XIX

Se dice que un auténtico hombre de Assur no se siente cómodo confiando su existencia a mayor extensión de agua que la del río Tigris y que el ancho mar es patria de innúmeros demonios, y mis soldados continuamente maldecían su destino por tener un comandante tan necio que creía poder contener las aguas con los costados de madera de un barco, pero por mi parte disfruté plenamente hasta el último instante de aquella travesía. El agua estaba constantemente en calma y no había peligro. Navegamos dos días y medio sin perder de vista la playa y cada noche recalamos en la costa y dormimos en tierra firme.

Pero, a pesar de todo, aquélla era una auténtica aventura. Quizá por mi origen semigriego no llegó a molestarme el estómago en ningún momento ni sentí ningún mareo por el suave cabeceo de las olas que constituyen un tormento para tantos y que no parece posible disipar con ningún ensalmo ni encantamiento. Todo resultaba nuevo e interesante para mí: en aquel viaje a Tushpa disfruté de todo el tranquilo encanto de la novedad.

Entre otras cosas me enteré de que el mar Agitado no es un desierto sin vida, como muchos creen. Cada anochecer, cuando anclábamos nuestros barcos, los salineros echaban sus redes en las olas que lamían las playas y en menos de una hora y adentrándose escasamente, recogían bastante pesca para atender por lo menos a su propio sustento. Mis soldados, sin excepción, se negaban incluso a mirarlos y se conformaban con alimentarse de pan y carne seca de cabra, con lo que demostraron ser más sensatos que su comandante, porque cuando el jefe de nuestra flotilla, cual si fuese una exquisitez, me trajo un ejemplar de sus capturas magníficamente cocinado y presentado sobre una capa de agujas de pino de sabroso aroma, fui bastante necio como para comérmelo. Aquel pescado tenía un intenso sabor a barro y era tan salobre como las aguas que lo habían engendrado. Sonreí y chasqueé la lengua elogioso, pero, en cuanto el decoro me lo permitió, me interné en el bosque próximo e, introduciéndome los dedos en la boca, alivié mi estómago de tan desagradable carga.

Los propios salineros parecían subsistir a base de una dieta muy distinta. El vino que bebían, según comprobé horrorizado, estaba confeccionado con tripas fermentadas de pescado, y la única verdura que los vi comer era una variedad bulbosa parecida al ajo silvestre que extraían de la tierra húmeda del bosque. Los ingresos que obtenían de la sal que destilaban los invertían casi exclusivamente en carne fresca, pero su producto no alcanzaba suficiente pureza para exigir un gran precio y probablemente hubieran muerto de hambre si no hubiera sido por las capturas que lograban con sus redes.

Aquellas gentes eran de lo más primitivo que había visto en mi vida. Toda su prosperidad dependía del mar Agitado; en realidad, el propio mar era su principal dios y la existencia que de él se derivaba era tan estéril como aquel salobre páramo. Las artes de la metalurgia, albañilería y carpintería les eran desconocidas, de modo que, aunque vivían en un país donde abundaba la madera y la piedra, construían sus albergues con cañas trenzadas sobre estructuras de estacas curvadas. Su existencia estaba protegida por la pobreza en que vivían porque, aunque no comprendían nada sobre la guerra y estaban rodeados por tribus de salteadores, no poseían nada que valiese la pena arrebatarles, salvo sus mujeres, que, siguiendo la costumbre de los escitas, mantenían escondidas de la codicia ajena.

Sin embargo, pese a las míseras circunstancias en que vivían, se caracterizaban por poseer un ánimo muy sereno. En su trato diario con aquella chusma de soldados armados, nos trataban con respeto, pero sin ninguna muestra de temor y parecían deseosos de compartir con nosotros lo poco que tenían. Se diría que consideraban aquel viaje a Tushpa como una gran diversión, unas vacaciones, un don de sus generosos dioses. Me resultaba imposible despreciarlos.

Una hora antes de mediodía de la tercera jornada establecimos nuestro primer contacto con las cuatro galeras de guerra que los urartu habían enviado para interceptarnos el paso, aunque fue un misterio para mí, que al principio no logré averiguar, la razón de que necesitaran efectuar tal despliegue ante la presencia de doce o trece barcos pesqueros.

