Al día siguiente, de mutuo acuerdo, ambos bandos recogimos a nuestros muertos. Di orden de que se suspendieran los saqueos y que no se cortaran manos ni cabezas como trofeos. Nuestras pérdidas no llegaban al centenar, pero, entre los escitas, Ereshkigal había cosechado múltiples víctimas cuyos cadáveres cubrían la llanura como mies segada. Singularmente no parecían abrigar ningún resentimiento hacia nosotros: se diría que la derrota que les habíamos infligido sólo revestía para ellos la naturaleza de un desastre natural, impersonal, algo que debía soportarse, pero de la que nadie era culpable.
El jefe sacan Tabiti y yo habíamos acordado que nuestras fuerzas le seguirían en su retirada a las playas occidentales del mar Agitado. Aquel viaje se prolongaría durante tres días y mi intención era marchar en dirección este hacia Tushpa antes de que cayesen las nieves para regresar después a Amat. Aunque el señor Lutipri lo ignoraba, yo tenía intención de recoger mis veinte minas de oro. Puesto que había prohibido a mis hombres saquear al enemigo, vivo o muerto, no podía negarles su botín y la parte destinada al soberano proporcionaría el mantenimiento de la guarnición durante quizá dos o tres años. Aquélla, pensé, sería una excelente jugada a los urartu para que jamás olvidasen que no debían bromear con el shaknu del norte.
Pero primero debíamos sepultar a los muertos. Cavamos una larga zanja a orillas del Bohtán para que los camaradas que habían perdido la vida tuvieran la satisfacción de yacer en la tierra que habían conquistado con su sangre, viéndose acompañados de ofrendas de alimentos y bebidas para tranquilizar sus espíritus. Era una tarea sencilla que concluiría aquella misma tarde, porque la gente que vivía junto a las rápidas aguas del Tigris no abrigaba muchas esperanzas respecto a la existencia de otro mundo. Las obligaciones con los muertos sólo servían para garantizar que descansarían en paz sin alterar la existencia de los vivos.
Sin embargo no parecía ser tal la opinión predominante entre los escitas. En primer lugar, observando cómo reunían los cadáveres de sus guerreros, me sorprendió que no cavasen tumbas a uno u otro lado del río. En lugar de ello los introducían en grandes sacos de piel que cosían después y parecían tener muy a mano —sin duda cada uno de ellos lo llevaba consigo constantemente durante sus viajes hasta el día de su muerte— y seguidamente los cargaban en sus carromatos.
Aquella noche los supervivientes organizaron una extravagante ceremonia de duelo en la que danzaron alrededor de hogueras que resultaban visibles a gran distancia, profiriendo penetrantes chillidos que atravesaban el aire frío y sereno y hacían estremecer a hombres curtidos en los avatares de la guerra. Despaché a varios soldados para que espiasen secretamente y me informaron de que muchos escitas, sumidos en estado de trance, se habían autodisparado flechas a sus propias manos siniestras en aquella ceremonia funeraria, y en el curso de los próximos días vi a varios de ellos que presentaban semejantes heridas. Tales festejos fúnebres se prolongaron durante varias horas y concluyeron cuando comenzaba a despuntar el alba.
Y, al amanecer, la caravana de los escitas emprendió la marcha hacia el norte del mar Agitado.
En cuanto el último de sus carromatos abandonó el campamento, crucé el Bohtán con el pleno de mis huestes, pensando que sería conveniente que advirtiesen que les pisábamos los talones y recordándoles que regresaban a las montañas como un pueblo sometido. Deseaba asegurarme de que Tabiti había comprendido que no había escapado totalmente de mis manos.
Poco después de mediodía uno de sus jinetes regresó portador de una invitación de Tabiti, hijo de Argimpasa, a Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, para compartir aquella noche su cena en medio de su pueblo. Se proponían acampar al anochecer al pie de un punto elevado al que daba el nombre de Surti. Sin prestar oídos a las enérgicas objeciones de mis oficiales que temían que peligrase mi vida, acepté su invitación. El escita sonrió abiertamente al oír mi respuesta, como si se tratase de una victoria personal, y se despidió partiendo a galope tendido.
