Porque los dioses así lo quisieron transcurrieron varios meses sin que yo viese a Asharhamat. A la mañana siguiente, antes de que el sol despertase en el cielo, encontré a un mensajero junto a la puerta del cuartel que me tendió una tablilla con el propio sello real en la que el monarca me ordenaba que compareciese cuanto antes a su presencia. Tan sólo tuve tiempo de refrescarme la cara y vestir el uniforme en presencia del propio mensajero y eché a correr en dirección a palacio. Mas no tenía por qué apresurarme tanto, pues me vi obligado a esperar en una antesala, mientras me preguntaba si el rey estaría informado de mis delitos y cómo decidiría vengarse de mí.
Y cuando se abrió la puerta de los aposentos reales no fue mi padre ni siquiera uno de sus pajes quien acudió a reunirse conmigo, sino Shaditu, cubierta únicamente con una tenue túnica de lino que recibía la luz por detrás y recortaba su silueta tan claramente como si estuviese desnuda; al ver mi expresión se echó a reír.
—Ya he cumplido con mi deber. Él se siente satisfecho cuando le ayudo a bañarse —dijo sin molestarse siquiera en mantener sus ropas cerradas ante mí, al tiempo que encogía sus delgados hombros—. Es un anciano… ¿Qué puede hacer si no mirar? Pero si fueses tú, Tiglath, hermano…
Se me acercó, me rodeó el cuello con los brazos y me besó lascivamente en la boca.
—¡Si estuviésemos en Elam! —susurró roncamente—. En Elam es una alta distinción que un príncipe real se acueste con su hermana. Significa que quiere…
Pero ya empezaba a estar un poco harto de que las mujeres se arrojaran a mis brazos. La empujé tan brutalmente que tropezó y cayó en el suelo.
—No estamos en Elam, señora —repuse secamente.
Pero ella se limitó a apoyarse en sus blancos brazos, riendo neciamente como una ramera ebria.
—Sólo por esto podría ordenar que te empalasen —observó, como si fuese un asunto sin importancia, aunque sin mostrar intención de levantarse—. Pareces disfrutar corriendo peligros, hermano. O acaso eres más inteligente de lo que pareces y sabes que las mujeres encontramos excitante cierta brutalidad. Ven, ayúdame a levantarme y podrás besarme otra vez.
Al ver que no me movía, se levantó por sí sola.
—En otra ocasión será.
—¡Ven, Tiglath, hijo mío!… ¿Os conocíais?
Era el rey quien pronunciaba aquellas palabras al asomar por la puerta la cabeza cubierta por un paño, haciéndome señas para que me aproximase.
—Ven, ven, hijo mío… Y tú vete, pequeña; tenemos que hablar cosas propias de hombres.
Despedía a Shaditu con una sonrisa, como si fuese una criatura, y ésta, con una mirada en la que se burlaba de todo el género masculino, abandonó la habitación silenciosamente con sus pies desnudos. En el instante en que desapareció, el rey pareció olvidar su existencia. Me pasó un brazo por los hombros y me hizo pasar a sus habitaciones.
—Tengo noticias que te harán muy dichoso, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, Rey de Reyes. Verás: tropezamos con ciertas dificultades en el norte…
Me proponía que dirigiese una expedición de castigo contra una tribu de bárbaros procedentes de las montañas del este que habían tenido la insolencia de instalar sus tiendas ostensiblemente entre los meandros del norte del tío Tigris. Los campesinos de aquella zona habían enviado un mensajero a Nínive quejándose de que sus aldeas habían sido saqueadas por aquellos desalmados, que les habían robado sus mujeres y su ganado, y el rey había pensado que aquélla sería una excelente ocasión para que yo pusiese en práctica mi nueva táctica de infantería. Debía partir inmediatamente. Dentro de tres horas mis hombres tenían que estar dispuestos para marchar: ni siquiera disponía de tiempo para enviar un mensaje.
Y aunque se me desgarraban las entrañas por tener que separarme de Asharhamat, no podía ocultarme a mí mismo que experimentaba cierta sensación de alivio, como si por el momento hubiese logrado escapar de muchas y peligrosas complicaciones.
