Dos días después de que los augurios hubiesen manifestado que Asarhadón sucedería al monarca, el rey estuvo dudando y, aunque no comunicó el resultado al pueblo, la gente imaginó lo que había sucedido: al cabo de unas horas después de que el baru hubiese anunciado que las entrañas del ginu estaban libres de toda tacha, una multitud se presentó ante el palacio de mi hermano y arrojó basuras a su puerta. Hasta dos días después Asarhadón no fue nombrado marsarru ni se instaló en la Casa de Sucesión. La nación aguardaba presa de inquietud, mientras el rey se debatía entre sentimientos encontrados.
Circularon rumores de que algunos de los hijos menores del rey trataban de suscitar una rebelión entre las filas del ejército, aunque no llegó a producirse, y se supo con certeza que cierto escriba barbilampiño había difundido la noticia de que los sacerdotes habían falseado los presagios para proclamar un falso sucesor al trono.
Y yo era el culpable de aquellos incidentes. No tenía mi hermano la culpa de que tantas voces se alzaran contra él, sino yo porque había influido en las masas para que me acogieran como el heredero del señor Sennaquerib. Los había inducido a aceptarme como tal, a considerar inevitable mi elección, como voluntad divina, real y del propio pueblo. Y como era natural se sentían defraudados y culpaban a Asarhadón: yo era el culpable por mi presunción, era yo quien había fracasado y no él.
Hasta que por fin el rey apareció en público con Asarhadón a su diestra y declaró que, según la voluntad de los dioses, el hijo de Naquia, su única esposa con vida, sería su heredero. La gente no dio muestras de júbilo, pero aceptó la palabra del monarca y reinó la paz. Sin embargo, al día siguiente, decimonoveno de Ab y primero en que brillaba el sol desde que mi hermano era marsarru, se reveló como una jornada nefasta en la que los hombres se cubrieron de harapos, ayunaron y no yacieron con sus mujeres. Así fue cómo Asarhadón tomó posesión de su cargo y cómo, a mi entender, se cumplieron las predicciones del maxxu: «No creas que te aguarda aquí la felicidad, príncipe, porque es otro el destino que te está reservado: amor, poder y amistad serán dulces al principio, pero amargos a la postre».
Yo no me encontraba en la ciudad cuando el rey rompió su silencio. Había pedido, y me había sido concedido, el nombramiento de shaknu de Amat y de las provincias del norte, que estaban en constante ebullición en luchas fronterizas con las gentes de las montañas del este, como una olla sobre unos rescoldos constantes. Me dije que volvería a ser soldado y que quizá encontraría la muerte, si no gloriosa por lo menos útil, porque me parecía como si en la tablilla de mi existencia se hubiese escrito la última palabra. Y todo esto sucedía cuando yo aún no contaba veinte años.
Pero antes de que el rey autorizase mi partida tuvo que ser disuadido de su intención de prender a mi hermano y ordenar que fuese asesinado en algún oscuro calabozo.
—¡Aún soy el rey! —bramaba furioso, paseando arriba y abajo de sus aposentos privados.
Nos había convocado a medianoche al señor Sinahiusur y a mí y estábamos los tres solos, encerrados en su habitación.
—Pese a lo que pueda haber interpretado Rimani Assur en las entrañas de una cabra muerta, sigo siendo el rey, ¿es o no cierto? ¡Tenías que haberle visto, Tiglath: le castañeteaban los dientes, pese al calor reinante, y estaba mortalmente pálido! ¡Ese maldito sacerdote me ha mentido! Él y el asno de tu hermano han estado conspirando ¡y, por los grandes dioses, que antes de que amanezca ordenaré que los cuelguen cabeza abajo! ¿Qué os parece? ¿Qué decís a esto? ¡Traidores! ¡Traidores!
Y paseaba nervioso de uno a otro lado de su habitación. Sus sandalias resonaban sobre las baldosas. Había acudido a su llamada creyendo que iba a anunciarme mi elección y me sentía aturdido y confuso ante la ira y la agitación que le conmovían. No sería marsarru. Asharhamat jamás se convertiría en mi esposa: mi mente únicamente parecía comprender esas dos realidades.
—No existe ningún traidor, augusto señor —repuse finalmente con voz que sonaba distante, como si perteneciese a otra persona—. Tú mismo calificaste a Rimani Assur de hombre honrado.
—¡Sí, pero es un sacerdote! ¡Y los sacerdotes…!
El rey mi padre pronunció aquella palabra como si le dejase mal sabor de boca.
—Es un sacerdote, pero también un hombre honrado. Y mi hermano Asarhadón es la última persona que se atrevería a manipular los misterios de los dioses. Debes aceptar la voluntad de Assur.
—¡Mataré a Asarhadón! ¡Le mataré con mis propias manos, sacándole las entrañas y esparciéndolas por los suelos como un cesto de ropa sucia!
—Si matas a Asarhadón, si cometes tal iniquidad, semejante blasfemia, si le niegas su vida y sus derechos como tu legítimo heredero, abandonaré este país y jamás regresaré. No volverás a verme, augusto señor.
—¿Cómo? ¿Qué dice este muchacho?
—Éste muchacho es más inteligente que tú, hermano —intervino el señor Sinahiusur en tono grave y sereno—. ¿Deseas provocar una guerra civil?
—En cualquier caso la tendremos. ¿No os dais cuenta? ¿Imagináis que el ejército aceptará a Asarhadón cuando yo muera, a Asarhadón, que si pudiera reconstruiría Babilonia mañana mismo? ¿Creéis que le aceptarán? ¡Vamos! ¿Qué decís?
