XXIV

Y así nació la leyenda del regreso de Sargón a los montes Zagros. Enarbolamos el estandarte de la estrella sangrienta que ondeó en el aire junto al pendón del ejército real, exactamente bajo el disco alado de Assur, sembrando el terror en el corazón de nuestros enemigos.

Yo era el antiguo campeón que había vuelto a la vida para tomar venganza. Los medas lo creían así… Que el dios me perdonase porque yo mismo casi llegué a creerlo.

Durante el mes siguiente proseguimos nuestra marcha por la vertiente norte de las montañas, recibiendo la sumisión de varias aldeas y pueblos en los que tomamos rehenes, caballos, alimentos y todo cuanto necesitamos. Los aldeanos, que siempre son los prisioneros y las víctimas más importantes de la guerra, acudían a veces a recibirnos con ofrendas, echando flores al paso de mi carro, como si yo fuese realmente un espíritu furioso y de aquel modo intentasen aplacar mi ira. En ocasiones, sus sacerdotes trataban de ahuyentarme con extraños ritos y mantras. Me había convertido en una figura mítica, lo que me producía una sensación de vértigo, como aquel que se halla en la orilla del río en época de crecida y experimenta una irresistible atracción por las oscuras aguas. Igual me sucedía, cual si estuviera sufriendo una enfermedad o fuese culpable de algún pecado. Oraba constantemente a Assur y al sedu de mi abuelo rogándoles que me perdonasen aquella treta que había urdido si ofendía a su divinidad, pero tampoco de aquel modo hallaba consuelo.

Únicamente en dos ocasiones nos presentó batalla el enemigo y a modo de pequeños asaltos por sorpresa que fueron rápidamente rechazados. Combatían valerosamente, provocando muchas bajas en nuestras filas, pero era como si nos estuvieran probando, como si quisieran encontrar alguna debilidad en nosotros. Y la batalla importante y decisiva jamás llegó a producirse.

Pero no desperdiciábamos el tiempo. Nuestros observadores batían extensas zonas acompañados de cartógrafos y escribas que anotaban todo cuanto veían y oían. Las tierras de los arios se estaban convirtiendo en algo más que en una vasta y desértica extensión y, cuando algún día regresase con otro ejército como me constaba que así lo haría, no avanzaría a tientas entre la oscuridad.

En el primer día del mes de Elul nos encontrábamos a diez jornadas de marcha de la ciudad de Ecbatana, objetivo que me había impuesto, y los medas seguían evitándonos, ocultándose en sus montañas. Mas semejante tipo de conquistas no me producían satisfacción.

No es posible conquistar las tierras: sólo las naciones pueden someterse a yugo. La tierra es siempre la misma, sean quienes sean sus ocupantes, y aunque en aquellos momentos yo dominase tanto territorio, en el instante en que marchase retornaría a poder de sus antiguos habitantes. Y debía partir porque no tenía ninguna intención de instalar guarniciones donde no había otra cosa que custodiar que rocas, hierbas y lechos de pequeños y sinuosos riachuelos que permanecían secos las dos terceras partes del año. No me interesaba adueñarme de aquel lugar: únicamente deseaba evitar que a sus habitantes se les ocurriera abandonarlo para apropiarse de las fértiles tierras de Assur. Y para conseguirlo tenía que inspirarles tal sensación de derrota que no quisieran correr nuevamente semejante riesgo. Mas para ello tenía que obligarlos a luchar porque la victoria siempre es una especie de colaboración entre conquistado y conquistador, y en ese aspecto ellos no me complacían.

Nos apoderamos de una aldea cuya estratégica situación nos permitía vigilar los accesos a Ecbatana. Sus habitantes la habían abandonado antes de nuestra llegada y en algunas casas todavía seguían humeando los rescoldos del hogar. En aquel lugar mis oficiales y yo comenzamos a elaborar los planes decisivos para asaltar la ciudad, capital de Ellipi, cuyos «reyes» ya habían prestado sumisión a Sargón en el anterior reinado y que, por consiguiente, podían considerarse traidores. Sería un triunfo costoso, aunque en modo alguno decisivo, porque, al fin y al cabo, ¿qué es una ciudad sino únicamente una acumulación de piedras y ladrillos?

Y allí me informaron que un centinela había observado que un jinete solitario portador de bandera blanca se dirigía hacia el poblado.

Ordené que le permitiesen el paso, puesto que no podía causar ningún daño. Al cabo de dos horas el noble uqukadi llamado Upash se inclinaba ante mí como un mercader de alfombras.