Tabiti había asegurado a los salineros que yo era un príncipe poderoso capaz de barrer cualquier obstáculo que se presentase ante él y que disfrutaba de la protección de un gran dios, y aquellas promesas los habían estimulado a aventurarse lejos de sus fronteras del mar Agitado y a introducirse en aquellas aguas donde los buques de guerra del rey Argistis guardaban celosamente el acceso a Tushpa. Subí a la proa del barco principal para exhibir mi uniforme, puesto que ello constituía mi única defensa, ya que sólo podía confiar en la impresión que causara a los urartu.

Aquella mañana no soplaba viento y los grandes buques habían arriado sus velas y avanzaban impulsados por los remeros, ocultos tras los negros costados de madera, que surgían de las aguas como rocas flotantes. En el último instante, cuando ya estaba convencido de que los urartu se disponían a abatirse sobre nosotros y hacer astillas nuestra pequeña flota, todos los remos se levantaron en el aire al unísono y quedaron suspendidos un instante, y un oficial, por lo menos así lo deduje por su porte, se inclinó sobre la barandilla y me examinó como si fuese el cadáver de una curiosa y repugnante criatura marina que se hubiese enredado en las cuerdas de su ancla. Era un hombre de rostro anguloso, espesas cejas y abundante y negra barba que al punto me desagradó.

—Habéis entrado ilegalmente —dijo flemático, primero en su propia lengua y, al ver que no respondía, en arameo.

—Los ejércitos de Assur no entran ilegalmente —repuse en acadio—. En todo el mundo, por doquiera que van, se encuentran en su patria. He venido invitado por el señor Lutipri, que acudió a Amat a implorar mi ayuda contra los escitas apenas hace un mes. Los escitas han sido vencidos y, si no me tratas con más cortesía, ordenaré a mis soldados que suban a tu barco y te arranquen la lengua.

Tal como esperaba, el hombre se quedó estupefacto y durante largo rato se abstuvo de responderme, sin duda porque no sabía qué decirme. Hacía un instante se había creído un ser todopoderoso y ya no estaba tan seguro de ello. No era un hombre inteligente: podía aventurarme a adivinar sus pensamientos.

Por fin decidí evitarle la incertidumbre en que se encontraba.

—Estas buenas gentes desean regresar a sus hogares —dije—. Sería mejor que nos permitieseis subir a vuestros barcos y nos transportaseis el resto del camino.

Al ver que esta sugerencia no merecía una inmediata aprobación, aguardé unos diez segundos en los que percibí claramente los latidos de mi corazón y seguidamente me permití el lujo de perder la paciencia.

—¡Te he dicho que bajes la escalerilla, patán! ¿Tan medrosos sois los hombres de Tushpa que teméis ser dominados por unas fuerzas inferiores a doscientos soldados? ¡Si me haces esperar, aunque sea otro medio cuarto de minuto, te cortaré la cabeza!

Por fin pareció penetrar en su confuso entendimiento la idea de que posiblemente no estaba tratando de intimidarle —¿qué hubiese ganado con ello sino verme conducido hasta el tajo del verdugo?— y ordenó que nos echasen las escalerillas de embarque.

Mi idílico estado había llegado a su fin y había vuelto a convertirme en soldado y diplomático. Me despedí de los salineros, con los que no había cruzado una sola palabra en mi idioma, y me dirigí a Tushpa.

A media tarde apareció ante nuestros ojos la ciudad, que podía catalogarse entre las más hermosas del mundo. Jamás había visto edificios tan grandes, totalmente construidos en piedra, y nunca volvería a ver otros tan deslumbrantes. Los templos y palacios de Egipto son vastos, de construcción muy artificiosa y grandiosos, pero sus infinitas hileras de columnas de color de arena resultan agotadoras. Tebas y Menfis son lugares en los que se aprende pronto a vivir sin fijarse realmente en ellas; sin embargo, Tushpa es una delicia constante, un joyel colorista, un lugar maravilloso. Esto se advierte ya desde sus murallas, tras las cuales se alzan paredes a franjas alternas de piedra negra y blanca, tan delicadas y majestuosas como una mujer de noble cuna.

Según descubriría posteriormente, el comandante de las naves urartu repartió a mis soldados entre las restantes naves y me acogió en su barco sin duda siguiendo la teoría de que las víboras son inofensivas cuando se les arranca la cabeza. No tenía por qué preocuparse, pues yo me sentí muy satisfecho de sentarme en su camarote y beber su vino, y cuando llegamos al puerto despachó a un mensajero a toda prisa para que informase de nuestra llegada y aguardó instrucciones.

