Recuerdo el sabor de sus senos. Recuerdo sus movimientos bajo mi cuerpo, su costumbre de ladear las caderas cuando estaba a punto de alcanzar el clímax. Y recuerdo cómo le agradaba mordisquearme las orejas. También recuerdo el ciego amor que me inspiraba y ese recuerdo no es más que amor, como los rescoldos encendidos siguen siendo fuego. ¡Asharhamat, oh cuánta pasión encierra este nombre! ¡Asharhamat!
Una o dos veces por semana, siempre que podíamos, nos amábamos en la casa de la calle de Nergal. La esperaba sintiéndome profundamente desdichado, temiendo que no volviera a presentarse, hasta que la oía golpear levemente en la puerta de madera que separaba ambos edificios y luego la estrechaba entre mis brazos y la conducía hasta nuestro lecho, porque teníamos un auténtico lecho con un colchón lleno de lana para que mi señora Asharhamat no careciese del más elemental refinamiento. Permanecíamos largo rato sin cruzar palabra, pues no podíamos soportar que nuestros labios se separasen. ¡Cuánto amaba su dulce cuerpo! ¡Cómo ansiaba llegar a conocerlo por completo, hasta sus últimos rincones, sus ojos, sus manos, sus labios…!
Durante los once días que duró el Akitu no nos habíamos visto. Aquellas jornadas transcurrieron entre ritos, banquetes, importantes festejos multitudinarios, a todos los cuales era imprescindible mi asistencia. Pero de nuevo estábamos juntos y cubría su boca con la mía. Deseaba introducirme en ella, formar parte de su cuerpo, morir y renacer. No teníamos ojos para ver, alientos para pronunciar palabra: sólo la acuciante necesidad de convertirnos en uno solo y sentir cómo nuestros miembros y nuestros propios sentidos se fundían en los del amado, como la miel en el vino.
Por fin, cuando yacíamos tranquilamente en el lecho, agotada nuestra apremiante pasión y paladeábamos una vez más el apacible goce del amor, llegó a mis oídos el ruido del granizo cayendo sobre el techo como pájaros que picotearan las simientes entre los adoquines de la calle. No me sorprendió porque había estado tronando toda la noche. Era un sonido agradable que nos producía la sensación de que nos encontrábamos cálidamente resguardados.
Asharhamat me acariciaba el vello del pecho como si lo estuviese peinando. Su seno me rozó el brazo y experimenté una sensación indescriptible. Sentí que aquella felicidad podía desaparecer repentinamente, que hasta el resto de mis días tendría que lamentar el fin de tanta dicha. Sin embargo me esforcé por desechar tales pensamientos, porque aún podía disfrutar de aquel momento.
—¿Me has echado de menos? —me preguntó, apoyando su mano en mi vientre y curvando los dedos, haciéndome sentir el suave roce de sus uñas.
—¿Cuándo?
—Todos estos días, cuando estabas con el rey y con tu madre.
—¿Acaso te sientes celosa de mi madre? —le pregunté sonriente, volviendo el rostro hacia ella—. ¿Es así?
—No…, no siento celos de ella. En algunas ocasiones, del rey.
—¿Por qué? ¿Por qué ibas a sentir celos del rey?
—Porque darías tu vida por él.
Me eché a reír y la atraje hacia mí porque aquélla me pareció una observación muy tonta, y así se lo dije.
—Lo crees así porque eres un hombre —repuso simulando estar enojada, aunque no volvió el rostro cuando intenté besarla.
—¡Vamos!, ¿por qué estás celosa del rey? ¿Lo estás realmente?
—Sí.
—Pero ¿por qué? Daría mi vida por ti tan resueltamente como por él.
—Pero renunciarías a mí si él así lo dispusiera.
—¿Cómo no iba a hacerlo si él lo ordenase?
—Aunque no lo ordenase; simplemente si te lo pidiera.
—Es el rey. ¿Cómo iba a negarme? Sería mi deber.
—¿Y el amor? ¿Qué es el amor para ti?
—El amor es lo que deseo… o necesito para vivir. El deber es la propia vida, es más que la vida. E igual sucede con todos los soldados. Si fueses un hombre lo comprenderías.
—Pero no lo soy —repuso rozándome el rostro con los labios y haciéndome notar su cálido aliento jugueteando conmigo con la lengua, mientras que yo trataba de besarla de nuevo—. No soy un hombre, ¿lo sabías? ¡Demuéstrame que desde un principio sabías que no soy un hombre!
Se reía con un sonido parecido al tintineo de las campanitas de bronce, y al mismo tiempo introducía la mano bajo la manta, asiéndose a mi miembro, que una vez más se había endurecido como el acero y que guiaba hacia ella. Cuando fundíamos nuestros cuerpos y se estremecía de deseo, profiriendo un breve sollozo, olvidaba a los reyes, los dioses y el deber: tan sólo pensaba en ella.
Más tarde, mientras dormía, salí sigilosamente del lecho y acudí a la ventana levantando las persianas para poder ver la calle, que estaba mojada por la reciente tormenta.
¿Qué habría querido decirme? ¿Había sido una broma, un simple antojo propio de su impaciencia femenina, o qué se proponía?
Como solía sucederme en el curso de los últimos días, se me representó la expresión de mi madre al presenciar la carnicería que había tenido lugar ante la casa de Akitu. ¿Se proponía el rey inspirar temor? ¿O únicamente se había tratado de una exhibición de su propio poder? Aquel espectáculo había sido grotesco y estúpido.
Si llegaba a reinar prohibiría tales representaciones. Y Asharhamat me pertenecería, no en secreto sino públicamente, como mi esposa.
