Tras la batalla de Babilonia el rey me ascendió a rab shaqe, y a Asarhadón a rab abru, como siempre una graduación inferior. No quedaba otra cosa que hacer que recibir honores, y al cabo de pocos días el ejército levantó el campamento y emprendió la marcha de regreso a Nínive. En el país de Sumer había quedado sofocada toda resistencia al poderío de Assur y la ciudad que dejábamos atrás mientras avanzábamos hacia el norte se hallaba tan en ruinas que ni siquiera los zorros se hubiesen cobijado en ella.
Pero en el país de Assur no existía la piedad. La destrucción de Babilonia tan sólo significaba que había finalizado tan prolongada contienda. La gente recordaba sus sufrimientos y se regocijaba ante la seguridad de que disfrutaban celebrando verse gobernados por un rey que hacía sentir a sus enemigos todo el peso de su crueldad. En las localidades fronterizas donde había sido mayor el odio profesado a los elamitas y a los títeres de sus ciliados, la gente se reunía junto a las carreteras para vitorear a su glorioso señor y proferir maldiciones contra Mushezib Marduk, mientras se agolpaban tumultuosamente tras el carro del vencedor. Para aquellos que no habían presenciado cuanto había sucedido en Babilonia, éramos unos héroes.
Por mi parte intenté cerrar los oídos a los gritos procurando no oír, ver ni pensar, porque únicamente percibía los gemidos de las víctimas de aquella carnicería y temía que aquellas impresiones llegasen a enloquecerme. Estaba aturdido y por las noches no me atrevía siquiera a cerrar los ojos.
¿Cómo era posible? Me sentía sucio de pecado y, sin embargo, me había limitado a atenerme a todo lo que siempre había creído: que todos, incluso el enemigo, creíamos que era el camino de la virtud y el honor. ¿Quién más noble, quién más respetado en todas las naciones que los guerreros? ¿Y qué otra cosa era yo? ¿Un asesino? ¿Un ladrón? ¿Por qué entonces aquella sensación de vergüenza?
Pero guardaba en lo más profundo de mi corazón aquellas dudas que acaso también inquietaran a muchos soldados victoriosos que regresaban a sus hogares, aunque jamás lo sabría porque los militares no revelan sus dudas.
¿Dudaba acaso Asarhadón? No lo creo. Asarhadón estaba demasiado ocupado con sus mujeres y ponderando la cuantía de sus nuevas riquezas. El rey nos había abrumado con dádivas de oro, palacios y nuevas propiedades porque, aunque demostraba predilección hacia mí, había acabado por comprender que no debía despreciar a Asarhadón.
—¿No podrías nombrarle por lo menos rab shaqe? —le pedí—. Si consideras que yo me he ganado ese rango, también él. Es el primero de tus hijos y un guerrero valiente e ingenioso.
—Tú eres el primero de mis hijos.
—Por lo menos dale un puesto de mando digno de él. Permítele que te demuestre de qué es capaz.
—Conozco perfectamente sus posibilidades —repuso, moviendo dubitativo la cabeza—. Constantemente me propone nuevos planes para conquistar Frigia, Egipto e incluso Arabia… ¿Quieres explicarme, hijo mío, qué puede conquistarse en Arabia, aparte arena? Y, como es natural, me pide que le conceda el mando único de tales campañas, cosa que dudaría en confiar a mis más expertos soldados. Es aún un muchacho y sólo piensa en su propia gloria. Está enamorado de la guerra, olvidando que ésta es sólo un instrumento del poder, y por ello resulta peligroso tenerlo cerca del trono. No, no le confiaré una batalla a él solo, ni siquiera para complacerte. Tu hermano me causa muchos quebraderos de cabeza. Mas no temas, cuando yo haya muerto podrás recompensarle como creas oportuno.
Y, por extraño que parezca, mi hermano Asarhadón estuvo de acuerdo con este criterio.
—Debes convencerte de que seré uno de tus más grandes generales —dijo encogiéndose de hombros—. Nuestro padre ha decidido que le sucedas en el trono. ¿Por qué no? Es una decisión más acertada que si me hubiese escogido a mí. Cualquiera, salvo acaso mi madre, convendrá en ello. Pero si debo esperar siempre a tu sombra hasta que mi padre esté bien muerto y enterrado en su tumba, entonces tendrás que resignarte a vivir un reinado pendenciero porque me propongo resarcirme de los desaires que haya recibido conquistando todos los países occidentales. Erigiré monumentos a mi gloria en Tebas, Menfis y en todas las grandes ciudades del Nilo para que dentro de mil años, cuando Tiglath Assur, el soberano, haya sido olvidado, el poder del soldado Asarhadón haga aún flaquear las piernas de la gente. Me lo debes, hermano, porque yo soy postergado para que tú te veas engrandecido.
