—Tu real hermano, Asarhadón, apenas se deja ver por Nínive últimamente —me informó Kefalos mientras dábamos cuenta de la cena preparada por su cocinera, que prefirió muy acertadamente a la mía—. Ha instalado su propia corte en Kalah y reina allí como si ya fuese rey. Dicen que el soberano Sennaquerib y él no se soportan.
El distinguido médico eructó ruidosamente porque había cenado muy bien y bebido más de la cuenta. Al cabo de una semana de su llegada a Amat se sentía como en su propia casa y había llegado a apreciar extraordinariamente mi vino nairi. Según me informaron, habían desaparecido varias jarras de mi bodega.
—No sé cómo decírtelo… Cuando salí de Nínive se rumoreaba que la señora Asharhamat esperaba un hijo…
—No es de extrañar —repuse tratando de expresarme con indiferencia, aunque ignoro hasta qué punto lo conseguí—. ¿Acaso tener hijos no es el objeto de los matrimonios reales? Y me consta que Asarhadón ya ha engendrado muchos vástagos en sus concubinas.
—Algunos…, muchos creen que tú eres el verdadero padre de ese niño, señor.
—La única que puede saberlo es la señora Asharhamat. Y tal vez ni siquiera ella.
—Sí, señor. Me consta que es así.
Enmudeció largo rato, ladeando la cabeza y observándome con fijeza. Yo no era tan ingenuo como para no comprender su actitud.
—Creo —prosiguió finalmente—, creo que esta opinión ha surgido de la esperanza de que pudiera ser cierta, porque el señor Asarhadón no goza de gran popularidad.
Alcé la mano con gesto enojado. Me molestaba escuchar tales cosas, que por añadidura resultaban impropias para mis oídos, y Kefalos se interrumpió. Nos sumimos en un incómodo silencio que me sentí obligado a interrumpir.
—¿Has visto a mi madre? —le pregunté.
El rostro del esclavo se iluminó.
—Sí, señor. Me detuve en «Los tres leones» cuando venía hacia aquí. Se encuentra bien y espera con ansiedad el día en que pueda reunirse contigo, aunque dios sabe que, salvo tu radiante persona, existen pocos atractivos en Amat para que alguien desee venir a este destierro.
Me eché a reír y le serví otra copa de vino porque Kefalos tenía razón.
—Y por esa causa, amigo mío, entre otras, celebro que hayas venido, porque me propongo llevar a cabo algunos proyectos. Dime, ¿sigo siendo rico?
—Sí, señor, tan rico como siempre —afirmó, asintiendo al propio tiempo con la cabeza, al tiempo que se enjugaba las manos en la parte delantera de su túnica como si la sola mención de las riquezas provocara su sudoración—. Más rico que nadie en la tierra de Assur, con excepción del rey, de tu hermano Asarhadón y del señor turtanu, aunque he creído conveniente…
—¿Conveniente…, qué? ¡Habla, tunante! —le insté sonriente, demostrándole que tan sólo estaba bromeando—. ¿De qué modo has tratado de arruinarme?
—Me ha parecido prudente colocar una pequeña parte de tus riquezas, señor, al igual que he hecho con las mías, porque vivimos unas épocas muy agitadas y debemos ser prudentes, en manos de los mercaderes de Tiro y Sidón, e incluso de Egipto. Y he realizado tales inversiones con nombre supuesto para que nadie pudiera saber cuántos talentos de oro y plata pertenecen al señor Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib.
Debí parecerle sorprendido porque Kefalos frunció el entrecejo.
—Temo que llegará un día, señor, en que los dos nos veremos obligados a huir de este país…, si aún estamos a tiempo, y tendremos que ir muy lejos para escapar de tu hermano Asarhadón cuando sea rey.
—¡No tengo nada que temer de Asarhadón, esclavo, ni él de mí!
—Señor, posees muchas virtudes a las que yo no puedo aspirar, pero en estas cuestiones eres como un niño y debes conformarte con ser guiado por tu esclavo, cuya naturaleza es menos admirable que la tuya, pero que, por contra, está mucho más versado en los manejos de un mundo muy poco admirable.
Y, desde luego, Kefalos estaba en lo cierto y atendía mejor a mis intereses que yo mismo. Fijó obstinadamente la mirada en su copa de vino como si le avergonzase mirarme cuando, en realidad, era yo y no él quien debía sentirse incómodo.
—Lo siento, amigo mío —dije, poniéndole la mano en el brazo—. Me he dejado llevar por la ira. No te sientas ofendido por mis infantiles reacciones.
—No me siento ofendido, señor. Lo que me has dicho es cierto, por lo menos ahora, pero lo que actualmente resulta válido, tal vez no lo siga siendo eternamente. La situación puede cambiar por completo sí un ser de débil naturaleza se siente dueño del mundo.
Le miré sonriendo, comprendiendo que me había perdonado y dándome cuenta de que había sido muy prudente preparándose por si llegaba aquel día que yo jamás creía que pudiera presentarse y, aunque no me preocupara pensar en semejantes cosas, tampoco me sentía más dignificado por ello.
Sin embargo consideré oportuno cambiar de tema.
—Pero ¿sigo siendo rico? —insistí—. No habrás enviado a Sidón y Tebas hasta mi último siclo de cobre, ¿verdad?
—No, señor. Sigues siendo rico como corresponde a un príncipe.
—Bien. Entonces envía recado a Nínive para que me hagan llegar parte de mis riquezas. Las necesito para levantar un magnífico palacio para mi madre y deseo asimismo reconstruir la guarnición y la ciudad… Me propongo convertir a la sencilla Amat en una gran ciudad, y no de ladrillos sino de piedra…
»Y para ello, si deseo evitar ser engañado y saqueado por cualquier bribón que tenga algo que suministrarme, aunque tan sólo sea la fuerza de sus músculos, necesito contar con un esclavo que también sea un tunante, el gran médico Kefalos, que es más retorcido que una serpiente.
Mi fiel servidor marchó al lecho tambaleándose muy embriagado y satisfecho. Le había confiado una magnífica misión, un don de sorprendente valor: debía encargarse de construir una gran ciudad y calculaba que tan sólo los sobornos que obtendría con semejante proyecto le permitirían vivir rodeado de lujo hasta muy avanzada edad.
—Tu madre, la señora Merope, me describió cuál era tu estado de ánimo, dijo que eras como un hombre que parte al galope al encuentro de la muerte. A mi llegada he realizado algunas indagaciones por mi cuenta. ¿Y sabes qué he descubierto? Todos me dicen lo mismo: que te entregas exclusivamente a tus obligaciones militares. El encargado del burdel se queja de que no has pasado por allí desde que llegaste, y entre las esclavas que tienes a tu servicio no he encontrado una sola mujer que merezca la pena. Te advierto, señor, que no lograrás jamás mantener tu respetabilidad si sigues comportándote de este modo. No es apropiado, racional ni equilibrado para quien todavía se encuentra en la flor de la juventud que solamente utilice su miembro para orinar. Debes cuidar tu salud y procurar guardar las apariencias. O, fíjate en lo que te digo, este comportamiento únicamente servirá para provocar comentarios desagradables.
