En ciertos aspectos que me resultaba difícil explicar, aquel encuentro con lo inexplicable me transformó radicalmente, o acaso sería más exacto decir que no me cambió a mí sino al modo en que me reconocía a mí mismo. No podía decir lo que había ganado en la cumbre del monte Epih, por lo menos entonces, pero era bastante evidente lo que había perdido. El dios me había despojado de mi sensación de poder, me había hecho presenciar hechos en los que yo no podía ejercer ningún control, me había hecho comprender que yo no era nada, que mi voluntad no importaba, que sólo era el simple instrumento de un futuro que se resolvería únicamente según su albedrío. Los hombres, pese a la arrogancia que les inspiran sus escasas fuerzas, no tienen ningún poder. No existe otro poder bajo los cielos que el del propio destino, que expresa únicamente la voluntad del poderoso Assur.
Había sido una lección muy intensa para asumirla de una vez. Me sentía agitado y no deseaba seguir acometiendo extrañas aventuras. Obligamos a dar media vuelta a nuestros caballos y nos dirigimos a nuestro hogar, hacia el sol naciente, empleando otros diez días en el retorno a Amat.
Por fin apareció ante nuestros ojos la guarnición tras de la cual, en el otro extremo junto al río, se ocultaba la ciudad. Me complació comprobar que la altura de las murallas había aumentado dos codos en nuestra ausencia. A medida que nos acercábamos, los soldados, sorprendidos en sus quehaceres, abandonaban sus útiles de trabajo y corrían a recibirnos.
—¡Assur es rey! ¡Assur es rey! —proferían muchas gargantas y a mi paso los hombres trataban de tocarme.
Incluso Kefalos, gordo como una cerda preñada, acudió corriendo junto al camino agitando los brazos en el aire y gritando como un caravanero.
—¡Vaya! —exclamó jadeante, palmeando la cruz de mi montura mientras caminaba a mi lado—. ¿De modo que después de todo no has dejado la piel en aquel desierto? ¿Has visto cuánto ha crecido la muralla? Los soldados del campamento aún trabajan más de prisa desde que regresaste porque te has ganado su voluntad.
Observé su rostro radiante y abotargado y sentí una oleada de alegría y gratitud porque los dioses me hubiesen concedido juventud, vida y el leal afecto de aquel extranjero ladrón. Estuve a punto de proclamarlo así, pero me contuve a tiempo estallando en ruidosas carcajadas.
—Cena conmigo esta noche y me pondrás al corriente de cuanto ha sucedido, Kefalos.
—No, señor —repuso moviendo negativamente la cabeza—. Permite que te invite yo, porque tu cocinero es un soldado que sólo saber guisar carne de cabra adobada con su propia y pestilente grasa. Sin embargo yo te serviré algunos de tus exquisitos vinos que me he permitido escoger de tu bodega.
Ante nosotros aparecía un despliegue de bandejas de frutas, algarrobas almibaradas, carne de cordero sazonada y un extraño y fragante mijo. El vino era escanciado en copas de oro por una linda esclava llamada Sahish. Vivir en las fronteras del imperio había intensificado la afición al lujo de mi servidor.
—¿Qué tal fue tu viaje, señor? —preguntó en un tono cortés que evidenciaba claramente cuan necio me consideraba por perder el tiempo en expediciones inútiles—. Supongo que habrás advertido que durante tu ausencia he conseguido duplicar la altura de los muros de la fortaleza.
Hinchó el pecho al tiempo que pasaba la mano por el hombro de la muchacha hasta apoyar el pulgar en su seno. Ésta, como si se tratara de una especie de señal, volvió a llenarle la copa hasta el borde.
—¿Tan alta, Kefalos? —pregunté esforzándome por contener la risa—. E imagino que con tus propias manos, sin ayuda de nadie.
Se encogió de hombros, como si su dignidad estuviera a salvo de cualquier chanza.