El rey se desplomó en una silla y fijó la mirada en sus pies como si creyese que en cierto modo le habían traicionado.
—Le aceptarán si tú le aceptas. Le aceptarán si Tiglath también le acepta —repuso el turtanu mirándome—. ¿Qué dices, Tiglath? ¿Acatarás la voluntad divina o dividirás a la nación luchando contra ese hermano a quien dices amar?
—Sabes cuál es mi respuesta, señor… Ya te la he dado en otras ocasiones.
Sinahiusur hizo una señal de asentimiento: había comprendido.
—Te compadezco, sobrino —repuso finalmente—. Tal es lo que sucede a los hombres que creen poder dirigir a los dioses confiando imponer al final su propia voluntad. Pero es muy duro. Imagino que sentirás más duramente el castigo, aunque no sea tuyo el pecado.
«Aunque no sea tuyo el pecado», aquello era lo que me había dicho el maxxu. Me sorprendió tal coincidencia. Sinahiusur y yo cambiamos una mirada que me hizo preguntarme hasta qué punto podía estar enterado de aquel asunto.
Sin embargo me bastó recordar a Arad Ninlil para dudar que yo estuviera exento de culpa. ¿Acaso no lo había consentido al igual que Asarhadón? De haber sido así, el dios encontraba el medio de castigarnos.
—¡Mataré a Asarhadón!… ¡Sí, acabaré con él! —repitió el rey mirándome con ojos inexpresivos.
Pero ya no manifestaba igual convicción. Se había disipado su ira y únicamente sentía pesar. Me acerqué a su lado, me arrodillé a sus pies y Sennaquerib me abrazó llorando. Lloraba como si tuviese el corazón destrozado.
—¿Y qué será de ti? —dijo por fin cuando hubo agotado sus lágrimas y se hubo serenado—. ¿Qué será de ti, hijo mío? Asarhadón jamás se sentará tranquilo en el trono mientras vivas. Te das cuenta de ello, ¿verdad?
—No tengo nada que temer de Asarhadón, como tampoco él de mí.
—Sí…, el amor fraterno es muy hermoso.
Lo dijo con cierto disgusto, como si reconociese una debilidad peligrosa, y siguió sentado en silencio, con la mirada perdida en el vacío, reflexionando aparentemente sobre la crueldad del amor.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Debo salir de la ciudad por un tiempo —repuse—. Creo que sería conveniente que me ausentase largo tiempo y, si el dios así lo quiere, no habrán focos de descontento. Dale una oportunidad a Asarhadón y se hará digno de tu confianza.
—¿Y adonde irás, hijo mío?
—Augusto señor, si me amas, envíame donde desees que se vierta sangre. Combatiré en una lucha larga, dura y terrible, y así mi corazón quedará exento de cualquier debilidad.
El rey mi padre cambió una mirada con el señor Sinahiusur, que dio muestras de aprobación.
—Aunque todavía no puedo asegurarte lo que haré —murmuró, paseando nerviosamente sus ojos en torno como si no pudiera fijar su atención más de un instante—. Aún no he decidido nada. Ya tendrás mis noticias.
Me despedí con una inclinación y el rey y su turtanu, su hermano, como Asarhadón lo era mío, siguieron hablando hasta el amanecer, aunque sólo existía una solución: el rey designaría a Asarhadón su sucesor al trono y yo tendría que encontrar el modo de conseguir que mi existencia fuese tolerable. Acaso encontrase la felicidad sin ser rey, pero no podía resistir la idea de no volver a verla.
Salí a uno de los múltiples jardines de palacio ocultándome a las miradas de los hombres en la negra noche y me recosté contra una columna rodeado por la más intensa oscuridad, tratando de comprender por qué no parecía sentir nada. Era como si una mano me oprimiese el pecho impidiéndome respirar, más mi corazón se había insensibilizado.
«Es igual que estar muerto —pensé—, como si fuese una alma que revoloteara entre el viento…, incorpórea, desapasionada, sin vínculos con la existencia».
Corría una suave brisa, cálida y densa como el agua, que me envolvía igual que una sombra.
—¡Asharhamat! —susurré. Y en aquel preciso instante sentí el escozor de las lágrimas en los ojos y comprendí que debía superar la pérdida de mi amada—. ¡Asharhamat!
Y allí, en la oscuridad, sin que nadie me viera, el dios me permitió aligerarme del pesar que me oprimía el corazón.
A la hora primera después del amanecer compareció un mensajero a mi presencia portador del real nombramiento: había sido destinado a Amat, abandonaría Nínive aquella misma noche, secretamente, acompañado tan sólo por una escolta de veinte hombres. Marcharíamos a toda velocidad. Ya habían sido despachados emisarios hacia el norte para anunciar mi llegada, y dispondría de plenos poderes militares como en tiempos de guerra. Me quedaba únicamente un día para dejar a mis espaldas todo cuanto hasta entonces había constituido mi vida.
¡Amat! ¡Cómo mortificaría a Asarhadón esta noticia! ¿O acaso era eso lo que se proponía el monarca?
Aguardé una hora y luego otra sin que nadie acudiera a anunciarme que Asarhadón había sido proclamado marsarru, acaso ni siquiera él mismo había sido informado. Me propuse visitarle antes de mi marcha. Acudiría a rendirle acatamiento para que nunca pudiera decirse que no había recibido muestras de sumisión de su hermano.