—¡Que los dioses te bendigan…, poderoso conquistador, ante el que todo el mundo…!

—¡Vamos…, vamos! —le interrumpí, haciéndole señas para que se levantase porque tal servilismo me impacientaba y me corroía la sospecha de que aquel untuoso salvaje intentaba burlarse de mí—. ¿Qué has venido a decirme, bárbaro?

El hombre no dio muestras de desánimo ante tan fría acogida y se refugió en una jocosa actitud de orgullo herido que ya había adoptado la primera vez que nos vimos hacía cinco años. Se llevó la mano a la cabeza para asegurar el bonete de piel que ceñía sus cabellos cortados casi a cero y sonrió.

—Soy portador de un mensaje de Daiaukka, sha de los medas, que desea parlamentar contigo, señor.

—No veo ningún inconveniente en ello: si quiere verme, le extenderé un salvoconducto.

—Desea entrevistarse a solas contigo, señor…, y en algún lugar seguro. Recela tanto de ti como tú de él.

Me encogí de hombros: no podía esperarse otra cosa.

—Bien: entonces podríamos reunimos mañana, una hora después de mediodía, en la llanura que se encuentra a media jornada a caballo al norte de este poblado. Iré desarmado y me acompañará una escolta de veinte hombres. Que se atenga a las mismas condiciones y hablaremos los dos… a solas.

—Estoy seguro de que aceptará tu propuesta. Y ahora ¿podemos cambiar unas palabras en privado?

Y, como si no se hubiese expresado con bastante claridad, miró significativamente a los oficiales que me acompañaban. Los despedí y me senté en la única silla que había en la habitación, desenfundando la espada y depositándola sobre la mesa, al alcance de mi mano, por si mi visitante abrigaba algún deseo de venganza.

—Estás equivocado conmigo, príncipe —protestó, mirando fijamente el arma, como si calibrase su longitud—. No soy enemigo tuyo.

—Sí lo eres…; los seres como tú sois enemigos de todos los hombres.

—Quizá. He vivido demasiado, joven señor, y he perdido muchas ilusiones. Y, de todos modos, aquellos que tienen elevados ideales suelen ser poco útiles para los conquistadores —repuso, sonriendo con aire de complicidad, como si ya hubiésemos llegado a un acuerdo.

—Así pues, supongo que habrás venido a venderme a tus actuales protectores como si fuesen cestas de dátiles, ¿no es eso?

—¿Qué clase de lealtad puedo deber a los medas, señor? —me respondió con un ademán ambiguo, como rechazando semejante posibilidad—. Por favor, recuerda que te vi guerrear hace tiempo y sabía que serías tú el vencedor y no Daiaukka… Antes o después tenía que ocurrir así: los hombres deben ser prácticos.

—Bien: entonces dime qué deseas y qué puedes ofrecerme a cambio.

Y allí mismo hicimos nuestros tratos. Aquel individuo no me agradaba ni tenía ningún motivo para confiar en él, pero le prometí que le engrandecería en la tierra de los arios y, a cambio, él se comprometió a transmitirme todo cuanto se tratase en el consejo de los nobles de Daiaukka. Me informaría del número de jinetes y soldados de infantería que tuviera a su mando cada parsua de las tribus medas, de los límites de su lealtad, de los celos que pudiesen existir entre ellos y de sus debilidades. Actuaría como un perfecto traidor. Su colaboración me sería sumamente útil porque un conquistador no se impone por las virtudes de los hombres, sino por sus defectos. Sin embargo seguía sin gustarme.

—¿Puedes anticiparme algo acerca de esa reunión? ¿Qué es lo que desea Daiaukka? ¿Se trata de una trampa?

—Nada de eso, señor, porque Daiaukka dice que no es así, y esa gente no se deshonra de tal modo. Tal vez confíe en establecer una paz digna.

Yo no lo creía, mas Daiaukka había obrado acertadamente no fiando de aquel personaje, por lo que consideré que debía de ser una persona prudente. En breve tendría ocasión de comprobarlo.

