XXIII

Cinco días después de la marcha de Asarhadón tuve noticias de que se había producido una incursión en la frontera del este. En sí no constituía un incidente muy importante: un grupo de bandidos medas había irrumpido en nuestra provincia de Zamua y atacado a un grupo de aldeas no lejos de la cabecera del río Turnat, algo que podía esperarse que sucediera ocasionalmente, cuando hacía años que los hombres casi habían olvidado el estrépito de la lucha. Sin embargo, aquél era el pretexto que yo había estado esperando.

Escribí al rey a Nínive pidiéndole permiso para ponerme al frente de las guarniciones del este para emprender una campaña en los montes Zagros. Me proponía llevar mis estandartes de guerra hasta las puertas de los bárbaros y recordarles, puesto que parecían necesitarlo, que las tierras de Assur no eran como el puesto de un bazar que podían saquear cuando les pluguiese.

La respuesta del soberano no se hizo esperar:

He aprendido a transigir con tu impaciencia, hijo mío, aunque tal vez sea cierto que hace demasiado tiempo que estamos en paz y las tribus del este comienzan a creer que nos hemos afeminado. Te doy plenos poderes en este asunto. Obra según tu voluntad.

Pero yo ya había tomado medidas cursando órdenes para que las guarniciones del norte me enviasen la mitad de sus fuerzas que debían reunirse conmigo en una zona específica próxima a la ciudad fronteriza de Musasir, hacia la que me dirigí acompañado de las mejores compañías de la fortaleza de Amat y de aquellos antiguos camaradas del quradu que seguían con vida, comprendido Lushakin, quien aseguraba estar harto de dedicarse a la instrucción y decidido a venir, aunque hubiese tenido que seguirnos en la retaguardia con las mulas de carga. Y así comenzaron mis dos años de lucha contra los medas.

Es una gente extraña, en ciertos aspectos nada parecida a todos aquellos que he encontrado en una vida llena de sorprendentes contrastes. Y desde los días de mi juventud en que combatí contra ellos, habían llegado a convertirse en una gran nación. Ya entonces creían que el futuro estaba en sus manos y posiblemente estaban en lo cierto, porque no les faltaba astucia ni valor. Es posible que llegue un día en que se extiendan por el mundo como una plaga de langostas, pero confío no vivir para verlo… Ejercerían un nocivo influjo sobre la tierra de mis antepasados.

Durante el reinado de Sennaquerib hacía ya casi doscientos años que combatíamos contra ellos, desde los tiempos de Raman Ninari, tercer rey de este nombre, que condujo sus ejércitos hasta las tierras del este y allí se encontró con una raza de jinetes que llevaban los cabellos muy cortos, luchaban con lanzas y se daban a sí mismos el título de «arios» o «nobles».

Aquellas tierras son buenas, pese a que no están tan bien regadas como las llanuras del Tigris, y por entonces la mayoría de tribus, aunque no todas, habían dado fin a su existencia nómada y se habían instalado en pueblos y aldeas por las accidentadas laderas de los montes Zagros, donde practicaban la agricultura en los valles y apacentaban su ganado y sus caballerías en las estepas que se extienden en suave declive hasta los desiertos salinos del norte. Ignoro de dónde procedían y, aunque ellos aluden a su país de origen como un lugar donde crece alta la hierba, jamás conocí a nadie que me lo confirmase. Sin embargo me consta que llegaron como conquistadores, y que cada tribu sometió a los antiguos habitantes en su propio territorio como si fuesen los amos, siendo considerados por ellos con el mayor desprecio porque se creían realmente elegidos por los dioses, y ello los hacía comportarse con crueldad. No obstante, esta inclemencia se veía limitada por su debilidad, porque, aunque se reconocían a sí mismos como un pueblo, estaban divididos en muchas tribus que guerreaban entre sí con tanta fiereza como contra las restantes naciones. Pero esta situación comenzaba a dar un cambio.

Unos diez años antes de mi nacimiento, durante el reinado del Gran Sargón, una partida de bandidos atacó nuestra guarnición de Kharkhar y sorprendió a los vigías, a los que infligió una terrible carnicería. Su cabecilla, un tal Ukshatar, tomó el título de rey o, según dicen en su lengua, de sha de todos los medas, y realmente había logrado reunir una confederación de tribus que tuvieron en jaque a los ejércitos de Assur durante varias campañas. Finalmente Ukshatar fue capturado y exiliado al oeste, donde murió, pero dejó un heredero, un joven llamado Daiaukka, cuyo nombre había oído muchas veces desde que llegué al norte.

Las distintas tribus establecen a veces alianzas poco firmes o hallan algún objetivo concreto bajo la dirección de un jefe enérgico, pero semejante unidad únicamente se mantiene hasta que llega la victoria, o la derrota. Si triunfan, si combinando sus fuerzas consiguen desembarazarse de un enemigo más débil, entonces, inevitablemente, los indeseables comienzan a disputar por el reparto del botín. Y si sus fuerzas se disipan en difíciles batallas, y aquello era precisamente lo que el destino había decidido reservar a los medas, entonces pierden la fe en sus caudillos y sus grandes señores acaban siendo decapitados, mientras los hombres sencillos suplican misericordia al enemigo. Yo no temía a Daiaukka ni a ningún otro cabecilla que al frente de algunos miles de lanceros osara atribuirse el título de sha de los arios. No era por sus hombres que los medas se habían vuelto repentinamente peligrosos, sino por sus ideas. Daiaukka sólo era el vehículo escogido de una nueva fuerza que se había infiltrado en la imaginación de sencillos pastores y campesinos, haciéndoles creer que eran más importantes porque habían encontrado un nuevo objeto de adoración y un nuevo dios.

Los hombres de occidente son politeístas y eso los hace mutuamente tolerantes. A los egipcios no les importa que los babilonios adoren a Marduk, ni a éstos que los hititas veneren a Telepinu. Únicamente entre ellos se dirime el orden de prioridad de tales dioses, y es opinión generalizada que los hombres honrados deben realizar sacrificios en los altares de sus antepasados. Es cierto que los hebreos adoran en Judá a un solo dios, a quien consideran señor del universo, pero son un pueblo insignificante y pendenciero: los medas eran algo muy distinto.