Y siendo esposa mía, siempre estaría a salvo. Sabía que se comportaba ciega e instintivamente, que se negaba a comprender que no podía evitar que se cumpliese su destino; cuando la arrastraba el vendaval creía que eran sus propias fuerzas las que la remontaban a lo alto. Su irreflexión podía acarrearle la propia destrucción si no se cumplían sus deseos. Y como la amaba, temía por ella.
Cuando volví a cerrar la persiana seguía dormida. Me senté en el lecho a su lado.
«Eres lo más importante para mí —pensé—. Tú, este lugar y este momento».
Sabía que obraba erróneamente amándola de aquel modo, pero no me importaba.
Y como si hubiese oído mis pensamientos, parpadeó y me miró sonriente.
—Por ti sería capaz de reinar —dije de pronto, aunque me había propuesto guardar silencio—. Por ti y para cambiar el mundo.
—¿Lo harías, amor mío? Pero acaso el mundo no permitiría que tú lo cambiases.
Mi regreso al hogar me obligó a atravesar los sectores más pobres de la ciudad. Las calles estaban resbaladizas por el hielo, el barro y las basuras, y los hombres olían a cerveza rancia y tenían aspecto cansado. En aquellos barrios se encontraban las casas en las que los obreros alquilaban espacio para acostarse un rato por las noches en sus esteras, gente que nunca tendría bastante dinero para conseguir esposas y cuyos cuerpos, cuando muriesen, yacerían en tumbas olvidadas sin que nadie dispusiera ofrendas en ellas para aplacar los aguijones del hambre y la sed que pudieran sentir sus espíritus. Aquellos hombres, si habían tenido arrestos y fuerzas para ello, hubieran podido convertirse en soldados o ladrones, arriesgando sus vidas para mejorar algo su situación, pero de otro modo el sombrío curso de sus existencias ya había sido fijado en el mismo día que vieron el mundo.
Pasé junto a una taberna —incluso allí las había, porque todos los seres humanos necesitamos disfrutar de ciertos lujos— y advertí que al otro extremo de la calle se encontraba una silla de manos de rico diseño con los laterales cubiertos de negros faldones de cuero. A su alrededor se veían cuatro esclavos en cuclillas con aspecto disgustado, lanzando miradas desconfiadas en torno, como si se preguntaran qué podían hacer para evitar el contagio de semejante lugar. Eran esclavos, sí, parecían dar a entender, pero se sentían superiores a cualquier hombre libre que pudiera encontrarse por allí. Me sorprendió súbitamente comprobar que vestían el uniforme de la casa real.
De pronto un raudal de carcajadas llegó a mis oídos desde el interior de la taberna. Entré en el local atraído por un impulso irresistible.
Estaba atestado de gente. Era una sala de reducidas dimensiones con muros de ladrillos desnudos y enrarecido ambiente. Hombres vestidos con túnicas de color pardo muy sencillas se sentaban por doquier, sobre las mesas e incluso en el suelo, jugando a suertes, hablando a gritos o simplemente parecían estar esperando qué diversión podía presentarse. Mi entrada en el local provocó cierta sensación porque aquella gente no solía codearse con los oficiales del ejército real, pero no era yo el único foco de atracción general.
Encima de una mesa, al otro extremo de la sala, un tipo bestial e hirsuto, apoyado en codos y rodillas, gruñía como un cerdo refocilándose con una mujer de la que únicamente aparecían sus blancas piernas, como las antenas de un extraño insecto. Eran observados por todos los presentes, algunos de los cuales aclamaban a la enorme bestia, mientras que otros, según vi dos o tres, depositaban algunas monedas envueltas en harapos grasientos en el regazo de una vieja que ocupaba un alto taburete y parecía la dueña de aquel antro.
Apenas podía distinguir a la mujer que protagonizaba aquel espectáculo, aunque se adivinaba que debía ser joven. Comprendí que debía hacer algo. Probablemente se encontraba allí contra su voluntad, ¿porque quién hubiera sido capaz…?
Y de pronto, como si tratase de respirar un soplo de aire fresco bajo su sudorosa y repugnante carga, volvió el rostro ligeramente y logré vislumbrar su rostro. ¡Naturalmente! ¡Qué necio había sido al no reconocer la silla de manos! ¡Se trataba de Shaditu!
¡Era intolerable que se encontrase allí nada menos que la propia hija del rey! Crucé a grandes zancadas el espacio que me separaba de ellos, así a aquel patán por el tobillo, tirando con fuerza de él para arrancarle de brazos de mi hermana y le arrojé ruidosamente en el suelo de espaldas.
De pronto se quedó sorprendido y seguidamente se enfureció. Pero antes de que lograra levantarse apoyé suavemente en su garganta la punta de cobre de mi jabalina.
—¡Fuera de aquí! —rugí—. ¡Salid todos! ¡Si apreciáis en algo vuestras vidas, salid de aquí!
Mi adversario tardó unos instantes en comprender que estaba realmente decidido a matarle, darse cuenta de que llevaba el uniforme de rab shaqe y llegar a la conclusión de que sería mejor hacer lo que le decía. Recogió su túnica del suelo y retrocedió lentamente de espaldas hacia la puerta.
—¿La quieres para ti solo, joven señor? —graznó la vieja bruja detrás de mí. Sus palabras provocaron risitas inquietas y sofocadas.
—¡He dicho que salgáis todos de aquí!
Blandí un instante en el aire mi jabalina y echaron todos a correr hacia la puerta como conejos. Al cabo de un momento Shaditu y yo nos habíamos quedado solos.