Daiaukka, sha de todos los medas, cabalgaba en un espléndido corcel negro que le elevaba por lo menos dos palmos sobre los hombros de sus compañeros. Decían que aquel caballo era el único lujo que se permitía, porque era un ser dotado de la más absoluta integridad, exento de avaricia, codicia ni temor. Jamás mentía, pero se las ingeniaba para comportarse con más astucia que una víbora. No conocía crueldad ni piedad, pues consideraba que sólo servían para desviar al hombre de sus fines, y su voluntad era más firme que el granito. Como imaginara su padre Ukshatar, fallecido en el exilio, se había propuesto que los arios llegaran a convertirse en un gran nación sobre la que él reinaría. Estaba decidido a que su pueblo fuese un día el dueño del mundo, el heredero de la raza de Assur, a quienes contemplaba con manifiesto desdén.

Mientras le observaba a unos doscientos pasos de distancia, separados por la ondulante hierba, advertí la habilidad con que dominaba su nervioso y bizarro caballo y la elegancia y comedimiento de su porte, y empecé a comprender que probablemente era el enemigo más peligroso que podía tener. Me inspiraba respeto y admiración y confiaba que encontrase la muerte en sus montañas y por mi propia mano rogando al santo Assur que no prodigase en este mundo la pureza de seres como Daiaukka, sha de los medas.

—Acaso se trate de un engaño —murmuró Lushakin, que había insistido en ponerse al frente de mi guardia personal alegando que un príncipe insensato necesita de un bribón inteligente que le sirva de guardaespaldas.

—No puede haber engaño alguno porque ha empeñado su palabra.

—Entonces no debes ser tan remilgado. Ve armado con tu jabalina y, en cuanto se encuentre a tu alcance, húndesela en el vientre como una estaca. Él constituye el único nexo que mantiene unida a esa confederación… Mátale y los medas volverán a disgregarse en luchas intestinas.

—Hasta que otro ocupe su lugar. Imposible, Lushakin, piensa que también yo he empeñado mi palabra.

—Los nobles tenéis los sesos de serrín.

Me eché a reír y espoleé a mi montura, adelantándome y dejando atrás a Lushakin y su selecta escolta del quradu. Daiaukka se reunió conmigo en el centro de la llanura.

Durante unos momentos ninguno de los dos pronunciamos palabra. Nuestros corceles resoplaban nerviosamente como si comprendieran el antagonismo que existía entre nuestras razas, mientras sha y rab shaqe nos examinábamos mutuamente entre un silencio expectante.

Daiaukka tendría entonces unos treinta años, pero debía haberse pasado la mitad de su vida guerreando, reconstruyendo las alianzas que se habían ido desmoronando a la desaparición de su padre, y todos aquellos años de intensa lucha se reflejaban en su rostro, que estaba curtido y arrugado como una chaqueta vieja de cuero. Pero resultaba imposible conjeturar su edad por su aspecto físico: tan sólo sus ojos negros e inquietos dejaban adivinar la existencia de un ser humano tras aquella máscara indescriptible.

—Tú eres Tiglath Assur —comentó por fin, como si me estuviera revelando algo que yo desconociera—. Te han dado ese nombre en recuerdo de vuestro impío dios y tu padre reina en las tierras de occidente, donde adoráis a los demonios. Como ves, me consta que no eres un espíritu sino un hombre como los demás.

—Y tú eres Daiaukka, sha de los bárbaros, a cuyo padre mi abuelo envió al exilio. Tal vez cuando hayamos concluido de insultarnos, querrás decirme qué deseas.

—Deseo la paz.

—Su precio es la sumisión.

—Entonces una tregua.

—También debe pagarse para obtener una tregua.

—Te propones conquistar la ciudad de Ecbatana —continuó, dirigiendo una mirada hacia el horizonte, por encima de mi hombro izquierdo, como si nuestra conversación le resultase indiferente—. Nosotros pensamos defenderla denodadamente, y su pérdida y la muerte de los hombres que traten de salvaguardarla no representará gran cosa para mí; mas imponer semejante asedio, aunque constituya un éxito, sería muy gravoso para un ejército como el tuyo, tan alejado de su patria y rodeado de enemigos. Ambos debemos decidir qué nos resulta más provechoso: si guerrear o establecer una tregua.

—No he llegado hasta aquí para marcharme con el rabo entre las piernas.

—No, has venido para obtener una gran victoria sobre nosotros, aunque me pregunto la razón. Me resisto a creer que como represalia al saqueo de algunas de vuestras aldeas por una partida de imbéciles.

—No, no es por eso.

—¿Por qué entonces?

Parecía genuinamente interesado. Sus ojos negros, de inquieta mirada, se fijaron en mi rostro, entrecerrándose por el interés. Comprendí que a nadie perjudicaría nuestro mutuo entendimiento.