—En breve será así, señor, porque, como sabes, los obreros prestados deberán volver a sus campos y la construcción se retrasará entonces hasta el final del tiempo cálido.
—Así es. Una gran ciudad no es obra de un solo invierno, y aquí nos encontraremos los dos para impulsar esta tarea en el transcurso de los próximos años.
Kefalos guardó silencio largo rato, al parecer no muy complacido ante semejante perspectiva.
—Durante tu ausencia has recibido algunas cartas —me dijo finalmente. Y en voz baja, recostándose contra los cojines que rodeaban su asiento, añadió—: una de ellas procede de Nínive y lleva el sello real y, la otra, es de Kalah. Ambas llegaron hace cinco días, con escasas horas de diferencia.
—Y supongo que no tendrás idea acerca de su contenido —repuse preguntándome por qué se sorprendería de que yo recibiese cartas del rey.
—¡Vamos, señor…! —Kefalos se removió incómodo en su asiento—. ¿Cómo iba a permitirme curiosear tu correspondencia privada? Y, además, sabes bien que tan sólo distingo escasos símbolos de la escritura cuneiforme.
—Kefalos…
—¿Señor? —sonrió tímidamente comprendiendo que al final le arrancaría la verdad. Ambos sabíamos perfectamente que sobornaba a mis escribas y que éstos le servían como si dependieran de él.
—¡Habla, Kefalos! ¿Qué noticias hay de Kalah?
—Nada, señor. Únicamente que este verano el señor Asarhadón se propone hacer una visita de inspección a la guarnición.
—¿De inspección? —repetí sin apenas dar crédito a mis oídos—. ¿Ha utilizado esa palabra dirigiéndose a mí?
—Sí, señor. Así es.
—¿Y qué más?
—Desea anunciarte el inminente nacimiento de su hijo. Dice que los adivinos están convencidos de que la señora Asharhamat dará a luz antes de los diez últimos días del mes de Iyyar.
Comprendí que ambos pensábamos lo mismo. El decimosexto día del mes de Ab me había encontrado por última vez con Asharhamat, y Kefalos sabía llevar las cuentas como nadie.
Irritado ante semejante certeza, contempló su copa vacía con desagrado.
—¡Sahish, perezosa criatura! —gritó en acadio—. ¿Permitirás que tu amo y su invitado mueran de sed? ¡Cumple con tu deber, muchacha, o te encontrarás barriendo las habitaciones de algún burdel!
En su carta, el rey no mencionaba a Asharhamat. Si su hijo y heredero estaba a punto de verse bendecido con el nacimiento de un sucesor, mi padre no consideraba oportuno mencionarlo. Acaso tal perspectiva no fuese de su agrado, puesto que se refería principalmente a los abusos de Asarhadón.
El Pollino ha estado en el sur adorando a los dioses sumerios y haciendo acopio de adivinos…, aunque debemos admitir que los grandes hombres tienen derecho a divertirse a su modo. Me veo acosado constantemente con observaciones acerca de la reconstrucción de Babilonia para evitar que se agote la paciencia de los dioses y pienso que tal vez sea necesario mostrar algún intento en ese sentido antes de que nuestra división se convierta en foco de discordia. El Pollino no es popular, por lo que debo despejarle cuidadosamente el camino hasta el trono.
Ahora se propone dar una vuelta por el norte y sin duda cree que te abrumará con su recién adquirido esplendor. Como le quieres más que yo, espero disfrutes con su visita. Desde luego no le causará ningún daño separarse de su madre durante algunos meses. Desde que he envejecido y he perdido el placer por sus hermosas carnes, comprendo claramente el error que cometí cubriéndola con el velo y llamándola «esposa», pero los dioses castigan a los ancianos abriéndoles los ojos a sus locuras cuando ya son irremediables.