Al principio ella no comprendía qué había sucedido. Se incorporó recostándose en un codo y encogiendo las rodillas, al tiempo que miraba en torno parpadeando como una lechuza.
—¿Qué sucede…? ¡Ah, eres tú, Tiglath! ¿Esperas que te toque el turno en la prensa del vino?
Profirió una obscena carcajada —era a todas luces evidente que estaba muy borracha— y abrió los muslos, mostrándome su sexo enrojecido y rebosante de semen.
—Me estaba entreteniendo… ¿Qué te habías creído?
—¡Eres asquerosa! —exclamé, volviendo el rostro y quitándome la capa para entregársela—. ¡Ten, cúbrete!
—¡Oh, Tiglath, no te enfades! ¡Ven, dame un beso, querido hermano! ¡Siempre que nos encontramos me hallo en mis peores momentos!
Se echó mi capa por los hombros y se inclinó hacia adelante, llevándose las manos a la cabeza. Por un momento creí que iba a vomitar, pero esta impresión se esfumó rápidamente al ver que se cogía de mi brazo apoyando su sien en él.
—¡Oh, Tiglath, hermano! ¡Si pudieras amarme! —murmuró—. Tu desprecio me ha impulsado a esto.
—Supongo que debes estar bromeando.
La aparté preguntándome por qué no la había rechazado antes. Shaditu era capaz de inquietar a cualquier hombre y yo no dejaba de serlo. Recogí su túnica del suelo: era una prenda muy tenue de tejido casi transparente y alguien la había hecho jirones en circunstancias perfectamente previsibles. Desde luego no podía volver a ponérsela. No logré encontrar sus sandalias por ninguna parte.
—Ten, vamos, cúbrete con mi capa. Afuera hace frío. Sube a tu silla y que los esclavos te conduzcan a tu casa.
—No corras tanto —repuso, recostándose en la mesa y dejando caer la capa—. Primero podemos entretenernos un poco…, a solas tú y yo.
—¡Shaditu! ¡Si no acudes por tu propio pie a tu silla, te llevaré a rastras! ¡Si es necesario, por los cabellos!
—No te creo capaz de hacer semejante cosa, hermano.
—¿Y por qué no iba a hacerlo?
—Porque sabes muy bien cuánto disfrutaría con ello —repuso, sonriéndome felina—. ¡Vamos: dame un trago de vino y trata de ser un poco más amable conmigo, porque me consta que no te desagrada verme!
Y no se equivocaba. No podía evitarlo, porque Shaditu era muy hermosa. Su boca parecía hecha para besar y sus ojos rasgados tenían una expresión lasciva y sumamente maligna, y daban la impresión de estar sonriendo constantemente, como si se consumiese de placer en tu presencia. Su carne era suave como el raso y su cuerpo parecía incitar a devorarlo, a estrujar sus senos y a separar sus muslos e introducirte en ella paladeando las delicias de su cuerpo. Ante todo yo era un hombre y no podía escapar a tales sentimientos. Y Shaditu no estaba ciega.
La muchacha seguía sentada sobre mi capa echando hacia atrás los brazos, y su vientre se movía levemente siguiendo los rítmicos latidos de su respiración. Fui a buscar una copa de vino y esperé sentado a que bebiese y acabase de atormentarme.
Shaditu se incorporó y tomó la capa de mis manos, sonriendo como si se le hubiese ocurrido algo sumamente gracioso.
—Tú no me amas…, quieres a otra: es de público dominio. —Se encogió de hombros—. No me importa. Con que me desees me basta. No me interferiré entre tú y Asharhamat, que no debe ser gran cosa dando placer a los hombres.
»Veo que nuevamente te he sorprendido. Sí, ya lo veo. —La sonrisa desapareció lentamente de sus labios—. Me crees perversa e insensible, peor que la más despreciable ramera que por lo menos vende su cuerpo por dinero para poder subsistir. Tal vez tengas razón…, tal vez no sea ésta la vida que hubiera deseado llevar si hubiese podido escoger… Pero no me ha sido posible. Mi padre, que es viejo y necio, me guarda sólo para él.
—Te expresas con gran imprudencia, hermana… Si yo quisiera…
—¿Qué harías, Tiglath? No creas que puedes amedrentarme como a esa caterva de rufianes —repuso con un leve ademán despreciativo, como si su último amante y sus compañeros fuesen fantasmas que trataba de desechar—. Diré cuanto me parezca.
—Si fueses un hombre, aunque se tratase de mi propio hermano, te mataría por tu impertinencia.
—¡Pero yo no soy un hombre y tú eres mi hermano! ¡Oh, poderoso Tiglath Assur…, me considero muy a salvo de tu ira!
Estalló nuevamente en carcajadas, echando atrás la cabeza, y deseé con todas mis fuerzas haber sido otra persona para poder abofetearla hasta que sangraran sus labios y desapareciese de ellos aquella risa burlona. No podía engañarme a mí mismo: la deseaba pero al mismo tiempo hubiera querido destrozar su cuerpo como si fuese una rama podrida. Shaditu era de esas mujeres que nos inspiran tan encontrados sentimientos de ira y deseo.
—¿He dicho algo que no fuese cierto? —prosiguió amargamente aunque sin dejar de reír—. Shaditu es la preferida del rey y no podrá tener un marido que la domine mientras viva su padre. Si yo me hubiera entregado a un hombre por mi voluntad y se me permitiera vivir como todas las mujeres, podría haberme conformado con eso y no haberme descarriado acostándome con vulgares soldados en las tabernas donde acuden los seres más pobres y miserables. Aunque quizá, ¿quién sabe?, lo hubiese hecho de todos modos porque sea simplemente fruto de mi perversa naturaleza.
