X

Al anochecer era de público dominio en el campamento la noticia de la muerte de Arad Ninlil, y a la mañana siguiente, cuando despedí a Kefalos y a la expedición femenina destinada al mercado de esclavas, me aclamaron como si ya me hubieran designado oficialmente y el trono se hallase vacante. Todos los soldados de Assur sentían gran reverencia por el rey, y a ojos de aquellos que habían combatido conmigo en ambas campañas, yo era el marsarru, aunque ningún baru hubiese escudriñado las entrañas de la cabra destinada a la divinidad para interpretar los designios del dios.

Aquel día vestí una túnica roja en señal de duelo por mi hermano real, pero ello no fue óbice para que los soldados de infantería de mi anterior compañía me vitoreasen en el instante en que aparecí a la luz del sol.

—¡Assur es rey! ¡Assur es rey! —gritaban como si me siguieran formando comitiva desde el templo tras haberme impuesto la corona.

Aquello no podía permitirse. Monté en mi caballo y levanté la mano con el puño cerrado para imponer silencio.

—¡Sólo hay un rey en este país! —grité, fingiendo una cólera que estaba muy lejos de sentir, porque sus muestras de lealtad me habían conmovido—. Se llama Sennaquerib y nos está aguardando en las orillas del Zab Menor. ¿Aún no estáis dispuestos a partir en su ayuda? ¿Acaso creéis que los elamitas están dormidos y que el señor de Assur no necesita a su ejército? ¡Voy a ponerme a sus órdenes me sigáis o no!

Les di la espalda y emprendí la marcha en dirección sur, aunque sin apresurarme, puesto que trescientos hombres no pueden levantar un campamento y disponerse a marchar en un instante. Cuando me hube perdido de vista dejé mi caballo al paso…, pues la experiencia me había demostrado que los caballos haraganean siempre que no son espoleados, y poco después de la una de la tarde, cuando no había avanzado más de un beru, oí gritar a mis soldados detrás de mí pidiéndome que los esperase. Por fin me volví y solté las riendas.

Al cabo de un cuarto de hora no pude contener la risa al ver sus rostros sudorosos. Lushakin se adelantó y en nombre de todos me pidió perdón diciendo, que, de todos modos, les había gastado una broma de mal gusto dejándolos con los equipos desperdigados y doce jarras enormes de excelente cerveza abiertas que se habían visto obligados a abandonar intactas porque no tenían a quien aclamar, con excepción de las moscas de aquel páramo. Me reí aún más y le perdoné semejante impertinencia. Durante todo el día no perdimos ni un instante de marcha, y en el curso de aquella campaña ya no volví a ser aclamado como el escogido de los dioses.

Sin embargo, aunque un hombre puede silenciar a los demás, no consigue acallar la voz de su propio corazón. Convirtiéndome en marsarru colmaría todas las ambiciones que había estado abrigando durante aquellos años. Si aquélla era ciertamente la voluntad del soberano, entonces recibiría a Asharhamat como esposa. Mi existencia transcurriría feliz y gloriosa: no era nada despreciable poder residir en la Casa de Sucesión.

Tardamos cinco días en llegar al campamento real en el Zab Menor, porque comenzaban a menguar las inundaciones propias de la primavera y las aguas se habían retirado hasta los bancos, dejando el terreno lleno de barro. Confié que los elamitas fuesen bastante prudentes para permanecer confortablemente en sus hogares hasta que el sol de Assur hubiese secado bastante la tierra y pudiésemos, luchar como caballeros.

Cuando llegamos, el rey se disponía a castigar a un noble local que había intentado levantar su ciudad contra su legítimo señor.

—¡Ah, por fin ha llegado Tiglath…, rab abru, conquistador del norte! Ven a besarme, hijo mío. Me alegro de que no te hayas perdido la diversión de la jornada. Vamos: toma una copa de este pésimo vino de dátiles y cuéntame tus aventuras.

Nos sentamos frente a su tienda rodeados por soldados, que nos observaban discretamente desde cierta distancia como si fuésemos peligrosos animales, y mi regio padre me sirvió con su propia mano parte del contenido de la jarra que estaba a su lado, sobre una mesita redonda. No estaba bebido exactamente, pero el vino —que realmente sabía a brea de la que utilizan los barqueros— había vidriado sus ojos de tal modo que brillaban como si fueran de mármol pulido. Mientras le exponía todo cuanto había sucedido en el norte, aunque en realidad no parecía escucharme, sonreía, gruñía y hacía señales de asentimiento de vez en cuando. No podía comprender su comportamiento hasta que señaló mi copa casi intacta, frunciendo el ceño con desaprobación.

—¿No pruebas el vino, muchacho? Aunque no te guste debes beberlo porque es fuerte y embota el cerebro. ¿Has presenciado alguna vez cómo desuellan a un hombre?

—No, señor, nunca.

—Hoy lo verás y tampoco eso será de tu agrado. Pero se resiste mejor con una bebida algo fuerte. ¡Bebe, muchacho!

Bebimos en silencio hasta que un oficial que lucía el uniforme del quradu se acercó a nosotros y, poniéndose la mano derecha en el corazón, se inclinó ante su amo, el rey.

