XIII

El año siguiente, durante el cual gocé del amor, la gloria y las esperanzas, fue el más dichoso de mi juventud.

Kefalos, que en asuntos de índole práctica era mucho más inteligente que yo, había comprendido inmediatamente que no había ninguna posibilidad de ocultar mis intrigas con Asharhamat ante la gente de palacio. Sin embargo, al mismo tiempo consideraba que allí era donde había menos que temer, puesto que Asharhamat debería casarse con aquel que sucediese al monarca y, por consiguiente, disfrutaba de cierta inmunidad. Nadie se atrevería a actuar contra ella mientras que su conducta no llegase a ser escandalosa, y en ese aspecto desplegaba toda su astucia.

—A toda costa, señor —decía moviendo enérgicamente la cabeza, pues por entonces ya estaba bastante embriagado, lo cual, pese a dar más énfasis a sus movimientos, no parecía afectar en absoluto su agilidad mental—, a toda costa debemos evitar que este asunto se convierta en la comidilla de los ciudadanos. La señora Asharhamat es el galardón que todos se disputan porque su posesión implica ostentar la corona de Asiria, y por ello, si cualquier otro se convirtiese en rey, no podría ensañarse contigo por haber disfrutado de su lecho, por lo menos no podría hacerlo públicamente, excepto si no le importase cuestionar la legimitidad de sus vástagos. Y se cuidaría mucho de hacerlo mientras el vulgo crea en su virtud. Y esto lo lograréis actuando con discreción. Es viuda y no atenta contra la decencia solazándose contigo, pero si llegara a reinar tu hermano Asarhadón, no le gustaría que existiera la más leve sospecha de que sus hijos han sido engendrados por otro. Como bien dices, no se muestra remilgado en su trato con las mujeres y por sí mismo no le importaría, pero es preferible que estos hechos no sean demasiado evidentes.

»Por tanto, señor, bajo ninguna circunstancia debes traerla aquí, porque de todos es bien sabido de quién es esclavo el médico Kefalos e incluso las gentes honradas de Nínive no son ciegas para que les pase inadvertido lo que sucede ante sus propios ojos. Además, está el aspecto menos importante de mi propia seguridad… Asarhadón no sentiría ningún escrúpulo en dejar caer sobre mí el peso de su ira si colaborase muy descaradamente contigo propiciando tus encuentros con la futura primera dama de palacio. No, debo encontrar otra solución.

En todas las ciudades existen ciertos distritos donde la gente prudente tan sólo presta atención a los propios asuntos y no se inmiscuye en las vidas ajenas. En esos lugares, las idas y venidas de los demás pasan sin ser advertidas, y, si la gente despierta a medianoche por causa de algún altercado, los vecinos aguardan hasta que se restablece la calma, y luego acaso alguno de ellos se asome para comprobar si alguien ha quedado tendido en el arroyo y si está realmente muerto, y seguidamente todos retornan a su tranquilo descanso. En tales distritos es bien sabido que conviene respetar los secretos ajenos y que cuanto menos públicos se hagan es mejor para todos. En tal lugar fue donde Kefalos compró dos casas de diferentes calles que se comunicaban por un tabique común.

—Esta calle es conocida como la calle de Nergal, señor —señaló con displicencia como si despidiese a un tabernero—. Aquí un joven a quien le urja recibir su herencia podrá contratar a alguien que por cinco siclos de plata le cortará el cuello a su padre, a menos naturalmente que el joven sea Tiglath Assur; el magnicidio es demasiado ambicioso para quienes residen en estos barrios. Y también puede comprarse cualquier cosa, desde cazuelas de cobre robadas hasta los favores de jovencitos lampiños. Basta con saber dónde encontrarlos.

Miré en torno y no tardé en comprender cómo había llegado a merecer semejante nombre porque aquel dios de las miserias, patrón de los infortunios, se hubiese sentido muy a gusto entre paredes tan descarnadas y edificios cuyos pisos superiores se inclinaban peligrosamente hacia la calle, como si estuvieran a punto de desplomarse. A diferencia de la mayor parte de la ciudad, donde la gente se agolpaba por las calles ruidosamente, absorta en sus propios problemas, de modo que apenas se podía circular por ellas, allí reinaba el silencio y únicamente se veían algunas furtivas y silenciosas figuras, mujeres que se cubrían con sus velos y hombres que daban la espalda cuando sentían que alguien fijaba en ellos sus miradas y que deambulaban arrastrando los pies como si aguardasen a alguien de presencia indeseable. En realidad, aquel lugar parecía hallarse sometido a una especie de maldición.

Kefalos me observaba con aire divertido mientras cruzábamos por el centro de la calle, de modo que cualquiera hubiese creído que estábamos verificando su topografía.

—Imagino en qué estás pensando, señor; pero puedo asegurarte que aquí no se atrevería nadie a pedirte nada. No te hallarás expuesto a ninguna amenaza, porque a esas gentes no les interesan los negocios de estado y probablemente jamás habrán oído hablar de Tiglath Assur. Además, aunque codiciosos, son demasiado prudentes para intentar extorsionar a ningún príncipe real. La dama y tú podéis consideraros bastante seguros. Ven…, vamos a ver la casa.

La vivienda tenía escasos atractivos. En la planta baja únicamente había un banco de tres patas, un horno para guisar y algunas tinajas de arcilla cubiertas de telarañas y, en el piso superior, en una habitación de mayores proporciones, encontramos una manta y un colchón enrollados contra una pared y una jofaina de cobre para lavarse.

—Ven aquí, señor, y verás lo que he ideado.

En el tabique del fondo aparecía una puerta cubierta con una cortina de piel de toro. Kefalos la apartó a un lado y abrió la pesada puerta de madera que había sido atrancada por nuestro lado, por la que accedimos a una estancia de mayor tamaño que ocupaba todo el piso superior de la casa contigua. Las ventanas, con las persianas bajas, daban a una calle que yo no había visto nunca.