»Ven, Tiglath. Un día u otro tiene que ser: ambos lo sabemos muy bien. Disfrutemos juntos. —Fijó en mí una encendida mirada—. ¿No quieres que sea hoy? ¿O quizá ya te has acostado en los brazos de otra?
—¡Levántate, Shaditu!… Es hora de que abandones este lugar. Levántate o te arrastraré y podremos ver si disfrutas con ello.
Comprendiendo que había acabado el tiempo de bromear, se levantó de la mesa como una reina de su trono, envolviéndose con la capa y cubriéndose hasta las orejas con ella. Sus esclavos se pusieron rápidamente en pie al vernos. Me quedé mirando cómo desaparecía la silla de manos por la calle, a hombros de sus servidores, que trotaban como perros.
Pero en aquella época no sólo me perseguían las mujeres. No era necesario que me entregase a pasiones prohibidas para sentirme feliz porque me veía mimado por la fortuna.
El rey, que se había empeñado en hacerme disfrutar del favor de dioses y hombres, me envió a la ciudad santa de Assur para que pudiese orar en su nombre en todos los altares más antiguos y aprovechase así la oportunidad de inspeccionar la guarnición de aquel lugar, para que los sacerdotes pudiesen ver en cuánta estima me tenía el ejército.
Sus intenciones eran muy astutas porque los focos del poder de la nación luchaban subrepticiamente entre sí divididos por la última contienda librada en el sur y el sitio y saqueo de Babilonia por él ordenados. Los sacerdotes y aquellos que consideraban que la antigua cultura de Sumer había sido la cuna de nuestra civilización creían que se había cometido un sacrilegio, que los grandes dioses dejarían caer sobre nosotros el peso de su venganza por haber destruido la ciudad de Marduk. Los soldados y los mercaderes y comerciantes, quienes consideraban que en las rutas caravaneras del oeste estaba su prosperidad, pensaban que el rey había obrado muy acertadamente aniquilando Babilonia y rompiendo para siempre su alianza con Elam antes de que ambas nos hubiesen aplastado. Éstos, como el rey me distinguía y como yo parecía haberme distinguido en aquella acción —de tal modo nos cegamos a la verdad, ¿porque cómo, salvo a ojos de los hombres, había sido menor la gloria de Asarhadón que la mía?—, deseaban verme exaltado a la dignidad de marsarru. Los partidarios de Babilonia veían en Asarhadón a su salvador, que aplacaría la ira de Marduk y reconstruiría su ciudad. Por ello había sido yo enviado a Assur, para reconciliarme con los dioses y amedrentar a sus sacerdotes. Tales artimañas, según me daba a entender mi padre, eran inherentes a la sutileza de un monarca.
Pero puesto que no confiaba totalmente en mi pericia como hombre de estado, ordenó que me acompañase el señor Sinahiusur, temiendo que por mi inexperiencia pudiese arruinarme por completo.
Yo únicamente había visto la ciudad de Assur —consagrada al dios y sede de nuestra antigua realeza— durante mis marchas como soldado junto a sus murallas. Antes de que existiesen reyes y ciudades, antes de que se instalase una hilera de ladrillos de adobe sobre otros, los primeros miembros de mi raza habían llegado allí procedentes de las vastas llanuras de los desiertos occidentales, viéndose así librados de una existencia errante gracias a la misericordia del gran Assur, quien había anunciado: «En estos lugares os instalaréis, aquí germinará la semilla de la nación y se diseminará por el amplio mundo. Tomaréis mi nombre para que todos sepan que sois servidores del dios». Y ningún ser nacido en las tierras existentes entre los ríos y montañas puede ver aquella ciudad sin que se aceleren los latidos de su corazón.
Sinahiusur y yo cabalgábamos acompañados por una escolta de cincuenta hombres. Era un viaje que no duraba más de dos días si se realizaba por agua, pero nuestro objetivo —por lo menos en parte— era causar una gran impresión, y se mantiene poca dignidad viajando en una balsa de juncos en la que la gente llega mareada, empapada e incapaz de sostenerse en pie. No tenía ganas de ser motivo de irrisión, por lo que viajamos por carretera, como haría cualquier soldado, y tardamos cuatro días en llegar a las murallas de Assur.
Si me quedaban dudas acerca de que el dios me destinaba al trono, desaparecieron como sombras en cuanto llegamos a la ciudad. De algún modo —ignoro por qué medio— en la guarnición se habían enterado de nuestra visita. Cuatro mil hombres se habían alineado en la carretera y tras ellos los habitantes de la ciudad, tenderos, panaderos, curtidores, herreros, campesinos y ladrilleros, acompañados de sus esposas e hijos, se amontonaban en número incalculable y todos ellos repetían a pleno pulmón: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!».
Yo marchaba solo al frente de la comitiva, incluso el turtanu se había replegado hacia atrás para que únicamente me fuese tributada a mí aquella entrada triunfal, y al paso nervioso de mi caballo la gente arrojaba flores y monedas a nuestros pies para que los cascos de mi montura los bendijesen a su contacto, como si ya hubiese sido designado para reinar sobre ellos. «¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!», gritaron primero los soldados y finalmente toda la multitud vociferaba: «¡Ti-glath! ¡Ti-glath! ¡Ti-glath!».
¿Hasta qué punto puede alguien oír su nombre pronunciado por miles de gargantas para que llegue a sentirse ensalzado, elegido por los dioses, elevado sobre todos los mortales?
¿Hasta qué extremo puede llegar a convertirse en estas circunstancias en un auténtico necio?
