XI

Durante quince meses los ejércitos de Sennaquerib mantuvieron sellada la ciudad de Babilonia como si fuese una jarra de vino en agraz. Fijamos nuestro campamento en las llanuras que rodeaban sus interminables murallas, excavamos canales para convertir en un simple reguero enfangado el poderoso Eufrates, que atravesaba la ciudad, les arrebatamos sus cosechas y dimos muerte a su ganado. Babilonia se jactaba de que hasta los perros eran libres en ella, pero llegó a sentirse tan asfixiada que no podía respirar.

Los babilonios se vieron obligados a comerse a sus perros y a alimentarse incluso con las hierbas que crecían entre los adoquines. Y mientras la ciudad moría, nosotros aguardábamos como buitres manteniendo nuestro estrecho cerco.

Durante aquellos quince meses Asarhadón y yo no abandonamos ni un instante el campamento. El rey regresó a Nínive a pasar el invierno… Era poco lo que podía hacerse para canalizar el valor de los soldados rasos, salvo algún que otro accidental y rápido ataque contra las ciudades que pudieran sublevarse en apoyo de Babilonia. Pero en su mayoría, durante todos aquellos meses, los caldeos permanecieron en sus pantanos, los elamitas en sus montañas y los notables de Sumer se mantuvieron resguardados en sus hogares a la expectativa de una posible caída de la reina de las ciudades. Todos aguardábamos: el ejército y el mundo entero. Y Asarhadón y yo seguíamos en el sur.

Sin embargo no estábamos ociosos. El asedio de una gran ciudad es una empresa que requiere extraordinaria paciencia, pues los sitiadores no deben limitarse a esperar dentro de sus tiendas. Los soldados de Assur, expertos en ese tipo de estrategia, nos despojamos de nuestras túnicas y cubiertos con simples taparrabos cavamos la tierra penosamente.

Babilonia es una ciudad aún mayor que Nínive. Un hombre necesitaría dar muchos pasos para poder rodear su contorno entre mediodía y la puesta de sol, y sus murallas, que se levantan sobre las llanuras como la ladera de una montaña, se rodean de un foso tan amplio como un río. El foso no nos preocupaba: bastaba con desviar sus aguas. Excavamos un canal para desecarlo, pero llegamos a odiar sus murallas. Me consta, puesto que me he apostado sobre los muros de Babilonia, que los viajeros no mienten cuando dicen que en su parte superior podrían correr dos carros uno junto a otro. Y en cuanto a sus puertas eran otras tantas trampas para los incautos, en las que podían acorralar a los soldados enemigos por el simple procedimiento de accionar un puente levadizo y exterminarlos con los arqueros que sobre él estaban apostados.

Pero una pared no es más que una hilera de adobes sobre otros, ni más firme que el terreno sobre el que se asienta. Cavamos túneles subterráneos desde un punto bastante apartado para mantenernos lejos del alcance de las flechas babilonias y lo socavamos de modo que en cualquier momento pudiésemos desplomar una importante sección, aunque aquélla fue labor de muchos meses.

No obstante, mucho antes de que derribásemos sus murallas, Babilonia había comenzado a extinguirse. A fines del invierno, pese a establecer el más riguroso racionamiento, no pudieron evitar los rigores del hambre. El Eufrates arrastraba a los cadáveres y nos bastaba con acercarnos a sus orillas, junto a la ciudad, y contar los cuerpos que arrastraba para saber cuántos babilonios habían muerto de hambre cada día. Y cuando desviamos el curso del gran río, de modo que sólo fluía bajo sus muros un reguero nauseabundo, se declaró la peste en la ciudad y las víctimas del hambre y las enfermedades superaron el número de aquellos que sucumbieron en el asalto definitivo.

Y todo ello se debió a la cobardía y soberbia de un hombre. Porque el soberano Sennaquerib hubiera aceptado la rendición de la ciudad, pero su rey Mushezib Marduk, que debía el trono a los elamitas, sabía que todo el peso de la ira del monarca caería sobre él y, por consiguiente, resistió cuanto le fue posible sin considerar los sufrimientos que imponía a sus súbditos, procurando que sus tropas no careciesen de vino y cerveza mientras aguardaba en vano que los hombres de Assur se retirasen. Al final no logró salvarse a sí mismo, a sus soldados ni a su pueblo, ni siquiera los muros de sus casas. Todos perecieron bajo los ojos de los dioses.

Esperando que llegase el día en que todo concluiría, los ejércitos de Assur trabajábamos pacientemente como hormigas. Durante quince meses mantuvimos una mortal espera.

Aquella época fue durísima para Asarhadón porque la monotonía del asedio pesaba sobre él como una losa. Mi hermano se había adaptado a la existencia militar, pero había nacido para la acción y aquella inactividad le irritaba profundamente. Lentamente, tan lentamente que sólo quien le hubiese conocido en su infancia lo hubiera advertido, perdió la confianza en sí mismo. Como se veía obligado a permanecer sentado y a meditar, al final ya no sabía qué pensar. Se reconcomía y su mente, siempre obsesionada por presagios y por las poderosas fuerzas invisibles, se veía acosada por sombríos pensamientos.

—Marduk es un dios poderoso —murmuraba por lo general tan sólo cuando estaba bebido, aunque en aquellas fechas bebía con frecuencia—. Se vengará de nosotros si destruimos su ciudad.

—Acaso la haya abandonado, porque todo sucede según la voluntad divina.

—No… Babilonia es un lugar sagrado. Fíjate en lo que te digo: cualquier día dejará caer su cólera sobre nosotros.

—Cumplimos la voluntad de Assur. Somos su pueblo, no tenemos nada que temer de Marduk, que sólo es venerado en Babilonia.

Frunció las espesas cejas y fijó en mí una torva mirada como si le hubiese insultado.

—Marduk es rey de dioses…, todos lo dicen.

—Sólo aquí, hermano.

—Son bien conocidas las historias sobre el poder y la grandeza de Marduk. ¿Acaso no las oíste en tu infancia? ¡Ah, naturalmente, había olvidado que tu madre es jonia!

