A la mañana siguiente, en un callejón situado en la parte posterior de un burdel, apareció el cadáver de un soldado que llevaba atada en el cuello la cuerda con que había sido estrangulado. Le habían despojado de su uniforme y la mujer que vivía con él logró identificar la prenda que vestía el asesino al descubrir un remiendo que ella misma había hecho en su capa.
Di orden de que en lo sucesivo cualquiera que entrase en la fortaleza utilizase un santo y seña que se cambiaría diariamente y traté de echar tierra al asunto: el aviso que había enviado a Nínive sería mi mejor protección contra cualquier otro posible asaltante nocturno, y un comandante no debe excederse en las medidas destinadas a proteger su propia vida.
Además tenía otros asuntos en que ocuparme y durante algún tiempo, quizá unas semanas, me vería obligado a ausentarme de la guarnición acompañado de soldados en los que por lo menos podía confiar que no intentarían degollarme mientras durmiese. Las actividades regulares de la vida militar constituían en sí mismas una especie de refugio.
De modo que al día siguiente de que el cadáver del asesino hubiese sido expuesto a las tropas en formación, monté en mi caballo, proeza digna de consideración puesto que todavía llevaba las manos untadas con bálsamo y vendadas, y al frente de las compañías tercera, cuarta y sexta partimos hacia las montañas para realizar maniobras.
Siempre, durante mi vida de soldado, he disfrutado con los ejercicios que se practican en tales ocasiones. Es un género de vida muy saludable en el que se trabaja, se come y se duerme. Las tareas únicamente pueden realizarse de un modo, no caben ambigüedades ni falsas interpretaciones. Cuenta en primer lugar la pericia del guerrero, por lo general un hombre sencillo y que disfruta de la compañía de otros semejantes que contemplan el mundo desde una óptica muy similar a la suya. Yo soy muy experto con la jabalina y el arco, excelente auriga y jinete y regular en el manejo de la espada, tales eran mis condiciones como soldado. Mis hombres estaban predispuestos a creer en mis dotes de mando y, por añadidura, prescindiendo de escalafones, habían decidido que me comportaba como uno de ellos: nada más afortunado que esta especie de aceptación tácita. Por lo menos yo no aspiraba a otra cosa.
Las maniobras se desarrollaron perfectamente. El dios había dispuesto que su anterior comandante hubiera sido destinado a Amat hacía tan sólo un año y, por tanto, únicamente había contado con aquel tiempo para sembrar entre ellos la desidia y la indisciplina y los hombres recobraron rápidamente sus habilidades marciales. Pero formábamos un ejército que carecía de enemigos a quienes enfrentarnos. Mas esta situación no iba a prolongarse indefinidamente. Cuando hubimos traspasado los límites de nuestras fronteras y comenzamos a internarnos en las grises y estériles montañas que constituían una tierra sin ley, casi cada noche, montando guardia o reunidos en torno al fuego, nos sentíamos observados por aquellos seres salvajes y extraños que vivían en tiendas hechas de pieles y que no reconocían la soberanía de ningún monarca, y como comprendían que algún día nos enfrentaríamos en combate, nos examinaban tratando de medir sus fuerzas con nosotros, mientras yo me preguntaba qué impresión debíamos producirles.
Cuando regresamos a Amat me encontré con un emisario del rey de Urartu que había acudido a parlamentar conmigo acerca de la guerra.
Urartu había sido una potente y gloriosa nación que se había debilitado bajo el imperio del Gran Sargón. Según podía recordarse, había reinado sobre una liga de estados septentrionales que se extendía ininterrumpidamente hasta el mar Superior, pero en el quinto año de su reinado el gran rey conquistó Carquemish, tras bloquear el paso sobre el Eufrates y dividir la liga en dos partes. Después, al cabo de un año, tras someter a su yugo a los países occidentales, el soberano Sargón marchó sobre los dominios del monarca Rusas, que salvó su vida refugiándose tras las murallas de Tushpa, su inexpugnable capital, limitada en sus tres cuartas partes por escarpadas rocas y, en la cuarta, por el mar Agitado. Pero el señor de Assur asoló el país, capturando el tesoro real y exterminando a millares de súbditos de Rusas. Éste se suicidó abrumado por el pesar y, durante el reinado de su hijo, el país se convirtió en un humilde estado vasallo que enviaba tributos a Nínive y erigía imágenes de Assur en sus templos más importantes, junto a las de Khaldi, su diosa principal.
Pero con el tiempo aquella gran victoria de Sargón se había convertido en algo muy similar a una derrota, porque Urartu, que había servido como muralla protectora contra los nómadas del norte, estaba demasiado debilitada para enfrentarse a ellos sin ayuda. De ese modo, a no ser por las guarniciones que a la sazón tenía a mi mando, cimerios, escitas y otras importantes confederaciones tribales se habrían precipitado desde las montañas para solazarse en los verdes valles del Tigris. Liberándonos de un enemigo, el Gran Sargón había abierto camino a los demás.
El emisario era un hombre delgado que frisaría los treinta y cinco años y de estatura unos tres dedos inferior a la mía, pero que seguía superando a los hombres de Assur. Tenía la tez oscura de los sumerios, ojos negros y brillantes, gruesa y carnosa nariz y la breve barbilla característica de los individuos de su raza. Exceptuando el forro de piel de su capa, suplemento muy útil en aquellas latitudes, vestía al estilo de Nínive, como todos los hombres de Urartu que yo había conocido, porque, aunque con diferente idioma, su cultura y costumbres estaban tan influidos como los nuestros por Babilonia.
Aquella noche invité a mi huésped a compartir mi sencilla cena de soldado para que pudiera comprobar que las cosas habían cambiado en Amat y le rogué que me aguardase mientras me daba un baño de vapor para liberarme del polvo de veinte días de maniobras y del hedor a animal de carga que despedía. Mientras él esperaba y yo me bañaba con agua caliente, mis oficiales se reunieron conmigo en la casa de baños y entre nubes de vapor me informaron de todo cuanto habían oído o imaginaban sobre las causas por las que el rey Argistis habría considerado oportuno enviar a un embajador desde Tushpa para compartir el pan y la carne con el nuevo shaknu del norte.
—Quizá ni siquiera le envíe Argistis: tal vez sólo trate de ganarse tu colaboración para destronarle. Dicen que el rey ha heredado la vena de locura paterna.