—La señora Asharhamat acudirá hasta aquí en una silla cerrada —prosiguió mientras miraba hacia abajo contemplando las cabezas de los transeúntes—. Y tú la aguardarás en la otra casa. ¿Quién podrá sospechar que existe alguna relación entre sus visitas y las tuyas? El hombre a quien compré estos dos edificios me indicó que han sido escenario de muchas intrigas que jamás llegaron a descubrirse. Advertirás que hay una taberna en el otro extremo de la calle. Parece un local muy modesto, un centro donde se reúnen únicamente aquellos que pueden vender el fruto de sus esfuerzos, pero ahí se desarrolla un pingüe negocio, consistente en alquilar habitaciones por horas, y se sabe que es frecuentado por importantes damas aficionadas a los porteadores musculosos y a los barqueros que huelen a brea. La presencia de una silla de manos cerrada no es un hecho insólito para que alguien le conceda especial atención.

—Es demasiado sórdido —repuse quedamente—. Me pregunto qué le parecerán a ella nuestros manejos.

Kefalos se encogió de hombros como si fuese una cuestión carente de importancia.

—Probablemente le concederá menos reparos que tú, mi insensato y joven amo. Las mujeres, incluso aquellas como la señora Asharhamat, que son poco más que chiquillas, van por el mundo con los ojos muy abiertos y son menos ingenuas que los hombres. Cuando intrigan se hallan en su elemento más natural. Ya verás como todo irá bien, señor.

«Todo irá bien», había dicho Kefalos, que no podía imaginar ningún obstáculo de tiempo y lugar. O quizá era yo quien no comprendía o simulaba no comprender. Todo era muy confuso y así debía seguir siéndolo.

Pero mi esclavo estaba en lo cierto cuando decía que no podría ocultar nada ante la corte de mi padre. Cuando al cabo de un mes acudí a despedirme de mi hermano Asarhadón antes de que fuese trasladado a Borsippa —el rey le había nombrado shaknu de todo Sumer, otorgándole plenos poderes militares—, recibí esa lección de modo concluyente.

—Tengo entendido que has comprado una casa en la calle de Nergal —fueron sus primeras palabras—. Supongo que lo habrás hecho para reunirte con la hermosa Asharhamat. Vamos al jardín y cuéntamelo todo para que pueda regañarla cuando se convierta en la primera dama de palacio. Siempre es conveniente para un marido conocer algún secreto con el que silenciar a su primera esposa cuando refunfuñe sobre sus restantes mujeres. Vamos, que también yo tengo secretos que confiarte.

Mientras hablaba me pasó el brazo por los hombros y me condujo entre los aposentos escasamente iluminados de su nuevo palacio. A Asarhadón le disgustaba el desorden propio de los soldados y su concepto del lujo no coincidía con esa magnificencia que suele encontrarse en los hogares de los mercaderes ricos.

Pero pese a la intimidad y confianza que solía reinar entre nosotros, percibí que, en cierto modo, su comportamiento hacia mí se había alterado. Era difícil definirlo y ni siquiera estoy seguro de que en aquel momento yo llegase a advertir que se hubiese producido algún cambio, mas indudablemente mi hermano se sentía celoso. Aunque bromease acerca de su matrimonio con Asharhamat, ¿por qué iba a preocuparle que la dama y yo nos reuniésemos en secreto, puesto que las mujeres sólo le eran necesarias para satisfacer sus apetitos? Pese a su tono jocoso percibí cierto matiz de amenaza en su voz, como si quisiera formularme una advertencia de que al final, y pese a mi intervención, saldría adelante.

—¿Y cómo han llegado a tus oídos tales cosas? —le pregunté.

Se volvió a mirarme enarcando las cejas con sorpresa.

—¿Cómo? ¿Acaso suponías que permanecerían en secreto? Me lo ha dicho mi madre. ¿Qué habías imaginado?

Sí, desde luego, debía haberlo sospechado. Porque Naquia vivía de nuevo con su hijo e incluso le acompañaría a Sumer, aunque no podía imaginar cómo había llegado a convencer al rey para que le permitiese separarse de su lado. Sí, ¿cómo no iba a estar ella enterada de mis andanzas por la calle de Nergal?

El jardín de Asarhadón no era más que un patio embaldosado donde, tras pasar las veladas en las tabernas, se sentaba a solas arropándose en su capa de piel de león y respirando el aire fresco de la noche hasta que volvía a sentirse bastante sobrio para poder resistir el parloteo de sus mujeres.

Me constaba que su madre le iba arrastrando lentamente a más peligrosos y embotadores excesos, mientras asumía el control de su casa y de su vida y con la sutil astucia de una araña le enredaba cada vez más asfixiadoramente en sus redes. Y Asarhadón, que era tan terrible, valeroso y temerario en el combate como un ciego y poderoso vendaval, había llegado, o quizá nunca había dejado de temerla. Era igual que si su infancia aún no hubiese concluido.

Nos habíamos sentado en un banco de madera de cedro, y una de las gemelas babilonias, yo nunca lograba distinguirlas porque realmente eran tan idénticas como dos mitades de una manzana, nos sirvió vino y una bandeja de dulcísimos dátiles. Asarhadón la despidió, aguardó hasta que se hubo retirado y luego se volvió a mirarme con suma preocupación.

—Debemos andar con cuidado —declaró expresándose en mi oreja casi en un murmullo—. Suele quedarse detrás de las puertas para escuchar y luego va a contarle a mi madre todo lo que ha oído. No es culpa suya, pobrecilla comadreja: sería incapaz de hacer nada malo. Pero Naquia tiene mortalmente aterradas a mis sirvientas, incluso a mis mujeres. No puedo censurarlas, mas tengo que esforzarme por ser sumamente discreto… Aunque es inútil: al final mi madre siempre se entera de todo.

Fijó su mirada en la jarra de vino que tenía en las manos como si sospechase que contuviera algún veneno y luego bebió largamente.

—Como es natural, se sirve de la magia… ¿Lo sabías? Sus poderes son mayores que los del propio rey. A pesar de todo, nuestro padre me ha enviado a revolcarme en el fango de Sumer. ¡Sumer! Le pedí que me destinase a la guarnición de Amat, para poder luchar contra las tribus de las colinas, y me envía a Sumer.