Aquella noche el gobernador de la ciudad nos regaló con un espléndido festín. Era un antiguo soldado al que le brillaban los ojos de entusiasmo cuando hablábamos de antiguas campañas y de gloriosas batallas. Era hijo segundo del antiguo turtanu que fue hermano del Gran Sargón y trataba de «primo» a Sinahiusur, aunque a mí no se atrevía a darme otro título que gugallu, palabra que significa algo indefinido entre «héroe» y «comandante». Al principio creí que se proponía burlarse de mí, que me consideraba un joven peligrosamente proclive a sentirse ensoberbecido, pero poco a poco fui comprendiendo que hablaba en serio y que sólo pretendía mostrarse respetuoso conmigo, sensación incómoda por provenir de una persona de su categoría y edad y que casi consideraba un insulto hacia aquel que siempre había respetado como mi superior, pero el señor Sinahiusur, que se limitaba a sonreír, narrar anécdotas y beber copiosamente, no parecía creerlo de tal modo y se comportaba como si mi aparente superioridad sobre él fuese justa y natural.
Pero por entonces, como es natural, ya había comprendido algo que pocas horas antes, mientras me cegaba mi repentina gloria, me había pasado por alto: el espectáculo había sido amañado.
La sutileza de los monarcas… En breve llegarían a Nínive noticias de que yo había sido recibido triunfalmente. Ya era bien conocida mi popularidad entre el ejército, todos me atribuirían el favor de las multitudes, cosa que no podía considerarse tan despreciable como para que lo ignorasen los grandes hombres, y los sacerdotes quedarían reducidos al silencio.
¿Y acaso no había comenzado yo mismo a creerlo así? ¿No era también yo un objeto? El astuto y viejo zorro de mi padre me engañaba como a todos los demás. Y todo aquello el señor Sinahiusur lo había comprendido desde el principio.
De modo que al día siguiente, ateniéndome al papel que me había sido asignado, me humillé ante los altares de Assur, Ishtar, Adad, Ea, Nergal, Shamash, Sin, Nabu y —como mera precaución— de Marduk. Les ofrecí vino y frutas, quemé fragmentos de mi barba en expiación de pasadas culpas, e hice ofrendas de oro, plata, cobre y piedras preciosas para ornamentación. Escuché, humilde y silencioso, las amonestaciones de los sacerdotes, leyeron mi simtu en aguas manchadas de aceite, y consulté a los barus, quienes me aseguraron que prosperaría y que sería grande en el país de Assur.
Al anochecer acudí a cenar en el cuartel, donde la mayoría de los soldados eran veteranos de las guerras del sur que me saludaron como a un antiguo camarada. Muchos se conformaban con tocarme las manos, tal es el poder de los mitos, ¿porque acaso muchos de ellos no habían sufrido más que yo y expuesto sus existencias a mayores peligros? Los hombres crean sus héroes y sus reyes para reflejar lo más noble que existe en ellos, ¿pues qué era yo sino la imagen de todo cuanto ellos habían hecho? Sentado a la mesa de los oficiales, bebiendo con aquellos hombres más valientes que yo, que jamás olvidarían durante el resto de sus días que en una ocasión tomaron unas copas con Tiglath Assur, me sentía terriblemente abrumado.
A la mañana siguiente emprendimos el camino a Nínive. De nuevo los soldados y la gente del pueblo se alinearon en la carretera y una vez más aclamaron mi nombre como si invocaran el poder de los grandes dioses, pero en esta ocasión el vino no enturbiaba mi cabeza y fui capaz de saludarlos y sonreírles comprendiendo que todo aquello era algo absolutamente vacío, una ilusión como las azules aguas que creeríamos ver agobiados por el calor de un tórrido desierto.
Y el señor Sinahiusur, que cabalgaba a mi lado, había recuperado su condición de turtanu, ante el que, salvo una persona en el mundo, todos debíamos inclinarnos.
—Lo has hecho muy bien —me dijo fijando su inexpresiva mirada en el horizonte, como suelen hacer los viejos comandantes—. Tendrás que hacer otros viajes, y creo que el rey podrá confiar en que los realices tú solo. La nación es como una novia a la que debe acostumbrarse a ver al marido que su padre ha escogido para ella.
—Pero Assur aún no ha hecho su elección.
—No, pero el rey sí ha escogido.
—Creí que tú preferías a Asarhadón para que se respetase el orden legal sucesorio.
—Yo prefiero que se cumpla la voluntad del rey, Tiglath —repuso volviéndose a mirarme con una amplia sonrisa que surcó su rostro, alrededor de los ojos y la boca en profundas arrugas—. Y, pensándolo bien, creo que estoy de acuerdo con él en que te desenvolverás con mayor soltura en el trono que tu hermano. Pero, pese a cuanto el rey o yo podamos especular, la última palabra corresponde al dios, y éste aún no ha decidido.
Miró furtivamente a los soldados que nos seguían, pero nuestra escolta se encontraba a unos veinte pasos de nosotros, de modo que era como si estuviésemos prácticamente solos.
—El rey se deja influir por sus mujeres —prosiguió finalmente—. Y cuando las mujeres se proponen algo, a veces llegan a hacerte imaginar que tienes la facultad de conseguir que todo suceda de acuerdo con tus deseos.
—Pero en este caso la mujer… y supongo que te refieres a la señora Naquia, desea conseguir por todos los medios que yo no suceda a mi padre.
—Sí, es cierto lo que dices; no obstante, el efecto es el mismo porque fomenta en él la esperanza de que esta cuestión quedará resuelta, de uno u otro modo, de acuerdo con su elección. Y ahí radica el peligro. Y, desde luego, además de la señora Naquia, el monarca se deja influir por otras mujeres. La señora Shaditu, como sin duda habrás observado, pone todo su empeño en congraciarse con los miembros de la dinastía.
