XXVI

Aunque el rey aguardaba mi presencia en el banquete que celebraba aquella noche, no me sentí con ánimos para cumplir mis deberes de súbdito e hijo. Apenas recordaba la existencia del monarca: sólo sabía que me resultaba imposible permanecer una hora más en la ciudad de Nínive.

De modo que no elaboré pretextos ni envié mensajes. Simplemente acudí a recoger mi caballo de los establos de la Casa de la Guerra y salí en dirección al campo. La sombras de la noche cubrían el mundo con sus alas, pero apenas me di cuenta de ello. Las sienes me palpitaban como si la cabeza fuese a estallarme ante el menor sonido.

—¿Tanto me ha degradado el contacto de tu hermano que ya no puedes amarme, Tiglaht? —me había preguntado ella burlonamente—. Si deseas conocer algo más acerca de sus visitas a mi lecho, sólo tienes que preguntarme porque no voy a ocultarte nada. ¿Quién con más derecho a conocer las intimidades que existan entre Asarhadón y yo y las sutilezas de que se vale para granjearse el afecto de una mujer? ¿Quieres que te lo cuente todo, Tiglath?

Parecía a punto de llorar o reír sucesiva e incluso simultáneamente. Por último se echó en mis brazos sollozando como una criatura.

—¡No me dejes en esta oscuridad, Tiglath!… ¡Te lo suplico! ¡No vuelvas a abandonarme!

No cruzamos más palabras. Ni siquiera recuerdo cuándo me separé de ella, pero aún me parece ver su rostro bañado por las lágrimas.

De modo que salí con mi caballo en la oscura noche semienloquecido y cegado por la ira.

Durante lo que me parecieron interminables horas seguí galopando, hostigando mi montura hasta que sus flancos estuvieron cubiertos de espuma, hasta que no pudo seguir corriendo y se detuvo, esforzándose por regular su respiración, jadeando ruidosamente su amplio pecho ante el esfuerzo realizado.

Desmonté y anduvimos juntos, dejando muy atrás las luces de las atalayas de la ciudad.

El viento era frío como el hielo y se filtraba por mi capa como miles de alfileres. La oscuridad era tan intensa que no distinguía el suelo que pisaba.

Por fin, cuando comenzó a aclarárseme el cerebro, sentí una oleada de frío que me obligó a volver a la realidad y traté de localizar algún refugio a mi alrededor. No tardé en descubrir una choza en ruinas, sin duda la residencia de algún campesino ya fallecido. El techo había desaparecido y los muros de adobe estaban destrozados por el paso del tiempo, pero aún era bastante sólida para ofrecer cierta protección contra el viento. Aseguré mi caballo y me acurruqué en una esquina, tras arrebujarme en mi capa. No era un lugar que ofreciese muchas comodidades, pero por lo menos allí no moriría de frío y no estaba en condiciones de mostrarme demasiado exigente.

Toda desesperación encuentra su fin y la mía tampoco fue eterna. En las frías horas del amanecer se había reducido a un hosco resentimiento, profundamente sombrío pero que, por lo menos, ya no me desgarraba el pecho como una comadreja atrapada en un saco. Comencé a considerar con cierta satisfacción la posibilidad de degollar a Asarhadón. Aquella idea me complacía en extremo y por un momento experimenté algo parecido al placer. Llevar a cabo semejante acción sería imposible, porque la persona del marsarru era tan sagrada como la del propio rey, pero aun así no podían privarme de la satisfacción de imaginarlo: éste es siempre el primer paso que emprende la mente para sanarse, la ilusión de que todo puede zanjarse con una sola acción.

Seguidamente me planteé soluciones más prácticas. Si no podía matar a Asarhadón, sí me sería posible pedirle que repudiase a su mujer: ella no le importaba, y una vez le hubiese dado un heredero saludable… Pero también eso era imposible. De todos era bien conocida la profecía según la cual ella debía ser madre de reyes. Asharhamat era el sello de legitimidad de Asarhadón en sus pretensiones a la corona. Si ella tenía hijos con otro hombre y los presagios les eran favorables, los descendientes de Asarhadón jamás estarían a salvo.

«Vuelve la espalda a tu dios… y regresa conmigo —había dicho ella—. Vuelve la espalda a tu dios». ¿Cómo iba yo a hacer algo semejante?

