No intenté comprender el significado de las palabras de Nabusharusur ni deseaba entenderlas. Aunque lo que había dicho fuese cierto, me era imposible reparar los yerros del pasado. Asarhadón había sido aceptado como marsarru y Asharhamat era su esposa. A Nabusharusur no le asustaba la perspectiva de una guerra civil, pero a mí sí. Enfrentarse a las pretensiones de mi hermano representaría inundar de sangre el país de Assur. ¿Y quién podía segurar que cuando todo hubiese concluido el vencedor no se habría convertido en presa fácil para las naciones que merodeaban en nuestras fronteras como chacales en torno a un león herido?
Pero no podía alejar mis recuerdos. No lograba olvidar la expresión de Rimani Assur cuando observaba el cuerpo desnudo de Shaditu mientras ella realizaba los sacrificios en la ceremonia del Akitu, ni las palabras que me dirigió mi hermana la última noche que nos vimos en Nínive: «Tiglath Assur, favorito de los dioses, verdadero rey. ¿Creías que iba a permitir que esa lagarta se quedase contigo?». ¿Cómo había podido ser tan necio?
Shaditu había seducido al baru y seguidamente debió de amenazarle: «Se lo diré al rey —le diría—. Es viejo y me quiere ciegamente. Le diré que me has violado y te condenará a morir de tal modo que nadie te envidiará». Y Rimani Assur, temiendo la ira del monarca, había mentido a favor de mi hermano Asarhadón cuando dio a conocer la decisión divina.
Era tan increíble impiedad semejante que no me atrevía a dar crédito a tal posibilidad. ¿Cómo creer que un hombre como Rimani Assur hubiese traicionado de tal modo al dios que había servido durante toda su vida? ¿Por qué? ¿Simplemente por librarse de la muerte? Semejante acción era peor que la propia agonía y, de todos modos, al final se había suicidado. Apenas podía creerlo. Y, sin embargo, así tuvo que haber sido. Me resistía a admitirlo.
Me costaba menos atribuir a mi hermana Shaditu un crimen tan impío. Tampoco tenía que esforzarme mucho por encontrar el móvil. ¿Acaso no me lo había confiado ella misma? «¿Creías que iba a permitir que esa lagarta se quedase contigo?». Si la mujer que yo amaba se hallaba a salvo en el gineceo de Asarhadón, ¿por qué no recurrir a mi amante hermana? ¿Acaso no era precisamente lo que había hecho? Ni siquiera me sentía halagado porque ella se hubiese arriesgado tanto por mí porque para Shaditu seguramente todo aquello no debía de haber sido más que un juego, la clase de juego a que sin duda debía dedicarse desde que había sido bastante mayor para descubrir su poder. Los hombres son como arcilla en manos de las mujeres inteligentes.
Pero ¿qué habría visto Rimani Assur en las entrañas de la cabra para haber sentido tales remordimientos? Quizá tan sólo que Asarhadón no era el elegido del dios. Acaso sólo fuese eso. No me parecía probable llegar a descubrirlo.
¿O quizá el baru se había quitado la vida por cualquier otra razón, algo que no se le había ocurrido a nadie? En realidad, no me importaba, puesto que ello no alteraría mi situación. Asharhamat era la esposa de mi hermano y estaba destinada a ser madre de una estirpe de reyes que gobernarían el país hasta que los dioses se convirtieran en polvo, y yo no podría reinar sin llevar al país a la ruina.
¿Sería mío el hijo que llevaba en sus entrañas? Tal vez fuese aquélla la jugada definitiva del temible Assur, que yo, que no podía reinar, fuese padre de reyes. Todo aquello era un tremendo embrollo y pensar en ello me producía dolor de cabeza.
Cuando al cabo de diez días mis reales hermanos regresaron a Nínive, no me sentí apenado. Desde lo alto de la semiconstruida fortaleza estuve observando cómo se perdían a lo lejos con su escolta entre una nube de polvo, confiando que ninguno de ellos regresara para volver a atormentarme, pues me sentía cansado de sus maquinaciones. Cuando llegase el momento, tendrían que rebelarse sin contar conmigo.
—Recuerdo cuando eran pequeños —dijo mi madre.
—Ya no lo son. Cuando el rey muera, nos llevarán de cabeza.
—¿Qué quieren de ti, hijo mío?
—¿Qué quieren? —Me encogí de hombros y me eché a reír, aunque la broma me parecía de mal gusto—. ¿Qué pueden querer las personas como Nabusharusur? Difundir el veneno como si fuese néctar. Conseguir que el mundo sea tan estéril como sus propios corazones. Nabusharusur odia a Asarhadón porque en una ocasión fue tan necio que se rió de él y me odia a mí porque éramos amigos en nuestra infancia. Pero más que a nadie se odia a sí mismo, por lo que el cuchillo castrador y la repugnancia que siente hacia sí mismo han hecho de él. En cuanto a Arad Malik sólo puedo decir que no es más que el receptáculo en el que Nabusharusur vierte su bilis…, únicamente tiene cabida para ello.
Mi madre se abstuvo de responderme porque era inteligente y comprendía que por mi boca se expresaba tanto mi ira como la ajena.
Pero cuando consideré las desdichas que se avecinaban y mi impotencia para enfrentarme a ellas, sentí que se ensombrecía mi mente y decidí conformarme con vivir el presente. Contaba con el amor de Merope, la amistad de Kefalos y los complacientes abrazos de Naiba. Disfrutaba de mucha más felicidad que la mayoría de personas sin que ninguna sombra empañara mi dicha, porque mi madre y mi concubina convivían en perfecta armonía.