—El rey desea honrarte, príncipe —le contesté, dándole unas palmaditas en el hombro como si deseara despertarle de su estupor—. Gobernarás una rica provincia…

—Gobernaré, pero no reinaré…, seré el shaknu de Babilonia, pero a Assurnadinshum le hizo rey.

—Ahora ya ha comprendido tu valía, hermano, y desea engrandecerte. Recuerda que Assurnadinshum encontró la muerte como rey de Babilonia.

—Se propone quitarme de en medio mientras te hace marsarru en mi lugar.

Asarhadón me sonreía ferozmente como si me odiase.

—En mi lugar. Te sorprende, ¿no es eso? —prosiguió—. Porque seré yo quien reine cuando muera nuestro padre: todos los presagios me son propicios. Bandadas de pájaros pronuncian mi nombre. ¿Acaso no me crees? ¡Pregúntaselo a mi madre! Tiene un regimiento de hechiceros e incluso ella misma está dotada de la facultad de convocar a los espíritus de los difuntos. Me consta que es cierto porque yo mismo he sido testigo de ello. La he visto hablando con el espíritu de mi antepasado Assurnasirpal, que como sabes fue un poderoso monarca, y le dijo que yo sería rey y padre de reyes. Eso es lo que quería confiarte, Tiglath, hermano mío… Tal es el destino, y ni tú ni yo podemos alterarlo.

A juzgar por su expresión no pude deducir si aquello le complacía. Sonreía abiertamente, con triunfal altivez, pero sus ojos tenían un aire asustado.

—Confío que estalle una rebelión en el sur —repuse de pronto. Bebí un trago de vino e hice una mueca de contrariedad porque Asarhadón bebía sin tasa a fin de ofuscar su mente—. Espero que los caldeos salten de sus pantanos en número tan crecido como las ranas en verano y que no os den a ti ni a tus ejércitos un instante de reposo. Sería lo mejor que podría ocurrirte, hermano. En épocas de paz dedicas demasiado tiempo a beber mal vino y a prestar oídos a las conversaciones de las mujeres, en especial de Naquia. Deberías apartarte de ellas porque eres un necio crédulo que aceptas todo cuanto te dicen.

—Probablemente tienes razón. Sí, seguro que la tienes —exclamó Asarhadón, dándome tal palmada en la rodilla para recalcar sus palabras que casi me rompió la pierna—. Sin embargo, un hombre necesita de ellas de vez en cuando para mantenerse sano.

—Tu salud no mejorará de ningún modo viviendo bajo el mismo techo que tu madre. Y, por lo demás, sólo deberías quedarte con las extranjeras, las elamitas y las negras etíopes, puesto que no estás dotado para el conocimiento de lenguas extranjeras.

—¿Y las gemelas? ¿Y las hermanas egipcias?

—Córtales la lengua con un cuchillo al rojo vivo para que no puedan seguir incordiándote.

—Muy inteligente…, muy acertado.

Nos echamos a reír, y apoyándonos uno en el otro celebramos tan sabrosa chanza. Cuando uno de los dos trataba de decir algo nos mirábamos y reanudábamos nuestras risas como pájaros ruidosos. Asarhadón parecía haber olvidado por completo la posibilidad de reinar.

—¿De modo que no crees en los vaticinios de mi madre? —me preguntó por fin, procurando no mirarme para evitar que volviésemos a estallar en carcajadas.

—Pienso que Naquia desea que creas en ellos, pero ignoro por qué razón. ¿Acaso no te atrae la perspectiva de ser rey?

—No —repuso, acentuando su negativa con un enérgico movimiento y tomando otro largo trago de vino. Comenzaba a actuar como un borracho, y cuando estaba algo bebido veía las cosas con más claridad—. No… No deseo estar afeitándome constantemente la barba cuando los sacerdotes digan que el dios exige expiación. No me complace la idea de vestirme de acuerdo con el ritual y ayunar como un maxxu los días aciagos. Los reyes no pueden disponer de un instante de su vida. ¿Quién sería rey si pudiera evitarlo? Tú quizá… Pero yo no tengo en tan alta estima los encantos de la señora Asharhamat. A pesar de todo, ¿qué opinas de los presagios de mi madre?

—Asarhadón, tu cabeza parece haber sido tallada en un bloque de granito rojo.

Me levanté para estirar las piernas y pasear un poco porque comenzaba a sentir frío en aquel pequeño y desangelado jardín. Mi hermano me imitó y ambos anduvimos hasta la pared de enfrente que daba a la calle de Enlil, donde se levantó la túnica y exoneró ruidosamente su vejiga. A continuación me quitó la jarra de vino de las manos para seguir apagando su sed.

—De modo que me crees un necio, ¿no es eso? —preguntó sin sentirse ofendido, simplemente como si se tratase de un punto que despertase su curiosidad.

—Sí. Si supieras cuántas noticias me llegan cada semana de niños nacidos en Kalah con la primera letra de mi nombre grabada en el vientre o de que en las entrañas de una cabra sacrificada en la sagrada Assur ha aparecido una estrella roja como la sangre, idéntica a la que tengo en la mano derecha… E igual sucede con todos los hombres importantes de este país… La gente es aduladora, y por ello transmite noticias de milagros, prodigios o señales que aseguran haber recibido de la diosa Ishtar, mas únicamente los necios dan crédito a semejantes bobadas.

—Soy de tu misma opinión. —Hizo un ademán ambiguo desechando cualquier posible discrepancia—. Pero ¿qué me dices del fantasma de Assurnasirpal? Te aseguro que lo vi con mis propios ojos. ¡No me digas que te insensibiliza hasta tal punto tu ateísmo jónico que ya no crees en la nigromancia!

El pobre Asarhadón, que a la sazón ya estaba completamente borracho, parecía asombrado de semejante monstruosidad, por lo que me apresuré a tranquilizarle diciéndole que en todos los aspectos de la religión me mostraba tan respetuoso como el que más.

—Aunque, por simple curiosidad, ¿podrías decirme qué fue exactamente lo que viste?