—Tal vez trate de conseguir una reducción de los tributos que se les impusieron.
—No importa cuáles sean sus propósitos: confío que venga dispuesto a sobornarnos espléndidamente.
Pero con gran decepción por mi parte, el único soborno que nos ofreció fue un centenar de jarras de vino nairi de los viñedos que crecían a orillas de mar Agitado y que era sorprendentemente dulce y fuerte. El hombre —que se llamaba Lutipri— y yo desprecintamos varias jarras aquella noche y nos embriagamos moderadamente, por lo que, como era de esperar, nos hicimos grandes amigos.
Pero la amistad de los diplomáticos y su inocente embriaguez tienen sus límites. La mente de Lutipri jamás estuvo tan turbada como parecía y en ningún momento olvidó el objeto de su visita. Nos encontrábamos sentados en un banco del porche calentándonos las rodillas con un brasero y respirando el aire fresco de aquella noche estrellada, tratando de purificarnos los pulmones para poder seguir bebiendo hasta que nuestros servidores tuvieran que conducirnos a nuestros respectivos lechos, cuando él servidor de Argistis me dijo:
—Su majestad, mi soberano —comenzó apoyándose en mi brazo como si se dispusiera a confiarme un importante secreto—, tan poderoso que su palabra es ley más allá del río Bohtán, desea informar a su querido hermano Sennaquerib de que los escitas se comportan cada vez con mayor osadía en el país de Shupria, donde han establecido asentamientos e incluso se jactan de haber conducido sus caballos hasta las orillas occidentales del mar Agitado.
—No creo que hayan disfrutado mucho con tal travesía, porque tengo entendido que sus aguas son salobres y no potables.
—No obstante han venido y el rey mi señor reivindica sus derechos sobre todas las tierras ribereñas de esas aguas. No puede arriesgarse a que las tribus montañesas se encuentren a menos de dos días de navegación de su capital.
Consideré sus palabras unos momentos, contemplando los encendidos carbones del brasero —me había aficionado mucho a él desde que me salvó la vida—, y deseé que la cabeza dejase de zumbarme como un avispero para poder concentrarme en mis pensamientos; al pronto sentí grandes deseos de acostarme.
—Por consiguiente deduzco que el poderoso Argistis, cuyo valor es de todos bien conocido, habrá enviado una expedición de castigo contra esos insolentes bárbaros y que en estos momentos habrán sido barridos como paja.
Mi interlocutor no respondió. Volví a llenar su copa con una de las jarras que me había regalado, felicitándome por seguir conservando el juicio para dar respuestas tan poco comprometidas, puesto que el señor Lutipri, que se removía inquieto en su silla y contemplaba con desagrado el vino que le había servido, tan descontento parecía de mis palabras.
—No hubiera sido conveniente tomar tal iniciativa —declaró por fin—. Como sin duda sabrás, en las fronteras del este nos presionan los cimerios, los medas e incluso los mannei. Ciertamente que todos ellos juntos no representan ningún peligro para nuestras gloriosas tropas, pero no por ello son menos perseverantes. Ellos constituyen una amenaza para nosotros (y también para vosotros) más directa que los escitas. Para disuadir a esos salvajes bastaría con una sencilla expedición de castigo.
—Aun así, no veo en qué puede afectarnos. Sin duda vuestro soberano dará buena cuenta de ellos en breve, y mientras no hayan cruzado el río Bohtán hacia el sur…
—Sí, pero…, verás…, ya lo han hecho así.
Me había atrapado. ¡Sí, había caído en la trampa! Aquello me serviría de lección. Aún no era tan prudente ni maduro para poder jugar con las víboras.
—Estamos a mediados del mes de Elul —repuse quizá algo precipitadamente—. Dentro de un mes comenzará a caer la nieve sobre las montañas. No hay tiempo para emprender una campaña…, ni siquiera una expedición de castigo.
—Ese lugar se encuentra más abajo de la costa occidental. Rodeando las montañas un ejército podría llegar allí en unos diez días, efectuar un ataque relámpago y tomar nuevamente dirección sur hasta el nacimiento del río. Tu audacia es de todos bien conocida, Tiglath, así como la derrota que infligiste a los uqukadi y la astucia que demostraste para abrir las puertas de Babilonia y conseguir el dominio de la ciudad. Para ti ésta sería una operación insignificante.
—Tu madre te amamantó con el veneno de los escorpiones, señor Lutipri.
Al día siguiente volvimos a tratar extensamente del tema y en esta ocasión ambos nos encontrábamos sobrios. Me lamenté de los peligros que entrañaba semejante aventura y al final le arranqué la promesa de que el rey de Tushpa entregaría al señor Sennaquerib veinte minas de oro para compensar nuestros esfuerzos de hacer retroceder a los escitas al otro lado del río Bohtán, pues a nada más podía comprometerme teniendo en cuenta que en aquellos momentos prácticamente había concluido la estación propicia para emprender campañas militares. A todo ello accedió el señor Lutipri bastante rápidamente, puesto que me abstuve de concretar las condiciones en que se realizaría el pago. Un día después emprendió viaje de regreso a su país y yo hice todo lo posible para darle la impresión de que me consideraba ignominiosamente engañado.
Lo cierto era que me sentía muy complacido. Aquel proyecto potenciaría mi imaginación: era precisamente lo que necesitaba la guarnición de Amat para despertar de su letargo y, por añadidura, exactamente lo que yo les había prometido. A la mañana siguiente, tras la primera conversación sostenida en estado de embriaguez con el astuto emisario del rey Argistis, ordené movilización general.
La expedición al país de Shupria no sería empresa fácil. Seguiríamos el curso del Tigris superior evitando siempre que nos fuese posible las montañas hasta que alcanzásemos el extremo de la cordillera Judi Dagh, en que tomaríamos dirección norte, aunque aquélla era una región muy accidentada. En los mapas de que disponía aparecían escasos detalles, por lo que me vi obligado a confiar en aquellos de mis hombres que procedían de tales zonas. No obstante tenía la certeza de que los carros que me proponía llevar deberían ser desmontados y cargados a lomos de los caballos, lo que retardaría nuestra marcha y que ésa sería la mayor velocidad que podríamos conseguir. Según Lutipri alcanzaríamos nuestro destino en unos diez días, lo que sin duda significaba que podríamos considerarnos afortunados si llegábamos en doce. Por mi parte había decidido que nos encontraríamos en la costa sur del río Bohtán en ocho.