—Porque si no tomamos estas medidas dentro de poco los medas comenzarán a suspirar por las ricas tierras en que reina Assur.

—Sí…, eso es cierto —afirmó como si hablásemos de temas que le resultaban indiferentes, haciendo que de tal modo incluso la verdad resultase engañosa.

—Me propongo dar fin a vuestras ambiciones.

—Y para ello debes obtener una victoria. Pero esto puedo impedírtelo por el simple medio de rechazar tu reto. Puedo ocultarme en esas montañas hasta que las nieves te obliguen a retirarte.

—Y mientras que tú te ocultas, puedo devastar esta nación que estás construyendo, incendiando pueblos y campos y sacrificando el ganado, y cuando lleguen las nieves tu pueblo tendrá que enfrentarse al hambre y te maldecirán…, justamente porque es deber de un soberano proteger a sus súbditos. Y si no puede hacerlo, no es digno de ser rey.

—También eso es cierto. Por consiguiente, ambos saldremos beneficiados si acordamos una tregua.

—¿Por cuánto tiempo?

Se abstrajo unos instantes en sus pensamientos, considerando aquella cuestión.

—Durante dos años —dijo finalmente.

—¿Qué habrá cambiado por entonces?

—Por entonces yo estaré dispuesto para la lucha. Y entonces podrás conseguir tu victoria…, o yo la mía.

—De todos modos debes comprar esta tregua.

—¿Por qué? Representa una ventaja para ambas partes.

—Pero es más provechosa para ti que para mí. Si me quedo, puedo dar al traste tu gran alianza por el simple medio de haceros morir de hambre. No, debes comprar esta tregua con oro, esclavos y caballos. Los hombres de Assur no guerrean por obtener únicamente la gloria y no pienso regresar junto a mi padre como un mendigo.

—Será como tú dices, Tiglath Assur. No esperaba otra cosa, puesto que los hombres de tu raza sois unos ladrones. Te enviaré una embajada para que acuerde las condiciones contigo. Dentro de dos años volveremos a vernos.

Y habló con tal rapidez que me dejó sin aliento, obligó a dar media vuelta a su caballo y se alejó al galope para reunirse con su escolta personal. Nuestra entrevista había concluido y con ella mi primera campaña en tierras de los arios.

Sin duda Daiaukka debía haber instruido a sus emisarios en la necesidad de obtener una rápida solución, porque tardé menos de cinco días en ponerme de acuerdo con ellos acerca del pago del tributo. Abandonaría los montes Zagros con cuatrocientos caballos, igual número de esclavos dotados de provisiones para el viaje, a fin de que no tuviera que alimentarlos a mis expensas, y cinco minas de oro, que no era una gran cantidad, pero que bastaría para pagar a mis soldados. Me sentía satisfecho con el beneficio obtenido porque, aunque Daiaukka no parecía haberse dado cuenta, me había otorgado una baza de considerable valor. Aquel astuto y prudente monarca había cometido un gran error en la naturaleza de los esclavos que me había concedido.

Un rey que condenase a su propio pueblo a cautiverio sería tachado de cruel y, al parecer, el sha de los medas se dejó llevar por sus sentimientos porque casi todos los hombres y mujeres que me fueron entregados eran cimerios del norte, capturados en las constantes batallas libradas entre ambos pueblos, que, aunque apenas se diferenciaban en aspecto y costumbres, ni siquiera en su idioma, se odiaban recíprocamente con todas sus fuerzas; de modo que los cautivos nos consideraron sus liberadores y entre ellos muchos se mostraron propicios e incluso deseosos de colaborar con los cartógrafos y los escribas e incluso dispuestos a combatir junto a los soldados de Assur: es un error desprenderse de un enemigo que ha permanecido sometido durante mucho tiempo en tu propia casa.

Daiaukka me envió otro obsequio adicional: la persona de Ukshatar, parsua de la tribu miyane, y cuatro de sus notables en reconocimiento del desliz cometido cuando fueron saqueados los poblados de Dur Tuqe. Aquélla fue la razón que se nos dio, aunque no me cupo duda alguna de que el sha consideraba ante todo sus propios intereses. Quizá había ideado aquel ardid para desembarazarse de algún futuro enfrentamiento a su dominio o aquellas incursiones habían sido realizadas en contra de sus deseos y deseaba dar un ejemplo. O tal vez fuese por ambas razones. De cualquier modo pensaba disponer a mi albedrío de aquellos individuos, lo que significaba que me proponía darles muerte.

