«Tiglath Assur, favorito de los dioses, auténtico rey». «¿Acaso pensabas que permitiría que fueses de esa lagarta?». De noche, cuando salía de la ciudad a lomos de mi caballo, mientras las luces de Nínive se perdían a mis espaldas, las palabras de Shaditu resonaban en mi mente como una herida que alguien hubiese reavivado inopinadamente. ¿Qué habría querido decir? ¿Sabía exactamente lo que decía?
«¿No te das cuenta de que nos han traicionado?». ¿Qué había intentado decirme Asharhamat cuando me disponía a abandonarla? ¿Qué secreto era aquel que todos parecían comprender menos yo?
«Tiglath Assur, favorito de los dioses…». Su voz temblaba de deseo pronunciando aquellas palabras.
Había violado a mi propia hermana, si así podía calificarse mi acción contando con una víctima tan propiciatoria. Ella deseaba que ocurriese y exactamente de aquella manera; pero aunque no lo hubiese querido yo la habría tomado de todos modos y le habría dado muerte si se hubiera resistido. Más en ningún momento se le había ocurrido semejante idea. Al parecer habíase mostrado tan hábil en su seducción como yo imponiéndole mi fuerza.
Y en cierto modo aquel crimen, por el que no experimenté ningún remordimiento en aquel momento ni más tarde, llevó la paz a mi alma, si de paz puede calificarse aquella fría e insensible calma que me había invadido, que por lo menos me dejaba en libertad de considerar varios aspectos: las insensatas esperanzas que había abrigado, el sombrío futuro que me esperaba y las extrañas palabras de mi hermana así como las de la propia Asharhamat.
De un modo que yo aún ignoraba, Shaditu me había arrebatado mi propia vida, aunque tardaría muchos años en enterarme de ello.
Pero, por lo menos, no había tratado de acabar con mi existencia. No creo que Shaditu cumpliese su amenaza de explicar al rey nuestra aventura. Por lo menos no recibí ningún comunicado que me ordenara el regreso a Nínive, ni se presentaron hombres armados dispuestos a cortarme la cabeza. Y, al cabo de algún tiempo, cuando volví a ver a mi padre, no mencionó aquel tema ni se comportó conmigo como si le hubiese robado su más preciado joyel.
Porque, después de todo, ¿qué hubiera podido decirle? Tal vez la verdad. La creía tan inconsciente como para hacerlo así y quizá el rey hubiese decidido no tomar cartas en el asunto. Como digo, siempre ignoraré cómo sucedieron tales hechos.
Lo que sí me consta, y llegué a saber —tuve noticias de ello por medio de un despacho al cabo de pocas semanas de haberse producido tal incidente— fue que al día siguiente de haber sido proclamado marsarru mi hermano, incluso antes de que pasara su primera noche en la Casa de Sucesión, encontraron al baru Rimani Assur colgado en el santuario del dios Shamash.
Al parecer no cupo ninguna duda de que se había suicidado. No dejó ninguna nota explicatoria, pero fue evidente que él mismo se había quitado la vida. Clavó el extremo de una correa de cuero en el dintel de la puerta, hizo un lazo por el que metió la cabeza y apartó de una patada el banco sobre el que se había subido. Y todo ello lo realizó bajo los propios ojos del dios, Señor de la Decisión.
Fue un hecho muy extraño que produjo singular impresión. Rimani Assur podía haberse dado muerte por muchas razones —actualmente creo conocer la verdad, pero en aquellos momentos no podía saberla— y, sin embargo, la ciudad, ante la coincidencia de ambos hechos, consideró su suicidio un acto de remordimiento por designar a Asarhadón como marsarru. Durante toda su vida, y sin que él tuviera la culpa, mi hermano viviría con el estigma de aquel crimen: había sido maldecido desde un principio.
Pero en la oscuridad, mientras los portadores de antorchas iluminaban mi camino hacia el norte, ignoraba absolutamente tales acontecimientos que pertenecían al pasado y al futuro, ambos totalmente ocultos para mí.
Apenas habían despuntado las primeras luces cuando llegamos a «Los tres leones»; pero, pese a ser una hora tan temprana, nos cruzamos con algunos hombres por la carretera que con las azadas al hombro se dirigían a sus campos y nos veían pasar atónitos ante el insólito hecho de encontrarse con hombres armados, sin reconocer a su señor en la oscuridad. Creo adivinar la terrible aprensión que debí de suscitar en sus mentes.
Cuando ya nos acercábamos a la casa, una de las cocineras salió a averiguar la causa de semejante conmoción. Era una mujer alta y robusta que se alumbraba con una lámpara de aceite y que se adelantó hacia nosotros con ridícula delicadeza.
—¡Vamos, Shulmunaid! —exclamé sonriéndole abiertamente y desmontando de mi cabalgadura—. ¿Tanto he cambiado para que no me reconozcas?
Lanzó una rápida mirada a mi rostro y profirió un grito dejando caer la lámpara, en el suelo, mientras echaba a correr hacia la casa. Al cabo de unos instantes acudieron doce o quince personas a recibir la inesperada visita del amo. Incluso unos momentos después compareció mi madre, que sin duda debía de estar dormida, y se arrojó en mis brazos, hundiendo la cabeza en mi pecho.
—¡Oh, Lathikadas! —sollozó—. ¿Eres tú realmente? Había pensado…, temía…
—No, Merope, no han matado a tu hijo. —La tranquilicé acariciándole los cobrizos cabellos—. El rey no me ha hecho pagar con la vida el hecho de que no pueda sucederle.
Ordené que dieran de comer a mis hombres y que dispusieran camas para ellos. Permaneceríamos allí un día y una noche a fin de ordenar mis asuntos, puesto que no esperaba regresar en mucho tiempo.