Ignoro de dónde procede su nueva religión. Los medas hablan de un gran maestro, un profeta de su propia raza llamado Zaratustra, pero jamás he podido descubrir quién era o si por entonces seguía viviendo. A juzgar por la veneración que se le profesaba no podía compararse a ningún otro conocido en el mundo y se expresaba en unos términos amenazadores, transmitiendo un mensaje de destrucción y fuego en un mundo bañado en sangre inocente.

Sus principios son bastante inofensivos: existe un solo dios llamado Ahura Mazda, Señor de la Sabiduría, o simplemente Ahura, que debe ser venerado sobre todos los demás. Ahura es todo pureza, su cuerpo es el cielo y el sol sus ojos, y ha creado a todos los restantes y nobles dioses, los Spenta Mainyu o Generosos Inmortales, que son seis. En el extremo opuesto se encuentran los demonios del mundo, el primero de los cuales es Ahrimán.

Esa gente cree que todo este proceso se divide en tres etapas, cada una de las cuales comprende tres mil años. La primera fue una edad de oro en la que Ahura y Ahrimán eran uno y creaban el mundo. Como el conocimiento de una cosa depende de su contrario, entonces no existía el mal. Pero finalmente se separaron, convirtiéndose uno de ellos en «Aquel que es la Vida» y el otro en «Aquel que es la Muerte», y así comenzó la segunda etapa, una época de confusión y luchas entre el bien y el mal. La tercera etapa comenzó con la aparición del maestro Zaratustra y concluirá, cuando llegue el día, con el triunfo del bien y la reconstrucción del mundo, que entonces durará eternamente.

Todo esto no difiere gran cosa de las creencias de otros pueblos que adoran a un único dios como señor de todos los demás y reconocen la existencia de espíritus malignos. La diferencia consiste en el sistema de acceso a esos dioses y espíritus malignos, porque mientras que los babilonios, los egipcios, los hombres de Assur e incluso los griegos —es decir, todas las naciones civilizadas del mundo— creen que es justo ofrecer plegarias y sacrificios a todos los dioses, tanto buenos como malos, haciéndolos proclives a la clemencia, los medas únicamente profieren maldiciones contra Ahrimán y sus seguidores. Toda iniquidad, aunque emane de los propios dioses, debe ser escarnecida, y el objeto de la oración y los sacrificios consiste en fortalecer a Ahura en su lucha contra Ahrimán, infundir valor a su espíritu y mortífero poder a sus miembros. Por ello los hombres se convierten en soldados en ese enfrentamiento de los dioses, con la facultad de acelerar el triunfo definitivo de la luz sobre las tinieblas. Tan grande es la fe que les inspiran sus oraciones, a las que dan el nombre de «mantra», que imaginan que las palabras tienen una fuerza independiente de los dioses, por lo que creen que los protegerán de los malos espíritus, aunque sean pronunciadas por un extraño, por alguien que desconozca incluso su significado. Como ya he indicado, es un culto extraño.

De modo que todo cuanto atañe a la existencia resulta muy claro para ellos. Habitan en un mundo dividido entre luz y oscuridad, bien y mal, perfección y corrupción, y las diferencias entre ambos son perfectamente claras: o se rinde culto a Ahura o a los demonios. No existe una vía intermedia. Los seguidores del verdadero camino serán premiados en esta vida y en la otra; los demás se verán sometidos a las más terribles condenas.

La extrema sencillez de estas creencias ha contribuido en gran manera a hacer de los medas un pueblo virtuoso porque comprometen toda su existencia en sus aspiraciones de pureza. Son excelentes campesinos porque su profeta predica que cultivar la tierra y hacer fructificar los desiertos son labores que agradan a Ahura. Jamás mienten, aunque traten con un infiel, ni violan el menor apartado de un contrato porque Ahura rechaza toda falsedad. Son cariñosos con los animales, en especial y preferentemente con el caballo, el camello, el perro, el gallo y la vaca, porque son los predilectos de Ahura, y no sacrifican a los animales ni interpretan el futuro en sus entrañas porque también lo prohíbe su dios.

En realidad, a los medas los preocupa tanto evitar todo tipo de contaminación que identifican con Ahrimán y las fuerzas del mal, que la muerte constituye un gran problema para ellos. Puesto que los tres elementos, tierra, fuego y agua, están consagrados a Ahura, ninguno debe ser profanado con el contacto de un cadáver y, por consiguiente, no pueden ser enterrados, incinerados ni arrojados al mar. ¿Cómo disponer entonces de los cadáveres?

Esas gentes han encontrado la solución exponiéndolos en los tejados de altas torres de piedra a las que dan muy acertadamente el nombre de «torres del silencio», donde son rápidamente descarnados por las aves carroñeras. Todos aquellos que están en contacto con un cadáver se ven asimismo contaminados y deben purificarse lavándose con orines de vaca.

Se halla muy difundida entre ellos la creencia de que el País de la Muerte se halla presidido por un dios llamado Yama, que envía cada día a sus perros a olfatear a aquellos a quienes ha llegado su hora y los agrupan como un rebaño para conducirlos ante su presencia a fin de ser juzgados para toda la eternidad. Esos animales son negruzcos, de ancho hocico y tienen cuatro ojos, y por esa razón siempre destinan a un perro blanco con orejas amarillas, que consideran su sustituto adecuado, para proteger a los cadáveres de los malos espíritus.

Pero las enseñanzas atribuidas al profeta Zaratustra son algo distintas. Está escrito que los hombres, a su muerte, cruzarán el puente del Segador. Si durante su vida han seguido un sendero tenebroso, resbalarán y caerán en la Casa de las Mentiras, pero si han recorrido el camino de Ahura se les permitirá entrar en la Casa de la Alabanza, residencia de los seres puros.

Los medas creen que la pureza que conduce a la gloria eterna también tiene su premio en este mundo y que éste puede transmitirse de generación en generación. Ahura protege a sus seguidores concediéndoles ganado, caballos, numerosos hijos y larga vida. Y los difuntos que han llevado una existencia virtuosa se convierten en una representación a escala reducida de la divinidad y reciben ofrendas de sus descendientes, que pueden invocar su ayuda contra el poder de Ahrimán, obteniendo de ese modo toda clase de bendiciones.