Y así lo hice. Cuando nuestro ejército cruzó la frontera del país de Assur, ordené que los cinco fueran estrangulados con las cuerdas de nuestros arcos, puesto que el modo en que se les diera muerte carecía de importancia y no había ninguna razón para organizar un espectáculo con ellos, y seguidamente dispuse que sus cadáveres fuesen empalados en altas estacas y orientados en dirección este, de espaldas a su patria, dejándolos allí expuestos como advertencia para algún compatriota suyo que se propusiese saquear las tierras donde imperaba la voluntad de Assur.

Tales hechos se llevaron a cabo el sexto día del mes de Tisri, en el año vigésimo primero del reinado del soberano Sennaquerib. Al día siguiente, que era una jornada aciaga, los soldados descansaron y se abstuvieron de salir de sus tiendas, pero a la mañana de la próxima jornada iniciamos la marcha, dirigiéndonos primero hacia Musasir y emprendiendo a continuación el regreso a Amat, donde nuestros conciudadanos nos acogieron con exclamaciones entusiastas en el segundo día del mes de Marcheswan, cuando en aquellas latitudes el viento nocturno ya transmite el helado soplo de las primeras nieves.

Los nuevos edificios de la guarnición estaban totalmente acabados, reforzados con piedra que resistiría hasta el fin del mundo, y los muros de la fortaleza levantados casi por completo. Incluso la ciudad, donde al partir únicamente dejé un núcleo de chozas de adobe, había aumentado el número y esplendor de las edificaciones, de modo que resultaba irreconocible. Los trabajos se habían realizado satisfactoriamente y aquello se debía en exclusiva a los esfuerzos de mi esclavo Kefalos. Éste aún había engordado más durante mi ausencia y, como su contorno era un índice infalible de su prosperidad, no me cupo duda de que había seguido obteniendo pingües beneficios de un animado tráfico de sobornos.

—A ti, señor, no te ha ido tan bien en esta campaña —dijo, acariciándose su poblada y brillante barba, moviendo la cabeza con resignada tristeza—. El rey de los medas te ha engañado porque semejantes cautivos, unos bárbaros ignorantes que aún tienen las orejas llenas de barro, no alcanzarán gran precio en el…

—Esos cautivos en su mayoría serán devueltos a sus hogares cuando pase el invierno. Son cimerios y deseo estar en paz con esa nación, porque son cruentos enemigos de los arios. Algunos, y eso lo decidirán ellos libremente, permanecerán a nuestro servicio cuando regresemos a zanjar las cuestiones pendientes con Daiaukka.

Paseábamos por el jardín de la parte posterior de su mansión, poco inferior al palacio que yo me había hecho construir como shaknu de las provincias del norte. El aire estaba embalsamado con el perfume de los árboles de incienso y a mis oídos llegaba el musical sonido de las aguas de una fuente, sensaciones muy gratas tras haber pasado tantos meses de campaña.

Kefalos se limitó a proferir un gruñido de protesta, como si con la pérdida de aquellas comisiones le estuviesen arrancando carne de su propia carne.

—Bien, señor: así será si así debe ser. Por lo menos aún nos quedan los caballos.

—Los caballos están destinados al ejército.

—¡Augusto señor, esto es demasiado! —gritó, deteniéndose para dar una patada en las losas del camino—. Me consta que te gusta interpretar el papel de rab shaqe, el noble soldado que únicamente piensa en su deber; pero, ¡por los grandes dioses!, un hombre que no piensa en ningún momento en sus propios intereses no es digno de confianza en ningún otro aspecto. Si persistes en este propósito, por lo menos permíteme vender los caballos al ejército; mediante semejante ardid el resultado será casi el mismo y tu conciencia estará tranquila.

—Los caballos serán donados al ejército, Kefalos, como participación del rey en el botín.

—Entonces casi no me atrevo a preguntarte qué te propones hacer con las cinco minas de oro.

—Ya han sido repartidas entre los soldados: la gente sencilla lucha confiando en el botín.

Me sorprendió que en esta ocasión no protestara. Me volví a mirarle para ver si le sucedía algo, pero comprobé que estaba sonriendo.

—¿Qué has hecho, Kefalos?