—¿Te llevarás las compañías tercera, cuarta y sexta, rab shaqe?
—Sí, desde luego. Por el momento son las más aguerridas.
—Pero tras las maniobras necesitan descansar, rab shaqe… También tú necesitas un descanso.
—Pasamos quince días en las montañas. ¿Qué campañas duran más de ese tiempo? Partiremos cuando se haya perdido de vista ese embaucador urartu, de modo que tendremos bastante tiempo para recuperarnos. Iniciad los preparativos.
Mis oficiales desistieron de formularme objeciones cuando comprendieron que no pensaba escucharlas y que me había propuesto entrar en combate antes de que comenzasen las nevadas. Sabía perfectamente lo que me hacía: una guarnición paralizada por el invierno es un lugar espantoso para aquellos que comprenden que existe algo distinto a la paz. Los soldados deben aprender que todo se hace por alguna razón y que se entrenan para la guerra porque tal es la finalidad de su existencia. Y semejante cosa únicamente la creerían cuando vieran destellar bajo el sol las espadas del enemigo. No tenía la menor intención de permitir que la fortaleza de Amat se ulcerase como la llaga de una persona en decúbito.
Me proponía dejar a un tercio del ejército en la guarnición porque una gran expedición, al igual que una gran serpiente herida, no puede cubrir velozmente grandes distancias. Me acompañaría mi quradu y siete compañías: si con ellos no lograba la victoria mayor número de soldados sólo significarían más cadáveres con que alimentar a los cuervos. Al amanecer del decimosexto día de Elul partí de Amat al frente de muchos hombres, la mayoría de los cuales ni siquiera hacía un mes que estaban a mi mando.
Cuando los soldados están de campaña llevan una existencia más dura que la de los propios esclavos y aquella marcha a lo largo de casi cuarenta beru de páramo accidentado y sembrado de rocas fue una prueba tan terrible como una batalla. El primer día en que los hombres aún se sentían frescos, cubrimos siete beru, y cuando aquella noche hice una visita de inspección por el campamento, a los soldados que se reunían alrededor de los fuegos ni siquiera les quedaban fuerzas para maldecirme. Al segundo día, cuando habíamos cubierto seis beru, apareció a nuestros ojos el río Tigris, una cinta luminosa y brillante que discurría perezosa en la distancia. Aunque los días tercero y cuarto mantuvimos un promedio de cinco beru, llegaron a mis oídos muchas murmuraciones, especialmente en la cuarta jornada, e hizo un tiempo horrible en el que los hombres hubieran debido guarecerse en sus tiendas.
A decir verdad, en aquellos momentos sentía cierta inquietud porque temía más que nada que el despertar del invierno nos sorprendiese en el campo, lo que significaría una muerte cierta. Aquello me ponía de muy mal humor, como si estuviese sometido a una vaga e inconcreta amenaza. De modo que anuncié a los hombres que nos hallábamos bajo la protección del dios Assur, que perdonaría todos nuestros pecados, y de mi sedu, que era muy poderoso. Muchos acabaron por creerlo al ver que no éramos asaltados por el camino ni azotados por ninguna plaga…, mas no por ello cesaron en sus lamentaciones, que es lo mínimo que puede permitirse a un soldado, aunque no volvieron a imaginar funestos presagios.
Debíamos levantarnos cada día aún de noche porque yo había ordenado que las marchas comenzasen al amanecer, aunque los hombres aún no se hubiesen desayunado. A mediodía les autorizaba una hora de descanso y luego proseguíamos nuestro camino hasta casi anochecer. Para no suscitar rencores también yo iba a pie, utilizando mi caballo como animal de carga y había ordenado que todos los oficiales hiciesen lo mismo.
A mediodía de la octava jornada, mientras los hombres descansaban, regresaron unos observadores con la noticia de haber visto el río Bohtán tras la siguiente cadena de la cordillera y, a sus orillas, en verdes praderas, muchos carromatos acampados y gran número de cabezas de ganado. Así pues, Lutipri no me había mentido: era bien sabido que entre todos los pueblos nómadas únicamente los escitas viajaban con carromatos.
Dispuse que acampásemos en el mismo lugar donde nos encontrábamos, pues los hombres estaban agotados y no sé encontrarían en condiciones de luchar por lo menos durante un par de días, y no deseaba que nuestros enemigos descubriesen nuestra presencia hasta entonces; pero no permití que encendieran fuego ni que nadie, exceptuando los vigilantes, se aproximara a la cumbre de la colina. Debíamos aguardar, descansar y permanecer a la expectativa.
Aunque no me costó demasiado mantener a raya a mis soldados, que en su mayoría se sentían muy satisfechos de instalarse en un lugar, yo no podía contenerme. En breve me enfrentaría a aquellos nuevos adversarios de quienes tanto se hablaba y tan poco se sabía, puesto que los escitas no eran conocidos por aquellas montañas, desde hacía tanto tiempo infestadas de tribus nómadas que se empujaban unas a otras en sucesivas oleadas, desplazándose constantemente hacia el oeste. Nadie, ni siquiera ellos mismos, sabía de dónde procedían aquellas tribus y qué pautas habían regido sus migraciones.
Dejé mi caballo en el campamento y ascendí hasta la cumbre de la montaña. Pasé toda la tarde sentado sobre una enorme roca observando cómo apacentaban aquellas gentes sus animales en las verdes praderas y cómo se afanaban en los múltiples quehaceres de su singular existencia.
Los escitas, al igual que los cimerios, los mannei, los medas y los uqukadi entre otros, son un pueblo de pastores cuyos desplazamientos dependen de la continua búsqueda de nuevos puntos de pasto para sus bueyes, caballos y ovejas. Por lo demás se comportan como bandidos, sometiendo a pillaje a los pueblos que encuentran a su paso, no practican ningún tipo de cultivos y desprecian a aquellos que trabajan la tierra y abominan de cualquier sistema de vida que los obligue a permanecer en un mismo lugar, alegando que el sedentarismo conduce a la molicie y a la blandura y que únicamente los nómadas viven como auténticos hombres. Como es natural, puesto que se dedican a saquear a otras naciones y deben defender constantemente sus propios pastos de otras tribus, valoran en grado sumo las virtudes marciales, aun más que los hombres de Assur, puesto que entre los escitas todos debían ser guerreros. Eran magníficos jinetes, siempre luchaban a caballo, y como armas utilizaban el arco y la lanza, en el primero de los cuales eran sumamente hábiles. No llevaban espadas, sólo una daga bastante larga que les colgaba del cinto, y, aunque preferían retirarse ante un potente adversario, en la batalla eran valerosos hasta la locura, despreciando incluso la protección de una coraza. La mayor calamidad que podía caer sobre un hombre era ser hecho prisionero por ellos, porque su crueldad era notoria.