Y así es cómo esas tribus montañesas que hasta época tan reciente no habían llegado a fundar ciudades y llevar una vida sedentaria, se convirtieron en una amenaza para todas las naciones civilizadas. Porque sólo la duda y el temor de la muerte posibilita una apacible convivencia de los pueblos, y esas gentes se habían visto libres de tales limitaciones con su nueva religión. Su orgullo racial les hacía creerse distintos del resto de la humanidad y, por añadidura, su profeta les había imbuido la virtud y el desprecio hacia aquellos que no siguieran el camino de Ahura, prometiendo recompensarlos en este mundo y en el otro. La lucha contra el mal se había constituido en su objetivo en esta vida y, fuera del mágico círculo de su propia nación, veían el mal por doquier. Para tales seres la muerte es una bendición, conquistar un deber y la clemencia la más odiosa de las debilidades. Con semejantes elementos y constituidos en un ejército disciplinado, un rey dotado y ambicioso podía barrer la tierra.

De modo que no era a Daiaukka a quien yo temía, sino a la voz de su profeta.

En el quinto día del mes de Tammuz dirigí mi mirada al sol naciente y partí hacia el país de los medas al frente de un contingente de seis mil hombres. Debía reunirme con otros tantos en Musasir, desde donde marcharíamos hacia el sudeste, siguiendo la línea de las colinas que finalmente se concretan en los montes Zagros, hasta que llegásemos a Zamua y a la fortaleza de Hamban.

Aquella ciudadela pequeña y amodorrada se había visto repentinamente invadida hasta rebosar por una multitud de campesinos hambrientos y sucios de polvo que, tras reunir en algunos fardos todas las pertenencias que pudieron acarrear, llegaban a raudales de las extensas llanuras de oriente, buscando la protección de aquellos muros de adobe y de los soldados de su dios y su rey. Venían huyendo de la furia de los medas y en sus rostros aún se leía el terror de cuanto habían visto y sufrido, aunque a la sazón pasaban grandes privaciones porque en la fortaleza no había bastante grano para alimentarlos.

—Son como lobos, señor…; no conocen la piedad —me dijo un anciano que yacía sobre una estera junto a la muralla de la ciudad aguardando la muerte—. Nos roban los bueyes e incendian nuestras casas y nuestros campos; asesinan a todo aquel que encuentran a su paso. Yo soy viejo y no me importa, pero han caído tantos jóvenes… —Y se le llenaron los ojos de lágrimas, como si estuviera presenciando de nuevo todas aquellas atrocidades que no se atrevía a mencionar—. Prefiero morir aquí: no deseo regresar a mi casa.

—Yo iré en tu lugar —le dije—. Y todo volverá a ser como antes porque prevalecerá la justicia divina.

Se volvió a mirarme, fijando los ojos en mi rostro como si no me hubiese comprendido.

—Dios —dijo por fin—. Sí, dios…

Así nos enteramos de lo que íbamos a encontrarnos cuando marchásemos hacia el este y entrásemos en la devastada región conocida como Dur Tuqe.

«Dur» significa «fortaleza», pero si los soldados de Assur tuvieron alguna vez una guarnición allí, hacía mucho tiempo que se había retirado a las ciudades más cómodas y fácilmente defendibles de la cuenca del río porque, a simple vista, no se distinguían en aquel lugar murallas de adobe, torres de vigilancia, patios de armas ni carreteras surcadas por las ruedas de los carros de guerra. En aquellas tierras crecía la cebada y, desde hacía siglos, ningún hombre se había armado con algo más ofensivo que un simple azadón. Y allí era donde los medas habían sembrado la destrucción.

Yo era un soldado endurecido por crueles experiencias, pero cuando miré en torno me sentí enmudecer por la ira ante aquel paisaje en el que reinaba el horror. Los pájaros carroñeros estaban tan ahítos que apenas podían volar y se posaban junto a las zanjas de riego atestadas con los cadáveres de los propios campesinos que las habían construido y en las llanuras aparecían diseminadas los siniestros y ennegrecidos restos de las aldeas incendiadas. Cabalgamos durante horas oyendo únicamente el rumor del viento: no había nadie, todos habían huido o sido asesinados. Todo aquello había sido obra de los medas, de los arios, los nobles. Entonces aún no lo sabía, pero mientras recorría con la mirada aquellas tierras desoladas estaba contemplando la gloria de su dios Ahura y la fuerza de su palabra, y cuanto veía era muerte y destrucción.

«Cuando llegue el momento les devolveré toda esta devastación —pensé—. Los mataré a miles, convertiré en esclavos a sus mujeres e hijos, incendiaré sus ciudades y sus campos. Y recordarán mi nombre hasta el fin de los tiempos porque cerraré mis oídos a la piedad».

Aquella noche acampamos junto a un acantilado en el que aparecía esculpida la imagen del Gran Sargón, cuya figura, que duplicaba el tamaño de un ser humano, lo representaba para dejar constancia de su gloria. A los pies del soberano figuraba una inscripción que era una advertencia y una maldición: «Extranjero, te dispones a entrar en el país de Assur, Señor de los Cielos, Dispensador de Victorias, Hijo de la Sabiduría y el Poder. En este lugar prevalece la ley de los monarcas que son poderosos en la guerra. Los enemigos de Assur se bañarán en su propia sangre».

De la mano del rey surgían sendas cuerdas que sujetaban a cuatro caudillos medas arrodillados a sus pies con los brazos levantados en actitud suplicante y los labios ensartados con argollas para mantenerlos sumisos como ganado. Había llegado el momento de justificar la jactancia de mi abuelo.

Los oficiales más antiguos que me acompañaban en aquel ejército apresuradamente organizado, junto con algunos que habían combatido en el río Bohtán e incluso en Babilonia, y otros casi desconocidos, formaron un círculo en mi tienda, mientras que yo les explicaba los planes que tenía para la campaña. Ante nosotros, dibujada en carboncillo sobre una piel de toro, se encontraba una copia del mapa utilizado diez años antes de que yo naciera por el soberano Sargón en su lucha contra los medas. Las señales eran muy escuetas: más allá de una accidentada sucesión de montañas se veía uno o dos ríos y aparecían los nombres de diez o doce núcleos habitados que tanto podían corresponder a pueblecitos de unas cincuenta familias como a grandes ciudades.