—Los soldados invierten su botín en vino y rameras —me dijo como si me explicase un principio básico—. Tengo establecido un convenio con todos los taberneros y propietarios de burdeles de Amat por el que yo, es decir, nosotros, recibimos una quinta parte de los ingresos que obtienen de todos los clientes que frecuentan sus establecimientos a cambio de ciertas… podríamos calificarlas de «consideraciones». O, mejor aún, no las califiquemos de ningún modo, porque los hombres prudentes no agitan el barro del fondo de su pozo. De cualquier modo, señor, mi sagacidad nos ha salvado en cierta medida de tu insensatez. Puedes estar satisfecho del afecto que te profesa tu esclavo y de cuánto se preocupa en la difícil tarea de evitar que te veas condenado a la mendicidad.

No protesté. Me limité a reír pensando que si alguna vez cambiaba de idea y decidía convertirme en rey del país de Assur el medio más sencillo de conseguirlo sería pidiéndole a Kefalos que me comprase el derecho a ocupar el trono, puesto que sin duda ya debía ser bastante rico para conseguirlo.

—¿Has respondido las cartas de tu padre? —preguntó, mirándome de reojo.

Por si me quedaba alguna duda, aquel interrogante implicaba que ya conocía su contenido.

—No, pero deberé hacerlo pronto.

—¿Y regresarás?

—Según parece, no me queda otro remedio. Es el rey quien lo ordena.

—Pero si te niegas, lo comprenderá.

—No… es el rey y me ha ordenado que regrese. Sabe que aunque lo deseara no podría desobedecer sus órdenes.

—Entonces, después de tanto tiempo, vas a meterte en la boca del lobo.

—Lo sé.

Caminamos en silencio. Se había levantado algo de viento y ya no era agradable seguir paseando.

—¿Me acompañarás? —le pregunté. En realidad ya conocía la respuesta, pero me hubiera gustado que fuese conmigo.

Kefalos movió la cabeza compungido.

—No, señor. Mientras tu padre viva, tú estarás a salvo en cualquier lugar del país, pero Nínive es una ciudad peligrosa, donde pueden ocurrirle cosas desagradables a aquel que ha enojado al marsarru. Me quedaré aquí para que el señor Asarhadón no sienta tentaciones de mancharse las manos con mi sangre.

—Considero que estás equivocado, amigo mío.

—¿Lo dices sinceramente? —repuso Kefalos con frialdad—. Yo no lo pienso así, señor. Pienso que te ciega el afecto y no te resignas a admitir en qué se ha convertido tu hermano. Prefiero no pensar lo que será de nosotros cuando ciña la corona.

El señor Sennaquerib no habría aceptado ninguna excusa. Ya no era una cuestión a resolver entre padre e hijo: el rey ordenaba que ante él compareciese su shaknu y, como súbdito leal, debía regresar a Nínive.

La misma noche en que celebré mi conversación con Kefalos, dos días después de mi llegada a Amat, le escribí diciendo que acataba sus deseos. Acudiría a Nínive y me presentaría ante el monarca antes del primer día del mes de Kislef. No podía demorar por más tiempo mi llegada.

Seguidamente acudí al gineceo y traté estos asuntos con mi madre, que me escuchó en silencio, como de costumbre, hasta que hube acabado.

—¿Me llevarás contigo o deberé permanecer aquí, hijo mío?

—Me acompañarás por lo menos hasta «Los tres leones». Creo que es mejor que me aguardes allí hasta que vea lo que me espera en Nínive.

—¿Y qué crees que te espera en Nínive, Lathikadas?

—Lo ignoro. Pero me temo que nada bueno. Preferiría permanecer aquí hasta que se desprendiera la carne de mis huesos, pero nadie puede negarse a los deseos del rey.

—El rey únicamente desea ver a su hijo —repuso, sonriéndome como si con ello aclarase todas mis dudas—. ¿Por qué no iba a ser así? Se siente orgulloso de ti y te ama.

Guardé silencio porque no podía darle ninguna respuesta.

—Estaré preparada dentro de dos días —prosiguió finalmente—. Soy una anciana y pocas cosas me retienen.

—No eres vieja, Merope, y sigues siendo hermosa. Sin duda el rey así lo creerá.

—El rey sin duda ha dejado de reparar en la belleza de las mujeres, hijo mío. Pero tú aún no estás en tal situación. ¿Te llevarás a Naiba?

—Sí…, me la llevaré. No tienes que temer que tu hijo cometa por dos veces la misma locura.

No volvimos a hablar del tema y ninguno de los dos mencionó el nombre de Asharhamat.

¡Asharhamat! Durante casi dos años había estado ausente de Nínive desplegando una febril actividad. Otra mujer compartía mi lecho y, sin embargo, no pasaba un día sin que su recuerdo turbase mi espíritu. Su imagen me acompañaba constantemente como un fantasma; me visitaba silencioso y perseverante sin dejarme ni un instante de libertad.