Mientras encendían el fuego del hogar di buena cuenta del desayuno que me habían preparado. Me proponía lavarme, acostarme y hablar con el capataz Tahu Ishtar, pero todo ello podía esperar. En primer lugar era necesario explicar a mi madre cuanto había sucedido y cómo se presentaba el futuro, cosa que hice mientras comía. Ella me escuchó en silencio, sin hacer ningún comentario, con la serena tristeza de quien ha presentido desde el principio cómo se desarrollarán los hechos.
—Ignoro qué encontraré en Amat —dije—. Enviaré en tu busca en cuanto comprenda que no existe peligro, pero las ciudades donde se encuentran las guarniciones suelen ser lugares inhóspitos y acaso tarde en llamarte.
—En cuanto reciba tus instrucciones, partiré inmediatamente —me aseguró impertérrita. Y no me costó nada creerla—. Te seguiría gustosa hasta el fin del mundo antes que quedarme aquí sola.
—Amat es el fin del mundo —repuse sonriente, comprendiendo lo que quería decirme—. Más allá tan sólo existe el reino de Urartu y las tribus de las montañas del este… Es la punta de lanza con que el país de Assur mantiene a esas gentes a raya. Temo que allí no encontraremos una sociedad muy refinada.
—¿Y qué me importa eso a mí?
¿Qué le importaba a ella? Para Merope todo era muy sencillo, como si su hijo se hubiese lastimado jugando con otros muchachos mayores de Nínive y ambos partiesen al exilio en la montaña. El tiempo y el amor todo lo arreglarían: aquélla era la razón de su vida.
Tomé un baño de vapor para librarme de todo el veneno que acumula quien se ha visto herido en lo más profundo y luego dormí hasta que volvió a oscurecer. Me sentía demasiado cansado para soñar y mi descanso fue tan reparador como una bendición.
Cuando desperté Tahu Ishtar me aguardaba bajo el emparrado del jardín. Al verme llegar se levantó y me hizo una reverencia.
—¿Cómo está tu hijo? —le pregunté.
—Hecho un hombre, señor. Confío que será un excelente capataz cuando llegue mi sedu.
—Quieran los dioses que ese momento se demore, Tahu Ishar.
Volvió a inclinarse ante mí con la dignidad de un gran príncipe ante su rey porque había adoptado las costumbres de los poderosos.
—Tengo entendido que te diriges al norte, señor —dijo, como si fuese un tema absolutamente trivial.
Sólo dios sabía hasta qué punto estaban al corriente de los asuntos de Nínive en aquel lugar, pero mi capataz no era un necio ignorante y debía de tener sus sospechas.
—Sí, estaré ausente mucho tiempo. Acaso tarde años en regresar.
—El norte es un lugar poco acogedor.
—Lo es, Tahu Ishtar, y sus relaciones con el mundo exterior casi inexistentes. Creo que será conveniente que asumas por completo la dirección de «Los tres leones».
—¿Acaso no podré escribirte, señor? —preguntó enarcando las cejas como si se sintiera sorprendido.
No pude evitar una sonrisa.
—Sí, escríbeme. Naturalmente puedes escribirme y explicarme cómo van las cosechas y si las crecidas son más o menos importantes que el año anterior: siempre es interesante estar al corriente de esas cosas. Pero no esperes que te dé a conocer mi opinión acerca de lo que debe hacerse. Obra como creas oportuno: mis noticias acaso no lleguen a tiempo.
—Se hará como ordene el señor de «Los tres leones».
Así fue cómo antes de partir puse todos mis asuntos en orden.
El viaje hasta Amat duró doce días. Por el camino no encontramos ninguna ciudad y muy pocos poblados, por lo que la mayor parte del tiempo armábamos nuestras tiendas en cualquier lugar donde nos encontrábamos al llegar la noche y dormíamos en el duro suelo. Al principio aquello no representó ninguna dificultad porque en el mes de Ab muchos prefieren dormir en sus tejados al aire libre, envueltos en una manta, para huir del calor de sus hogares, pero a medida que escalábamos las montañas las noches refrescaron y, cuando llegamos a nuestro destino, todos ansiábamos descansar en un lecho confortable bajo techado.
¡Amat! Desde la cumbre de la colina donde nos encontrábamos la distinguimos a nuestros pies, en el valle, recogida como si estuviese contenida en el cuenco de una mano. Tras ella se levantaba la cadena montañosa de Hakkari, recortándose contra el cielo como hielo quebradizo. Entre el absoluto silencio de cumbres como aquéllas se suponía que tenían los dioses su morada, desde donde contemplaban indiferentes los afanes cotidianos de los mortales. ¿Qué debería parecerles Nínive desde tales alturas? ¿Qué pensarían de Tiglath Assur y de las aflicciones que sufrían aquellos que habían surgido de los orígenes del mundo y que sobrevivirían a su destrucción? Cuando un hombre sufre, le conviene darse cuenta de su insignificancia y recordar que, aunque se le destroce el corazón, no se alterarán los cimientos del universo. Si deseaba refugiarme en un lugar donde poder sumergirme en el olvido, lo había encontrado.
Pero los hombres no son como los dioses y no pueden vivir en las cumbres de las montañas, de modo que dirigimos nuestras miras hacia el valle.