Todas estas informaciones las había ido recogiendo en distintas ocasiones y, desde mi ventajosa posición en la montaña, de poco más podía enterarme, unicamente logré advertir dos cosas. La primera, que vestían de un modo muy curioso: llevaban una gruesa chaqueta acolchada que les llegaba hasta las rodillas y debajo de ella asomaba una extraña prenda que yo veía por vez primera, que se bifurcaba en la entrepierna y les cubría por separado cada extremidad, como una segunda piel, hasta los pies. Parecía muy práctica para montar a caballo, pero no me pareció que resultase muy cómoda.
Otra cosa que despertó mi curiosidad fue no descubrir la presencia de mujer alguna. Hombres y muchachos atendían al cuidado de los animales, pero incluso en el campamento, en el punto más próximo a mi vista, no se distinguía ninguna mujer. Deduje que guisarían sus comidas en el interior de los carros, que eran grandes y estaban cubiertos por una especie de tienda con una abertura practicada en lo alto para dejar salir los humos, y llegué a la conclusión de que las mujeres se encontrarían en ellos.
A simple vista parecía haber unos cuatro mil hombres entre los dos campamentos establecidos a ambas orillas del río. Suponiendo que la mitad de ellos estuviese en condiciones de luchar, contaban con una ventaja numérica de tres por uno sobre nosotros.
Por entonces ya me había formado mis planes, y cuando comenzó a extinguirse la luz regresé con mis hombres, tomé un refrigerio y me reuní a conferenciar con los oficiales.
—Ni siquiera se han molestado en montar patrullas de vigilancia —les dije—. Es evidente que no esperan ser atacados. Por consiguiente escalaremos la cumbre de la montaña con siete escuadrillas de combate, tres al frente y cuatro en retaguardia, y mantendremos la caballería y los carros en reserva. Aguardaremos hasta la segunda hora para darles a conocer nuestra presencia a fin de que hayan dispersado extensamente sus rebaños por la pradera y no puedan recogerlos en seguida, viéndose así obligados a enfrentársenos. Mantened callados los tambores hasta que estemos casi encima de ellos, porque no creo que tengamos muchas posibilidades de asustar a esos hombres, aunque es probable que los caballos no estén acostumbrados al ruido.
Aquella noche dormí como un leño. Al día siguiente los hombres reunieron los carros y se dispusieron para la batalla. Yo no me preocupé por tales aspectos, puesto que había impartido órdenes y creía que bastaría con ello, de modo que los soldados debieron de creer que no abrigaba ninguna duda sobre su voluntad o su capacidad organizativa. Regresé a mi punto de observación y estudié el terreno sobre el que iba a librarse el combate.
El declive de la colina era demasiado abrupto y los carros se hubiesen precipitado a excesiva velocidad hasta la llanura; mas aparecía un sendero, quizá algo angosto y que rodeaba lateralmente la ladera, por el que tendríamos que bajar en fila india y en el que quizá las ruedas se atascasen, pero como únicamente habíamos llevado diez vehículos, aquello no representaría ningún problema. Pensaba hacer entrar en combate a los carros cuando la infantería y la caballería ya hubiesen llegado al llano.
Los escitas cruzaban de uno a otro lado el río, pareciendo seguir un proceso gradual, y el Bohtán, cuyo caudal probablemente era más reducido que en ninguna época del año, seguía constituyendo un formidable obstáculo. No podía imaginar durante cuánto tiempo permanecerían sus fuerzas así divididas, pero a aquellos hombres no les quedaba otra opción que presentar batalla: no les sería posible batirse en retirada.
El único temor que sentía era que de algún modo lograran escapársenos: no abrigaba otras dudas. Aquel combate lo había organizado mentalmente hasta tal punto que era como si ya lo hubiese realizado. Acaso encontrase la muerte en aquella verde pradera, tal era el albur que corría cualquier soldado, pero vivo o muerto habría vencido.
Y la probabilidad de mi muerte no me aterraba. Si perecía, cubrirían mi cuerpo con miel y lo enviarían a Nínive, donde aquellos que me querían llorarían mi pérdida. Me vería libre de sufrimientos y remordimientos muriendo como un soldado y triunfando en mi empeño. Y los muertos no sufren los aguijonazos de un amor perdido. Si moría en aquel campo de batalla al siguiente día… Aquella perspectiva me atraía extraordinariamente.
En aquel preciso instante decidí que yo mismo conduciría uno de los carros para que los hombres se sintiesen estimulados y en lo sucesivo dejasen de necesitarme. No me sentía con ánimos para presenciar aquella lucha a distancia. Me metería en la misma boca del lobo y le arrancaría la lengua para obligarle a cantar mi gloria hasta los últimos días del mundo.
Aunque aquella noche no dormí, me sentía muy sereno. ¿Qué temores podía albergar? ¿Qué terrores podría abrigar al día siguiente, cuando ya me había resignado a mi propia muerte? Me bastaba con cerrar los ojos para sentir a Asharhamat a mi lado. Una vez me hubiese liberado de los lazos de mi carne palpitante, así sería eternamente. En realidad, jamás nos habíamos separado. La infelicidad que había sentido no era más que la confusión de las cosas vistas y vividas…, me había cegado la proximidad de la vida. La muerte no era nada más que la pérdida de las últimas ilusiones humanas: había llegado a comprenderlo perfectamente.
A la mañana siguiente del vigésimo sexto día de Elul ordené que formasen filas las siete compañías de infantería bajo la cima de la montaña, donde permanecerían sin ser vistas hasta el último instante. Era el amanecer de un día que se anunciaba magnífico, una suave brisa llegaba hasta nosotros, de modo que los ruidos de nuestros preparativos no serían percibidos por nuestros enemigos ni sus caballos podrían olfatearnos. Estuve observando cómo los jinetes escitas conducían a sus animales a las praderas y aguardé a que se secara el rocío sobre la hierba que pisábamos para levantar el brazo indicando que podía comenzar el avance.