No podía permitirme matar a Asarhadón honorablemente, en leal enfrentamiento, pero sí me era posible maquinar su asesinato. Sí, la gente moría diariamente sin despertar sospechas. ¿Acaso Arad Ninlil no había hallado la muerte? No me costaría encontrar cómplices voluntarios entre los que poder escoger, porque pocas veces un heredero real había gozado de menos simpatías que Asarhadón. Quizá una copa de vino envenenado…

Pero ¿sería yo capaz de hacer algo semejante? No, me era imposible. Había llegado a odiarle, mas por mi parte podía sentirse seguro: no me sentía con bastantes arrestos para ello.

¿Qué era, pues, lo que me quedaba? ¿Únicamente algunos encuentros furtivos con Asharhamat? ¿O quizá ni siquiera eso?

Aquélla era una terrible encrucijada.

Despertaba tímidamente el alba. El sol de Assur se levantaba tras las montañas del este. Al principio únicamente se intuía su confuso contorno, mientras que el cielo tomaba paulatinamente una gris tonalidad hasta que, por fin, el dios le insufló su fuego y el astro irradió de nuevo la luz expulsando a los oscuros fantasmas de la noche: un día más el mundo disfrutaba de aquel don de vida.

No podía considerarme muy inteligente. Tenía las piernas entumecidas por el frío, sentía hambre y mi mente estaba embotada por un hosco y pertinaz resentimiento, como los vapores del vino tras una noche de crápula. Me sentía de tan sombrío y emponzoñado talante que todo cuanto me rodeaba, incluso el resplandor del sol, me parecía injusto.

Estaba a muchos beru de la vivienda más próxima. Ni siquiera se apreciaba la proximidad de ningún sembrado y, sin embargo, mirando en torno, tenía la vaga sensación de identificar el lugar donde me hallaba. Posiblemente habría pasado por allí en alguna ocasión saliendo de caza. Fuese como fuese me era familiar…

Al cabo de tres horas llegué accidentalmente a un pueblo, aunque no me había propuesto encontrarlo. Los campesinos se agolparon alrededor de mi caballo gritando: «¡Es Tiglath Assur! ¡Tiglath! ¡Tiglath!». Y, en cuanto desmonté, me vi acosado por mujeres que me ofrecían cerveza en grandes jarras de arcilla y bandejas de fruta y cordero asado.

Entre los hombres se encontraban algunos que habían combatido en Khalule. Nos sentamos alrededor del fuego —al parecer el núcleo de la población consistía en unos sesenta o setenta aldeanos comprendidos niños y ancianos— y celebramos un improvisado banquete.

Ante tan insistente hospitalidad es difícil concentrarse en las propias desgracias personales, por lo que, absorto en aquella distracción, tardé bastante tiempo en recordar que era el más desdichado de los hombres. Me avergonzó haberlo olvidado, pero, como es natural, por entonces ya era demasiado tarde, puesto que, aún contra mi voluntad, me sentía muy animado, y agradecía a los grandes dioses que hubieran bendecido a los hombres otorgándoles corazones infantiles e inconstantes para que sus pesares pudieran tener tan limitados alcances. Mas aquella constatación no me enorgullecía.

—¡Quédate con nosotros! —me dijeron los notables del lugar—. Tu compañía nos traerá buena suerte y la bendición de los dioses.

«¿Por qué no?», pensé. Sí, permanecería con ellos algún tiempo, refugiándome en aquel poblado.

Pero en el país de Assur no había lugar donde el señor Tiglath Assur pudiera ocultarse. A la mañana siguiente se presentó en el pueblo uno de los heraldos del rey, de cuyo bastón de mando pendían varias cintas plateadas.

—El señor Sennaquerib, soberano de las Cuatro Partes del Mundo, saluda al príncipe real, señor Tiglath Assur —anunció como si se dirigiera a una multitud en vez de a un solo hombre. Era alto y barbilampiño, realmente de porte muy arrogante, característico de esos cortesanos que lucen espadas incrustadas de pedrería—. Soy uno de los múltiples emisarios enviados para indagar la repentina desaparición del señor Tiglath Assur.

Aquello era algo que podía haber esperado. Mi padre, que por su avanzada edad solía ser presa de súbitos temores, probablemente había ordenado a sus servidores que me buscaran por todas partes, conminándolos a no regresar sin llevarle noticias mías. Posiblemente su guardia estaría registrando codo a codo toda la ciudad, tratando de encontrarme vivo o muerto. Me había comportado muy cruelmente, debía haberle avisado.

—Puedes decir al rey que me has encontrado —respondí—. Estoy aquí y permaneceré algún tiempo.