—Parece que ha llegado la hora de administrar justicia —me dijo el señor Sennaquerib mirándome y sonriéndome con aire indeciso—. Ven, Tiglath, hijo mío: no debemos descuidar parte tan importante de tu instrucción real. ¡Ja, ja, ja!

Nos levantamos y mi regio padre, Señor de las Cuatro Partes del Mundo, que ya estaba auténticamente borracho, me pasó el brazo por los hombros y avanzó hacia su carro dando traspiés.

—Lo conducirás tú, muchacho —dijo—. Dicen que eres muy experto con los caballos, y hoy no me fío demasiado de mí mismo… No estaría en consonancia con mi regia majestad que cayese en una zanja, ¿verdad?

La ciudad de Ushnur, o lo que de ella quedaba, estaba a menos de diez ashlu del campamento real; podíamos haber cubierto aquella distancia en pocos minutos a paso ligero, pero los reyes no marchan a pie cuando desean ser admirados en majestad. Me pregunté por qué no se habrían alojado en la ciudad los oficiales del ejército hasta que vi que sus murallas habían sido derribadas, los edificios casi totalmente en ruinas y que en las calles se amontonaban los cadáveres.

Habían transcurrido tres días desde que los notables de la ciudad acudieron a arrodillarse ante Sennaquerib, implorándole que les permitiera rendirse, y aún podían distinguirse las columnas de humo de las hogueras que por orden del rey habían estado ardiendo hasta extinguirse. Incluso habían sido incendiados los graneros, por lo que aquella gente carecería de alimentos hasta que recogiesen la cosecha del verano…, si seguían con vida hasta entonces. Yo mismo había visto a las mujeres mendigando en las proximidades del campamento. Algunas, a juzgar por sus joyas y ropas, debían de ser las esposas de hombres acaudalados que se veían obligadas a vender sus cuerpos por un puñado de mijo.

En aquel asedio que duró menos de un día los ejércitos de Assur habían reducido el lugar a cenizas y escombros casi con el mismo esfuerzo con que se extermina una mosca. No podía imaginar qué locura habría poseído a los ciudadanos para resistirse a nuestras tropas.

—He arrojado a algunos supervivientes a latigazos para que se extiendan por el país y divulguen por otras ciudades lo que aquí ha sucedido —me dijo mi padre, sonriéndome cordialmente, al tiempo que nos deteníamos ante lo que en otro tiempo fueron las puertas de la ciudad—. Deseo que esta campaña sea la última que tengamos que luchar en el sur, por lo que abandonaremos este lugar a su destrucción. Que se enteren esas gentes de negras cabezas de que sus amos se hallan en Nínive y no en Susa. ¿Ves cómo se humillan ante nosotros? Tardarán en olvidar el nombre de Sennaquerib.

Descendimos del carro y nos sentamos en unas sillas que habían instalado para nosotros en medio de una multitud de infelices escogidos por los soldados para presenciar la ejecución de su antiguo señor. Hombres y mujeres por igual nos miraban con la mezcla de terror y abyección que nacen del más miserable infortunio y que domina todos los temores, incluso el de la propia muerte. No creo que siquiera tuvieran ánimos para odiarnos.

—¡Traedle! —gritó el rey, con la voz recia y vigorosa propia de un conquistador en la que incluso latía un matiz de impaciencia, como si aquél fuese un asunto sin importancia, que apenas merecía su atención, aunque imprescindible para mantener su dignidad real—. ¡Traedle, que la gente vea a qué ha conducido su insensata locura a ese perjuro!

Los soldados abrieron un pasillo entre sus filas por el que fue conducido el condenado hasta nosotros. Iba desnudo y estaba más enflaquecido por los sufrimientos padecidos que por el hambre —los hombres que se han visto sometidos a prolongada tortura suelen tener ese aspecto acabado—, llevaba tobillos y muñecas cargados de cadenas y me sorprendió advertir que se sostenía muy dificultosamente, hasta que descubrí que en el polvo quedaban sus huellas impresas en sangre. Por lo visto le habían azotado las plantas de los pies hasta dejárselas en carne viva. Al parecer no podía hablar, ni siquiera mirar al rey mi padre al rostro. Evidentemente era un ser destruido.

—¿Dónde está ahora Kudur-Nahhunte, oh Marduknasir? —le preguntó el rey, aguardando inútilmente su respuesta—. En Susa, sin duda, escondiendo la cabeza tras las faldas de su madre. ¿Dónde se hallan tus amos elamitas, aquellos a cuyos pies te humillabas? No se encuentran aquí, señor, no están presentes. Sólo tú estás, tú y yo. Y dentro de media hora serás un cadáver desollado, cuyo pellejo habrá sido clavado en los muros de esas ruinas en que se ha convertido tu palacio…; es decir lo que queda de él. ¡Bien, comenzad de una vez!

Los verdugos aguardaban con los brazos cruzados sobre sus poderosos pechos. En los ejércitos siempre hay algún hombre destinado a tales servicios que sufren el desprecio de sus compañeros y cuyo aspecto es muy similar: amasijos silenciosos de músculos con ojos diminutos que exhiben constantemente una sonrisa imbécil. Aquel día los dos individuos destinados a desempeñar tal cometido se adelantaron hacia Marduknasir y uno de ellos le asió por la cadena que pendía de sus esposas obligándole a arrodillarse, mientras que el otro claveteaba unos tacos metálicos en el suelo formando un cuadrado que tendría unos tres pasos por cada lado.