Nos habíamos detenido a pasar la noche en un poblado a unos dos días de marcha de Nínive, y Asarhadón, alegando que deseaba dormir bajo auténtico techado, había arrojado de su casa al campesino y a su familia y nos habíamos instalado en ella. Estaba tumbado en una alfombra de cañas y las gemelas le ungían los muslos, por lo que aquella noche se sentía muy satisfecho de la vida.
—Me consta que es cierto, hermano. He hablado con el rey…
—¡Oh, el rey no me preocupa! —repuso sonriente, pellizcando a una de las hermanas en un seno para que gritase. Sin embargo, en sus ojos se leía una gran tristeza—. Cuando estás con él le ensordecen de tal modo las aclamaciones que tú recibes que ni siquiera oye el nombre de Asarhadón. Tanto tú como medio ejército podríais cantarle mis alabanzas durante una semana y no se enteraría. Y ni siquiera ocurriría algo semejante, puesto que el ejército se limita a corear sus palabras y no canta otras glorias que las tuyas. No, debo esperar a que reines tú. Entonces, mientras que tú permaneces en la capital con tu consorte y tus escribas eunucos, preguntándote cuál de tus hijos proyecta envenenarte, yo lucharé por ti y mi gloria resplandecerá más que el sol.
—¿Qué puedo decirte, hermano? Únicamente te ruego que no abrigues rencor hacia mí porque si te ves perjudicado no es por mi voluntad.
Pero aquello no solucionaba las cosas. Asarhadón seguía abrumado por sus ambiciones de grandeza. ¿Y por qué no iba a soñar con alcanzarlas, puesto que ambos habíamos crecido imaginando que la finalidad de nuestro destino consistía en conquistar el mundo en nombre de nuestro rey y de su dios? Hubiese tenido que ser un leño para estar tan insensibilizado, y no lo era. Sufría y estaba amargado. ¿Y cómo no iba a odiarme si yo era la causa de sus sufrimientos?
Sin embargo, en lugar de acusarme me estrechó la mano con fuerza.
—Lo sé, hermano, lo sé.
De modo que, al parecer, estábamos conformes con el futuro que creíamos se desplegaba ante nosotros como la carretera que conducía a Nínive. ¿Por qué no iba yo a ser rey cuando mi principal rival así lo admitía? El dios, naturalmente, debería dar su consentimiento. Pero ¿acaso no me había señalado ya como objeto de su especial favor? Aparte Naquia y quizá en algún oculto rincón de mi ser, ¿quién deseaba lo contrario? Diríase que sólo tenía que liberar mi espíritu de su melancolía para verme enaltecido sobre todos los hombres.
Así pues, nuestro ejército de conquistadores viajaba hacia Nínive, habiendo restablecido el buen orden de las cosas en las tierras donde señoreaba Assur. Y en Nínive también fueron elogiadas nuestras proezas.
—Eres tú quien lo ha conseguido —me indicó Asharhamat, susurrando sus palabras en mi oído—. El rey te ama y apareces ante el pueblo lleno de gloria. Te has conducido muy bien, Tiglath Assur, a quien adoro con toda mi alma.
Pero yo apenas la escuchaba. No deseaba recordar mi gloria, el amor del rey ni cómo había llegado a poseer tales cosas. Sólo anhelaba sumergirme en el cálido aroma del cuerpo de Asharhamat hasta perder la noción del mundo que nos rodeaba. En aquellos momentos no me amaba a mí mismo: era a ella a quien deseaba más que nunca.
Mientras que Asharhamat susurraba confusas palabras, yo deslizaba mis manos por su cuerpo, las introducía por las amplias mangas de su túnica para poder alcanzar sus senos y le besaba la nuca con avidez. ¿Qué eran sus ambiciones, mis esperanzas ni el dominio del mundo comparados con las apasionadas exigencias de la carne?
¿Y acaso estaba ella menos enardecida que yo? Su aliento era cálido, jadeaba y me clavaba las uñas en los brazos. Estábamos sentados uno junto a otro en un banco de mármol del jardín, y el único sonido que llegaba a nuestros oídos era el argentino tintineo de las aguas de la fuente; estábamos solos —siempre procuraba que así fuese— y únicamente hubiese tenido que levantar su túnica para derramar la sangre de su virginidad sobre las duras piedras. Sentía mi miembro tenso, latiendo como un tambor bélico y creía ahogarme en mis deseos, mientras ella parecía fundirse en mi abrazo como si deseara desaparecer en mi cuerpo.
—¡No! —Su voz me llegó sofocada como un sollozo estrangulado—. Aquí no…, hay demasiados espías… Tenemos muchos enemigos.