De todos modos la espera no fue larga. Al cabo de una hora se abrió la puerta del camarote y apareció el propio señor Lutipri en persona, no menos sorprendido que mi involuntario anfitrión, al que despidió con brusco ademán. Se sentó frente a mí y me observó pestañeando como un mochuelo a la luz crepuscular.

—Señor Tiglath Assur —comenzó por fin—, aún no hace quince días que…

—Desde que cenamos juntos en Amat. Sí, señor. He venido a anunciarte una gran victoria. Los escitas se han retirado de las orillas del río Bohtán, aún empapadas en su sangre.

El astuto hombrecillo me observó en silencio entornando los párpados. Le sonreí como un muchacho que ha realizado una travesura, pero comprendió lo que estaba pensando. Al cabo de un instante se encogió de hombros como si se desechase un pensamiento trivial.

—Desde luego, príncipe, conociéndote tan bien, jamás se me hubiese ocurrido dudar de tu palabra, pero debes comprender que, mi soberano… En fin, no me atrevo a hablar de pruebas.

—¿Qué otra prueba quieres exigirme aparte el hecho de estar aquí vivo? —La sonrisa se convirtió en una mueca que desapareció de mis labios—. Si necesitas alguna otra prueba ve a visitar las tumbas recién cavadas a orillas del Bohtán y envía emisarios a los escitas, que actualmente acampan en las costas occidentales del mar Agitado. No me hables de pruebas, señor.

—¿En las costas occidentales? —El señor Lutipri se levantó sobresaltado de su silla—. ¡Pero ése es terreno de Urartu!

—Se lo he cedido…, deben instalarse en algún sitio, mi señor. ¿O acaso creías que iba a exterminarlos totalmente cuando sólo me había comprometido a expulsarlos del río?

—¡No tenías ningún derecho!

—Tenía el derecho que otorga la necesidad. ¡Y, además, tal ha sido mi voluntad!

El servidor del rey Argistis, que ya había recobrado su compostura y seguía sentado frente a mí, se limitó a encogerse de hombros de nuevo, lo que me demostró que era demasiado prudente para rebelarse ante un hecho consumado.

—Y ahora, mi señor… —proseguí—. Está pendiente la cuestión de las veinte minas de oro.

Aquella noche olvidamos toda posible diferencia. Mis soldados fueron alojados en el recinto de palacio y les facilitaron alimentos, bebida y mujeres, mientras que el rey celebraba un banquete en mi honor. Aquello significaba tan sólo que los urartu deseaban actuar prudentemente, que necesitaban ganar tiempo para considerar las actuales circunstancias y tratar de encontrar algún medio de eludir el pago de su deuda.

Sin embargo yo me sentía muy complacido porque ello me facilitaba una excelente ocasión de estudiar a Argistis y su corte de cerca. Estaba sentado a su lado, en su diestra, junto a aquel rey a cuyo padre mi abuelo obligó a quitarse la vida y le oía llamarme su amigo, su compañero en obras gloriosas, pero su visión provocaba en mí un estremecimiento íntimo de desagrado.

Como la mayoría de miembros de su raza, era alto, de esbeltez casi femenina. Aunque no tendría muchos más años que yo, en su barba se veían algunos mechones plateados y sus ojos tenían una mirada obsesionada, como si el peso de su cargo le abrumase en exceso.

Me pregunté qué le depararía el futuro. Estaba rodeado de enemigos y se decía que los nobles del reino intrigaban para derrocarle. ¿Se derrumbaría moralmente ante alguna calamidad hasta seguir el ejemplo paterno, hundiéndose una espada en el pecho o le evitaría ese trabajo cualquiera de sus nobles? En todo caso, creía verle rodeado de una especie de aura que parecía vaticinarle una muerte violenta.