Acaso mis oficiales estuviesen en lo cierto, tal vez aquella gente fuese capaz de cualquier traición, pero no podía rechazar la propuesta sin que mi negativa hubiera constituido un insulto que representase la ruina de mis proyectos. Debo confesar que sentía demasiada curiosidad para permitirme una negativa.
Al anochecer partí con mi caballo al trote, introduciéndome sigilosamente entre la caravana de los sacan en busca de Tabiti, que como es natural viajaría a la vanguardia de la expedición. Aquel paseo serviría para revelarme muchos aspectos desconocidos de mis antiguos enemigos, y las escasas horas que pasé con ellos fueron las más interesantes de mi vida.
Por vez primera vi algunas mujeres escitas que seguían a pie los carromatos vestidas con gruesos y amplios faldones que llegaban al suelo y que habían sido teñidos con los más vivos colores, blusas de lino con amplias mangas que llevaban enrolladas hasta el codo y chalecos que adornaban con bordados y pequeños discos de oro y plata cosidos en la tela. Cubrían sus cabellos con chales, pero no el rostro, como las desposadas en mi país, por lo que pude verlas sin dificultad alguna.
Deduje que los escitas tomaban esposas de diferentes países ya fuese mediante permuta o conquista porque entre ellas se veían ejemplares de piel rojiza, cabellos negros y ojos felinos como la mayoría de hombres, y que ciertamente predominaban en las mujeres, y encontré muchachas de cabellos claros y cutis blanco, urartu de prominentes narices y barbillas que se hundían hacia adentro, una o dos mujeres negras y varias que hubieran podido proceder de Sumer.
Pero lo más corriente entre todas ellas, y lo que más vivamente me impresionó, fue la amargura de sus lamentaciones.
Todas ellas, sin excepción, mostraban su desesperación y gemían como si estuviera en juego su vida, las lágrimas corrían por sus mejillas y los cabellos les caían en desorden por el rostro. Sin duda eran las viudas recientes —¿por qué no se mostraba a la curiosidad pública las esposas de los supervivientes?—, y al principio se me ocurrió que los escitas debían de ser excelentes esposos para inspirar tales sentimientos. Pero más tarde pensé que aquel llanto, aquellos gemidos y sollozos no eran expresión de pesar, sino de temor, de un pánico cerval. ¿Acaso las asustaba lo que el destino pudiese depararles? Era un enigma para mí.
Advertí que todos los carromatos eran conducidos por muchachos, en su mayoría entre ocho y diez años, en los que era evidente la mezcla de razas. Pero no se veían otros niños ni mujeres, aparte las afligidas viudas. Los hombres iban a pie junto a los carromatos, sujetando a los caballos por la brida o montados en ellos.
Los sacan daban la impresión de ser tribus ricas. Sus caballos, aunque más pequeños que los nuestros, eran hermosos y robustos y, considerando las proporciones de quienes los acompañaban, calculé que cada familia tendría seis o siete y, algunos, muchos más. Hombres y mujeres demostraban gran afición a los ornamentos: eran muchos los que decoraban sus túnicas con los discos de oro y plata que había visto anteriormente, e incluso los que parecían más pobres lucían brazaletes de cobre. Bastantes hombres, por lo general más espléndidamente ataviados que las mujeres, vestían camisas y túnicas de una tela que destellaba a la luz como si fuese metálica, teñida en vivos colores, rojo, azul y verde. Más tarde me enteré de que a aquel tejido se le daba el nombre de seric por la gente que la fabricaba y que procedía de un país que se encontraba a muchos meses de camino hacia el este. También me dijeron que el hilo era tejido por gusanos que anidaban en los árboles, pero no pensé en dar crédito a semejantes infundios.