La suya, naturalmente, era Naquia, una mujer del sur que el rey compró a su dueño en Borsippa, pero que sólo los dioses sabían dónde había nacido. ¿De qué disparates habría llenado la cabeza a su hijo? Posiblemente ni siquiera él lo sabía.

Pasaba días enteros en su tienda, hablando únicamente con sus concubinas egipcias, las cuales, aprovechándose de su debilidad, lograron convencerle de que podían convocar a los muertos, dispersar a los malos espíritus, descifrar el futuro de un hombre en sus excrementos y otras muchas insensateces. Asarhadón les demostraba tanto respeto que casi nunca les pegaba y no permitía que sus amigos yacieran con ellas. Yo había sentido en muchas ocasiones el deseo de rebanarles el pescuezo porque producían grandes perjuicios a mi hermano confundiéndole de tal modo.

Pero como creía que la melancolía supersticiosa de Asarhadón se debía más que nada a la falta de ejercicio, cuando le cogía aquel arrebato me presentaba en la tienda del rey Sennaquerib y conseguía que fuese enviado en una expedición de castigo contra alguna ciudad que había olvidado el peso de la mano de Assur, de donde regresaba cuatro o cinco días después con un saco atestado de cabezas ensangrentadas, acompañado de asnos cargados de tesoros y con los bueyes necesarios para alimentar al ejército durante un mes, entre risas y bromas y narrando anécdotas sobre sus proezas, a las que nadie daba crédito. Sin embargo, poco después volvía a caer en aquel profundo abatimiento…, al menos durante algún tiempo.

Mis pensamientos no eran menos sombríos. No me acuciaban los temores, mas la espera me atacaba los nervios. Sobre los muros de Babilonia únicamente se distinguía la cumbre del gran zigurat, que por las noches, mientras los sacerdotes realizaban sacrificios al divino patrón de la ciudad, estaba constantemente iluminado de antorchas. La gente moría de hambre, tanto los prisioneros de Mushezib Marduk como los nuestros, y habían asumido la piedad desesperada de aquellos que sólo hallan la salvación en el poder de su gran dios.

Kefalos me escribía desde Nínive y en sus cartas, redactadas en un lenguaje que pocos podían interpretar en las tierras existentes entre los ríos, se atrevía a hablarme del desconcierto que reinaba en la ciudad. La opinión general estaba dividida y eran muchos los que coincidían con Asarhadón en que debía respetarse la ciudad amparándose en diversos razonamientos. Por una parte temían la venganza de Marduk y, por otra, sentían una vinculación sentimental hacia Babilonia como madre de su cultura y conocimientos. Algunos llegaban a decir que Sennaquerib había perdido el juicio por el dolor que sentía ante la muerte de su primogénito y que estaba desperdiciando inútilmente sangre y tesoros en su ciega e insensata ira. Es una señal peligrosa que se lleguen a decir tales cosas del rey de Assur. Kefalos, que no era ningún necio, escribía sus cartas en pergaminos que depositaba cuidadosamente plegados en el fondo de las cajas de medicinas y suministros que me enviaba y que yo siempre destruía en el fuego.

También me hablaba de mi madre, que le había pedido que visitase regularmente y de quien me transmitía breves mensajes. Pero jamás mencionaba a Asharhamat.

¡Asharhamat! ¡Cuan grabado está su nombre en mi cerebro! La veía en sueños y, aunque a veces estaba semienloquecido por el deseo, me mantenía fiel al juramento que le había hecho y no buscaba placer en otras mujeres.

Pensaba que quizá llegaría a convertirme en marsarru. No sentía ningún deseo de suceder a mi padre en el trono, pero si fuese su heredero podría casarme con ella. Si yo no lo era, nombrarían a Asarhadón, a quien ella no le importaba y que la trataría como a las rameras de las tabernas, simplemente porque no podía imaginar otro modo de tratar a una mujer. Asarhadón cumpliría con su deber y engendraría hijos en ella y yo llegaría a odiarle. Y no deseaba que ocurriese semejante cosa… Tan sólo anhelaba que Asharhamat fuese mi esposa y vivir en paz con ella. Aquellas ideas ocupaban mis pensamientos mientras que un ejército de ochenta mil hombres aguardaba a que se desmoronasen los muros de Babilonia.

Y cuando no pensaba en reinar, ni en Asharhamat ni en su hermoso cuerpo, practicaba las artes del aprovisionamiento, porque mi padre, en su inmensa sabiduría, había decidido pagar a los campesinos de los contornos el grano y el ganado que necesitábamos para nuestra subsistencia en lugar de arrebatárselo.

—¿Por qué hemos de indisponer contra nosotros a todo el país de Sumer? —razonaba—. Los campesinos han perdido la mayor parte de su mercado desde que hemos sometido a Babilonia a nuestro cerco condenándola a morir de hambre. Un ejército consume menos que toda una ciudad, y el oro con que pagamos nuestro pan se encuentra en los tesoros de Mushezib Marduk… tan seguro como si ya fuese mío. La ciudad pagará, nosotros comeremos y la gente sencilla que trabaja la tierra nos bendecirá.

Era una excelente política. Y para cuidar de que todo aquello se llevase a cabo honestamente, el rey ordenó a su hijo Tiglath Assur que negociase con los jefes de las aldeas los precios de la cebada, la cerveza, el pan, el queso, la miel, la manteca, los huevos…, una lista interminable de artículos de primera necesidad. No me complacía en absoluto aquel encargo porque los hombres de Assur desprecian a los mercaderes. Por añadidura, semejante tarea no era considerada por mí ni por otros muchos apropiada para un oficial de mi posición y categoría, y cuando nos reuníamos en el comedor era objeto de burlas.

—El rey ha obrado muy acertadamente al escogerlo —decía Arad Malik, mi hermano real que se había convertido en un hombre y acababa de regresar de una misión que le habían confiado en el Líbano—. Los jonios están muy bien dotados para el comercio…, es bien sabido que sólo piensan en el dinero.

—No le hagas caso —respondía Sinqui Adad, un rab kisir de mi misma edad que se sentaba junto a él y no parecía disfrutar de su compañía—. Cuando ha bebido demasiado dice tonterías.