Los fantasmas revolotean sobre mi cabeza y deprimen mi espíritu. ¡Hijo mío!, ¿habrá sido todo inútil?…
Pero aunque mi padre sólo percibía el batir de alas de la muerte a su alrededor, el mundo despertaba al nuevo año. Cada día el sol brillaba un poco más derritiendo las últimas nieves del invierno. El Zab Superior, con sus aguas cargadas de cieno, estaba a punto de desbordarse: la vida había dejado de sentirse como una aflicción.
Puesto que los nuevos cuarteles casi estaban concluidos, envié a un grupo de oficiales al sur en busca de los refuerzos que emprenderían la marcha hacia Amat en cuanto concluyesen las inundaciones. A su regreso tenían orden de detenerse en «Los tres leones» y recoger a mi madre y algunas de sus damas. La primera fase de mi vida en aquel lugar había concluido y ansiaba enormemente llevar una existencia lo más estable posible para un soldado. Aguardaba la llegada de Merope y la estación propicia para emprender las campañas militares que comenzarían con el verano.
La noche de mi regreso fue la última que pasé en mis habitaciones del antiguo cuartel general de la guarnición porque, a la mañana siguiente, iniciamos el traslado al nuevo palacio. Las oficinas y los salones destinados al público aún no estaban concluidos, pero el ala que me había sido destinada, donde viviría no como shaknu sino mi existencia privada, estaba dispuesta para recibirme.
Los aposentos de mi madre aún olían a yeso fresco y había ordenado que los pavimentos de madera fuesen tratados con arena y pulidos con cera para que todo estuviese dispuesto para acogerla. Naiba trabajaba de sol a sol para ordenar su nuevo hogar, llena de ansiedad y preocupándose de que todo estuviera dispuesto para recibir a la gran dama Merope, como ella la llamaba. Después de todo Naiba era poco más que una chiquilla y yo no lograba convencerla de que no tenía nada que temer, porque la gran dama era una bondadosa e inofensiva criatura que también había sido esclava en casa de un señor.
Naiba, como mi madre y yo mismo, era una extraña en aquel lugar. Ambos formábamos una singular pareja. No podía menos que preguntarme qué pensaría Merope cuando llegase. .
Pero en primavera obtendría la respuesta a esa y a muchas otras preguntas. No teníamos otra cosa que hacer que esperar a que el río, tras distribuir sus dones, volviera a su cauce y que los campesinos uncieran de nuevo los bueyes al arado. Mis soldados, nerviosos y presos de tedio, hablaban de campañas y saqueo, y los escuadrones de combate de Assur nuevamente formaban filas en el patio de armas de Amat. Había llegado el momento de acometer nuevas empresas; la hora en que una vez más todo parecía posible.
El primer día de Iyyar algunos observadores anunciaron haber visto a menos de tres días de marcha de la ciudad carros, caballerías y columnas de infantes, por lo que di orden de que se preparasen a recibir las doce compañías de refuerzos que el rey me había prometido.
Pero antes de que llegasen, cuando me adelanté a contar sus efectivos a distancia, comprobé que sólo eran ocho, cinco de a pie y tres a caballo. Los despachos que llevaban no contenían explicaciones, de modo que debí conformarme con lo que recibía.
Aun así realizaron una espléndida exhibición cuando llegaron ante las puertas de la fortaleza a presentar sus estandartes. Una hora antes de que el primer centinela anunciase desde lo alto de la muralla que distinguía el polvo que levantaba la expedición al viento, llegó a nuestros oídos el retumbar de sus tambores de guerra.
Los ciudadanos se alinearon en las calles para vitorearlos, y yo, montado a caballo con casi toda la guarnición dispuesta para el desfile, los aguardé para darles la bienvenida en la entrada. El sonido de los tambores se hizo más atronador y me vi obligado a sujetar con energía las riendas de mi caballo, que se agitaba nervioso ante aquel despliegue sonoro. El corazón me latía fuertemente en el pecho con orgullo militar porque el ejército del dios constituía un espléndido espectáculo.