La gente me miraba cuando pasaba por su lado, con la curiosidad lógica que se siente hacia un extraño. Nadie intentó molestarme ni se mostró impertinente conmigo y tampoco demostraron el menor indicio de hostilidad hacia el comandante del ejército que tan sólo dos días antes había sembrado la muerte entre sus filas como un rayo. Al mismo tiempo tampoco me dio la impresión de que me temieran o se sintieran acobardados por su derrota. A decir verdad, eran una gente asombrosa.
—¡Bienvenido, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib! ¡Anunciad su llegada!… Esta noche acamparemos aquí.
Tabiti volvió hacia mí su montura y la obligó a detenerse. Ante aquella orden proferida en voz baja e inexpresiva, varios jinetes salieron a galope tendido en dirección a la caravana como si transmitiesen órdenes de ataque inmediato.
El hombre sonrió mostrándome su blanca y regular dentadura sin que me fuese posible aventurar las intenciones que ocultaba.
—Avanzamos a buena marcha —me dijo animadamente en el tono con que hubiera podido dirigirse a un amigo íntimo con el que hace meses que viaja, aunque sin ofrecerme su mano—. Pasado mañana acamparemos en las orillas del mar Agitado, supongo que cerca de mediodía. Agua y hierba son allí magníficos, aunque el mar está muerto. Es un espléndido lugar que jamás debimos haber abandonado.
—¿Por qué lo hicisteis?
El jefe de los sacan se encogió de hombros y exhibió de nuevo su felina y enigmática sonrisa.
—No es conveniente que nos instalemos demasiado tiempo en un sitio… Fíjate en los urartu. Tushpa es una espléndida ciudad con muchos siglos de antigüedad, sin embargo los hombres que la gobiernan dependen del rey de Nínive para su defensa.
—Yo vine aquí a defender al país de Assur, no al de Urartu.
—¿Es así realmente? —preguntó Tabiti hijo de Argimpasa enarcando incrédulo las cejas—. Entonces me pregunto qué otros asuntos pudo negociar su embajador en Amat.
—¿Estás enterado de ello?
—Sí…, aunque poco provecho logré obtener de tal conocimiento. Jamás hubiese sospechado que… Desplazas a tu ejército a gran velocidad, señor Tiglath. Supongo que habrás sido generosamente recompensado por tantas molestias.
—Me pagarán veinte minas de oro.
—¿Semejante suma?
Como movido por la sorpresa, el jefe de los sacan desmontó de su cabalgadura y tendió las riendas al muchacho que había conducido su carromato y supuse debía de ser uno de sus hijos. Le imité y ambos avanzamos por el camino que habían formado las ruedas de su caravana. Durante largo rato se abstuvo de hacer comentario alguno. Parecía abstraído en sus pensamientos, como si hubiese olvidado que no se encontraba solo.
—Entonces —comenzó al fin— me sorprende que hayas consentido en nuestro regreso. En Tushpa no se sentirán satisfechos al vernos. Acaso te retengan las veinte minas de oro si no fuiste bastante astuto para cobrarlas por anticipado.
—No me hubieran entregado tal cantidad por anticipado, pero sí me la pagarán ahora… No pienso darles otra alternativa. Además, no me importa que puedan sentirse molestos. Si deseaban echaros de estas tierras, que lo hubiesen hecho ellos mismos. Creo que mi señor de Nínive se conformará con que os instaléis permanentemente en el mar Agitado, confundiendo al rey Argistis con sombríos presentimientos.
—¡Pero si el rey decide obligarnos a abandonar el país…!
—Estoy convencido de que no será así. Dudo que tenga las fuerzas necesarias para ello. ¿Por qué iba a enviarme un emisario en tal caso? Creo que antes moriréis de úlceras de decúbito que seréis molestados por ellos.
—Y ahora, en lugar de un aliado, el señor Sennaquerib contará con dos que se odian mortalmente. Eres más artero que una serpiente, señor Tiglath Assur, no tienes nada que envidiar a los Scoloti.