—Gracias, amigo mío, ya lo sé —repuse con una sonrisa, deseando que concluyese aquella incómoda escena.

Pero Arad Malik movió negativamente la cabeza y se echó a reír.

—No —prosiguió, rechazando cualquier objeción con un leve ademán—. No, ya os digo que el rey ha escogido bien. Tiglath podría sentarse en cuclillas como sus antepasados sosteniendo una bolsa de siclos de cobre entre las rodillas mientras regatea el precio de un producto.

—¿Como tu madre regateaba el precio de su trasero?

En esta ocasión había intervenido Asarhadón, que no perdía ocasión de atizar una antigua pendencia.

—¿Acaso no es cierto que el rey de Hamath la encontró en la puerta de una taberna buscando comercio para su madriguera? Aunque no creo que haya otra parte de su cuerpo que pueda cautivar a un hombre, pues sus pechos son verdes y le cuelgan hasta la cintura. ¡Vaya familia! Por lo menos el abuelo de Tiglath sólo vendía sandalias.

Jamás he visto reaccionar a nadie con tanta rapidez como a Arad Malik en aquella ocasión en que se levantó neciamente empuñando su daga…, y creo que si Sinqui Adad y otros compañeros no le hubiesen obligado a sentarse, habría saltado por encima de la mesa para alcanzar a Asarhadón. Como es lógico, éste, que aguardaba a que llegase aquel momento para atravesarle el vientre con su espada, se sintió muy defraudado.

Y los tres fuimos despedidos del comedor para zanjar privadamente nuestros problemas personales, mientras que nuestros compañeros acababan de cenar tranquilamente. Pero por entonces Arad Malik, que ya había reflexionado detenidamente, declinó mi formal invitación de enfrentarnos en mortal combate y se retiró a su tienda mascullando imprecaciones.

—No tenías que pedirle permiso: debías haber desenfundado tu arma y matarlo —me reprochó Asarhadón cuando regresábamos a su tienda, donde por lo menos disponíamos de pan y vino—. Y nadie te hubiese censurado por ello… Es bien sabido que Arad Malik merece cumplidamente que le corten la cabeza y los duelos comportan muchos riesgos.

—Tal vez deberíamos enviarle a Lea para que le hiciese compañía… Ella nos haría el favor de comérselo vivo.

—¡Ja, ja, ja! Sí, desde luego, sí que lo haría —exclamó Asarhadón, dándome una palmada en la espalda capaz de romperme una costilla—. ¡Por los sesenta grandes dioses, le dejaría más arrugado que una momia egipcia! ¡Ja, ja, ja! Sin embargo creo que cuando seas rey deberías ordenar que cortasen el cuello a ese perro desvergonzado. Un hombre prudente debe tomar precauciones.

—Tal vez cuando sea rey te regalaré a su madre para tu colección y Arad Malik nos hará el favor de morirse de bochorno.

Y Asarhadón volvió a corear con sonoras carcajadas mis comentarios.

Pese a todo yo seguía en cuclillas con la bolsa de siclos de cobre entre las piernas. Más no me quejaba de ello porque comprendía lo que para los demás aún no resultaba evidente: que el señor Sennaquerib había decidido que yo le sucediese en el trono, y me estaba preparando para cuando llegase aquel momento. Un rey debe saberlo todo sobre los procedimientos de la guerra, no simplemente acerca de la conducción de los hombres sino incluso el precio de la cebada y el peso idóneo de las mantas que los caballos necesitan en invierno.

De modo que salía regularmente con unos cuantos carros y acompañado de una escolta de doce hombres y me dirigía hacia cualquier pueblecito anónimo para negociar en nombre del soberano con aldeanos que probablemente jamás habían oído hablar de Sennaquerib, señor de Assur. En uno de esos viajes volví a coincidir con aquel que parecía conocerme mejor que yo mismo.

Cabalgábamos por la vasta pradera monótona y uniforme en la que las inundaciones del Eufrates habían difundido durante siglos su riqueza, y seguíamos la trayectoria del gran río. A unos dos beru de distancia aparecía un palmeral: lo distinguí claramente, aunque sin duda no lo alcanzaríamos antes de una hora, como suele suceder en los países del sur. De todos modos constituía un punto de referencia, que imaginaba haber escogido yo mismo, aunque no estaba muy seguro.

El hombre se hallaba sentado en el tronco de un árbol que debía de haber sido arrancado durante la última inundación. Se cubría con la túnica amarilla propia de los sacerdotes, descolorida y casi harapienta, y levantaba hacia el sol su huesudo y ascético rostro en el que lucía una inexpresiva sonrisa, aunque sin duda no debía de haber visto nada que le complaciera… En realidad sus ciegos ojos nada podían distinguir.

Hice señas a mis hombres para que se mantuvieran a cierta distancia y me adelanté hacia él, deteniéndome delante suyo sin decir palabra.

—El dios sigue alumbrándote con su luz sagrada, príncipe —prorrumpió finalmente—. Has llegado muy lejos.

—No más lejos que tú, maxxu —repuse con una sonrisa y un encogimiento de hombros, no sabiendo a ciencia cierta si podía verme y si llegaría a advertirlo y sin sorprenderme en absoluto de que me hubiese reconocido.

—Sí, más lejos que yo, puesto que yo permanezco siempre en el mismo sitio mientras que el mundo se mueve. Y ahora te dispones a humillar la gran ciudad de Marduk.

—¿Acaso obro mal, santo padre?

—¿Tú? ¡Tú no haces nada, Tiglath Assur!

—¿Se trata entonces de mi sedu?

Aunque no pretendía burlarme de él, sin duda percibió algún matiz de incredulidad en mi voz porque fijó en mí sus ciegas pupilas y su rostro revistió una expresión desdeñosa y compasiva.

—Sigues vivo y muchos han muerto. ¿Imaginas que hubieses podido sobrevivir valiéndote únicamente de tus propios medios? Mas no, no es tu sedu quien abatirá a la poderosa Babilonia, sino la voluntad divina.