—El señor Sennaquerib te suplica que regreses inmediatamente —repuso muy erguido. Realmente era un tipo sumamente afectado.

—Eso es imposible.

El hombre sonrió. ¿Cómo no iba a sonreír si transmitía las palabras del rey?

—¿Y por qué es imposible?

—¡No es posible porque no es ésa mi voluntad! —grité perdida la paciencia—. ¡Ve, di al rey mi padre que iré cuando quiera! ¡Vete!

Di una patada en el suelo sumamente disgustado y el hombre se sobresaltó. Esos eunucos palaciegos no se distinguen precisamente por su valor. Al cabo de un instante había vuelto a montar en su caballo y regresaba a Nínive, tras levantar una nube de polvo.

Mientras permanecí entre los aldeanos salí cada día de caza. Regresaba cargado de venados y jabalíes y mis sencillos anfitriones estaban encantados con tal abundancia de carne fresca, aunque yo disfrutaba escasamente con aquel deporte.

Únicamente deseaba estar solo, y por ello pasaba la mayor parte de la tarde sentado a la sombra de una acacia, devanándome los sesos sobre los extraños giros que habían tomado las existencias de Asharhamat, Asarhadón y la mía. Aunque mis cavilaciones no conducían a ningún lugar porque no existían soluciones, pues el dios así lo había querido, pero las características del problema se revelaban gradualmente con descorazonadora claridad.

Todos estábamos atrapados: Asharhamat en un matrimonio que se basaba en la amargura y el odio; Asarhadón encumbrado en una posición demasiado elevada para sus deseos y su capacidad. Y yo… amaba a una mujer que no podría conseguir, lo que constituía un hecho bastante común, y también podría vivir perfectamente sin la gloria del reinado. ¿Por qué entonces sentirme tan desdichado? No lo sabía y aquél era mi tormento, ignorarlo.

Cada noche, sentado entre los hombres del pueblo, hablábamos de la guerra y de los cultivos, únicos temas apropiados, y bebíamos cerveza hasta que llegaba la hora de dormir y mis sueños no me atormentaban. Así transcurrieron cinco días.

Al tercer día el rey envió otro de sus heraldos, al que también despedí, aunque más cortésmente que al primero y, al anochecer del quinto día, mucho después de que los residentes del pueblo se hubieron retirado a descansar, se presentó otro emisario, al que le anuncié que regresaría a Nínive. Respondió que le habían ordenado que me acompañase, pero le dije que no pensaba permitirlo: no era un muchacho que hace novillos en la escuela y debe ser arrastrado por una oreja y regresaría solo, como me había marchado.

A la mañana siguiente, mientras montaba en mi caballo, una mujer me dio una jarra de agua y un cesto de mimbre lleno de pan y carne seca.

Me alejé sin mirar atrás y sin oír otro sonido que el eco de los cascos de mi caballo.

La puerta de Nergal, que da a la carretera de Tarbisu, aún estaba cerrada cuando llegué, de modo que tuve que llamar a gritos al vigía e identificarme para que me permitiese entrar. Crucé simplemente por ella y pasé casi sin ser advertido, como un jinete más entre tantos peatones. Cuando un príncipe no va acompañado de su escolta se convierte en un ser anónimo, carece de especial majestad y nadie le reconoce. A veces es conveniente recordar algo así.

Apenas había entrado a mis aposentos para despojarme de mi capa y quitarme el polvo del camino cuando un paje irrumpió en mi habitación e inmediatamente tras él el propio rey.

—¡Debería ordenar que te cortasen los pies por marcharte de ese modo! —exclamó abrazándome—. Negar acatamiento al soberano es un crimen que se castiga con la muerte. Hijo mío, por mucho que te ame, debería condenarte a perder la vida por tal insolencia. ¡Si no fuese por tu hermano! Tu ausencia ha obligado al Pollino a quedarse en Nínive, aguardando más de lo que le hubiese agradado y a mí me ha divertido enormemente su ira y su impaciencia. Siempre es un placer verle enojado, pero en esta ocasión está casi fuera de sí, no deja de hablar de tu «desmedida desfachatez» y de que si él fuese rey te hubiese desollado vivo. Por fin has tenido la fortuna de que te haya reconocido como su enemigo. Ven…, mis invitados están esperando en tu honor.