Cuando hubo concluido, arrastraron a la víctima hasta el centro, sujetaron las cadenas de sus brazos y pies a los cuatro costados, tensándolas de modo que quedase totalmente inmovilizado, y dieron comienzo a su tarea.

Comenzaron por la mano izquierda de Marduknasir. Uno de los verdugos desenfundó un cuchillo de cobre de su cinto cuya hoja, aunque bastante afilada, parecía mellada en algunos puntos. Mientras comenzaba a cortar desde la punta del dedo corazón hasta la palma, el otro rociaba con agua la herida cada vez más extensa, en parte para limpiar la sangre, pero principalmente para intensificar los sufrimientos del condenado. Luego hizo una segunda incisión desde la punta del pulgar hasta la muñeca y, una vez hubo concluido, comenzó a arrancar la piel hasta que finalmente hubo desollado toda la mano en una sola pieza comprendidas las uñas. Luego, tras retirar un instante la esposa, comenzaron por el brazo.

Jamás había oído gritar a alguien de aquel modo. Quizá hasta entonces Marduknasir no había llegado a creer que se vería sometido a tan atroces sufrimientos, porque en los infrahumanos chillidos que hendían los aires se percibía cierta mezcla de pánico e incredulidad, como si además de todo cuanto le sucedía experimentase el absoluto terror de lo imprevisto, igual que un golpe mortal que brotase de las tinieblas.

Pero ese matiz desapareció rápidamente como si con la piel le hubiesen arrancado todo cuanto tenía de humano. En breve dejó de ser un hombre, convirtiéndose simplemente en un objeto capaz de experimentar dolor.

La multitud observaba sumida en hosco silencio. Si entre ellos se encontraba algún miembro de su familia presenciando la terrible prueba a que era sometido, no se dio a conocer sin duda por temor, pues tal era la finalidad de aquel espectáculo: sembrar el pánico.

El rey y yo nos encontrábamos bastante próximos para percibir el olor a sangre que cubría aquellos músculos desnudos y estremecidos, pero manteníamos la expresión impenetrable característica de los conquistadores, que excluyen todo sentimiento de su corazón.

La muerte de aquel infortunado se prolongó largamente; sus verdugos no tenían prisa. Marduknasir, si todavía podía darse nombre a aquella masa de carne viva y sanguinolenta, vivió por lo menos hasta que le despellejaron el pecho y los muslos, en que todavía profirió un breve e inútil gemido. Sólo los dioses saben cuánto tiempo sobrevivió después, ya que únicamente se distinguían sus contracciones musculares. Por fin los verdugos se levantaron. Uno de ellos, cubierto de sangre y sonriente —aún me parece ver su sonrisa—, exhibía en las manos la piel completa del ajusticiado, comprendido su rostro con cabello y barba, como una prenda de vestir que se ofreciese a la venta.

—Clavadlo en el muro de su casa —ordenó el rey levantándose de su asiento. Estaba totalmente sobrio y no sonreía—. Y apostad a algún vigilante para impedir que puedan recogerlo y enterrarlo. En cuanto al cuerpo, entregadlo a los perros.

De nuevo me pasó el brazo por los hombros, pero en esta ocasión supongo que para confortarme.

—Ven, hijo mío. A mí me sucedió igual la primera vez… No envidio las duras pruebas a que debes someterte en tu juventud.

La ejecución de Marduknasir fue como un preámbulo en el conjunto de aquella campaña anual porque el rey no demostraría misericordia con nadie que tratase de resistírsele. Incendiamos pueblos, saqueamos ciudades y exiliamos a los supervivientes tras haber empalado a sus notables en puntiagudas estacas.

Los elamitas solamente cruzaron una vez la orilla occidental del Tigris para acudir en defensa de sus aldeas. Midieron sus fuerzas contra nosotros en un lugar llamado Lagash, en cuyas proximidades recuerdo que se encontraba un lago en el que Asarhadón y yo estuvimos nadando la víspera de la batalla, la cual fue terrible, aunque no tanto como Khalule. Tras esta incursión, que los anales califican justamente de victoria del gran Sennaquerib, Kudur-Nahhunte se retiró a las montañas de su país, donde poco después encontró la muerte a manos de sus súbditos. Transcurrirían muchos años antes de que Elam, debilitada y desmoralizada, se aventurase nuevamente a promover disturbios entre sus vecinos.

Pero la semilla de la rebelión había germinado entre las gentes de negras cabezas y la guerra que emprendimos para acabar con ellos fue dura y brutal. No consistió en batallas campales, sino en asedios contra ciudades fortificadas, un tipo de guerra para el que los soldados de Assur están más dotados que los de cualquier otra nación, pero era un cruel sistema de obligar a someterse al país y procurábamos autojustificarnos, esforzándonos por creer que aquélla sería la última vez que necesitaríamos ser tan crueles.