Me incliné hacia él y mi caballo se removió nervioso. De pronto me sentía lleno de temor.

—¿Y es voluntad divina que yo reine, maxxu? ¿Me veré así bendecido?

El hombre negó con la cabeza.

—Son distintas preguntas, príncipe, y ya he respondido a ambas. —Alzó de nuevo su mirada al sol, blanco y cegador a aquella hora de la mañana, y la sonrisa volvió a sus labios—. Ahora vete, príncipe. Tienes quehaceres mundanos que realizar…, y debes cumplir la voluntad de los dioses.

—¿Volveremos a vernos?

—Puedes irte, príncipe.

Cuando regresé junto a mis hombres, mi ekalli Lushakin me miró sorprendido.

—¿Acaso conoces a ese anciano, rab abru?

—No lo sé exactamente.

Momentos después, cuando me volví a contemplar el palmeral, el maxxu había desaparecido.

Casi había concluido el mes de Tisri y las noches ya refrescaban cuando una vez más el rey acudió desde Nínive para reunirse con su ejército, y todos comprendimos que aquello significaba que en breve comenzaría el asalto definitivo contra Babilonia.

—Ellos se lo han buscado —nos dijo—. Han demostrado claramente que no habrá paz en Sumer mientras esta ciudad se aferre a sus sueños de grandeza, por lo que debemos despertarla de una vez. Saquearemos la ciudad, llevaremos la sangre y el fuego a sus lugares sagrados, destruiremos sus templos y someteremos a sus dioses a esclavitud. Y habrá tal matanza que los hombres la describirán horrorizados hasta el fin del mundo. Cuando salgamos de este lugar, no se levantará ni una casa de entre sus escombros. Desviaremos el curso del gran río para que incluso anegue sus cimientos y Babilonia quedará borrada de las mentes humanas.

Se encontraba sentado en su tienda, rodeado por todos nosotros ante un mapa de la ciudad que se extendía ante él dibujado con carbón en una piel de oveja.

—Hemos saboteado sus murallas en tres puntos… Éste, éste y éste. Por ellos entrarán nuestros soldados para iniciar el asalto.

—Hay otro muro interior, augusto señor, que no ha sido quebrantado y que sin duda estará defendido.

Sennaquerib observó a su hijo Asarhadón con expresión sorprendida y airada.

—¿Qué quieres decir con eso? Los defensores de la ciudad están tan debilitados por el hambre que apenas podrán sostener sus espadas. Lo que estamos planeando en estos momentos, príncipe real, no es una batalla sino una masacre.

—No obstante, para obrar con prudencia, deberemos enviar nuestras fuerzas por el lecho del río en este y este lugar. —Y señaló los puntos a que se refería, situados en el norte y en el sur, por donde el Eufrates entraba y salía bajo las murallas—. En estos momentos el cauce está casi seco.

—Sin duda también estarán defendidos.

Los hombres que rodeaban la mesa dieron muestras de aprobación, mientras el rey paseaba su mirada uno tras otro. Eran oficiales que habían servido toda su vida bajo su poderosa sombra y sabían lo que se esperaba de ellos.

—Sí, pero no tendrán una muralla que defender, sino el cauce seco de un río…, un banco fangoso de unos ocho o diez codos de altura y, como tú dices, augusto señor, estarán debilitados.

—¿Y qué harías en el caso de que sobrevivieras?

—Sembrar el terror.

Bastaba con observar los ojos de Asarhadón para comprender el significado de sus palabras. Y desde luego estaba en lo cierto… Semejante diversificación era precisamente lo que requería aquel ataque.

—¿Y tú qué opinas de esto, Tiglath Assur?

Señalé con un dedo un cuadrado negro que aparecía en el mapa que mostraba la localización del gran zigurat.

—Si tuviésemos suerte, gran rey, podríamos llegar hasta el complejo del templo y adueñarnos de él, por lo menos durante algún tiempo. Con ello atraeríamos a muchos soldados del muro interior que acudirían a defender sus santos lugares.

—En otras palabras, ¿estás de acuerdo con este absurdo?

—Creo que mi real hermano se ha expresado acertadamente. Sí.

—Así sea. —El rey se levantó y todos le imitamos inmediatamente, retrocediendo un paso—. Entonces tú dirigirás un contingente del ataque de diversificación y Asarhadón el otro. Os deseo que disfrutéis con ello.

Una hora después encontré a Asarhadón sentado en el suelo ante su tienda bebiendo una jarra de cerveza con aspecto taciturno. Al verme frunció el ceño como si mi presencia despertase en él dolorosos recuerdos.

—Ni siquiera me hubiese escuchado si tú no hubieras dado tu aprobación. Me trata como si fuese idiota. Soy buen soldado, pero nunca me escuchará.

Me senté junto a él, cogí la jarra de sus manos, bebí un trago y se la devolví.

—El rey accedió y nos otorgó el mando. Si hubiese creído que no tenías razón, no hubiese aceptado.

—Únicamente cedió porque tú estuviste de acuerdo conmigo. Tú eres su preferido, su hijo más querido, mientras que yo…

—Jamás has combatido con él en una gran batalla. Todo será distinto cuando hayamos tomado Babilonia.

—Cuando haya caído Babilonia tal vez yo estaré muerto.

—Entonces ya no te importará.

Frunció el entrecejo un momento y luego se echó a reír al comprender la broma. Sin embargo resultaban evidentes sus sufrimientos, pues únicamente deseaba demostrar que en su pecho latía el corazón de un soldado.

—Tenemos tres días para organizar nuestros planes —recordó cuando habíamos bebido varias veces de su jarra—. ¿Cuántas tropas crees que nos dará?

—Lo mejor sería cien hombres a cada uno, a menos que busque su propio desastre; mayor número entorpecería la marcha.

—Entonces tendrás el placer de pedirle una compañía para cada uno, espadachines protegidos con buenas armaduras. No necesitamos arqueros: será estrictamente una lucha cuerpo a cuerpo.

—Y entraremos en la ciudad una hora antes de amanecer.

—Sí…, será lo mejor.