Pocos minutos después de mediodía el comandante de las fuerzas, que lucía el uniforme de rab abru, se adelantó desde la columna de mando y acudió a mi encuentro a medio galope para cumplir con el protocolo de presentarme sus saludos e informarme del número y disposición de las compañías. Cabalgaba en un magnífico corcel negro, perfectamente consciente del glorioso espectáculo que ambos ofrecían. Cuando llegó a mi lado reconocí que se trataba de Arad Malik, mi real hermano, al que no había visto desde nuestro encuentro bajo las murallas de Babilonia.
El joven obligó a detenerse bruscamente a su caballo, saludó y me tendió su bastón de mando. No pude menos que advertir su astuta sonrisa cuando lo recogí y se cruzaron nuestras miradas.
—Transmito saludos del rey al señor shaknu, príncipe real, el poderoso Tiglath Assur, azote del Dios —dijo repitiendo su saludo—. Y si me lo permites, también el mío.
—Gracias, príncipe real —repuse, preguntándome quién podía haberle enseñado semejante discurso—. Sé bienvenido, pues he aprendido a cerrar los ojos al pasado.
Me sonrió significativamente, dándome a entender que comprendía la intención de mis palabras y juntos cabalgamos en dirección a las tropas.
—La señora Merope y sus damas viajan en un carromato tras la primera columna para evitar en lo posible el polvo del camino.
Le respondí con una inclinación de cabeza, no deseando exteriorizar excesivamente mi reconocimiento porque ignoraba las razones de la presencia de Arad Malik y no deseaba comprometerme.
Las tropas desfilaron ante mí y recibí y devolví su saludo. Por un instante distinguí el rostro de mi madre tras las cortinas de su carro. Me sonrió y me saludó con la mano de un modo algo indeciso, como si se sintiera insegura. No podía corresponderle de igual modo, por lo que me limité a devolverle su sonrisa y pensé que le bastaría.
—La mayoría de ellos aún son bisoños —observó Arad Malik de pronto. Al punto me quedé sorprendido, pero luego comprendí que había de referirse a los refuerzos que traía—, pero parecen de buena madera. ¿Te propones emprender alguna campaña próximamente?
—Sí…, a menos que los medas vengan a rendirme acatamiento.
Se echó a reír celebrando mi chanza demasiado ruidosamente y a continuación permanecimos en silencio viendo desfilar las columnas de soldados. Durante todo aquel tiempo no dejé de advertir que me observaba de reojo, pero procuré esquivar su mirada. ¿A qué se debería que tras detestarnos toda la vida de repente deseara congraciarse conmigo? ¿Y dónde habría aprendido él, que incluso comparado con los soldados podía considerarse un patán, aquellas nuevas artes de agradar? Supuse que las circunstancias y el tiempo despejarían tales interrogantes.
Cuando hubieron concluido las formalidades y las ocho nuevas compañías fueron autorizadas a retirarse a los cuarteles acudí a recoger a mi madre a su carruaje y la conduje a su nuevo palacio silenciosamente, seguidos por sus damas de compañía.
Habían transcurrido tres estaciones de aquel año sin verla. Me pareció algo envejecida, aunque quizá sólo se debiera al cansancio del viaje. Caminaba cogiéndose fuertemente de mi brazo como si temiera caerse.
—Espero que este lugar no te resulte demasiado desagradable —le dije, esforzándome por sonreírle, mientras ella me miraba con ojos húmedos y expresión inquieta, como solía hacerlo cuando era niño, cuando no confiaba que tanta felicidad pudiera ser duradera—. Los inviernos son fríos, pero el calor no es agobiante en verano. He descubierto que este clima me sienta bien.
Ella no respondió, sonrió y desvió la mirada, asiéndose con más fuerza de mi brazo.
—¿Has comido, Merope?
Movió negativamente la cabeza.
—No he probado bocado desde ayer por la mañana, hijo mío… Me era imposible. Ya sé que es absurdo, pero…
—Entonces vamos a comer ahora. Así estaremos juntos porque esta noche debo asistir a un banquete que se celebra en honor de los oficiales, y estas reuniones suelen prolongarse hasta mucho después de haberse retirado las personas decentes. De todos modos podemos pasar algunas horas juntos.