El palacio de Asarhadón se encontraba en el extremo opuesto de la mansión de la Casa de la Guerra. Mientras cruzaba los patios de los polvorientos cuarteles me encontré con grupos de soldados que me observaban como si se encontraran ante un prodigio de la naturaleza. ¿Habría caído en desgracia e iba camino de la muerte? ¿Sería su próximo monarca? No podían adivinarlo y, por tanto, ignoraban si debían saludarme a mi paso o permanecer indiferentes, por lo que en su mayoría se limitaban a mirarme.
Acudí directamente a los aposentos de mi hermano sin que ninguno de sus servidores tratase de detenerme. Huían medrosos de mí como si temiesen que llevase una daga bajo la capa.
Asarhadón solía desayunarse tarde, por lo que todavía le encontré sentado a la mesa, vestido con una sencilla túnica de lino, descalzo y rodeado de sus mujeres. Me incliné ante él con el puño cerrado sobre el corazón.
Una de las gemelas babilonias rió nerviosamente.
—El señor Tiglath se muestra muy ceremonioso esta mañana —bromeó, viéndose coreada por una oleada de risitas femeninas.
—¡Fuera de aquí! —exclamó Asarhadón mirando en torno, y las risas cesaron al punto—. ¡Salid inmediatamente!
Las mujeres se desperdigaron en todas direcciones como una bandada de codornices sorprendidas, y Asarhadón y yo nos quedamos solos.
—De modo que los oráculos de mi madre no mentían —dijo.
—Sí, señor. Estaban en lo cierto.
Señor.
El rostro de mi hermano mudó su expresión al oír aquella palabra que pareció recibir con visible desagrado.
—¿Te ha enviado el rey para que me lo comuniques?
Negué con la cabeza esforzándome por mostrar indiferencia, como si no fuese más que un simple mensajero. Eran muchas las cosas que nunca podría confiar a Asarhadón, a quien amaba y que jamás volvería a ser mi amigo.
—El rey llegará a ver las cosas como deben ser —le indiqué sin mirarle abiertamente—. En cualquier momento te convocará a su presencia y con su propia mano te guiará a la Casa de Sucesión, pero, no olvides esto, tendrás que darle tiempo. Permanece entre los muros de tu casa sin ver a nadie hasta que te haga llamar.
Me observó entornando los párpados como si recelase alguna traición, pero finalmente hizo una señal de asentimiento.
—Por tu boca se expresa la prudencia, Tiglath. Obraré como me aconsejas. Y ahora ven, siéntate conmigo y tomemos una copa como buenos hermanos. ¿O has aprendido tan pronto a no amarme?
En su tono advertí cuan herido se habría sentido si hubiera rechazado su invitación, de modo que le obedecí permitiendo que llenase mi copa, aunque temía atragantarme con ella.
—Las cosas han cambiado entre nosotros —le dije por fin—. Tú reinarás en el país de Assur y yo seré tu súbdito. Sería conveniente que ambos lo entendiésemos así, Asarhadón. Y también existen otras razones.
—Como es natural, te refieres a la señora Asharhamat.
—No volveré a verla. Será tu mujer y te dará los hijos que te sucederán.
—Tiglath, hermano, si por mí fuese, podrías quedarte con ella: está a tu disposición. ¡Por los sesenta grandes dioses, te la cedo! —Me puso la mano en el brazo, asiéndome con fuerza, como si aquello se pudiese zanjar entre nosotros.
—¡Ojalá fuese tan sencillo, hermano!
—Entonces te dejaré elegir…, ya lo verás. Te compensaré con creces, te daré el doble, ¡no, el triple! Puedes quedarte con Lea y con las egipcias, lo más escogido de mi harén. ¡Pero déjame a las gemelas babilonias, te lo ruego! Los hombres deben disfrutar de algún placer en su vida.
Y lo más patético era que hablaba en serio. Entonces comprendí que nunca llegaría a entenderle. Me limité a negar con la cabeza.
—Esta noche partiré de Nínive —le notifiqué—. Me voy al norte, a combatir contra las tribus de las montañas. Será mejor así.
Asarhadón retiró su mano de mi brazo.
—Me parece que estás celoso, Tiglath…, celoso y despechado. Es el destino que yo había pedido. ¡Yo, que no deseaba otra cosa! Lo que me arrebata te lo entrega a ti generosamente.
—Gobernaste Sumer.
—¡Sumer! —Frunció el entrecejo disgustado—. Allí me sentí como un pastor de ovejas… Podías morirte de aburrimiento en Sumer. El rey te ha concedido esa plaza sólo para demostrar el desprecio que siente hacia mí.
—Me ha dado este destino porque se lo he pedido.
—Entonces eres tú quien me desprecia.
—Sabes que eso no es cierto.
Por un momento pareció a punto de levantarse y golpearme y pensé que todo había acabado entre nosotros. Pero luego se tranquilizó y superó la lucha que sostenía consigo mismo.
—Sí, lo sé.
—Las cosas no han resultado como nosotros hubiésemos querido. Eso es todo.
—Sí, así es. —Fijó la mirada en su copa de vino como si tratase de encontrar algo en ella—. ¿Crees que será debido al maleficio de la mangosta?
Como no sabía qué decirle, me abstuve de responderle y durante largo rato permanecimos en silencio.
—¿Cuándo te vas? ¿Esta noche? —preguntó Asarhadón por fin, como si se tratase de algo que hubiese olvidado momentáneamente.
—Sí, hoy.