Nuestra entrada en el gran salón causó cierta sensación, porque nadie sabía la razón de que yo hubiese abandonado la ciudad e ignoraban si a mi regreso seguiría disfrutando del favor real. Los palacios son foco de constantes murmuraciones y posiblemente la mitad de los hombres que cenaban con nosotros aquella noche esperaban que se produjese algún cambio importante, como si fuese a barrerlos un terremoto, a hacerles perder o ganar el favor real.

Y, como colofón, estaba la reacción de mi hermano Asarhadón al ver aparecer al rey apoyándose en mi brazo, lo que le hizo palidecer de ira.

De modo que el banquete de mi padre fue causa de gran inquietud y, como solía suceder en los últimos años de su reinado, degeneró rápidamente en orgía y desenfreno. Apenas había transcurrido una hora, cortesanos que solían comportarse con la mayor dignidad, con los ojos inyectados en sangre a causa del vino, se arrojaban entre sí proyectiles de carne asada, y por lo menos tres danzarinas acabaron echadas sobre una mesa y fueron poseídas sucesivamente por distintos hombres que aguardaban turno riguroso. Era un escenario digno de un cuartel militar de provincias tras dos meses de campaña.

Pero el rey disfrutaba con ello. Se reía y profería chistes obscenos, animando a aquellos que aún se contenían para que se incorporasen al jolgorio general. Sus placeres parecían haber quedado reducidos a aguijonear a Asarhadón y a presenciar la depravación de sus nobles. Por fin se levantó de la silla, fue hacia un rincón y vomitó ruidosamente, consintiendo en retirarse a continuación a su lecho.

Y durante todo aquel tiempo mi hermano y yo, como siguiendo un tácito acuerdo, bebimos escasamente, apenas hablamos con quienes nos rodeaban y evitamos cuidadosamente cruzar nuestras miradas. Cualquiera hubiese imaginado al vernos que incluso nos resultaba insoportable reconocer nuestra mutua existencia.

Pero cuando finalmente el rey salió, también yo me retiré a descansar, dejando el campo libre a Asarhadón. Estaba cansado de Nínive: sólo deseaba regresar al seguro retiro de mi guarnición de Amat, donde los únicos enemigos se encontraban en el campo de batalla. Me hubiera sentido muy dichoso si hubiese podido abandonar toda aquella ruidosa corrupción a mi hermano, que sin duda se sentía más a gusto que yo. «Que tal sea su castigo, pensé: reinar en esta perrera hasta que la repugnancia corroa sus partes vitales y acabe con él. En cuanto el rey me deje en libertad, huiré volando como un pájaro de estas redes de oro y me resarciré con creces amontonando los cadáveres de los medas como monumentos a mi gloria inmortal».

Tan sencilla resulta la enmarañada red de la vida a un hombre joven, porque aún seguía siendo joven, aunque me sentía viejo y lleno de cínica sabiduría.

Una vez en mis habitaciones, Zabibe, la joven árabe, me ayudó a desnudarme y me frotó los miembros con aceite intensamente perfumado. Bajo sus sabias manos quedé casi dormido.

—Mi señor ha estado ausente muchos días —murmuró mientras bañaba mi rostro con agua mezclada con pétalos de flores—. Temo que mi señor haya olvidado a su esclava.

Así había sido: ni por un momento me había acordado de ella, pero me pareció una descortesía reconocerlo y me limité a sonreírle.

—Zabibe sólo vive para complacerte, señor —prosiguió con voz tan leve como el aleteo de un pájaro y acariciándome suavemente mi miembro, que en breve quedó erecto como si fuese de bronce. En su pálido rostro se reflejaba la luz de la lámpara de aceite, convirtiéndola en el único objeto real de la estancia—. Mi señor debe aprender a liberarse de toda preocupación, a desecharla como una prenda sucia. Mi señor debe permitir que Zabibe alivie su corazón.

A mis oídos llegaba su voz como si fuese un niño que se siente acunado, conscientemente aunque sin importarme que aquellas palabras no fuesen más que la experta labia de una ramera. ¿Qué importaba si era o no real? ¿Por qué debía preocuparme? Sólo existía aquel momento, aquel instante que yo podía considerar mío. La felicidad era una sombra, mas el placer, por lo menos, era real.

A la mañana siguiente desperté con una terrible jaqueca. El brasero, frío desde hacía horas, había dejado en el ambiente un tenue olor a humo y Zabibe roncaba como un búfalo de agua. Aquél era el final de la pasión: una mañana de invierno, la cabeza aturdida y una mujer que en cuanto abriese los ojos sin duda esperaría que se la reconociese como una bendición del cielo. Me cubrí con mi túnica y abandoné sigilosamente la habitación. Por la noche tal vez volviese a desear el consuelo que me ofrecía la esclava, pero por el momento no podía enfrentarme a ella. Me escabullí a la Casa de la Guerra, donde podría depurarme el alma con el vapor de los baños y disfrutar del almuerzo de los soldados a base de cerveza y mijo cocido.