A decir verdad, más que armonía, porque Merope, que sabía muy bien lo que representa vivir en esclavitud entre extranjeros, había cobrado gran afecto a mi esclava y llegaron a convertirse en algo parecido a madre e hija. Naiba siempre se dirigía a ella como si fuese el ama de la casa, pero nunca llegué a descubrir cuál de ellas en realidad llevaba mi hogar, porque parecían tomar toda decisión, incluso las que convenían a la preparación de mi almuerzo, tras largas deliberaciones. Constantemente las encontraba juntas cuchicheando con aire conspiratorio sobre los escandalosos precios a que iba el cordero en el mercado. Mis servidores, que en su mayoría también tenían familia, comprendían perfectamente esta actitud, y lo que decía una de ellas se interpretaba como decisión de ambas. Si mi madre tenía algún motivo de queja o deseaba pedirme algún favor, podía estar seguro de que sería primero Naiba quien me lo formularía en cuanto acabase de acostarme, y Merope abogaba por ella de igual modo. Por entonces ya sabía bastante de la vida para comprender que tal era el habitual comportamiento de las mujeres, y que así establecen sus alianzas para llegar a dominar a los hombres.
De ese modo se desarrollaba la vida sin complicaciones, haciéndome casi olvidar que existía un mundo distinto a Amat, hasta que se acercó el mes de Tammuz y con él la visita de mi hermano Asarhadón.
Cuando las aguas de los ríos volvieron a sus cauces, la primavera fue insólitamente cálida y seca. La tierra, castigada duramente por el implacable sol de Assur, se resquebrajaba y desmenuzaba, y vientos abrasadores levantaban grandes remolinos de polvo que cegaban a hombres y bestias y desecaban los pozos. Las cosechas se agostaban en los campos. Fue una estación dura.
Con semejante tiempo los hombres están tensos como las cuerdas de un arco: el calor es excesivo para trabajar y las únicas evasiones son la bebida y las pendencias. Perdí la cuenta del número de soldados que tuvieron que ser azotados para mantener una apariencia de orden. ¡Y aquél fue el momento escogido por el marsarru para realizar su «inspección»!
Tuve noticias de su llegada con muchos días de antelación. El señor Asarhadón viajaba acompañado de una escolta de doscientos soldados que para mayor comodidad seguían el curso del río. Mis observadores encontraron a sus heraldos en las proximidades del punto en que el Gran Zab forma una amplia curva, como un codo humano, en la que cambia su curso de este a oeste, y regresaron a toda prisa para describirme la pompa de que se rodeaba la escolta de mi hermano. Ordené que diez hombres escogidos estuviesen dispuestos a primera hora y a la mañana siguiente partí al frente del pequeño grupo para recibir a tan honorable visitante.
Un gran príncipe que desea acompañarse de majestad avanza lentamente, por lo que tuvimos que acampar tres noches hasta que desde la cumbre de una colina logramos distinguir la caravana de los viajeros que se extendía interminablemente por el camino paralelo al río como un ejército de hormigas sobre alquitrán fresco.
Asarhadón ya no montaba a caballo como en los viejos tiempos, sino que viajaba en carroza, lo que convenía más a la dignidad de un marsarru en sus desplazamientos. Si hubiese marchado a la guerra, no dudo que habría sido muy distinto, pero se trataba de una visita oficial que realizaba a provincias. Pese a la distancia que nos separaba, podía distinguirle, o más bien al dosel que habían levantado para protegerle del sol. Me adelanté hasta el frente de la caravana que se había detenido al vernos. Seguidamente desmonté y, tras despojarme de mis armas, me introduje entre sus filas. Cuando llegué junto a mi hermano apoyé la mano en la rueda de su carro y me arrodillé en el polvo inclinando la cabeza como si me encontrase ante el rey. Seguidamente levanté los ojos hacia él y descubrí que estaba sonriendo.
Presentaba un magnífico aspecto con su túnica recamada en oro y plata, su barba perfumada y cubriéndose la cabeza con un turbante en el que resplandecían las joyas. Pero seguía siendo Asarhadón. Profirió una ruidosa carcajada y, cogiéndome del brazo, me izó a su carroza como si fuese un leño. A continuación despidió al cochero de una patada que le derribó en el polvo.
—¡Vamos!… ¡Conduce tú! —ordenó, echándome las riendas en las manos, pero reservándose el látigo.
Y, de pronto, los caballos emprendieron una frenética carrera y soldados y cortesanos nos abrieron paso precipitadamente para evitar ser mortalmente atropellados, mientras Asarhadón no dejaba de reírse viéndolos correr y fustigando continuamente a los caballos.
Fue una carrera desenfrenada, avanzando locamente por el camino. Las ruedas rebotaban sobre las piedras, amenazando a cada momento con romper los ejes y precipitarnos a una muerte segura. En su enloquecedora huida los caballos resoplaban como endemoniados, levantando una nube de polvo que debía de resultar visible a varios beru de distancia.
—Hemos llegado al lugar apropiado —exclamó finalmente tratando de hacerse oír entre el estrépito de los cascos y los crujidos del carruaje—. ¡Detente aquí!