—Entonces te perderás la ceremonia de mi exaltación… Lo siento. Aunque quizá te produciría escaso placer.
—Con gusto la presenciaría, hermano. Pero no deseo asistir a tu matrimonio.
—¡Las mujeres son una maldición! —Movió la cabeza irritado al parecer ante aquella dificultad insalvable—. ¿Estás seguro de que no quieres quedarte con algunas de las mías? ¿Ni siquiera con Lea?
No podía responderle: en tales cuestiones mi hermano tenía la cabeza llena de serrín. Me levanté de la mesa y Asarhadón me imitó y, cuando una vez más traté de inclinarme ante él, me estrechó entre sus brazos: al igual que yo, comprendía que en cierto modo nos separábamos para siempre.
En el vestíbulo que conducía a la entrada principal, aquella puerta por la que antes de una hora el pueblo de Nínive desahogaría su ira y en donde ya se estaba reuniendo un tropel de individuos ambiciosos, me encontré con Naquia.
—Veo que no has venido a asesinar a mi hijo, Tiglath Assur —me saludó sonriendo ante su propio ingenio.
Se mostraba radiante y triunfal. No pude menos que pensar que parecía un gato jugando con un ratón.
—No, señora, es mi hermano y mi señor.
—Pero deduzco que ya no es tu amigo.
—¿Acaso los reyes pueden tener amigos, señora? De ser así, yo lo sigo siendo.
—Tu comportamiento es tal como debe ser, Tiglath —dijo, tendiéndome la mano—; aunque siempre has sido así. Te felicito por la firme nobleza de tu carácter.
Sabía que se burlaba de mí, pero cogí su mano y toqué con ella mi frente porque ya era la madre del rey y merecía esas muestras de respeto, mas en el fondo de mi corazón la odiaba.
Miré en torno a los hombres que nos observaban a prudente distancia sin atreverse a acercarse demasiado… Sí, desde luego, todos lo sabían: por entonces ya lo conocía toda la ciudad. Pero Naquia siempre lo había sabido: lo leía claramente en su rostro.
—La voluntad divina se ha cumplido —dijo como si respondiera a la pregunta que apenas se había configurado en mi mente.
Sí, era evidente que ella siempre había sabido de qué modo concluiría aquello. No podía dejar de preguntarme cómo habría sido, aunque no deseaba conocer la respuesta porque ya entonces intuía que sería preferible ignorarla.
Cuando pasé por la Casa de la Guerra, de regreso a mi hogar, me detuve en el cuartel del quradu y me encontré con Lushakin, mi antiguo ekalli.
—¿Tienes ánimos para emprender otra campaña?
Me miró un momento rascándose la barba con aire pensativo. Al igual que todos, estaba al corriente de los rumores que circulaban.
—¿Contra quién debemos luchar? —preguntó sin ningún asomo de impertinencia—. Si no tratas de enfrentarte al rey, soy tu hombre, príncipe, aunque me conduzcas a las puertas del infierno.
—No, Lushakin, antiguo camarada, no te incito a una guerra civil. No pienso emprender ninguna acción que haga peligrar el ascenso al trono de mi hermano Asarhadón.
—¿Entonces es cierto que no serás marsarru, príncipe?
—El dios ha decidido otra cosa.
Lushakin, que no era un necio, se abstuvo de responderme. Pero la expresión que ensombreció su rostro evidenciaba que hubiese comprendido perfectamente cualquier otra explicación.
—¿Qué quieres de mí?
—Tan sólo esto: reúne veinte hombres que estén hastiados de paz. Diles que se preparen para salir esta noche, mas no les hables de mí. Bastante inquietud reina ya en la ciudad… Quiero marcharme sin que nadie se entere. Limítate a decirles que guerrearemos contra las tribus de las montañas del norte, nada más.
—Será como tú digas, príncipe.
Sólo me quedaba una cosa que hacer para liberarme de todo compromiso, para quedarme tan libre como si hubiese muerto.
Desde que celebré mi entrevista con el rey no había dormido, pero no podía atribuir a falta de descanso la agitación que sentía. Todo estaba tomando un peculiar e irreal aspecto, como si no viviese mi propia vida, al igual que si todas aquellas cosas le sucediesen a otra persona y yo presenciase impotente los hechos. O, más exactamente, era como una de esas pesadillas que se viven intensamente, aunque sabemos que estamos soñando y que se desvanecerán en cualquier momento.
«Tal vez dentro de un momento despertaré y me encontraré en mi propio lecho —pensaba—. Volveré a tener seis años y me sentiré a salvo en la habitación de mi madre, en el gineceo. No es posible que mi vida se reduzca a esto».
En la casa de la calle de Nergal parecía reinar la muerte; se diría que era una tumba largo tiempo olvidada. Me resultaba increíble que tan sólo ayer hubiese abrazado en ella a Asharhamat, pletórico de esperanzas. Parecía que no entraba nadie allí desde hacía siglos. La habitación donde se encontraba nuestro lecho era igual al escenario de un terrible infortunio, cuyo recuerdo persiste como una maldición de modo que la gente rehúye aquel lugar y lo abandona hasta que queda en ruinas.
«Vendré aunque me vaya en ello la vida», había dicho a Asharhamat. «No volveré a verla», había prometido a Asarhadón. Ambas promesas implicaban un absoluto compromiso moral: debía mantenerlas y, sin embargo, ambas parecían contradecirse. Me senté abrumado en el borde del lecho, la cabeza me dolía terriblemente y el pecho parecía a punto de estallarme. Afortunadamente, ignoro por qué razón, me había dejado la jabalina en casa. En aquel momento, al borde de la desesperación, hubiese podido utilizarla hundiéndola en mi corazón.