—¡El augusto señor Sennaquerib, soberano de las Cuatro Partes del Mundo, saluda al príncipe real Tiglath Assur!

Su voz resonó como un tambor de guerra hasta los más recónditos rincones de la mesa de los oficiales. Yo estaba sentado de espaldas a la puerta y no me habría sorprendido tanto si alguien me hubiese hundido la punta de una espada en los omóplatos. Me volví y descubrí al heraldo provisto de su bastón de mando con las cintas de plata, y el corazón me dio un vuelco en el pecho.

—El augusto señor Sennaquerib solicita…

—Bien, bien. Dime dónde debo acudir —le interrumpí.

Estaba comenzando a cansarme su complicado ritual.

—Si te dignas acompañarme ahora mismo…

Hizo un ademán ampuloso indicando el camino y yo me levanté dócilmente para seguirle.

Afuera me aguardaba una litera. Jamás había sido conducido de aquel modo, puesto que siempre había pensado que tenía dos piernas fuertes y resistentes y no me parecía aquél momento apropiado para comportarme como una cortesana regalada, de modo que la despedí y seguí a pie al emisario. Recorrimos los parques de palacio, cruzamos la puerta de Igisigsig y seguidamente los jardines que se extendían desde el recodo formado por el río y la parte norte de la muralla de la ciudad, lugar predilecto de mi padre, y donde le encontré sentado bajo un emparrado con una copa de vino en la mano. Le acompañaba Asarhadón con aspecto tan malhumorado como la noche anterior.

—¡Por fin se digna el héroe concedernos un momento! —exclamó levantándose de la silla con mirada iracunda—. Me sorprende que se haya tomado semejante molestia.

El rey se echó a reír y arrojó el contenido de su copa en el suelo, bajo un matorral florecido.

—El marsarru me estaba diciendo que tu campaña contra los medas ha sido totalmente infructuosa. Dice que sólo estaremos realmente a salvo evitando la cólera de los dioses.

Volvió a reírse y dio una patada en el suelo para acentuar la intención de sus palabras, y Asarhadón frunció el entrecejo y gruñó como un toro aguijoneado por las moscas. Era evidente que aquella cuestión se prolongaba desde hacía rato.

—Como siempre, el señor marsarru tiene razón —repuse—. Sólo un necio provocaría la cólera del gran Assur, pero no creo que le moleste que recordemos a los medas que es Él y no Ahura el dios de los países occidentales.

—Me refiero al templo de Marduk en Babilonia —repuso Asarhadón sentándose nuevamente.

Parecía como si temiera que fuese a darle la mano.

—El lugar está en ruinas. ¿Recuerdas cómo colaboramos ambos en su destrucción? Y Marduk ha abandonado su ciudad y rinde acatamiento a Assur en su templo de Nínive. ¿Acaso sugieres que debería ser de otro modo? —le respondí con una sonrisa.

En aquel momento le odiaba más profundamente que a nadie en mi vida. Mas no pensaba en los medas, en los templos en ruinas de Babilonia ni en el honor de los dioses inmortales, sino en Asharhamat.

—Sí, mi señor marsarru —intervino el rey—, ¿acaso crees que debería ser de otro modo?

Estaba sentado con las manos entre las rodillas y nos miraba alternativamente a uno y a otro. Le brillaban los ojos de malicia, pero el sol resplandecía implacable sobre sus blancos cabellos, que revelaban su avanzada edad.

Asarhadón cogió una piedrecita y la proyectó contra un pájaro que se había posado en la rama de un árbol, a unos veinte pasos. Erró el tiro y el ave revoloteó por los aires.

—Los medas no son más peligrosos que ese pájaro —observó. Mas leí en sus ojos cuan consciente era de haber eludido una respuesta directa.

—¿A qué te refieres, mi querido hijo…, a ese pájaro o a la infalibilidad de tu brazo?

—El dios de Babilonia debe ser restituido a su ciudad —repuso Asarhadón, pareciendo omitir la ironía del rey—. Marduk, que no pasa por alto ninguna ofensa, ha concebido una gran ira contra el país de Assur. No podremos prosperar hasta que su ciudad sea reconstruida. Si no cumplimos con este deber, nuestra dinastía será exterminada.