Cuando por fin conseguí inmovilizar los corceles, Asarhadón saltó del carruaje y emprendió una veloz carrera hacia el río, despojándose de sus lujosas ropas por el camino. Por último se desprendió incluso de su taparrabo y se echó a las aguas, desapareciendo largo rato bajo la superficie, hasta que finalmente reapareció y permaneció tendido de espaldas con las manos cruzadas tras la cabeza, al parecer sumamente complacido consigo mismo mientras agitaba los pies contra la corriente.
Me zambullí tras él y al cabo de unos momentos nos salpicábamos mutuamente el agua cargada de cieno, riendo como chiquillos.
—¡Por los sesenta grandes dioses! —exclamó cuando hubimos salido y nos sentamos en la playa, secándonos de espaldas al sol—. Te voy a explicar las desventajas que tiene verse encumbrado en la gloria, Tiglath, hermano. Todo el oro y la plata que adornan tu túnica te hacen sentirte como si te encontraras dentro de un horno. Creí que iba a morir abrasado. ¡Oh, alabado sea Assur!… ¡Cuánto celebro verme libre de ese artefacto por unos momentos!
Se tendió unos instantes de espaldas sobre la piedra, de la orilla y cerró los ojos sonriendo satisfecho.
—¡Bien venido al norte, oh augusto príncipe! —le deseé con voz solemne y al instante estallamos en sonoras e incontenibles carcajadas.
Aquella noche, tras despedir a los escribas y oficiales de su estado mayor, nos emborrachamos juntos en su tienda y, para edificación de las cinco concubinas favoritas que acompañaban a mi hermano desde Kalah, cantamos todas cuantas canciones obscenas pudimos recordar de nuestros tiempos en la Casa de la Guerra.
Pasamos unas horas magníficas, gozosos de encontrarnos nuevamente juntos: nuestra mutua compañía nos embriagaba más que el propio vino.
Aquélla sería la última ocasión que disfrutaríamos durante muchos años porque, al amanecer, Asarhadón ya estaba sobrio y receloso y había recordado de nuevo que era el marsarru y que, como tal, no podía amar ni confiar en nadie, y menos aún en un hermano. Mientras cabalgaba junto a su carroza por el camino que conducía a Amat, no tuve necesidad de interrogarle sobre el significado de su silencio.
—Tal vez aún no te hayas enterado de que mi esposa, la señora Asharhamat, me ha obsequiado con el nacimiento de un varón —prorrumpió por fin—, aunque parece indecisa en cuanto a la paternidad de la criatura. Le hemos dado el nombre de Siniddinapal, pero me parece que hemos perdido el tiempo: es una criatura enfermiza y no creo que viva mucho tiempo.
Pronunció aquellas palabras sin mirarme, aunque observándome de reojo, y exhibiendo constantemente una débil y triunfal sonrisa, como si supiera perfectamente que la criatura era mía y le alegrará saber que con toda probabilidad no tardaría en morir.
—De todos modos, la madre se encuentra perfectamente y me dará otros hijos… Espero que muchos.
En los cinco días que tardamos en llegar a la fortaleza, Asarhadón pareció ensombrecerse por momentos. Comimos y bebimos juntos sin la anterior despreocupación. Tras la tercera copa, yo me encerraba en un profundo silencio. Sólo Asarhadón, hoscamente decidido a encontrar el olvido, seguía bebiendo hasta embriagarse. El vino provoca la verdad, y cuando mi hermano se había saciado de él, comenzaba a inquietarse y recelar de cuantos le rodeábamos, como si todos fuésemos sus enemigos secretos, y hablaba de espías y usurpadores. Jamás me acusaba directamente, pero la implicación era evidente.
Durante aquel tiempo me tenía constantemente a su lado como si no pudiera soportar mi ausencia, o quizá temiendo perderme de vista. Pero casi nunca estábamos solos.
Por fin apareció Amat ante nuestros ojos. En el último beru de nuestro trayecto, antes de llegar a la entrada de la fortaleza, desmonté de mi cabalgadura y, asiendo la brida del caballo de Asarhadón, avancé junto a su carroza como un vulgar palafrenero para que ciudadanos y soldados le aclamasen únicamente a él. Aunque por su calidad de marsarru tenía derecho a tales muestras de sumisión y lealtad, mi actitud le complació en extremo.
Aquella noche, en el banquete que celebramos en el comedor de los oficiales, me pasó el brazo por los hombros como si nada hubiese cambiado.
—El rey habla de nombrarte su turtanu —declaró en tono confidencial y secreto—. Ignoro si lo es simplemente para humillarme o si se propone sinceramente hacerlo así, pero eso es lo que dice. Creí que debía informarte.
—Pero ¿y el señor Sinahiusur? —pregunté recordando a mi antiguo protector.
Asarhadón movió la cabeza apesadumbrado:
—Hace un año que está resentido de las piernas y camina con ayuda de un bastón. Algunos hombres, habiendo superado la flor de su juventud, envejecen rápidamente, y nuestro tío parece uno de ellos. ¿Quién sabe cuánto puede durar? ¿Dos, tres años? Creo que el rey necesitará en breve otro turtanu.
Me apenaron aquellas noticias. ¡Era tanto lo que debía al señor Sinahiusur, que me había evitado seguir el destino de Nabusharusur, guiando desde entonces mis pasos! Siempre le había considerado un anciano, pero lo que hasta entonces había sido simple prejuicio propio de mi tierna edad, ahora parecía haberse hecho realidad. El gran hombre, segunda autoridad del país de Assur, había iniciado su decadencia. Pensé que me gustaría volver a verle antes de su muerte para agradecerle todas sus bondades y pedirle su bendición, pero comprendí que tenía escasas probabilidades de conseguirlo.