—¡Al diablo tus enemigos!… ¡No me importan! ¡No puedo más!… Me temblaban las manos. Traté de soltar el broche de su túnica, pero mis dedos eran torpes. Me disponía a desgarrar la prenda…
—¡No…, aquí no, Tiglath! ¡Escúchame!
Con energía y aparente serenidad me apartó de su lado, y al ver que intentaba abrazarla de nuevo, me asió los dedos con fuerza.
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué? —Estaba tan enojado que me levanté del banco apretando los puños con fuerza. Creí odiarla… Le hubiera dicho o hecho cualquier cosa—. Si no deseas que te toque, entonces iré al templo de Ishtar…
—Bien…, ¡ve hoy mismo! ¡Encuentra una mujer que te agrade y echa tu moneda de plata en su regazo!
La miré a los ojos y descubrí en ellos nuevamente la ciega y ávida impaciencia de su amor, como si fuese a morir sin él al ver el peligro al que había escapado. En vez de llorar de miedo y vergüenza, se reía.
—Si vas esta noche, un poco antes de que anochezca, aguarda junto a la puerta. Se te acercará una mujer con la cabeza cubierta con su velo de viuda, y esa mujer seré yo.
Las restantes horas de aquel día fueron las más largas de mi vida. El prisionero que aguarda en su celda la salida del sol la mañana de su ejecución no sufre tanto como el amante cuya conciencia está inquieta, y lo que Asharhamat me proponía era una blasfemia contra la diosa.
Ishtar concede su bendición a las doncellas puras que entregan su virginidad sin apasionamientos a un desconocido, un hombre que yacerá con ellas y al que no volverán a ver. Y a esas jóvenes, la Señora que irradia belleza les concede fertilidad y un esposo de fuertes lomos, pero su templo no debe ser utilizado como una casa de citas. Los ritos de la prostitución sagrada nos estaban prohibidos a seres como Asharhamat y yo, y ambos lo sabíamos perfectamente. Me sumí en un profundo abatimiento. Me reuniría con ella, puesto que así lo quería y porque también yo me sentía demasiado culpable para resistirme, pero sabía que nos estábamos condenando.
Asharhamat, al parecer, estaba tranquila, pero las mujeres son más valientes que los hombres, que pueden enfrentarse a la muerte sin pestañear. Ella, por su parte, incluso podía arrostrar la cólera de los cielos. O quizá simplemente hubiera perfeccionado el arte de engañarse a sí misma.
Monté a caballo y salí de la ciudad siguiendo el curso del río hasta que pude volver la vista en ambas direcciones sin distinguir un ser humano. Entonces desmonté, até mi cabalgadura y me senté junto a las aguas rumorosas del Tigris confiando en sentirme libre de presentimientos y logré discernir qué deseaba realmente.
¿Esperaba que el maxxu acudiera a reunirse conmigo una vez más para que me expresara la voluntad de los dioses y que me concediese el sosiego? Creo que no. Hubiera deseado que fuese así, que sus ciegas pupilas se fijasen nuevamente en mi rostro, mas no confiaba que aquello sucediera realmente. El maxxu no aparecería, pero sus palabras me obsesionaban sumándose a mi tormento. Se había referido a Nínive como a una ciudad muerta. Me había dicho que no encontraría nada en ella: gloria, felicidad, amor ni amistad. Y sin embargo poseía todas aquellas cosas. «Sigue los dictados de tu corazón, me había aconsejado. El pecado no será tuyo». Con todo, me sentía terriblemente culpable y mi instinto tan pronto me guiaba en una dirección como en otra, amenazando con destruirme. Todos cantaban mis alabanzas, mas yo no me sentía satisfecho de mí mismo y me debatía entre sentimientos contrarios.
No, no encontraba la paz en las turbias aguas de aquella madre de ríos que se deslizaba junto a mí impertérrita. El río seguía su curso desde que fue creado por los dioses y seguiría mucho tiempo después que yo y toda la especie humana nos hubiésemos extinguido. Nos alimentaba, pero se mostraba indiferente, tan insensible a su propia generosidad como nosotros mismos.
Llevaba ya largo rato sentado junto a la orilla cuando mi caballo me rozó la espalda con el hocico como si deseara recordarme que quería volver al establo de la Casa de la Guerra. Sí, había llegado el momento. Me levanté y monté en mi cabalgadura porque no había escapatoria, volviendo el rostro hacia la ciudad a la que me habían profetizado que sobreviviría. Hasta un caballo lo sabía, con lo que demostraba ser más inteligente que yo.