—Y cómo médico y amigo ¿qué me recomiendas, Kefalos?
Éste movió pensativo la cabeza y se puso el dedo junto a la nariz como una especie de saludo a la sabiduría que demostraba pidiéndole consejo.
—Ya he tomado medidas, señor —repuso.
¿Medidas? ¿Qué clase de medidas? Una hora más tarde, cuando fui a acostarme y me encontré a una mujer tendida en mi jergón, no pude disimular mi sorpresa. La habitación estaba caldeada por un brasero que casi se había apagado y la habitación únicamente iluminada por la lámpara de aceite que llevaba en la mano. Aun así no necesité el resplandor del sol para apreciar su hermosura.
—Me llamo Naiba —murmuró cuando me agaché a su lado para mirarla a los ojos, que eran grandes y negros y me recordaban muchísimo a mi perdida Asharhamat.
Y apartó la manta que la cubría, mostrándome su cuerpo desnudo en un gesto que parecía declarar su condición de esclava y la sumisión por la que deseaba alcanzar el favor de su nuevo amo.
—Soy Naiba, augusto señor.
—Sí, ya lo he comprobado —respondí.
La muchacha sonrió al oír aquellas palabras porque su nombre significaba «hermosa» en el idioma de las tribus nómadas. Hacía honor a él y me alegré de haber aprendido aquellas palabras de los sacan.
—¿Te agrado, augusto señor?
—Sí, me gustas.
—Entonces tómame y descansa a mi lado.
Era poco más que una niña. Me tendí junto a ella y sus senos infantiles apenas llenaron mis manos. Sin embargo, cuando mi boca buscó la suya, introdujo su lengüecita puntiaguda entre mis labios con tal avidez que comprendí que no carecía de experiencia amorosa. Rodeé con la mano el cuello de la lámpara y apagué de un soplo la luz.
Entre la oscuridad me sentí en libertad de dar rienda suelta a mi imaginación y aquella noche se convirtió para mí en otra Asharhamat. Creí volver a encontrarme en aquella reducida estancia del templo de Ishtar y el antiguo ímpetu amoroso fluyó en mí como una oleada de sangre nueva. Cuando entré en ella y su cuerpo se estremeció bajo el mío, su nombre se formaba en mis labios como un grito desesperado que no llegué a pronunciar.
El deleite que experimenté con Naiba se convirtió en el único idioma por mí conocido. Si hubiese tratado de decir algo, mi voz habría quedado sofocada por los sollozos. Volví a estrecharla entre mis brazos y, por unos momentos, dejé de sentirme solo.
Aquella noche, antes de quedarnos dormidos uno en brazos de otro y convencerme de que ella también gozaba, aunque es una cuestión de la que ningún hombre puede fiar, la conocí tres veces. Desde luego me constaba que ella no era Asharhamat, aquella ilusión sólo me duró la primera vez, pero no creo que la muchacha llegase jamás a imaginar lo que había significado aquella noche para mí. Sin embargo, sí comprendió en cierto modo que había depositado parte de mi propio secreto en sus manos, y si así fue —y aunque no fuese así, ¿qué derecho tenía a exigir su comprensión?—, me sentí reconocido hacia ella. Y aquella gratitud duraría eternamente.
—Es una de las cautivas que tomaste como tributo a los uqukadi —me confió Kefalos mientras nos desayunábamos—. La he tomado a mi servicio sin que perdiera su virginidad hasta hace un año, de modo que se ha convertido en una mujer experta sin perder su lozanía. Confío que no hará avergonzarse a tu servidor. ¿Estás complacido, señor?
Todo aquello lo decía ante la propia Naiba, mientras ésta, cubierta con una tenue túnica que se adhería a sus senos como si fuese desnuda, permanecía arrodillada junto a mí, sirviéndome sonriente cerveza y una pasta de cebada azucarada, como si se tratase de un bloque de madera o no estuviese presente.
—¿Cómo no iba a estar complacido? —repuse acariciándole los cabellos que olían a aceite de cedro. La joven volvió levemente la cabeza y me besó la mano—. ¿Cuántos años tenías cuando te arrebaté a tus padres, muchacha?
—Acababa de cumplir once aquel invierno —repuso—, pero mis padres no sintieron mi pérdida porque mi madre ya había muerto y mi padre se encontraba entre aquellos que ordenaste decapitar.
Y aunque pronunciaba aquellas palabras sonriendo, como si aludiese a hechos carentes de importancia, sentí que se me formaba un nudo en la garganta.
—Entonces debes odiarme porque te he causado daño.
—¿Cómo es posible, augusto señor? —repuso alzando levemente los hombros, al parecer llena de asombro.
—Porque tu padre murió ante tus ojos por mi culpa.
—¡Oh! Me cubrí el rostro para no verlo y, además, tú eras el conquistador. Sólo mataste a los jefes del clan, mostrando así tu clemencia. Si mi padre hubiese triunfado… —Ocultó el rostro entre las manos y se echó a reír ante semejante perspectiva—. Y desde entonces he sido esclava doméstica en Nínive, donde hasta los perros callejeros viven mejor que los uqukadi, cuyas mujeres deben caminar por la nieve tras los caballos de los hombres, y actualmente comparto el lecho de un gran príncipe.
—¿Lo ves, mi insensato y joven amo? —repuso sonriente Kefalos, cruzando divertido las manos sobre su enorme vientre—. Pese a los escrúpulos que pueda sentir tu delicada conciencia, el mundo es tal como es e incluso esta insignificante criatura lo sabe mejor que tú. No debes temer que te hunda un cuchillo de cocina entre las costillas cuando estés dormido para vengar a un padre que probablemente trataba a sus perros de caza con más amabilidad. Para ella eres Tiglath Assur, augusto señor, poderoso príncipe y guerrero, cuya simiente cualquier mujer se sentiría orgullosa de llevar en su vientre. Esta muchacha ha hecho un buen negocio y es bastante inteligente para comprenderlo.
—Y tú me has conseguido una auténtica perla, amigo.
—Así lo espero, señor —repuso y, adelantando el busto sobre la mesa, me puso la mano en el hombro—. Sin duda habrás advertido su semejanza con cierta dama cuyo nombre no es preciso mencionar. La descubrí cuando no era más que una chiquilla flacucha y la he estado guardando para ti, sabiendo que llegaría el día que necesitarías hallar este consuelo. Hubiese tenido que ser un necio para no comprender qué final aguardaba a aquel triste negocio. Utilízala como gustes y piensa lo que quieras hasta que al fin llegues a creerlo tú mismo porque es malsano que un hombre guarde para sí su propia simiente como un miserable permitiendo que se pudra y envenene su mente y su cuerpo. Cualquier mujer es mejor que ninguna, y ésta mejor que muchas.