Asarhadón reflexionó unos instantes, haciendo oscilar las manos entre las rodillas, mientras seguía sentado en el brocal de un pozo que formaba parte del muro de su jardín y que probablemente había sido excavado y abandonado hacía un siglo. Por fin levantó la cabeza, frunciendo el entrecejo, sumido al parecer en profunda concentración.

—¿Ver? Fue muy poco lo que vi… Simplemente un humo blanquecino. ¡Estas cosas no se ven! ¡Pero oí su voz con toda claridad! Mi madre le preguntó si yo sucedería al señor Sennaquerib y repuso afirmativamente.

—¿Sólo eso? ¿Nada más? ¿Tan sólo dijo que sí?

—Sí… ¿Qué esperabas del fantasma de un rey? ¿Que entablase una controversia? ¡Tiglath, hay ocasiones en que…!

—Tu madre te está sorbiendo el seso.

A modo de ensayo cogí la jarra ya vacía de vino y la dejé caer en el pozo, contando lentamente mientras desaparecía entre las sombras sin llegar a oír en qué momento alcanzaba el fondo.

—Un poco de humo blanquecino y una voz que pronuncia una sola palabra… Tan sólo en Nínive puedo encontrarte más de quinientos magos que por dos siclos de plata te convocarán todos los espectros reales que quieras tanto de monarcas ya fallecidos como de aquellos que nunca existieron. Basta con que les facilites un nombre, aunque sea inventado, ellos no advertirán ninguna diferencia, y si eres bastante lerdo para tragarte semejantes patrañas, podrás hablar con quienquiera que desees. ¡Vamos a Nínive y te lo demostraré!

—En lugar de eso vayamos a reunimos con mis egipcias —repuso Asarhadón sonriendo lascivamente—. Puedes quedarte con la mayor: le gustas y cuando le agrada un hombre… ¿No? ¡Qué lástima! Desde que te has encaprichado de la señora Asharhamat no resultas un compañero muy animado, hermano. Pero estoy seguro de que cuando lleves dos meses frecuentando la casa de la calle de Nergal, recobrarás tu sano juicio y desearás un cambio de dieta, que después de todo es lo más saludable que existe. Pronto te darás cuenta de que todas las mujeres son iguales una vez les has visto el trasero.

Me disponía a castigarle por su insolencia arrojándole al pozo, pero él me esquivó entre risas, derribándome al mismo tiempo en el suelo. Incluso cuando estaba sobrio me superaba con creces en la lucha, mas debo alegar a mi favor que tardó más de un cuarto de hora en dominarme totalmente, pidiendo clemencia con el rostro en el polvo. Entonces entramos en la casa, nos lavamos con agua caliente y nos cambiamos de ropa antes de ir a cenar.

—Me has tranquilizado enormemente —manifestó Asarhadón, mientras me lavaba la nuca—. Jamás me ha entusiasmado la idea de ser rey… Me conformaría con disfrutar de poder, riquezas, placer y gloria eternos.

—Sí, pero no te sientas demasiado aliviado. Pese a las mentiras que pueda urdir tu madre, es posible que llegues a reinar. Esto es algo muy evidente. Cuando el dios desee expresar su voluntad en este asunto, no se andará con rodeos.

Aquella semana mi hermano partió hacia el sur, por lo que se perdió el festival del Akitu que se celebraba en el mes de Sebat, tras las primeras nevadas.

No existe tiempo más santificado en todas las tierras que se extienden entre los ríos. Los festejos se prolongan durante once días y en ellos se conmemora la renovación del pacto entre Assur y su pueblo y el inicio del nuevo año, que en realidad comienza en el mes de Nisan, con las primeras inundaciones de la primavera. Pero las causas de que el festival se celebre en distintas épocas del año constituyen un enigma que únicamente conocen los sacerdotes. En el curso de los festejos, el séptimo día no es aciago, como sucede en los meses restantes, y todo parece próspero y feliz. Si hubiera sido capaz de advertir lo que me rodeaba, ya entonces me hubiese dado cuenta de que mi buena suerte me había abandonado y de que me perseguía un sombrío infortunio. Creía que el dios había sellado un pacto conmigo, que me vería honrado por encima de todos los hombres, pues tal era la voluntad del divino Assur, pero estaba equivocado. Hubiera tenido que advertir las señales que me enviaba, mas fui incapaz de ello. Puesto que para todos eran evidentes, ¿a quién podía culpar más que a mí mismo?

El primer día del Akitu, el rey debe ayunar hasta que aparece la luna nueva, y ese día, después de ver remontarse en el cielo el pálido creciente de Sin, el señor Sennaquerib rompió su ayuno celebrando un banquete en mi casa, cenando en compañía de sus grandes dignatarios, y yo me senté a su diestra como si ya hubiese sido proclamado su heredero. Había hecho venir a Merope desde «Los tres leones» para que me acompañase y fuese testigo de tan gran ocasión, y el rey aún nos enalteció más complaciéndose en compartir el lecho de mi madre, o por lo menos él lo consideró un honor. En cuanto a ella, ignoro cómo interpretó tal hecho ni se me ocurrió preguntárselo.

Durante el día, cuando aún tenía el estómago vacío, mi padre me llevó consigo ante el altar de Shamash, Señor de la Decisión, para consultar el parecer del dios sobre si podía confiarse en Kabtia, rey de los shrubian, acerca de un tratado relativo a la protección de las rutas comerciales del mar del norte. Era un asunto rutinario, pero que para mí revistió gran interés, porque nunca había visto al baru en funciones y sabía que en breve plantearía al dios la cuestión mucho más trascendente de quién debía suceder a Sennaquerib en el trono de Assur.

El rey llevaba inscrita su consulta en una tablilla de arcilla que depositó ante la áurea imagen de Shamash, que resplandecía como el propio sol. Aguardamos en silencio, mientras el kalu desempeñaba el oficio religioso cantando plegarias suplicatorias y el ginu, la cabra destinada al sacrificio que estaba atada en el altar con una cadena de plata, nos observaba con expresión vacía e indiferente. El baru, un hombre llamado Rimani Assur, delgado, de aspecto grave y mediana edad —recuerdo cómo le brillaba la negra barba ungida con aceites—, examinaba al ginu, porque todas las reacciones del animal eran muy importantes desde su llegada al recinto del templo hasta su agonía para interpretar la voluntad divina.