Y luego, aunque hacía frío, Asarhadón y yo fuimos a nadar a uno de los canales y jugamos como niños en las turbias aguas, olvidándonos de la guerra.

Tres días después, una hora antes de que el sol de Assur asomase tras las montañas del este, me encontraba agazapado entre las cañas rotas, hundiéndome hasta los tobillos en barro que se enganchaba como brea, llevando a cien hombres tras de mí: con sólo levantar el brazo Babilonia proferiría su último estertor de agonía.

La muralla exterior se extendía únicamente por la mitad oriental de la ciudad rodeada por un foso, cuyos principales canales procedían del río y por un muro interior. La parte occidental estaba protegida por el foso y el muro interior, y el río, sobre el que tan sólo había un puente, la dividía de la mitad oriental donde Mushezib Marduk había concentrado sus fuerzas para hacer frente a nuestro asalto. En circunstancias normales el río hubiera representado un obstáculo tan importante como cualquier construcción humana —incluso, pese a la oscuridad, podía distinguir el hueco del muro interior por donde solía discurrir—, pero habíamos desviado su curso y estaba casi seco.

Sobre las armaduras vestíamos nuestras túnicas que sofocaban cualquier ruido, mas no podía distinguir ninguna hoguera, nada que demostrase que el lecho del río estuviese protegido. Me pregunté qué encontraríamos más allá del muro interior y si los babilonios se habrían entregado en brazos de la muerte. No, no habrían estado resistiendo durante quince meses para que nos encontrásemos con la mirada vacía e inexpresiva de los cadáveres. De todos modos resultaba demasiado fácil.

Y luego, de repente, cambió la dirección del viento y comprendí lo que sucedía. Sí, así era precisamente cómo iban a recibirnos. El aire estaba densamente impregnado de un olor putrefacto: habían utilizado el cauce del río como foso de sepultura.

A mi espalda los soldados tosían y vomitaban… Aquello era más de lo que un hombre podía resistir y, aunque se cubrían la boca y las narices, no encontraban ningún alivio: no había modo de evitar aquel hedor pestilente. Ordené que encendiesen las antorchas para prevenir cualquier sorpresa y conseguir que se purificase el ambiente y pudiésemos respirar. De no ser así, nos veríamos obligados a renunciar a nuestros propósitos y reincorporarnos a nuestras filas.

De todos los horrores de aquella inexorable guerra, ninguno pudo compararse a lo que nos esperaba una vez nos infiltramos por el hueco que conducía a la muralla interior. Por lo menos habían sido amontonados diez mil cadáveres en el embarrado cauce fluvial formando una enorme pared que se extendía por unos doscientos pasos contra la orilla oriental, cuyos corrompidos miembros se confundían entre sí como madera de deriva tras la estación de las inundaciones. Hombres, mujeres y niños, de toda edad y condición, con los vientres hinchados y los miembros consumidos como palos. Los que se encontraban más próximos al suelo, aplastados y corrompidos hacía mucho tiempo, habían perdido su aspecto humano. Ratas enormes hinchadas de carroña, envalentonadas por su impunidad, quedaron deslumbradas ante nuestras antorchas y, cuando perdieron interés hacia nosotros, reanudaron su espantoso festín. El aire estaba enrarecido por el hedor de la muerte y resultaba difícil respirar. Algunos soldados dieron la espalda a tan terrible espectáculo y, hundiendo la cabeza entre las rodillas, vomitaron ruidosamente; otros murmuraban plegarias.

Pero no encontramos ningún soldado montando guardia. Aquél era un error que no me pareció censurable. ¿Quién podía obligar a alguien, ni siquiera a un soldado, a aventurarse por las inmediaciones de un lugar semejante? De modo que nadie se interpuso en nuestro camino, ni siquiera cuando alcanzamos el puente.

El puente de Babilonia era famoso. Estaba construido con columnas de piedra en un país donde ésta no existía, esbeltas y de forma cónica, que se hundían en el Eufrates como patas de cigüeña. En cuanto a la zona de paso, era de madera, y con cuerdas y garfios no hubiésemos tenido dificultad en alcanzarla. El gran zigurat se levantaba ante nosotros como una montaña.

—¿Por qué no sigues adelante? —me preguntó Asarhadón en un susurro.

Nos habíamos inmovilizado a la sombra del puente y él miraba hacia atrás, por encima de mi hombro con asombro y horror.

—No…, no me lo digas. Lo comprendo. ¡Pero, por la salvación de nuestras almas, ordena a tus hombres que apaguen sus antorchas!

Escalamos el puente y avanzamos hacia la parte oriental de la ciudad. Asarhadón y yo habíamos convenido previamente que yo tomaría el zigurat, mientras que él asaltaría el santuario de Marduk —en el fragor de la batalla incluso llegó a olvidar el temor que le inspiraban los dioses—, pero aún no habíamos alcanzado las inmediaciones del templo cuando nos vimos obligados a escalar barricadas de escombros y a defendernos para poner a salvo nuestras vidas: los babilonios nos habían tendido una trampa en la que caímos.

Nos encontramos atrapados en estrechas callejuelas y los arqueros disparaban contra nosotros desde las ventanas de los edificios. No podíamos retroceder ni siquiera ver a nuestros atacantes, pues si alzábamos la mirada para tratar de localizarlos podían asaetearnos el rostro con sus flechas. Los proyectiles llovían sobre nosotros y sus puntas rebotaban en los muros de adobe de los edificios como avispas enfurecidas.

En los cruces nos atacaban por ambos lados. Por doquier hallábamos muerte y confusión. En ocasiones caían piedras y ladrillos sobre nosotros, abriendo las cabezas de mis hombres, muchos de los cuales murieron entre aquella oscuridad y confusión, mientras que nos veíamos obligados a seguir avanzando.