Además, era la primera vez que como oficial desempeñaría el mando de modo independiente sobre tres compañías de soldados de infantería y un destacamento de caballería. No me entusiasmaba la perspectiva de volver a encontrarme con aquella hermana excesivamente cariñosa, y el amor de Asharhamat era una trampa que siempre me estaba aguardando y podía arruinar nuestras vidas fácilmente en cualquier momento.
Tras el primer día de marcha acampamos casi a la vista de «Los tres leones», pero no me acerqué a ver a mi madre, comprendiendo que no causaría buena impresión en mis hombres, aunque debo confesar que no era ésta la principal razón por la que me abstuve de visitarla. Me aterraba enfrentarme a ella, porque sin duda me preguntaría por Asharhamat y desconfiaba de mi habilidad para urdir una mentira.
Tardamos seis días en llegar al recodo que el río forma hacia los montes Tauros, similar a la cuerda tensa de un arco. Aunque todavía quedaba casi un dedo de nieve en el suelo, no tuve dificultad alguna en descubrir las huellas de mis adversarios nómadas: me bastaba con contemplar las aldeas incendiadas y percibir el hedor de los cadáveres corrompidos de hombres y animales para comprender que se hallaban muy próximos.
«¡Qué inútil carnicería! —me dije encolerizado—. Parecen niños que arrancasen alas a las moscas porque están aburridos. Esta gente es incapaz de combatir como hacen los soldados. En cuanto vean al ejército en el campo de batalla huirán a sus montañas como venados y todos los esfuerzos desplegados habrán sido en vano».
Mas no tenía por qué preocuparme, pues los uqukadi, aunque salvajes, no eran cobardes. Sin duda habrían sido absorbidos por otros pueblos o habrían desaparecido de la capa de la tierra; en aquellos tiempos nada había más efímero que las agrupaciones tribales que se formaban en las estribaciones de las montañas.
Apenas acabábamos de instalar nuestro campamento se personó una delegación enemiga en mi tienda, iniciando sus conversaciones en términos tan insultantes que constituían un claro desafío a la lucha.
El grupo estaba formado por tres elementos, todos ellos de mediana edad y grises mechones en sus barbas. Parecían establecer su graduación ateniéndose a sus respectivas edades y vestían túnicas azules y chalecos negros, sin duda distintivo de la gente de calidad de su tribu. Pero no existía ninguna otra similitud entre ellos. Las variedades de la especie humana son iguales en todas las razas, y su cabecilla, un tipo corpulento de lentos movimientos que sonreía constantemente sin motivo, hubiera podido encontrarse en Babilonia o Etiopía, donde los jefes de las tribus adornan sus cabellos con huesos y viven en chozas de paja.
Su subordinado más próximo, un tipo de elevada estatura, era sin duda el bravucón del grupo. Una cicatriz le cruzaba el rostro desde la sien izquierda hasta casi la barbilla y sus ojos negros y saltones tenían feroz expresión. Decidí al punto que si debía enfrentarme con él en una batalla antes de la puesta de sol, procuraría conseguir que empalaran su cabeza porque era de aquellos que por instinto buscan el poder y cuando lo ostentan imponen vejaciones sin límite a su propia gente y a sus vecinos.
El último —con frecuencia me he preguntado por qué caprichosa alteración del orden social se había visto elevado hasta la honrosa distinción de negociar tratados de paz y guerra, aunque fuese en representación de una tribu de bandidos montañeses— era raquítico, de escasa estatura y, según deduje, casi idiota. No hablaba jamás, pero asentía enérgicamente a todo cuanto decían los otros…, y en ocasiones incluso a mis propias afirmaciones. Aunque quizá, después de todo, no fuese tan pobre de espíritu porque fue el único bastante sensato de los tres para sentirse asustado. En el transcurso de nuestra breve entrevista me pareció a punto de huir como un venado a la vista de una serpiente.
Los recibí en mi tienda sentado tras una mesita. Cuando entraron no me levanté ni abrí la boca, para hacerles comprender de ese modo que un oficial al mando de los soldados de Assur no se atiene a fórmulas de cortesía tratando con harapientos salteadores nómadas que calculan sus bienes por cabezas de ganado. Por consiguiente, durante unos dos minutos aguardamos los cuatro entre un tenso silencio.