Sin embargo no tratábamos de exculparnos, tan sólo deseábamos salir victoriosos y regresar a nuestros hogares. Las campañas prolongadas agostan toda piedad en los corazones humanos y llegamos a odiar a las gentes del sur, tanto por lo que nos hacían sufrir como por los sufrimientos que nos obligaban a infligirlos. El carnicero acaba odiando a sus víctimas y la guerra nos había convertido en carniceros.

Y en aquella campaña aprendió Asarhadón las artes propias de los guerreros. Era un magnífico capitán de caballería, valeroso, imaginativo y tenaz. Tan obstinado en la lucha que sus hombres acabaron apodándolo el Pollino, pero que, lamentablemente, jamás aprendió a distinguir los límites de lo que debía conseguirse por la fuerza. Nunca comprendió que si el conquistado no se reconcilia con su derrota, la victoria es vana. No supo ser nada más que un guerrero, incapacidad que con el tiempo el país de Assur pagaría con creces.

El señor Sennaquerib lo advirtió rápidamente y se indispuso hacia mi hermano de tal modo que jamás llegó a concederle su afecto, tal como había presentido Sinahiusur, que era un hombre inteligente.

Aun así Sennaquerib comprendía cuáles eran sus deberes y que no podía ignorar la existencia de su real hijo. Así fue cómo me hizo ocupar primero un puesto en su consejo militar y me incorporó posteriormente al círculo de sus consejeros privados que le ayudaban a gobernar el mundo desde la tienda del campamento instalado en las zonas pantanosas del bajo Eufrates. Y también elevó a Asarhadón…, pero otorgándole siempre una dignidad dos o tres escalafones inferiores a mí. De ese modo me convertí en consejero y emisario real, que en nombre de mi amo negociaba con príncipes soberanos en calidad de igual, y Asarhadón se convirtió… ¿En qué se convirtió? ¿Qué le permitieron llegar a ser? Tan sólo un soldado cuya voz escuchaban únicamente sus tropas.

—Cuando vayas a parlamentar con los notables de Umma —me dijo el rey—, llévate al Pollino contigo.

Y sonreía al pronunciar aquel nombre, aunque no creo que lo considerase un halago.

—Tal vez viendo cómo se comportan los caballeros podamos sacar más partido de él y elevarle de su condición de palafrenero.

Le escuché en silencio, pues no era nadie para indicar al rey que juzgaba equivocadamente a su hijo, y acudí en busca de Asarhadón.

¿Le preocupaba a mi hermano verse de tal modo desairado? De ser así no lo demostraba, ni siquiera parecía advertirlo. Pero no creo que fuese tan obtuso como para no resentirse del hiriente desprecio que le manifestaba el monarca.

¿Se sentía insatisfecho? ¿Acaso no habíamos logrado convertir en realidad nuestros sueños infantiles transformándonos en unos terribles guerreros, férreos puños que aplastarían a los enemigos de Assur? Sí, en eso nos habíamos convertido y nos queríamos como en los viejos tiempos, compartiendo la misma confianza que nos había unido cuando éramos niños.

Pero Asarhadón no hubiera sido humano si no se hubiese resentido al verme de tal modo preferido, y yo no podía hacer nada para enmendar aquella situación.

De modo que fui a recogerle y ambos nos dispusimos a confundir a los notables de Umma para mayor gloria de Assur.

Asarhadón resultaba muy útil en aquel tipo de negociaciones. Aunque simplemente se mantuviera en silencio, atemorizaba a los hombres sencillos. Yo había comprendido hacía ya mucho tiempo que los nobles de las ciudades del sur no eran más que cabreros pulcramente vestidos. De modo que mientras que urdía mi tapiz de amenazas y promesas describiéndoles cuan misericordioso podía ser mi señor y la magnitud de su cólera, Asarhadón permanecía detrás de mí, sólido y silencioso como un muro, e impresionaba tanto a los notables de Umma como mis propias palabras.

—Eres como una serpiente —decía—. Silbas como una víbora y se mojan los taparrabos de miedo.

—Sí, pero sólo por la impresión que tú les produces y porque imaginan que vas a atenazarles el cuello con esos dedazos. Jamás se tomó una ciudad a base de intimidaciones, hermano.

—Tal vez, pero si alguna vez fuese así, serías tú quien lo conseguiría.

Los notables pidieron que les concediésemos media hora para deliberar sobre nuestras propuestas. Aguardamos tras los muros de la ciudad hasta que se abrieron sus puertas y por ellas apareció su príncipe, el soberano cuya familia reinaba en Umma desde hacia cuatrocientos años, cubierto de harapos y con la cuerda que debía ejecutarle atada en el cuello.

En aquella época se consumó la destrucción de muchas ciudades, cuyos muros fueron derribados, arrasados sus palacios y las mujeres e hijos de sus reyes entregados a la hoguera. A nuestro paso sembrábamos el hambre y la destrucción, porque era deseo de Sennaquerib que todos le reconocieran como único señor en las tierras que se extendían entre los ríos. Tal era su voluntad y por él se expresaba la voz del dios, por lo que todos debíamos obedecerle.

Y sin embargo respetó Umma, perdonó a su príncipe, que se humilló a sus pies, y le restituyó vida y honores. Mas no fue por caprichoso impulso sino porque el rey sabía que no debe arrastrarse a los hombres a la desesperación.

