De nuevo volvimos a encontrarnos: parecía aguardarme sentado entre el polvo antes de que yo alcanzase el último mojón de la carretera de Nínive. Comprendí de quién se trataba a lo lejos, en cuanto discerní que aquel bulto correspondía a un hombre y que no era uno de esos efectos engañosos que produce en sol con los objetos distantes. Ni siquiera me sorprendió su presencia.
Apenas había cambiado desde la última vez que nos vimos, hacía unos siete años. Detuve mi caballo ante él y mi sombra se proyectó sobre el lugar en que permanecía sentado. El hombre levantó hacia mí sus ojos vacíos y sin vida y me sonrió.
—Por fin regresas a tu hogar, señor Tiglath Assur —dijo—. Sé bien venido.
Indiqué al ekalli encargado de mi escolta que siguiese avanzando por la carretera, pues me reuniría más tarde con él, y me quedé mirando fijamente al maxxu con expresión casi horrorizada y en silencio.
—¿Quién me da la bienvenida, anciano? —pregunté—. ¿Hablas por ti mismo o en nombre de otro?
—¿Acaso no has sido llamado, príncipe?
Los ciegos siempre parecen ver más allá de donde posan sus ojos, como si pudiesen penetrar en los oscuros velos de este mundo. Tal sucedía con él. Se diría que trataba de calar en mi mirada, pero en realidad captaba la insensible verdad oculta tras la máscara de mi rostro. Entreabrió los resecos y marchitos labios como si intentase reírse, mas no profirió ningún sonido. Parecía burlarse de mí en silencio.
—Me consta que eres un enviado del dios —exclamé con el ánimo sobrecogido—. Habla…, ¿qué quieres de mí?
—¿Yo, señor? ¡Nada! —repuso alzando los delgados hombros con aire indiferente—. ¿Es posible que hayas visto tantas cosas y aprendido tan pocas? ¿Tú, que escalaste al monte Epih para orar y recibir revelaciones…? ¿Acaso el dios no te arropó en sus manos en la región de los huesos? ¿Y a pesar de todo me preguntas qué quiero de ti?
—Entonces ¿qué has venido a decirme? ¡Habla! Ten clemencia porque estoy sumido en tinieblas.
—Eso está mejor, señor. Aprende a someterte porque la voluntad del dios se manifiesta de distinto modo en el destino de cada hombre. Simplemente debo transmitirte este mensaje: has de endurecer tu corazón porque ha llegado la hora de las despedidas. Durante los próximos años pronunciarás la palabra adiós hasta que se te entumezca la lengua.
—Tal es el destino de todos los hombres.
—Sí…, al final de su vida. Pero tú aún eres joven.
—¿Para ello he venido a Nínive? ¿Para despedirme?
—No, sino para cumplir la voluntad del dios. —Alzó sus delgados hombros y pareció alejarme de sus pensamientos—. Vete ya, príncipe, porque tus ojos aún siguen cegados. Ve.
Debí preguntarle algo más porque eran muchas las cosas que deseaba conocer, mas comprendí que hubiera sido en vano y guardé silencio: no era más que un anciano sentado entre el polvo junto al camino, ciego y pobre ante un príncipe poderoso, pero el príncipe se había convertido en un objeto en el que no valía la pena reparar. Yo no era nada: se diría que había olvidado mi existencia.
Espoleé mi caballo y me alejé sin mirarle. No me hubiese atrevido.
¿Cuánto tiempo puede perturbarnos un hecho cuando ya ha sido olvidado y cuya sombra todo lo oscurece y lo hace invisible?
Los emisarios del rey acudieron a recibirnos unos dos beru antes de llegar a las puertas de la ciudad y seguidamente se adelantaron a anunciar mi llegada. Las murallas de Nínive estaban engalanadas con estandartes y nos acogieron con ofrendas de pan, vino y flores. Cabalgué por la calle de Ishtar entre los vítores de la gente retumbando en mis oídos, mientras me dirigía al encuentro de mi padre, que me esperaba en la escalera de palacio y que me abrazó ante todos. Yo ya había olvidado cuanto me había dicho el maxxu acerca de despedidas, apartándole totalmente de mis pensamientos.