—¿Ocuparás su puesto cuando sus huesos reposen en una urna de piedra en la ciudad santa? ¿Regresarás a Nínive como nuevo turtanu real?
—No —repuse deseando que Asarhadón hablase de otra cosa. Hubiese querido quedarme solo, cubrirme el rostro con las manos y derramar algunas lágrimas en homenaje a mi pariente y amigo, pero ni siquiera aquello parecía posible—. No, seguiré siendo el shaknu de las provincias del norte mientras los dioses lo permitan. Si logro no regresar a Nínive será como una bendición para mí.
—¡Cielos, me alegra oírlo!
Asarhadón retiró la mano de mi hombro y cogió un espetón de algarrobas almibaradas que devoró de un bocado. Aquel manjar le había agradado en extremo.
—¿Recuerdas cuando regresé de occidente? —prosiguió chupándose los dedos—. Aquélla fue la primera ocasión en que ambos consideramos la posibilidad de que uno de nosotros llegase a reinar, y entonces te dije que si tenía que ser yo quien ostentase la corona te nombraría mi turtanu, ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo.
—No quiero que seas turtanu hasta entonces, Tiglath, hermano mío, porque el turtanu tiene prioridad sobre el marsarru y no sería adecuado que yo, que debo reinar, tenga que ceder en algo ante mi hermano.
Me volví a mirarle con el rostro absolutamente impenetrable, aunque presa de una fría e incontenible ira.
—No seré turtanu del rey ni tuyo cuando reines. Tampoco me parece conveniente.
Aunque siguió sonriendo un momento, comprendí que se había disgustado. Lo advertí por el modo en que cambió la luz de sus ojos y me pareció muy bien, puesto que tal era mi propósito.
—Crees que fui yo quien envié a ese tipo para que te asesinase, ¿no es eso? Por ello me obsequiaste con su cabeza. ¡Pues no tuve nada que ver en ello!
—Lo sé. Tampoco lo ignoraba entonces.
—¿Pues por qué…?
—Porque ambos sabíamos quién era el culpable. Dime: ¿remitiste el obsequio a la señora Naquia?
Asarhadón sonrió… Con cierto pesar observé que no se había ofendido. Le resultaba incomprensible que alguien pudiera creer que se ofendería al sugerirle que su madre trataba con asesinos.
—Es una mujer muy inteligente, Tiglath… Te convendría no menospreciarla.
—Existen pocas probabilidades de que cometa ese error.
—Pero es cierto que…, en fin…
Se encogió de hombros como si aludiese a alguna debilidad ridícula e incongruente.
—Podría decirse que si alguna vez tuvo leche en sus senos, hace mucho tiempo que se transformó en el veneno de las víboras. Sí, le mostré la cabeza, ¿y sabes qué dijo? ¿No? Pues no voy a decírtelo. Sin embargo le he hecho comprender ciertas cosas y no debes temer nuevas visitas nocturnas procedentes de Nínive.
—Bien: celebro que se haya resuelto este desagradable malentendido.
Pero, al parecer, Asarhadón era inmune a la ironía. Por la expresión de su rostro comprendí que ya estaba pensando en otra cosa.
—¿Por qué no deseas regresar a Nínive? —preguntó por fin, frunciendo el entrecejo entre inquieto y enojado—. ¿Es por causa de Asharhamat? Sabes que sigue allí. Pese a que es mi esposa, el rey la mantiene a su lado. Tres veces al mes debo desplazarme desde Kalah, una distancia de casi cuatro beru, únicamente para yacer con ella. Es un gran inconveniente.
—No ignoraba que estuviese en Nínive. Pero aunque no tuviese otra razón, ésta bastaría para mantenerme alejado.
De todas las respuestas posibles, aquélla pareció la que deseaba oír. Tamborileó los dedos en la mesa y miró en torno como si buscase alguna víctima para su enojo.
—No sé cómo has llegado a dar tanta importancia a sus abrazos, hermano —dijo por fin enrojeciendo de ira—. De todas las mujeres del mundo…, conmigo es fría como el agua de una cisterna.
Ignoro qué era lo que esperaba. Sólo sé que le así por el antebrazo con tanta fuerza que creí estar a punto de fracturarle el hueso.
—Será mejor que no volvamos a hablar de esto, hermano —repuse con voz sibilante, casi en un susurro—. Será lo mejor.
—¡Bien, bien! Como quieras. Creí que, después de tanto tiempo… —se disculpó liberándose con dificultad de mi mano.
—Entonces aún eres más necio de lo que el propio rey imagina.
De pronto se levantó de la mesa como si hubiese visto a una serpiente. Todas las miradas convergieron en él e incluso la música de las flautas enmudeció repentinamente. Jamás había visto una expresión como la suya: fue como si le hubiesen golpeado.
Y dando media vuelta salió de la habitación.
Sin duda aquel incidente constituyó el tema de muchas conversaciones entre la guarnición, y es posible que formase parte de muchos despachos secretos que me constaba encontrarían ávido destinatario en Nínive, aunque no podía adivinar qué consecuencias se derivarían de ellas.