—¿Está contento, Lathikadas? ¿Te sientes en paz?
—¿Quién puede sentirse en paz en este mundo? —repuse con una risita nerviosa—. He aprendido a soportarme, que no es poco, y mi trabajo me absorbe. No me siento desdichado: ahora que estás aquí, todo será mejor.
—¿Todavía te acuerdas de ella?
No sentía deseos de contestar directamente a aquella pregunta. Me encogí de hombros y volví a sonreírle.
—Vivo con una mujer… Me la cedió Kefalos, que entiende de esas cosas. Te la presentaré cuando comamos: espero que te guste.
—Si te complace, también me complacerá a mí.
Subimos la escalera, cruzamos el pórtico y los guardianes nos abrieron la puerta. Mi madre miró en torno unos momentos al parecer maravillada.
—Es un auténtico palacio —manifestó por fin—. Digno de un rey.
—Aquí soy un rey, Merope, por lo menos represento al soberano y debo rodearme de cierta dignidad. Pero te prometo no encerrarte en el gineceo.
Merope rió suavemente y por primera vez pareció sentirse dichosa. Realmente era un buen inicio.
En los muros del salón donde se celebraba el banquete no aparecían bajorrelieves en los que se inmortalizasen mis victorias bélicas ni mis proezas cinegéticas. Aunque Kefalos solía lamentarse de semejante omisión, pues consideraba que en nada favorecía mi majestad de shaknu, mis antiguos y nuevos oficiales que asistían al banquete de bienvenida no echaron nada de menos que contribuyese a su placer y comodidad. Mi buen servidor, siempre atento a la importancia de guardar las apariencias, había tenido especial cuidado en la preparación de los alimentos y en la organización de los festejos. Durante tres días su cocinera y un vasto ejército de auxiliares se habían afanado preparando exquisiteces dignas de satisfacer cumplidamente a mis invitados y, por añadidura, cuando paseé la vista por la sala, me sorprendió descubrir tantas cortesanas atractivas como jamás hubiese imaginado que existiesen en Amat. Y lo mismo había sucedido con los músicos: desde mi llegada no había oído siquiera el sonido de una simple flauta, pero Kefalos incluso había encontrado músicos que amenizasen la velada.
—He tenido que comprar hasta la última gota de vino decente que pude encontrar en este infecto lugar —me contó nervioso, asiéndome de la manga cuando me disponía a sentarme—. Espero que sea suficiente, señor, porque, si no, dentro de una o dos horas, cuando todos estén bastante ebrios, comenzaré a sustituirlo por alguna calidad inferior.
—No debes preocuparte, amigo mío: los soldados sólo beben para alegrarse y sentirse felices y únicamente exigen que el vino tenga bastante graduación.
En realidad, a juzgar por las ruidosas aclamaciones con que los presentes acogieron mi llegada, en aquellos momentos ya estaban demasiado embriagados para captar semejantes sutilezas.
Cuando también yo comenzaba a sentirme algo alegre, advertí que entre mis invitados se encontraba uno que no era militar y que jamás llegaría a serlo. Sentado junto a un ángulo del cuadrado formado por las mesas, se hallaba mi real hermano, el escriba Nabusharusur, al parecer sobrio y desdeñado por cuantos le rodeaban. Apenas había cambiado desde la última vez que nos vimos, la víspera de mi primera campaña, cuando ambos éramos aún unos muchachos.
En el lugar en que se encontraba me habría pasado por alto si no hubiese sido porque una de las rameras, con el despecho propio de las mujeres hacia aquellos que son inmunes a sus encantos, se dedicaba a importunarle, atrayendo la atención de sus compañeras sobre su fino rostro de eunuco e intentando sentarse en sus rodillas. Como si ya estuviese acostumbrado a ese género de bufonadas, Nabusharusur se limitaba a rechazarla mirando torvamente al vacío.