—Tendremos que avanzar con cuidado —los previne—. Enviaremos observadores con dos o tres días de antelación para que exploren el terreno… Vamos a luchar con desconocidos en su propio país y es conveniente obrar con prudencia.

—Creerán que estamos asustados —comentó el rab abru de la guarnición de Arzuhina, un tipo robusto, moreno y achaparrado que se llamaba Bel Itir y que tenía fama de bravucón—. ¿Qué necesidad hay de desplegar semejantes fuerzas y avanzar torpemente por estas tierras, como búfalos ahítos de ortigas?

Y me dirigió una relampagueante mirada como si ya le pareciese escuchar las risas de sus enemigos, haciéndome único responsable de tan insoportable humillación.

—Deja que los medas piensen lo que quieran. Si este año únicamente les cortamos las puntas de los dedos, el año que viene volveremos a por todo el brazo —repuse sonriendo, sabiendo que a un hombre como Bel Itir le costaría comprenderme.

»Me propongo reducir a esos bárbaros al silencio —proseguí en términos más generales—. Cuando hayamos concluido nuestra misión, no se aventurarán a salir de sus montañas durante una generación, y quizá ni siquiera entonces. Pero ésta no será obra de una sola campaña. De modo que conviene hacer creer a estas gentes que tan sólo hemos venido a incordiar a algunos poblados y que, satisfecho nuestro honor, nos apresuramos a regresar a nuestras cómodas y grandes ciudades. Si imaginan que nos hemos vuelto delicados, no tardarán en convencerse de su error.

»Por tanto ahora propongo que sigamos esta sucesión de montañas hasta llegar a Ellipi y, una vez allí, nos dividiremos en tres secciones que convergerán en este punto llamado Ecbatana…

De modo que partimos en dirección este hacia el país de los medas con un ejército de doce mil hombres y sintiendo a cada instante sobre nosotros la mirada de nuestros enemigos, que no eran más que eso, una presencia invisible que enrarecía el ambiente y a la que tardaríamos más de doce días en ver el rostro.

Nunca olvidaré la primera vez que me encontré aquella raza de guerreros. Apenas había pasado una hora desde la salida del sol y aún no habíamos cubierto un beru de nuestra marcha diaria, cuando de repente alcé los ojos y los descubrí. Era un grupo formado por unos veinte jinetes que había aparecido en la cumbre de una pequeña colina, como si brotase de la tierra. No pude imaginar cómo habrían conseguido pasar inadvertidos para mis espías, pero no me sorprendió puesto que se encontraba en su propio terreno y nosotros éramos extranjeros.

Levanté el brazo ordenando a toda la columna que se detuviera.

Habíamos llegado a las estepas de los montes Zagros, una inmensa pradera que se extiende interminablemente. A nuestra izquierda, hasta el propio límite del horizonte, se distinguía una tenue y pálida cinta de luz confusa en el horizonte anunciando la existencia de un vasto desierto de sal en el que se decía que el sol podía aniquilar a una persona en una hora derritiéndole los sesos como si fuesen agua. A nuestra derecha se levantaban montañas estériles e inhóspitas ricas en escondrijos y pequeños valles sorprendentemente fértiles, al parecer refugio secreto de aquellas tribus medas.

Y en aquellos momentos, puesto que un grupo tan reducido no podía abrigar ninguna esperanza de enfrentársenos, comprendí que debían de estar preguntándose qué desagradable asunto nos habría conducido hasta allí.

Cuando finalmente comprendieron que los estábamos esperando, espolearon sus monturas y descendieron por la colina, avanzando en hileras de ocho o nueve jinetes al frente, para parlamentar. Sin duda se trataba de algún jefecillo local y de los principales de su clan y no se apresuraban.

El grupo se detuvo a unos sesenta pasos de nosotros, en lo que seguramente consideraron terreno seguro y bastante neutro, y yo me adelanté a su encuentro con mis principales oficiales.

Entre ellos se encontraban algunos ancianos en cuyo rostro parecía haberse grabado su experiencia en los avatares de la vida; otros, bastante viejos como para haber luchado contra mi abuelo cuando inició sus campañas en el este y que tenían el talante característico de quienes han pasado toda su vida ejercitando el mando y a lomos de un caballo, mostraban una inmensa dignidad… Advertí que dos de ellos, de cabellos blancos como la nieve, no apartaban su mirada de mí y conferenciaban excitados en voz baja. Algunos eran más jóvenes y unos pocos, como suele suceder, parecían bastante necios.

Uno de ellos, un hombre atractivo, de mediana edad y como la mayoría alto y esbelto, se mantenía algo apartado del resto y aguardaba entre un silencio expectante, observándome con calma casi desdeñosa, igual que si considerase aquel encuentro un asunto que debía resolverse estrictamente entre los dos. Llevaba muy cortos los cabellos, en los que aparecían algunas hebras grises y que sujetaba en la nuca con una cinta roja, y su barba estaba cuidadosamente rizada. Calzaba pesadas botas y vestía pantalones como los escitas y una chaqueta de piel de cordero forrada de lana, pero su aspecto le distinguía como el cabecilla de todos ellos.

—Soy Uksatar, hijo de Ianzu, preferido de Ahura y parsua de los miyane —anunció con la seguridad del que se sabe fácilmente reconocible.

—Y yo Tiglath Assur, hijo del soberano Sennaquerib, que reina en el país de Assur.

—Te conozco, señor, y deseo saber qué te ha traído aquí.

—Conociéndome puedes imaginar la respuesta, Uksatar, hijo de Ianzu, porque ¿qué podría traer a un descendiente de los soberanos del mundo a un lugar como éste, salvo la exigencia de imponer justicia?

Y acompañé mis palabras con un amplio ademán que barrió el horizonte, como poniendo despectivamente de relieve la pobreza de aquel páramo.

Uksatar, parsua de los miyane, se mostró indiferente al insulto.

—¿Tratas acaso de vengarte de la destrucción de algunas chozas de adobe y del robo de una cabezas de ganado? —preguntó enarcando las cejas con aparente sorpresa—. Si únicamente te propones castigar a un grupo de indeseables, te acompaña un ejército demasiado grande y no lograrás darles alcance; si has venido dispuesto a conquistar el país de los arios, tus fuerzas son insuficientes.