Durante los dos días siguientes no vi a Asarhadón, que celebró reuniones privadas con los miembros de su séquito. Pretextando resolver asuntos «oficiales», comía solo y se perdía de vista. Aquella actitud no me sorprendió. Parecía muy prudente que permaneciésemos lo más alejados posible uno del otro. Ni siquiera me preocupaba lo que pudiera estar tramando.
—No es feliz, hijo mío —sentenció Merope—. Los dioses, con su especial sabiduría, os han asignado diferentes destinos, y él está tan descontento con el suyo como tú con el que te ha caído en suerte. Asarhadón es de temperamento despreocupado y alegre: si hubiera sido un simple soldado, la existencia le habría resultado más amable, pero condenado a ser marsarru se siente inseguro y no sabe qué hacer ni en quién confiar. Ese manto habría estado mejor sobre tus hombros.
Le respondí con un encogimiento de aquellos hombros tan apropiados para sostener el peso del poder porque mi madre se expresaba con gran sensatez.
—¿Qué debo hacer entonces? —le pregunté.
—Limítate a compadecerle y ser su amigo…, pase lo que pase.
Pero me resultaba difícil ser amigo de mi hermano.
Al tercer día, cuando Asarhadón se aventuró de nuevo a asomar a la luz del sol, se presentó ante mí uno de sus oficiales.
—El señor marsarru desea que le organices una cacería —anunció imperiosamente, como si se dirigiera a un copero.
—¿Una cacería? —repetí asombrado, menos del contenido de la orden que de su forma.
—Concretamente una caza. No es necesario que sea nada muy complicado. Dispón que haya algunos batidores y poco más. ¿Hay algo en esta zona que merezca la pena?
Me sonreía levemente. Era alto, esbelto y de aspecto cuidado. Tendría unos treinta años y parecía considerar cuanto le rodeaba, incluso a mí, con despectiva compasión, como si yo me hubiese pasado la vida quitándome el polvo de los ojos en Amat. No pude menos que preguntarme dónde habría encontrado mi hermano a semejante individuo, puesto que era precisamente el tipo de funcionario palaciego que Asarhadón siempre había detestado. Pero, al parecer, los gustos cambian según las circunstancias.
—Creo que podremos conseguir algunos jabalíes —repuse secamente—. Puedes decir al señor marsarru que todo estará dispuesto para mañana.
Había imaginado que se trataría de una expedición de tres o cuatro días y pensé que sería muy conveniente que Asarhadón pasara algunas noches bajo las estrellas, lejos de sus cortesanos, viviendo nuevamente como un soldado, mas no tardé en descubrir mi ingenuidad.
Mi primer error consistió en subestimar los deseos de sencillez de mi hermano. Cuando salió de sus habitaciones al despertar el día señalado y observó los preparativos que había hecho, sonrió y movió la cabeza asombrado.
—El señor Tiglath Assur se ha tomado demasiadas molestias —repuso en un tono bastante fuerte para que todos pudiesen oírlo—. ¿Qué te parece, hermano? ¿Nos limitamos a atar otro par de caballos tras un carro y salimos solos? ¿Nos lanzamos al campo y desaparecemos todo un día como cuando éramos niños?
Respondí con una sonrisa a su propuesta porque me complacía en extremo y, echando una bolsa de provisiones en mi carro, al cabo de cinco minutos Asarhadón y yo abandonamos a solas la ciudadela.
En las llanuras situadas al este de la ciudad abunda la caza. Gran número de gacelas, antílopes y jabalíes vagan por ellas y, como en las montañas se habían secado los pozos, merodeaba por allí algún león o pantera que se aventuraban hasta las proximidades de las viviendas humanas. Sin embargo, únicamente logramos distinguir a distancia a alguno de esos grandes felinos porque eran demasiado prudentes para ponerse a nuestro alcance sin ayuda de los batidores.
Cruzamos el pontón sobre el río cuando aún brillaba el rocío sobre la hierba y Asarhadón montó en su caballo. Habíamos planeado que yo marcharía en dirección sur y él hacia el norte y que entre ambos trataríamos de arrinconar algún rebaño.
—Dame la bota, Tiglath —me pidió, tendiéndome el brazo—. Perdona mi egoísmo, pero la vida cortesana me ha vuelto delicado y sentiré más el calor que tú.
—No te preocupes, hermano, porque previendo que esto pudiese suceder he traído dos.
Cogió riendo la bota que le tendía y se marchó al galope, dejando tras de sí una nube de polvo y perdiéndose de vista durante varias horas.
Envidié a Asarhadón porque no era un terreno apropiado para cazar en carro. Pese a que los campos estaban agostados por el sol, aquél era un terreno dedicado al cultivo, atravesado por múltiples canales de riego, bastante estrechos para no ofrecer dificultad a un hombre montado a caballo, pero que me obligaban a vigilar constantemente los endebles puentecillos de madera que los campesinos habían instalado para cruzarlos con sus carretas. Conseguí descubrir un jabalí, pero fue bastante inteligente para escapar por la primera zanja que encontró, perdiéndose de vista. Por fin me dirigí hacia el pie de las colinas donde la caza sería escasa, pero por lo menos podría maniobrar mejor mi vehículo. Tuve la fortuna de encontrarme con un rebaño de antílopes que huyeron despavoridos al verme, pero estuve persiguiéndolos y acerté con mi jabalina a dos de ellos. Era un excelente deporte y tendríamos una magnífica cena, pues las ancas de antílope son exquisitas. Cuando el sol ya llevaba dos horas en su cénit, comencé a preocuparme por encontrar a mi hermano.