En el momento en que llegamos a la gran plaza del zigurat no creo que sobreviviesen más de tres hombres de cada cinco ni que estuvieran en condiciones de luchar. Las primeras luces del sol proyectaban una grisácea palidez cuando por fin dispusimos de espacio para tratar de reagruparnos. Por otra parte, los babilonios no se mostraban muy deseosos de tomar la ofensiva. En la base del zigurat apareció un grupo de sacerdotes por una de las puertecillas laterales del templo y aquel que parecía su jefe levantó la mano como si se propusiera obligarnos a detenernos por la dignidad de su cargo. A una señal de Asarhadón los soldados cayeron sobré ellos y les dieron muerte, dejándolos anegados en un charco de sangre: nos habíamos adueñado del zigurat.

Al llegar al segundo nivel de aquella enorme estructura nos sentamos a descansar y echar una mirada a nuestro alrededor y descubrimos por doquier la desesperación y confusión propias de los últimos estertores de una ciudad condenada. El asalto había comenzado…, y todos lo sabían. Los ciudadanos de Babilonia comprendían que había llegado su última hora.

Aquí y acullá, en el resto de la ciudad se veían incendios pavorosos y las calles estaban llenas de gente, muchas de ellas lujosamente ataviadas…, aunque probablemente los restantes, en su mayoría, llevarían oro y joyas cosidos entre sus harapos. ¿Porque quién si no los ricos sobreviven en una ciudad donde sus habitantes mueren de hambre?

A veces he visto muchachos traviesos que para divertirse cazaban ratoncillos en un cesto de mimbre que arrojaban después a una charca. Los ratones corrían de un lado a otro chillando aterrorizados, subiendo cada vez más por los costados de la cesta mientras ésta se iba llenando lentamente de agua y al final se hundía.

La gente que veía desde el zigurat se hallaba en idéntica situación. Se apresuraban por las calles, confusos y desorientados, tropezando unos con otros presas de pánico. Sin duda debían de comprender que estaban condenados, pero aquello no les importaba. Sin saber dónde huir, sin esperanzas, corrían por doquier, abriéndose paso entre la multitud, impulsados por el ciego instinto del miedo. En todo caso lo único que conseguían era asegurar más su destrucción imposibilitando que las tropas se desplazasen de una zona a otra de la ciudad. Sólo la gran vía procesional que se dirigía hacia el norte estaba relativamente despejada… En aquella dirección organizaban el ataque las tropas de mi padre y nadie pensaba en huir hacia el norte.

—El rey tenía razón. Míralos…, están acabados —observó Asarhadón, que se sentaba a mi lado con las manos colgando entre las rodillas contemplando a la multitud que discurría por las calles—. Ya ha dejado de preocuparlos la defensa de sus dioses, pues saben muy bien que los han abandonado. ¿Nos quedaremos aquí sentados como pasmarotes hasta que el ejército derribe la muralla y extermine a ese rebaño?

Estaba del peor humor y no podía censurárselo. Al fondo, en el patio del templo, se encontraban los cadáveres de nuestros soldados allí caídos víctimas de nuestro monstruoso error.

¡La muralla! De pronto se me ocurrió una idea que parecía inspirada por el propio dios. ¡Naturalmente, la solución estaba en la muralla!

—No todo está perdido si logramos apoderarnos de la muralla —dije como si hablase conmigo mismo.

Mi hermano se volvió a mirarme con una sonrisa de reconocimiento.

—¡Por los sesenta grandes dioses…!

Hacia el norte de la avenida procesional, con sólo seguir nuestro campo visual, podíamos distinguir la famosa puerta de Ishtar. Si lográbamos apoderarnos de ella, la ciudad caería en nuestras manos a mediodía.

—Pero ¿cómo lo haremos? Nos verán llegar.

—Se trata de una estratagema, hermano —observé sonriente, mostrándole los dientes como un cocodrilo—. Todos los soldados parecen iguales vistos desde arriba y en momentos de pánico generalizado.

—Pero si no funciona, moriremos.

Mas ya se levantaba porque había tomado una decisión propia del destino de los soldados: morir.

El plan era sorprendente por su propia sencillez. Yo dirigiría una pequeña fuerza de unos treinta hombres e intentaría abrirme paso hacia la muralla. Si lográbamos sorprender a los babilonios e instalarnos allí por lo menos durante un cuarto de hora, Asarhadón tendría la oportunidad de servirme de refuerzo y tomar la puerta por asalto. Y, si conseguíamos abrirla, el resto carecería de importancia.

Me puse en marcha con varios hombres de mi antigua compañía, muchos de los cuales seguían conmigo desde Khalule, y a la grisácea luz del amanecer nos dirigimos corriendo hacia la gran vía procesional cubriendo todavía nuestros uniformes con túnicas para evitar ser inmediatamente reconocidos. Tardamos menos de cuatro minutos en llegar a la puerta.

En el parapeto que se encontraba inmediatamente encima del gran arco que formaba la enorme puerta, se hallaban tres soldados que, alarmados o por simple curiosidad, se inclinaron a examinarnos y cuyos rostros jamás se borrarán de mi mente.

En una ocasión había visto algunos dibujos del plano de la puerta; todos los ejércitos disponían de ellos, aunque supongo que jamás habíamos imaginado que pudiésemos necesitarlos. Intenté recordar dónde se hallaba situada la escalera que conducía a las torres. De un vistazo comprobé que no se encontraba en ningún punto del exterior. ¿Dónde estaría?

Desenfundé la espada y la levanté a modo de salutación mirando a los soldados y sin interrumpir nuestra marcha.

—¡Somos el relevo! —grité en arameo. El corazón me golpeaba en el pecho como el martillo de un herrero—. ¡Abrid la trampa!

Seguí corriendo cruzando el arco de la puerta como si lo hubiese hecho mil veces. Y, de pronto, en una alcoba situada en uno de los lugares donde el pasillo se ensanchaba súbitamente formando una sala de unos veinte pasos de ancho, se proyectó bruscamente un cuadrado de luz sobre las baldosas. ¡Sí, aquél era el lugar que figuraba en el dibujo, lo recordaba perfectamente! Nos habían abierto la trampa… y habían caído en la nuestra.

Fui el primero en subir la escalera. En la entrada me encontré con un soldado que me aguardaba sonriente, abriéndome la puerta e incluso me tendía su mano libre. Me abalancé sobre él y le hundí la espada bajo el pectoral, destripándole como si fuese una bota. El hombre murió sin apenas proferir un gemido.