Kefalos no decía más que la verdad porque durante meses y años sucesivos Naiba llegó a parecerme preciosa. La noche que la encontré en mi lecho no debía tener más de trece años y, sin embargo, desde aquel momento se comportó como una mujer en mi hogar, ocupándose de mis ropas, regañando a mis sirvientes y vigilando la administración económica de la casa. Cuando salía de campaña rezaba por mi seguridad a Assur y a sus propios dioses y, al regresar, me acompañaba a la casa de baños, se desnudaba y me daba masajes con aceite caliente a mis fatigados músculos. No comía una sola vez bajo mi techo sin que fuese ella quien me sirviese con sus propias manos, sonriéndome con toda la dulzura de su infantil corazón. Escanciaba vino a mis invitados y me ayudaba a llegar al lecho cuando había bebido demasiado. Y todas las noches, sobrio o ebrio, dormía a mi lado, pasándome el brazo por la cintura y apretando sus firmes y diminutos senos en mi espalda.
Y entre nosotros existía afecto, respeto y, así lo confío y creo, incluso pasión. Pero amor, no. Por lo menos no el amor que hubiese llegado a apartar a Asharhamat de mis pensamientos. Estoy completamente seguro de que, aunque Naiba nunca decía palabra, conocía aquella historia y era bastante inteligente para evitar que sus sentimientos hacia mí superaran cierto afecto. Era su señor y se complacía en el contacto de mi cuerpo, pero eso era todo y a mí no me desagradaba que fuese de tal modo.
Porque por aquel tiempo yo apenas podía ocuparme de mi vida doméstica. No había olvidado, ni se me permitía, que era el shaknu del norte y comandante de la guarnición de Amat, y que ello me enfrentaba a los enemigos de Assur tras la angosta línea divisoria de las montañas.
Para ello me bastó con leer las tablillas que me aguardaban a mi retorno de Urartu.
Entre ellas se encontraba una del rey.
¿Por qué no me envías noticias? —comenzaba—. ¿Te han degollado los bandidos dejándote por muerto en alguna hondonada rocosa o has olvidado a quienes te quieren bien? Soy un anciano agobiado por muchos problemas y mis ojos ansían verte. Envíame alguna noticia para que pueda saber que sigues con vida y recuerdas el nombre de tu padre.
Aquella misma mañana de mi llegada a Amat, tomé un estilo y respondí a mi padre.
Al rey, mi señor, de su servidor Tiglath Assur. Deseo que sigas bien de salud. Que Assur y Shamash concedan su gracia a mi soberano y señor. Acabo de regresar de una campaña al norte del río Bohtán y me place informarte que he obtenido un gran triunfo…
Y seguidamente le describía la batalla, el valor de los escitas, mis encuentros con su jefe Tabiti y la alianza que había establecido en su nombre. Y le mencionaba las diecisiete minas de oro que había conseguido de los urartu y mis impresiones sobre aquel lugar.
No se trata de una amistad de la que podamos fiarnos porque su monarca es un necio y la potencia de sus ejércitos apenas supera la de una roca en el río en torno a la cual, cuando llegue el momento, se precipitarán vastos contingentes de tribus montañesas. Basta con la reciente experiencia sufrida con los escitas. Creo que la nieve que inunda sus valles y los desfiladeros de sus montañas durante siete meses del año constituye una barrera más efectiva contra los nómadas que todo su poder y que debemos confiar en nosotros mismos para garantizar nuestra seguridad.
Rogaba al señor Sennaquerib que me enviase refuerzos a fin de poder emprender una serie de campañas contra las tribus del este y que me concediese su autorización para reservarme el oro y utilizarlo para fortalecer y consolidar la guarnición.
Cuando la respuesta del monarca llegó a mi poder no hallé en ella referencia alguna a mi informe. Al parecer las fronteras del norte estaban demasiado alejadas para que pudieran interesarle. Sus mayores preocupaciones procedían del seno de su familia y se recreaba mostrándose quejumbroso.
Tu hermano, el señor Pollino, me irrita constantemente a propósito de Babilonia. ¿Podrías creer que sería capaz de reconstruir la ciudad que tantos esfuerzos nos costó destruir alegando el temor que siente ante la ira de Marduk?
Se ha instalado en Kalah, lejos de mi alcance, o por lo menos así lo imagina, rodeándose de magos y sacerdotes, y se da aires de soberano. Se cree de tal modo predilecto de los dioses que si se levanta con migraña tras una borrachera o sus concubinas favoritas aparecen infestadas de piojos, consulta inmediatamente a los oráculos para interpretar el significado de hechos tan extraños y antinaturales. Por lo menos eso es lo que me han dicho. Los seres humanos deben prestar la debida reverencia a los dioses, pero incluso un rey puede permitirse exonerar su vientre sin tener que interrogar primero a los dioses. En todos estos absurdos se adivina la intervención de su madre…
Sí, me parece muy bien que dispongas a tu voluntad del oro y te enviaré siete nuevas compañías de infantería y cinco de caballería cuando hayan pasado las inundaciones estivales, aunque me gustaría que vinieses tú a Nínive a recogerlas, porque ello significaría que podrías estar conmigo una vez más; pues si tu exilio es amargo, más lo es el mío…
Cuando uno es hijo del rey y hermano del heredero del trono, resulta prudente andarse con tiento respecto a las habladurías familiares. Por consiguiente, en mi respuesta, no aludí a sus lamentaciones sobre Asarhadón. En lugar de ello me interesé por la salud del señor Sennaquerib y le sugerí que si se sentía deprimido cuidase su dieta e hiciese más ejercicio, recomendándole la caza como la actividad más apropiada para el buen funcionamiento de su hígado. Aparte esto, le describía las mejoras que me proponía realizar en el complejo de la guarnición, explicándole claramente que entre ellas se encontraba la construcción de una residencia palaciega para mí, que se levantaría entre los muros de la fortaleza. Deseaba hacerle comprender que me proponía instalarme largo tiempo en Amat y que no pensaba regresar a Nínive, por lo que tendría que solventar sus problemas con el marsarru sin contar conmigo.
Pero el rey no dio muestras de sentirse defraudado. Durante todos los años que viví en el norte siguió informándome regularmente sobre «el señor Pollino»… No puedo recordar que aludiese a Asarhadón con otro nombre.
El rey mi padre —que pretendía haber ambicionado únicamente dos cosas en su vida para su reino: destruir para siempre el poder de Babilonia y transferir el país de Assur a alguien digno de sucederle y comprendía que en Asarhadón se frustrarían ambos propósitos—, el señor Sennaquerib, que dominaba en las cuatro partes del mundo, decaía casi por momentos en una melancólica vejez.