—Hace un día espléndido, ¿verdad, rab shaqe?
Era Gadi, mi cochero, quien así se expresaba radiante de placer. Un muchacho tan joven que apenas despuntaba en él la barba: aquél sería su primer enfrentamiento.
—Sí…, es un día magnífico —repuse con una sonrisa forzada.
Hileras de soldados descendían por la ladera unos tras otros, avanzando lentamente para no perder la formación de los escuadrones y tan sólo se percibía el roce de sus sandalias sobre el pedregoso suelo. Su visión me henchía de orgullo.
Desde lo alto de la colina, el río debía de encontrarse a unos quinientos gar, distancia que podía cubrir un hombre en una hora a paso rápido. Dentro de otro cuarto de hora mi infantería habría llegado a la llanura, porque el promontorio no era muy elevado. A menos que el enemigo se conformase con retroceder hasta la orilla del río, sólo contaría con una hora de tiempo para enfrentarse a nosotros y necesitaría hasta el último minuto para recobrarse del primer efecto causado por la sorpresa. Por entonces, si todo iba bien, mi caballería y sus carros —en el último de los cuales iría montado yo— habríamos alcanzado la llanura.
Presencié con cierta admiración cómo reaccionaron los escitas cuando finalmente descubrieron lo que se les venía encima. No se dejaron arrastrar por el pánico. Varios jinetes fueron de uno a otro lado dando la alerta y, en breve, varios centenares de ellos reunieron todos los animales posibles y los condujeron como pudieron al otro lado del río, poniéndolos a buen recaudo. En el instante en que nosotros estábamos preparados, ellos también lo estaban. Su caballería formaba filas y aguardaba. Eran muchos más de lo que yo había supuesto: se aproximaban a los dos mil quinientos a caballo, formando cuatro filas que nos atacarían en oleadas.
Monté en mi carro rodeado por seis jinetes, quienes transmitirían mis instrucciones y ordené al cochero que iniciase el descenso. En cuanto llegamos al llano y comenzaron a sonar los tambores, el enemigo ya estaba dispuesto.
Las primeras hileras de caballería escita nos atacaron gritando como halcones y lanzando sus flechas con mayor precisión de la que yo hubiese imaginado que pudieran alcanzar a lomos de un animal. En el último momento nuestras fuerzas se detuvieron y dejaron caer sus largas lanzas de acero en el suelo, formando una empalizada en torno a los cuatro lados en que se encontraban sus formaciones. El enemigo no esperaba que los soldados en el campo de batalla pudieran convertir sus filas en una fortaleza inexpugnable y aquellos que no quedaron ensartados como conejos o fueron derribados por los caballos enloquecidos de terror se retiraron entre una gran confusión. Comprobé que se habían producido algunas pocas bajas en nuestras tropas, lo que me hizo comprender que habíamos salido victoriosos de la primera escaramuza.
¿Qué harían seguidamente? ¿Qué podían hacer? Aquella decisión les incumbía a ellos y me propuse no darles demasiado tiempo para considerar el problema.
—¡Proseguid el avance! —grité.
Uno de los jinetes que me acompañaba obligó a dar media vuelta a su montura y echó a correr dirigiéndose hacia nuestra formación. Cuando llegó frente al primer escuadrón, se inclinó para cambiar unas palabras con el soldado que tenía más próximo y, al enderezarse, una flecha escita le alcanzó en el cuello y le derribó mortalmente… Pensé que se lo había merecido. Sólo un insensato marcharía hacia el frente exponiéndose de tal modo ante el enemigo. Los soldados que se encuentran en la retaguardia de un escuadrón disfrutan de tan excelente oído como los de las primeras filas.
La segunda oleada de caballería enemiga ni siquiera intentó un asalto directo a nuestras formaciones, sin duda comprendiendo la locura de tal propósito. En lugar de ello dividieron sus filas en dos grupos y nos hostilizaron con sus flechas: aquello era lo que yo estaba esperando.
Los escitas no llevaban armadura, pero estaban en constante movimiento y era prácticamente imposible alcanzarlos aunque arrojábamos sobre ellos una lluvia de flechas y jabalinas. En cuanto a nosotros, permanecíamos inmóviles aunque mejor protegidos, mas las bajas en ambos bandos se producían de modo equilibrado, con la desventaja de que nos superaban en número. Era evidente que trataban de vencernos por agotamiento, sin importarles las pérdidas que pudieran sufrir, pero no lo lograrían.
Ordené que interviniesen los carros, tal fue mi última disposición: había pasado el momento de dar órdenes. Tomé una jabalina de los soportes de mimbre que llevaba en los laterales del carro y, a partir de aquel momento, me convertí en un soldado más, que en nada se diferenciaba de los restantes, como si me viese liberado de una esclavitud. A medida que los caballos aumentaban su velocidad sentía martillear la sangre en mis venas.
El carro es un arma temible, en especial cuando los caballos están protegidos por una armadura formada por escamas de cobre incrustadas en cuero. Cae sobre los enemigos como una espada justiciera sembrando el terror en los corazones humanos y sus ruedas están equipadas con cuchillas algo mayores que un brazo humano que giran al mismo tiempo que su eje y pueden despedazar a un jinete o a su montura al más ligero contacto. Los soldados, a pie o a caballo, temen a los carros más que a ninguna otra fuerza contra la que deban enfrentarse.
Pero presenta ciertos peligros. Un hombre montado en un carro se halla tan expuesto como si montase en un corcel. Basta un leve golpe para derribarle y puede estar seguro de que se convertirá en blanco de muchos proyectiles. Y en el caso de que su caballo sea alcanzado o de que el cochero tropiece con una piedra y se rompa una rueda o se vea proyectado del vehículo, es improbable lograr detener su precipitada carrera y esta imposibilidad es como una condena a muerte.
O su cochero puede encontrar la muerte. Tal fue lo que a mí me sucedió.
Al pobre Gadi, tan sediento de gloria y que sólo era un muchacho, una flecha le atravesó el costado bajo el brazo, causándole la muerte. Cuando se desplomaba se volvió hacia mí —jamás podré olvidar la expresión de su rostro, su mirada llena de dolor y de algo parecido al remordimiento, como si creyese que me había defraudado—. Apenas tuvo tiempo de entregarme las riendas y cayó de espaldas, sin vida, sobre el campo de batalla.