Pero fuese cual fuese el tiempo que pudiese vivir, era evidente su decisión de rodearse de esplendor. El propio soberano Sennaquerib hubiese envidiado la opulencia de aquel banquete en el cual el más modesto de sus cortesanos aparecía ataviado con los más suntuosos bordados y muchos de ellos, comprendido el propio rey, lucían túnicas recamadas en oro y plata. Las paredes del salón donde se celebraba el festín eran de fina piedra verde, muy parecida al vidrio, y las mesas, de perfumado cedro. Amenizaban la velada músicos procedentes de Lidia y Egipto y cortesanas de cutis blanquísimo que bailaban con misteriosa habilidad ondulando el vientre y los senos a los acordes de las flautas. Las más hermosas se sentaban junto a los invitados del rey, expresándose en diferentes idiomas y ofreciéndoles dulcísimos dátiles, vino y sus encantos. Su propia risa tenía un sonido musical. La que me había sido destinada tenía los cabellos del color del cuero pulido y los ojos tan verdes como los higos maduros; su cuerpo olía a miel y a refinados ungüentos e introducía furtivamente su mano bajo mi túnica para acariciarme el miembro, que sin duda debía estar erecto como la hoja de una daga.

El rey Argistis parecía encontrar todo aquello muy divertido. Al final me puso la mano en el hombro e, inclinándose sobre mí, murmuró:

—Es una criatura muy singular, ¿verdad? Mi padre la adquirió para su harén cuando era lactante y ha consagrado toda su vida a complacerme. Más tarde la enviaré a visitarte a tus habitaciones…, como una pequeña muestra de la estimación que te profeso.

Le respondí con una sonrisa y una inclinación de cabeza. ¿Qué iba a hacer, puesto que no es posible desdeñar las muestras de aprecio de los monarcas? Pero no pude menos que preguntarme si aquel necio imaginaba que olvidaría mis veinte minas de oro por pasar una noche en brazos de una ramera.

—Te quedo sumamente reconocido por el trato que dispensas a mis soldados y a mí, señor. Con excepción del rey nuestro amo, somos tus leales servidores.

Al oír estas palabras el rey Argistis sonrió y me respondió con otra inclinación de cabeza. No era tan necio que no hubiese comprendido el significado de mis palabras.

—Y sin embargo tengo entendido que los escitas todavía se encuentran dentro de las fronteras de mi país, príncipe. ¿Cómo es eso posible?

—Con ello se garantiza tu propia seguridad, señor —repuse tal vez demasiado de prisa, como si hubiese preparado la respuesta—. A menos que establezcas una guarnición en la costa occidental, e incluso quizá aunque así lo hicieses, porque no luchan como mujeres, siempre tendrás que contar con la presencia de alguna de esas tribus. A mi parecer es mejor que sean ellos tus vecinos que otras gentes, puesto que han sufrido en sus carnes el poder de Assur. Su jefe Tabiti, hijo de Argimpasa, me considera su hermano y hemos cambiado un juramento de sangre que garantiza nuestra mutua lealtad. En tanto que los reyes de Nínive y el rey de Tushpa sean amigos, no tendrás ningún motivo de queja por parte de los escitas.

Pese a que Argistis captó rápidamente la amenaza que aquella promesa encubría, el rey Argistis sonrió de nuevo y desvió la conversación hacia otros temas.

Sin embargo, aunque se trataba del banquete de un monarca, las conversaciones que se celebraban en aquella mesa eran insulsas, insípidas, jactanciosas. El rey se refería a los éxitos de sus generales cual si fuesen propios, como suelen hacer todos los monarcas. Pero Argistis era único en su aparente incapacidad para distinguir entre los logros de sus servidores y los propios, que parecía considerar como una simple extensión de su propia voluntad. Ni siquiera mostraba bastante astucia para sentirse celoso. Diríase que se creía un ejemplar único en su reino, rodeado por bloques de madera en lugar de seres sensibles.

—Estuve muy acertado consiguiendo tu ayuda —me dijo al azar, sin darle importancia—, aunque no esperaba tan rápida victoria. Ahora esos bárbaros escitas habrán aprendido a temer a los poderosos urartu.

¿Acaso había olvidado la existencia del señor Lutipri o la mía propia? Y, por añadidura, cabía imaginar que los escitas habrían extraído consecuencias muy dispares.

Me constaba que el rey mi padre no ansiaba más conquistas, pero cuando reinase mi hermano sin duda volvería su ambiciosa mirada hacia el norte. Pensé que representaría una fácil victoria, casi un juego para Asarhadón, arrancarle las plumas a aquel pavo real.