Según me había informado mi padre estaba embarazada de nuevo. El baru había vaticinado el nacimiento de un hijo que ostentaría la corona de una gran nación, de modo que la profecía que la había apartado de mí parecía haberse cumplido.

Y yo regresaba… no junto a Asharhamat, sino a las murallas de Nínive. De nuevo bebería en las aguas del Tigris, madre de ríos, volvería a contemplar sus magníficos templos y discurriría por sus calles en las que se hablaban todos los idiomas del mundo. Era hijo de aquella ciudad y ansiaba volver a ella, aunque su visión me desgarrase las entrañas, porque los hombres no pueden avanzar continuamente por senderos desconocidos convirtiéndose en extraños para sí mismos. ¡Nínive! ¡Cómo la amaba mientras dirigía mi mirada hacia ella de regreso al hogar! Como la amaría mientras viviese, aunque de ella tan sólo quedase el nombre.

Tal era la amargura que me invadía durante mi viaje, porque los hombres se recrean fácilmente en su dolor y el recuerdo embellece todas las cosas y principalmente aquellas que se han perdido.

Había partido de Amat con el propósito de regresar dentro de dos meses. Durante aquel tiempo Kefalos se haría cargo de mis proyectos de construcción, y Lushakin, a quien había ascendido a rab abru, dirigiría la guarnición. Había confiado a mis escribas el gobierno civil, quienes me mantendrían informados mediante despachos que recibiría tres veces al mes.

En el momento de mi marcha el tiempo era insólitamente fresco, pero las carreteras estaban en buen estado y avanzábamos deprisa, aunque llevásemos una escolta de cuarenta hombres. El carruaje en el que viajaban mi madre y sus sirvientas no constituía ningún estorbo. Llegamos a «Los tres leones» al anochecer del decimosegundo día, a tiempo de cenar una cabra recién sacrificada.

—Los dioses se han mostrado propicios: las riadas han sido abundantes y en tu ausencia hemos tenido magníficas cosechas.

—Acaso los dioses aún se mostrarían más propicios si yo no regresara nunca —repuse.

Pero aquélla no era una broma que Tahu Ishtar estuviese dispuesto a comprender, por lo que se inclinó solemnemente ante mí y se abstuvo de hacer comentario alguno. Mi capataz apenas había cambiado desde que nos conocimos hacía años, pero su hijo Qurdi se había convertido en un hombre.

No fui el único en advertir tal hecho. Los jóvenes atractivos causan impresión a todo el mundo y la noche anterior, cuando mi madre supervisaba a sus sirvientas que ordenaban la casa, observé que Naiba y él cruzaban algunas miradas inconfundibles. Por la mañana, mientras acompañaba a su padre y a mí en una visita de inspección por los anexos de la hacienda, en ningún momento se decidió a levantar la mirada del suelo, como si se sintiera avergonzado de haber deshonrado el lecho de su amo, situación que me pareció sumamente divertida.

Nos encontrábamos en el establo donde Tahu Ishtar me estuvo mostrando un magnífico potrillo de color plateado nacido hacía tan sólo cuatro días. El animal se encontraba junto a su madre y se sostenía sobre sus delgadas e inseguras patas y mi capataz lo acariciaba con su experta y poderosa mano.

Aquel hombre honrado que jamás defraudaría la confianza depositada en él se sentía muy satisfecho del animal, que había nacido para el servicio de otra persona y que le parecía magnífico.

—Es un ejemplar precioso —le dije—, tan potente como los caballos de los montes Zagros, de los que tan orgullosos están los medas. Tanto como el enorme bruto de color negro que monta su rey. No quiero separarme de él. Lo entrenaré para la guerra y será el que yo monte.

—¿Cómo quieres llamarlo, señor?

Espectro —repuse, sorprendiéndome más que nadie ante mi respuesta, porque se me había ocurrido en aquel preciso instante—. A los medas los asustan mucho los espíritus.

—Será como tú ordenes, señor.

Abandonamos el establo, cuya puerta cerró, y salimos a la luz del sol. El día era espléndido y fresco y sentía correr la sangre por mis venas como si fuese vino. Era agradable sentirse vivo y en posesión de tantas cosas amables de la vida. En aquel momento no envidiaba a nadie.

—Has trabajado muy bien, Tahu Ishtar —le dije—. Mi hacienda prospera gracias a tu trabajo y al interés que te tomas por ella. Puedo considerarme afortunado por haber confiado mis propiedades a una persona como tú.