Me escribía él mismo todas sus cartas, porque no confiaba en ningún escriba. Y lo hacía con la más candorosa ingenuidad porque no albergaba secretos para mí, y no me costaba nada leer entre líneas la amargura de aquel que está cansado de vivir.
Pero me dije a mí mismo que todo aquello ya no me afectaba, que yo era el comandante de una guarnición, un shaknu y nada más, y que mi participación en la dirección del estado se limitaba a una reducida extensión de páramo montañoso. Sólo era príncipe por nombre y estirpe y mi única responsabilidad consistía en ser un soldado del monarca. En cuanto al soberano que gobernase, no era asunto de mi incumbencia.
Ya antes de mi regreso, Kefalos había adquirido la casa más grande que pudo encontrar en Amat, una exigua y modesta vivienda comparada con la mansión que había ocupado en Nínive, pero de proporciones bastante aceptables para rodearse de ciertas comodidades. La diferencia consistía en que las nociones de comodidad de mi servidor no eran en modo alguno razonables.
—Te suplico que disculpes la sencillez de mi mesa, señor —me anunció la primera vez que me invitó a cenar—, pero la cocina de esta casa es como una fábrica de humos. Mi cocinera apenas puede limpiarse el hollín de los ojos y comprenderás que en tales condiciones no pueden disfrutarse de grandes lujos.
Observé el servicio de plata que tenía frente a mí y en el que aparecía tan rica variedad de alimentos que el propio monarca de Tushpa hubiera considerado suficientes para satisfacer las apetencias de sus visitantes extranjeros: pato guisado al estilo hitita, cordero asado en espetones, algarrobas almibaradas, pescado seco, cebada, calabaza, lentejas, diversas clases de quesos y abundante fruta de infinita variedad. El vino, como era de esperar, procedía de mi propia bodega.
—En semejante desierto uno debe acostumbrarse a pasar privaciones —prosiguió suspirando sonoramente.
Y a continuación se lavó los dedos en un pequeño bol de bronce, enjugándose las manos en una toalla que le entregó una de las cuatro o cinco muchachas, todas ellas de extraordinaria belleza, que entraban y salían silenciosas de la habitación.
—Quizá con un esfuerzo y algo de buena voluntad podremos conseguir que este lugar resulte digno de ti —dije secamente porque su autocompasión me resultaba bastante cómica.
—Sí, señor…, las riquezas siguen implacablemente al poder y siempre he sabido que estando a tu servicio lograría llegar a la vejez siendo un hombre rico. —Fijó en mí su mirada con un brillo entre codicioso e irónico—. Después de cenar permíteme que te exponga ciertos planes que tengo que favorecen tus intereses y que imagino no te desagradarán.
Los proyectos que yo abrigaba eran grandiosos. Me proponía extender las murallas exteriores de la fortaleza para abarcar una zona que quintuplicase las dimensiones del actual recinto y aquella ampliación se realizaría en piedra, que por fortuna se encontraba en considerable abundancia en las montañas a sólo un día de marcha, lo que se aventuraba como una tarea gigantesca, pero necesitaba aquel espacio porque era parte de mi proyecto incrementar las fuerzas de la guarnición de Amat de treinta a cien compañías y ello en unos cinco años.
Y necesariamente debían derivarse otros trabajos. Habría que construir cuarteles, y las cocinas, dependencias, talleres y establos tendrían que ser ampliados. Un ejército como el que yo imaginaba requeriría plazas de armas para entrenar a los soldados y hordas de artesanos del cuero y del metal para equiparlos. Y puesto que soldados, artesanos y escribas deben ser pagados y consiguientemente encontrar lugares donde gastar su dinero, deberían aumentarse las diversiones de la ciudad, aunque esto último sospechaba que sería un problema que se resolvería por sí solo.
Había mucho trabajo en perspectiva para varios años, pero gracias a Kefalos aquel invierno impulsamos enérgicamente las obras. Se inició la extracción de la piedra y al cabo de un mes los primeros bloques habían comenzado a dirigirse a Amat sobre troncos de árboles que hacían las veces de rodillos.
Los hombres de Assur son grandes constructores. Tal es el verdadero secreto del éxito de sus conquistas. Comprenden tan perfectamente el arte de fortificar que todas las ciudades que someten a asedio están condenadas porque aquellos que socavan una muralla deben saber primero cómo fue construida. Consecuencia de ello es que en los ejércitos de Assur ningún hombre era únicamente soldado sino que poseía además las habilidades del carpintero, albañil, ebanista o incluso de los arquitectos, por lo que disponía de los más expertos obreros que pudiese necesitar.
Pero no basta con la habilidad para obrar milagros. La tierra no se excava por arte de magia y los bloques de piedras, por muy perfectos que hayan sido cortados, no se moverán por sí solos. Para conseguir tales cosas es preciso contar con un vasto contingente de hombres no dotados únicamente de fuerte musculatura y un par de manos.
La solución de semejante dificultad se hallaba a mi alcance, puesto que mi designación como shaknu me otorgaba asimismo los usuales derechos de requisa. Además descubrimos que los campesinos de los contornos, que durante los meses del invierno se veían reducidos a la inactividad, se mostraban muy dispuestos a trabajar a razón de medio siclo de cobre diario, suma que, pese a su modestia, les permitía comprar una medida de dátiles, lo que para ellos constituía una riqueza que superaba cualquier expectativa.
Hacia el mes de Tebet, cuando ya cubría el suelo un dedo de nieve y los canteros dividían los bloques vertiendo agua en las hendiduras que practicaban con las hachas, dejando que ésta se helara por las noches, las nuevas murallas de mi fortaleza se habían levantado hasta la cintura de una persona y ya comenzaba a abrigar la esperanza de que estarían concluidas en unos dos años. En cuanto a mi palacio, que asimismo sería sede del cuartel general militar y del gobierno de las provincias del norte, incluso avanzaba más de prisa y confiaba que estaría a punto de poder ocuparlo cuando llegase la estación de las crecidas.
Los hombres de Assur viven de la agricultura y de la guerra, ocupaciones que deben realizarse durante los largos y tórridos meses del estío, cuando el frío amaina y han llegado y desaparecido las crecidas. En esa estación es cuando, a falta de algo mejor, el hombre se concentra en sí mismo: es el momento de entregarse a recuerdos y a atormentadores ensueños: esa estación llena de amargura mi corazón.
De ahí que estuviera tan ansioso en mantenerme ocupado. Si hubiese sido destinado al sur, donde no existe la piedra, habría pasado una época terrible, pero en Amat apenas tuve un instante para entregarme a la autocompasión. Por las mañanas trabajaba en mi despacho, me entrevistaba con mis oficiales, examinaba informes y atendía a los centenares de tareas menores por las que una guarnición de tres mil hombres puede mantenerse en orden y facilitar los suministros necesarios. Y por las tardes marchaba a caballo para vigilar el desarrollo de las obras. Sólo de noche, sumido en las negras sombras, me atormentaban sombríos pensamientos y, si no encontraba alguna ocupación a la que entregarme, invitaba a mis oficiales a cenar o visitaba a Kefalos en su casa para charlar un rato con él. Y, por añadidura, estaba Naiba.