Escarmentado ya de tratar con necios y canallas, aquella noche apenas probé el fuerte vino de Urartu. Sin embargo, varios de los presentes se embriagaron hasta tal punto que cuando intentaron montar a alguna de las cortesanas la borrachera les impidió satisfacer sus instintos. De modo que cuando el rey se retiró y todos nosotros quedamos en libertad de abandonar la sala, fuimos pocos los que logramos llegar a nuestras habitaciones sin necesidad de ayuda. Mas yo no me encontraba en tal situación. Me levanté de la mesa y me asomé a una terraza donde estuve respirando a solas el aire fresco de la noche, que me recordó, si acaso lo había olvidado, que no tardarían en llegar las nieves invernales, hasta que se disiparon de mi cabeza los vapores etílicos y me sentí tan fresco como un corderito.

De todos modos no siempre es conveniente estar sobrio. No me sentía solo ni decaído, pero… no sabía discernir exactamente mis sentimientos, salvo que experimentaba un gran vacío en el alma.

¿Qué me quedaba, pues, tras haber vencido a los enemigos del rey, mientras que mis soldados dormían apaciblemente en sus lechos? ¿Qué sería de mí? ¿Acaso quedaba vida en mi cuerpo?

Con todo, consideré que aquellos pensamientos eran propios de alguien que había estado desvelado demasiado tiempo y que siente el mal sabor del vino agriado en la boca. Me acostaría y al día siguiente contemplaría el mundo desde una óptica más optimista.

El rey Argistis me había destinado unos aposentos próximos a los suyos, excelentemente situados para que no pudiera escapar de su vigilante y observadora mirada. Al entrar en mis habitaciones me complació ver el brasero alimentado con carbones encendidos. Me había desnudado y lavado el rostro en una jofaina de agua fría cuando advertí la presencia de una muchacha que me observaba tendida en el jergón que me serviría de lecho. A decir verdad la había olvidado por completo.

Las sombras y la media luz prestan un encanto especial a todas las cosas, por lo que aún me pareció más hermosa allí tendida, apoyada en sus brazos mientras que sus senos, que se movían rítmicamente a impulsos de su respiración, me tenían hipnotizado. Me sonrió como si nos conociésemos de toda la vida y no tuviese secretos para ella. Aquella sonrisa me dio la impresión de encontrarme ante un gato que acorralase a un ratoncillo cuya captura considerase fácil.

—Mi señor está cansado —dijo en un tono suave como la seda—. Ven y refrescaré tu frente con mis manos.

«Sí —expresaba su sonrisa—, conozco las debilidades de los hombres». No tardé un instante en comprender que no sentía ningún deseo de recibir el contacto de aquellas frías manos.

—He bebido demasiado —le contesté—, me temo que perderíamos el tiempo.

La joven movió los hombros en un leve gesto de rechazo, como si pensase que en nada hubiese podido emplear mejor su tiempo que dedicándose a mí.

Me senté en un pequeño escabel de madera y la observé en silencio. Cuando le resultó evidente que esperaba que se marchase, se levantó del jergón y acudió a mi lado, se arrodilló junto a mí y me puso las manos en los brazos, rozándome la piel con los labios como por accidente.

¿Acaso no era yo un hombre? ¿No podía sentir nada, ni siquiera deseo? Sí, aquello fue lo que sentí. La cogí por los hombros y la miré largamente a la tenue luz. La estuve observando como si fuese un mapa de algún país desconocido y, por fin, la aparté bruscamente, de modo que cayó golpeándose contra el pavimento y me cubrí el rostro con las manos.

—¡Déjame! —exclamé con voz ahogada—. ¡No deseo herirte, pero déjame!

Percibí el roce de sus pies descalzos en el suelo y seguidamente el ruido de la puerta al cerrarse y, por último, reinó el más absoluto silencio.

«Deseo que nuestro amor se convierta en una maldición para ti —había dicho Asharhamat—. Espero que te atormente hasta la muerte».

Permanecí con los ojos abiertos hasta el amanecer.

A la mañana siguiente no recibí ningún aviso del rey. Sin duda se había reunido con sus ministros y servidores y escuchaba atentamente sus opiniones acerca de lo que debía hacerse. Por consiguiente, una vez hube visitado los cuarteles donde se habían alojado mis soldados, me consideré en absoluta libertad para pasear a solas por la gran ciudad de Tushpa y disfrutar de su milagrosa belleza como un extranjero anónimo.