—Me basta con lo que llevo. A aquel que cuida ovejas le bastan algunos perros fieles.

—Veo que el hijo de Sennaquerib, rey de Nínive, sigue teniendo una lengua mordaz —dijo alguien que se encontraba detrás de Uksatar.

Ambos nos volvimos para ver de quién se trataba y descubrimos un caballo que se adelantaba hacia nosotros y, aunque su jinete ya no vestía la túnica azul y el chaleco negro de los uqukadi, lo reconocí al punto. En su rostro redondo y embotado seguía luciendo una sempiterna sonrisa, como si nada hubiese cambiado desde nuestro último encuentro, y quizá para él así hubiera sido. Su pueblo había sido dispersado, sus compatriotas habían muerto o estaban sometidos a cautiverio, pero a él aquello no parecía importarle porque era un caudillo que únicamente mostraba fidelidad hacía sí mismo.

—Observo que has sobrevivido —observé devolviéndole su saludo con una ligera inclinación de cabeza—. Y, evidentemente, también has prosperado.

—Un hombre inteligente siempre logra huir con alguna parte de sus riquezas, señor Tiglath, y los hombres ricos no carecen de influencias.

El hombre intensificó su sonrisa como si esperase recibir mi felicitación. En realidad parecía aguardarla sinceramente.

—Pero ya hace mucho tiempo que nos conocemos —prosiguió finalmente encogiendo sus gruesos hombros—, ¿verdad, señor? Algunos de estos notables temen que seas un poderoso espíritu que ha aparecido para castigarlos de algún antiguo agravio, pero yo les he asegurado que eres…

—¡Basta ya, Upash! —le interrumpió el parsua de los miyane. Sin duda al señor Uksatar no le complacía ver cómo me desvelaban sus secretos—. Charlas como una mujer. Sólo debemos hacer comprender a este extranjero que no le tememos y que, de todos modos, los que saquean las tierras de su impuro dios, no han quebrantado ninguna ley reconocida por nosotros.

Se volvió hacia mí y me observó con los ojos entornados como si deseara fulminarme con su mirada.

—Regresa a tu patria, Tiglath Assur, hijo y nieto de reyes. Aquí no encontrarás más que ruinas y muerte.

—En todo caso, la muerte de uno de los dos —repuse sonriente. Era una baza que ya había jugado en otras ocasiones—. Por el momento te deseo que pases una mañana agradable e incluso estoy dispuesto a creer que eres tan valeroso como pretendes.

Alcé la mano saludándole, pero el señor Uksatar se echó hacia atrás como si temiera que descargase un golpe sobre él. No fue el único en reaccionar de tal modo: varios de sus acompañantes obligaron a retroceder a sus caballos y entre ellos circuló un murmullo de voces en las que vibraba una nota de pánico.

¡Dastesh! —gritó uno de ellos, como si de pronto se sintieran sobrecogidos—. ¡Dastesh-setare-ye-kohn-e-Sargon!

Y como un solo hombre obligaron a dar media vuelta a sus caballos y partieron al galope, sin detenerse, hasta perderse de vista.

—¡Por los sesenta grandes dioses, rab shaqe! —exclamó Lushakin, rascándose la barba, sorprendido mientras regresábamos a nuestras columnas—. ¿A qué se deberá que estén tan alterados?

No supe qué responderle. Me limité a mover la cabeza tan asombrado como él.

—Yo os lo diré.

Había sido el rab abru Bel Itir quien había pronunciado aquellas palabras. Se acercó a nuestro lado con los hombros caídos y mirada ausente, esbozando una tenue y cruel sonrisa.

—Conozco algo su lengua —declaró finalmente—. Cuando uno es destinado a estos páramos siempre aprende algunas palabras. Los ha asustado la marca de nacimiento que el rab shaqe tiene en la palma de la mano. Esa estrella de sangre, como la llaman, es la misma señal que anunció la desaparición de nuestro soberano Sargón. Por lo visto temen que haya abandonado su tumba y se haya reencarnado en su nieto para vengarse. Creen que es su fantasma quien dirige nuestras tropas.

Aquella noche tuve un sueño. Un águila levantaba su vuelo hacia el cielo girando en grandes círculos a impulsos del viento que la elevaba por momentos. Por fin se detuvo a descansar en un afloramiento rocoso; mirando hacia abajo y a través de sus ojos pude contemplar el terreno que se extendía ante mis pies como una alfombra rugosa. A la mañana siguiente di orden de abandonar las estepas e iniciamos el ascenso a los montes Zagros.

Mis oficiales debieron de creer que me había vuelto loco porque no pude darles ninguna explicación que justificase militarmente nuestra marcha de las llanuras, donde por lo menos no debíamos temer ninguna emboscada. Parecía no existir razón alguna, al menos previsible por mí, pero una voz interior me inspiraba aquella conducta y estaba convencido de que debía seguir sus dictados.

Durante muchos días no volvimos a ver a los medas, que sin duda observaban nuestro avance; estaba seguro de ello, me parecía sentir sus ojos sobre nosotros, aunque se mantenían ocultos a nuestras miradas. Contrariamente a lo que era de esperar, no nos atacaron; se mantuvieron a distancia, a la expectativa. Todos parecíamos estar esperando.

La marca del Gran Sargón, la roja estrella que llevaba desde el instante en que nací, en el mismo momento en que él encontraba la muerte en algún lugar de aquellas montañas. Su sedu protegía mis pasos: así me lo había dicho hacía mucho tiempo el maxxu ciego, y tal vez fuese cierto. Si en alguna ocasión estuvo a mi lado, si me evitó algún daño y me hizo ver con sus propios ojos, fue entonces, en el país de los medas, mientras vagábamos por las escarpadas cumbres del Zagros tratando de oír la voz del dios.

Y por fin llegó hasta mí. No fue el sonido de ninguna voz interior, sino la certeza de haber estado antes en aquel lugar, de haber escalado los desfiladeros de aquellas montañas, sintiendo el viento en mi rostro. Todo aquello me resultaba familiar, sabía lo que debía esperar y comprendía que, cuando lo encontrase, reconocería el punto donde debía ocurrir. Y entonces, por fin, perdí mis temores porque me sentí protegido por la mano de Assur.