Por fin, cuando el kalu hubo interrumpido sus cánticos, todos contemplamos la imagen del dios, vaga y misteriosa tras una nube de incienso. ¿Estaría dispuesto Shamash, los ojos de Assur (porque toda persona instruida sabe que los dioses menores son simples manifestaciones del único y auténtico dios), a emitir su dictamen en aquel asunto? El ginu miró primero el ara donde debía consumarse el sacrificio, después a mí y por último al rey. Luego el animal resopló fuertemente como si tuviese alguna pajita en el hocico, y el baru, interpretando aquel signo como prueba de la intención divina, asió el sagrado cuchillo de pedernal que se encontraba sobre el altar y, una vez que dos novicios hubieron soltado al ginu de su cadena de plata asiéndolo fuertemente para depositarlo sobre la piedra de sacrificio, lo degolló de una sola y certera cuchillada. El animal murió sin proferir un gemido.

Seguidamente todos nosotros, con excepción del baru y un solo acólito, abandonamos el recinto sagrado del dios porque nadie debía estar presente cuando se examinasen las entrañas del ginu. Según una antigua costumbre, nadie podía impugnar el juicio del baru. Todos le tenían por un santo varón cuyos votos a Shamash no podían ser corrompidos por ningún bien terrenal.

Rimani Assur salió del sagrado recinto y se inclinó ante el rey mi padre. Tenía los brazos ensangrentados hasta el codo.

—Augusto señor, los órganos no presentan ninguna anomalía —le dijo—. El hígado está libre de defectos y las entrañas son perfectas: no aparecen deformidades ni dolencias. El dios te concede su bendición.

El ginu, que ya no era más que un cadáver, yacía semiconsumido en el fuego sagrado que ardía ininterrumpidamente noche y día ante la imagen de Shamash. Nadie probaría su carne y sus cenizas serían arrojadas al Tigris. Fuese lo que fuese lo que el baru hubiese visto, sólo se conocería según la versión por él facilitada y por los datos que registraría en los archivos del templo.

—Así sea, sacerdote —repuso el rey, siguiendo el ritual de aceptación mientras levantaba sus manos en acción de gracias—. Será como lo ha dispuesto el Señor de la Decisión.

El complejo del templo estaba situado en un ala de palacio, de modo que mi real padre y yo nos dirigimos hasta sus aposentos donde él permanecería las restantes horas en que debía prolongarse su ayuno. Era la primera vez que estaba a solas con él desde hacía muchas semanas. Sennaquerib retardó sus pasos como si deseara disfrutar de aquellos escasos momentos de libertad en una jornada agobiante de ceremonias.

—Tan sólo falta medio año para que el dios apruebe mi elección de sucesor. Tú serás rey cuando yo muera, ¿verdad? Estoy convencido de que sabrás cumplir con tu deber.

El señor Sennaquerib me puso la mano en el hombro, y para ello tuvo que esforzarse porque le superaba toda la cabeza. En muchas ocasiones me había dicho que me prefería a todos sus hijos, vivos y muertos, y era mi dueño y mi rey.

—Es el nombre de Asarhadón el que debes presentar al dios —respondí sin saber ciertamente si me impulsaba el deber a mi padre y a mi hermano o únicamente porque deseaba oírle decir una vez más que era yo su predilecto—. Él es el hijo de tu esposa legal.

—El dios negaría su consentimiento. La cabeza de Asarhadón es como un cesto lleno de barro. Sin duda será de gran utilidad en el próximo reinado, pero sólo si tú estás por encima de él para evitar que cometa cualquier desatino. Tu hermano es un buen soldado y tú le quieres entrañablemente, pero es un necio.

A medida que avanzábamos el rey parecía apoyarse cada vez más en mí, como si el ayuno le estuviera debilitando.

—Asarhadón sería un mal rey —repitió—. El dios no daría su consentimiento. ¿Acaso el poderoso Assur no ha demostrado sobradamente su predilección hacia ti? ¿No te ha concedido un poderoso sedu? ¿Asarhadón…? ¡Puaf!

Llegamos al final de una extensa columnata que concluía en un patio inundado de la luz del sol. El rey retiró la mano de mi hombro y se irguió como si despertase de un sueño.

—¿Reconoces este lugar? —exclamó echándose a reír, doblando la cintura y golpeándose la pierna de tanto regocijo—. Mira en torno, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, Rey de Reyes, ¿recuerdas?

Sí recordaba, y se me formó un nudo en la garganta. El bloque de granito como un ara de sacrificio seguía apareciendo en el centro del pavimento… Recordé cuando lo había visto salpicado de sangre.

Sin duda se reflejaban en mi rostro todos aquellos sentimientos porque el rey cabeceó ligeramente aunque ya había dejado de sonreír.

—Aquí te trajo el viejo Bag Teshub para despojarte de tu virilidad como él había perdido la suya… ¡Por los dioses! Me pregunto si seguirá con vida. Te trajo aquí y los sacerdotes aguardaban con sus cuchillos. Pero veo que no lo has olvidado.

—No, no lo he olvidado. Como tampoco que tú me salvaste.

—Yo y el señor turtanu, mi hermano Sinahiusur. Se lo debes a él más que a mí. Y obró acertadamente porque desde aquel día has logrado que en muchas ocasiones me sienta orgulloso de ti. Pero los sacerdotes… ¿Sabías que el baru Rimani Assur también es hermano mío? ¿Lo sabías?

—No, señor.

—Pues sí, lo es. La mayoría de sacerdotes prefieren a Asarhadón, pero Rimani Assur no, él no muestra predilección por nadie. Aunque se trate de un sacerdote, confío en él. Además, el ejército te quiere. Y el ejército cuenta más en este país que los sacerdotes, que sólo apoyan a tu hermano porque saben que cree en toda clase de augures y adivinos y confían que podrán gobernar a través de él. Algunos le critican. Kalbi, por ejemplo, que conoce la voluntad del dios, pero la mayoría… De todos modos, confío en Rimani Assur. ¡El dios nunca permitirá que reine Asarhadón! Y en cuanto a que es hijo de mi esposa legal… —Sennaquerib extendió las manos en un ademán de impotencia—. Mañana mismo pondría el velo sobre la cabeza de tu madre si no fuese porque…

—Porque la señora Naquia se opondría a ello… y muy tenazmente.