Mientras se desplomaba, impulsé la puerta hacia atrás con todas mis fuerzas para que se mantuviese abierta por su propio peso, cuando ya se abalanzaban sobre mí otros dos soldados.

Acabé con uno de ellos, al tiempo que otro estuvo a punto de cortarme la cabeza si Lushakin no le hubiese cercenado el brazo a la altura del codo. En aquellos momentos nuestros soldados ya atravesaban la escalera de dos en dos, silenciosos y con ojos llameantes. Al cabo de unos segundos nos habíamos adueñado del parapeto inferior. Desde la entrada hasta la torre superior arrancaba otro par de escaleras, pero en esta ocasión las puertas ya estaban abiertas y llegaban claramente a nuestros oídos los gritos de nuestros enemigos: sin duda debían de saber que habían sido invadidos.

—¡Assur es rey! —vociferé con toda la fuerza de mis pulmones. Aquélla era la señal que debía atraer a Asarhadón y ya no tenía nada que perder.

De pronto mi grito se multiplicó en cientos de gargantas: «¡Assur es rey! ¡Assur es rey!». El fracaso no existía y me sentía arrebatado por aquel instante de gloria. «¡Assur es rey!».

Nos encontramos con ellos en la escalera. El primero me atacó lanzando mandobles de izquierda a derecha en aquel angosto espacio. Aquél fue su grande y último error. Rechacé sus estocadas y le hundí a mi vez el arma en el pecho atravesando su pectoral como si fuese de paja. Mis hombres me seguían impetuosos y yo me sentía invencible. Me parecía irradiar el calor del melammu divino, igual que una nube resplandeciente de poder. Ante mí se encontraban otros hombres, pero pisoteé el cadáver de una de mis víctimas y los aparté cual telarañas sin dejar de gritar:

—¡Assur es rey! ¡Assur es rey!

Finalmente salí a la luz del sol. Ante mí retrocedió un hombre como si hubiese visto al demonio. Le golpeé de plano en la sien con mi espada y cayó igual que un leño. Ya no mataba a los hombres: me desembarazaba de ellos derribándolos como las cañas del río y abriendo paso a mis soldados: eran unos momentos decisivos.

Ignoro cuántos hombres exterminamos, es decir, exterminé, pero acabamos con ellos en la décima parte de una hora. Estábamos empapados en sangre y habíamos enronquecido de tanto gritar. Los babilonios contraatacarían en breve, pero aquello ya no importaba. Nos habíamos apoderado de la puerta: la ciudad era nuestra…, ¡el mundo era nuestro! ¿Qué importaba si al cabo de un momento moría? ¡Habíamos triunfado!

Desde el torreón más elevado de aquella puerta, una de las grandes maravillas del mundo, contemplamos a nuestros pies a los soldados de Assur, nuestros hermanos, que se precipitaban por el muro exterior ya derruido. Debíamos informarlos, tenían que saber que allí donde nos encontrábamos se hallaba el camino, que les habíamos abierto las puertas de la ciudad.

—¡Assur es rey! —gritamos.

Los soldados alzaron su rostro hacia nosotros al oírnos y levantaron sus armas saludándonos. No podíamos interrumpirnos… Proclamaríamos el nombre del dios hasta que nos quedásemos sin voz.

—¡Assur es rey! ¡Assur es rey! ¡Assur es rey!

Aquella noche, cuando el sol se puso, no quedaba en pie un solo soldado babilonio. La mayoría habían sido despedazados por un enemigo enloquecido por la venganza que los acosaba con implacable eficacia. Tal vez algunos lograran ocultarse cubriéndose de harapos y arrojando sus armas, pero se equivocaban fatalmente si creían obtener clemencia infiltrándose entre los ciudadanos porque nos mostramos implacables.

La muerte acechaba por las calles, aguardando a todo aquel que se atrevía a asomarse por ellas. El rey nuestro señor mantuvo su palabra y la ciudad de Babilonia estuvo sometida durante cinco días a fuego, muerte y pillaje, mientras el ejército de Assur merodeaba por sus calles embriagado por su victoria. Los soldados del dios eran como una manada de perros salvajes. Mataban para entrar a saco, para vengarse, por deporte. Familias enteras fueron asesinadas en el interior de sus propias casas. Por las calles corría un río de sangre y los cadáveres se amontonaban por doquier. Las mujeres eran violadas ante sus esposos e hijos, y no sólo por un hombre sino por diez o veinte y luego, ya fuese por piedad o por puro ensañamiento, morían degolladas. En todas partes se provocaban incendios que nadie se preocupaba de extinguir. Únicamente había agua potable en el campamento de los vencedores y no podía obtenerse ninguna clase de alimentos, de modo que los ciudadanos se veían aislados por el hambre y las enfermedades, porque no se encontraba ni un grano de mijo dentro de la ciudad ni los babilonios podían salir de ella con vida: eran unos tiempos de locura.

No intenté detener el pillaje ni la carnicería. El rey, olvidando en su cólera que si los hombres se entregan a semejante desenfreno es muy difícil llamarlos después al orden, había ordenado que no se entremetiese ningún oficial de su ejército, y así lo hicimos. No quería a aquellas gentes ni me compadecía de ellas. Si perecían, y su ciudad con ellos, no lo lamentaría: así se vuelven los hombres en tiempos de guerra. Pero no tardé en sentirme asqueado de cuanto veían mis ojos.

Al principio pensé que aquélla era una política perjudicial: en mi calidad de oficial desaprobaba lo que el rey hacía. Y luego, poco a poco, cuando caminaba por las calles y veía lo que significaba el saco de una gran ciudad, dejé de ser simplemente el soldado profesional a quien preocupa que el ejército actúe sin limitaciones y como un ser humano me sentí abrumado por tan gratuita crueldad. Los cadáveres de jóvenes muchachas aparecían en las puertas de sus casas con los vientres desgarrados, las cabezas echadas hacia atrás y las bocas abiertas en mudo alarido. Los niños se amontonaban en el arroyo. La guerra es ocupación de reyes y soldados; si son vencidos, hallan la muerte como es de justicia. Pero aquellos seres eran inocentes: ninguno de ellos había intervenido en la muerte del marsarru Assurnadinshum ni había empuñado las armas con los elamitas, y sin embargo también ellos eran víctimas de la cólera real.

