos como tú —bromeé, ofreciéndole mi copa para que volviese a llenarla—. Déjale que disfrute de momento de su prosperidad. Tras la próxima campaña del verano tendrá muchas más propiedades que podrás sustraerle.

—Eso me parece muy inteligente —repuso el erudito físico, asintiendo gravemente. Por entonces ya estaba demasiado borracho para captar mi sarcasmo, pero, como siempre, seguía estando muy lúcido para que no se le escapase el factor principal—. Vas a engrandecer a esa tribu de ladrones nómadas que se convertirán en una nación temible. Y ese Tabiti, según tengo entendido, es tu amigo. En años venideros, cuando tu hermano ocupe el trono, necesitarás amigos así.

—No estoy maquinando ninguna traición, Kefalos. Te expresas como las malas lenguas de Nínive: todos están urdiendo historias acerca de mis posibles proyectos para traicionar a Asarhadón.

—Yo no he hablado de traición, señor, pero un hombre que cuenta con poderosos aliados siempre es digno de respeto.

Cerré mis oídos a tales palabras. Desde que mi hermano había sido nombrado marsarru me había propuesto negarme a escuchar todo cuanto no deseara oír. Al cabo de un rato salí de la casa de Kefalos y acudí a reunirme con mis escribas, que se hallaban deseosos de agobiarme con montañas de trabajo. Cuando el cielo comenzó a oscurecerse, había olvidado por completo mi prudente alianza con los escitas, que, de todos modos, ya habían recogido sus tiendas y emprendido el camino de regreso al país de Shupria. Los ojos me escocían y sólo pensaba en evadirme media hora en los baños de vapor, cenar y acostarme.

Mientras me encontraba en el baño viendo brotar el vapor del brasero encendido, me acordé de Zabibe. ¿Cómo se habría atrevido aquella zorra a seguirme desde Nínive sin mi permiso? Ni siquiera una esposa habría actuado de tal modo.

Aunque lo cierto era que no me había seguido: había llegado a Amat con unos tres días de antelación, transportada en una silla de manos como una gran dama. No era sorprendente que mis sirvientas estuvieran atemorizadas.

¿Quién le habría facilitado su escolta? Una esclava no emprende semejante viaje por su cuenta. Alguien le habría ordenado que acudiese, proporcionándole protección y medios económicos. Alguien la había enviado y me preguntaba cómo no se me había ocurrido antes.

Se trataba de una espía.

No me molesté en preguntarme por cuenta de quién: mis movimientos e intenciones interesaban a muy pocas personas.

¿Habría sospechado algo Asharhamat? «Hazle creer que disfruta de tu favor», me había aconsejado. Sí, Asharhamat debía haber comprendido todos estos manejos mejor que yo. Yo, que ni siquiera había prestado atención a mi esclavo cuando me había aconsejado que me buscase la protección de amigos poderosos.

Por unos momentos consideré la posibilidad de devolver a aquella ramera árabe al gineceo de mi padre, pero fue cosa de un momento. Después de todo, ¿de qué podía enterarse en Amat que yo no quisiera que se supiese en Nínive o más probablemente en Kalah?

No… permitiría que se quedase. ¿Para qué crear dificultades a Asarhadón y a su madre buscando a otra que la sustituyese? La utilizaría como las rameras de las tabernas y le permitiría que fisgonease los secretos que quisiera.

Pero, por lo menos en este aspecto, aquella noche seguiría el sabio consejo de mi amigo Kefalos y le arrancaría algunos jirones de piel para que no se le ocurriese volver a hacer el papel de dama distinguida. Me bastaba con recordar las miradas llenas de terror de mis servidoras para que volviera a encenderse mi ira.

Ekalli, ve a la orilla del río y corta una vara verde del tamaño de mi brazo. Asegúrate de que es bien recta y lisa y quítale la corteza salvo en el extremo más grueso.

El hombre sonrió exhibiendo todos sus dientes, manchados de jugo de dátiles. Era un muchacho recién llegado de alguna aldea y había comprendido que no serían sus lomos los que recibirían la azotaina: aquello era lo único que le importaba.

El bastoncillo crujió en el aire con un sonido que recordaba a las abejas enfurecidas. En aquellos puntos donde había sido descortezado aún seguía siendo resbaladizo. Sonreí pensando cómo haría bailar a aquella intrigante árabe.

Junto a mi dormitorio había una estancia de reducidas dimensiones que utilizaba cuando cenaba solo. Allí la encontré con otras dos o tres domésticas que me preparaban la mesa. Se cubría únicamente con una leve túnica de lino que apenas le llegaba a las rodillas y que estaba mojada y se le adhería al cuerpo. Estaba en cuclillas, junto a mi silla, como si la considerara de su pertenencia.

Comprendí que mis esclavas la temieran: era la concubina de su señor, la que disfrutaba de su favor, la hembra en la que él vertía su simiente. Debía jactarse de que detentaba el poder, tal vez incluso alardeara de tener en sus manos la vida o muerte de cualquiera de ellas, suposiciones que sin duda se esforzaría por estimular.

Pues tales pretensiones concluirían aquella misma noche.

Zabibe me recibió sonriente, pero al ver el palo que llevaba en la mano la sonrisa se heló en sus labios y en sus negros ojos brilló una mirada de terror.

Las mujeres que la acompañaban desaparecieron en silencio como ratones asustados.