El templo de Ishtar es un vasto complejo amurallado de edificaciones y jardines anexos; constituye casi una ciudad y realmente no podía ser de otro modo porque es el hogar de unas doscientas prostitutas sagradas, cuyos servidores y séquito, en su mayoría eunucos, casi duplican ese número.
Las mujeres de ese distrito no son como las vulgares prostitutas que ejercen su comercio por las tabernas y calles de todas las ciudades del mundo porque el servicio de Ishtar, diosa del amor y la fecundidad, no degrada a quien lo ejerce. Las rameras del templo son mujeres de extraordinaria belleza y encanto, dotadas asimismo en ocasiones de gran inteligencia, muy respetadas por doquier y que aparecen rodeadas de un misterioso halo de castidad, como si hubiesen protegido su pureza en las puertas del templo en lugar de haberla perdido como otras mujeres. Algunas de ellas logran amasar grandes fortunas y se retiran y en ocasiones han llegado a casarse con hombres importantes, los cuales no tienen que temer que nadie murmure de ellos a sus espaldas porque más bien son ensalzados que víctimas de chistes obscenos.
Sin embargo, la mayoría de las mujeres que acuden al templo no se proponen quedarse en él. Ejecutan el ritual y regresan a sus hogares llevándose consigo la moneda de plata que coserán en su tocado nupcial y acaso les quede un recuerdo más o menos agradable, según sea el caso, o ni siquiera eso.
El templo es lo más distinto a un burdel que pueda existir en la tierra, porque allí no se ven borrachos ni se presencian actos bochornosos; todo es agradable y ordenado y no existe ese peculiar sentido de burla con que realizan las prostitutas su trabajo. Las mujeres no tratan de fingir pasión y nadie cree que los hombres que acuden al templo sean unos necios a los que se procura despojar de su dinero y despedirlos después: las vírgenes que entran allí una sola vez son demasiado inocentes y tímidas para eso y las prostitutas sagradas son muy expertas y saben complacerse a sí mismas y a sus clientes.
Mientras se extinguían los últimos rayos del sol aguardé en la entrada del templo, ante la inmensa escalera de ladrillo cocido a franjas alternas azules y amarillas que se levantaban desde la calle. Los peldaños estaban atestados de mujeres, algunas de las cuales miraban nerviosamente en torno preguntándose si las abordarían los hombres que se acercaban y otras aguardaban simplemente aburridas. Y las había menos atractivas que llevaban esperando desde hacía más tiempo, con mirada vidriosa y desesperada como si vieran desplegarse ante ellas un futuro anodino.
Asharhamat aún no había llegado y yo me sentía observado por hombres y mujeres como si estuviera vergonzosamente borracho o fuese una especie de idiota que no acabara de decidirse. Mas mi incomodidad sin duda tenía su origen en algo muy distinto a la atención y curiosidad que pudiera despertar en aquella gente, porque me parecía no poder escapar a la mirada de los dioses.
Asharhamat no venía. Mi sombra se extendía por los peldaños de piedra caldeados por el sol en los que de vez en cuando aparecía una u otra figura sentada, y Asharhamat seguía sin llegar. Traté de pensar que así debía ser mientras que paseaba nerviosamente mi mirada arriba y abajo a todo lo largo de la gran avenida de Ishtar cada vez más convencido de que ella no vendría. Y era tan insensato que hubiera deseado verla aunque sólo fuese un instante para poder comprobar que su amor superaba a su prudencia.
Para mitigar la creciente oscuridad, las mujeres que aguardaban encendieron lamparillas de arcilla a fin de que los hombres pudieran verles el rostro. De vez en cuando se acurrucaban en torno a un brasero o se rodeaban las rodillas con los brazos y dormitaban sentadas. A mis oídos llegaban murmullos y carcajadas porque el templo era un centro muy animado, mientras el resto de la ciudad descansaba.
Me dije a mí mismo que ella no vendría. Ahora comprendía que se había propuesto castigarme de aquel modo, que en aquellos momentos debía de encontrarse en su propias habitaciones tranquilamente acompañada por sus doncellas, sonriendo secretamente mientras pensaba en mi necia espera.
O quizá no tan secretamente. Acaso se estaría riendo de mí con sus sirvientas, explicándoles cómo se había vengado del poderoso Tiglath Assur, de glorioso nombre, pero que sólo era un hombre y que, como todos, se dejaba engañar por unas dulces palabras, inexperto como un escolar, un bobalicón…
Sin embargo, también yo hubiese podido participar de aquella irrisión… Asharhamat se reiría aún más cuando supiera, y lo sabría porque parecía enterarse de todo, que Tiglath Assur el poderoso, el valiente, de nervios de acero y corazón de bronce, su glorioso amante de aquella noche al que había escogido para labrar su desgracia, no la había aguardado neciamente sino que había entrado con otra mujer, más de una, muchas, tantas como pudieran aguardar en la fría noche, aquellos pobres seres carentes de atractivos, llenando sus regazos de monedas de plata y poblando los sueños de toda su existencia.