Nos echamos a reír como si compartiésemos un secreto.

—Sí…, me amargaría la vida. —El rey me cogió del brazo y seguimos paseando—. ¡Por los dioses, casi me alegro de que se haya marchado a Sumer! La echo de menos en la cama, pero su lengua es como la cola de un escorpión. ¡Las mujeres, hijo mío, son una maldición!…

Aquella noche cenó en mi casa y yació con mi madre para que todos supieran que Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, era honrado por su padre por encima de cualquier otro ser vivo o muerto.

Al día siguiente, el segundo del festival del Akitu, se celebraba la gran procesión en que el dios Assur es paseado por toda la ciudad hasta aquel que será su hogar en el año nuevo, donde deberá combatir de nuevo contra Tiamat, el monstruo femenino del Caos, y crear de nuevo el mundo y el luminoso cielo.

Las ceremonias que acompañan el festival se remontan a una gran antigüedad y son muy similares en todos los países existentes entre los ríos. En Sumer, donde gracias al antiguo prestigio de Babilonia, Marduk es rey de dioses, se celebra la victoria de éste y los hombres honran el recuerdo de su poder creativo. Pero fuese la gloria de Marduk o de Assur, el mito que se conmemora es exactamente el mismo y la divina y vivificante soberanía no se basa en los nombres de los dioses sino en las hazañas que de ellos se conservan porque son los hombres quienes dan nombre a las divinidades.

Aquel año el Akitu iba a ser distinto a todos los demás porque era el primero desde que había concluido la larga contienda del sur y el país de Assur deseaba dar las gracias a su dios por haberle protegido. Por tanto, el festival festejaba tanto nuestra renovación como la liberación del pueblo y los corazones de los hombres exultaban de alegría.

En los últimos instantes que precedieron al alba del gran día el rey, sus nobles y toda su familia se encontraban en el templo del dios que había sido despertado de sus sueños por el redoble de tambores que atronaban el espacio difundiéndose por la ciudad con bélicas resonancias.

—¡Que despierte el dios! —cantábamos—. ¡Que el poderoso Assur, señor de los cielos y rey de dioses, en cuyo nombre todo se ha hecho, despierte de sus sueños! ¡Que brille como su propio sol sobre sus servidores!

Y el gran ídolo áureo, no el propio y sagrado Assur, sino únicamente su imagen, el don que nos había otorgado la divinidad para poder aproximarnos a su gloria, nos contemplaba con sus ojos ciegos. ¿Qué éramos los hombres para reparar en ellos? ¿Qué nuestras voces para que atendiese nuestras súplicas? Sin embargo, en su misericordia, nos escuchaba y su brillante sol se levantaba sobre las montañas del este para iluminarnos un día más. Y aquél era su día, el día de aquel que nos daba la fuerza y la salvación.

Y luego, al cabo de un instante, dejó de oírse todo ruido y se percibió únicamente el eco cada vez menos perceptible de nuestras voces fundiéndose en el silencio. Ni siquiera corría un soplo de aire y la multitud estaba inmóvil sin apenas atreverse a respirar, aguardando a su soberano Sennaquerib, sumo sacerdote y servidor de Assur.

El rey se aproximó al dios llevando en sus manos una bandeja de oro cargada de carne recién asada, que humeaba en la fresca atmósfera. El monarca también parecía un objeto áureo y esplendoroso como el propio dios. La luz arrancaba destellos de los pliegues de su túnica.

—Te suplico que admitas estos alimentos, Assur —exclamó—. Te suplico, señor de cielos y tierras, que aceptes estas ofrendas de manos de tu servidor.

Sostuvo la bandeja ante el dios para que pudiera contemplarla y seguidamente la entregó a un sacerdote ataviado con una túnica amarilla, que la retiró. El ritual se había cumplido.

—Te suplico que admitas estos alimentos, señora Ninlil.

En esta ocasión la ofertante había sido femenina. Al igual que todos los presentes, me volví para ver a quién había correspondido tal honor en aquella ocasión y descubrí a mi hermana Shaditu, cuyo cuerpo desnudo había sido ungido en aceites y brillaba a la luz del sol. Entre la multitud se difundió un murmullo de sorpresa porque nadie esperaba algo semejante.

—Te suplico, consorte de Assur y reina de los cielos, que aceptes esta ofrenda de manos de tu sirvienta.

El silencio era tan absoluto que se percibía claramente el suave roce de sus piececitos en el suelo de piedra. Estaba muy hermosa, su cuerpo era magnífico y, como todos los presentes, me sentí aturdido ante su presencia. Al baru Rimani Assur, que se encontraba casualmente frente a mí, le brillaron los ojos al verla, como si le hubiese cegado el resplandor de su piel. También en aquel momento pude haber intuido la realidad.

Shaditu sostuvo la ofrenda ante una imagen de la diosa, que era de muy reducidas dimensiones y estaba situada a la izquierda de su esposo y luego, cuando recogieron la bandeja de sus manos, acudió a reunirse con su padre, que la estrechó en un cariñoso abrazo. Porque el rey la amaba y nada de lo que ella hiciera podía parecerle vergonzoso ni motivo de escándalo.

También Merope presenciaba aquellos ritos que para ella eran nuevos y extraños. Cuando nos escabullimos del templo y salimos a la luz del sol me tiró de la manga y me dijo:

—Hijo mío, ¿es todo esto normal? ¿Debe presentarse públicamente desnuda, como si fuese una ramera, sin siquiera cubrirse los cabellos con un velo? No me parece una conducta decente.