Echó atrás la cabeza y profirió ruidosas carcajadas con las que celebraba su propia ocurrencia al tiempo que se llevaba las manos a la espalda como si intentara autorrefrenarse. Pese a ser un bárbaro, de pronto se me ocurrió que aquel hombre hubiera podido fácilmente gobernar un imperio, que en realidad podría hacerlo si los grandes de la tierra se descuidaban y descubrí que me agradaba enormemente, por lo que deseé no tener que arrepentirme nunca de no haberle quitado la vida.
—Y ahora vamos —observó, cogiéndome del brazo por encima del codo—. Charlemos, comamos y embriaguémonos un poco juntos. Tengo entendido que a tus oficiales no les gusta que estés lejos del alcance de su protección. ¿Acaso temen que vaya a envenenarte? ¿Imaginan realmente que iba a ser tan necio?
Los escitas no tenían conceptos muy complicados sobre comodidad. Tabiti y yo compartimos nuestro festín sentados en el suelo frente a un fuego del campamento comiendo pedazos de buey mezclados con mijo silvestre en un cuenco de cerámica que regamos con una bebida a base de leche de yegua fermentada llamada safid atesh, que significa algo, parecido a fuego blanco, de espantoso sabor, pero fortísima, que según entendí preferían con mucho al vino, que consideraban un lujo femenino.
El jefe de los sacan lo escanció para ambos de un recipiente metálico utilizando un cazo de cobre. El safid atesh se conservaba fresco en una bolsa mojada de piel de cabra. La única singularidad radicaba en nuestras copas, consistentes en unos tazones de plata maciza fijos en dos calaveras humanas cuyas bocas se mantenían cerradas con alambres plateados. Tabiti, que sostenía la suya insertando el pulgar y el índice en las cuencas vacías de los ojos, me explicó que aquéllos eran los restos de dos hombres que él mismo había matado en lucha cuerpo a cuerpo y que era costumbre entre los escitas distinguir de tal modo a un adversario notable.
—Éste —indicó sosteniendo su copa en el aire para que yo pudiese admirar su descarnada y sonriente expresión— era el primogénito del jefe de una tribu aria de escasa relevancia. Entonces yo tenía dieciséis años y le quité la vida con una daga cuando él había dado muerte a mi montura, partiéndome el tobillo. Se apeó de su cabalgadura creyéndose a salvo y en condiciones de poder recrearse conmigo, pero se entretuvo demasiado admirando su obra y le rajé el vientre, derramando sus tripas como pescado recogido en unas redes. El otro era un hombrecillo de poca monta que en una ocasión intentó cuestionar mi condición de jefe…, y convertí su cráneo en copa simplemente para escarmentar a su familia y que les sirviese de advertencia y supieran mantenerse en el lugar que les correspondía: en todas partes hay gente envidiosa.
Todo ello me hizo sospechar que si los avatares de la guerra me hubiesen sido adversos en el río Bohtán, seguramente también me habrían aserrado la tapa de los sesos y me habrían forrado el cráneo de plata.
—¿Por qué se lamentan de tal modo las mujeres? —pregunté con cierta curiosidad, aunque en realidad deseaba cambiar de tema.
—¡Ah! ¿Acaso te remuerde la conciencia? —repuso riendo y dándome un manotazo en el hombro porque ya estaba bastante bebido—. No tienes por qué preocuparte. Se lamentan porque deben seguir a sus señores al otro mundo: eso es todo.
—¿Cómo?
Lo había dicho con tanta sencillez que me costaba creer que hablase en serio, pero así era.
—¿Acaso vosotros no tenéis esa costumbre? —preguntó asombrado, abriendo los rasgados ojos hasta que alcanzaron un tamaño casi normal—. Sí, me ha extrañado bastante que tus hombres se tomasen tantas molestias enterrando a sus compañeros, pero en esta cuestión existen prácticas muy diversas. Nosotros creemos que los hombres deben llevarse consigo a la otra vida cuanto les ha servido de placer en ésta y por ello enterramos a los grandes guerreros con sus carromatos y sus bienes, comprendidos caballos y mujeres. Los caballos son degollados y ellas estranguladas, ignoro la razón de que exista tal diferencia porque se deriva de una antigua costumbre. En cuanto al ganado y las ovejas, los heredan sus hijos, puesto que no sería justo que quedaran en la miseria, pero sus mujeres los siguen a la tumba como siguen al carromato que traslada su cadáver.