Y constituye un inmenso placer ver cómo se levantan lentamente murallas y edificios bajo nuestras propias órdenes. En el momento en que se comenzaron a sentir los primeros atisbos del tiempo cálido, los muros de la gran fortaleza habían alcanzado la altura de la cabeza de un hombre, tres nuevos cuarteles estaban dispuestos para recibir a sus ocupantes y mi palacio, salvo el techo y el interior de las habitaciones, estaba casi concluido y confiaba que podría trasladarme a él dentro de pocos meses. Todo ello me producía gran deleite y me compensaba de otras muchas cosas.
Porque yo seguía siendo un hombre muy joven, y un joven, por muy grandes que sean sus contrariedades, no puede estar siempre afligido. Tenía una misión que cumplir, lo que hacía que cada día de mi vida fuese importante, y no sufría ninguna de las privaciones de la carne. Aunque tuviese que superar sombríos momentos, en especial cuando la lámpara de aceite se apagaba y agotada mi simiente aguardaba a que el sueño cerrase mis ojos, eran tan sólo unos instantes comparados con largas horas de olvido y tranquilidad. Aunque no me sintiera dichoso, por lo menos estaba satisfecho.
Pero llegó el tiempo en que comenzaron a desaparecer las nieves del suelo y llegaron las crecidas y comencé a sentirme inquieto. Las obras se desarrollaban bien y no dependían de mi supervisión diaria, y los refuerzos no llegarían de Nínive hasta el mes de Iyyar, lo que representaba dos meses de inacción. Los muros de Amat me oprimían, me sentía como un animal enjaulado que se restriega contra sus barrotes para conseguir que el lugar donde se halla confinado sea lo más amplio posible, por lo que decidí realizar una visita de inspección a las provincias.
Las aldeas del norte son pequeñas y se hallan muy distanciadas entre sí porque la tierra no es tan fértil como en el sur. Mis nuevos súbditos eran demasiado pobres para poder agasajar a su shaknu, y si me presentaba acompañado de un fuerte contingente de soldados, les ocasionaría considerable quebranto económico y me considerarían como un vulgar saqueador de sus propiedades. Además, en cierto modo me proponía hacer comprender a aquellas gentes que la guarnición de Amat a la que pagaban tributos y enviaban a sus hombres como jornaleros, se proponía protegerlos. ¿Qué pensarían si me veían aparecer acompañado de un ejército, como si ni siquiera yo mismo me sintiera seguro para desplazarme por mis propios territorios? ¿Cómo podrían sentir a salvo sus vidas y propiedades? Por consiguiente tan sólo me acompañó una guardia personal de diez hombres.
Emprendimos la marcha un fresco amanecer, el más frío desde hacía muchos días. El aliento de mis caballos se condensaba en el aire formando pequeñas nubes, y en los rastrojos que quedaban en el campo tras las cosechas del otoño brillaba el hielo. Naiba me despidió en el porche de mi casa cubriéndose los hombros con una manta, con aquella característica mirada de incertidumbre con que las mujeres ven marchar a los hombres en misiones incomprensibles. Me despedí de ella sonriente y monté en mi cabalgadura. Hacía un tiempo magnífico para sentirse vivo.
Seguimos el curso del Zab Superior hasta después de mediodía y luego tomamos dirección este, introduciéndonos en una sucesión de fértiles valles alimentados por un río que en todos los mapas que había visto aparecía como una simple línea y que estaba limitado a ambos lados por cadenas montañosas cuyos nombres eran desconocidos para todos nosotros. El río, que venía crecido por el deshielo, se había convertido en un torrente y distinguíamos perfectamente el ruido que producían las enormes piedras que arrastraba violentamente en su fondo. En la orilla opuesta el paisaje era mucho más llano y despejado, pero hasta el anochecer del segundo día no hallamos un punto que nos pareciese adecuado para atrevernos a cruzar la corriente y jamás habíamos visto unas aguas tan frías.
A la mañana del tercer día, una hora después de haber levantado nuestro campamento, nos encontramos con la primera aldea desde que partimos de Amat. Constituían aquella comunidad unas sesenta o setenta familias que se cobijaban en un grupo de viviendas de adobe y que quizá se hallaban instaladas en aquel lugar desde hacía un milenio.
Siguiendo la ceremonia que rige tales ocasiones —porque incluso el shaknu del rey no puede imaginar que los hombres de Assur permitirán ser tratados como miembros de una raza conquistada—, detuve mi caballo a unos veinte pasos del perímetro del poblado y aguardé. Cuando llegó el momento oportuno, el anciano del lugar, un hombre de cabellos blancos y piel curtida, cuyo rostro recordaba a un león, acudió a recibirme, luciendo en la mano el bastón distintivo de su cargo. Me saludó con una leve inclinación de cabeza que expresaba cortesía mas no servilismo y permaneció en silencio.
—Pareces una persona dotada de autoridad —le dije—. Vengo a saludarte en nombre de nuestro augusto señor, el soberano rey de Nínive, servidor del dios y señor del mundo. Me llamo Tiglath Assur y soy el shaknu de esta región.
—Tu nombre es conocido en este lugar, señor príncipe. Te doy la bienvenida, poderoso hijo de un padre poderoso, como si fueses el propio rey.
Aquella noche sacrificaron un cordero en nuestro honor y celebramos un magnífico festín. Yo estaba invitado en la casa del anciano y bebía cerveza con él, con sus hijos y con los hijos de sus hijos. Desde el exterior llegaban a mis oídos las risas de los soldados, que en su mayoría probablemente habrían nacido en algún lugar similar a aquél y sin duda se sentían como en su propia casa. Incluso yo, que había sido criado en la corte del rey Sennaquerib, me sentía muy a mis anchas entre aquellas blancas y acogedoras paredes de las que en cierto modo proceden todos los hombres de Assur, porque la aldea es el origen de nuestra existencia.
Todos nosotros, el anciano, su progenie y su invitado el shaknu, estábamos sentados en el suelo sobre esteras de caña bebiendo en jarras de arcilla junto al confortante calorcillo del brasero. Y el anciano me hablaba de los días en que había sido soldado en el ejército del gran rey Tiglath Pileser y había combatido en las tierras de occidente.
—Entonces yo era un muchacho y nunca había estado a más de medio día de distancia de la casa paterna. También tuve el privilegio de servir a las órdenes del soberano Sargón, penúltimo monarca. Era un hombre poderoso. A juzgar por el color, tus cabellos color de cuero y tus ojos azules se diría que eres su personificación.