Mas aquella idea me avergonzó casi en cuanto se formó en mi mente porque por fin había llegado Asharhamat.
Al pie de la escalera del templo se había detenido una silla de manos propia de una gran dama. Se abrió la puertecilla y por ella descendió una mujer cubierta por un rojo velo de luto. Sí, desde luego, había venido. Me sentía avergonzado de mi imaginaria traición, avergonzado de haber dudado de ella y avergonzado y satisfecho a la vez de que hubiese venido. Pero contento a pesar de todo. ¡Asharhamat, la más hermosa de las mujeres! Sentía crecer mi deseo hacia ella como un verde fuego que me consumiese.
Observé los diminutos pies que asomaban a cada paso bajo la orla de su túnica, mientras subía por la gran escalinata de piedra que conducía a la puerta del templo. Hombres y mujeres por igual se apartaban para dejarle paso, humillados y avergonzados en presencia de tan radiante belleza. Aunque nadie distinguiese su rostro, no podía dudarse de su belleza que se desprendía del menor de sus movimientos, de la delicadeza de sus enjoyadas manitas y de sus ojos grandes, negros y luminosos como la propia luna. ¡Había acudido a aquel lugar, había venido a mis brazos!
Me bastó con extender la mano y ella me rozó la palma con las puntas de los dedos. Ambos habíamos nacido para vivir aquel momento: aquella noche, aquel lugar nos pertenecían. Ni siquiera tuve que pronunciar su nombre. Se cogió de mi brazo y entramos en el templo.
Asharhamat y yo nos fundimos en un solo cuerpo en una reducida estancia. El criado, un eunuco al que entregué una moneda de oro que le alimentaría hasta que el invierno se extinguiese mortalmente bajo el sol estival, nos facilitó un brasero para resguardarnos del frío y con su propia mano cruzó la cortina de piel curtida que cubría el vano de la puerta. Tendí mi capa en el suelo, pues no necesitábamos otro colchón, y Asharhamat se soltó el velo descubriendo su rostro. Nos arrodillamos tan próximos uno de otro que nuestros cuerpos se rozaron y la cogí por los hombros al tiempo que me inclinaba a besarla en un contacto totalmente desapasionado, igual que si nos encontrásemos ante un misterio. Rozamos nuestros labios con tanta suavidad como si fuese por accidente, y luego, cuando sentí su puntiaguda lengüecita internándose en mi boca, busqué la suya con toda la avidez de aquellos meses que habíamos vivido en una impaciente espera. En aquel primer beso estaba contenido todo el deseo que sentía hacia ella. Por aquel instante hubiese dado gustosamente la vida.
Pero no morí. Jamás me había sentido tan lleno de vida como entonces y quizá nunca volvería a estarlo. En aquellos momentos nada me importaba excepto el sabor de sus labios, el cálido aroma de sus cabellos y el roce de sus manos en mis brazos. Únicamente vivían mis sentidos y mi amor.
Asharhamat soltó los cierres de su túnica, que resbaló en el suelo. El débil resplandor rojizo del brasero jugueteaba en su vientre y sus piernas, pero por encima de la cintura permanecía entre sombras. Le puse las manos en los hombros y ella las cogió entre las suyas y las fue deslizando hasta depositarlas sobre sus senos. Le besé la garganta, el suave y diminuto hoyo que tenía tras las orejas y la punta de la barbilla, sintiendo la presión de su suave e intensa respiración contra mis palmas.
—¡Entra en mí! —susurró despidiendo su aliento cálido y húmedo contra su mejilla—. ¡Entra en mí…, hiéreme! No me importa el daño que puedas causarme.
—Aún no… Todavía no.
Mi miembro se había endurecido como acero recién forjado, pero deseaba verla gozar antes de romper su himen. La obligué a tenderse debajo de mi cuerpo sobre la capa que había depositado en el suelo y rocé brevemente su pubis cubierto de vello, al tiempo que me sentía rodeado por sus muslos que intentaban abrazarme y atraerme hacia ella. La propia tensión agudizaba sus deseos y en breve me deslicé sobre su cuerpo y ella comenzó a quejarse, suavemente al principio y luego como si fuese a sollozar presa de mortal agonía. Pero no era una agonía sino su desesperado anhelo.