Pero no había tiempo de pensar en Gadi. Me había quedado solo, el suelo del carro se agitaba bajo mis pies mientras sostenía las riendas de los caballos semienloquecidos por el estrépito de la lucha. Comprendía perfectamente aquella sensación que yo mismo experimentaba, aquel sentimiento único y apasionante, mezcla de miedo y júbilo que domina a los guerreros. Me sentía como si fuese un dios, como el propio Adad el Fulminador, que extermina la vida de los seres humanos.
—¡Assur es rey! —grité instintivamente—. ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!
Los cascos de mis corceles resonaban atronadores.
Un arquero escita detuvo su montura y apuntó contra mí, pero aguardó demasiado tiempo. Me volví hacia él y le derribé, las cuchillas de mi carro le dejaron a él y a su corcel destripados en el suelo, como si fuesen cerdos. Un compañero que le seguía de cerca se apartó de mi camino y seguidamente se apostó a un lado e intentó acertarme fijando la flecha en su arco. Pero ya era hombre muerto. Así las riendas con una mano sintiéndome con fuerzas para alcanzarlo y para arrostrar lo que fuese necesario, y con la otra le arrojé mi jabalina, acertando en mi objetivo. El hombre se deslizó de su cabalgadura, aferrándose inútilmente con ambas manos al proyectil para arrancarlo de su pecho entre sus últimos estertores. Crucé precipitadamente el campo de batalla de extremo a extremo levantando una nube de polvo como si fuese fuego. Los jinetes escitas no pudieron mantener sus formaciones y en breve se desperdigaron atropelladamente, agrupándose como abejas, y cuando comenzaron a llover sobre ellos las flechas dirigidas por nuestros escuadrones sembrando de cadáveres sus filas, la verde pradera se convirtió rápidamente en un campo de exterminio.
Pero nuestros adversarios no cedían terreno. De espaldas al río, los escitas, que luchaban en defensa de su ganado y sus familias, cargaban una y otra vez sobre nosotros tratando inútilmente de obligarnos a retroceder, haciendo gala de una insensata obstinación, porque ¿qué probabilidades tenían de conseguir sus propósitos? Mas el valor que desplegaban era digno de admiración. En la lucha cuerpo a cuerpo los exterminábamos con nuestras jabalinas y, a distancia, con una nube de flechas que parecían ocultar el sol. Y volvían reiteradamente a cargar contra nuestros escuadrones y de nuevo caían como chispas de una muela cuya luz se extingue cuando se pierden en el vacío. Si trataban de reagruparse eran dispersados por nuestros carros u obligados a amontonarse confusamente enredados como vainas de cebada.
Parecían decididos a no rendirse. Despreciaban semejante posibilidad y su posición les estaba ocasionando una terrible carnicería.
A mediodía, cuando el sol se levantó, cambió el cariz de la batalla, que en aquellos momentos se desarrollaba a dos tiros de flecha del campamento escita. Como un joven que pierde el atolondramiento propio de la edad para asumir una sobria y serena madurez, así nuestra lucha que ya había dejado de consistir en un enfrentamiento entre fuerzas similares se transformó en la torva, triste y siniestra tarea del exterminio. Conservar la propia vida y aniquilar al enemigo, tales eran los propósitos que nos obsesionaban a todos y que realizábamos como penosa obligación que nos hubiese sido impuesta. Los flancos de mi caballo brillaban sudorosos y me dolían los brazos. «¡Ojalá concluya esto en seguida! —pensaba—. ¡Quiera dios que finalice semejante locura!». Y arremetía implacable contra el enemigo quitándole la vida y deseando que dejasen de resistirse, que se replegaran para poder mostrar alguna clemencia hacia ellos.
Y, por último, cuando ya casi llegábamos a sus carromatos y los fuegos que tenían encendidos, algunos escitas se apartaron a cierta distancia, disponiéndose a iniciar la retirada hacia el otro lado del río, poniendo a salvo todo aquello que les fuese posible mientras que los restantes aún ofrecían mayor resistencia y el ruido de la batalla se hacía ensordecedor. Pero aquello representaba el principio del fin…, por lo menos comprendimos que ya no podía prolongarse por mucho tiempo.
Me encontraba dando un rodeo y me disponía a lanzarme de nuevo a la carga, cuando acerté a mirar al suelo y tendido entre la hierba descubrí el cadáver de mi cochero cuya existencia casi había olvidado. Allí se encontraba Gadi, cuya madre jamás volvería a verle y que fijaba en mí sus ojos vidriados e inexpresivos. «¿Acaso no te importo en absoluto? —parecía decirme—. ¿Ni siquiera has advertido mi ausencia? Estoy muerto, me he convertido en polvo y tú me has olvidado». En aquel momento sentí tal remordimiento como si yo mismo le hubiese quitado la vida y seguidamente me invadió una furia terrible y salvaje. Decidí que aquellos bárbaros pagarían cara la pérdida del muchacho: yo me cuidaría de que otros muchos siguieran a Gadi al Arallu. Fustigué mis corceles y el carro se precipitó hacia delante, aumentando su velocidad mientras las ruedas rechinaban metálicamente.
Y en aquel momento una flecha me acertó en la espalda.
A continuación la batalla concluyó rápidamente. Viendo que los escitas se retiraban en masa, ordené a mis tropas que detuvieran su avance. Permanecimos en el campo que en aquel momento ya dominábamos y los observamos mientras recogían sus animales y carromatos tratando de huir al otro lado del río. No había ninguna razón para perseguirlos: habían perdido un número considerable de efectivos humanos y de caballos y no tenía ninguna intención de dirigir una masacre.
Mientras el enemigo se mantuvo al alcance de nuestra vista, nadie advirtió que yo estaba herido. En cuanto me di cuenta de que había sido alcanzado —al principio no experimenté ningún dolor, simplemente el impacto como si un amigo me hubiese palmeado la espalda—, rompí el asta de la flecha y la arrojé al suelo sin ni siquiera mirarla y el breve fragmento que sobresalía bajo el omóplato quedó oculto bajo mi capa. Rodeado de mis oficiales, había detenido mi carro y presenciaba cómo nuestra victoria se consumaba plenamente. Apenas hablaba y permanecía casi inmóvil, porque sentía el arañazo de la punta de la flecha contra el hueso cada vez que respiraba.