—Me pregunto en qué está pensando el gran monarca de Nínive para poner al frente de sus tropas a un muchacho —señaló por fin el de más edad, expresándose en un arameo bastante fluido, mientras el idiota cabeceaba enérgicamente varias veces en señal de asentimiento sin apartar sus ojos de mí con expresión de perro apaleado.
—Acaso crea que en esta ocasión bastaba con un muchacho, como tú me calificas…
Le obsequié con una sonrisa forzada, lo más desagradable posible. En aquellos momentos ya había comprendido que tan sólo estaba tratando de constatar mi debilidad, y si no le llevaba al rey sus cabezas posiblemente comprarían a algún esclavo para que me cortase el cuello mientras durmiese. Aquello sólo podía concluir con un mar de sangre.
—El rey de Nínive es clemente —proseguí sin dejar de sonreírles—. Si os marcháis ahora dejando vuestras espadas, mujeres y ganado, os permitirá regresar a las montañas, donde podréis morir de inanición cuando llegue la hora. Si no lo hacéis así, os arrebataré tales cosas y moriréis aquí.
—¿Tú…, muchacho?
Aquel que tenía más fiera expresión se adelantó hacia mí como si se dispusiera a fulminarme por mi insolencia. Pero ambos sabíamos que no lo haría, por lo que no me alteré lo más mínimo.
—Sí, yo, Tiglath Assur, que se enfrentó a los elamitas en Khalule y ha dado muerte a mejores guerreros que puedas serlo tú o cualquiera de tu tribu, aunque cualquier hombre de Assur podría aplastar a un gusano con el pie y jactarse de lo mismo. ¿Habéis venido a solicitar la clemencia real? ¿Habéis recogido ya vuestros cacharros de cocina?
—Esta tierra es fértil —repuso el más fornido con una sonrisa estúpida, tan instintiva como su propio sudor—. Podemos permanecer en ella mediante un acuerdo. Somos un pueblo poderoso, y al rey de Nínive podría resultarle conveniente establecer una alianza con nosotros.
—Al rey, que reina aquí al igual que en Nínive, sólo le resultáis convenientes como pasto de los cuervos. No me hables de acuerdos: ya has oído cuáles son sus condiciones. El país de Assur sólo puede ser para vosotros un lugar donde enterrar vuestros huesos, de modo que pagad tributo y largaos.
Se había desatado mi ira, aunque no mi voz. Ya no debía parecerle un muchacho. No debía deshonrar a mi rey y a mi patria perdiendo la sangre fría ante aquellos ladrones vagabundos que no conocían la autoridad de ningún rey y consideraban la tierra como algo que levantaban los cascos de sus caballos. Mas estaba irritado porque sentía miedo, pues había visto extenderse por la llanura como flores las hogueras donde guisaban sus alimentos. Yo había acudido allí con apenas cuatrocientos hombres y, a juzgar por las dimensiones de su campamento, probablemente ellos contarían con unos mil guerreros. Era razonable que sintiese miedo, pero me expresaba en nombre de mi padre y no debía demostrarlo.
—¿Y si decidiésemos quedarnos? ¿Qué haría entonces tu rey, poderoso guerrero?
Su poderoso guerrero también me sonreía pronunciando aquellas palabras y la cicatriz de su rostro se arrugaba como cuero viejo.
—Entonces seréis víctimas de la muerte y la esclavitud, hasta tal extremo que aquellos que sobrevivan creerán que la muerte es una bendición.
—Tus amenazas son muy elocuentes, héroe.
—Para mayor exactitud te diré que no amenazo en balde.
De repente pareció que no teníamos nada más que decirnos. Tras un enojoso silencio, que acaso se prolongó durante un cuarto de minuto, llamé al guardián que estaba apostado a la entrada de la tienda.
—¿Qué deseas, príncipe?
Mis dos interlocutores principales cambiaron una mirada, el más corpulento de ellos enarcó las cejas sorprendido, pero no era momento de presentaciones formales, de modo que simulé no reparar en su actitud.
—Facilita a nuestros visitantes un salvoconducto para que puedan regresar a sus filas; sin duda aprovecharán la oportunidad para despedirse de sus esposas e hijos por última vez.