—No soy digno siquiera de parecerme a su sombra, padre, pero me siento muy halagado de que creas que mi abuelo revive en cierto modo en mí. Nací en el instante en que él falleció, y me temo que éste es el único legado que me dejó.
Y extendí mi mano para mostrarle la señal de nacimiento que tenía en la palma.
—Recuerdo la estrella de sangre que anunció tu venida al mundo y la desaparición de Sargón —asintió gravemente el hombre—. Debe de ser algo terrible verse así marcado por el dios. Ello me hace agradecer al poderoso Assur el humilde destino que me ha dado.
—No es tan terrible haber nacido príncipe y vivir en un palacio.
El que así se expresaba era uno de sus nietos, que tendría mi misma edad y que había bebido en exceso.
—Yo no desdeñaría ser hijo de un rey. Pregúntale al señor Tiglath Assur si desea cambiarse conmigo.
Se produjo un embarazoso silencio. El joven tragó saliva y bajó la mirada al suelo.
—Este necio nacido de mis lomos no pretendía ofenderte, príncipe —se disculpó por fin el anciano.
Me limité a sonreírle, como si se hubiese tratado de una broma, y brindé chocando mi copa con la suya.
—En ningún momento lo he creído así, padre. Ambos decís la verdad: la vida de un hombre se la hace uno mismo, aquel que es desdichado en un palacio sólo debe culparse a sí mismo.
—No, príncipe…, la vida de un hombre es el dios quien la dirige.
En todas las aldeas nos recibieron con cálida hospitalidad porque los hombres de Assur respetan a su rey y sus servidores y no desprecian a los extraños en su medio. Descubrí que mi fama me había precedido incluso en lugares tan remotos, lo que me enorgulleció, pero no volví a aludir a mi abuelo ni mostré a nadie más la señal que tenía en la mano. En cierto modo había estado alardeando porque me enorgullecía descender de grandes soberanos y me había visto castigado por ello. No me agradó que me recordasen que sólo era un juguete en manos del dios.
Continuamos nuestro camino por una sucesión de valles hasta llegar a un desfiladero que asimismo cruzamos iniciando el retorno por el Zab Superior, que deseaba cruzar antes de que las crecidas hiciesen impracticables los pontones. Atravesamos la parte occidental de las tierras que estaban sometidas a mi autoridad en el mes de Nisan, el día en que finalizaba en Nínive el festival del año nuevo y el ídolo divino era devuelto a su templo.
Aquella zona estaba escasamente cultivada por los hombres y en muchas ocasiones tardamos varios días en encontrar algún pueblo o un campo sembrado. Pero el clima era benigno y en ningún momento carecimos de caza, por lo que no sufrimos privaciones. Como sentía una gran curiosidad y no deseaba regresar a Amat antes del tiempo previsto, conduje una vez más mi pequeña tropa hacia la parte alta del país por lugares que únicamente visitaban las caravanas, habitados tan sólo por los espíritus en los que de buena gana me hubiese quedado para siempre.
Por fin, a mediodía, tras coronar una serie de colinas, nos encontramos ante una montaña, grande y solitaria, que no formaba parte de ninguna cordillera, como un monarca orgulloso que no deseara verse comparado con nadie porque pareció enfrentársenos sin previo aviso y cuya cumbre se perdía entre la niebla, solitaria e inasequible.
Hasta entonces habíamos estado desplazándonos más o menos al azar, sin seguir ningún camino específico y, sin embargo, cuando contemplé aquellas laderas escarpadas, poderosas y llenas de grandeza, no pude superar la impresión de que había sido conducido hasta allí para encontrarme con algo que había estado buscando constantemente.
Uno de mis soldados procedente de una aldea que se encontraba a menos de tres días de distancia a caballo declaró conocer la zona. Le ordené que compareciese a mi presencia para interrogarle.
—¿Qué montaña es esa que tenemos enfrente? —le pregunté señalándola con la mano.
—Es el monte Epih, rab shaqe —repuso sonriente como si aquella visión le complaciese en extremo—. En él reside el poderoso Assur desde los orígenes del mundo.
—¿Acaso le has visto en alguna ocasión?
—¡Oh, no, rab shaqe! Está prohibido acercarse a ese lugar. Pero no cabe duda: el dios la ha señalado con su impronta. ¡Fíjate!
Sí, lo advertí al punto. Pese a las nubes que envolvían la cumbre, se distinguía en ella una pálida luz amarillenta que parecía fluctuar ligeramente, como una lámpara de aceite que alguien hubiese depositado junto a una ventana.
—La cúspide está constantemente cubierta por un manto de nubes —prosiguió—, pero la presencia del dios es siempre visible. Dicen que si la luz desaparece, Assur habrá abandonado a su pueblo, condenándolo a su destrucción.
—¿Y está prohibido subir la montaña?
—Sí, rab shaqe. Nadie puede aventurarse a escalarla salvo quienes han sido convocados por el dios…, por lo menos nadie regresa de ella. Los huesos de aquellos que se han arriesgado a adentrarse en ese reducto se blanquean al sol sobre la piedras sagradas y sus espíritus errarán eternamente sin que nadie les haga ofrendas de vino y alimentos. Es un lugar por el que conviene pasar de largo.
«Vengo del monte Epih —me había dicho el maxxu hacía mucho tiempo—. ¿Lo conoces?». Y ante mi respuesta negativa, alegando que pocos habían estado allí, había respondido: «Pocos, sí, pero tú irás un día». Y parecía que por fin había llegado ese momento.
—Esta noche acamparemos al pie de la montaña —ordené, observando cómo se desorbitaban sus ojos con un temor supersticioso—. Y mañana subiré a esa montaña. No temáis…, creo que he sido llamado por el dios —concluí sonriendo para tranquilizar sus temores—. En todo caso lo sabremos si logro regresar, ¿no es eso?
—Sí, rab shaqe. Entonces lo sabremos.
Mis soldados no parecieron muy entusiasmados ante aquel último antojo de su comandante. Recibieron mis órdenes entre un hosco silencio, y cuando nos encontrábamos a medio beru de la montaña detuvieron sus caballos y aguardaron a que me volviese hacia ellos: a juzgar por la expresión de sus rostros era indudable que no avanzarían un paso más.
El ekalli que había combatido a mis órdenes en el río Bohtán y que no se asustaba fácilmente hizo un ademán ambiguo como si se disculpase.
—Te seguiríamos hasta las propias garras de la muerte —declaró como si le avergonzase reconocer su debilidad—. Sabes muy bien que por ti no dudaríamos en enfrentarnos a cualquier enemigo, pero tememos ofender al dios si nos haces profanar este lugar sagrado con nuestras pisadas. Te suplicamos, rab shaqe…
—No te atormentes, Sinduri —le tranquilicé, impresionado por su ruego que en nada se parecía a una sublevación.