—Yo no nací en el país de Sumer —dije—. Soy hijo del norte y me someto a la misericordia de Assur.

—No era necesario que nos recordases que casi eres extranjero, señor Tiglath.

—Tampoco los demás olvidamos que tu madre se vendía en las tabernas de Borsippa, señor marsarru.

Asarhadón se levantó preso de terrible ira y llevó la mano a la empuñadura de su espada. Creo que si no hubiese sido por la presencia del rey habríamos dirimido allí mismo nuestras diferencias de una vez para siempre, pero mi padre se levantó a separarnos.

—¡Cómo os atrevéis! —gritó—. ¡Cómo os habéis atrevido! ¿Acaso soy un patán con los pies llenos de barro para ver cómo mis hijos se aguijonean mutuamente y se enfrentan? ¡Os lo prohíbo! ¡Siéntate, Asarhadón, puesto que tú eres el más digno de censura! Estábamos hablando de los medas…

La crisis se superó tan rápidamente como había comenzado. Asarhadón volvió a sentarse, pero desde aquel momento pareció como si hubiese ensordecido, tal fue el impacto que le habían causado nuestras palabras.

—¿Puedo entonces hablar de los medas? —pregunté.

Al parecer ya habíamos concluido con los restantes tópicos.

—Sí, hijo mío. Hablame de ellos.

—Son un pueblo insignificante, carecen de importancia —explicó mi hermano sin mirarme siquiera.

—Los sagari, los miyane y los iranzu, algunas tribus arias son realmente insignificantes y, aislados, carecen de importancia. Pero si se unen y logran constituirse en una nación, llegarán a ser peligrosos. Y eso es lo que está comenzando a suceder bajo el dominio de un hombre llamado Daiaukka, que se da a sí mismo el título de rey. Yo le he conocido personalmente y podría convertirse en un temible enemigo. Además, han descubierto un nuevo dios…

Estuve hablando durante algún tiempo, explicándoles todo cuanto había aprendido en las montañas del este, y el rey escuchó con gran atención. De vez en cuando me interrumpía para hacerme alguna pregunta, tal vez un nombre o el significado de una palabra extranjera, pero, por lo demás, mantuvo un silencio impenetrable.

—¿Y crees que avanzarán en dirección oeste? —preguntó por fin, cruzando las manos en su regazo.

—Sí, augusto señor. A menos que los detengamos a tiempo, bajarán de sus montañas como lobos. Debemos hacerles pagar caras sus ambiciones y, si la lección es bastante dura, acaso nos dejen en paz durante una generación.

—Y para ello sin duda necesitas un gran ejército —intervino de pronto Asarhadón—, un ejército muy superior al que actualmente tienes a tu mando.

—Sí, necesitaré más hombres. Quizá otras sesenta compañías.

Mi hermano asintió como si aquella fuese la respuesta que estaba esperando y exhibió una tensa sonrisa que daba a entender que se habían confirmado sus sospechas.

—Mi señor rey —preguntó por fin—, ¿has considerado con qué finalidad reúne mi hermano tantas fuerzas? Sin duda no será para luchar contra los medas. No es posible que esos bárbaros montañeses, que sólo amenazan nuestras provincias orientales, justifiquen una respuesta masiva. Creo que las razones de que el señor Tiglath Assur desee fortalecer su ejército en el norte tienen muy poco que ver con ellos.

—¿Y qué razones serían ésas, mi señor marsarru?

El rey aguardó una respuesta observando a su hijo con ojos entornados y mirada inquisitiva.

—Pienso que se prepara para el día en que deba reinar un nuevo monarca en Nínive y que se propone ser coronado él mismo.

Asarhadón cruzó los brazos sobre el pecho y se volvió a mirarme. «Te he descubierto —expresaba su mirada—. Te parece que has sido muy inteligente, pero conozco tus intrigas desde el primer momento».

—Si es eso lo que mi hermano cree, puedo darle una respuesta muy sencilla —repuse sonriendo, aunque en aquel momento mi cariño hacia Asarhadón se había extinguido—: que se ponga él mismo al frente de ese ejército, que lo convierta en su arma y no en la mía. Es un excelente soldado y sin duda saldrá victorioso. Que disfrute él y no yo de la gloria de la conquista.

—Así podrás quedarte en la capital y conspirar con mis enemigos, ¿no es eso? ¿Acaso me crees tan necio, Tiglath?