Me pasé todo el día vagando por sus calles sin dejar de maravillarme. El templo del dios Khaldi, patrono de los urartu, estaba construido con grandes piedras que se levantaban en capas alternas negras y amarillas y sus puertas se hallaban enmarcadas en rojo granito. En la parte interior de las murallas y con los más vivos colores aparecía representado el ritual del culto a la divinidad, junto con imágenes diabólicas capaces de helar la sangre en las venas, y escenas cinegéticas y agrícolas. Aquella gente dominaba el arte de tallar la piedra; sus frisos realizados al estilo de Nínive eran sorprendentes; pero, aparte eso, habían descubierto el sistema de modelar figuras en relieve. La imagen de su terrible deidad era tan real que parecía que iba a moverse en cualquier momento, parpadeando entre el humo de las ofrendas que ardían a sus pies y mostrando los blancos dientes en una sonrisa. Los templos de los dioses menores, los palacios del rey y los nobles, arsenales y guarniciones, incluso humildes tiendas y hogares, exhibían una decoración exquisita y gran perfección de líneas. Pese a todo su poder, si los mismos dioses decidiesen algún día construir una ciudad para residir en la tierra como los seres humanos, no lograrían superar las maravillas de Tushpa.

Regresé al palacio del rey muy animado, disfrutando de esa singular alegría que nos invade cuando durante algunas horas nos liberamos de nosotros mismos y llegamos a olvidar nuestra propia existencia. Eso es lo que siente un hombre cuando juega con sus hijos o, según dicen, el artista que ha realizado su trabajo, el patrón de aquel artista o el campesino más sencillo contemplando una puesta de sol. Tal fue la sensación que me inspiró Tushpa, libremente, sin darse siquiera cuenta de que podía infundir tal sentimiento. Y no fue cosa de un instante, sino que se prolongó durante todo el día, y desde entonces amé siempre aquella ciudad y lamenté como una gran desgracia que estuviese gobernada por un ser necio y débil.

Cuando llegué a palacio encontré al señor Lutipri aguardándome en mis habitaciones.

—Ayer despediste a la muchacha —me espetó cuando nos hubimos sentado ante sendas copas de vino—. El rey se sorprendió y, debo confesarte, que se sintió ofendido.

—¿Se ofendió el soberano porque yo no tenía deseos de yacer con ella o porque debe pagarme veinte minas de oro, haya o no echado mi simiente en su ramera?

A Lutipri le pareció aquella una observación tan divertida que tuvo que cubrirse la boca con las manos para contener una sonrisa. Pensé que aquél era un modo diplomático de decirme que no debía expresarme con descortesía de su amo.

—Mi señor príncipe, debes comprender que es imposible reunir semejante suma en toda la ciudad de Tushpa. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Fundir las estatuas de nuestros dioses?

—Tushpa es rica y tu rey es poderoso. ¿Acaso no he tenido pruebas de ello? —Me encogí de hombros—. Sin embargo, el resto de mi ejército llegará mañana o tal vez pasado y no tardarán en caer las primeras nevadas invernales. Si al señor Argistis no le importa albergar un ejército extranjero compuesto por unos setecientos hombres hasta el deshielo primaveral, me conformaré con permanecer en Tushpa. En justicia, no puedo partir hasta que se haya cerrado el trato que ambos hicimos en nombre de nuestros respectivos señores. ¿Cómo atreverme a ello? ¿Cómo explicar semejante cosa al poderoso rey de Assur?

—¿Has dicho setecientos hombres?

—Sí, con sus caballos y efectos personales. ¿Acaso imaginabas que vencí yo solo a los escitas?

El señor Lutipri depositó su copa en la mesa y frunció ligeramente los labios como si el sabor del vino ya no le complaciese.

—Como recompensa —comenzó sin mirarme a la cara— y en prueba de su amistad, mi soberano está dispuesto a ofrecerte diez minas de oro.

—Y en derecho y como satisfacción de esa deuda, mi soberano se conforma con aceptar veinte.

—Considero que por el momento es inútil que sigamos hablando de esto, señor.

—Eso creo.

—Por tanto voy a dejarte.

Se levantó de su asiento y me ofreció su mano en prueba de amistad.

—Confío que mañana todos nos comportaremos más sensatamente —concluyó.