No podía censurarlos: tenían derecho a asustarse por lo que me proponía llevar a cabo y no abrigaba el propósito de someterlos a la ira del dios.
—Nos detendremos aquí, a cierta distancia del reducto de Assur, y mañana partiré solo. Si obro equivocadamente, sólo yo sufriré las consecuencias.
Aquellas palabras los tranquilizaron. Montamos nuestras tiendas junto a un manantial que brotaba de la roca como presagio de paz. Encendimos una hoguera y cenamos, disponiéndonos a disfrutar de un descanso reparador.
Pero aquella noche no pude conciliar el sueño. No sentía temor sino una extraña excitación, como la del que aguarda la víspera de su boda. La existencia de cada hombre constituye un enigma para él… No era yo el único en experimentarlo de ese modo. Pero me sentía como aquel que ha alcanzado el límite de esa revelación que todos perseguimos mientras late en nosotros la vida. Aún era bastante joven para no atemorizarme ante nada.
Una hora antes del amanecer descargó un trueno; no cayó una gota de lluvia ni apareció ningún relámpago en el cielo, pero aquel retumbante y atronador sonido resonó en mis oídos cargado de sombríos presagios. Permanecimos en torno a los rescoldos del fuego aterrados y envueltos en nuestras capas, aguardando a que despertase el alba.
—¡Olvida tus propósitos, rab shaqe! —me rogaron—. El dios que lee en nuestros corazones como si fuesen transparentes está enojado…; por muy poderoso que sea tu sedu, no podrá protegerte de la ira de Assur.
—Iré —repuse, aunque pese a todo mi valor estaba tan agitado como una caña a impulsos del viento—. El dios se limita a anunciar su presencia. Si soy capaz de asustarme ante un poco de ruido, no soy digno de comparecer ante su presencia.
Pero estaba asustado. Aun después que pasó la tormenta y brilló el sol no fui capaz de ingerir bocado. Sin embargo me parecía que debía llevar a cabo la empresa aunque no podía explicar la razón.
Tras realizar los rituales de purificación y las ofrendas de pan y sal y recortar algunos fragmentos de mi barba, me despedí de mis camaradas como aquel que se encamina hacia la muerte, despojándome de todas mis armas, con excepción de la espada, símbolo especial de Assur.
—Pasado mañana es un día aciago —me advirtió el ekalli Sinduri, mirándome como si se dispusiera a enterrar a su hermano—. Por tanto deberás descender de la montaña mañana por la noche.
—Si por entonces no he regresado, podréis dar por supuesto que el dios me ha exterminado.
—Aguardaremos y ofreceremos sacrificios y plegarias para que Assur te perdone semejante locura.
Me separé de ellos cuando la hierba aún estaba húmeda de rocío.
Al pie de la montaña me descalcé, me arrodillé y dejé mis sandalias junto al sendero para demostrar al dios que no pretendía profanar aquel sagrado lugar, que sólo tocaría con la carne de mi cuerpo, y que me sometía a su voluntad, e inicié el ascenso que me llevaría a un lugar ignoto.
En breve perdí de vista nuestro campamento porque el sendero que seguí durante las seis primeras horas hasta mucho después de mediodía se internaba sinuoso por la montaña como una serpiente. Cada paso me elevaba un poco más y el camino era angosto y en algunos lugares estaba cubierto de escombros y piedrecillas puntiagudas que me herían repetidas veces los pies. El sendero zigzagueaba cada vez más, elevándose por momentos, fatigándome inexorablemente como el viento pule una piedra. Sin embargo distinguía con toda claridad el camino y me alegraba que así fuese porque comprendía que no se prolongaría eternamente.
Por fin quedó atrás el sendero y me encontré trepando sobre fragmentos de granito, viéndome obligado a asirme a las hendiduras de la roca, a algún matorral que amenazaba con desprenderse al primer tirón o a la lisa superficie de alguna piedra recalentada por el pálido sol, como las paredes del horno de un alfarero. Aquella marcha parecía interminable: sin duda Assur se proponía guardar celosamente sus secretos.
Tras la tercera hora después de mediodía me tendí a descansar a la sombra de un promontorio, sintiéndome demasiado fatigado para proseguir y tratando de recobrar el aliento. Brazos y piernas, e incluso el pecho, me dolían por el esfuerzo realizado. No recordaba haber estado nunca tan cansando y, al parecer, aún me quedaban muchas horas para llegar a la cumbre.
Decidí que jamás la alcanzaría. Estaba tan agotado que seguramente daría un paso en falso y me partiría la cabeza contra las rocas. Y, además, en breve oscurecería: seguir escalando entre sombras era provocar una desgracia.
Podía intentar el regreso, detenerme a pasar la noche si me faltaba la luz y concluir el descenso a la mañana siguiente, pero en ningún momento se me ocurrió hacer algo semejante. Después de llegar tan lejos, hubiese sido absurdo intentar huir de la cólera divina. Para mí no existía otra alternativa que seguir ascendiendo: mi vida o mi muerte dependerían de la voluntad de Assur, puesto que me había sometido a él totalmente.
Al cabo de un rato decidí que había llegado el momento de proseguir el camino y me levanté. Me encontraba ante una estrecha cornisa rocosa que se iba reduciendo hasta desaparecer tras la curva de la ladera y, aunque no parecía una dirección muy prometedora, era la única que se me ofrecía. Me adosé contra la lisa y monótona superficie de la roca de granito e inicié el avance con la mayor precaución.
En cuanto perdí de vista el punto donde había descansado, comprobé que la cornisa se ensanchaba formando un sendero escarpado y ascendente que no parecía presentar obstáculos y se dirigía abiertamente hacia la cumbre. Después de todo, el dios me había librado de la muerte.
Era un camino muy practicable y que sin duda había sido utilizado con anterioridad. Durante milenios los santos varones de mi raza habían acudido a aquel lugar para ser recibidos en presencia del dios, donde tratarían de descifrar los designios que abrigaba hacia los hombres de Assur.
Aquí y acullá aparecían retazos de escritura garabateados en las rocas, fragmentos de oraciones y, en ocasiones, únicamente el nombre del dios. A veces las palabras se habían borrado.
Me encontraba en aquel lugar movido por un propósito. A la sazón comprendía que no había ido allí siguiendo los impulsos de mi voluntad, sino porque tal era el deseo de aquel en cuyo instrumento me había convertido. Aquel que había creado el cielo y la tierra del cadáver destrozado de Tiamat, que había formado al hombre de barro del río, inspirándole toda pericia, todo conocimiento y sabiduría, era el mismo que me había impulsado a realizar aquel viaje.