—¿Has tenido suerte? —grité cuando le descubrí al otro lado de la reseca llanura.
Había atado su corcel y estaba sentado bajo un saliente rocoso. Entre las sombras únicamente distinguí su perfil.
Asarhadón me saludó con la mano, comprendiendo la inutilidad de intentar hacerse oír a tanta distancia. Fustigué mis caballos, a los que obligué a correr de nuevo a medio galope.
En el momento en que había bloqueado las ruedas del carro observé que mi hermano había dedicado escaso tiempo a la caza. En el suelo, junto a él, se veía una bolsa de dátiles y tenía la bota en el regazo, bastante más trasijada que hacía unas horas, cuando se la había entregado. No dijo nada, pero tampoco era necesario. Le brillaban los ojos y la expresión de su rostro era intensa y concentrada, lo que significaba que había estado bebiendo copiosamente.
—Has hecho bien en protegerte del sol —le dije—. Pero si únicamente querías emborracharte, podías haberte quedado en Amat.
—No, este lugar es más solitario. Además, no estoy borracho.
Parecía casi melancólico, por lo que decidí dejar de atosigarle. Fui a buscar la bota de agua de mi carro y me eché un chorro por las manos para refrescarme el rostro. Ignoro en qué momento sucedió, pero de pronto advertí que mi hermano había desenfundado la espada y la tenía a su lado.
—Tiglath —prorrumpió de pronto—, ¿por qué no quieres ser turtanu cuando yo reine? ¿Acaso porque confías en ser tú el soberano?
Miré en torno y comprobé que no trataba simplemente de aguijonearme. Se inclinaba hacia delante con las manos colgando entre sus rodillas, como si le interesara realmente saberlo.
—No puedo ser rey mientras vivas, Asarhadón, y no deseo comentar este asunto contigo cuando tienes los sesos infestados de vino.
—Quizá todavía abrigas esperanzas, ¿no es eso? —prosiguió como si no me hubiese oído—. Quizá pienses que alguno de tus múltiples amigos logrará clavarme una daga por la espalda y cuando esté pudriéndome en el polvo podrás conseguirlo todo: a Asharhamat, el favor real, todo…
—¡Cállate, Asarhadón, antes de que olvide el amor que te tengo!
—¿Y si me amas por qué conspiras con mis enemigos, Tiglath, hermano?
Se había puesto en cuclillas y empuñaba su espada. Fijó sus ojos en los míos y en ellos pude leer que estaba ebrio y cargado de ira.
—¿Por qué aceptaste a Arad Malik y a Nabusharusur en tu casa sabiendo cuánto me odian? ¿Por qué, Tiglath? ¿Acaso Arad Malik te ofreció el trono si te unías a ellos para derrocarme?
Me sentí tentado de compadecerle. ¡Arad Malik…! Era muy propio de Asarhadón interpretar torcidamente las cosas.
—No eres tú quien debe decirme a quién puedo recibir en mi casa ni estoy en condiciones de despedir a aquellos que vienen delegados por el rey.
—¡Lo sabía…, fue cosa del rey! —Estaba tan agitado que pateó en el suelo, algo que no le había visto hacer desde que era un niño—. ¡Siempre el rey! Me odia, ¿y sabes por qué? Sencillamente porque te prefiere a ti.
Como espadachín Asarhadón no tenía rival. Siempre me había superado en la lucha cuerpo a cuerpo, pues consideraba que la jabalina era un arma de cobardes. Y quizá tuviese razón porque en mi fuero interno me veía obligado a reconocer que tenía miedo.
—¿Acaso niegas que te han ganado para su causa? —gritó. En aquellos momentos ya estaba de pie y parecía comprobar el peso de la espada en su mano—. ¿Te atreverás a negar que te has confabulado con ellos en contra de mí?
Comprendí que desde el primer momento se había propuesto conducirme a aquel lugar aislado para matarme. Hasta tal extremo le habían impulsado sus celos y su desconfianza. Pero aún así el antiguo amor que me profesaba le impedía realizar su crimen a sangre fría: tenía que ofuscar su mente con vino a fin de hacer acopio de las fuerzas necesarias para levantar su espada contra mí.
¡Mi pobre hermano…! Descubrí que, pese a todo, no podía menos que compadecerle. Como había dicho mi madre: «… Se siente perdido, no sabe qué hacer ni se atreve a confiar en nadie». Salvo que entonces parecía haberse convencido de que debía quitarme la vida.
Por mi parte hubiese podido zanjar rápidamente aquel asunto. Me hubiese bastado con impulsar la jabalina y atravesarle el corazón con ella, pero los dos sabíamos que no lo haría. Asarhadón deseaba enfrentárseme en un duelo, en una noble lucha entre iguales: no era un cobarde ni un villano, ni propio de él asesinar a un hombre indefenso. Como tampoco yo, por lo que me dispuse a darle lo que deseaba.
Se tambaleaba ligeramente, estaba muy bebido, pero aún así era un formidable enemigo. Sólo podía confiar en que estuviese más borracho de lo que parecía.
—No negaré que te odian —repuse con leve sonrisa sin poder contener mi indignación—. Y no intentaré ocultarte que me hablaron de ti, de tu impopularidad y de tu incapacidad para ser rey. Todo esto es cierto. ¿Acaso puedes negarlo?
—Lo niego —rugió tensando los músculos de su rostro—. ¡Lo niego! ¡El dios me prefirió a ti!