—Es una costumbre ancestral —repuse. Sonreí y la cogí del brazo. ¿Cómo iba a enterarse de tales cosas en el gineceo?—. Según los antiguos ritos, los sumerios, hombres y mujeres indistintamente, se presentaban desnudos ante sus dioses…, y los sacerdotes de Elam así lo han hecho hasta ahora. Pero en el palacio de Assur no se había visto nada semejante desde hace unos cien años. Tal vez esa dama desee destacar esta fecha con una nota de antigua devoción, aunque jamás hubiese sospechado que Shaditu poseyese una naturaleza tan profundamente religiosa.

—Lo cierto es que parece una vulgar ramera que tan sólo pretende despertar el deseo de los hombres.

Me eché a reír sin poder evitarlo al ver cómo se había escandalizado mi madre.

—Sí —repuse—, según tengo entendido, tu opinión se aproxima mucho a la realidad.

Pero fuese como fuese, la imagen que obsesionaba mi mente no era la de la lasciva Shaditu en su magnífica desnudez, sino la del baru Rimani Assur, hermano del propio rey, con los ojos encendidos por el deseo.

Por fin el dios, que acababa de ser revestido de ornamentos ricamente bordados recamados en oro y plata y a quien habían mojado los labios con nieve del monte Epih, fue sacado del templo en una litera conducida por sus sacerdotes, seguido por el rey, a quien acompañaban los restantes religiosos, músicos, nobles de la corte y toda la multitud allí congregada entonando cánticos de alabanza para que la gloria de Assur se difundiese por toda la ciudad, cuyos ecos alcanzaban las montañas del este. Jamás había sentido tan intensamente la sensación de que éramos el pueblo del dios, bendecidos sobre todos los mortales, servidores del señor soberano de los cielos.

Seguimos la procesión por las calles de Nínive y cruzamos la gran puerta que conduce a la casa de Akitu, que había sido construida más allá de los muros de la ciudad como residencia del dios durante los once días que duraba el festival. Se trataba de una reducida estructura, abierta por los cuatro costados, cuyo techo estaba sostenido por columnas de madera de cedro de modo que pudiera contemplarse constantemente la imagen divina mientras presidía las numerosas ceremonias que se celebraban al aire libre en su honor. Aquel día se conmemoraban los triunfos de la divinidad sobre sus enemigos tanto mortales como divinos. En aquella fecha Mushezib Marduk y toda su familia deberían enfrentarse a su simtu.

En épocas de prosperidad los soberanos se ven rodeados de esplendor, pero cuando caen en desgracia sufren una muerte más amarga que las picaduras de las avispas. Mushezib Marduk había actuado con cobardía y, en el último momento, neciamente. Por su culpa se había prolongado de modo encarnizado el asedio de Babilonia hasta que el rey mi padre y sus soldados olvidaron toda piedad. Por su causa miles de seres murieron de hambre, otros tantos bajo la espada de sus enemigos y, al final, en lugar de pedir a uno de sus servidores que le atravesase el pecho con su daga, había intentado huir disfrazado de mendigo tuerto. Hubiese obrado de modo más inteligente tratando de hallar una muerte fácil cuando aún estaba a tiempo.

¿Y dónde se encontraba Mushezib Marduk en el segundo día del Akitu? Se había visto singularmente distinguido porque podía presenciar los festejos, por lo menos mientras siguiese con vida, desde el propio porche de la casa del dios, donde estaba encadenado a una de las columnas de madera. Sin embargo, la cadena apenas era necesaria, puesto que el señor de Babilonia no intentaría fugarse, por lo menos mientras se encontrase metido dentro de una enorme tinaja de bronce de cuyo cuello únicamente asomaba su cabeza. Hacía muchos días que Mushezib Marduk no se veía siquiera las piernas.

Semejante artilugio, último refinamiento de la tortura, maravillaba por su sencillez. El enorme recipiente de bronce, que podía haber contenido ocho o nueve suíu de aceite, había sido aserrado circularmente por la parte superior de modo que ésta pudiera ser retirada e introducido en ella un hombre como si se tratara de varias medidas de dátiles y a continuación habían unido ambas partes consistentemente. Aquélla sería la última morada de Mushezib Marduk. No se sabía con exactitud de qué modo sería ejecutado, aquél era un secreto que ni siquiera él conocía, pero jamás saldría de aquella tinaja como no fuese hecho picadillo.

Así pues, permanecía allí metido con el cuello de la tinaja hasta las orejas, maldiciendo a los dioses con tanta violencia que llegó a enronquecer. La gente se reía de él… y el rey con ellos. Merope y yo guardábamos silencio entre los restantes miembros de la familia real y mi madre me asía la mano con fuerza.

Pero antes de ser ejecutado el señor de Babilonia debería perder todo aquello más grato de esta vida porque su mujer y dos de sus hijos —los restantes habían perecido en el combate— habían sido prendidos con él y mi padre deseaba consumar totalmente su venganza.

Primero fueron los niños. El mayor, un muchacho a quien apenas comenzaba a despuntar el vello de la barba, y la joven, una niña que no tendría más de siete años. Uno tras otro, maniatados por la espalda, ante los ojos enfurecidos de su padre, se vieron obligados a arrodillarse a los pies del verdugo, que los asió por los cabellos echando hacia atrás su cabeza y los decapitó. Mientras Mushezib Marduk se desgañitaba de dolor e ira porque no le habían informado que fuese a suceder semejante cosa, era una sorpresa que le reservaba el señor Sennaquerib, el fruto de sus lomos se desangraba sin haber proferido siquiera un murmullo. Cuando murió el último de ellos, sus cadáveres fueron arrojados a un montón de troncos y leña donde más tarde serían incinerados.

Y mientras Mushezib Marduk sollozaba entrecortadamente y los servidores reales cubrían con paja el suelo empapado en sangre, nosotros aguardábamos el espectáculo más importante del festival: el duelo entre el señor Assur y el monstruo del Caos.

Tal fue el origen del mundo. En un principio existían Apsu y Tiamat, dioses de los océanos de agua dulce y salada. Éstos engendraron a los hermanos y asimismo esposos Lahmu y Lahamu, y a Anshar y Kishar, que superaron a sus padres en fuerza, belleza y astucia. Anshar y Kishar, entre muchos otros dioses, engendraron a Anu, dios de los cielos, y éste, a su vez, a Ea, dios de la sabiduría y la magia, cuyo poder excedió incluso al de su progenitor.