Finalmente arremetí con fuerza, sintiendo la resistencia de su himen que por último cedió. Asharhamat gritó una sola vez porque en aquel instante sus dolores se confundieron con un arrebato de placer, mientras entraba en ella facilitándome el camino la sangre que vertía al perder su doncellez. Pensé que mi placer sería irresistible en el momento culminante de un gran orgasmo… Y todo ello transcurrió entre el más profundo silencio.
Después yacimos juntos durante largo rato unidos en estrecho abrazo. Entré en ella de nuevo y esta ocasión incluso fue un mayor festín de los sentidos, aunque no alcanzásemos el mismo sobrenatural embeleso que acaso sólo se logra una vez en la vida. Lo ignoro… Había pasado poco tiempo con Asharhamat y jamás había conocido semejante dicha en brazos de otra mujer.
—No podemos volver a este lugar —dije por fin cuando me pareció oportuno romper el silencio de nuestra perfecta armonía—. No debemos regresar jamás aquí. Buscaré otro sitio, lo encontraré.
Me silenció con sus besos. No necesitaba oír lo que después de todo sólo eran palabras. Sabía que desde entonces ya no podría resistir la separación, que ella había sido vencedora y que la amaría siempre, aunque me costase la vida. Sí, lo sabía perfectamente.
—Encontraré una casa, un lugar tranquilo donde…
—Ya tienes una casa —murmuró como una madre que tranquilizase a su hijo por la noche— o, por lo menos, un esclavo que la posee.
—Sí, pero el riesgo… no sólo para nosotros, sino para él…
—¿Kefalos? ¡Qué me importa Kefalos! Igual peligro corremos nosotros y él es un esclavo.
No le dije lo que sentía en mi corazón: que Kefalos era mi amigo más que mi esclavo, que sería muy cobarde por mi parte comprometerle en mi propia ruina y que ella era implacable. No le dije tales cosas. Guardé silencio porque sabía que el amor que sentía hacia mí era lo que la impulsaba a obrar de aquel modo y me constaba que yo haría lo que fuese, que no me importaría ningún vínculo existente en la tierra, ningún lazo de honor ni de amistad mientras pudiese disfrutar el contacto del suave cuerpo de Asharhamat. Sí, sabía exactamente lo que debía hacer.
Durante varios días no pude disponer de mi tiempo. Desde que regresamos del sur el rey se mostraba infatigable derrochando nuevas energías como si la conquista de Babilonia le hubiese apartado de un estado de trance, y a la sazón yo era de hecho, aunque no oficialmente, uno de los miembros de su séquito personal y debía seguirle constantemente en sus visitas tanto de placer como oficiales. Por tanto me hallaba siempre presente en las reuniones del consejo y en los banquetes y me encontraba detrás de él cuando, como primer sacerdote de Assur, oraba ante el dios. Le escuchaba mientras narraba sus historias y celebraba con risas las bromas que solía gastar. Y cuando salía de caza, entonces cazaba casi cada día como si no pudiese soportar haber abandonado totalmente los placeres de la guerra, yo estaba a su lado. Conducía su carro si perseguíamos a los leones de su reserva privada y juntos recorríamos las grandes llanuras que rodeaban Nínive para perseguir a los rebaños de asnos salvajes. Cuando sus batidores y sus jaurías de perros conducían los ciervos hasta las trampas para que pudiera darles muerte a placer con una larga lanza mientras sus cornamentas se enredaban en las redes y sus ojos se desorbitaban de terror, yo le llevaba las armas y le enjugaba la sangre del rostro y las manos. Era su hijo favorito y, por tanto, estaba obligado a realizar aquellas tareas. Y aunque acabé por comprender que después de todo sólo era un hombre y no el ídolo fulgurante que le consideraba el pueblo, llegué a amar al señor Sennaquerib, de cuya simiente procedía y que me había acogido en su corazón.
El soberano de las Cuatro Partes del Mundo ya era viejo. Sufría muchos achaques, se le iba debilitando la mente y sentía mil aprensiones. Y pese a que seguía aferrándose a todos los símbolos de sus tiempos de gloriosa y triunfal juventud, a sus diversiones y cacerías y al esplendor de su poder, sospecho que no permanecía ciego a los cambios que se producían en él. Éramos pocos aquellos en quienes confiaba, pero cada vez se apoyaba más en nosotros. El turtanu Sinahiusur, su hermano y quizá único amigo, la señora Naquia, y su hija, la señora Shaditu.
Shaditu y yo nos veíamos con frecuencia aquellos días. Si yo me sentaba a la izquierda del rey, ella se encontraba a su diestra. Cuando el monarca regresaba de su casi diaria sesión de cacería, ella nos aguardaba en la puerta de palacio con una jofaina de agua para que se lavase el polvo del rostro. En más de una ocasión, cuando nos sentábamos uno frente a otro en algún banquete, ella deslizaba su pie descalzo bajo el borde de mi túnica y me acariciaba, sonriéndome constantemente como la prostituta más lasciva de cualquier taberna.