El rey exultaba alegría.
—¡Hijo mío! —exclamaba con voz enronquecida por la emoción—. ¡Mi hijo, conquistador de naciones! ¡Nadie más glorioso que tú, orgullo de Assur!
Y la gente me vitoreaba como si hubiese regresado con un centenar de príncipes extranjeros encadenados a mi carroza. Las multitudes siempre aclaman a aquellos que son ensalzados en su presencia: hubiesen obrado de igual modo con el esclavo que limpiaba las sandalias del rey si éste le hubiese dado igual acogida. Sin embargo no creo que lo hiciese así porque a mí me quería realmente.
El rey estaba acompañado por todos los dignatarios de la corte, es decir, casi todos. Advertí la ausencia de Asarhadón y también del señor Sinahiusur.
Observé que mi padre estaba muy envejecido.
—Esta noche celebraremos un banquete en tu honor —indicó, conduciéndome hacia las grandes puertas de bronce que tenían la altura de cuatro personas superpuestas—. Nos embriagaremos, nos alegraremos y desecharemos cualquier negro pensamiento, ¿verdad? ¿Te parece bien?
—Sí, me parece muy bien.
¿En qué estaba pensando mientras hablábamos? El rey seguía mis pasos apoyando la mano en mi hombro y aferrándose a mí como si tuviese miedo de caerse. Estuve a punto de olvidarme de él porque, de pronto…
Acaso no fuese más que una sombra en aquel vasto salón de muros pintados y columnas de cedro tan enormes que dos hombres no hubieran podido abarcarlas. La distinguí un instante porque se retiró rápidamente entre las sombras y desapareció. Sin embargo no pude dejar de reconocerla.
Era Asharhamat, cuyo rostro se me aparecía todas las noches entre la oscuridad. La reconocí inmediatamente, pese al velo con que se cubría, como la hubiera reconocido aunque me hubiesen arrancado los ojos de las órbitas. Ella sólo me dirigió una mirada en la que pude leer… tal vez nada. Acaso únicamente un odio mortal. Lo ignoro.
Estaba muy adelantada en su embarazo. De modo que por lo menos aquello había sido cierto.
—Sí. Mañana tendremos tiempo para tratar de los asuntos de estado, ¿de acuerdo? Mañana volveré a ser el rey.
Y me apretó el brazo, movimiento que me sacó de mi abstracción.
«Mírame —parecía decirme—. Soy tu padre y te quiero. Y por el momento soy el rey».
Sin embargo no pude evitar advertir que su turbante enjoyado ya no podía ocultar sus blancos cabellos y que continuamente parecía faltarle la respiración. Su rostro estaba intensamente arrugado y tenía las mejillas hundidas: no recordaba en nada aquel que había sido.
Aquella noche nos alegramos y nos emborrachamos, pero no fue el vino lo que enturbiaba su mente. Iniciaba una historia y se interrumpía en mitad de la descripción porque había olvidado lo que quería decir y se enfurecía si alguien intentaba recordárselo. Y en sus arrebatos de ira, siempre acababa mencionando a Asarhadón.
—¡Maldito muchacho! Porque nunca será más que un muchacho, un pajarillo asido a las faldas de su madre. Jamás se convertirá en un hombre y tal vez sea voluntad del dios que no llegue a reinar.
—El dios ya ha expresado su voluntad en este sentido —repuse, apoyando la mano en el brazo del señor Sennaquerib, porque algo tan leve como ese contacto que hacía diez años le hubiera irritado como una impertinencia intolerable ahora conseguía distraerle y tranquilizarle—. Y siempre ha sido un excelente soldado. Deberías darle el mando de un ejército para que emprendiese una gran guerra y te aseguro que no tendrías ocasión de avergonzarte.
—Ya me siento avergonzado.