Sufría horriblemente soportando de tal modo semejante situación. El metal ardía en mis carnes y estaba bañado en sudor. Bajo mi coselete sentía gotear la sangre de la herida. Apreté las rodillas y me así con fuerza a la rueda del carro para no caerme, mientras veía abandonar el campo al último jinete escita. Si mis hombres descubrían que su comandante estaba herido, hubiese podido cundir el pánico entre ellos y provocar como mínimo la confusión y el peligro. Debía esperar, aguardar a que los soldados de Assur paladeasen su triunfo y disfrutasen un poco antes de conocer la noticia.
—Rab shaqe, corre sangre por tu pierna. ¿Qué sucede?…
Apenas podía oírle, su voz me llegaba de muy lejos. Me volví para ver quién me hablaba, pero mis ojos parecían haberse velado.
—No es nada…
Supongo que debí de desvanecerme porque cuando recobré el conocimiento estaba tendido sobre una improvisada litera en la que me trasladaban al campamento. No fue un trayecto agradable: a cada paso la punta de lanza que tenía en la espalda parecía introducirse más profundamente en mis carnes.
A media tarde, tendido en un camastro en mi tienda, me esforcé por embriagarme mientras que el cocinero —era de suponer que sabría sajar mejor las carnes que cualquier otra persona— ponía al rojo vivo su navaja en un brasero, disponiéndose a extraer la punta de la flecha de mi omóplato, donde sin duda se había albergado. La perspectiva de tal operación no me entusiasmaba, como supongo tampoco a él.
—Asegúrate de que actúas con rapidez —le apremié. Parecía como si también él hubiese bebido, pero consideré que quizá fuese mejor aguardar a que hubiese cobrado ánimos—. Corta profundamente, extrae el objeto con unas pinzas y seguidamente cauterizas la herida. No tienes por qué precipitarte: suceda lo que suceda nadie te echará la culpa. Pero, ¡por favor!, una vez hayas comenzado, no titubees.
—Sí, rab shaqe. Así lo haré, rab shaqe.
Ambos aguardábamos en silencio, observando cómo la acerada hoja, semioculta por las brasas, se volvía casi blanca.
—¡Mira qué hemos encontrado, rab shaqe! ¿Qué te parece este pájaro?
Alguien había abierto el faldón de mi tienda y por ella apareció flotando —y esta palabra me parece muy acertada porque hasta que cayó de bruces en el suelo no pareció tocarlo siquiera con los pies— lo que a primera vista me pareció el cadáver de una persona. Me enojé considerándolo una broma de mal gusto, mas en breve descubrí que el hombre estaba maniatado y que se esforzaba por ponerse de pie.
En el exterior se encontraban tres soldados, uno de los cuales reconocí: era el ekalli Girittu, que tenía el rostro sucio de polvo pero sonreía orgulloso.
—Le encontramos entre los muertos. Debió de caerse de su caballo y golpearse la cabeza contra una piedra porque recobró el conocimiento cuando nos hallábamos prácticamente encima de él. Como sin duda comprenderás, rab shaqe, tratábamos de encontrar algo de provecho… Los hombres han de obtener algo por su jornada de trabajo. ¡Fíjate cuánto oro lleva encima! Suponemos que debe de ser una especie de rey.
Y para demostrar cuanto decía, Girittu entró en la tienda y obligó a levantarse al hombre que aún seguía arrodillado, para que pudiese ver la pechera de su chaqueta cubierta con áureas y redondas lentejuelas del tamaño de un puño cosidas a la prenda. Evidentemente se trataba de algún personaje importante.
—¡Fíjate qué herida tiene en la pierna, rab shaqe! Le hemos obligado a venir andando y ni siquiera se ha tambaleado. A pesar de todo es preciso admitir que esos escitas no son unos afeminados.
En efecto, tenía un agujero en la pierna, exactamente sobre la rodilla, sin duda producido por una jabalina. Por fortuna para él —o por desdicha según cual fuese la decisión que yo tomase— no se había desangrado mortalmente, pero había de ser una herida muy dolorosa. Mientras aguardaba a que el cuchillo del cocinero se pusiese al rojo vivo no pude menos que sentir cierta simpatía hacia él.
Aquél era el primero de mis enemigos que veía de cerca o, por lo menos, que podía examinar detenidamente, puesto que aquel día había tenido muy próximos a muchos de ellos, y me sentía muy interesado por él. Nunca había visto a un hombre con semejante aspecto. Era de tez rojiza, como aquellos que han estado muy expuestos al viento, aunque más moreno, pero lo más extraño no era el color de su piel, sino la configuración de su rostro. Sus pómulos eran altos y muy pronunciados y tenía los ojos rasgados y muy pequeños, como simples rendijas. Al principio me dio la impresión de que era muy parecido a un gato, impresión que intensificaba su escasa barba. Únicamente se le distinguían algunas hebras negras de vello sobre el labio superior y la barbilla, como los bigotes de un gato. Me pregunté de qué lugar de la tierra procederían aquellas gentes que tenían tales rostros, dónde vivirían hombres así.
Calculé que se encontraría entre los treinta y los cuarenta años, aunque es difícil adivinar la edad de una persona de diferente raza.
—Habéis hecho bien en traerle —dije—. Ya cuidaré de que seáis recompensados por ello.
Mis hombres saludaron y se fueron. Me dirigí a un oficial que se encontraba junto al prisionero.
—Córtale las cuerdas.
—¡Pero, rab shaqe, ten en cuenta…!
—¡Te he dicho que le cortes las cuerdas! No te preocupes, no permitiré que te muerda.
Y, tras otra breve vacilación, el rab kisir, un hombre de escasa estatura, ojos muy pequeños en un ancho rostro que le daban una constante expresión preocupada, desenfundó la daga de su cinto. Por un momento brilló un destello de algo parecido a la sorpresa en los ojos felinos del escita, acaso imaginando que había ordenado que le degollasen, pero no exteriorizó ningún otro sentimiento. En cuanto le dejaron en libertad las muñecas, examinó sus manos como si deseara comprobar que estaban ilesas.
—Rab shaqe, el cuchillo está listo.
El cocinero no parecía muy complacido al formular tal afirmación, pero era una cuestión que debíamos abordar cuanto antes. Los efectos del vino habían comenzado a abandonarme y temía llegar a avergonzarme ante aquel bárbaro.