Y, desde luego, estaba la señora Naquia, que compartía su lecho todas las noches, porque si el rey se acostaba con otras mujeres era simplemente por cubrir las apariencias. Sennaquerib había engendrado muchos hijos, pero en el invierno de su vida sólo sentía pasión por ella y parecía necesitarla tanto como se precisa del aire para respirar. La señora Naquia era silenciosa y apenas se dejaba ver, pero todos sabíamos que su palabra tenía fuerza de ley en el palacio real. Yo me esforzaba todo lo posible por olvidar incluso su existencia, mas en aquellos tiempos ella formaba parte de la atmósfera que, como olor letal, impregnaba el ambiente.
Y así, abrumado por mi existencia cortesana, con la obligación de asistir a actos públicos y la constante presión de sombrías intrigas y continuas e implícitas rivalidades en aquel ámbito de sutiles amenazas en que se había convertido el círculo más allegado al monarca, encontraba múltiples pretextos para demorar mi visita a la casa de Kefalos, junto a la puerta de Adad. Y las aprovechaba cumplidamente porque no me agradaba semejante perspectiva.
Pero por fin me vi obligado a enfrentarme a la situación.
No avisé previamente a mi esclavo de que deseaba verle porque temía que sospechase mis intenciones. Kefalos sin duda estaría enterado de lo que era de dominio común en toda la ciudad. Muchos debían haber reconocido el rostro de aquel que se había reunido con una gran dama en la escalera del templo de Ishtar y no pensaba darle ocasión de que elaborase algún pretexto para negarse a mis pretensiones. Era simple cobardía por mi parte, puesto que a él le bastaría con alegar la necesidad de atenerse a la más elemental prudencia, pero aunque cogiese a mi esclavo por sorpresa sería bastante ágil para defender sus propios intereses y no confiaba estar en mi derecho a obrar de tal modo en aquella ocasión.
De modo que una mañana me presenté ante su puerta, a temprana hora para no encontrarle demasiado ocupado en sus negocios.
Acudió a recibirme Ernos, que ya no era un niño, entre profundas reverencias y taciturna expresión, como si temiera que mi llegada no presagiase nada bueno, y, cuando le comuniqué que deseaba ver a su amo cuanto antes, me condujo al piso superior, donde tras una puerta cubierta por una cortina encontré a Kefalos cómodamente sumergido en una enorme bañera de bronce, de tales dimensiones que hubiera podido servir como sarcófago real, cubierto hasta la barba en agua caliente e intensamente perfumada. Filina, desnuda como cuando vino al mundo, estaba arrodillada en el suelo detrás de él, frotándole la gruesa espalda con un paño. Ambos me miraron sorprendidos y enojados, como si los hubiese descubierto haciendo algo que habrían preferido mantener secreto.
—No intentes levantarte, respetable médico, pues podrías caerte y romperte la cabeza. ¿Ves cuan prudente soy? Ni siquiera te he preguntado qué estás haciendo en ese objeto… A propósito, ¿qué es?
—Me sorprende la ignorancia de mi joven amo —anunció pomposamente cogiendo un paño de manos de Filina, que escurrió seguidamente sobre su cabeza—. ¿No fue el ejército del propio rey tu padre quien trajo este artefacto entre los despojos de Babilonia? Es un refinamiento sumamente civilizado, como podía esperarse de los babilonios; así se lava el cuerpo de modo más efectivo y agradable que en una casa de baños de vapor, evitándose al mismo tiempo la enojosa presencia de la chusma que frecuenta esos lugares públicos.
Y para demostrarme cuanto decía sacó el pie del agua y Filina se lo frotó vigorosamente como si estuviera puliendo una marmita de cobre y, al hacerlo así, sus grandes senos se bambolearon como odres de agua en la cubierta de un barco.
—Sí —repuse en acadio—. A Asarhadón también le parece divertido bañarse con sus mujeres. Me sorprende que no la hayas metido ahí contigo, Kefalos. ¿No te parecería más conveniente?
—El señor Tiglath Assur tiene una lengua viperina a tan tempranas horas. ¿Acaso cree que su sirviente le ha dado motivos de enojo?
Me estuvo observando unos momentos entornando los párpados como si examinase a un paciente que debía ser tratado con ungüentos o baños de mostaza caliente, hasta que por fin se aclaró su expresión.
—No —dijo por último—, veo que no estás enojado con Kefalos, sino contigo mismo. Filina, dame una toalla para secarme y prepara algún alimento al príncipe. ¡Vamos: déjanos solos!