Aquella noche regresé a mi campamento con muchas dificultades. El safid atesh, que, tras las primeras copas, dejó de parecerme tan repulsivo, era más fuerte de lo que había imaginado. Tabiti, viendo el lamentable estado en que me encontraba, me ofreció un lecho junto a su propio fuego, pero, comprendiendo que no podría responder de las acciones de mis soldados si no regresaba, decliné su invitación. Cuando llegué a mi tienda, creo que ya casi estaba sobrio, pero aquella noche dormí como un leño.
A la mañana siguiente, antes de amanecer, la caravana escita reanudó su camino hacia el norte y no tardamos en seguirla. Durante las primeras horas creí tener la cabeza llena de carbonilla, pero una vez me hube desayunado y respiré un poco de aire fresco me recuperé rápidamente. Las indisposiciones que puede sentir un hombre cuando está de campaña, lejos de los complicados problemas de la vida cotidiana, siempre tienen un límite; entonces todo es más sencillo y puede sentirse dichoso.
Y si podía aplicárseme a mí semejante máxima, otro tanto sucedía con mis tropas. A la sazón, habiendo superado la terrible impresión de la batalla, estaban totalmente transformados, o quizá se habían convertido en auténticos hombres. Habían recobrado la confianza en sí mismos y aprendido a comprender los límites del temor, lo que se evidenciaba en sus más insignificantes acciones, en el modo en que preparaban su equipo y cuidaban sus armas y en el trato que tenían entre sí y con sus oficiales. Habían encontrado la finalidad de sus existencias y ese descubrimiento los había liberado de su desidia, dejando de autodespreciarse. Ya nunca volverían a ser como antes. En el río Bohtán habíamos conseguido mucho más que una simple victoria.
De modo que mientras atravesábamos aquel agreste entorno, sin duda uno de los lugares más terriblemente hermosos de la tierra, me sentía muy satisfecho. Nadie me apremiaba y disfrutaba de paz espiritual para admirar los gigantescos abetos que se levantaban imponentes sobre nosotros como los muros de una prisión, para escuchar con casi infantil complacencia el rumor de los innumerables riachuelos que atravesábamos, de aguas tan rápidas y frescas que los dedos se entumecían a su contacto y de embelesarme cuando, de repente, el bosque se dividía ante una montaña de granito que parecía mofarse de nosotros como un dios indiferente. Comprendía fácilmente que los escitas fueran tan adictos a su existencia nómada, pues aquel día que marchábamos con ellos era imposible no sentirse dichoso.
Poco después de mediodía envié un emisario al encuentro de Tabiti y le invité a cenar conmigo. Más que un simple intercambio de cortesía deseaba volver a cambiar impresiones con él porque era un hombre de lo más singular.
Los ejércitos en marcha no pueden estar rodeados de lujos, por lo que envié a mi cocinero al campamento escita para adquirir todo el cordero que le entregasen por treinta siclos de plata, creyendo que me bastaría para agasajar a mi invitado y proveer a los soldados durante cinco o seis días de suministros de carne fresca, pero o bien los escitas concedían escaso valor a las monedas o el encargado de mi gestión era un mal negociante, porque regresó únicamente con doce cabezas de ganado, que tan sólo bastarían para alimentar a unos seiscientos soldados una noche. No obstante, aquella velada celebramos nuestro banquete y Tabiti, sentado en una silla forrada de piel, compareciendo ante todos como un rey rodeado de su corte, se llenó la panza de tan buena gana como yo esperaba.