—Si preparo un ejército en el norte dices que trato de usurparte la corona —respondí ladeando la cabeza divertido—. Y si opto por permanecer en Nínive también te arrebato tus derechos. Decídete, Asarhadón. ¿Cuáles crees que son mis intenciones? Debes resolver de una vez de qué modo crees que voy a traicionarte.

El rey se echó a reír, y al ver que mi hermano intentaba responderme le hizo señas conminándole a guardar silencio.

—Ahora hablemos de cosas serias —ordenó—. Dices que puedes detener a los medas durante una generación, Tiglath. ¿Crees que luego volverán?

—Sí, augusto señor. Volverán en cuanto encuentren otro rey que les haga olvidar el poder de Assur.

—Sí…, así debe ser —movió tristemente la cabeza—. En los tiempos de mi juventud, cuando luché contra los hebreos en las ciudades de Tiro y Sidón, estuve en las costas del mar del norte y tuve ocasión de ver cómo lamían la arena, las olas de aquel mar. Avanzan y retroceden sucesivamente y cada una es más potente que la anterior hasta que llega la novena y última. ¿De modo que ese Daiaukka que se dice rey no es como la última ola?

—No, señor. Su padre acaso fue la primera y él tal vez sea la segunda.

—Entonces trata de ganar el mayor tiempo posible a nuestro favor, Tiglath, hijo mío. Me alegro de ser viejo para no verme sometido a tantos trastornos.

Al oír aquellas palabras Asarhadón se levantó y se alejó sin ni siquiera mirarnos. El rey no intentó detenerle.

—¿Serías capaz de hacer algo semejante? —preguntó por fin—. ¿Declararías la guerra al señor Pollino para reinar en su lugar?

—No.

—Es una lástima, pues serías mejor rey. Pero nunca puede preverse lo que los dioses nos deparan. Odio pensar en lo que sucederá cuando yo haya muerto.

Se acarició la barba, que ya era muy blanca, y se quedó contemplando el jardín, aunque fijando su mirada en un punto indefinido. ¿O acaso estaría viendo los tiempos que le sucederían? Lo ignoro.

—Librarás esa gran batalla contra los medas —anunció finalmente—. Pero creo que será el último don que recibirás de mis manos. Soy viejo y estoy cansado. Las fuerzas me abandonan por momentos y no puedo enfrentarme yo solo a Asarhadón.

—¿Solo, augusto señor?

—Sí. —Me miró cambiando repentinamente de expresión—. ¿Acaso no lo sabías? Mi hermano el señor Sinahiusur se está muriendo.

—No, no lo sabía. Tenía entendido que se encontraba enfermo, pero…

—Sí, se muere. Ve a verle, hijo, porque siempre ha sido tu amigo.

Mientras aguardaba en el vestíbulo del palacio de mi tío me impresionó el silencio allí reinante. Muchos eran los que habían acudido a presentar sus respetos al turtanu, sin duda en su mayoría confiando obtener un postrer favor, pero nadie hablaba. Era como si todos esperasen en cualquier momento la aparición de algún personaje y desearan no perderse tal ocasión.

«¡Ojalá no me suceda algo semejante y pueda encontrar mi simtu entre el fragor de la batalla, en el momento más inesperado!», pensé.

—El señor Sinahiusur desea verte ahora mismo —anunció el chambelán casi susurrando las palabras en mi oído—. ¿Te dignas acompañarme, príncipe?

Los presentes nos siguieron con la mirada cuando salimos del salón. Me pregunté cuántos de ellos me envidiarían neciamente.

La habitación del turtanu era muy pequeña y estaba decorada con sobriedad, únicamente contaba con un par de cómodas de cedro. Pese a que estaba a punto de exhalar su último suspiro, el señor Sinahiusur, turtanu real, yacía en un sencillo jergón. Me senté a su lado y cogí su mano entre las mías. Me sorprendieron sus escasas fuerzas. Al parecer su enfermedad le había consumido porque tenía el rostro muy afilado.

Pero cuando se dirigió a mí su voz aún sonaba firme.

—Sé que has visto al rey —murmuró—. ¿Ha dado su aprobación para que combatas a los medas?

—Sí, señor… Parece que estoy destinado a ser un conquistador.

No me devolvió la sonrisa, aunque supongo que captó mi ironía.

—Sí, un conquistador —asintió. Cerró un momento los ojos y luego volvió a abrirlos, diríase que con un terrible esfuerzo de voluntad—. Cuando llegue el momento también Asarhadón será un conquistador. Me pregunto qué consecuencias reportará ello para el país de Assur.