Tenuemente, como si se sucedieran a enorme distancia, percibía bajo mi ventana los cotidianos ruidos de la calle, de la calle que se hallaba detrás de aquella, de todo aquel distrito, de la ciudad entera. La vida seguía en Nínive sin contar conmigo, como si a nadie le importase que Tiglath Assur pudiese perder el deseo de continuar existiendo, como si jamás hubiese vivido aquella vida.
Perdí la noción del tiempo que permanecí allí sentado. O, por lo menos, no parecían contar para mí las nociones del tiempo. Y, de pronto, inesperadamente, llegó a mis oídos el sonido familiar de una mano que golpeaba en la puerta desde el otro lado, en la casa que comunicaba con aquella. Sonaron unos golpecitos, una pausa, y de nuevo los golpecitos.
—¿Tiglath, estás ahí? —preguntó por fin Asharhamat.
Traté de hablar, abrí la boca y volví a cerrarla, incapaz de proferir ningún sonido. Ni siquiera podía levantarme del lecho: era como si me hubiesen abandonado las fuerzas…
—¡Tiglath, respóndeme! ¡Sé que estás ahí! ¡Déjame entrar!
Silencio. Y nuevamente el sonido de sus puños golpeando, esta vez con más fuerza.
—¡Tiglath, déjame entrar! ¡Tiglath!
Aguardé conteniendo incluso la respiración. No podía apartar de mi mente la idea de que ella podía marcharse, de que jamás volvería a oír su voz y que la perdería para siempre. Y, sin embargo, no lograba articular palabra.
De pronto, en un arrebato de furia, golpeó otra vez la puerta igual que sí pretendiese derribarla. Advertí cómo vibraban sus goznes de cuero mientras ella propinaba patadas en la parte inferior.
—¡Tiglath! ¡Tiglath! ¡Sé que estás ahí! ¡Has venido como me habías prometido! ¿No te das cuenta de que nos han traicionado? ¡Déjame entrar, déjame, déjame, déjame…!
Sus palabras se encadenaban hasta que dejaron de ser palabras. A la sazón sollozaba y, a juzgar por el sonido, comprendí que debía de estar arrodillada enfrente. Sollozaba ininterrumpidamente golpeando la tosca madera con tanta fuerza que sin duda debió de ensangrentarse las manos. Por fin comprendió su impotencia como un pájaro que golpea con sus suaves alas los barrotes de su jaula, hasta que se le rompen las alas y el corazón estalla…
Y de pronto se interrumpió y únicamente percibí el murmullo de su llanto, un prolongado gemido como el de un chiquillo exhausto. Y después la nada, el vacío.
En el curso de una larga vida los hombres hacen muchas cosas cuyo recuerdo los aflige y remuerden su conciencia. Todos los actos realizados por despecho, cobardía o crueldad se acumulan en el espíritu como las diminutas grietas que se aprecian en el barniz de un tarro viejo. Durante mi existencia he cometido muchos actos perversos y cobardes, pero de lo que más avergonzado me siento es del silencio que mantuve mientras Asharhamat me pedía a gritos que la acogiera por última vez en mis brazos. Simplemente sentía miedo y el miedo es más terrible que el temor al dolor e incluso a la muerte. Si la hubiese tenido ante mí no hubiera podido seguir viviendo ni un instante más sabiendo que no podría volver a verla y tampoco tenía valor para decírselo. El sonido de su llanto tras la puerta fue el último vínculo de nuestro amor. Me limité a escuchar, impotente, rogando que ella no me abandonase en seguida sumiéndome en las tinieblas.
Por último la oí levantarse del suelo y distinguí el suave roce de sus manos contra la puerta al apoyarse en ella. Pensé que entonces se marcharía y me pregunté si debía detenerla, si aún me quedarían ánimos para intentarlo.
Cuando volvió a hablarme se expresó con serenidad. Todavía le temblaba la voz a causa de la emoción, pero parecía haberse tranquilizado. Era como una fresca y cálida lluvia invernal en primavera, llena de ira contenida.
—Tiglath, sé que puedes oírme —manifestó como si midiera cada palabra—. Me consta que ahora me das la espalda y no voy a perdonarte. Sé que me amas y gustosamente hubiera dado la vida por oírtelo decir por última vez, pero en estos momentos deseo que nuestro amor se convierta en una maldición para ti, espero que te atormente hasta la muerte, al igual que me sucederá a mí, y que llegue a enloquecerte.
«Intenta comprenderme —pensé—. Inténtalo, amor mío, trata de entender que no me queda otra elección. ¡Trata de comprenderlo!».
Pero ella estaba ofuscada, obcecándose en su desesperación. ¿Por qué iba a perdonarme? Tenía derecho a odiarme por haberla traicionado.
—Me casaré con Asarhadón —prosiguió—. Le daré los hijos que deben asegurar su sucesión y trataré de hallar placer en su lecho, no amor, porque ese sentimiento ha muerto en mí, aunque acaso sí pueda sentir placer. Deseo que recuerdes cada noche de tu vida que compartiré el lecho de Asarhadón en la Casa de Sucesión y que será él quien me abrace y no tú. Él será el dueño de mi cuerpo…
Aquello fue el final. Seguidamente percibí el sonido de sus pisadas alejándose de mí. Cuando comprendí que había desaparecido, entonces —sólo entonces— hundí el rostro en mis manos y sollocé amargamente.