—Debería haberlo ahorcado —gruñía Asarhadón cuando nos encontramos en el banquete celebrado por el príncipe en honor del conquistador de Umma—. Debería haberlo dejado colgando de los muros de la ciudad hasta que la cuerda se hubiese podrido… ¡Por los sesenta grandes dioses, el vino que nos sirve este traidor es una auténtica bazofia!

—Estás de mal humor porque hace dos meses que no te acuestas con una mujer, pero tranquilízate… Ya he cuidado de que no te escatimen tus auténticos derechos de saqueo. El príncipe estaba tan aterrorizado al verse al borde de la muerte que se dispone a obsequiarnos con ricos presentes. He hablado con su chambelán y te entregará a dos hermanas de su propio harén, unas egipcias muy expertas.

—No, no es eso lo que me pone de mal humor… ¿Dices que son egipcias? ¿No serán acaso gemelas?

—No, no lo son. Se llevan un año. ¿Entonces qué es lo que te irrita, hermano? Probablemente Asarhadón el Pollino se ha cansado de ver arder las ciudades como la lumbre de las cocinas.

—Sí…, no. ¿Cómo voy a saber lo que me aburre? La señora Tashmetum-sharrat ha muerto, por lo visto apenada por la muerte de su hijo, que al parecer únicamente ha representado una pérdida para ella. ¿Lo sabías? Apenas hace una hora me he enterado por una carta de mi madre.

—No, no lo sabía.

Dirigí una mirada a la cabecera de la mesa presidida por el rey, que estaba contando un chiste. Todos cuantos le rodeaban reían ruidosamente, aunque él aún no había concluido, y el rey también reía con ellos, interrumpiéndose para compartir su jolgorio. No parecía un hombre que hubiese perdido a su esposa, aunque quizá aún no se hubiese enterado.

Sin embargo ¿cómo no iba a saberlo? Recordé a aquella dama de mirada ausente que se sentaba en un diván mientras sus sirvientas la abanicaban como una muerta en vida. Sí, desde luego, ¿cómo no iba a morir de pena, pobre y olvidada criatura? ¿Y por qué iba a preocuparse el rey por su pérdida?

—¿Qué es lo que no sabías…, que la señora Tashmetum-sharrat ha muerto o que mi madre sabía escribir? —prosiguió Asarhadón dándome un codazo en las costillas para que pudiese apreciar su agudeza—. Ha ordenado a un escriba que lo hiciese: ahora puede permitirse tales cosas.

—Sí, naturalmente. Porque ahora será…

—La primera dama de palacio. ¿Te asombra que me sienta abrumado? El rey debía haber castigado a ese traidor… Fíjate con qué afectación sonríe. ¿Has dicho que son hermanas, pero no gemelas?

—No, no son gemelas.

—¡Pero por lo menos serán brujas! ¿Son expertas en nigromancia? ¿Conoce alguna de ellas algo de magia?

—Quizá no de la que tú deseas.

—Si son egipcias serán magas. Todas las egipcias son magas: sus propias madres les transmiten tales conocimientos.

—Entonces tal vez una de ellas lo sea…, quizá las dos.

—¡Assur es bondadoso con los hombres humildes!

No regresé a Nínive hasta el mes de Ab, cuando el sol del señor de Assur reseca la tierra, hasta que su superficie se endurece como los ladrillos. El rey de Babilonia no salió a la palestra a enfrentarse con nosotros en toda la temporada, sino que mantuvo su ejército atrincherado tras los muros de la ciudad humillando cruelmente a Sennaquerib. Nadie puede atribuirse el dominio de Sumer hasta que sus soldados dominan las calles de Babilonia, y mi real padre sabía que todas sus victorias, todos los tributos que habían ingresado en las arcas reales, todas las sumisiones recibidas de soberanos de menor importancia, nada significarían si no podía regresar a su reino habiendo instalado en el trono de Babilonia a alguno de sus fieles servidores. Ardía en impaciencia de que llegasen cuanto antes las nuevas compañías que formábamos en el norte para emprender el asalto definitivo. Por ello me envió a Nínive, para cuidar de que se cumpliese su voluntad.

Acompañado de una escolta personal de doce hombres cabalgamos durante las horas del día sin descanso. Al concluir la octava jornada ya se distinguían los muros de la ciudad. Aquella misma noche atravesé la puerta uniformado como un vulgar soldado para que mi retorno no diera pábulo a falsos rumores, pues una gran metrópoli es como una mujer que da crédito a cualquier comidilla malintencionada que llega a sus oídos.

Pero si abrigaba alguna esperanza de mantener en secreto mi llegada a oídos de mi sirviente Kefalos, estaba muy equivocado. Al amanecer le encontré a la puerta del cuartel de los oficiales aguardándome y se mostró tan rápido en rendirme acatamiento que tropecé con él y estuve a punto de caerme.

—¡Señor, que los dioses te concedan mil vidas! —exclamó mientras le ayudaba a levantarse. Cada vez que le veía me parecía más grueso: en aquellos momentos apenas podía con él—. Debes perdonarme, pero hasta hace una hora no he tenido noticias de tu venida.

—No imagino cómo has llegado a saberlo siquiera considerando lo mucho que me he preocupado para evitar que nadie se enterase. Si el servicio de espionaje real fuese tan bueno como el tuyo, extendería su dominio hasta las tierras de allende el río Amargo.