El rey, hosco y resentido, apretó los puños y golpeó ligeramente la mesa.
—¿Dónde está la señora Shaditu? —gritó de pronto—. ¿Dónde se encuentra? ¿Por qué no ha venido a agasajar a su hermano?
Paseó la mirada en torno buscando a alguien en quien descargar su ira por aquella ofensa. Por fin descubrió a un chambelán, un viejo eunuco llamado Shupa que le servía desde hacía treinta años.
—¡Vamos! ¿A qué esperas? ¡Ve a buscarla!
El chambelán, que conocía los arrebatos de su amo, inclinó la cabeza repetidamente ante el monarca como un pájaro que picoteara las semillas.
Miré en torno a los restantes personajes que se sentaban a la mesa, los hermanos del rey y sus hijos, mis propios hermanos que por razón de su cuna habían estado más o menos tan encumbrados como yo, a los hombres de humilde origen a quienes la fortuna o sus virtudes habían elevado al poder al lado del rey, hombres que habían sido grandes en el país de Assur, algunos de ellos antes de que yo naciera. Muchos no pudieron, o no quisieron, mirarme a los ojos. Todos parecían asustados. ¿Estaban enterados de lo que había sucedido entre Shaditu y yo aquella última noche? Nabusharusur lo había sabido o intuido. Quizá en todo Nínive tan sólo lo ignorase el rey.
Pero ¿acaso necesitaban ser sabedores de ello para sentirse asustados? ¿No bastaba quizá con seguir siendo servidores del monarca en el declive de su existencia, cuando su heredero estaba tan lleno de odio? Oían a mi padre burlarse de su sucesor y no decían nada, ¿qué hubieran podido decir? ¿Cuántos de estos personajes verían caer su cabeza rodando por los suelos el día en que Asarhadón tomase el cetro real en sus manos? No…, ya tenían bastante que temer sin que mi leve pecado turbase sus mentes.
¿Y el rey? El rey ya había olvidado a Shaditu. Una muchacha árabe de cutis pálido como el humo danzaba haciendo resonar unos pequeños crótalos entre los dedos al son de la música de un flautista ataviado con la túnica plisada característica de los egipcios. El rey reía y palmoteaba y la muchacha le sonreía con los ojos. Mi padre había bebido demasiado y no podía seguir el compás, mas ello carecía de importancia. Y su ira se había evaporado en aquel instante de ocioso placer.
—¿Verdad que es magnífica, Tiglath, hijo mío? —susurró dándome un codazo que estuvo a punto de hacerme volcar la copa que tenía en las manos—. ¡Es una muchacha preciosa!, ¿verdad? ¿Y te has fijado cómo le brillan los senos y el vientre ungidos con óleos? Esta muchacha sería capaz de dejar exhausto a un hombre, ¿verdad? Te la voy a regalar… ¿Has oído pequeña? ¡Te cedo a mi hijo, el poderoso Tiglath Assur, predilecto del dios! ¡Ja, ja, ja!
—Augusto señor, la señora Shaditu…
—¿Cómo? ¿Qué deseas, Shupa? —repuso volviéndose hacia él con el ceño fruncido, aunque supuse que tan sólo estaba sorprendido.
—La señora Shaditu…
—¿Qué sucede con ella?
—Te ruega que la disculpes, augusto señor, pero le duele la cabeza y no vendrá.
—¿Sí? Bueno, ¿y qué importa? ¿Por qué me molestas, Shupa? ¿No ves que estoy con mi hijo?
Y, por fin, cuando a altas horas en que el vino y su propia debilidad le dejaron extenuado, acompañé al señor del mundo a su lecho, le descalcé las sandalias, le cubrí con una capa y me senté a su lado hasta que se quedó dormido. El rey era viejo y su vida, como el vino derramado, se perdía goteando sin apenas hacer ruido.