Permanecí en el límite del campamento con el ekalli que había luchado conmigo en Khalule, observando cómo los tres emisarios se alejaban por la desierta llanura hasta que desapareció el polvo que habían levantado los cascos de sus caballos, sin dejar de pensar un instante que al día siguiente a estas horas aquella tierra estaría cubierta de sangre, cadáveres y moribundos. Nos volvimos uno frente al otro y él se encogió de hombros como si dijese: «Bien, por lo menos esto ya ha concluido».
—Son muchos —indicó señalando con el brazo hacia el horizonte como si los uqukadi fuesen tan numerosos como una plaga de langostas—. Y, según tengo entendido, nada cobardes. Mañana tendremos que ganarnos el pan, príncipe.
—Acaso sean innumerables y cada uno de ellos tan valiente como un león, pero cuando liega el momento de luchar cada hombre lo hace individualmente. La chusma jamás podrá compararse a un ejército disciplinado, Lushakin. No temas…, hemos venido a conquistar, no a perecer.
Regresé a mi tienda. Llegaba la noche y deseaba estar solo.
En el curso de mi primera batalla había luchado como simple soldado y, en la siguiente, lo haría como único caudillo. Debo confesar que la segunda noche que viví previa a una jornada de exterminio y sufrimientos aún fue más dura que la primera, si ello es posible. Sabía que si al día siguiente perdíamos la batalla seguramente mi cadáver se encontraría entre los que se corromperían bajo el sol, pero lo que más me atormentaba era pensar en todos aquellos que descansaban confiados cerca de mí y a quienes condenaría a la destrucción. Morir es terrible, pero fracasar… Si tenía que resultar de tal modo, podría considerar una bendición encontrar mi simtu en el país que me había visto nacer.
Aquella noche no me esforcé por conciliar el sueño. En esta ocasión no se encontraba a mi lado ningún Nargi Adad para obligarme a beber fuerte cerveza babilonia, por lo que fui presa indefensa de mis propios pensamientos y ni siquiera me molesté en tenderme. Me pasé toda la noche estructurando una y otra vez la batalla mentalmente, tratando de considerar todos los aspectos desde la perspectiva del enemigo para poder descubrir el punto en que mi táctica podía fracasar. Y a mi alrededor dormían aquellos hombres que acaso sólo volverían a descansar en brazos de la muerte. Aquellas horas fueron muy angustiosas para mí: temía y confiaba al mismo tiempo que jamás llegase la aurora.
Mas por fin llegó. El sol, el gran disco encendido de Assur, apareció sobre las montañas del este disipando la niebla que brotaba del frío suelo cubierto de nieve y a mi alrededor todo el campamento despertó a la vida. Antes de salir de mi tienda llegó a mis oídos el tintineo metálico de las armas y el sonido sofocado de muchas voces. Los hombres se acurrucaban en torno a las hogueras, donde se preparaban los alimentos y se desayunaban, o como buenos obreros preparaban sus instrumentos para la jornada laboral. Había oído a generales expresarse despectivamente de sus hombres, pero yo nunca he comprendido tales palabras porque los soldados, en su mayoría, son seres valientes y nada presuntuosos y poseen todas las virtudes, sencillez y honestidad propios de la gente humilde que debe trabajar para ganarse la vida. Aquella mañana quería a mis hombres, y aunque muchos, o acaso la mayoría, eran mayores que yo, los amaba con amor paterno y mi corazón sufría pensando en las penalidades a que se verían sometidos durante las próximas horas.
Mi plan era muy sencillo. Dos compañías de infantería en formación romboidal, a fin de poder defenderse de los posibles ataques que recibirían de cualquier lado, marcharían hacia el campamento enemigo. Los uqukadi los atacarían con todos sus efectivos —por lo menos así lo esperaba—, porque si no nos detenían en terreno abierto, lejos de sus tiendas, su ganado y sus familias, lo perderían todo. Cuando la batalla estuviera en pleno apogeo enviaría a la restante compañía de infantes y a mi único contingente de caballería, ambos por extremos opuestos, a izquierda y a derecha, para flanquear al enemigo, acosándolo por múltiples direcciones a la vez. No se trataba de un plan en el que se desplegase gran habilidad estratégica. El desenlace de la batalla no dependería de mi genio: cifraba mis esperanzas en las nuevas lanzas de acero que debían detener a los jinetes uqukadi confiando en la disciplina de mis hombres y que lo que había podido funcionar en la plaza de armas de Nínive resultase efectivo también allí.