Mientras atravesábamos las calles de la ciudad advertí que la gente se apartaba para cedernos paso. Aquélla era una nueva experiencia…

Casi todos parecían saber quién era yo, porque el uniforme azul que lucía de rab abru no hubiera suscitado tanto respeto. Kefalos simulaba no darse cuenta, pero observé cuan erguido pasaba entre la multitud, con la dignidad de un gran príncipe. Reconocer tal cosa abiertamente hubiera sido inconsecuente con la gravedad de su porte.

—¿Lo ves, señor? —dijo por fin entre dientes—. Hasta los perros de Nínive conocen a su futuro rey.

—Y, olvidando tu atrevimiento al darme ese título, ¿a qué se debe que los perros de Nínive reconozcan como marsarru a este humilde soldado?

—Porque es bien sabido que el médico Kefalos es el esclavo del gran Tiglath Assur, a quien Ishtar, diosa de las batallas, favorece como si fuese su propio hijo.

—Y, como es natural, todos los perros de Nínive reconocen al médico Kefalos en cuanto le ven.

—¡Desde luego!

¡Desde luego! Pensé que probablemente en aquellos momentos la mayoría de ellos le debería dinero.

Había sido muy oportuno que no me hubiese desayunado aquella mañana porque Kefalos me había preparado una especie de banquete en su casa, contigua a la puerta de Adad. Allí había pan, cerveza, vino, queso y frutas de tan diversas especies que algunas de ellas me eran totalmente desconocidas, y en cuanto a las sirvientas observé que eran todas mujeres muy jóvenes y que se expresaban entre ellas en un lenguaje que no identifiqué.

—Son uqukadi —murmuró Kefalos, señalándolas con la mirada—. El mercado de esclavas no es muy propicio para las criaturas, por lo que me he reservado doce o quince para mi propio servicio a modo de especulación… Naturalmente he efectuado una oportuna reducción de su valor en mis cuentas, puesto que tendré que mantenerlas, pero podrás comprobar, señor, que mis hurtos no rebasan los límites de la decencia. Dentro de pocos años, cuando sus encantos sean más evidentes, alcanzarán un buen precio.

Sonrió como esperando que le felicitase por su sagacidad.

—¿Y dónde tienes a la hermosa Filina, dulce como un higo?

—¡Oh, no me hables de ella, señor! Precisamente en estos momentos se encuentra arriba, en mi lecho, roncando como una marmota. Este año no he conseguido que trabaje un día decentemente desde que se obstina en creer que no puedo vivir sin sus abrazos…, y no es así, pues puedo prescindir perfectamente de ellos la mayor parte de tiempo. Ésa es en parte la razón de que haya llenado la casa con tan risueñas criaturas, confiando que reaccionaría ante semejante competencia, pero todo ha sido en vano. Aunque fortuitamente, regio señor, has escogido el camino más acertado…, porque me consta que eres demasiado joven e inexperto para haber alcanzado tanta sabiduría. Elegir la dura vida militar, en constante compañía con hombres, es la única vía posible para aquel que desea disfrutar de tranquilidad espiritual.

Me eché a reír divertido imaginando la tranquilidad espiritual de mi esclavo entre una multitud de malolientes soldados en un campamento militar, con sus conmovedoras quejas como víctima de las mujeres…, porque me constaba que Kefalos jamás sería víctima de nadie durante mucho tiempo.

—Sin embargo, ambos hemos salido muy beneficiados con tu botín, señor. Si no fueses un príncipe, desde ahora podrías considerarte en condiciones de vivir como tal. En cuanto a mí, si sigo esforzándome es porque me preocupa tu bienestar y desde luego por esa avaricia insaciable que es gloria y castigo de cualquier auténtico griego… Sin duda tú te ves menos abrumado porque las presiones maternas son siempre menos acuciantes. He difundido el bulo de que has yacido con todas esas mujeres que, como es natural, se han sentido demasiado orgullosas para negarlo, y es tal la credulidad de los asirios que han dado por ciertos esos rumores. ¡Fíjate, más de cien mujeres! ¡Están locos! De resultas de ello las pujas fueron muy animadas porque hasta al último desdichado le gusta creer que disfruta de las sobras de la monarquía. Gozas de gran popularidad en la ciudad, señor, y como te encontrabas ausente cuando murió Arad Ninlil, no existe la menor sospecha sobre ti respecto a las causas que motivaron su desaparición…

Era la primera vez que llegaba a mis oídos algún indicio sobre los rumores que circulaban acerca del envenenamiento del marsarru. Al parecer, cuando sus médicos intentaron mover el cadáver, brotó de su boca y narices un denso y negro fluido y seguidamente obligaron a ingerir unas gotas del mismo a un perro, lo que provocó su muerte al cabo de pocas horas.

Como es natural, no se habían abierto investigaciones. El asesinato de un príncipe es asunto privado del rey: ni siquiera es prudente admitir públicamente que semejante cosa haya podido ocurrir, por lo que nadie había comparecido ante la justicia. Si el señor Sennaquerib abrigaba algunas sospechas se las reservaba para sí y tomaría las medidas que considerase necesarias en el momento y del modo que considerase adecuado.