Yo, que me había hecho hombre en aquel gran palacio, no necesitaba ninguna lámpara para encontrar mi camino. Salí al patio, que estaba vacío y envuelto en sombras. No había nadie, sólo reinaba la noche, tranquila y silenciosa. Me senté en un viejo banco de piedra sosteniendo entre las manos la copa de vino que había llevado conmigo mientras me sumergía en mis recuerdos.
«¡Soy Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, señor de la Tierra, Rey de Reyes!».
Aquellas palabras resonaban en mi mente como si alguien acabase de pronunciarlas. Yo había levantado la cabeza y, en aquel mismo lugar, hacía muchos años, había descubierto al rey, radiante como el sol.
Señor de la Tierra, Rey de Reyes. Y, a la sazón, tan sólo un anciano, mi padre, que yacía roncando en su habitación. ¿Y qué había sido de Tiglath?
Fugazmente, tras una columna, había aparecido ante mis ojos Asharhamat espiando a su antiguo amante. ¡Asharhamat, en cuyos ojos podía perderse un hombre! Por lo menos no me había olvidado, aunque sin duda hubiera sido preferible.
Tomé un trago y eché la copa a mis pies: el vino había perdido sabor para mí y la noche era demasiado larga.
—Señor…
Me volví, pero no vi nada. De pronto alguien surgió entre las sombras…, era una mujer. Por un momento pensé…, ¡pero no! Se trataba de la muchacha árabe.
—Nadie ha sabido decirme cuál era tu habitación y he venido a buscarte.
¿De qué me estaría hablando? De pronto recordé que se trataba del obsequio de mi padre. ¿Y por qué no? ¿Qué diferencia podía existir?
—Ven —le dije haciéndole señas para que se aproximase—. Acércate para que te vea.
La joven se adelantó avanzando silenciosa con sus pies descalzos. Le tendí la mano y ella la cogió y se arrodilló ante mí. Percibí su olor a madera de sándalo y a ungüentos.
—Me han dicho que eres un gran conquistador —susurró—. Esta noche podrás conquistar Arabia.
Su risa sonaba en mis oídos como un tañido de campanas. Abrió su túnica, que se deslizó por sus hombros, sabiendo que la encontraría hermosa.
—Busquemos un lugar donde estar cómodos —dije levantándome—. Podemos ir a la Casa de la Guerra y echar a algún cadete de su lecho.
Quizá había bebido más de lo que pensaba. Acaso fuese dando traspiés. Tropecé con la copa que había dejado apoyada en el suelo y el vino se derramó por las piedras como si fuese sangre.
—Ya no estás en el gineceo, príncipe.
Me había quedado dormido apretando la nariz contra un suave seno que olía a refinados ungüentos. Cuando desperté, antes de que pudiese darme cuenta de lo que sucedía, descubrí que alguien me arrastraba del lecho tirándome de un tobillo.
Se trataba de Tabshar Sin.
—Te has perdido el desayuno y te castigaré a limpiar los establos hasta la cena —me dijo sonriéndome. Y con el muñón que asomaba bajo la manga de su verde uniforme señaló hacia el jergón—. ¿Quién es tu amiga?
No lo sabía. De pronto recordé que no tenía la menor idea.
—¿Quién eres? —le pregunté, volviéndome hacia ella.
La joven sonrió como si se tratase de una broma.
—¡El rab kisir desea saber tu nombre y yo también porque eres encantadora! ¿Quién eres?
—Como prefieras llamarme, señor, aunque me bautizaron con el nombre de Zabibe. Me lo puso mi madre en recuerdo de una reina.
—Y estuvo muy acertada.
Tabshar Sin me tendió una jofaina de agua y me lavé el rostro, sintiéndome ya totalmente despierto y satisfecho de verle.
—Sin duda me habían asignado habitaciones en la casa de mi padre, pero no logré encontrarlas. Ve a buscarlas y espérame allí, Zabibe.
La joven recogió sus ropas y se marchó con gran alivio de mi parte. Las mujeres son muy útiles de noche, cuando uno se siente solo y desea estar cómodo, pero la luz del día pertenece a los hombres.