Tahu Ishtar no respondió. Se limitó a fruncir el entrecejo y dirigir una furtiva mirada a su hijo, en cuyos negros ojos también pareció acusarse el mensaje.

Aquella noche, cuando se extinguió la luz de la lámpara que teníamos junto al lecho, deslicé la mano por las caderas de Naiba, quitándole el camisón. Ella se acercó a mí mansamente para que pudiera acariciarla y su boca se fundió en la mía al tiempo que me introducía en ella, tratando de descubrir si sus abrazos eran menos apasionados y qué representaba yo para ella en aquellos momentos en que arqueaba su cuerpo y su respiración se hacía jadeante. A las mujeres las ciega el placer y llegan a confundir a sus amantes con el hombre que les agrada.

Se quedó dormida en mis brazos como tantas otras veces, suspirando entre sueños.

«La he perdido —pensé—. Poseo su cuerpo, pero ya no me pertenece».

¿Y qué me importaba en realidad? Yo jamás me había entregado a ella. No me sentía herido ni siquiera en mi orgullo. Se trataba de una especie de jugada que nos habían hecho los dioses.

Esperaría. Naiba era de mi propiedad y hasta entonces nadie había atentado contra mis posesiones… Su espíritu no me importaba. Tal vez las cosas no fuesen a mayores y todo quedase en nada. Y si no era así… Pero hasta entonces había tiempo. Esperaría a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos.

Permanecería otros cinco días en «Los tres leones», que, al parecer, bastarían para establecer algo…, quizá tan sólo un simple entendimiento, el conocimiento del mutuo corazón a través de una mirada…, porque parecía haberse establecido algún lazo entre mi concubina y el hijo de mi capataz. Naiba era aún semisalvaje y, por añadidura, toda una mujer, que había adquirido una gran experiencia de los hombres en casa de mi sirviente Kefalos. Sin duda asumiría cualquier riesgo para ganarse un sincero afecto y dios sabía cuántas simulaciones me vería obligado a soportar. Mi esclava me servía puntualmente en el lecho cada noche como si nada hubiese cambiado, pero Qurdi, aquel muchachito de firmes miembros que en otro tiempo acariciara la piel del león que su padre me había entregado atisbando curioso por sus abiertas fauces, acababa de atravesar el umbral de la infancia y en sus ojos se reflejaba la turbación de su mente. Su noble naturaleza le impedía mantener algo oculto.

Yo era muy consciente de todo aquello.

Y sin embargo resultaba sorprendente que me sintiera tan poco afectado por la cuestión. No amaba a Naiba, pero el amor constituye una ínfima parte en los vínculos que unen a un hombre y una mujer. Era tan mía como si la hubiese cubierto con el velo y la llamase «esposa». Un año atrás hubiese sentido… ¿tal vez ira? Sí, por lo menos ira. Y la ira que hubiese descargado sobre aquella mujer que me pertenecía y su amante hubiera sido terrible. En aquellos momentos únicamente confiaba que se comportasen discretamente, que la situación no llegase a un extremo en el que me creyese obligado a actuar. Y, por encima de todo, deseaba evitarme castigar una ofensa que no sentía.

Pero ¿acaso mi corazón estaba vacío, puesto que no ardía de indignación? No. ¿Qué sucedía entonces? Hurgué en él y descubrí que me sentía aliviado. Me complacía secretamente porque por lo menos aquella mujer no vertería amargo llanto cuando me separase de ella. No se repetiría el caso de Asharhamat.

¡Asharhamat! Con sólo pronunciar su nombre, susurrarlo en la intimidad de mi inquieto espíritu, todo resultaba evidente para mí. Había retornado a ella por el simple hecho de consentir en el regreso a aquella ciudad en que habían muerto mis esperanzas, donde quizá, si el dios lo hubiese querido, hubiera podido sentarse a mi lado como reina y consorte. Cada mojón de la carretera que conducía a Nínive me aproximaba más a ella. Su imagen llenaba mi mente como si únicamente esperase aquel momento, eclipsando a la pequeña Naiba, que me había resguardado en sus brazos protectores.

Tales eran mis pensamientos cuando me despedí de Merope y me disponía a partir hacia la ciudad, donde de nuevo sería hijo de un padre poderoso y me vería cubierto de gloria y honores, como el predilecto del imperio, señor de todo menos de mis propias y silenciosas pasiones.