Hacía siete días que habíamos abandonado la seguridad del llano cuando descubrimos un lugar de rocas calcáreas y calizas bajo las que brotaban las aguas de un manantial como sangre de una herida fresca. Allí se encontraba un pastor solitario con sus perros y su rebaño, que nos observó con expresión asustada, dudando entre huir precipitadamente o correr el riesgo de quedarse. Todo aquello yo ya lo había presenciado con los ojos de mi espíritu, despierto y soñando. Ordené a los soldados que levantaran el campamento, puesto que íbamos a instalarnos allí.

Convoqué a Bel Itir a mi presencia porque únicamente él comprendía algunos términos del lenguaje de aquellas tierras.

—¿Has interrogado al pastor? —le pregunté.

—Sí, rab shaqe. Me pareció una medida prudente, aunque pretende no saber nada. ¿Ordeno que le degüellen?

—No…, déjale partir como una ofrenda a los dioses. ¿Te ha dicho a qué tribu pertenece?

—A los kullumitas, rab shaqe. Según dice, en otro tiempo muy importantes, pero que en la actualidad casi han desaparecido de estas montañas.

—¿Te ha dicho qué lugar es éste?

—Dice que se llama «la región de los huesos». Pero que ignora de dónde procede tal nombre.

Aunque yo sí lo sabía, me abstuve de informarle. Y, a la sazón, ya comprendía por qué me había conducido hasta allí el sedu de mi abuelo, que tanta gloria alcanzó con las armas. «La región de los huesos»… ¡Naturalmente! El Gran Sargón hubiera podido explicar cómo llegó a dársele tal nombre; Nargi Adad hubiese mirado en torno y lo habría recordado. ¿Qué otro nombre hubiese sido más adecuado? Los ancianos de la tribu miyane tenían razón sintiéndose asustados.

—Apostad vigías en todos los altozanos —ordené—, y destinad brigadas para que caven zanjas y dispongan trampas contra los caballos enemigos… Nadie debe descansar hasta que se haya realizado el trabajo. Deseo que este lugar quede fortificado como si tuviésemos que enfrentarnos a un asedio. Esta noche, y todas las noches si es necesario, dormiremos con las armaduras puestas. Los soldados, e incluso los oficiales, montarán turnos de guardia, relevándose cada media hora mientras dure la oscuridad.

—¿Acaso esperas que se presenten aquí? —preguntó sonriendo levemente como si me creyese loco.

—Vendrán, Bel Itir, y estaremos dispuestos a recibirlos. Y no temas porque el suelo se teñirá con su sangre.

—Será como tú ordenes, rab shaqe.

No, sería como los dioses lo deseasen. El poderoso Assur, señor de los cielos, aquel cuyo poder jamás podría ser humillado, cuya luz ciega como el propio sol, era quien nos había conducido hasta aquel lugar, escogiendo como instrumento a Tiglath Assur, hijo y nieto de reyes, un simple mortal al que conduce como a un perro que obedece a su amo.

Mientras duró la jornada envié observadores que exploraron todos los accesos. Apostamos centinelas en lo alto de las rocas, donde incluso entre la oscuridad nocturna podrían percibir la proximidad de las fuerzas enemigas, aunque los caballos llevasen envueltos sus cascos con trapos. Nuestros carros de suministros, los pocos que habían sobrevivido al viaje, fueron echados de lado, a modo de obstáculos, para impedir la carga de la caballería. Los soldados prepararon sus armas contra un enemigo que jamás habían visto, de cuya existencia solamente podían fiar por mi palabra. Nadie descansó. Cuando el sol se ocultó, seguimos trabajando a la luz de las antorchas.

Y por fin concluyeron nuestros preparativos. Los cocineros guisaron la cena, descuartizando algunos caballos para que los soldados pudieran alimentarse con un poco de carne, pero estábamos demasiado cansados para comer, y aquella noche, mientras aguardábamos, sólo disfrutamos de unas horas de reposo.

Los observadores habían ido regresando todo el día, informándonos en todo momento de que no habían visto a nadie, ni un solo hombre armado, ni un simple pastor con un palo para matar serpientes. Nuestros enemigos nos rehuían, aunque nunca dudé que estaban bastante cerca para tenernos a su alcance en el momento en que lo desearan. Aquellas montañas estaban llenas de pequeños cañones en los que podían ocultarse miles de hombres durante muchos días, incluso meses, y mis espías podían pasar por su lado infinitas veces sin advertir en ningún momento las angostas hondonadas cubiertas con matorrales que debían conducir a sus escondrijos. Los medas estaban en su propio terreno, ¿por qué íbamos a ver siquiera sus sombras antes de que ellos se dignaran aparecer a nuestra vista? Y sin embargo estaban allí.

Los oficiales se reunieron conmigo en mi tienda y les esbocé mis planes y mis esperanzas, y asigné a cada uno de ellos un papel en la futura batalla. Ellos, que me creían a medias, me escucharon atentos y en silencio, aunque con hosca expresión. Creo que algunos hubieran estado dispuestos a relevarme del mando y devolverme a Nínive atado a una estaca, pero habría sido una grave medida alzarse contra el propio hijo del rey, por lo que se guardaron mucho de formular sus opiniones y, por el momento, acataron mis órdenes en silencio.

Cuando salí de la tienda me aguardaban los soldados. También ellos dudaban, pero eran hombres sencillos para quienes la palabra del rab shaqe era ley, y por ello, una vez concluido su trabajo, aguardaban pacientemente para recibir instrucciones y ponderar por sí mismos la finalidad de su presencia en aquel lugar. Y esto debía decírselo el señor Tiglath Assur, shaknu de las provincias del norte, hijo y nieto de reyes: tenían derecho a ello.

Me subí sobre uno de los carros volcados y contemplé aquel mar de rostros, aquella multitud que murmuraba a la vacilante luz de los fuegos y antorchas del campamento. ¿Qué podría decirles para llegar a su entendimiento y ganarme su confianza? Lo ignoraba. Abrí los labios y comencé a improvisar:

—¡Hombres de Assur, servidores de un dios prudente! Al igual que el águila, también él vuela describiendo círculos sobre nosotros, pero siempre regresa al mismo nido. Assur no confía en hombre alguno, mas alimenta en su seno su venganza y aguarda pacientemente. Él nos ha traído hasta aquí para que podamos satisfacer sus deseos y contemplar con nuestros propios ojos la fuerza invencible de su voluntad.