—¿Estás seguro? ¿No sería por causa de algún arreglo al que llegaste con el baru Rimani Assur, por el que acabó ahorcándose de vergüenza? Me han llegado rumores acerca de que nuestra hermana…, que supongo tampoco te serán desconocidos.
—¡Soy el escogido del dios Marduk, Rey de Dioses! ¡Soy su preferido, su preferido!
¡De modo que se trataba de eso! ¡Eso era lo que había logrado imbuirle su madre durante todos aquellos años!… Apenas podía creerle.
—Y ahora te propones comprobar a quién favorecen los cielos, ¿no es eso? —repuse con una mueca de odio porque, pese a que empuñaba mi espada, no podía olvidar el amor que sentía por él—. ¡Entonces, ven… Veremos quién es el protegido de los dioses! ¡Quién sucumbe y quién se salva!…
El sol caía implacable sobre nosotros y su calor hacía irrespirable la atmósfera. Me adelanté a plena luz y Asarhadón también avanzó frotándose los ojos con los dedos. Avanzaba lentamente, con las piernas muy separadas. No, tampoco él disfrutaba con aquella lucha. Me detuve aguardando a que tomase la iniciativa.
Estaba bastante próximo para poder alcanzarme con la punta de su acero. Si realmente estaba borracho, no lo demostraba: su aspecto era sólido e imponente, mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies estudiando el momento de iniciar el ataque.
Uno frente a otro, girábamos lentamente, tratando de encontrar un punto débil del contrario, al igual que habíamos hecho miles de veces cuando éramos niños sin llegar a imaginar que algún día podríamos luchar en serio.
Asarhadón lanzó una primera estocada que atravesó los aires con violencia, aunque sin tratar todavía de alcanzarme. Seguro de sí mismo, únicamente intentaba comprobar mis reacciones: se comportaba como un gato que jugara con un ratón acorralado.
Le devolví su acometida que rechazó sin dificultades, como yo había esperado. Sin embargo no trató de aprovechar la ocasión… No era tan necio como para caer en una trampa. Incluso bajó un instante su guardia, invitándome a intentarlo de nuevo, pero aquel ardid también me era conocido.
Se frotó nuevamente los ojos con la mano izquierda. Sudaba copiosamente y parpadeaba bajo el sol. Realmente había bebido demasiado para poder combatir a la brillante luz del atardecer y se sentía agobiado, como un fardo lleno de piedras, lo que me concedía cierta ventaja, algo que me compensaría de su extraordinaria habilidad.
Por fin se abalanzó contra mí, con un mandoble de izquierda a derecha que me hubiese abierto el pecho como un higo bajo las ruedas de un carro si no hubiese logrado esquivarlo a tiempo. Pero en esta ocasión aprovechó la oportunidad repartiendo estocadas a diestro y siniestro, una, dos, tres veces, acercándose peligrosamente, hasta que en el último momento me desgarró la túnica en el hombro derecho, bañándome el brazo en sangre. Me apresuré a apartarme de él sin ni siquiera comprobar cuan profunda había sido la herida: estaba demasiado ocupado tratando de conservar la vida para sentir dolor.
Y de pronto pareció vacilar un instante, breve pero que me bastó para recuperar el equilibrio. Se detuvo y me miró fijamente, parpadeando como si de repente no recordase quién era yo o por qué se encontraba allí. Fue cosa de un instante porque al momento reanudó su ataque. Pero en esta ocasión detuve el impacto de su espada con la mía, logrando desviarla.
Advertí que comenzaba a sentirse fatigado. Aquélla sería mi oportunidad para agotarlo.
Tenía el rostro y los brazos cubiertos de sudor y empezaba a dar muestras de desesperación. Había sido el primero en derramar sangre, pero sabía que no tendría mucho tiempo para disfrutar de aquella ventaja. Se proponía acabar conmigo antes de que le fallasen las fuerzas, por lo que siguió acosándome, rechazando mis avances como si tratara de abrirse camino por un cañizal. Cada vez resultaba más fácil defenderse de él.
Por fin cometió un error. Se adentró excesivamente en mi terreno y logré acertarle en el dorso de la mano con la punta de mi espada.
Fue poco más de un arañazo, suficiente para cortarle la piel y, aunque sin duda le escoció muchísimo, creo que le sorprendió más. Lanzó un chillido y dejó caer el arma: no necesité otra invitación.
Por alguna razón incomprensible en ningún momento se me ocurrió matarle. Arremetí simplemente contra él, gritando con toda la fuerza de mis pulmones, tras propinarle un terrible impacto con el hombro en la boca del estómago. Asarhadón tosió expeliendo el aire de sus pulmones y caímos rodando por el suelo sin que mi hermano tratara de ofrecerme resistencia: estaba demasiado ocupado esforzándose por regular el ritmo de su respiración.
Cuando logró recuperarse yo me encontraba encima suyo. Apoyaba la rodilla en su pecho y la hoja de mi espada en su garganta, mientras que él profería breves estertores en un intento de llenarse de aire los pulmones. Tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba sobre él.
—Te sentías demasiado seguro —mascullé entre dientes ciego de ira. En aquel instante me creí capaz de matarle. Quizá le salvaran mis deseos de hacerle saber cuánto había conseguido que le odiase—. ¡Que los dioses te maldigan eternamente! ¡Estabas demasiado seguro! Te has vuelto débil, hermano. Te has convertido en un borracho necio y estúpido. De otro modo no estarías en el suelo con el filo de mi acero en el cuello.