Cuando emprendí el camino de regreso a mi hogar ya había oscurecido. Transcurrió mucho tiempo hasta que logré superar aquella paralización de mi voluntad —si se me permite semejante eufemismo para calificar mi cobardía—, antes de que me abandonase aquella sensación de anonadamiento, para ser sustituida lentamente, poco a poco, por una terrible, ciega e incontrolada ira. Ella se había ido para siempre. Odiaba la idea de seguir existiendo, pensar en las horas, días y años que me esperaban sin tenerla a mi lado. Deseaba matar, destruir, hacer partícipes a los demás de aquel dolor para que no me destrozase.
No podía imaginar qué pensaría la gente de mí mientras avanzaba dando tumbos por las calles. Había oscurecido y me cubría con una simple capa de soldado, por lo que nadie hubiese podido identificarme. Pero comprendía que para todos, para mí mismo, parecía semienloquecido. Recuerdo que en una o dos ocasiones alguien me miró y se alejó rápidamente de mi lado.
—¿Estás solo, poderoso señor? ¿Deseas contarme tus penas y que te consuele?
¿Quién era la persona que así me hablaba? Lo ignoraba: aquellas palabras parecían llegar de la nada. Volví la cabeza y descubrí a una insignificante ramera, apenas un chiquilla, que me sonreía insegura, como debatiéndose entre la necesidad y el temor.
Su presencia me enfureció y sentí deseos de aplastar su rostro sonriente y burlón. Odiaba a aquella vulgar prostituta. No la había visto nunca y, sin embargo, la odiaba más que a nadie en el mundo.
«¡Cuan fácil sería matarla! —pensé—. No tardaría ni un instante. ¿Por qué no hacerlo?».
Y la así por el cuello apretando con tanta violencia que la levanté del suelo…
Y luego, repentinamente, dejó de interesarme y la solté pensando que no valía la pena.
La muchacha estaba asustada, pero ilesa. Saqué un puñado de monedas de plata del bolsillo, más dinero del que supongo habría visto en su vida, y lo arrojé en su regazo. La mujer lo recogió a toda prisa, se levantó y echó a correr como un conejo, sin duda considerándose inmensamente afortunada. En realidad podía creerlo: había estado a punto de asesinarla.
—Que los grandes dioses me protejan de la locura —susurré.
«… que llegue a enloquecerte», había dicho ella. Aquéllas eran las palabras que Asharhamat había pronunciado, la maldición que me había dirigido. Pensé que quizá ya se hubiese consumado…
Casi hubiera deseado que fuese cierto.
Al igual que Asarhadón, yo tenía un palacio en la ciudad, aunque no vivía en él. El rey había dispuesto que me alojara en el complejo de edificios que constituían su residencia, deseaba tenerme cerca como si, en cierto modo, permaneciendo dentro del radiante círculo de su melammu, pudiera transferirme el aura de luz divina que, según se dice, emana de aquel a quien Assur ha elevado al poder.
Pero si era aquello lo que se proponía, no había surtido efecto. Mientras me introducía por la puertecilla lateral que daba al jardín no podía menos que preguntarme quién ocuparía al día siguiente aquellos aposentos cuando yo hubiese emprendido el camino por la polvorienta carretera del norte, acaso para no volver jamás.
No encontré a nadie que recogiese mi capa, de modo que la dejé en un banco en el que me senté porque no podía decidirme a hacer otra cosa.
Antes de dos horas debía vestir mi armadura de campaña, recoger la espada y la jabalina y recorrer el reducido trayecto que me separaba de la Casa de la Guerra. Allí me estarían aguardando Lushakin, sus veinte hombres con los caballos y partiríamos de la ciudad como sombras. Pero hasta aquel momento mediaba un largo espacio de tiempo vacío.
Sentí deseos de beber un trago de vino. Acudí al gran salón porque me resistía a llamar a un esclavo, pero tampoco allí había nadie.
Me decidí a dar algunas voces a las que no obtuve respuesta: al parecer todos mis sirvientes habían desaparecido.
Es intolerable que un príncipe de sangre real se encuentre solo en su propia casa. Desde los tiempos en que había dejado de ser un muchacho, cuando compartía con Asarhadón una habitación en la Casa de la Guerra, siempre me había visto asistido por los servidores de la casa real. Los encontrábamos constantemente a nuestro alrededor, tan omnipresentes que habían llegado a pasarnos inadvertidos como el mobiliario o el color de las paredes. Más en aquellos momentos evitaban mi presencia. ¿Qué significaba aquello?
Se me ocurrió la idea de que alguien, acaso el rey, el señor Sinahiusur o cualquier otra persona, hubiesen decidido que había llegado mi último momento. Mi casa sin duda estaba vacía, para que no hubiese ningún testigo cuando los asesinos segasen mi vida como el trigo en sazón.
De modo que era aquello. La idea de morir no me horrorizaba: no me mostraría cobarde. Pero no aguardaría pasivamente a que alguien me rebanase el pescuezo. Una muerte como aquélla carecía de dignidad y, por lo menos, quería morir dignamente. Les haría pagar caro el placer de asesinarme.
En la pared, tras la silla donde me sentaba para comer, aparecían sendas jabalinas cruzadas que proclamaban mi condición de soldado. Cogí una de ellas, comprobé con el pulgar cuan afilada estaba la punta de cobre y salí a investigar quién podía estar persiguiéndome para tratar de llevarme por delante a quienes quisieran matarme. Aquella perspectiva me produjo una maligna complacencia.