»En estos momentos nos encontramos en un suelo que ha santificado para recibirnos porque aquí, en esta meseta alta y rocosa, hace veintitantos años que el Gran Sargón, rey del país de Assur y predilecto del dios, sucumbió a manos de sus enemigos. Aquí fue donde encontró la muerte. Esta tierra dura como el pedernal se empapó de su sangre y ahora el rey de los cielos y la tierra nos ha conducido hasta ella para que por fin sea vengada la muerte de nuestro soberano.

Sus vítores ahogaron mis palabras como truenos y su eco se repitió de roca en roca hasta obligarme a guardar silencio. Me pregunté si habrían dado crédito a mis palabras a la fría luz de la mañana.

—¡Assur es rey! —gritaban—. ¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!

Y en la noche resonaba el eco de sus voces.

Ignoro si me creían. Sólo sé que había logrado transmitirles mi voluntad y que bastaría una sola palabra mía para que diesen la vida por la gloria del dios. En los corazones de la gente sencilla se encuentra la única verdad.

Alcé mi brazo conminándolos a guardar silencio.

—Todos conocéis la historia de la estrella de sangre que surgió en oriente la noche en que murió el poderoso Sargón; algunos de vosotros incluso quizá la vierais, puesto que brilló en los cielos como una antorcha. ¡Y todos habéis visto la marca que tengo en la mano!

Les mostré la palma para que pudieran verla y un murmullo recorrió sus filas, porque los hombres temen tales cosas. Y es justo que así sea.

—Esta señal la he tenido desde el momento en que nací, el mismo instante en que el rey Sargón, padre de mi padre, encontraba su simtu en esta tierra. Yo nací cuando él moría.

»Y aquella noche la estrella de sangre brilló en el cielo como una herida en la propia carne del dios… ¡Y el bendito Assur, que tenía un propósito bien definido cuando me impuso esta señal!

—¡Assur es rey! —gritaron, retumbando sus voces como el eco de tambores—. ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!

—¡El enemigo acudirá aquí a nuestro encuentro! —grité cuando comprobé que podían oírme—. Tal vez esta noche, quizá la próxima, pero vendrán arrastrándose entre las sombras como chacales. Los conocéis: son los herederos de aquellos que asesinaron a nuestro rey, que le arrebataron la vida y retuvieron su cadáver para obtener un rescate de su hijo, que a su vez es padre mío, quien se vio obligado a pagarles con oro y plata para conseguir enterrarlo en la tierra de sus antepasados. Ellos volverán aquí, como hemos regresado nosotros, creyendo que de nuevo van a infligir una enorme carnicería entre nuestras filas, ¡pero en esta ocasión serán ellos quienes perezcan!

El poderoso Sargón, predilecto del dios, orgullo de su nación… No había un solo soldado en el ejército real que no reverenciase su nombre y su recuerdo. Sí, aquellos hombres sencillos lucharían, me creyeran o no, porque fiaban en él y en la grandeza que había conseguido para su nación. Lucharían para vengar su muerte acaecida hacía tantos años. Y, si no fuera por eso, por el honor de morir donde él había muerto.

Cada hombre ocupó aquella noche su puesto con el corazón henchido de esperanzas. Nadie cerró los ojos…, a todos nos fue imposible conciliar el sueño. Aguardamos en silencio, como hermanos, hijos del mismo padre espectral, unidos en un solo espíritu y voluntad. No se pronunciaban palabras porque no había lugar para ellas. Todos habíamos comprendido sin necesidad de expresarnos oralmente. Y, en aquel aspecto, yo era como uno más.

En las últimas y frías horas que preceden al alba recibí la señal que me susurró uno de nuestros centinelas, advirtiéndonos de la llegada de muchos caballos.

De todos los innumerables horrores de la guerra, el peor es la espera. Estábamos dispuestos a absorber todo el ímpetu del ataque enemigo cuyas fuerzas y número desconocíamos, un enemigo vago, sin rostro, cuya negra sombra se proyectaba amenazadora sobre nosotros. Y su furiosa arremetida llegaría con las sombras de la noche, lo que en cierto modo la hacía aún más terrible. Morir a plena luz del día era espantoso, pero de noche… Los hombres tienen la sensación de que su espíritu errará ciego y perdido, sin hallar descanso, sometido a infinitos tormentos y preso de los demonios. Y en esto yo no me diferenciaba del más humilde soldado y experimentaba iguales sentimientos, por lo que, mientras aguardábamos en «la región de los huesos», me sentía enfermo de miedo.

Cuando por fin oímos sus gritos de guerra y llegó a nuestros oídos el atronador estrépito de los cascos de sus caballos sentimos una sensación de alivio. Ya venían contra nosotros… La espera había concluido y por fin llegaría el desenlace.

Hice una señal en silencio y al instante se encendieron centenares de hogueras que disiparon las tinieblas que nos rodeaban: de aquel modo conocerían los medas nuestra importancia numérica y perderían la oportunidad de atacarnos por sorpresa.

Pese a todo, siguieron adelante. Sus caballos galopaban a nuestro encuentro a lo largo de la rocosa llanura, pero nosotros permanecimos inmóviles, expectantes, viendo cómo se nos acercaban, comprendiendo que ignoraban la trampa que les habíamos tendido.

Nuestros hombres habían excavado una amplia zanja a la entrada de nuestro campamento hasta despellejarse las manos y seguidamente habían amontonado la tierra formando un terraplén que debió de parecer a los jinetes enemigos como un tosco perímetro defensivo levantado por aquellos que no esperaban ser atacados y que un caballo y su jinete podían escalar fácilmente. No advirtieron la zanja, que había sido disimulada con cañizos y cubierta de tierra, que no hubieran logrado pasar por alto para nadie a la luz del día, pero que resultaban casi invisibles de noche, como tampoco las puntiagudas estacas que erizaban el fondo y que quedaban ocultas a su vista. Únicamente las descubrirían cuando fuese demasiado tarde.