Hice señas para que se acercase uno de los guardianes.
—Echa a esa ramera de aquí —le ordené—, pero antes sacúdele las nalgas con la parte plana de tu espada para que aprenda a no molestar a mis invitados. Procura que le quede el trasero bien blando para que no pueda sentarse en las rodillas de nadie durante quince días.
—Se hará como lo deseas, rab shaqe —repuso sonriéndome. Al parecer la orden había sido de su agrado.
—Y pregúntale al príncipe mi hermano, el docto escriba, si desea venir a mi lado.
Cuando Nabusharusur se acercó a mi mesa me levanté y le tendí la mano y los oficiales que me rodeaban le hicieron sitio para que pudiera sentarse.
—Esta tarde no te vi durante el desfile de la tropa —comenté por decir algo, pues su silenciosa y triste figura no propiciaba la conversación.
—Como no monto muy bien a caballo, he viajado con las doncellas de tu madre.
Sonreía levemente como si reconociera una incapacidad evidente. De aquel modo me sugería que no agradecía mi intervención, que aunque de mala gana se había conformado con su destino y que hubiese preferido que reservase mis generosos impulsos para otras personas. En cierto modo su actitud inspiraba bastante respeto.
—Veo que te sorprende mi presencia en este lugar —prosiguió sin perder su triste sonrisa—, y tal vez desees saber por qué he emprendido tan largo viaje. He sido designado escriba de tu hermano Arad Malik.
—Nunca habría imaginado que lo necesitase —repuse recordando los lucidos discursos que había pronunciado aquella misma tarde.
—Sí —repuso, intensificando su sonrisa como si reconociese lo acertado de mi observación—, es un cretino, pero bastante inteligente para comprender que debe depender de mí. Me parece útil.
—¿Para qué? ¿Para empuñar una espada por ti?
—Como apoyo contra Asarhadón. —Encogió sus estrechos y femeniles hombros, consciente de lo arriesgado de sus palabras y al parecer indiferente a ello—. Es príncipe, soldado y un hombre. La gente le respeta por todo ello y las palabras que pongo en su boca son escuchadas con atención.
—Jugar a traiciones puede ser peligroso. Asarhadón no olvida los desaires que recibe y algún día reinará.
—¿Estás seguro de que llegará a ser rey? ¿Quién puede saberlo? En estos casos sólo cuenta la voluntad del dios.
—El dios ya ha dado a conocer sus deseos.
Nabusharusur volvió a encogerse de hombros, dándome la impresión de que no le afectaba tanto la opinión de los dioses como sugería.
Como no era un tema en el que me interesase profundizar, también yo guardé silencio, concentrando mi atención en el espectáculo que se representaba en el espacio limitado por nuestras mesas, donde una de las prostitutas, desnuda y con el cuerpo brillante de aceites, danzaba como una posesa, agitando rítmicamente sus senos a los enloquecidos redobles del tambor y gimiendo en un arrebato que parecía desbordar el éxtasis de la lujuria.
—No comprendo que este espectáculo pueda divertir siquiera al que no ha sido víctima del cuchillo castrador —murmuró Nabusharusur como si estuviera monologando—. Esta mujer que gustosamente se vendería a cualquiera por medio siclo de plata se convierte por unos momentos en foco de la atención general. Es extraño este poder de la carne, resulta incomprensible para un pobre eunuco como yo.
—Pero imagino que comprendes perfectamente otras clases de poder que más proceden de la mente que de los instintos.
Pensé que quizá había hablado más de la cuenta. Nuestras miradas se encontraron y Nabusharusur sonrió.
—Es agradable saber que todos los hijos del señor Sennaquerib no son unos necios. Volveremos a hablar de esto, Tiglath Assur.