Aquella noche cené solo, preguntándome cuánto dinero podría sacarle a aquel astuto sirviente y a su necio amo. Decidí que no me detendría hasta llegar a quince minas, que después de todo era una suma considerable, pues no quería pasar el invierno en aquellas montañas. Era un shaknu del norte, no el gobernador de Tushpa, y en mi país me aguardaban otras obligaciones. Quince minas eran realmente una suma importante: me conformaría con ellas.

Y decidí que también me conformaría si el rey volvía a enviarme aquella noche a su concubina. Me estaba conduciendo con suma prudencia con su amo, pero la noche anterior había sido un gran necio rechazándola.

Desde que salí de Nínive no había tenido trato carnal con ninguna mujer. ¿Por qué? ¿Qué intentaba demostrarme a mí mismo? Había perdido para siempre a Asharhamat y tenía que encontrar el modo de seguir viviendo. Y un hombre que no conoce mujer sólo vive a medias: si regresaba, le haría justicia.

Pero no se presentó. Pasé la noche solo, muy descontento conmigo mismo.

Por su parte terrestre, los únicos accesos de Tushpa los constituyen escarpadas rocas, con senderos estrechos y tortuosos muy propicios para emboscadas y, en lo alto, las murallas de la ciudad son muy elevadas y están formadas de la misma piedra, de modo que, aunque un ejército pudiese asolar la campiña circundante, la capital resultaría inexpugnable. Eso ya lo sabía el Gran Sargón diez años antes de que yo naciese.

Pero el señor Sargón no había contado con un contingente de ciento cincuenta hombres dentro de la propia ciudad.

A fin de recordar tal cosa a los urartu, al instante en que recibí noticias de que había sido advertida la llegada de mi ejército ordené que se reuniesen las dos compañías que habían venido conmigo con el propósito de hacerlas desfilar hasta la gran plaza que se encontraba en las puertas de la ciudad, a la vista de las murallas, que desde luego no habían sido construidas para defenderse por la retaguardia, y allí aguardamos la llegada de mis camaradas. Éramos los invitados del rey Argistis: si nos atacaba, atraería sobre él la cólera del rey Sennaquerib, y yo estaba muy preparado para hacerle reflexionar sobre las dificultades de la situación.

El señor Lutipri, que se encontraba en lo alto de la muralla para presenciar la llegada de aquella especie de invasores, me invitó a reunirme con él. Mis oficiales tenían orden de observar desde la plaza, y me hubiera bastado con levantar un brazo para que ejecutasen mis instrucciones, pero él lo sabía tan bien como yo. Cuando nos estrechamos las manos pasó junto a nosotros una ráfaga de frío viento.

—En todo caso, príncipe, no es un gran despliegue de fuerzas —manifestó señalando hacia la línea de caballos y efectivos que se desplazaban por el fondo del valle en la lejanía avanzando hacia nosotros.

—No, no es un gran contingente…, sólo una parte del poderoso ejército que mi augusto soberano Sennaquerib tiene a su mando, una pequeña parte.

Los observamos en silencio por espacio de unos cinco minutos, al igual que eran observados por los soldados de Urartu que se encontraban en las murallas. Sin embargo, nadie intentó detenerlos cuando iniciaron su dificultoso ascenso por los senderos trazados desde hacía siglos en la superficie rocosa. Por fin el señor Lutipri me puso la mano en el brazo.

—Mi soberano es generoso —declaró—. Te has ganado su afecto y accede a entregarte catorce minas de oro.

Me volví hacia él con el rostro tan inexpresivo como una roca.

—Diecisiete —repuse.

—De acuerdo.

Nos estrechamos las manos y volvimos a ser amigos.

—Pero ¿sería posible que partieseis mañana mismo? —preguntó entornando los ojos mientras miraba a lo lejos—. No quisiera parecer inhospitalario, mas…

No pude contener la risa.

—Ni yo quisiera morir en la nieve cuando regrese a mi guarnición, señor. Sí, naturalmente, mañana mismo.

Y cumplí mi palabra. Las compañías que acababan de regresar de occidente y que sin duda esperaban disfrutar unos días de descanso, no estuvieron muy complacidas, pero ya nos encontrábamos en el quinto día del mes de Tisri y el aire soplaba como hielo. En las montañas el invierno siempre se anticipa.