Cuando la cortina volvió a cerrarse a espaldas de la mujer, Kefalos, que ya se había envuelto en una sábana de lino de las proporciones de una vela, aguardó unos instantes ladeando la cabeza como si estuviese escuchando algo y luego anduvo sigilosamente hasta la puerta y espió furtivamente por ella. En el suelo quedaron las huellas de sus pies mojados. Me quedé mirándole sorprendido y desconcertado, sin apenas comprender qué estaba haciendo.
—Se ha ido y no se ve a nadie —indicó sonriente. A continuación se ajustó el paño que le cubría, que se había quedado empapado y se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel que estuviese a punto de cambiar, y levantó las manos en un ademán de cínica resignación—. Aquel que basa su confianza en sus servidores domésticos es un necio, señor.
—¿Entonces no debo fiarme de ti, Kefalos?
Bajó lentamente las manos y su rostro pareció deshacerse como si fuese de cera, frunció las comisuras de los labios y se le arrugó la frente, que reflejó un profundo pesar.
—¡Oh, no digas semejantes cosas, señor! —respondió, dejándose caer en el borde de la gran bañera—. ¡Por favor, dime en seguida que no vienes a hablarme de la señora Asharhamat, porque aunque todos murmuran que algún día reinarás, aún no te encuentras en la Casa de Sucesión, y llevarte al lecho a esa mujer es como coquetear con el hacha del verdugo!
No me molesté en sorprenderme de que hubiese podido intuir cuáles eran mis deseos. No era necesario interrogarle, porque cuando me reuní con la dama velada en el templo de Ishtar había anunciado públicamente mis intenciones. Y aunque me sentía al borde de la ruina y el desastre, igual que un campesino que contemplase impotente cómo una inundación estival le arrebataba su cosecha de cebada, me encogí simplemente de hombros cual si se tratase de un asunto totalmente indiferente, aunque sin duda no lograba engañar a nadie.
—Es viuda, Kefalos, y hasta que vuelva a verse obligada a contraer matrimonio puede obrar como mejor le parezca. Además, el turtanu Sinahiusur me insinuó que si obraba discretamente…
—Por mucha que sea tu discreción, si el señor Asarhadón es coronado rey y descubre que te has estado acostando con su novia, ordenará que te corten la cabeza.
—A Asarhadón no le importa ninguna mujer… En este aspecto no se mostrará remilgado. Además, mi hermano me quiere.
—¡Sí, mi insensato amo, pero no a mí! —Kefalos se puso en pie de repente, con tal violencia que el agua de la bañera estuvo a punto de derramarse, y pateó repetidamente en el suelo presa de desesperación, fijando en mí una mirada implorante.
—Señor, no imagines que puedes fiar hasta tal extremo en la naturaleza clemente de tu hermano… Si descubre que has estado utilizando mi casa como… ¡Oh, por los sagrados dioses de occidente, no me atrevo siquiera a imaginarlo!
—¿Significa eso que en esta ocasión no puedo contar contigo, Kefalos?
—No, señor. Puesto que según parece no lograré disuadirte de semejante locura, no significa nada de eso.
Mi esclavo, el inteligente y próspero doctor Kefalos, me miraba con una expresión que en otra persona se hubiera interpretado como atribulada, como si estuviera contemplando a un hijo que hubiese defraudado las más caras esperanzas de su padre, pero yo sabía muy bien que tal concentración significaba que estaba reflexionando.
—Todos te vieron en la escalera del templo, señor. Fue una imprudencia encontrarte allí con esa dama.
—Pero quizá nadie sea bastante inteligente para sospechar cuál es su nombre.
—Todos han sido capaces de adivinarlo. —Lanzó una breve risita como si hasta entonces no se le hubiese ocurrido algo tan jocoso—. Tal es el precio que debes pagar por tu gloria: que los hombres conozcan tu rostro y se interesen por tus asuntos. Si la señora Asharhamat sale del palacio de tu padre, se debe únicamente al amor que profesa el poderoso príncipe Tiglath Assur, temido hasta los últimos confines de la tierra.
—No te burles de mí, Kefalos: no es prudente tomar a broma este asunto.
—No me burlo de ti, señor…, aunque creo que te has comportado muy neciamente y que merecerías que lo hiciera. Me limito a poner de manifiesto lo que es evidente para todos excepto para ti.
Me puso la mano en el hombro y me observó con grave expresión, demostrándome que no bromeaba. Por fin sonrió.
—Ven, mi joven e insensato amo. Permíteme que me vista para que ambos podamos conservar nuestra dignidad y luego beberemos un poco de vino que entone nuestros cuerpos y estudiaremos el mejor sistema para que puedas disfrutar con seguridad de los abrazos de la señora Asharhamat.