Me quité las sandalias para deslizarme sin ruido por las baldosas, empuñé el arma con ambas manos y salí en busca de mis víctimas.
¿Dónde me estarían esperando? ¿Imaginarían que había adivinado sus intenciones? Traté de considerar el problema desde su perspectiva. Cuando llegué a la casa no me habían atacado en el jardín y ello sólo podía ser debido a que no deseaban arriesgarse a que alguien pudiese verlos casualmente. Tal vez aguardasen en la salida, pero sin duda realizarían su intento en algún lugar del interior de aquella ala de palacio, confiando que muriese silenciosamente.
Me dirigí a mi dormitorio pensando que acaso los encontraría antes de llegar allí.
Cuando conocemos la proximidad del enemigo los sentidos se aguzan como el filo de una navaja. Aquella tórrida noche, aunque la atmósfera era tan densa que apenas discurría un soplo de viento por las ventanas abiertas, percibía los sonidos más imperceptibles. Distinguía la caída del polvo por el espacio vacío, el débil silbido de una lámpara de aceite encendida en algún lugar, el propio sonido de la oscuridad. Si en cualquier rincón se hubiera encontrado un asesino aguardando espada en mano, hubiese distinguido los latidos de su corazón. Pero no había nadie. Avancé cauteloso y en silencio hasta llegar a un pequeño pasillo que conducía a mi habitación.
Bajo la puerta, que aparecía levemente entornada, surgía un breve destello de luz amarillenta. Comprendí que alguien se encontraba allí…, aunque no imaginaba de quién podía tratarse, pero era tan evidente como si aquella persona hubiera proclamado su nombre.
Apoyé la mano en la puerta, primero únicamente los dedos y luego, con la palma, percibiendo la resistencia que ofrecían los goznes de cuero y la empujé con todas mis fuerzas.
En el suelo, junto al lugar donde solía dormir, se encontraba una lámpara encendida, que proyectaba extrañas sombras en el techo como si por la habitación discurriesen espíritus malignos que agitasen sus negras alas. Desde aquel lugar dominaba casi toda la habitación: no había nadie acechando en ningún rincón.
Y entonces advertí que se removía la manta que cubría el jergón en el que yo solía dormir. Distinguí un brazo que asomaba por ella. Apartándola a un lado, descubrí a una mujer que me miraba sonriente. Por un instante, un breve momento, abrigué insensatas esperanzas y luego comprobé que se trataba de Shaditu.
—He despedido a tus servidores —manifestó, descubriéndose y exhibiendo sus blancos senos—. Son exageradamente leales a su amo, por lo que me he visto obligada a sumar algunas amenazas con el oro que les he ofrecido para conseguir que nos dejasen solos.
Por unos instantes me sentí enloquecer. Proferí un grito salvaje y arrojé con todas mis fuerzas la jabalina que estaba empuñando. El arma se clavó en la pared a menos de tres dedos de distancia de la cabeza de Shaditu. Me pregunté si me proponía errar el disparo. Pero no lo creía así.
La muchacha me miró con ojos desorbitados por el pánico, pero aquella expresión se desvaneció rápidamente. Estaba temblorosa y jadeante, mas no por causa del miedo.
—¡Oh, Tiglath! —murmuró presa de excitación—. ¡Cómo sabes enardecer a las mujeres!
Y a continuación echó violentamente la cabeza atrás y comenzó a reír. Sus argentinas carcajadas resonaron por la habitación, disipando las sombras. Al igual que el ladrido de un perro ahuyentaría a una bandada de pájaros posados sobre una rama, las sonoras carcajadas de Shaditu llenaron la estancia y se infiltraron en mi mente retumbando de tal modo que sentí como si fuera a estallarme la cabeza.
—¿Así es cómo cortejabas a la señora Asharhamat? —preguntó sin que la risa le permitiese hablar—. ¿Así conseguiste enamorarla, Tiglath? ¿Demostrándole cuan fácilmente podías atravesarle las carnes con una lanza? Ven…, puedes introducirme tu otra lanza, puedes hundirla todo cuanto quieras.
Y para demostrarme sus intenciones, apartó totalmente la manta que la cubría y abrió generosamente las piernas.
—Ven, Tiglath, mi querido y valeroso hermano. ¿Acaso este objetivo no es bastante importante para ti? ¡Ja, ja, ja!
Sus senos y su vientre se agitaban espasmódicamente a impulsos de la risa. Y de repente se interrumpió y me sonrió ladina y maliciosamente como si pudiese calar en mi corazón.
—Jamás volverás a poseerla, Tiglath —amenazó—. Tendrás otras mujeres, muchas mujeres si no me equivoco, pero jamás conseguirás a la señora Asharhamat, que está destinada a procrear reyes bajo el peso de Asarhadón como cualquier ramera. Déjasela a él, Tiglath Assur, héroe, poderoso guerrero, y acércate para que te demuestre cuan poco has perdido.
Existe un límite que los hombres no pueden resistir sin perder su virilidad. Es una sensación vaga, una línea que fija la demarcación existente entre la ira, el deseo, el pesar, la alegría y el terror delirante. Es el límite de cuanto podemos resistir antes de sentirnos anonadados y nadie cruza esa línea por voluntad propia. Yo lo hice mientras sufría el escarnio que mi hermana Shaditu hacía de mí. La odiaba. Creí que aquello era todo lo que sentía, un amargo odio, mientras ella se refocilaba ante el espectro de mis perdidas esperanzas… Creí que eso era todo, mas estaba equivocado.