La ciudad era muy pobre comparándola con otros lugares similares que había visitado. Constaba de una fortaleza y, más allá de sus murallas, agrupadas en torno a la plaza del mercado, aparecían unas veinte o treinta pequeñas construcciones de toscos ladrillos, en su mayor parte tabernas y burdeles, y las viviendas de pequeños comerciantes que tenían su clientela entre los soldados. En general se respiraba una atmósfera de inercia. Por doquier se advertían los pequeños detalles reveladores de un relajamiento de la disciplina y de la más absoluta indiferencia, como si los hombres allí destinados hiciera tiempo que hubiesen olvidado que formaban parte del ejército de Assur.
Yo era shaknu de un vasto territorio, pero, al igual que en la mayor parte de lugares fronterizos, de poblamiento disperso, no se parecía ni mucho menos a Nínive. Pensé que aquello era lo que necesitaba. Me esperaba una gran tarea que sería mi salvación. No había acudido allí para solazarme en los placenteros palacios de una gran ciudad.
Cuando me aproximaba a la entrada de la fortaleza los guardianes, que se hallaban totalmente absortos en una partida de suertes, no se molestaron en exigirme que me identificase; es más, apenas parecieron advertir mi presencia. Me acerqué a uno de ellos que vestía el uniforme de ekalli, y cuando se levantó del grupo en que se encontraba y se volvió para ver quién se dirigía hacia él, le así por el cuello con el extremo de mi látigo y lo derribé contra el suelo.
—¡Vosotros dos! —exclamé señalando al azar a un par de individuos que le acompañaban—. Arrestad a este hombre y metedle en una jaula en la empalizada, donde permanecerá tres días y tres noches sin recibir alimentos ni mantas con qué cubrirse. Si cuando concluya ese tiempo sigue con vida, conducidle a mi presencia. Ahora buscad al jefe de esta perrera y anunciadle que ha llegado el rab shaqe Tiglath Assur, que se sentirá muy complacido si le concede audiencia… ¡Vamos, apresuraos, escoria!
Los hombres echaron a correr, aunque supongo que sólo se proponían buscar un lugar donde esconderse.
El recinto de la fortaleza ofrecía un aspecto deprimente. El patio de instrucción estaba lleno de fango y cubierto de malas hierbas, niños sucios jugaban en las tarimas de madera que rodeaban las instalaciones cuartelarias que sin duda no habían sido encaladas desde el reinado del Gran Sargón, y no se veía a ningún guardián apostado en las murallas. Como paño mortuorio se palpaba en el ambiente la más absoluta indolencia. Tendrían que transcurrir muchos meses hasta que aquellos soldados estuviesen en condiciones de enfrentarse a un enemigo en combate: me quedaría poco tiempo para entregarme a mis amargos recuerdos. El rey mi padre había obrado muy acertadamente escogiendo Amat como escenario de mi exilio.
Mientras los hombres de mi escolta desmontaban de sus cabalgaduras y miraban en torno con tanta consternación como la que yo experimentaba, hice señas a Lushakin para que se acercase.
—Cuida de que los hombres sean alojados y alimentados —le indiqué—, y luego echa una mirada por esta pocilga procurando no llamar demasiado la atención y acude a informarme de tus impresiones.
—Sí, príncipe. Estamos muy lejos de casa, ¿verdad?
Mucho más, según resultó, de lo que ninguno de los dos habíamos imaginado. Mientras pasaba por aquellos lodazales en dirección al cuartel general de la guarnición, sede del comandante en jefe, tenía la sensación de haber desaparecido del mundo civilizado: hasta los propios elamitas se hubiesen avergonzado de encontrarse en aquel lugar.
—No imaginábamos que llegases tan pronto —se excusó el joven oficial que acudió a recibirme en cuanto entré en el porche. «Joven» era un término relativo, puesto que sólo debía de ser un año menor que yo. Y me dio la impresión de que se debatía entre el deber de ofrecer una buena acogida al nuevo shaknu y el firme deseo de interceptarme el camino.
—Nuestro rab abru estará ausente durante el día, pues está realizando unas gestiones por la provincia… En realidad, no sé dónde puede encontrarse exactamente. Regresará por la noche, de modo que si me permites…
—Sospecho que sabes dónde se encuentra exactamente el rab abru —le dije fijando mis ojos en un banderín de color amarillo encendido que pendía junto al estandarte de la guarnición en la puerta de la fortaleza proclamando la graduación del oficial superior. El mío estaba dentro de mi equipaje y sería izado al anochecer. Siempre lo llevaba conmigo, al igual que cualquier otro oficial.
Sonreí desagradablemente a aquel auxiliar, que después de todo se limitaba a cumplir con su deber protegiendo a un superior.
—Búscale y tráele a mi presencia antes de media hora o enviaré a un destacamento para que os arreste a los dos. ¿Está claro?
—¡Sí, rab shaqe!… ¡Muy claro!
El individuo me saludó golpeándose el pecho con tanta fuerza que sin duda le quedó señalado durante quince días y seguidamente marchó corriendo hacia la ciudad con toda la velocidad que le permitían sus piernas.
La frontera del norte no era un destino envidiable. Enviaban a los hombres a aquellos lugares cuando se habían creado enemigos poderosos, habían caído en desgracia o, principalmente, cuando ningún jefe de valía los aceptaba, y allí se aposentaban como una piedra que se deposita en el barro en el fondo de un abrevadero. Sin duda los soldados que se encontraban en Amat, que probablemente no recibían noticias de la capital desde hacía muchos meses, estarían preguntándose qué habría hecho el rab shaqe Tiglath Assur para ser desterrado a aquella guarnición. No me importaba lo que pudiesen pensar, pero no tardarían en comprobar en sus propias carnes que entre mis crímenes no se contaba la relajación de la disciplina.
Entré en el edificio donde se encontraba el cuartel general, pues era inútil aguardar en el exterior y siempre sería más conveniente que la entrevista que debía celebrar con el jefe de la guarnición, cuando por fin tuviese lugar, se desarrollase en privado.