Mientras seguía el sendero ascendente, el dios me dio dos muestras de su presencia: fui testigo de dos presagios, uno favorable y otro adverso. Entre el polvo del suelo descubrí un reguero de agua formando la silueta de una serpiente, señal que concuerda con la desgracia. El agua estaba aún fresca en el suelo, como si acabasen de verterla. Y a unos quinientos pasos de distancia sorprendí una bandada de codornices que levantaron el vuelo hacia la izquierda. Ignoro cómo pudo haber sido derramada aquel agua en un lugar donde apenas nunca llueve, ni cómo anidaban allí los pájaros sin que hubiese una brizna de hierba para alimentarlos. Únicamente podía comprender tales hechos como voluntad de Assur, que deseaba hacerme conocer lo malo y lo bueno, uno tras otro sucesivamente.
El sol de Assur enrojecía en la parte occidental del horizonte cuando el sendero concluyó en un pequeño claro que parecía nivelado artificialmente. Me encontraba en la cumbre: ya no podía seguir adelante. Me senté y, arrebujándome en mi capa, observé cómo se cernían sobre mí las sombras.
No puedo explicarme dónde se encuentra esa luz por la que se dice que el dios manifiesta su presencia en aquel lugar y que resulta tan claramente visible desde lo lejos, pareciendo bañar la cumbre con su divino resplandor, oculta entre nubes. Sin embargo, mientras permanecí allí sentado en la misma cúspide, me encontraba absolutamente solo en la negra noche; el poderoso Assur se ocultaba en su santuario, seguía envuelto en misterio.
Corrían rachas de un fresco viento, pero ni siquiera tenía ánimos para estremecerme. Estaba sumamente agotado, puesto que no había probado bocado durante todo el día y me sentía débil y mareado, pero sólo contaba con mi capa para protegerme del frío, y cuando se alcanza cierto nivel de sufrimiento resulta imposible conciliar el sueño. Pensé que seguramente pasaría la noche en vela y que el dios se me manifestaría de algún modo.
Desenfundé la espada y hundí su punta en el blando suelo a modo de altar en aquel páramo.
Permanecí a la expectativa. El viento había cesado, mas hacía un frío cortante como el hielo que calaba mi capa, mi carne y mis propios huesos. Si brillaban estrellas o había salido la luna, no se mostraron a mis ojos. La oscuridad era tan profunda que aunque hubiese una mano ante mi rostro no habría podido distinguir los dedos. No tenía modo de calcular el paso del tiempo: hasta mi propio cerebro parecía haberse paralizado.
Lo que experimenté seguidamente debió de tratarse de un sueño, pese a que en ningún momento tuve la sensación de quedarme dormido. No llegué a despertarme, las imágenes se desvanecieron dejándome en blanco, como si estuviera vacío, hasta que el primer destello del amanecer trajo consigo el retorno de la vida, pero no pudo ser más que un sueño, porque las cosas que suceden en ese trance nunca nos sorprenden bruscamente y lo que se mostró ante mí aquella negra noche, si hubiese estado despierto para verlo con mis propios ojos, me habría hecho perder la razón. Y, sin embargo, ello no fue menos cierto que si habría sido un sueño y lo que vi no fue otra cosa que lo que tenía que acontecer.
Assur es la misma luz de la vida, el sol que resplandece en todas partes y que ciega al hombre con su gloria. Él cegó al maxxu para poder revelarle las cosas que debían suceder, como ciega a otros hombres para que puedan pasar por el mundo sin ver. Si aquella noche le tuve ante mis ojos —y moriré creyendo que así fue—, se me apareció en forma de luz y fuego.
En aquella ocasión fui testigo de muchas cosas que no comprendí. Yo no estaba cegado como el maxxu para distinguir las sombras de las cosas y contemplar únicamente la verdad, y cuando regresara de la montaña seguiría estando cegado por el mundo, creyendo que la verdad era un sueño, y el sueño, verdad.
Vi al gran Tigris, madre de ríos, con sus aguas en ebullición. Desde la orilla opuesta a Nínive, la ciudad desaparecía entre una cortina de llamaradas. Ignoro si aquellas aguas bullentes la consumirían: sólo sabía que se perdía para siempre y que jamás podría volver a cruzar sus puertas.
Y luego, de repente, me encontré en la ciudad, que era una jaula metálica y mi hermano Asarhadón estaba fuera de ella vistiendo uniforme de soldado, con el rostro convulsionado por la ira y golpeando su espada contra mis barrotes. De pronto se abrió la puerta de la jaula y Asarhadón señaló con el arma hacia los páramos infinitos y exclamó: «¡Márchate!», y la jaula en la que me hallaba encerrado desapareció y me encontré solo en el mundo.
Y vi a mi padre Sennaquerib, el gran soberano, adorando la imagen del dios. En su túnica resplandecía el oro, pero era un anciano de cabellos blancos al que habían abandonado las fuerzas. Su gloria se había extinguido y el dios le aplastaba bajo su mano de madera.
Y la mano del dios se convirtió en la mano de Asarhadón, que sostenía la mía y sentí cómo se aflojaban sus dedos a mi contacto.
Y luego todo se desvaneció entre una luz blanca que inundó el universo sin dejar lugar a otra cosa. Así fue cómo terminó el sueño: con una luz cegadora.
Concluyó y volví a encontrarme a solas en la oscuridad. Ignoro cuántas horas estuve aguardando hasta que amaneció: el tiempo parecía haberse detenido eternamente.
Pero por fin despuntó el alba. En breve logré distinguir la silueta de mi espada que seguía hundida en el suelo. Intenté arrancarla, pero fue inútil. Tiré de ella hasta que creí que iba a rompérseme, mas no cedió. Parecía como si hubiese quedado anclada en los cimientos del mundo, de modo que decidí dejarla allí.
Apenas recuerdo el camino de regreso. Me sentía tan extenuado que casi no podía arrastrar los pies y la cabeza me zumbaba como un avispero. Aquellas turbadoras visiones acudían una y otra vez a mi mente como los fantasmas de víctimas que persiguieran a su asesino, pero sin duda el dios protegió mis pasos porque al fin, cuando ya llegaba la noche, me encontré al pie de la montaña, desde donde distinguí el fuego de nuestro campamento.
—¡Has regresado rab shaqe! ¡Sin duda gozas de la bendición del dios!
—Yo no lo creería así —indiqué en tono inexpresivo, mientras me sentaba ante el fuego contemplando sus llamaradas y el ekalli Sinduri me cubría los hombros con una manta porque sin duda había olvidado mi capa en la cumbre de la montaña. Estaba tiritando de frío y tenía el cerebro embotado. Cuando por fin logré comprender sus intenciones, tomé la copa de vino que me ofrecía y bebí con avidez.
—Has regresado con vida de un lugar temible y sagrado, rab shaqe. Eso en sí ya es una bendición.
—Sí, pero el dios me ha maldecido por mi impotencia. Me ha mostrado el futuro, mas sin darme a conocer su significado: creo haber sido condenado a no reconocer el porvenir hasta que se presente.