—¡Entonces acaba en seguida! —rugió—. ¡Adelante…, haz lo que deseas! ¡Mátame!
Se quedó rígido aguardando el golpe. Levanté el arma. Era hombre muerto: lo había decidido. Podía considerarse degollado.
Pero mi brazo no me obedeció. Entonces comprendí que no podría hacerlo, que me sería imposible quitar la vida a Asarhadón.
Apoyé el filo del arma en su cuello hasta que brotó una tenue línea roja de sangre.
—¿Y quién te vengaría si lo hiciese, hermano? ¿Quién? ¿Acaso el ejército? ¿Lo crees así? ¿O el rey? No… El rey se sentiría muy dichoso y rogaría a los dioses que me pusiesen en tu lugar. ¿Cuánto tiempo crees que tardaría en entrar en la Casa de Sucesión, hermano? Y entonces lo tendría todo, incluso a Asharhamat. ¿Piensas que ella lloraría tu pérdida, que yo no podría dormir tranquilo temiendo el odio de tu viuda?
No respondió. Aunque quisiera intentarlo, aunque llegase a comprenderme, las palabras no salían de sus labios. Se limitó a mirarme furioso, aguardando la muerte en cualquier momento.
—¿O tal vez confías que tu madre tranquilizaría tu espíritu con mi sangre? ¿Lo crees así, Asarhadón? Yo no. Imagino que mi padre, que es bastante inteligente para aplastar los escorpiones que encuentra en su camino, ordenaría que fuese decapitada en seguida que tuviese noticias de tu muerte. ¿Qué piensas que detiene mi mano?
Movió los labios como si se dispusiese a pronunciar alguna palabra sin apartar un instante sus ojos de mí. Por fin se humedeció los resecos labios y lo intentó de nuevo.
—No pienso suplicarte clemencia —susurró—. ¡Mátame, maldito seas!
Yo casi lloraba de rabia. Le así por la túnica y le obligué a levantarse, apartándole de un golpe capaz de romperle las costillas con la parte plana de mi espada.
Pero Asarhadón se limitó a gruñir sorprendido. Por fin, cuando volvimos a sentarnos, hundió la cabeza entre las rodillas y vomitó, manchando el suelo de vino rojo y agriado. Regresé al carro y le ofrecí la bota de agua para que se enjugase la boca.
—¿Por qué no me has matado? —preguntó por último—. No hubiera podido reprochártelo.
No me sentía con ánimos para responder. Me aparté de él agitado por una emoción mezcla de ira y horror. Durante largo rato no logré articular palabra.
—¿Por qué no me mataste? —repitió.
Me sorprendió advertir que parecía muy tranquilo.
—Estás vivo… ¿No te basta?
Siguió sentado apoyando los codos en las rodillas y mirando al infinito. Parecía agotado.
—Supongo que debería ser así.
No respondí.
—No pienso pedirte perdón, Tiglath —murmuró, contemplando su mano herida, mientras abría y cerraba el puño—. De todos modos no lo merezco.
Tampoco tenía que pedírmelo porque, aunque no podía decírselo, ya le había perdonado. Sin embargo, ambos sabíamos que jamás podríamos olvidar aquel incidente, que se interpondría para siempre entre nosotros.
—¿Cómo está tu hombro? —preguntó.
Lo cierto era que había olvidado mi herida. La examiné y comprobé que era limpia y poco profunda. Me dolía mucho, pero aquélla era una buena señal.
—No me causará la muerte —repuse—. ¿Y tu mano?
—Sólo es un rasguño, pero me duelen las costillas.
—Celebro que sea así.
Nuestras miradas se encontraron y Asarhadón sonrió. Parecía sinceramente apenado. Yo le respondí con una leve sonrisa…, era lo máximo que podía hacer. Me senté a su lado y bebí un trago de agua.
—Pero Arad Malik y Nabusharusur conspiran contra mí, ¿verdad?
—Desde luego. Apenas hablan de otra cosa.
—Por lo menos podías haberme advertido.
—¿Acaso te hubiese informado de algo que ignorases?
Movió negativamente la cabeza.
—El rey los incita a ello…, o por lo menos simula ser ciego y sordo. Nuestro padre apoya a todo aquel que cree que puede debilitarme. En cuanto ocupe el trono mataré a Arad Malik.
—Arad es tan inofensivo como un recién nacido. Es preferible que elimines a Nabusharusur.
—¿A ese eunuco?
—Sí, ese eunuco. No durarás mucho tiempo en el trono si no aprendes a desconfiar de seres como Nabusharusur, hermano. Aunque su vaina esté vacía, esconde la daga en la espalda.
Asarhadón asintió como si hubiera comprendido.
—Será mejor que vendemos nuestras heridas —observó—. Y urdamos cualquier historia para justificarnos a nuestro regreso. ¿Qué te parece si decimos que se volcó nuestro carro, Tiglath?
—Sí…
—No volveré a desconfiar de ti.
No pude contener la risa, que sonó amarga en mis propios oídos.
—No me crees, ¿verdad?
Regresamos a Amat, y Asarhadón, con gran consternación de su séquito, ordenó que se dispusieran a partir para Kalah a la mañana siguiente. Nos despedimos con un abrazo porque estábamos acompañados de mucha gente, pero ambos éramos muy conscientes de que la próxima vez que nos encontrásemos no sería como amigos.