Las salas destinadas a uso general presentaban un aspecto deplorable: los suelos estaban sucios, por doquier se veía polvo y copas semivacías de vino, y gran parte del mobiliario parecía a punto de desmoronarse con sólo mirarlo. No me atreví a imaginar en qué estado se encontrarían las habitaciones donde se alojaban los soldados.
Sin muchas dificultades llegué a la conclusión de que sería necesario dar algunas lecciones a los oficiales para que sirviesen de ejemplo. No podía esperarse que los soldados estuviesen en mejores condiciones que aquellos que los dirigían, y no me cupo duda alguna al decidir por dónde empezaría. Al jefe de la guarnición le esperaba una jornada difícil. Confié que mereciese el castigo que me proponía infligirle.
Cuando por fin se presentó, conducido y apoyándose en su ayudante como un ciego o un lisiado, comprobé que no me había equivocado. En cuanto cruzó la puerta percibí el olor que despedía, su uniforme estaba arrugado y lleno de manchas, al parecer de comida, llevaba la barba grasienta y enmarañada y, aunque apenas eran las dos de la tarde, ya estaba completamente borracho, tanto que cuando intentó decir algo farfulló unas palabras apenas inteligibles. Hubiese sido inútil regañar a aquel hombre en semejantes condiciones; probablemente no habría comprendido una palabra de cada cinco.
—Cuídate de asear a este haragán —ordené a su ayudante, esforzándome por mostrar indiferencia y sin levantar la voz—. Mételo en un baño de vapor hasta que recobre el uso de sus facultades mentales, pero consigue que se halle presentable y sobrio antes de dos horas. Y, a continuación, ordena que se prepare la gente para pasar revista.
—¿Y cuándo tienen que estar preparados, rab shaqe?
—Dentro de dos horas. Todo tiene que suceder antes de dos horas, rab kisir.
El hombre me miró como si acabase de pronunciar su sentencia de muerte.
Aguardé en el interior del cuartel general. No quería que volviesen a verme hasta que todos los miembros de la guarnición hubiesen formado filas: no los perjudicaría conocer a su nuevo comandante sometidos a los rigores de la disciplina militar. Ningún oficial consideró oportuno molestarme: sin duda se hallaban ocupados en otros menesteres. Únicamente acudió a verme Lushakin.
—¡Por los grandes dioses, príncipe! ¡Este lugar más parece un burdel que una fortaleza! —dijo sentándose y desprecintando una jarra de cerveza que había traído consigo y de la que me ofreció un trago. Hacía mucho tiempo que estaba conmigo y, según su criterio, aquélla era la máxima cortesía que me permitía mi rango—. Según parece hay aquí más rameras que piojos. Hasta este momento por lo menos cinco mujeres distintas se me han ofrecido y llevamos en los cuarteles menos de una hora. Sin embargo están tan sucias como todo cuanto nos rodea y me daría asco tocarlas. A propósito, la comida, por lo menos la que toman los soldados, sólo serviría para revocar paredes.
—La cerveza tampoco es muy agradable —dije rechazando con una mueca el nuevo trago que me ofrecía.
—¡Ah, príncipe, tenemos el paladar acostumbrado a la exquisita cerveza de Sumer! Las aguas del Eufrates riegan la mejor cebada del mundo. No esperes encontrar algo semejante en esta región tan alejada del norte.
Y Lushakin, para quien todas las cervezas eran iguales, la apuró de un solo trago.
—Aunque te voy a decir otra cosa —advirtió reduciendo el tono de voz—. No confíes entrar en combate con tropas como éstas y salir triunfante. Están hechos una ruina y odian la propia idea de la guerra casi tanto como a sus oficiales. Fíjate en lo que te digo, príncipe, cuando vean brillar las espadas de los salvajes de cualquier tribu, correrán como conejos.
—Entonces tendremos que enseñarles que hay cosas mucho más terribles que el enemigo.
—¡Oh, creo que ya están comenzando a comprenderlo! —repuso Lushakin con una amplia sonrisa—. Como todos los soldados, sienten una gran curiosidad por su nuevo comandante y nuestros muchachos los están aleccionando.
—Bien…, que crean que nos comemos a los niños crudos —contesté sin poder contener una carcajada—. Celebro tenerte como amigo en lugar de enemigo porque eres más retorcido que una víbora.
Mi ekalli se limitó a encogerse de hombros como si lo que yo había dicho fuese evidente hasta para una criatura.
—¿Y qué tienen que ver las víboras con la vida militar, príncipe?
Una hora después abandoné el edificio para pasar revista a mi nuevo ejército bajo la pálida y fría luz del sol. Su superior, que aparentemente hubiese preferido estar muerto, pero que ya se encontraba sobrio y lucía un uniforme limpio, estaba al frente de sus tropas y me observaba con expresión hosca y preñada de odio.
Incluso a cierta distancia aquellos guerreros de Assur ofrecían un aspecto deplorable. Sus armas estaban oxidadas, las cuerdas de sus arcos se encontraban tan raídas que parecían rastrojos y de ellos se desprendía una sensación de tedio y suciedad. Aunque soldados, se diría que eran prisioneros en un campo de trabajos forzados y, realmente, para la mayoría, probablemente el ejército era una especie de servidumbre. Habían perdido su orgullo o quizá, para ser más exactos, jamás lo habían tenido.
—He venido a asumir el mando —exclamé desde el porche del cuartel general—. Y os demostraré cómo se hace.