—Ven —le indiqué a Tabshar Sin, pasándole el brazo por los hombros y comprobando que era más bajito de lo que yo recordaba—. Debes contármelo todo mientras tomamos unas jarras de cerveza, porque siento grandes deseos de beber cerveza de Nínive…
Nos sentamos apoyando las espaldas contra la pared del antiguo cuartel de cadetes, disfrutando del sol y ya algo bebidos.
—¿Recuerdas? —me preguntó por fin con los ojos cerrados y una débil sonrisa en los labios—. Precisamente aquí fue donde te di las primeras lecciones de esgrima. Pensé: «Es tenaz, pero que dios le ayude en un duelo». Confío que hayas mejorado desde entonces.
—Un poco —repuse recordando a Asarhadón—. Bastante para evitar que me degüelle cualquier borracho armado, pero no es mi arma favorita.
—No…, era el arma preferida de Asarhadón. Mas eso fue antes de que se convirtiese en el marsarru y olvidase que es un soldado.
No le respondí, mas no creí que mi interlocutor esperase una respuesta.
—Sólo me queda un cadete —repuso suspirando como aquel que expone sus aflicciones—. Otro príncipe real… que se alistará en el ejército la próxima temporada.
Algo en su tono de voz me incitó a mirarle, a fijarme en él por vez primera y observé lo que antes me había pasado sin advertir: Tabshar Sin, al igual que todos, había envejecido. Su barba era más canosa que negra y su rostro, cuando cerraba los ojos, casi recordaba el de un cadáver.
—¿Y qué harás entonces? —le pregunté.
—No lo sé, ni me preocupa. Supongo que volveré a mi hogar, al pueblo donde nací y en el que ya no conozco a nadie, y regaré las palmeras.
—Ven conmigo a Amat e instruye a los soldados que debo llevarme en mi próxima campaña contra los medas.
—¿Lo dices en serio? —exclamó sorprendido, mirándome con ojos muy abiertos como si acabase de despertarse.
—Sí.
—Entonces podría tener la suerte de encontrar la muerte en la lucha.
—¿Vendrás?
—¡Desde luego que sí! ¡Gracias, príncipe…, será como en los viejos tiempos!
—¡No, mucho mejor!
Cogí la jarra de cerveza que había estado apoyada en su regazo y me la llevé a los labios hasta apurar su contenido muy satisfecho de mí mismo.
—¿Dónde se encuentra Asarhadón? —pregunté algo indeciso.
—En Kalah. Pero llegará mañana porque el rey le ha llamado. No pierde ocasión de humillarle y le hace venir aprovechando que estás aquí para que sea testigo del amor que el pueblo profesa a su hermano.
—¿Crees que me aman?
—Sí, pero no debes enorgullecerte demasiado de ello. Cierto que te ensalzan por luchar contra los medas y por el odio que demuestras hacia los babilonios, pero te distinguen principalmente porque no eres Asarhadón.
—Y sin embargo él fue el escogido de los dioses.
—Pero de nadie más —concluyó Tabshar Sin, alzando los hombros como si el frío le molestase—. Habrá problemas. Me gustaría mucho encontrarme lejos de Nínive cuando el señor Asarhadón comience su reinado.
—Aún pueden suceder muchas cosas antes de que llegue ese momento. El rey todavía puede vivir muchos años.
—Sí, pero no reinará muchos más. Ya le has visto, príncipe. ¿Cuánto tiempo tardará tu hermano en convertirse en rey… de hecho, aunque no de nombre?
Recuperó la jarra de cerveza, mas únicamente para depositarla nuevamente sobre sus piernas. La asió con fuerza y pareció olvidarla por completo.
—De modo que, como comprenderás —prosiguió finalmente, cerrando una vez más los ojos—, no sentiré ningún pesar por marcharme de aquí ni me importa morir a manos de los medas: todo me da igual.