Me sorprendió que desde mi regreso de Nínive, mientras estuvimos juntos, mi real padre no aludiese en ningún momento a la muerte de su hijo, ni siquiera de pasada. Era como si Arad Ninlil, a quien los dioses no habían protegido, jamás hubiese existido.

Regresé a la Casa de la Guerra con el espíritu ensombrecido, pareciéndome como si a mi alrededor se estuviese tejiendo una telaraña, sutil pero muy consistente.

¿A quién se le había abierto el camino del trono, a Asarhadón o a mí? Durante los últimos años habían desaparecido muchos príncipes y, al parecer, en aquellos momentos alguien estaba usurpando las funciones de la señora Ereshkigal.

Durante varios días estuve muy ocupado preparando el nuevo ejército del rey, lo que me resultó muy conveniente porque no me quedó tiempo para entregarme a mis pensamientos. Sólo en una ocasión me permití el lujo de pasar un día y una noche en «Los tres leones» para visitar a mi madre, a cuyos oídos, naturalmente, no había llegado ninguna noticia y estaba ignorante de todo cuanto sucedía. Por consiguiente se sentía tan contenta como puede estarlo una madre cuyo único hijo combate en una gran guerra. Fueron unas horas en compañía de la única mujer que conocía que no estaba intrigando. Cuando a lomos de mi caballo emprendí el regreso a Nínive, sentía como si me dispusiera a cometer algo deshonesto.

Y así fue cómo acudí a visitar a Asharhamat en el palacio real, a aquella que había prendido tan fuertemente mi corazón en sus redes que jamás podría liberarme de ellas.

Pero aquel día no sería su único visitante. Cuando entré en su jardín la encontré sentada junto a la fuente acompañada de otra mujer que vestía una negra túnica recamada con hilos de plata que la hacían resplandecer como un cielo estrellado. Incluso el chal que cubría sus cabellos estaba ribeteado de plata. Al oírme llegar volvió la cabeza y me sonrió como si me estuviera esperando y al punto reconocí en ella a la señora Naquia.

Hacía muchos años que no la veía, desde los tiempos de mi infancia, en que me parecía tan temible como un escorpión. Ya no era joven, pero a mis ojos más joven que la augusta belleza que había gobernado el gineceo como la antigua Semíramis y también más menuda, aunque acaso me engañase mi memoria. Estaba sentada junto a Asharhamat, al parecer tan unidas como madre e hija. Podía sonreír y sonreía y, pese a que me constaba que estábamos destinados a ser enemigos hasta la muerte, me puse la mano sobre el corazón y me incliné ante ella.

—Has crecido, Tiglath… ¿Aún puedo darte ese nombre, augusto príncipe? —Le chispearon burlones los ojos un instante y sin esperar respuesta añadió—: Y sin embargo, aunque tu gloria se extiende por la tierra, creo que te seguiría reconociendo en cualquier lugar. ¿Cómo se encuentra tu madre?

—Bien, señora. Es muy feliz. Confío que tú también lo seas.

—Sí…, estoy bien.

El tiempo se había mostrado clemente con Naquia, que aún seguía siendo considerada en la ciudad como una hermosa mujer… En realidad, puesto que acababa de abandonar su reclusión en el gineceo, su recién descubierta belleza sorprendía a muchos como una revelación.

Sin embargo era una belleza que producía una especie de escalofrío. Resultaba imposible dejar de advertir que aquella mujer carecía de escrúpulos y que era incapaz de experimentar ningún afecto y se intuía que tan sólo se dejaría guiar por los calculadores dictados de su cerebro. No me costaba comprender que, según decían, mi padre hubiese dado cinco talentos de plata a un tabernero de Borsippa para poder llevarse a su lecho a aquella esclava salvaje de negros ojos. Pero me parecía digno de compasión si había llegado a amarla.

—¿Puedes darme alguna noticia de mi hijo, Tiglath? —inquirió sonriéndome de nuevo, como si reconociese una debilidad vergonzosa—. Hace varias semanas que le escribí, pero, como es natural, sigo sin respuesta. Sin duda comprenderás que una madre siempre tema lo peor.

—Lo único que le aqueja es el aburrimiento, señora. En esta campaña luchamos a base de asedios, lo que significa que Asarhadón, en su calidad de oficial de caballería, lleva una existencia muy sombría. Le impacienta permanecer inactivo y está deseando tener oportunidades para sorprendernos con su heroísmo —le respondí con sincera sonrisa.

No sentía tanto odio hacia aquella mujer como para hacerla sufrir innecesariamente por su hijo, que era mi mejor amigo.

—Has tranquilizado mi espíritu y éste es el mejor obsequio que podías otorgarme. —Se levantó y me dio la mano, que cogí instintivamente—. En recompensa te dejaré a solas con esta dama cuya compañía me consta que prefieres a todas las glorias y riquezas del mundo. Adiós, Tiglath Assur, preferido de los dioses.

Y al cabo de unos instantes, cuando aquella negra sombra pasó entre nosotros, me volví hacia Asharhamat, que me miraba con una expresión tan sombría como la propia muerte.

—Desde que es la primera dama de palacio suele venir por aquí: al parecer ya me contempla como su futura nuera.