Hice una seña a Lushakin y éste, junto con cinco miembros de mi quradu, se adelantaron de sus filas y asieron al rab abru por brazos y piernas y le arrastraron al frente de la plaza de armas. El hombre estaba tan asombrado que al principio ni siquiera se atrevió a protestar, pero cuando le ataron los pies y le colgaron cabeza abajo en la barandilla frontal del abrevadero de los caballos prorrumpió en gritos ensordecedores.
Y siguió gritando y profiriendo ruidosas maldiciones con voz entrecortada por la ira, pero que apenas resultaban perceptibles entre las carcajadas de sus propios soldados, lo que evidenciaba hasta qué punto había degenerado la moral para que tanto los complaciera ver así humillado a su superior, que sin duda ofrecía un aspecto cómico con la espalda hundida en el barro y las piernas levantadas de modo que se le había deslizado la túnica hasta la cintura. Pero es preciso que los soldados odien a sus oficiales para que así se regocijen de sus desgracias, y aquel oficial debía de ser una mala persona para haberse granjeado de tal modo su animadversión.
Cuando el rab abru estuvo convenientemente atado y le hubieron descalzado, Lushakin se volvió hacia mí, me saludó militarmente y se quedó aguardando órdenes. Sabía muy bien cuáles serían: habíamos planeado detalladamente cómo se desarrollarían los hechos y él mismo había sugerido el castigo a aplicar. Él mismo lo había presenciado en una ocasión en Naharina, donde se le había infligido a un árabe al que habían descubierto haciendo trampas en el juego. Pero era muy conveniente guardar las formas ante los soldados y por eso esperaba mis instrucciones.
—Diez en cada uno, ekalli. Y no escatimes fuerzas.
Lushakin había encontrado un látigo tan largo como el brazo de un hombre confeccionado con piel de hipopótamo. Un soldado de mis tropas sujetó al rab abru por los dedos de los pies y le obligó a mantenerlos tan planos como la superficie de una mesa. El ekalli apoyó suavemente el látigo en las plantas como si midiese su impacto.
Nunca olvidaré los gritos que profirió el rab abru, que recordaban a los de una mujer en trance de parto. El pequeño látigo silbaba por los aires y mordía sus talones y en cada ocasión resonaban sus gritos, mezcla de terror, dolor y algo parecido a la indignación. Lushakin obedecía órdenes y cada latigazo despedía una suave rociada de sangre que despellejaba tan eficazmente como un cuchillo. Diez latigazos en cada pie, cuidadosamente dosificados para que la representación no concluyese demasiado pronto, el silbido del látigo, el impacto seco y nauseabundo que alcanzaba su objetivo y la feroz exclamación del rab abru… Y los soldados celebrando incesantemente con risas su tormento. Era un espectáculo muy de su agrado: sin duda hacía meses que no presenciaban algo tan divertido.
Cuando Lushakin hubo concluido, echó agua fría en las plantas del hombre, a la sazón llenas de heridas y en carne viva, y el rab abru fue conducido fuera de la fortaleza, donde hasta aquel día su palabra había sido ley. Le sacaron arrastrándole con una traílla, dejando tras de sí sus huellas ensangrentadas en el fango. Si no contaba con ningún amigo en la ciudad que quisiera socorrerle no se salvaría de las privaciones y la muerte, pero en aquella guarnición era menos que una sombra y, en caso de que decidiese regresar, sería condenado a muerte. Aparte eso, a nadie le interesaba la suerte que pudiese correr.
Aguardé a que los soldados concluyeran su jolgorio. Permanecí en silencio, observándolos con desdén, hasta que interrumpieron sus risas y reinó la calma.
—Dentro de un mes entraremos en campaña contra los nómadas de las montañas. Será nuestra última oportunidad mientras dura el buen tiempo y no tengo intención de someterme a vuestras conveniencias. Sólo tenéis un mes para convertiros en un ejército: si no lo conseguís, vuestra única esperanza de sobrevivir consistirá en que los bárbaros se apiaden de los ejércitos de Assur y envíen a mujeres y niños para haceros frente, porque no imagino que la chusma que tengo delante espere vencer al enemigo.
Los soldados ya no se reían. Sin duda algunos que habían combatido al mando del soberano Sennaquerib contra las tribus de las montañas comprendían la veracidad de mis palabras y acaso advirtieran por vez primera hasta qué extremo se habían degradado y comenzaran a sentirse avergonzados. Aquello era el principio.
—Me he mostrado benigno con vuestro jefe, con vuestro ex jefe, cuyo nombre no es preciso pronunciar, porque no quiero manchar el día de mi llegada con su ejecución. Sin duda no es el único ser corrupto, porque ningún oficial deja de cumplir con su deber si cree que sus hombres no van a consentirlo, pero él debe asumir la culpa de todos vosotros. No pienso indagar culpabilidades pasadas: no voy a preguntaros quién ha actuado torcidamente, con cobardía o sustrayendo a sus compañeros alimentos o bebidas… Dejaremos que todo esto permanezca en el olvido. Pero si vuelve a suceder, la próxima vez que seáis convocados para presenciar un castigo, os encontraréis ante una pena de muerte y veréis colgando de los muros de esta fortaleza el pellejo de los traidores. Recordadlo y no atentéis contra mi ira.
»Esta noche nadie dormirá en su lecho, ni yo ni ninguno de vosotros. Debemos ordenar esta madriguera de sabandijas, aunque sea a la luz de las antorchas.
»Y mañana, una hora después del alba, volveremos a reunimos y comprobaremos si habéis olvidado totalmente la diferencia que existe entre los hombres y las bestias. Si es así, os prometo que recordaréis este día. Vuestros superiores os informarán de cuál es vuestro cometido. Someteos a sus instrucciones.