Había entrenado a aquellos soldados hasta hacerles maldecir mi nombre y hasta que sus esposas e hijos también llegaron a maldecirme. Únicamente confiaba que estuviesen bastante preparados. Habíamos luchado juntos previamente y sabía que eran buenos elementos en los que podía confiarse. Si fracasábamos sería por culpa de su cabecilla, no por ellos: yo sería el único culpable.
Regresé a mi tienda a recoger la jabalina. En esta ocasión no la necesitaría porque no lucharía junto a ellos, pero me sentía mejor empuñándola.
Cuando el sol se levantó blanqueando el cielo rosado, las compañías se reunieron formando filas y mis oficiales se presentaron a recibir mis últimas órdenes. Cambiamos impresiones entre murmullos y seguidamente subí a la plataforma de un carro de intendencia para dirigirme a mis hombres. Sentía como si tuviera el corazón en el cuello, como si me estuviera tragando una manzana entera.
—Sabéis perfectamente lo que se espera de vosotros —vociferé. Mientras arengaba a mis tropas un suave viento arrastraba mis palabras, haciéndolas casi inaudibles—. No voy a deciros que luchéis valerosamente porque me consta que lo haréis sin que os lo ordene. Mas sí os diré que actuéis con cuidado: ellos son muchos y nosotros pocos, pero combatirán como una chusma y vosotros os comportaréis como lo que sois: el ejército disciplinado de Assur, que actúa y piensa como un solo hombre. Esta batalla no depende de uno de nosotros, sino de todos juntos. Por tanto mantened vuestra formación, y esta noche no serán nuestros cuerpos los que yazgan sobre el campo de batalla como hojas caídas. ¡Buena caza!
Ignoro si era aquello lo que querían oír, pero de todos modos me vitorearon con el entusiasmo propio de los soldados. Sólo sé que lo que había deseado decirles era muy distinto, pero jamás habría podido decirlo: no hubiese encontrado las palabras necesarias para ello.
Resulta muy extraño observar a distancia cómo se desarrolla la batalla cuya estrategia uno mismo ha organizado. Extraño e incómodo. Aquellos hombres a quienes conocía por su nombre y cuyos hijos había visto jugar por las calles se veían tan pequeños y lejanos que no lograba distinguirlos entre sí. Todo era muy abstracto, como una táctica bélica que se jugase sobre un tablero de ajedrez con soldaditos de madera y, sin embargo, del resultado de aquella batalla dependían muchas cosas: mi vida, las vidas de mis hombres y, acaso algún día, el propio destino del imperio de Assur. Sentado sobre un promontorio que dominaba el campo y rodeado por algunos oficiales y por los mensajeros que transmitían mis órdenes a los soldados, maldecía aquel tipo de existencia que había escogido al comprender lo que en seguida resulta evidente para cualquier jefe, que la facultad de disponer de la vida o la muerte no depende únicamente del poder de los simples mortales.
Las dos formaciones romboidales avanzaban dificultosamente por la llanura aplastando la amarillenta hierba. Distinguía la nube polvorienta que levantaban en su camino, pero al principio apenas parecían moverse. Sus lanzas de acero eran invisibles para mí. Los observaba como debía observarlos el enemigo y trataba de imaginar qué pensarían ellos al verlos. Cuando casi habían alcanzado el centro del campo aparecieron los primeros jinetes uqukadi haciendo destellar sus espadas a la luz del sol.
Mis hombres se comportaron valerosamente y fueron muchos los caballos que cayeron de costado como cerdos que resbalasen por el hielo. Los arqueros no malgastaban sus flechas y se aseguraban para no errar los disparos. Los uqukadi tenían una caballería portentosa, pero dudo que más de la mitad de sus jinetes lograse sobrevivir y aproximarse siquiera a nuestras filas. Y aquellos que lo consiguieron se encontraron con la desagradable sorpresa que los esperaba cuando las erizadas lanzas de acero entraron en combate. Los caballos relinchaban de pánico al verlas y pisoteaban a sus jinetes o los abandonaban a su suerte con una jabalina clavada entre los omóplatos.
El sistema funcionaba.