El resto de la mañana me vi muy solicitado por oficiales y soldados, con algunos de los cuales había luchado en el sur, mientras había otros a quienes no conocía. Me sentía siempre centro de un grupo de hombres, que me interrogaban acerca de la estrategia que había seguido con la caballería escita y se interesaban por saber si había encontrado carros útiles para combatir en terreno escarpado o se limitaban a escucharme en silencio. Algunos incluso me ofrecían sus servicios para luchar contra los medas. Parecía que los informes que había enviado desde el norte habían encontrado una amplia difusión en la Casa de la Guerra, ya que era mayor que nunca mi popularidad entre el ejército.
Pero, como Tabshar Sin había señalado, se debía menos a mis méritos que por influencia de mi hermano. Yo era distinto á él y no compartía su amor hacia los babilonios, lo que me granjeaba su adhesión.
Desde que el soberano Sargón pasara a saco la ciudad de Marduk condenándola a destrucción y convirtiéndola en refugio de raposas y nido de lechuzas, se habían formado dos partidos con dos tendencias muy diferenciadas en el país de Assur: una de ellas consideraba que el rey había obrado inicuamente al destruir el antiguo poder de Babilonia, a la que se referían como a una madre, y puesto que temían la ira de su dios deseaban volver a levantar sus murallas, purificar sus santuarios y que el rey o uno de sus hijos asumiera el poder reinando en Sumer bajo la égida de Marduk. Tal era la voluntad de los sacerdotes y de miles de personas sencillas. El otro partido, y éste era el más poderoso, pues contaba con el favor del ejército y la gente del pueblo, deseaba que Babilonia siguiera eternamente en ruinas. «¿Para qué levantar otra nación enemiga? —decían—. ¿Acaso no tenemos a los bárbaros en el norte y en el este? ¿No nos basta con ellos?».
Mientras viviese el rey, los muros de Babilonia no se levantarían: aquélla era la voluntad real. Pero cuando el rey muriese… Se sabía que los sacerdotes ejercían gran influencia en Asarhadón y que él solía aludir a los graves crímenes cometidos contra los antiguos dioses. Y muchos estaban asustados.
De modo que la gente y el ejército buscaban a alguien preferible a Asarhadón, y por ello me respetaban a mí y a él le despreciaban y mi nombre era elogiado por todos.
Pero pretender rivalizar con mi hermano era quebrantar el derecho legítimo de sucesión y la voluntad de los dioses, y yo no estaba dispuesto a adoptar semejante postura. Cuando por fin se comprendiese mi posición, el pueblo me sustituiría por otro ídolo. Tal era la advertencia de Tabshar Sin.
Y Tabshar Sin era más inteligente que yo, que aún era bastante joven para que me halagase despertar la atención popular. Según dicen, la vanidad de los soldados es como un agujero cavado en la arena: todo se lo traga.
Sin embargo, el rey había envejecido y comenzaba a chochear y ya no recordaba, o había dejado de preocuparle, que un día podría reinar otro monarca en el país de Assur, porque aguijoneaba mi orgullo y odiaba a Asarhadón, del que hubiese podido desembarazarse siguiendo una política más prudente. La intervención del monarca me había creado un enemigo en mi propio hermano y ambos pagaríamos cara algún día aquella irreflexión.
Pero, como he dicho, me sentía halagado. No creía que fuese perjudicial verme tan exaltado. ¿Acaso merecía menos yo, conquistador de tantas naciones? Asarhadón poseería el trono, ¿por qué no iba yo a tener la gloria?
Asarhadón poseería el trono…, ¿y acaso él como marsarru no era ya dueño de algo que para mí significaba más que el propio trono en la persona de la señora Asharhamat? Había sido un error regresar a Nínive, ahora lo comprendía claramente, pero ya la había visto y no podía evitar que aquel veneno me emponzoñase la sangre.
Yo no podía provocar ningún daño interponiéndome en su camino. ¿O acaso no era eso lo que ella había hecho? Unos momentos, unas palabras… no iba a pedirle nada más. Ella estaba embarazada, por lo que todo sería absolutamente inocente: no habría lugar a escándalo: Tal era lo que me decía a mí mismo e incluso creía.