—¿Crees que obro equivocadamente, señor?

—¿Equivocado…? No, pero ya no importa lo que crea. Ni el rey ni yo importamos ahora. Él también lo sabe. Asarhadón y tú debéis dirimir el futuro entre vosotros.

Me disponía a responderle, a decirle que seguramente se recuperaría y que aún viviría muchos años, pero no lo hice. ¿Qué hubiese ganado mintiéndole cuando él mismo habría sabido que mis palabras no eran ciertas? En su rostro se leía la certeza de su próximo fin, aunque no parecía importarle.

—Cuando muera, los médicos me destriparán para tranquilizarse y asegurarse de que no he sido envenenado —sonrió como si se tratase de una chiquillada—, y encontrarán mis entrañas corrompidas porque no muero a manos de ningún enemigo, Tiglath. Me pregunto cuánto habré ofendido al dios para que me condene de este modo.

—Eres un hombre piadoso, señor… No puede existir pecado en ti.

—¿Lo crees así? —preguntó estrechándome la mano—. Quizá sea cierto, pero no estoy tranquilo. Todos hemos obrado muy equivocadamente, Tiglath, aunque no acierto a descubrir dónde. Es probable que los augures nos hayan imbuido de falsas esperanzas. Tal vez pecamos creyendo conocer la voluntad divina.

Permanecimos en silencio largo rato, mientras el señor turtanu parecía rememorar el sinuoso decurso de su vida. Seguía sosteniendo mi mano, pero tenía la impresión de que había olvidado mi presencia. Era como si por un momento se hubiese ausentado para proseguir su prolongada agonía, y aquello era algo que se vería obligado a hacer por sí solo.

—Hubiera deseado verte antes —prosiguió por fin, interrumpiendo mis pensamientos y produciéndome un sobresalto—, pero abandonaste tan rápidamente la ciudad… No, no necesitas explicarte. Como es natural, también yo tengo mis espías y conozco la razón. ¿Qué harás, Tiglath, hijo mío? ¿Qué harás?

—¿Hacer, señor? ¿Qué puedo hacer?

—Sólo el dios lo sabe.

—Sin embargo no se manifiesta —repuse, preguntándome cómo habría surgido aquel tema—. Mantiene ocultos sus designios y nos vemos obligados a andar a tientas entre la oscuridad de nuestros deseos.

—Sí…, ocultos. En esto y en tantas otras cosas… Pero ¿acaso no es todo lo mismo, Tiglath? ¿No es la vida como una túnica sin costura? Debes volver a verme.

—Sí, señor. Siempre que lo desees.

Le compadecí…, aunque solamente porque sabía que se estaba muriendo. Entonces no me daba cuenta de que quizá había llegado a comprender que el mundo era más perverso y los designios divinos más sinuosos de lo que aquel ser prudente y piadoso jamás podría entender. Tal vez por fin había llegado a la conclusión de que no comprendía nada: acaso sea éste el último don que los dioses otorgan a quienes los sirven.

Sinahiusur sonrió de un modo enigmático.

Pero no volví a verle. En el instante de mi marcha ya había oscurecido y el señor turtanu moriría al ponerse el sol del siguiente día. Mas cuando regrese a mis aposentos, yo ignoraba todo esto: sólo sabía que me sentía deprimido. Encontré a Zabibe esperándome.

—Has tenido una visita, señor —me comunicó con voz insólitamente tensa, como si algo coartase sus palabras—. Vino una mujer, una esclava doméstica, según creo, pero de modales muy refinados. Quería verte, mas no pudo esperar, de modo que me entregó algo para ti. Está ahí, sobre la mesa.

Era un paquetito atado con un delicado pañuelo. No lo abrí inmediatamente, aunque ella parecía estar esperando que así lo hiciese. Descubrí que no sentía deseos de satisfacer su curiosidad.

—¿No se dio a conocer? —pregunté.

—No, señor.

—Bien, entonces ordena que me sirvan la cena inmediatamente.

Me quedé inmóvil, sin pensar en nada hasta que por fin deshice el nudo. En el interior apareció un broche de lapislázuli de esos que las mujeres utilizan para recogerse el velo. Estaba tallado, decorado con figuras de gatos, y procedía de Tiro. Por lo menos eso había sido lo que me dijo aquel mercader la mañana que lo compré en un bazar para obsequiar a Asharhamat, al parecer hacía tanto tiempo.