Si añadía otra palabra…
Avancé un paso hacia ella, luego otro, sin darme cuenta de lo que hacía, sin apenas comprender la razón.
—¿Creías que podía concluir de otro modo? ¿Acaso pensabas que permitiría que fueses de esa lagarta?
Shaditu no apartaba sus ojos de mí, mientras proyectaba mi sombra sobre su cuerpo desnudo, sin dejar de hablarme con su ronca y lasciva voz, cuyo sonido parecía clavarse en mi corazón como el filo de una daga mellada.
—Tú no estabas destinado para alguien así, Tiglath Assur, querido y necio hermano. ¿Qué puede ella ofrecerte que yo no posea?
Cuando llegué a su lado tendió las manos para tocarme. La así del brazo por la muñeca y la atraje hacia mí, leyendo en sus ojos tan viva expectación que me llenó de una intensa oleada del más puro odio, aunque estaba muy lejos de ser puro. Dejé caer sobre ella mi mano con dureza, abofeteándola, y su cabeza cayó hacia atrás con tal violencia que estuvo a punto de romperle el cuello. Cuando volvió su mirada hacia mí, los ojos le brillaban de dolor y por la comisura de sus labios corría un leve reguero de sangre. No pude resistir su sonrisa y volví a golpearla con el puño cerrado, obligándola a proferir un grito.
«Ojalá vuelvas a insultarme —pensé—. Así tendré un motivo para matarte, aunque apenas lo necesito».
—¡Oh, hermano! —susurró entre sus labios tumefactos—. ¡Cuánto te amo! ¡Ven, déjame lamer la sangre de tus dedos!
Se asió de mi brazo con la mano que tenía libre y trató de incorporarse. Yo intenté liberarme de ella, pero se había aferrado con tal fuerza como si en ello le fuese la vida.
—¡Déjame besar tus crueles manos! —murmuró con voz apagada y temblorosa—. ¡Déjame!…
No pude evitarlo. Lágrimas de angustia rodaban por mis mejillas y las rodillas me temblaban. Me arrodillé junto a ella y le apreté el cuello dispuesto a estrangularla. ¡Tenía que matarla!… ¡La mataría! ¿Por qué entonces no reflejaban sus ojos ningún temor? ¿Por qué me acariciaba los brazos si me proponía aniquilarla?…
Pero no lo hice. De pronto comencé a besarle el rostro con violenta furia. Shaditu gimió suavemente y me pasó la lengua por los labios.
—¡Maldita seas! —susurré—. ¡Maldita seas!
—¡Sí…, sí! ¡Lo que tú quieras!
Deslizó la mano bajo mi túnica y asió mi miembro —con gran sorpresa por mi parte descubrí que estaba henchido y duro— y lo acarició tan expertamente que mi respiración se volvió jadeante.
—¡Hiéreme, hermano, sí! ¡Véngate en mi cuerpo, Tiglath Assur, favorito de los dioses, auténtico rey! ¡Mátame si ello te place! ¿Quién con mejor derecho? ¿Qué me importa morir a tus manos?
Pero no la maté. Le cubrí los senos con las manos, apretándolos con fuerza hasta que gritó de dolor. Sin embargo, aquel sentimiento se confundía con un intenso deseo como si temiese que no siguiera adelante y, aunque la estaba lastimando, comenzó a quitarse la túnica por la cabeza.
¡Tiglath Assur, favorito de los dioses! Últimamente los dioses me habían mostrado su predilección de un modo muy extraño. Mas no pensé en preguntarle qué quería decir…, no lograba concentrar mis pensamientos en cuanto estaba sucediendo ni en ninguna otra cosa. Sentía que si no tomaba a aquella mujer —no importaba que fuese Shaditu, mi hermana, sino simplemente el cuerpo que se retorcía bajo el mío—, estallaría mi pecho de indignación.
Entré en ella. En la primera acometida se encogió hacia atrás; apoyándose en la cabeza y comenzó a gemir ronca y profundamente, como si su cuerpo hubiese sido habitado por un demonio del que tratara de liberarse, moviendo sus caderas al mismo tiempo que yo, primero lentamente y luego con más rapidez. Le mordí el hombro y ella gritó y, cuando alcancé el clímax, volvió a gritar.
Me cubrí con mi túnica sin mirarla. No me sentía avergonzado de lo que había hecho: simplemente la odiaba y no deseaba verla jamás.
—¿Volverás a reunirte conmigo? —me preguntó con voz tenue y sumisa, como una criatura.
—No…, salgo hacia el norte. Me marcho ahora mismo.
Se sentó bruscamente, envolviéndose con la manta y, a la fluctuante luz de la lámpara de aceite, advertí que había enrojecido de ira.
—¡No puedes dejarme! ¡No lo permitiré! ¡Explicaré al rey lo que has hecho!
—¡Puedes decírselo! —exclamé volviéndome a mirarla con fría e indiferente mirada, pues en realidad no sentía nada hacia ella—. ¡Díselo! ¡Pero no trates de volver a verme, Shaditu, porque la próxima vez no vacilaré en matarte y no te resultarán nada agradables los medios de que me valdré para ello!
—¡Perro! ¡Cuánto te odio! ¡Que los dioses te maldigan, Tiglath!
Y abandoné para siempre aquella casa perseguido por sus vibrantes maldiciones.