Los medas avanzaban al galope a nuestro encuentro; la tierra retumbaba a su paso y apenas podíamos distinguirlos con claridad, pues aparecían a nuestros ojos como una negra nube. Pero eran muchos. Debían de ser ocho mil o diez mil jinetes…, no una sola tribu que defendiera su territorio. No luchábamos simplemente contra los miyane o los sagari, hombres leales a su clan y a una extensión de pastizales, sino a una confederación poderosa, a una nación. Aquello era lo que yo había estado temiendo en todo momento. Los veía cruzar la llanura, levantando chispas del suelo como una llamarada que incendiara la hierba seca.

A una orden mía, nuestros arqueros, como un solo hombre, dispararon sus flechas empapadas en brea y encendidas como antorchas que iluminaron la noche, confiriéndole un extraño resplandor diurno impregnando el aire de humo y de un fantástico fulgor negro-rojizo. Los medas no morirían entre la oscuridad.

Pero sucumbían en gran número, caían derribados de sus cabalgaduras con nuestras flechas ardiendo en su pecho. Los lanzadores de jabalina, que a la sazón distinguían claramente sus objetivos, proyectaban la muerte silbando por los aires como el vuelo de los pájaros. No puedo calcular el número de nuestros enemigos que cayeron antes de llegar a la zanja.

Y cuando llegaron a ella…, ¿cómo podría describirlo? Cuando el suelo cedió bajo sus pies y sus caballos relincharon presa de pánico, destrozándose los lomos en la caída y con los vientres y cuellos atravesados por crueles estacas, el espectáculo fue terrible. Incluso para nosotros, que lo habíamos planeado, cuyas vidas estaban a salvo de aquella mortífera trampa, resultó una impresión indescriptible. Nos encontrábamos sobre el terraplén y ellos sucumbían a nuestros pies, sumergiéndose en horrenda confusión de muertos y moribundos. Y aquellos que no encontraban la muerte al punto, los matamos cuando trataban de escalar el foso. Los exterminábamos con flechas y jabalinas y les abríamos las tapas de los sesos con enormes piedras y, en ocasiones, los aniquilábamos con nuestras espadas y los degollábamos con las navajas que llevábamos en el cinto. Obsequiamos con un espléndido banquete a la señora Ereshkigal, en un espectáculo nauseabundo para nosotros mismos.

Cuando los medas se dieron cuenta de que su primera acometida había sido detenida, retiraron su caballería, comprendiendo que aquella batalla no la ganarían sus jinetes. Pero las zanjas no detienen a los soldados de infantería que surgieron entonces en cantidades ingentes pululando ante nosotros como avispas enfurecidas.

Sin embargo estábamos preparados. También nuestros soldados cruzaron los terraplenes y luego las zanjas, que ya estaban atestadas de cadáveres enemigos. Y no era una turbamulta, sino un ejército disciplinado que disponía de carros.

En cada extremo de la zanja habíamos dejado despejado un pequeño sendero que bastaría para permitir el paso a nuestros carros de combate, que habíamos conducido hasta allí a piezas, montándolos apresuradamente para utilizarlos en el campo de batalla, donde desempeñarían su siniestra función.

Yo dirigía el vehículo que iba en cabeza, por lo que a la grisácea luz de aquella terrible hora que precede al alba presencié cuanto sucedía. No fue una batalla sino una masacre. Los medas, desorganizados, aterrorizados, viendo trastornados sus planes, abandonaban toda esperanza de victoria y luchaban con inútil valor, cayendo como espigas ante la guadaña del campesino. Nuestro ejército los eliminaba con implacable eficacia sin darles ninguna oportunidad: eran seres condenados.

Cuando el sol se levantó sobre las montañas, todo había concluido. Los pocos que pudieron, o quisieron, habían huido de aquella carnicería y sólo se veían moribundos y cadáveres. Un espantoso silencio cubrió la faz de la tierra.

Ordené a mi cochero que se detuviese y me apeé del vehículo. Deseaba inspeccionar detenidamente el campo de batalla, comprobar mi obra de cerca, pero sentía una extraña mezcla de orgullo y repugnancia, acaso no tan extraña porque era una sensación que ya había experimentado anteriormente y que tal vez sea propia de cualquier comandante victorioso, porque el fin de la paciente labor de todo soldado no es otro que la muerte.

—Mira, rab shaqe…, hemos encontrado a un superviviente vivito y coleando —me hizo notar un soldado—. ¡Fíjate, no tiene ni un rasguño!

Acudí a su lado abriéndome paso dificultosamente entre la confusión de cadáveres que yacían por el suelo y comprobé que era cierto. Se trataba de un soldado de caballería que presentaba un rasguño en la frente, sin duda producido por alguna flecha y que probablemente tan sólo había quedado aturdido por el impacto. Probablemente habría recobrado el conocimiento y estaba en cuclillas mirando en torno con hosca y asustada mirada a sus aprehensores que le rodeaban feroces empuñando sus espadas, aguardando impacientes la ocasión de acabar con él.

Era un hombre gallardo que se enfrentaba a la muerte con valentía. Se veía joven, debía de tener mi edad, por lo que sin duda no le resultaba fácil superar aquel trance. Probablemente habría presenciado cómo trataban sus compatriotas a los prisioneros e imaginaba lo que le esperaba.

—¿Me comprendes? —le pregunté en arameo. Parecía de noble cuna, por lo que cabía la posibilidad de que hubiese disfrutado de cierta instrucción.

Me agaché a su lado y le puse la mano ante los ojos para que pudiese ver la señal que yo tenía en la palma. Entonces comprendió quién era yo, reconoció la estrella ensangrentada, la marca de Sargón. Todo aquello se reflejó en su expresión.

—Cuando regreses —le dije— preséntate al sha y pregúntale qué le indujo a creer que caería por segunda vez en la misma trampa.

Nunca había visto tal expresión de terror en los ojos de un hombre. Realmente creía que acababa de dirigírsele un aparecido: yo no era para él el señor Tiglath Assur, sino que encarnaba la cólera del difunto.

Me levanté y miré en torno como si no me importase encontrarme en un campo cubierto de cadáveres.

—¿Acabamos con él, rab shaqe? —preguntó el soldado.

Casi sentí lástima por él porque lo deseaba sinceramente.

—No…, procúrale un caballo y que regrese con los suyos.