Tardamos doce días en regresar. Al principio tomamos dirección oeste y cruzamos la cordillera Toprah hasta que nos encontramos con el nacimiento del Gran Zab. A continuación nos limitamos a seguir el curso del río. Era un largo camino, pero pronto dejamos atrás las montañas. La nieve ya se anunciaba en el aire cuando a un día de marcha de Amat encontramos el primero de los observadores de la guarnición, que estuvo una hora con nosotros y seguidamente partió al galope para anunciar nuestra llegada.

Aquella noche acampamos a menos de dos beru de la entrada de la guarnición. Hubiéramos podido dormir en nuestros lechos aquel mismo día, pero no quise que el ejército llegase desorganizado a la ciudad a medianoche, como una partida de vagabundos: aquellos hombres eran unos vencedores y deseaba que se sintieran como tales y que en Amat se comprendiera también así. Los soldados necesitan saber que son soldados y no animales de carga, de modo que una noche más dormimos en el frío suelo.

Y a la mañana siguiente entramos en la guarnición acompañados del redoble de tambores y entre los vítores de los ciudadanos. Aquéllos no eran los mismos hombres que habían salido de allí hacía un mes ni tampoco yo era el mismo. Éramos los soldados de nuestro rey y los servidores de nuestro dios que regresábamos victoriosos. Mientras cruzábamos la entrada de la fortaleza entre los gritos de «¡Assur es rey!», lo que a la sazón ya era cierto, y con un ejército a mi espalda, me sentía feliz y orgulloso.

Y también cansado. Me moría de ganas de encontrarme en mis habitaciones, tomar una comida caliente, darme un baño de vapor y dormir por lo menos doce horas.

Pero me encontré con algo que me liberó inmediatamente de mi cansancio, como por arte de magia. Se trataba de Kefalos.

Mi antiguo servidor apenas había cambiado, únicamente estaba más grueso. Llevaba una túnica magníficamente bordada y su barba castaña olía a mirra. Al verme se arrojó a los pies de su hediondo y sucio amo, a cuyas rodillas se abrazó.

—¡Señor…, loados sean los dioses!

—¡Respetable médico! ¿Qué haces aquí, en nombre de Adad?

Le ayudé a levantarse y, mientras enjugaba sus lágrimas de reconocimiento, porque no he visto a nadie tan proclive al llanto como mi esclavo Kefalos, aceptó que le sirviera una copa de vino.

—¡Ah, señor, a tu venerado hermano el marsarru no pareció gustarle el pequeño obsequio que le enviaste! Agitó violentamente ante mi rostro aquella horrible cabeza, la cosa más repugnante que he visto en mi vida, sosteniéndola por los cabellos mientras gritaba: «¡Puedes decir al señor Tiglath Assur cuando le veas que no tiene nada que temer de mí!». Pues bien, joven señor, no esperé nuevas sugerencias… Comprendí que Nínive había dejado de ser un lugar seguro, de modo que hice mi equipaje y te he seguido a este lugar salvaje.

Miró en torno con escaso entusiasmo.

¡Naturalmente, la cabeza! ¡Casi me había olvidado de ella! Pero no importaba. Me levanté y, conmovido, puse las manos en los anchos hombros de Kefalos, porque era una persona querida por mí.

—¿Y te has traído a todos los tuyos? —pregunté—. ¿Cómo encontrarás sitio para ellos en esta ciudad tan pequeña?

—En absoluto, señor… No me acompañan Filina ni el joven Ernos. —Se encogió de hombros y profirió un gemido como si aquél fuese un doloroso recuerdo—. Al final, señor, cuando me cansé tanto de sus abrazos como de sus continuas quejas, le permití que reanudase su antigua profesión de prostituta, en lo que obtuvo notable éxito y amasó suficientes riquezas para comprar su libertad…, como yo había previsto desde el principio, y pudiendo disponer asimismo de una dote tan crecida que incluso yo la hubiese encontrado atractiva si no la hubiese conocido tanto. Se ha casado con un comerciante de pieles de la calle de Ishtar, un pobre diablo. En cuanto al muchacho, temo que no le vayan demasiado bien las cosas. Marchó por ahí dispuesto a cortar cabezas. Le abracé riendo.

—¡Kefalos, tunante! ¡Cuánto te he echado de menos!…