Aquella noche bebimos menos y hablamos más, hasta que se extinguieron los últimos rescoldos de la hoguera, y tuve ocasión de enterarme de muchas cosas sobre las tribus escitas, acerca de su modo de vida y de sus relaciones con otros países nómadas. Tabiti me informó por qué, con excepción de las viudas condenadas a muerte, no había visto a ninguna de sus mujeres que parecían vivir constantemente encerradas en los carromatos de sus esposos y padres. El jefe de los sacan se volvía cada vez más comunicativo a medida que entraba la noche y me contó la historia de su vida y de los desplazamientos de su tribu hasta donde le eran conocidos. Me describió países y poderosas ciudades que se encontraban muy lejos hacia el este, que incluso su abuelo había conocido de oídas, haciéndome comprender que su mundo era más vasto que el mío, que las Cuatro Partes donde el rey Sennaquerib mi padre pretendía ser Rey de Reyes en nombre de Assur, sólo debían constituir un limitado reducto…, como un toro solitario en un campo podría imaginarse rey de la creación.
—Y tú, señor Tiglath Assur, ¿por qué eres más alto que los restantes miembros de tu raza y tienes la barba de distinto color, como arena mojada en lugar de negra? ¿Acaso por ser hijo del rey?
—No, porque mi madre es una jonia que recibió en su harén procedente de las islas allende el mar Superior.
—¡Ah, jonia! Eso explica muchas cosas. Algunos de mis súbditos han comerciado con los jonios con asnos, joyas y objetos similares. Son astutos y maliciosos. Siempre están urdiendo nuevos proyectos y han estado en todas partes y visto todo cuanto existe en el mundo. Sin duda a ello se debe que seas retorcido como una serpiente.
—¿Acaso la raza es hereditaria?
—¡Oh, sí! —repuso, mirándome como si hubiese formulado una pregunta pueril—. El lugar en que uno nace es puramente accidental; lo importante es cuanto tenemos dentro del pellejo. Aunque quizá, puesto que tan sólo es jonia tu madre, hayas llegado a convertirte en algo parecido a los habitantes del río, que se conforman con hundir los pies en el barro. Las madres apenas cuentan: la mía fue una campesina que mi padre raptó de su aldea en las orillas del Ponto Euxino y, sin embargo, mírame, no parece haberme afectado en absoluto.
Me observó de reojo, al parecer preocupado de que sus palabras hubiesen podido ofenderme. Le tranquilicé con una sonrisa.
—¡Ah, este vino de Urartu! —prosiguió—. Ya lo había probado antes, en una incursión que hicimos por las proximidades de Tushpa. En realidad no es muy malo, y cuando has trasegado bastante puedes acabar embriagado.
—Has acertado —repuse—. El vino es de Urartu. Fue parte del soborno del rey Argistis, en total cien jarras.
—¿Tan sólo cien jarras? Una cantidad tan ínfima es casi insultante.
—Espero obtener algo más próximamente.
Tabiti sonrió con fiereza, recordando las veinte minas. Sus ojillos se convirtieron en dos hendiduras y me asió del brazo con férrea mano, estrujándomelo como si se propusiera romperlo.
—Harás bien en quitarles su oro si puedes conseguirlo, pero no fíes demasiado en ese monarca ni en ninguno de sus súbditos… Un hombre prudente no construye su carromato con maderos podridos.
Debí de parecer sorprendido porque soltó mi brazo y bebió largamente sin apartar sus ojos de mí.
—Si piensas detenerte en Tushpa de regreso a tu hogar, no tardarás en comprobarlo, señor Tiglath.
Al día siguiente, tan sólo una o dos horas después de mediodía, como había previsto el jefe de los sacan, llegamos a las salobres aguas del mar Agitado. Y allí, inesperadamente, tuvo lugar una peculiar y conmovedora ceremonia ante los guerreros de ambas naciones. En cuanto desmonté de mi cabalgadura, Tabiti ordenó que le llevaran una de sus copas, la asió hundiendo el pulgar y el índice en las cuencas de los ojos y la levantó en el aire para que todos pudieran verla.
—Declaro que desde esta fecha el señor Tiglath Assur, hombre valeroso y príncipe de sangre real, es mi hermano —gritó—. Y, en prueba de ello, le invito a compartir el juramento de sangre de los escitas.