Pensé que pasaría gustoso mi vida mirándome en sus ojos, en los que podría perderme hasta sentirme vacío, hasta que ya no tuviese otro deseo que convertirme en una pequeña parte de ella. Sus ojos se expresaban en un lenguaje que únicamente comprendía mi propio corazón y, sin embargo, parecían no decir nada, con un silencio que nada revelaba, pero que sugería la existencia de secretos que jamás llegaría a sospechar.

«¿Qué has hecho? —en mi cerebro me parecía oír aquella pregunta implícita y no formulada—. ¡Asharhamat, a quien amo más que a mi vida, con una pasión sorda a la propia voz del dios…! ¿Qué has hecho… o acaso a qué has accedido?».

—No recuerdo haberte preguntado por qué se encontraba aquí la señora Naquia, Asharhamat.

La joven se arrojó en mis brazos y nuestras bocas se fundieron con avidez y ternura, desechando cualquier duda que pudiera turbar mi mente. Lo relegué todo al olvido cuando sentí su cuerpo contra el mío. Lo olvidé… o dejé de preocuparme. Solamente sabía que debía aceptar su amor en las condiciones que ella decidiese ofrecérmelo.

Si en ello existía algún pecado, decidí asumirlo en aquel momento al igual que aceptaba el amor de Asharhamat.

—¿Me sigues amando? —susurró atrayéndome hacia ella, de modo que percibí su cálido aliento junto a mi oreja—. ¿Te he perdido para siempre, Tiglath Assur, favorito de los grandes dioses o, aunque en pequeña medida, sigues recordando el nombre de Asharhamat?

No necesitaba oír mi respuesta… En realidad ya la conocía. Mientras permanecíamos sentados junto al borde de la fuente y recorría su cuerpo con mis manos, la sangre latía en mis sienes como los tambores de guerra de los elamitas y había olvidado todo razonamiento sobre prudencia y honor. Sólo me importaba ella, el perfume de sus cabellos, la curva de sus senos bajo mis dedos, su lengüecita que se introducía entre mis labios como un colibrí en la corola de una flor. Tan sólo me importaba aquel instante en que almas y cuerpos se unificaban.

Y, de pronto, ella me rechazó bruscamente.

—He estado pensando —dijo—. Estoy obsesionada. No puedo pensar en otra cosa.

—Sí… También yo… Por las noches recuerdo tu dulce cuerpo…

El deseo ahogaba mis palabras. Intenté besarle el cuello, pero comprobé que había dejado de pertenecerme. Estaba totalmente absorta en sus pensamientos.

—Pienso acudir al templo de Ishtar, donde tú me estarás esperando con tu moneda sagrada de plata.

Tardé varios segundos en comprender el significado de sus palabras. Su rostro tenía una expresión reconcentrada. Parecía tallado en bronce: en aquel momento me pareció irreconocible. ¿Era realmente Asharhamat? ¿Qué ser era aquel que yo había llegado a amar con pasión tan incontrolable? Lo ignoraba.

—Es un deber que deben cumplir todas las mujeres, desde la más humilde a la más egregia. ¿Por qué no has de ser tú quien rompas el sello de mi virginidad, Tiglath Assur, a quien amo más que a los dioses y al propio rey? ¿Tú, que le sucederás en el trono? ¿Por qué no has de ser tú?

—Porque está prohibido. La diosa Ishtar exige que sea un desconocido quien…

—Ishtar es también diosa de las batallas y tú eres su predilecto… ¿Por qué no iba a perdonar…?

—Nunca perdonaría semejante cosa.

—Sí, lo perdonará. Perdonará esto y todo lo demás.

No me atreví a prolongar mi estancia en Nínive. Cuando el nuevo ejército del rey apenas se había sacudido el polvo en la plaza de armas, ordené que se dispusieran a partir al rayar el alba. Atrás quedaba el amor y la pasión y me disponía a enfrentarme a una peligrosa empresa, pero huía de Nínive como de la propia muerte.

A los tres días de marcha se presentó ante mí un emisario que me transmitió órdenes de que nos incorporásemos al grueso del ejército que se había instalado ante las murallas de Babilonia.

¡Babilonia! ¡De modo que había llegado el momento! Nuestros soldados habían acampado frente a los muros de la ciudad más grande del mundo.

—Nos instalaremos aquí y aguardaremos a que mueran de hambre —me dijo el rey—. Les interceptaremos los suministros de víveres y únicamente dispondrán de agua fangosa para beber. ¡Ésta es la ciudad que vendió a mi hijo a los elamitas, Tiglath! No me importa lo que tengamos que esperar. Babilonia tiene una gran deuda conmigo, ¡y por los grandes dioses que me la cobraré!

Babilonia, ciudad de Marduk, cuyos muros tenían setenta codos de altura y estaban revestidos de ladrillos refractarios y cuyas puertas eran la maravilla del universo. Y nosotros la humillaríamos y la aniquilaríamos sin importarnos el tiempo que fuese necesario. Un mes sucedería a otro y las estaciones de las inundaciones llegarían y pasarían. El rey nuestro señor había tomado la firme decisión de conquistar la ciudad y vengar a su primogénito.

Así fue cómo el ejército que yo había conducido desde Nínive se dispuso a aguardar el favor de los dioses.