Pasé el resto de la jornada repasando las tablillas donde se reflejaba la contabilidad, y mi predecesor pudo considerarse afortunado de que no lo hubiese hecho antes porque no sólo le hubiese despellejado los pies. Además de borracho, el hombre había sido un ladrón y sólo los dioses sabían si algo peor.
Cuando me senté a cenar distinguí las llamas de las antorchas y percibí el olor a brea encendida. La comida era bastante aceptable: cordero adobado con especias, pan y queso. Tan sólo la espantosa cerveza local me recordó que no estaba cenando en «Los tres leones». Ante tan exquisita comida hubiera sido fácil olvidar que los soldados se alimentaban con algo que hubiera servido para revocar las paredes y que nadie puede luchar con el estómago lleno de paja. Decidí que aquella misma mañana daría orden de que oficiales y soldados recibieran el mismo rancho.
Como los miembros de la guarnición pasarían la noche trabajando, tampoco yo podía acostarme, pero no me resultó difícil mantenerme despierto porque los ruidos que producían los equipos de trabajo, las órdenes e imprecaciones que se oían constantemente y las luces casi sobrenaturales de las antorchas que cruzaban ante mi ventana hubiesen despertado a un cadáver y, por añadidura, hacía un frío que en aquella época del año me cogía totalmente desprevenido. Sin duda en Nínive la mitad de la población dormiría en los tejados con la vana esperanza de disfrutar de una débil brisa, pero en Amat, sentado ante un brasero y envuelto en una vieja capa, me castañeteaban los dientes de modo incontenible. Casi envidié a los soldados que en aquellos momentos se encontraban fuera trabajando, que por lo menos estaban acompañados y disfrutaban de compañía y calor; yo me sentía incómodo y solo, y en mi ociosidad me entregaba a dolorosos recuerdos porque, según descubrí, ni siquiera allí lograba apartar a Asharhamat de mis pensamientos.
«Todas las noches de tu vida recordarás que comparto el lecho de Asarhadón…». En aquellos momentos ya debían de haberse casado y ella dormiría junto a mi hermano, henchida de su simiente, le daría hijos y, con el tiempo, llegaría a olvidar que existió alguien llamado Tiglath Assur. Tal sería su venganza por la cobardía de su amante: olvidar su existencia.
Pero yo nunca dejaría de recordarla. Mis oídos estaban llenos del suave sonido de su voz, mis ojos no podían olvidar su imagen. El deseo y los remordimientos me destrozaban el corazón con sus afiladas garras. Comprendía que ella tenía derecho a odiarme y pensaba que no podría vivir otra noche sin conseguir su perdón y su amor sintiendo el fresco contacto de sus manos. En aquellos momentos sufría como sabía que seguiría sufriendo cada hora de mi vida. ¡Asharhamat!
¡Asharhamat! ¡Enloquéceme, pero no me abandones! ¡Asharhamat!
El pálido resplandor del alba fue como un don de los dioses para mi atormentado espíritu y me predispuso a la clemencia.
El patio de armas estaba totalmente transformado. Los hierbajos habían sido arrancados, las hojas recogidas e incluso las paredes de los cuarteles irradiaban blancura. Y, en cuanto a los hombres, muchos presentaban aspecto macilento, pero por lo menos vestían uniformes limpios y su equipo estaba en orden. Durante aquella noche se había producido una especie de milagro.
Pero me mantuve indiferente: debía demostrarles que ningún esfuerzo me parecía suficiente.
—Por lo menos ya es un principio —dije—. Os concedo tres horas de descanso antes de comenzar la instrucción: entonces comprobaremos si no habéis olvidado lo que significa ser un soldado.
Cuando cerré la puerta a mi espalda llegó a mis oídos el murmullo de miles de voces: aquellas noticias no habían sido de su agrado.
Un ordenanza que formaba parte de mi propio quradu recogió mi capa cuando me disponía a acostarme. Aquella noche había sido el hombre más feliz de Amat porque nadie había interrumpido su descanso.
—Despiértame dentro de dos horas —le ordené—. Dos horas: no lo olvides.
Me cubrí con una manta y cerré los ojos sin molestarme siquiera en descalzarme las sandalias.
Si las tribus de las montañas hubiesen presenciado aquel día los ejercicios de instrucción de nuestros soldados hubieran invadido nuestras fronteras como una plaga de langostas. Realizaban las pruebas más rutinarias como si fuesen sonámbulos. Acaso se debiera en parte al cansancio, porque a todos los vencía el agotamiento, pero la culpa de todo la tenía realmente la dejadez. Se diría que aquellos hombres habían sido reclutados aquella misma mañana. Aunque en su mayoría se trataban de soldados veteranos, caían de sus monturas o se lastimaban con sus propias armas. Las bajas que sufrimos hubieran justificado una pequeña batalla, pero en realidad podría decirse que luchábamos contra nosotros mismos.
Aquella apocalíptica representación se prolongó durante toda la tarde. Mi quradu se instaló en todas las esquinas estableciendo un simulacro de batalla con espadas de madera y jabalinas cuyas puntas habían sido protegidas. Yo mismo encabecé los ejercicios realizados con los carros porque no quería que aquellos hombres pensasen que su nuevo superior era un petimetre y todos nos esforzamos hasta que ya no pudimos sostenernos de pie.
Y cuando por fin comenzó a oscurecer, nos retiramos casi a rastras a los cuarteles para comer un plato de gachas horribles, malolientes y escasas, pero por lo menos un alimento caliente e igual para todos, sin distinción de categorías, y nos dispusimos a disfrutar de un merecido descanso.