Al cabo de unos días me quedé en el campamento, donde incluso desde mi tienda distinguía las columnas de humo que se levantaban en el cielo mientras Babilonia se consumía. De buena gana no hubiera vuelto a aventurarme por sus puertas.

Durante aquellos días tan sólo vi en una ocasión a Asarhadón. Mi hermano no sentía remordimientos por la toma de la ciudad y sus consecuencias. La brutal acción había despejado todas sus dudas y volvía a ser feliz. Nos vimos de noche tras el segundo día del saco, porque se detuvo en mi tienda para mostrarme su botín.

—¡Fíjate! ¡Son gemelas!

Unidas por el cuello con una cuerda llevaba a dos muchachas desnudas, casi unas niñas, asustadas pero satisfechas de seguir con vida. Tenían los ojos negros y eran rellenitas, muy lindas y tan idénticas como dos pétalos arrancados de la misma flor. Asarhadón sonreía abiertamente, al parecer muy contento.

—Voy a mi tienda a probarlas. ¿Te das cuenta, hermano, cómo los hombres buenos reciben su premio? ¡Ja, ja, ja!

Y mientras se perdía en la oscuridad llegaba a mis oídos el eco de sus risas.

Y acaso tuviera razón al creer que merecía tal bendición porque de nuevo se había visto despojado de los honores que realmente le correspondían.

Él y sus hombres habían luchado para proteger la entrada principal, y únicamente gracias a Asarhadón pudimos apoderarnos de aquel sector del muro. Pero fue a mí a quien todos vieron en lo alto de la torre proclamando la gloria de nuestro dios. Mi nombre apareció en los labios de todos, el mío, a quien el rey estimaba por su audacia y a quien cada día llevaba más dentro de su corazón.

Tal vez entonces fuese realmente propósito del dios convertirme en rey, sucediendo a mi padre, porque me elevó por encima de mis méritos. Parecía haberme escogido para distinguirme entre los hombres y la puerta de Ishtar fue el lugar donde consideró adecuado demostrar su elección ante los ojos del mundo.

O, por lo menos, así lo parecía. La gloria era mía cuando igualmente debía haberle sido atribuida a Asarhadón, a quien nadie calificaba de grande, poderoso y valiente.

No hubiera podido censurarle que llegase a considerarme un ladrón, aunque no era yo el culpable de arrebatarle su fama. Pero no lo hacía. O, de ser así, sólo me increpaba en lo más recóndito de su ser, pues jamás aludía a ello. Nunca mencionábamos tales cosas: entre nosotros existía un profundo amor fraterno.

Durante cinco días prosiguieron los crímenes y el pillaje, hasta que por fin el monarca, que odiaba el mismo suelo sobre el que se levantaba Babilonia, se consideró satisfecho y ordenó que cesase el saqueo. A los soldados, una vez les sueltan las riendas, es difícil volverlos al orden, y tuvimos que ahorcar a unos cuantos y poner en carne viva las espaldas de muchos más hasta que el ejército recobró su dignidad. Aunque a regañadientes, los hombres de Assur obedecieron.

Los despojos de aquel largo asedio fueron importantes. Babilonia había sido una ciudad dotada de riquezas inimaginables, que ahora nos pertenecían. Saqueamos los santos lugares, nos llevamos a Nínive al ídolo del gran Marduk y encontramos en su templo los ídolos de Adad y Shala que nos habían sido arrebatados de los templos de Assur hacía unos cuatrocientos años. Incluso capturamos y cargamos de cadenas a Mushezib Marduk, aquel que se había dado a sí mismo el título de rey. Fue apresado cuando trataba de escapar.

Y una vez que los grandes edificios fueron derruidos y arrasados, destruimos el sistema de diques que contenía el Eufrates para que al llegar la estación de las inundaciones la crecida del río arrastrase sus propios cimientos: la venganza de Sennaquerib sería absoluta.

La última noche antes de que partiésemos hacia el norte de regreso a nuestro país, el rey celebró un banquete. El lugar escogido fue el palacio real destrozado por el fuego y destruido por orden del monarca, por lo que cenamos entre sus ruinas sus principales oficiales y todos sus hijos.

En aquel desolado montón de escombros, rodeados por una ciudad muerta, celebramos una orgía demencial. Nuestro señor, el rey de Assur, exultante por el triunfo obtenido, incluso ordenó que se encontrase presente Mushezib Marduk, que, desnudo y desesperado, fue encadenado a los restos de una columna de la mansión de la que un día había sido dueño para que pudiese presenciar los festejos de los conquistadores. Aquel rey destronado sería conducido a Nínive, donde moriría sometido a refinadas crueldades, con una muerte que sólo merecen los monarcas derrocados, pero aquella noche se acurrucó en un rincón como un perro.

Y nosotros, los conquistadores, bebíamos, comíamos y reíamos tratando de no pensar ni ver cuanto nos rodeaba. Y el rey mi padre me ensalzó públicamente.

—¡Miradle! —gritaba con rostro resplandeciente—. Aún no tiene veinte años y ya lleva tres cicatrices en el cuerpo. ¡Y todas esas heridas se las ha hecho luchando frente a frente! ¡Ya es un gran hombre, un gran guerrero y sería un gran rey! ¿No es cierto que cualquier padre se sentiría orgulloso de tener un hijo como éste?

Me obligó a levantarme para que todos admirasen a aquel portento nacido de sus lomos. Y aquellos grandes hombres me aclamaron porque deseaban complacer al rey: me aclamaron y me vitorearon.

Y me vi obligado a escucharlos mientras sentía desfallecer mi corazón.

«¿Acaso obro mal, santo padre?», había preguntado al maxxu. Y él había levantado sus ciegos ojos hacia mi rostro y sonreído como si estuviera oyendo a un chiquillo.

«¿Tú? ¡Tú no haces nada, Tiglath Assur!».