A juzgar por el tono de su voz y por la obstinación con que parecía desviar su mirada de mí, no me cupo duda alguna sobre el significado de sus palabras. ¿Qué rumores habrían llegado hasta él? ¿De qué debía haberse enterado? El turtanu siempre estaba enterado de todo. ¿Qué posibilidades había tenido Shaditu de mantener oculta su conducta? Y, por añadidura, ¿cómo podía saber hasta qué punto estaba al corriente de mi comprometida situación?
—Señor, no he tenido tal clase de comercio con mi hermana.
Se volvió hacia mí ladeándose en su montura con expresión de auténtica sorpresa.
—No, Tiglath —dijo—. No me refería a ti… Creo que sería conveniente que olvidases cuanto te he dicho.
—Como gustes, señor.
Seguimos cabalgando algunos minutos envueltos en un absoluto silencio, únicamente interrumpido por el sonido de los cascos de nuestros caballos. De pronto, como si se dispusiese a anunciar la conclusión a que había llegado en su fuero interno, el señor Sinahiusur se aclaró la garganta y, poniéndome la mano en el brazo, con la mirada grave y sombría propia de aquel que se ha visto obligado a renunciar una tras otra a todas sus ilusiones, me dijo:
—Sin embargo considero que sería conveniente que la señora Shaditu fuese eliminada durante el próximo reinado.
El señor Sinahiusur no se había equivocado cuando sugirió que debería efectuar otros viajes. Fui a Kalah, a Arbela, a Arrapha y a Balawat. Adoré a los dioses en sus altares y compartí la mesa de sus próceres. Visité las guarniciones de Zakho, Aqra y Hajiya. Escuché las aventuras de sus soldados y narré mis propias mentiras. Y por doquier fui tratado como el heredero y favorito del rey, y los hombres me amaban porque con ello creían complacer la voluntad de mi padre.
Y acudieron a mí los enviados de reyes extranjeros y les dije aquellas palabras que deseaban oír, asegurándoles que los protegería de sus enemigos y que amaba a sus amos como si fuesen mis propios hermanos. Como es natural, ellos no dieron crédito a mis palabras, por lo que los soborné con oro y plata y enviaron mensajes a sus respectivos países hablando de mí como alguien digno de todo respeto.
Tampoco olvidé la gran capital de Nínive del señor Sennaquerib, donde había transcurrido mi infancia, aunque había llegado a convertirse en un lugar donde apenas me detenía de vez en cuando para refrescarme el rostro. En Nínive imperaba la riqueza, un factor que había aprendido a no despreciar, por lo que halagué a los prósperos comerciantes que vivían como señores, a los mercaderes y a los prestamistas, aunque de modo indirecto, porque ello hubiera sido impropio de un príncipe de sangre real.
De modo que envié a mi esclavo Kefalos diciéndole:
—Para los hombres acaudalados de las tierras de Assur, para los hombres de otros países que residen en la ciudad y tratan los metales, la madera y toda clase de objetos preciosos, tú no eres un extranjero. Dirígete a ellos en mi nombre. Diles que cuentan con mi simpatía, porque gracias a ellos prospera el país. Hazles saber que me propongo imponer el orden y la paz cuando ocupe el trono.
Kefalos se acarició la barba y meditó unos instantes con expresión reconcentrada.
—¿Y si después de todo no llegases a reinar? ¿No recordará entonces tu hermano el señor Asarhadón que arengué a las gentes en tu favor por los bazares? Como bien dices, te ama, pero no siente ningún afecto por mí.
—¿Crees entonces peligroso ayudarme a alcanzar la corona?
Finalmente accedió y no se limitó únicamente a influir en los extranjeros ricos, sino que a sus propias expensas se cuidó de hacer circular ciertas historias sobre mis hazañas que maravillaron a la gente del pueblo, porque Kefalos comprendía cuáles eran sus propios intereses y siempre fue mi amigo.
Actuando de tal modo soñaba con convertirme en el marsarru no sólo por el deseo de ser rey, sino porque amaba a Asharhamat, que estaba destinada a ser la esposa del próximo monarca y también porque me había autoconvencido de que tal era la voluntad de mi padre. Durante aquellos días apenas veía a Asharhamat, pero ella no formulaba ninguna queja porque comprendía cuáles eran mis propósitos. Nos amábamos y tratábamos de aguardar pacientemente, creyendo que la paciencia era cuanto necesitábamos para sentirnos felices. En muchas ocasiones se me había ocurrido que si me decidía a pedir al rey su mano, probablemente no me la habría negado. Sin duda incluso le parecería una táctica muy acertada para que todos considerasen mucho más inevitable mi designación. Pero aunque el rey no hubiera puesto ningún inconveniente, no se lo pedí. No había olvidado las palabras del señor Sinahiusur: «Pero por mucho que el rey y yo podamos desearlo, el dios tendrá la última palabra». Como un hombre piadoso o un cobarde, no acabé por ceder a la tentación y me abstuve de pedírselo. Y Asharhamat y yo nos seguimos reuniendo a escondidas, siempre que nos fue posible en la casa de la calle de Nergal, como si fuese algo vergonzoso, como si ella estuviese casada con otro y actuásemos como amantes culpables que temían ser descubiertos cometiendo adulterio.
Y durante todo aquel tiempo el dios se mantenía sumamente reservado al respecto o se expresaba enigmáticamente. De ello me informó un sacerdote llamado Kalbi, un hombre honrado pero algo simple que no había aprendido a adaptar su lengua para expresarse de acuerdo con las circunstancias y que, por consiguiente, podía considerarse una persona de confianza. Desde luego estaba destinado a que nadie le escuchase, nadie con suficiente influencia para desviar sus desdichadas profecías. Así es cómo los dioses juegan con nosotros: haciendo que la verdad parezca una locura.