En una, dos, tres ocasiones la infantería empuñó sus lanzas y se adelantó sin perder su formación y seguidamente dejó caer de nuevo las armas para que los arqueros pudieran sembrar la muerte entre los enemigos. Descubrí algunos cadáveres por el suelo luciendo nuestro uniforme, pero en número reducido. Y los uqukadi, aquellos que seguían con vida, habían resultado chasqueados. Su caballería había quedado prácticamente inutilizada, sumándose al número cada vez más creciente de sus pérdidas. El plan resultaba efectivo.
—¡Enviad la tercera compañía!
—¿Y la caballería, príncipe?
—¡No! ¡Mantenedla en reserva! Cuando llegue el momento realizará el asalto definitivo. Ahora no es necesaria.
Y de pronto me limité a presenciar la carnicería que sobrevino a continuación.
A mediodía todo había concluido. Los efectivos de la caballería enemiga que pudieron se entregaron a la huida; aquellos que no lo lograron ni se rindieron, fueron exterminados. Apenas había transcurrido una hora cuando a lomos de mi caballo me introduje en pleno campamento uqukadi.
Se oyó el ladrido de algunos perros. Aquél fue el único sonido que se percibió. Aunque no se veía a nadie, ello no significaba que no se encontraran allí los supervivientes. Mujeres, hombres y niños que siempre habían sido valerosos permanecían acobardados dentro de sus tiendas, esperándome mientras yo inspeccionaba entre aquel caos de hogueras semiconsumidas y armas abandonadas. Sabían perfectamente el destino que aguardaba a los vencidos, pero ninguno de ellos se atrevía a levantar la mano contra mí o alguno de mis soldados.
—¡Rodeadlos! —ordené inclinándome sobre mi montura para dirigirme a Lushakin, que miraba en torno asombrado ante tantas facilidades—. Reunidlos como si fuese un rebaño y eliminad a aquellos que ofrezcan resistencia. Vigiladlos, pero sin preocuparos en exceso: no hay que demostrar excesivo interés por los enemigos vencidos. Hacedles aguardar un rato para que tengan tiempo de preguntarse qué vamos a hacer con ellos. Recoged los caballos, alimentad a nuestros soldados y dadles un merecido descanso. Pero mantened una férrea disciplina… No quiero que se entreguen al saqueo. Hablaré con mis prisioneros después de comer.
A las doce, cuando el sol comenzaba a teñirse con el color de la sangre, me dirigí hacia el recinto cercado donde habían quedado confinados los uqukadi que seguían con vida, los cuales se apretujaban como dátiles en una jarra. Al verme llegar la multitud se arrodilló y humilló los rostros en el polvo, pues comprendían que había llegado la hora del juicio y estaban terriblemente amedrentados. Los hice esperar sin apearme de mi montura, que resoplaba y arañaba la tierra con sus cascos, como si, pese a ser un simple animal, presintiese lo que iba a suceder.
No debían de ser más de dos mil almas, en su mayoría mujeres, que aguardaban a oír las palabras que pronunciaría y que significarían su vida o su muerte. Sus compañeros se estarían convirtiendo en carroña o habrían huido… Supongo que aquel día sucumbieron unos setecientos guerreros uqukadi, dejando que sus mujeres, hijos y ancianos pagasen el precio de su insensato valor.
—¡Poneos en pie para oír mi sentencia!
Se levantaron con expresión sombría y derrotada, fijando las miradas en el suelo. Los niños se ocultaban tras las amplias faldas de las mujeres para que no los viéramos; los hombres reflejaban el terror de quienes ya sienten el filo de la espada en el cuello.
—Deseo que se presenten ante mí vuestros cabecillas, todos vuestros superiores. Quiero verlos a mis pies antes de la décima parte de una hora u os arrojaré a la hoguera y vuestros hijos morirán cargados de cadenas. Me los entregaréis vosotros mismos y antes de que concluya el plazo que os he fijado.
No tuve que esperar mucho. Al cabo de unos instantes veinte hombres ataviados con las túnicas azules y los chalecos negros que constituían el distintivo de su rango se vieron empujados hacia adelante, arrojados del círculo de sus antiguos partidarios que tan sólo deseaban eludir el peso de la venganza del terrible Assur. Aunque debían de imaginar que nada podía salvarlos, se arrojaron a mis pies, viéndose vigilados al instante por mis soldados, que los rodearon empuñando sus espadas.