—Entonces comienza cuanto antes —repuse—. Imagínate que estás troceando un asado, pero apresúrate.
No tardó más de un tercio de minuto en extraerme el fragmento de flecha de la espalda, pero me pareció una eternidad. Aferrado a las patas del lecho y apretando los dientes, me esforcé por no proferir un grito.
No me resultó difícil, puesto que contaba con un público ante el que dar muestras de valentía y, por otra parte, con un cuchillo candente en la espalda, apenas me atrevía a respirar. De modo que conseguí superar la operación con cierta dignidad. Por lo menos el escita, que estaba pendiente de ella, al parecer sumamente interesado, no demostró ningún desprecio hacia mí.
Cuando el cocinero hubo concluido, tras proteger la incisión de mi omóplato con un ungüento, me entregó la punta de la flecha.
—Ha sido fabricada en Nínive —dije en arameo—. Debía haber comprendido que no podía alcanzarme una flecha escita.
Los ojillos de mi prisionero se iluminaron un instante, lo que me hizo comprender que me había entendido.
Me incorporé en el lecho. Me resultaba muy incómodo moverme y estaba debilitado por el dolor y la pérdida de sangre, pero un príncipe de Assur no trata con extranjeros tendido de bruces.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Soy Tabiti, hijo de Argimpasa —contestó por fin tras un instante de vacilación, sin duda decidiendo que su honor no se vería lastimado si me respondía—. Soy jefe de la tribu sacan de los Scoloti.
Scoloti se asemejaba bastante al nombre acadio de Ishkuzai, por lo que comprendí a quien se refería.
—Entonces, Tabiti, hijo de Argimpasa, puesto que eres un hombre respetable, levántate del suelo y siéntate.
Hice señas a un ayudante, que trajo una silla, y fue tan necio que ayudó al jefe de la tribu sacan a ponerse en pie. Tabiti esquivó su contacto, pero aceptó el asiento que le ofrecíamos.
—¿Por qué has atacado mi poblado? —preguntó.
No era en modo alguno una acusación: simplemente deseaba enterarse.
—Porque las orillas del río señalan las fronteras de los dominios del dios Assur…, y a mi monarca le molestó vuestra intrusión.
Tabiti, hijo de Argimpasa, hizo una señal de entendimiento.
—Nosotros no aceptamos fronteras —repuso.
—Pues en esta ocasión os convendrá aprender a respetarlas.
No respondió, parecía como si no hubiese oído mis palabras. De pronto observé qué me estaba mirando el pecho.
—Para ser tan joven has sido herido muchas veces. No eres muy afortunado.
Se expresaba con aire cada vez más felino. Sin duda esperaba respuesta.
—He combatido en muchas batallas —expliqué—, por eso tengo tantas heridas. No puede considerarse desdichado aquel que es herido en la lucha, a menos que perezca en ella… o sea derrotado. Jamás he sufrido tales desgracias, por lo que no me considero desdichado.
No hubo reacción alguna por parte del prisionero, aunque, desde luego, tampoco la esperaba. Sin duda aquel hombre habría sido insultado en más de una ocasión.
—Tengo dos opciones —proseguí sonriendo levemente, confiando que aquel ser tan orgulloso no creyera que me mofaba de él o le despreciaba—. Puedo darte muerte y perseguir después a un pueblo sin caudillo más allá del río Bohtán hasta su total exterminio, cosa que, como comprenderás, me sería sumamente fácil, o tratar de llegar a un acuerdo contigo que evitará muchos derramamientos de sangre.
—No temo el fin que puedas darme.
—¿Acaso he sugerido semejante cosa?
Aquella respuesta le sorprendió. Permaneció callado unos momentos, al parecer sin atreverse a respirar como si estuviese ponderando mi propuesta.
—Desde luego, siempre que puedas hablar en nombre de tu pueblo… y pueda confiarse en ellos.
—Mi palabra es ley entre los sacan —aseguró en un tono de fría cólera, como si me escupiera en el rostro—. Y la palabra de un sacan es como un juramento de sangre.
—Celebro que hayamos concretado este punto.
Estábamos sentados uno ante el otro, separados al parecer por algo más que unos simples codos de aire. Nos encontrábamos enfrentados por una hostilidad insuperable, tan extraños entre nosotros mismos como si ambos no fuésemos seres humanos. ¿Debía ser realmente así? Abrigaba la instintiva convicción de que era alguien a quien podía comprender y en quien confiar dentro de unos límites razonables.
—Supongo que comprenderás que si perseguimos a vuestro pueblo no podrán escapar. Y con ello no pretendo cuestionar en absoluto su valor: desde esta fecha ningún guerrero de la tribu sacan necesitará demostrarme su arrojo. Estoy hablando de hechos, de guerra, y del modo de emprenderla contra un pueblo que huye, de la destrucción de sus animales y de cómo morirán de hambre sus mujeres y niños cuando padres y esposos hayan perecido. Tú eres su jefe y debes procurar por su futuro. ¿Me he expresado con claridad?
El hombre no respondió. Durante largo rato ni siquiera se movió. Por fin asintió lentamente con la cabeza.
—Ahora…, Tabiti, hijo de Argimpasa, jefe de la tribu sacan de los Scoloti, ¿accederás a pronunciar el juramento de sangre reconociendo el dominio del soberano Sennaquerib, soberano de las Cuatro Partes del Mundo, Rey de Reyes? ¿Te comprometerás a ayudar al monarca Sennaquerib en su lucha contra sus enemigos? ¿Renunciarás a emprender la guerra contra el país de Assur y respetarás los límites que el rey ha instituido? ¿Empeñarás en ello tu palabra?
Guardó de nuevo silencio, como si escuchase una voz interior, y finalmente volvió hacia mí sus astutos ojillos.
—Sennaquerib no representa nada para nosotros —dijo—. No hemos sido testigos de su poder ni de sus proezas y los sacan no se inclinarán ante un nombre carente de sentido. ¿Cómo te llamas?
—Soy Tiglath Assur, hijo del soberano Sennaquerib y príncipe real.
—Entonces hago tal promesa a Tiglath Assur, hijo de rey que ha vencido al pueblo sacan en honroso combate…, y a nadie más que a él. ¿Te conformas con eso?
—Creo que bastará.