Pero era imposible imaginar que se trataría de una entrevista secreta. En el palacio real no existen secretos, y sin duda la señora Asharhamat se encontraría rodeada de espías: la señora Naquia, cuando no su hijo, desearían estar bien informados. Y, de todos modos, si Asarhadón volvía a cambiar de opinión en algún momento y decidía mi muerte, no sería por los celos que yo le inspirase a causa de su mujer.
Por tanto resolví que aquella misma noche acudiría a visitarla en su jardín. Tal vez ella, por prudencia, no accediese a verme, pero yo iría de todos modos.
A la postrera luz del día me encontraba sentado en un banco de piedra junto a la fuente de cantarinas aguas. Había llegado hasta allí acompañado por un eunuco que se retiró seguidamente en busca de su ama, y estaba solo, o casi solo, porque contra mis espinillas se frotaba una gata envarada y excesivamente gruesa para saltar a mis rodillas. La recogí porque éramos antiguos amigos.
—¡Hola, querida Lamashtu! —murmuré acariciándole la papada. La gata ronroneó y hundió levemente sus garras en mi muslo llena de júbilo—. Has envejecido mucho desde la última vez que nos vimos. Parece que tu ama te sigue queriendo.
—Su ama ha sido siempre constante en sus afectos.
Levanté la mirada sorprendido ante la proximidad de aquella voz y descubrí la presencia de Asharhamat, que se apoyaba en el borde de la fuente. Había llegado tan sigilosamente que ni siquiera percibí el frufrú de sus ropas.
—Algo que tú no puedes afirmar —prosiguió con aire totalmente inexpresivo—. ¿Para qué has venido, Tiglath?
—Creí que, por lo menos, eso no requeriría ninguna explicación —repuse sonriente, pensando que yo había cometido una insensatez.
—¿No sientes escrúpulos visitando a la mujer de tu hermano? Aunque, claro, lo había olvidado: Asarhadón se encuentra en Kalah.
Esbozó una sonrisa que no reflejó ninguna alegría, como si le costase un gran esfuerzo o se hubiese olvidado de sonreír, aunque me pareció que había alcanzado su objetivo.
—Sí, está en Kalah. Llegará mañana y nos reuniremos en presencia del rey, pero sin duda tú le verás antes. Si lo deseas, puedes decirle que he venido a verte.
—¿Quieres hacerme creer que no le temes? —exclamó sorprendida, sentándose a mi lado y cogiendo a la gata de mis rodillas para depositarla en su regazo—. En fin…, te creo. Jamás pensé que tu cobardía se debiese a Asarhadón.
—¿Has sido desdichada, Asharhamat?
Me respondió con una mirada en la que se leía tal asombro y disgusto que no creo haber sentido jamás tanta vergüenza como en aquellos momentos, aunque en estos instantes ignoro la razón, porque, en realidad, no había tenido otras alternativas.
—Sí, he sido muy desdichada —repuso con voz temblorosa, esforzándose por contener el llanto—. Soy infeliz ahora y sin duda lo seguiré siendo hasta que llegue la muerte, la suya o la mía, como una liberación. ¿Cómo puedes preguntarme si he sido desdichada si hace casi dos años que soy su esposa?
Bajó la mirada hacia su vientre, redondo como un melón, y lo oprimió con las manos como si tratara de ocultarlo de mi vista. La gata se escabulló silenciosa acaso percibiendo la tensión que se respiraba en el ambiente.
—A mi pequeño, al que tanto amaba, le llamaron Siniddinapal, pero murió cuando tenía pocos meses. «No desesperes —me dijeron—, tendrás otros hijos». Y ahora vuelvo a estar embarazada, pero odio a este niño antes de que nazca…, porque será suyo, hijo de Asarhadón. Está destinado a reinar como su padre, pero si yo pudiera… ¡Desearía que mi señor esposo tuviese un cadáver por heredero!