Ordenó que llenasen de vino su copa y seguidamente, desenfundando la daga de su cinto, cerró el puño en torno a la hoja y abrió por último la mano mostrando la palma totalmente abierta. De la herida manaba abundante sangre, que no intentó restañar sino que, por el contrario, la vertió en el vino en cantidad.
Y, a continuación, con gran solemnidad, me ofreció el arma.
Aquélla era una de esas ocasiones en que debe actuarse con rapidez, instintivamente y sin ponerse nervioso porque nada hay más terrible que autoinfligirse una herida. Apreté la daga en mi puño bruscamente, presa de gran agitación. Cuando abrí la mano me sentí aliviado al comprobar que el corte, que comenzaba en el dedo pulgar, no había profundizado hasta el hueso. Vertí mi sangre en el vino y envolví seguidamente la herida con un trapo. Por entonces estaba empapado en un sudor pegajoso y sentía punzadas de dolor hasta el codo, pero ya había superado la prueba.
Tabiti, hijo de Argimpasa, se llevó a los labios la copa y bebió largamente y yo le imité. Cuando ambos hubimos concluido, los escitas se golpearon el pecho con la parte plana de sus dagas y prorrumpieron en exclamaciones de aprobación, como graznidos de buitres. Mis soldados, para no ser menos, levantaron sus armas gritando: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey!». Al final nos sentíamos muy satisfechos unos de otros.
—Todos los hombres de verdad son hermanos, y este mundo es un lugar extraño —dijo el jefe de los sacan—. Recuerda este juramento cuando necesites a tu hermano.
Me estrechó la mano y, al mirar su rostro, se me nublaron los ojos recordando a Asarhadón, a la sazón marsarru, que un día sería mi rey y señor. Mi hermano Asarhadón, mi amigo, con quien compartía el lecho mi amada.
«Todos los hombres de verdad son hermanos». Aquel hombre salvaje y extraño creía sinceramente en sus palabras y las había hecho realidad. A decir verdad, el mundo era un lugar extraño.
¿Cómo describir el mar Agitado? Hasta aquel día jamás había visto semejante extensión de agua. Me parecía como si hubiese alcanzado los límites más lejanos de la tierra. Creía encontrarme en las orillas de aquel enorme río que rodea el mundo en infinito abrazo. Más allá acaso no hubiese nada. Por mucho que forcé la mirada no logré distinguir ninguna playa al otro extremo de aquella azul extensión acuática.
—Me has engañado —dije a Tabiti en tono de chanza—. Si embarco en estas aguas, desapareceré para siempre en sus confines.
—No temas: a los dos días de navegación, si cuidas de mantenerte a la derecha de la playa, arribarás a Tushpa. No sabes lo que daría por ver el rostro del rey Argistis cuando tenga conocimiento de tu llegada.
—Es imposible que salga con vida de ese desierto marino. A propósito, ¿por qué se le conoce como el mar Agitado?
—En estas montañas sufrimos muchos terremotos y, cuando se producen, las aguas del mar se mueven muchísimo. Mas en tales ocasiones los hombres corren igual peligro en el mar que en la tierra.
—Tus palabras me inspiran mucha confianza. Bien sabes que los hombres de Assur no somos marinos.
—Permite que te muestre algo que disipará tus temores —buscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó de él una punta de flecha de cobre—. Fíjate.
Arrojó aquel objeto en el agua —nos encontrábamos a pocos pasos de la orilla—, que se sumergió con un leve chasquido y desapareció de nuestra vista.
—Adelántate y observa —añadió con una sonrisa que ocultó por completo sus ojos felinos.
Jamás hubiese creído que pudiera suceder algo semejante si no lo hubiese visto con mis propios ojos: al cabo de unos segundos aquel objeto apareció de nuevo en la superficie flotando como una astilla de madera.
—¿Cómo es posible? —exclamé—. ¿Ha sido cosa de magia? ¿Has obrado algún encantamiento?
—Si existe algo de magia, no es cosa mía. Aunque desconozco la razón, aquí flota cualquier fragmento de materia e incluso el cuerpo de un hombre.