Pero los dioses jóvenes eran alborotadores y perturbaban el descanso del viejo Apsu, que se presentó ante su esposa y le dijo: «Voy a destruirlos para que podamos dormir». Tiamat se aterrorizó y gritó encolerizada: «No podemos destruir a aquellos que hemos creado». Pero Apsu estaba decidido a realizar sus propósitos vengándose de sus hijos y nietos. Sin embargo Éa, el más prudente de los dioses, le inmovilizó merced a un encantamiento y le dio muerte, transformándole en una montaña, donde residió en majestad con su esposa Damkina. Allí fue donde nació Assur, el más glorioso de los dioses.

Entretanto Tiamat había reflexionado sobre el destino seguido por su esposo Apsu y estaba enfurecida. Decidió atacar a los dioses y destruirlos atemorizando a la propia Ea. Por fin, únicamente Assur se atrevió a enfrentarse abiertamente con Tiamat y, con ayuda de un violento vendaval que le insufló en la boca para que no pudiese cerrarla, le disparó una flecha por la garganta que le alcanzó el corazón. Y cuando hubo muerto, Assur dividió su cuerpo por la mitad, creando con una parte el cielo y con la otra la tierra firme. A consecuencia de tan grandes proezas en las que demostró su valor y su sabiduría era enaltecido por encima de su propio padre como rey de los dioses.

Ésta es la batalla que anualmente rememoran los hombres de Assur en presencia del dios. Aquel que interpreta el papel de la divinidad se denomina limmu y todas las crónicas anuales adoptan su nombre. En el primer año de su reinado el rey interpreta el papel de limmu y a continuación son sus principales dignatarios quienes lo representan por estricto orden jerárquico. En aquella ocasión correspondía desempeñar dicho papel a Enlilbani, hombre bondadoso, sencillo y de espíritu marcial, maestresala del rey, que también había intervenido en la toma de Babilonia en calidad de rab shaqe del ejército, circunstancia ésta que se consideraba de muy favorable augurio.

El papel de Tiamat lo desempeñaría nada menos que la propia señora Ahushina, hasta hacía poco reina de Babilonia y esposa de Mushezib Marduk, quien presenciaría el espectáculo desde su privilegiada posición en la enorme tinaja de bronce, porque aquel año el exterminio del monstruo del Caos no sería una simple pantomima.

La señora Ahushina compareció completamente desnuda, con el rostro y el cuerpo pintados de amarillo y negro, los colores de la sal y el barro, y manos y pies cargados de cadenas. Pese a la pintura que la cubría parecía ya medio muerta, sumida en la más intensa desesperación. La ataron entre dos postes y, mientras contemplaba con confusa e inexpresiva mirada los cadáveres ensangrentados de sus hijos, Enlilbani, vestido con los atributos del dios, salió de la casa de Akitu, ajustó una flecha en su arco y le atravesó el corazón. La mujer profirió un grito y murió en el acto.

Un sacerdote ataviado con túnica amarilla tendió a Enlilbani una hacha de filo de cobre con la que emprendió la tarea de descuartizar el cuerpo de la reina partiéndolo primero por la mitad desde el cuello hasta el pubis de varios certeros golpes que provocaron una lluvia de sangre entre la multitud, que rugía enfervorizada ante un espectáculo tan de su agrado.

¿Y nosotros? ¿Qué sensaciones experimentábamos mi madre griega y yo ante aquellos hechos que para nosotros constituían una novedad? Mi madre lloraba. Había desviado la mirada y sollozaba como una criatura ocultando su rostro en mi pecho. Por mi parte había presenciado cosas peores y sólo experimentaba una sensación de desagrado. No esperaba algo semejante: el rey no me había hecho partícipe de sus planes. Desde luego, como hijo suyo y miembro de su círculo más allegado, debía estar presente, pero si hubiera sabido que iba a suceder aquello hubiese evitado a mi madre semejante espectáculo.

Por fin, cuando los cadáveres de la reina y los príncipes estuvieron amontonados en la pira, cuando lo más importante de su vida, la carne de su propia carne, le había sido arrebatado, llegó el momento de que Mushezib Marduk se enfrentase con la muerte.

Acudieron unos soldados y cogieron la gran urna de bronce del porche de la casa de Akitu, pusieron una argolla metálica en el cuello del desgraciado y lo derribaron en el suelo, arrastrándolo de modo que se deslizó rodando como una balsa sobre el rápido curso de un río. Seguidamente instalaron la urna en el centro de la pira y apartaron a un lado la cabeza del rey para verter agua en su interior. Comprendí que se disponían a cocerlo vivo: mientras su familia se reducía a cenizas a sus pies, él herviría como un conejo en la cazuela del cazador. Al comprender lo que se proponían hacer, gritó desaforadamente.

—¡No! ¡No! ¡Misericordia! ¡No me hagáis esto! ¡No! —clamaba al principio. Y luego, en el límite de la desesperación, únicamente profería horribles gritos, como los chillidos de un halcón.

Prendieron fuego a la pira por diversos puntos de su base, pero la madera ardía lentamente y producía escaso humo porque estaba verde e impregnada de resina. Mushezib Marduk no tendría la fortuna de asfixiarse antes de ser alcanzado por el fuego, unicamente se oía el chisporroteo de las llamas y las continuas lamentaciones del infortunado hasta que llegó un momento en que hubiésemos deseado taparnos los oídos.

El señor de Babilonia vio prolongarse su martirio hasta que el agua que contenía la tinaja comenzó a hervir y salpicarle el cuello, primero blanco y luego rosado por la sanguinolenta espuma que le rodeaba. Poco después, cuando la urna se encontraba al rojo vivo, se desprendió su cabeza, que cayó entre las llamas, y así encontró su fin.

Cuando las brasas se enfriaron, sus cenizas fueron arrojadas al Tigris. Mushezib Marduk y su progenie no recibieron sepultura ni ofrendas de vino y alimentos. No disfrutarían de existencia en el otro mundo y caerían en el más profundo olvido.

Mi madre y yo abandonamos el lugar en silencio. Sobraban las palabras.