Kalbi sólo me visitó en una ocasión. No volví a verle, pero nunca olvidaré la impresión que me produjo. Era un hombrecillo extraño, de bruscos movimientos, aspecto descuidado y ojos saltones, como si se los empujasen desde atrás. Era hijo de Nergaletir, baru principal en tiempos del Gran Sargón, y descendía de una auténtica estirpe de profetas y adivinos.
Corría el mes de Siwan, en el que las crecidas están remitiendo y las tierras renacen a la vida bajo el cálido sol. Acudió a verme a mi palacio de Nínive: mis servidores me anunciaron su visita al regreso de una cacería en la que había acompañado al rey. Me sentía cansado y no estaba de humor para oír chácharas de sacerdotes, pero no me pareció prudente despedir a una persona en cuya familia habían depositado los dioses sus confidencias desde hacía un milenio. De modo que le envié recado de que le recibiría en cuanto me hubiese aseado. Mis servidores le condujeron hasta mí mientras cenaba.
—Te ruego que me disculpes por haberte hecho esperar, venerable sacerdote. Siéntate, por favor, y ten la amabilidad de acompañarme a la mesa.
Pero Kalbi permaneció inmóvil en el centro de la estancia, inclinando levemente el busto, mientras estiraba violentamente su túnica y sus ojos saltones parpadeaban con dolorosa intensidad, como si estuviera previniendo alguna argucia.
—No, gracias. No he venido a cenar, señor.
—Por lo menos siéntate y toma una copa de vino… ¿Tampoco? ¿No quieres nada?
No se movía. Parecía haber echado raíces en el suelo. O quizá simplemente estaba decidido a mostrarse descortés: no pude adivinarlo.
—No estoy acostumbrado a las usanzas de la corte, príncipe.
Aguardó en silencio, expectante, casi tranquilizado, como si bastara con aquella respuesta. Pero mis servidores también estaban esperando y la comida que el esclavo me había servido se debía estar enfriando, por lo que decidí que no iba a morirme de hambre por una simple cuestión de etiqueta y comencé a comer.
—Me pregunto entonces qué te ha impulsado a visitarme —dije por fin, sonriendo amablemente, pese a que la presencia de aquel hombre comenzaba a incomodarme.
—Soy portador de mensajes —repuso, al parecer aliviado de que hubiese mencionado el objeto de su visita—. Mensajes extraordinarios y contradictorios, en realidad auténticos enigmas. Me siento desconcertado y no logro descifrarlos, señor, y me pregunto si tú podrías…
—¿Yo? —Me permití lanzar una carcajada, aunque no me sentía de humor para chanzas—. No tengo ninguna habilidad en ello. ¿Por qué has acudido a mí?
—Quizá porque eres el más afectado, señor. Muchos dicen que serás el próximo rey…
—Muchos, pero no creo que sea ése el propósito de los dioses.
—No, señor —negó con la cabeza. A la sazón parpadeaba con mecánica reiteración y sacudía regularmente la cabeza como si sus párpados fuesen cajas que se cerraran bruscamente y cuyo sonido le sobresaltara—. He consultado al dios muchas veces. Le he rogado que me diese a conocer su decisión, pero mantiene oculto tu simtu.
—Pero ¿te confía otros asuntos?
—Sí… Me habla de un reino de las sombras que está a punto de llegar y de un negro pájaro que vuela describiendo círculos sobre el señor Asarhadón.
Aparté el plato a un lado porque repentinamente había perdido el apetito.
—Ve con cuidado, sacerdote. El señor Asarhadón es un excelente soldado que no debe ser insultado y también es mi hermano, a quien amo. De modo que cuida lo que dices de él.
—No importa lo que yo diga, señor, sino lo que anuncia el dios. Los presagios no le favorecen, sino que le sitúan bajo un signo adverso: el señor Asarhadón jamás reinará contando con la bendición divina.
—Así pues, no reinará —concluí, bebiendo un trago de vino y fingiendo una calma que estaba muy lejos de sentir.
—Entonces, señor, ¿por qué el dios me muestra un valle de sombras en un próximo futuro? Aguardan tiempos adversos al país de Assur…, eso es lo que sé.
Y Kalbi me habló de presagios, del nacimiento de niños hermafroditas, de temblores de tierra, de negros nubarrones que ocultaban los picos de las montañas sagradas, de la muerte de las estrellas y de visiones procedentes de occidente en que la luna goteaba sangre.
—En el templo hay una mujer que cae en trance y la Santa Dama utiliza su lengua. Es una anciana que ha vivido en aquel recinto desde que era una niña y la diosa se ha expresado por su voz en cuatro únicas ocasiones: anoche fue la quinta. Pero la diosa oculta la verdad… ¿Te he mencionado los enigmas, señor? Se plantea una pregunta: «¿Por qué debe caer la estrella de sangre tras las aguas de occidente para levantarse de nuevo y eclipsarse por último eternamente a fin de que la tierra se marchite bajo el sol?». Pensé que tú podrías conocer la respuesta, Tiglath Assur, puesto que el dios marcó tu cuerpo con el signo de la estrella de sangre.
—Ignoro la respuesta. Déjame, sacerdote, déjame porque perturbas mi ánimo.
—Permíteme una última pregunta antes de marcharme, señor. ¿Conoces a un ciego que sin embargo ve?