Pero fuimos realizando progresos. Al día siguiente y el sucesivo mejoraron los resultados de los ejercicios y, al tercer día, el oficial encargado de la intendencia acudió a pedirme que le reintegrase a sus anteriores obligaciones porque, al parecer, sus antiguos compañeros le habían amenazado de muerte. Accedí a su petición, ascendí a Lushakin a rab kisir y le confié aquella misión, cosa que no le complació en absoluto. Protestó alegando que los dioses no le habían destinado para la cocina, pero a partir de aquel momento mejoró la calidad de la comida e incluso de la cerveza.
Y asimismo, al tercer día, el ekalli que había azotado en la puerta de la fortaleza fue puesto en libertad de la empalizada y conducido a mi presencia cuando yo estaba acabando de cenar. Era un hombre de escasa estatura, de hombros caídos y brazos largos y poderosos, en realidad, tenía cierta apariencia simiesca. Estaba macilento, casi grisáceo, tras la prueba a que había sido sometido, pero mientras aguardaba a que yo le hablase, sin duda temiendo lo peor, acaso que ordenase su muerte a latigazos, que lo arrojase de la guarnición desnudo y ensangrentado como al rab kisir o que lo degradase, convirtiéndolo en un esclavo, no había perdido en absoluto su orgullo. Había resistido frío, hambre y el terror a un incierto sino, mas no se humillaría para mostrar su debilidad y me miraba con expresión indiferente que parecía significar: «Puedes hacer conmigo lo que quieras y comprobarás que también puedo resistirlo». Decidí que no podía permitirme perder a un hombre como aquél.
—La próxima vez que estés de guardia cumple con tu deber: no me hubiese costado nada clavarte una jabalina entre los omóplatos y entonces no estarías en condiciones de lanzar ávidas miradas a la espantosa comida de tu superior. ¡Vamos, siéntate y come! Hay suficiente para los dos y no me gusta hablar con un hombre que no me presta la debida atención.
Se sentó y comió con los dedos, con tanta avidez como un animal. Y, cuando hubo concluido, se recostó en la silla y suspiró complacido.
—¿Te ha gustado? —le pregunté deseando únicamente satisfacer mi curiosidad.
—No, era poco mejor que la bazofia que nos sirven a nosotros. Creía que los oficiales se cuidaban mejor.
—Ya ha dejado de ser así.
El tono de mi respuesta debió de recordarle que no se hallaba de visita. Se puso en pie, aunque sin mantenerse en posición firme.
—Vuelve a tu cuartel, ekalli —proseguí—. Procura descansar esta noche y cuídate mañana de que estén preparados los hombres una hora después del amanecer para la instrucción. Eso es todo.
—¿Sigo entonces conservando mi graduación, rab shaqe? —repuso más sorprendido que aliviado.
—Sí. Pero en lo sucesivo procura demostrarme que no me he equivocado. Y no dejes de informarme de cualquier otra queja que tengas sobre la comida.
—Así lo haré, rab shaqe.
Mientras se retiraba a los barracones llegó a mis oídos su complacida risa. Se llamaba Girittu y después de aquel incidente resultó ser un excelente soldado que jamás me dio motivos para tener que arrepentirme de mi clemencia.
Y tampoco se recibieron más reclamaciones por la comida, que quizá fue lo que más se transformó. La mejora de la alimentación conduce inevitablemente a elevar la moral lo que, a su vez, redunda en una mejor instrucción. Todos, hasta el más humilde portador de arco, estaban más contentos, como si hubiesen reencontrado la finalidad de su existencia. Incluso las prostitutas del campamento mejoraron su aspecto. A los diez días la guarnición de Amat volvía a parecerse a un ejército. Decidí que al finalizar la segunda semana me arriesgaría a llevarme algunas compañías a la montaña para realizar maniobras de campaña.
La víspera de nuestra salida recibí un aviso de que alguien seguía recordándome en Nínive.
Me había acostado temprano en mi jergón y, sabiendo que durante los próximos quince días debería dormir sobre una simple manta tendida en el duro suelo, me había permitido el lujo de instalar en mi dormitorio un brasero atestado de carbones encendidos, de modo que mi habitación parecía una sala de los baños de vapor.
Pero estas pequeñas extravagancias suelen pagarse caras y pasé una noche agitada poblada de pesadillas.
Zaqar, el dios que preside las horas de descanso, nos envía sueños a modo de mensajes, que son atisbos del futuro y de los sentimientos que anidan en nuestros propios corazones. Y aunque castiga a los perversos con visiones terroríficas, es un dios amable y compasivo, porque por ese medio procura que alcancemos el perdón y, a través de éste, la paz y el descanso. Aquella noche Zaqar me castigó por haberme instalado un brasero, al igual que castiga a borrachos y glotones, porque mis sueños estuvieron poblados de violencia y muerte.
Me encontraba de nuevo en Babilonia. En los bancos del seco río se amontonaban los cadáveres y yo caía dando tumbos por los aires yendo a parar a aquella masa de corrupción de la que pugnaba por librarme, trepando sobre brazos y piernas escurridizos que se desprendían y quedaban en mis manos. Y en algún lugar de aquella confusa maraña me aguardaba un hombre que empuñaba una espada y estaba dispuesto a degollarme y dejarme abandonado entre aquellos cadáveres corrompidos. Si no lograba liberarme, me mataría o perecería asfixiado. A mis oídos llegaba su voz llamándome distante, semejante a los chillidos que profieren las ratas, mientras que me hundía por momentos…
Y, de pronto, desperté y comprendí que había alguien en la habitación que se proponía hacerme daño y que el dios me había enviado un aviso.