—¡Vosotros! —exclamé, llamando a dos hombres de mi antigua compañía—. Meteos en las pocilgas que esa gente utiliza como campamento y buscad un hacha y algo que podamos utilizar como tajo. Apresuraos…, sería descortés hacer esperar a tan distinguidos personajes.
Mis hombres rieron, pero nuestros prisioneros no debieron de encontrar tan divertida aquella situación. Por fin, cuando comprendieron que podían considerarse muertos, los principales uqukadi se pusieron en pie. Entre ellos reconocí únicamente al supuesto idiota que había acudido a mi tienda a parlamentar sin que hubiese llegado a despegar los labios. Le hice señas para que se adelantase.
—¿Dónde están los otros dos? —le pregunté.
Por un momento pareció confundido, como si no lograse entenderme y luego volvió a bajar la vista.
—Desaparecieron, poderoso príncipe —dijo. Al parecer había recobrado la voz—. Uno de ellos ha huido y el otro ha perdido la vida.
Señaló hacia el campo de batalla donde los cuervos celebraban su festín. No me costó imaginar cuál de ellos estaría allí; me pregunté en qué lugar de las montañas se encontraría en aquellos momentos el tipo corpulento de estúpida sonrisa.
—Bien, te concedo la vida por la información que me has facilitado. Ve a reunirte con tu gente.
Le temblaban las rodillas y mostró intención de besarme los pies, pero obligué a retroceder a mi caballo para evitarlo. No pretendía ser generoso, como tampoco lo había sido cuando exigí que los uqukadi me entregasen a sus cabecillas para castigarlos. Aquel individuo probablemente era un cobarde, pero sin duda no tan necio como parecía. Tal vez se pusiera al frente de su tribu, pues éstos no escogerían otro caudillo más enérgico; tras las traiciones sufridas aquel día ninguno de sus cabecillas volvería a confiar en la fidelidad de aquellas gentes y ellos lo sabían muy bien: una nación que ha perdido sus ilusiones jamás volverá a ser fuerte.
Por entonces los soldados ya habían regresado con una magnífica hacha de doble filo y con un consistente bloque de madera que alguien debía de haber utilizado como silla y parecían muy satisfechos de sí mismos.
—Traed a uno de los ayudantes de cocina —ordené—. Éste es un trabajo propio de carniceros.
Durante un cuarto de hora el aire apestó a sangre. Los hombres apoyaron su cabeza sobre el bloque poniendo la mejilla en la sangre coagulada de su predecesor y el ayudante del cocinero, una mole cubierta de vello que se había despojado de sus ropas y se cubría únicamente con un taparrabo para no ensuciarse, los iba decapitando tan limpiamente como si cortase nabos para el caldo, y seguidamente, antes de que las cabezas rodasen por el suelo, apartaba de una patada el crispado cadáver de la víctima, dejando sitio para la próxima. Presencié aparentemente impertérrito las ejecuciones sobre mi caballo, aunque el hedor a muerte me alteraba profundamente, mientras los uqukadi observaban el espectáculo silenciosos y horrorizados. Comprendí perfectamente sus sentimientos.
Cuando todo hubo concluido, el ayudante del cocinero recogió las cabezas cercenadas en un gran saco de cuero para enviárselas al rey como trofeo.
—No lamentéis la muerte de esas gentes —indiqué a los uqukadi, señalando los cadáveres decapitados que yacían a mis pies, algunos de los cuales aún sacudían sus miembros como marionetas de madera—. Os condujeron a la ruina y yo os he hecho un favor liberándoos de ellos. Ahora os daré a conocer las condiciones en las que el gran rey de este país os permitirá conservar vuestras desdichadas existencias… No, no vais a morir ahora mismo en este lugar como mereceríais. Que las mujeres se separen de los hombres, pero que conserven a sus hijos con ellas. ¡Vamos! ¡Rápido!
Obedecieron inmediatamente mis órdenes… Estaban demasiado acobardados para obrar de otro modo. Al cabo de unos momentos se habían formado dos grandes grupos: las mujeres se encontraban a la izquierda y los hombres a la derecha. Llamé a Lushakin, que acudió a mi lado.