Me adentré en las aguas hasta mojarme las pantorrillas para recoger la punta de flecha. Algunas gotas me salpicaron las manos y la herida me escoció como si me hubiese picado una avispa, obligándome a proferir un ruidoso juramento.
—Acaso sea esta calidad salobre la que hace flotar toda clase de objetos —prosiguió como si recordase en aquel momento tal hecho—. Aunque no comprendo por qué debería ser así. El gran mar que se encuentra al oeste también es salado, pero si arrojas a él un trozo de metal se hunde como una piedra.
—¿Sugieres tal vez que puedo llegar flotando a Tushpa con, un ejército de más de seiscientos hombres y que los caballos y demás efectos flotarán como si fuesen de corcho?
—No. Envía la caballería y los animales de carga por tierra, dando un rodeo y llegarán más ligeros que si arrastran tras de sí a una multitud de soldados de infantería. Alquila cierto número de barcos de los saladores que residen aproximadamente a una hora de camino hacia el norte y ellos podrán transportarte con unos cuatrocientos hombres más hasta Tushpa en menos de dos días, y cuando estés apremiando a su soberano para conseguir tus veinte minas de oro, el resto del ejército habrá llegado a las puertas de la ciudad para reforzar tu elocuencia.
—Sí, me parece muy acertado. —La mano aún me escocía, pero aquello ya me parecía una nimiedad—. Lo creo muy acertado. Eres un tunante y un ladrón, pero no eres ningún necio.
Se rió golpeándose los muslos, muy complacido conmigo y consigo mismo.
—El señor Tiglath Assur aprenderá algún día que los soberanos solos se engrandecen. ¿Qué diferencia existe entre un ladrón y un poderoso monarca? Que el ladrón únicamente roba fruslerías.
Aquella misma tarde Tabiti y yo fuimos a caballo hasta el poblado de los salineros y nos sentamos en la cabaña del anciano del lugar, compartiendo con él una repugnante pócima que sabía a intestinos de pescado, mientras concretábamos las condiciones de nuestro transporte a Tushpa. Fue un proceso tedioso… Tabiti, que se expresaba en su lengua, regateaba como un tratante de alfombras, mientras que el anciano se mesaba la blanca barba y se lamentaba de su pobreza con palabras que no requerían traducción. Yo me limitaba a escucharlos, frunciendo el ceño de impaciencia de vez en cuando y tratando de parecer un despiadado e implacable conquistador que podía pasar a sangre y fuego toda su colonia si mostraban más avaricia de la que estaba dispuesto a tolerar.
Al final llegamos a un acuerdo con el viejo bandido, que se volvió hacia mí mostrando sus negros y escasos dientes en una amplia sonrisa de aprobación. Sólo debería pagarles a él y a sus barqueros veinte siclos de plata por cuatro días de trabajo, suma sin duda muy superior a la que lograrían obtener durante un año trabajando en las salinas. Partiríamos a la mañana siguiente con dos compañías de infantería y su equipaje.
Aquella última noche celebramos cautamente nuestra despedida con los sacan. Mis soldados habían llegado a confundirse libremente con aquellos bárbaros nómadas, pero estaban en guardia, procuraban beber poco y se mantenían apartados de sus carromatos y mujeres porque les había puntualizado claramente que pasaría por las armas a quienquiera que provocase un derramamiento de sangre. Era difícil adivinar hasta qué extremo llegaba la hospitalidad de aquellos hombres y, puesto que entonces ya eran nuestros aliados y podían sernos útiles en el futuro, no deseaba tener problemas con ellos, e intuía que Tabiti también mantenía a raya a sus gentes de igual forma y por idénticas razones.
Aunque entre nosotros reinaba gran amistad y mutuo respeto, tenía la clara impresión de que no le importaría perdernos de vista a mí y al ejército que yo dirigía.
Al amanecer, cuando los salineros hubieron aparejado sus barcos y nuestros soldados embarcaron, algunos de ellos pálidos de terror, zarpamos hacia Tushpa.