Sin dudarlo un instante me lancé rodando por el suelo como el tronco de un árbol. Se oyó crujir la madera al astillarse, mientras una hacha de cobre hundía en el suelo su hoja en el mismo lugar donde descansaba mi cabeza hacía unos instantes. A la tenue luz del brasero se recortaban las piernas de mi agresor que se había agachado y trataba de arrancar el arma del suelo para efectuar un nuevo intento. Me abalancé inmediatamente contra ellas.
El hombre pasó por encima de mi cuerpo y ambos nos esforzamos por levantarnos rápidamente. Tenía la jabalina apoyada contra la pared junto a mi alfombra, pero si intentaba acercarme me encontraría al alcance de su hacha. Ambos permanecimos a la expectativa. Mi contrincante empuñaba el arma y sonreía torvamente al ver que me encontraba completamente desarmado.
La habitación era pequeña y yo no podía retroceder. Le bastaría con avanzar unos pasos y descargar un mortífero impacto sobre mí…
Retrocedí y mi pie descalzo rozó el brasero que estaba a mis espaldas, lo cual me causó un súbito y repentino quemazón similar al efecto de una cuchillada.
¡En el brasero y sus carbones encendidos se hallaba mi única oportunidad de sobrevivir!
Me volví rápidamente y me agaché para recogerlo, sosteniéndolo con ambas manos. Era terriblemente pesado y me escocía la piel al contacto del ígneo y negro metal. Creí que iba a consumirme…, no podría seguir sosteniendo aquel terrible peso sin que las manos se me consumieran como hierba seca.
Aún inclinado tomé impulso y lo lancé contra mi enemigo, al que alcancé en el pecho y derribé en el suelo. Los incandescentes carbones llovieron sobre él y por un instante olvidó cuanto le rodeaba al encontrarse cubierto de fuego. Dejó caer el hacha e incluso olvidó mi presencia.
Fue cosa de un instante. Avancé unos pasos jabalina en ristre. El asesino yacía en el suelo profiriendo alaridos de terror, sacudiéndose como enloquecido los carbones mientras trataba de librarse del fuego. Impulsé la jabalina sobre mi cabeza y la hundí en su pecho, acabando con sus gritos igual que si hubiesen sido cortados con un cuchillo.
—¡Por los dioses! ¿Qué ha sucedido?
Me volví. En la puerta se encontraba mi ordenanza. Le aparté a un lado y, sin decir palabra, salí corriendo con las manos terriblemente lastimadas.
Aguardé en el porche sentado en un taburete hasta que extinguieron el fuego, sumido en un estado de absoluta indiferencia. Alguien me trajo un cubo de agua fría en el que sumergí las manos que tenía hinchadas, aunque no demasiado quemadas, cosa que me sorprendió. No experimentaba nada más que aquella sensación de leve sorpresa e indiferencia. Al parecer estaba perfectamente. Hubo un momento en que el fuego parecía haberme penetrado hasta el hueso, pero quizás mi sedu había vuelto a protegerme.
Por fin, cuando se disipó el ruido y la confusión y empecé a recuperarme me vi abrumado por miles de interrogantes sin respuesta.
—El fuego ya está apagado, rab shaqe.
Me levanté y entré en mi habitación en la que reinaba el más absoluto desorden. Estaba llena de humo y las paredes se habían empapado de agua. Mi frustrado asesino estaba muerto, yacía en el suelo con el cuerpo enroscado igual que si estuviera dormido y de su pecho asomaba la punta de mi jabalina como si señalara el punto por donde había perdido la vida. Le había atravesado con ella y no resultó fácil arrancarla.
—Sacadle a la luz —ordené, entregando el arma a un ordenanza con voz que sonaba extraña en mis propios oídos—. Quiero verle la cara.
Un par de soldados, sin duda para no manchar el suelo, envolvieron al cadáver en mi alfombra chamuscada y empapada en sangre y le trasladaron a la habitación que me servía de comedor en la que se habían reunido ya varios oficiales, algunos de los cuales aún vestían las túnicas que utilizaban para dormir, y juntos examinamos a mi difunto agresor.
—¿Alguno de vosotros le reconoce? —pregunté.
Me respondió un coro de negativas acompañadas de enérgicos movimientos de cabeza: nadie conocía a aquel hombre o, por lo menos, nadie admitía reconocerlo. Le cogí la mano y examiné su palma.
—Reunid a los rab kisir y que vean si pertenece a la guarnición, aunque apostaría a que ni siquiera es un soldado. Fijaos en sus manos tan suaves como las de una criatura, no se ve en ellas ninguna callosidad.
Pedí que me trajesen una copa de vino que vertí sobre la cabeza del difunto en calidad de ofrenda para aplacar a su espíritu y seguidamente ordené que pasasen lista a todas las compañías para comprobar si faltaba alguien. Aunque aquel individuo no parecía haber pertenecido nunca al ejército, puesto que vestía el uniforme de soldado deseaba saber dónde lo había obtenido.
—Registrad la ciudad y comprobad si se encuentra en ella algún extranjero… Este tipo no pudo haber surgido de la nada.
—¿Qué hacemos con su cadáver, rab shaqe?
No era aquélla una pregunta ociosa. ¿Qué debía hacer en semejante caso cuando se halla en juego algo tan importante como el dominio del mundo y nuestros enemigos llevan nuestra misma sangre? Prefería ignorar quién habría enviado a aquel hombre, pero deseaba asegurarme de que no vendría otro a sustituirlo.
—Decapitadle y conservad su cabeza con sal —repuse, poniéndome en pie y tratando de simular indiferencia, aunque sentía un nudo horrible en el estómago—. La remitiremos a Nínive, de donde sin duda procede. Me propongo enviársela a alguien en calidad de obsequio.