—¡Augusto señor, yo no…!

La concubina enmudeció repentinamente en cuanto apoyé con suavidad la punta del palo en su hombro desnudo.

—Te has excedido —manifesté en un tono casi indiferente—. No eres más que una ramera de bonito cuerpo, que sabe bailar al son de la flauta y los crótalos y despertar un poco de pasión, y ello te ha hecho creer que eres poderosa.

—Si a mi señor le place… —balbució bajando los ojos que por entonces ya expresaban una profunda humildad.

Como muchas mujeres, comprendía que su fuerza radicaba en alardear de su debilidad. Sí, lo mejor era hacer creer a aquel insensato que repentinamente se había vuelto sumisa.

—A tu señor no le place que los servidores en los que ha confiado durante muchos años demostrándole su fidelidad sean expulsados de su casa como perros sin amo. No, no estoy complacido.

Repentinamente la así por la manga, obligándola a arrodillarse. El tejido cedió rasgándose y dejándola semidesnuda. Zabibe se acurrucó a mis pies con el rostro hundido en el suelo, pero la así por su larga y negra cabellera y la obligué a echar atrás la cabeza y a mirarme.

—¡E-res me-nos que na-da! —silabeé apretando los dientes, enfurecido y acompañando mis palabras con sendos zurriagazos—. ¡En es-ta ca-sa no e-res na-die!

A cada golpe aparecía en su espalda una tenue línea rojiza, y mientras me miraba una leve capa de sudor cubrió su frente y percibí sus suaves quejidos. Al principio creí que eran de dolor, pero me equivocaba, por lo menos no sólo eran de dolor.

—¡Oh, señor! ¡Oh, mi amo!

La voz parecía brotar de su más profundo interior. Sus manos, que se aferraban a mis piernas, se deslizaron por el borde de mi túnica apartando a un lado mi taparrabo. Intensifiqué el golpe de mi látigo de modo que pareció hundirse en su carne como el filo de una espada, empapándola en sangre, pero aquello aún pareció excitarla más.

—¡Mi señor!

Sus palabras me llegaban confusas y ahogadas. Apretó el rostro contra mi sexo y de pronto cogió mi miembro entre sus labios. Respiraba entrecortadamente, al tiempo que parecía devorarme como una mendiga muerta de hambre.

No soy de piedra y mis sentidos estaban muy despiertos. De pronto me abandonó la indignación y fue sustituida por una pasión mucho más salvaje y sin darme cuenta se me cayó el látigo en el suelo.

Zabibe se echó hacia atrás un momento sin soltarse de mis piernas, fijando en mí sus ojos llenos de lágrimas. Pero no lloraba de dolor ni temor, sino por ver insatisfechas sus ansias.

—¡Señor, te lo ruego!…

Me sentía como en trance. Al cabo de un instante me recuperé y la aparté con tal violencia que se golpeó en el suelo. Di media vuelta y salí de la habitación, sintiendo como si la cabeza fuese a estallarme.

Durante dos horas permanecí sentado en el exterior en un banco de piedra del jardín empapándome del fresco nocturno. Los pensamientos se agolpaban tumultuosamente en mi cerebro, sucediéndose unos tras otros con tal rapidez que se reproducían en imágenes confusas. Me pregunté qué era lo que había visto en mi interior que me llenaba de tan terrible y delicioso temor. ¿Qué era yo? ¿Una bestia o un hombre? Lo ignoraba…, y prefería seguir ignorándolo. Sin embargo no podía alejar de mi mente tal conocimiento que me perseguía de forma obsesiva.

Pensé en Asharhamat y en mi hermano. ¿Sucedería de igual modo entre ellos? ¿Era yo solo quien así se veía limitado…, o acaso Asarhadón era mucho más experto?

Sí, naturalmente. Asarhadón, con su deliberada, torpe y burda lujuria…, por lo menos se comprendía a sí mismo.

Por último incluso llegaron a cansarme mi introspección y mis remordimientos. La cabeza me zumbaba, pensé tomar unas copas para tranquilizarme y poder conciliar el sueño.

Cuando entré en mi habitación encontré a Zabibe aguardándome, todavía cubierta por la leve túnica de lino que se había convertido en puros andrajos.

Me sorprendió verla, puesto que no esperaba ni deseaba su presencia. Pero, de todos modos, se había presentado. En un extremo de mi alfombra descubrí una jarra de plata llena de vino fresco de la bodega y junto a ella una copa de oro.

Y sobre mi almohada estaba el látigo aún manchado de sangre.

Zabibe me sirvió el vino y llevó la copa hasta mis labios. Bebí dócilmente, trasegando el líquido con dificultades y, aunque había llegado a odiarla, despertaron de nuevo mis deseos.

La muchacha comprendió tales sentimientos y los aceptó gustosamente.

—¡Muéstrame tu espalda! —le indiqué.

Zabibe se puso en cuclillas, apoyándose en rodillas y codos y con la cabeza recostada en la pared. A la luz de la lámpara las marcas de sus hombros se veían casi negras. Percibí su respiración jadeante como entrecortada por una violenta pasión.

Cuando separé sus nalgas y me introduje en ella únicamente brotó de sus labios un gemido mezcla de dolor y placer.

Al parecer aquella mujer había encontrado lo que buscaba: aquello era algo que no me interesaba tratar de comprender.