Y así lo hicimos en más de una ocasión durante los diez días que mis reales hermanos permanecieron en Amat invitados por la guarnición. Nabusharusur, pese a sus delgados brazos y suave rostro, era de ingenio tan vivo como cuando asistíamos a las clases de Bag Teshub, cualidad a la que se sumaba el frío cinismo que había adquirido en el transcurso de los años, característico de aquel para quien la vida no ofrece promesas. Un pedazo de bruto como Arad Malik podía desplegar gran valor en un campo de batalla. Desde el punto de vista militar era un excelente soldado, pero en tales ocasiones el valor más bien demuestra una gran falta de imaginación. Nabusharusur era un caso totalmente distinto. Discernía la realidad con fría claridad, no temía nada porque nada le importaba. El marsarru le ignoraba, pero en el escriba tenía un enemigo mucho más peligroso que en el propio Arad Malik.
Mas era este último quien atizaba constantemente el resentimiento contra Asarhadón entre mis oficiales. Cuando llegaron a mis oídos semejantes rumores, hice acudir a mi presencia al escriba en lugar del rab abru.
Era un día caluroso. La conversación tuvo lugar bajo el emparrado de mi jardín: no quería que nadie pudiera oír nuestras palabras.
—Esta situación tiene que acabar —le espeté—. Espero la visita de Asarhadón dentro de tres meses y él sabe hacerse popular entre los soldados. Arad Malik se está ganando su condena a muerte.
—¿Lo crees realmente así? Mientras el rey viva puede considerarse a salvo, porque a él no le importa lo que pueda decirse de su sucesor y, por otra parte, considero que valoras en exceso las dotes personales del marsarru. Por añadidura, si Asarhadón llega a ser rey durante el próximo reinado, Arad Malik sabe muy bien que su vida no valdrá la más ínfima moneda.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque se lo he dicho yo. Y además se halla bastante familiarizado con el violento carácter de tu hermano para creerme.
—¿Y qué será de ti? —pregunté, aunque sospechaba que ya conocía la respuesta—. ¿Por qué has establecido semejante alianza con él? ¿Qué puede importarte quién suceda al señor Sennaquerib?
—Es cierto…, siempre que no sea Asarhadón. Dime, hermano: ¿te bastaría creer que se trata simplemente de rencor?
Nabusharusur me miraba con expresión inquisitiva y algo desdeñosa, como si comprendiese mi falta de agudeza intelectual.
—¿Sabes lo que se murmura por Nínive, Tiglath Assur? —me preguntó finalmente—. ¿No han llegado a tus oídos rumores acerca de que el baru Rimani Assur se suicidó presa de remordimientos por haber traicionado a Shamash, Señor de la Decisión, designando a Asarhadón como sucesor? ¿Crees sinceramente que el dios hubiera preferido a ese asno que sólo sirve para luchar brutalmente en el campo de batalla antes que a ti?
En un extremo del jardín había un árbol cuyas ramas se disputaban varios mirlos que desde hacía días revoloteaban por el cielo en número cada vez más creciente. Las aves agitaban inquietas las alas entre la copa desnuda del árbol y sus graznidos amenazadores e inarmónicos tal vez fuesen audibles dentro de palacio. Aunque no era supersticioso, sentí deseos de provocar la desbandada de aquellos pájaros arrojándoles una piedra.
—¿Por qué iba a hacer Rimani Assur algo semejante? —pregunté instintivamente, sin saber con exactitud qué me proponía—. ¿Qué ganaría con ello? Me consta que los sacerdotes deseaban que fuese proclamado Asarhadón. Pero ¿qué tenía que temer el beru mientras contase con la protección del rey?
—Hay cosas de las que ni el propio rey podía protegerle —repuso suavemente Nabusharusur, casi en un murmullo—. Era la propia ira del soberano la que temía, o por lo menos eso dicen, porque Rimani Assur había sucumbido a su debilidad, o si lo prefieres a sus apetitos, y se había alimentado en la misma mesa del rey.
—¿Un apetito? ¿Qué clase de apetito?
—Uno del que yo no puedo participar. Y que, si debemos dar crédito a lo que se dice por ahí, también tú has saciado.