Se expresaba con esa amargura que sólo pueden experimentar las mujeres, que refleja la sensación de injusticia de que se sienten víctimas ante la tiranía de sus propias pasiones al creerse traicionadas por la implacable lógica de la misma naturaleza y que sitúa a muchas de ellas fuera de ese mágico círculo que nosotros denominamos inocentemente los avatares de la vida, como si se hubiese extinguido para ellas toda posibilidad de dicha y resucitaran cual espíritus vengadores. Todo eso lo comprendí en aquel preciso momento mirando los ojos enrojecidos por el odio de Asharhamat.
Pero aquélla fue una intuición instantánea que desapareció al ver su rostro surcado por ardientes lágrimas. La cogí entre mis brazos sin que ofreciese resistencia.
—Lo siento muchísimo —susurré, besándole los cabellos—. ¡Cuánto lo siento! Sólo me proponía acatar la voluntad de los dioses y he atraído la desgracia sobre nosotros.
—¡Oh, no me hables de tu dios! —exclamó, apartándose bruscamente de mí, reavivada su cólera como brasas recién atizadas—. ¡Cómo ha jugado con nosotros tu dios! ¡Un niño que arrojase piedras a un nido de pájaros no habría mostrado menos piedad! Tú llamas a esto «la voluntad de los dioses». ¡La voluntad de los dioses!… ¡Por algo tan mezquino me arrojaste al lecho de Asarhadón!
Intenté decir algo, pero las palabras murieron en mis labios y me limité a sostenerla por los hombros, sintiendo la terrible emoción que la agitaba.
—¿Sabes lo que ha representado para mí compartir su lecho, Tiglath? —Una sonrisa terrible y patética asomó a sus labios—. En nuestra noche de bodas me dijo: «Veamos tu trasero, mujer: muéstrame qué te ha enseñado mi hermano de las artes de complacer a un hombre». Aquéllas fueron las primeras palabras que oí tras recibir el velo del matrimonio. Yo había sido instruida para ofrecer sumisión, pero, pese a ello, no creo que mi marido haya encontrado mucho placer en mí. ¿Sabes qué suele hacer cuando está embriagado? Envía a sus rameras para que me instruyan. A veces incluso se presenta con ellas. ¿Te divierten estas intimidades de mi vida conyugal, Tiglath? ¿O acaso te sientes incómodo?
Debo reconocer la imposibilidad de expresar lo que sentía en aquellos momentos. Había enmudecido por completo, hasta el aire de mis pulmones parecía haberse solidificado como hielo. Me sentía incapaz de experimentar sensación alguna, al igual que las baldosas que pisaban mis sandalias. Era como en ese instante en medio de una batalla en que recibimos una gran herida y de repente quedamos cegados, paralizados como ante un relámpago…, sabemos que aparecerá el dolor, pero por el momento aún no se ha presentado.
Mas, aun así, debía surgir. Cuando recobré el ritmo de mi respiración deseé gritar de rabia, sentir en las manos el contacto de un arma, a ser posible un hacha, pues hubiera querido derramar la sangre de Asarhadón en el polvo. No me proponía matarlo simplemente: hubiese querido despedazarle en pequeños fragmentos y alimentar con ellos a los perros. ¿Por qué no habría acabado con él cuando tuve ocasión de ello, cuando su garganta estuvo bajo la hoja de mi espada?…
Me levanté temblando de ciega ira. No podía mirar a Asharhamat, no podía.
—¡Dios…, cuánto me alegra decírtelo! —añadió con voz serena, totalmente inexpresiva—. ¡Mira adonde nos ha conducido la voluntad de Assur, porque no es piedad lo que espero inspirar sino vergüenza!
—Entonces has conseguido tus deseos porque me siento terriblemente avergonzado.
—Pues lo celebro —dijo, tocándome el brazo con su pequeña y blanca mano—. Porque llegará un día en que te pediré que des la espalda a tu dios y vuelvas conmigo.