—¿Cómo sabes…? —Me levanté con tanta brusquedad que derribé la mesa, volcando la copa de vino estrepitosamente en el suelo—. ¿Acaso le conoces? Yo…
—No, señor, no sé nada. Dicen que un maxxu ciego acude a visitarte. ¿Qué te dice, señor? ¿Te predice tiempos tenebrosos?
—No conozco a semejante persona. Jamás me ha hablado.
Nos miramos fijamente unos instantes. El vino se había extendido por el suelo como una mancha de sangre de la que yo no podía apartar mis ojos.
—Entonces que tengas buenas noches, señor.
Y se marchó. Cuando me volví para hablarle, había desaparecido.
De modo que mientras viajaba en nombre del rey y aguardaba con toda la nación que el dios diese a conocer su voluntad, había muchas cosas que absorbían mi mente. Hasta el mes de Ab no serían interpretados los oráculos. Aguardando a que se aproximara aquel momento recibí una carta de Asarhadón en la que me anunciaba que se proponía regresar a la ciudad con tal motivo llevando a su madre consigo…, aunque imagino que más bien fue totalmente al contrario, puesto que nada hubiese podido mantener alejada a Naquia en tal ocasión.
El día de su llegada fue el más tórrido de todo el verano. Los ladrillos de las murallas de la ciudad burbujeaban como grasa en el asador. No le compadecí por haber realizado tal viaje, porque en Sumer aún debía de hacer más calor, pero cuando le visité en su palacio le preocupaban temas muy ajenos a las incomodidades del camino.
Me recibió sentado en su jardín, bajo la escasa sombra que podía ofrecer un desmirriado olivo, sin atreverse a entrar en la casa y, pese a ser tan temprano, apenas pasaba una hora de mediodía, demasiado ebrio para pensar siquiera en cubrirse la cabeza.
—Vamos a tus habitaciones —le indiqué cuando estuve a su lado.
Asarhadón levantó hacia mí sus ojos muy abiertos y angustiados, como si no pudiese reconocerme.
—¡Vamos, hermano: con este calor y con la cantidad de vino que llevas en el cuerpo te arriesgas a sufrir una apoplejía!
Negó lentamente con la cabeza y dirigió su mirada hacia el suelo.
—¡Por los grandes dioses, Tiglath, me parecería una bendición poder morir tranquilamente en mi jardín! ¡Es terrible! Las peores desdichas se ciernen sobre mí. Temo verme condenado a llevar una existencia infortunada si no logro alejar de mí este alu…
Le quité la jarra de vino de las manos y me senté a su lado.
—¿A qué infortunio te refieres?
—¿Infortunio? ¡Ah, hablas del alu! Sucedió durante el viaje, casi ante las puertas de la ciudad. Una mangosta cruzó ante mi carro y murió aplastada por las ruedas.
—¿Y eso es todo?
—¿Te parece poco? —Me asió por el hombro como si quisiera hacerme reaccionar ante mi indiferencia—. ¿Acaso ignoras que el peor presagio que puede sobrevenirte es que te pase una mangosta entre las piernas? Los propios augures de mi madre están estudiando esta cuestión para ver si el alu sólo se produce cuando un hombre está en tierra…, porque yo me encontraba por encima del suelo, montado en mi carro. Y, de no ser así, si es posible realizar algún ritual…
—No tienes por qué preocuparte por semejante cosa en un día tan bochornoso como éste, hermano, porque los sesos parece que ya se te están recociendo. Jamás he oído tantas insensateces acerca de una mangosta.
Asarhadón se irguió como si desease afirmar su dignidad.
—No has profundizado tanto como yo en la lectura de los textos, hermano. Si lo hubieras hecho…
—¿Desde cuándo te has vuelto tan erudito? —pregunté, algo sorprendido—. Me consta que apenas sabes leer.
—He encargado que me los lean.
—¿Dónde? ¿En Sumer?
—Sí, naturalmente. —Asarhadón parpadeó sorprendido—. Estos conocimientos han alcanzado su perfección en Sumer.
—Entonces quizá el alu sólo se produce si la mangosta es sumeria.
—¿Crees que podría ser así?
—¡Por los grandes dioses, hermano! ¡Entremos ahora mismo o le quedará poco que hacer a tu alu!
Le pasé el brazo por la espalda y le empujé hacia sus aposentos, donde sus mujeres le humedecieron las sienes con agua fría. Por último se durmió y pudo olvidar el terrible presagio de la mangosta…, al menos durante un rato.
Eso era lo que su madre había hecho de él en tan sólo seis meses.
Al anochecer del sexto día de Ab, el dios hablaría por fin. Pasé la mañana de aquel día en brazos de Asharhamat en la casa de la calle de Nergal. Tuvimos que abrir las ventanas porque la habitación del piso superior era como un horno, aunque el cuerpo de Asharhamat siempre estaba fresco.
—Tal vez sea ésta la última vez que nos vemos —dije. Y mientras pronunciaba aquellas palabras el corazón me dio un vuelco en el pecho.
—¿Y si no fuese así? Si te nombran marsarru, ¿pedirás al rey que nos permita casarnos?
—Sabes muy bien que ésas serán las primeras palabras que surgirán de mis labios.
—Sí, lo sé.
—¿Pero y si no soy marsarru?
—Lo serás.
—Pero ¿y si no es así?
—Entonces prométeme una sola cosa.
—Si está en mi mano, te la prometo.
—Que mañana volverás aquí. Que la primera hora después de mediodía estarás en esta casa: no podría vivir si no te viese una vez más.
—Vendré —le aseguré—. Te lo prometo. Aunque me cueste la vida.
Y así aguardamos a que transcurriese aquel último día.