—Coge treinta hombres —le ordené— y comprueba cuáles de estas mujeres habla acadio, porque sin duda serán las esposas de los aldeanos de estos contornos a quienes deberemos restituirlas. En cuanto a las demás, escoge a aquellas que se encuentren entre los diez y los veinte años siempre que no tengan hijos, en la proporción de una por cada cinco.
Lushakin acató gustosa y rápidamente mis órdenes sin que se provocara entre ellas ningún lamento: habían superado la etapa de las lágrimas.
—Os he arrebatado a la flor de vuestras jóvenes —continué—, a vuestras vírgenes y jóvenes esposas…; no me entremeteré con madres e hijos, pero me quedaré con las restantes, que se convertirán en esclavas en el país de Assur, y morirán allí, de viejas, en los hogares de sus amos. Las habéis perdido para siempre. También me reservaré vuestros caballos y la mitad de vuestras cabras y de vuestro ganado. Contemplad cuanto os rodea, poderosos uqukadi, y veréis los cadáveres de vuestros guerreros. Pensad en los infortunios que os aguardan en los próximos meses, cuando luchéis por sobrevivir en las estériles montañas. Recordad los rostros de vuestras mujeres, a quienes jamás volveréis a ver, y consolaos en vuestra desdicha pensando que seguís conservando la vida. Recordad asimismo que el poderoso rey de Assur os perdona en esta ocasión…, y no volváis a provocar su ira.
Mientras duró la luz del día recogimos nuestros cadáveres para poder enterrarlos con ofrendas de vino y alimentos. Aquella noche distinguimos las luces de las hogueras en el campamento de los uqukadi que recogían sus posesiones y se preparaban para emprender el largo y penoso camino de regreso a su país, entre las montañas. Sus mejores hombres yacían en el campo de batalla y habían perdido a sus mujeres jóvenes, sus bienes y la confianza en sí mismos. No sobrevirían como nación; desaparecerían absorbidos por otras tribus y jamás volverían a amenazar al país de Assur.
—Debiste pasarlos a todos por las armas —gruñó Lushakin en un tono de voz que denunciaba su censura hacia mi supuesta debilidad—. El rey tu padre no estará satisfecho.
Aquella misma noche escribí una carta a Nínive.
Al rey nuestro señor, de su siervo Tiglath Assur. Deseo que goces de excelente salud y que Assur y Shamash se muestren clementes contigo. Mi señor ha obtenido hoy una victoria: los uqukadi son sólo una sombra que vaga por el país y que desaparecerá para siempre. Te envío las cabezas de sus notables. La llanura está sembrada con los cadáveres de sus guerreros. He hecho prisioneras a sus mujeres y les he arrebatado sus caballos, cabras y ganado, mas me he mostrado clemente en tu nombre para que nadie pueda decir que los soldados de Assur se ensañan con los desdichados…
Despaché a un emisario con las primeras luces del alba y me quedé aguardando la sentencia del monarca.
Esperamos durante varios días, durante los cuales envié algunos observadores para asegurarme de que los bárbaros habían abandonado realmente el país. Los soldados descansaron y se regocijaron de su fácil victoria porque apenas habíamos perdido un hombre de cada veinte. Para mantenerlos ocupados les encargué que construyesen una estacada, donde guardamos a las cautivas sujetas con una cuerda en el cuello sin que nadie las molestase porque los ejércitos de Assur no se entregan a violaciones y pillaje: no les está permitido porque ello alteraría la disciplina. Pero las mujeres acadias que habíamos liberado de servidumbre no estaban muy deseosas de regresar con sus maridos aldeanos, y nuestros hombres no carecieron de entretenimiento. Cada noche resonaban risas y cantos en el campamento; cada noche yo dormía solo recordando la visión del cuerpo desnudo de Asharhamat.
Permanecimos tres semanas en el norte. Por todo el país se había difundido la noticia de la gran victoria obtenida sobre los uqukadi y acudía gente a nuestro campamento en busca de lo que aquellos intrusos les habían arrebatado. Distribuí el ganado y las cabras como me pareció más equitativo y los caballos los reservé para la campaña que próximamente emprenderíamos en el sur, y los esposos recogieron a mujeres e hijas que teníamos entre nosotros, de modo que día tras día se fue reduciendo el alboroto entre los soldados. Al final sólo quedaron con nosotros diez o doce aldeanas, algunas de las cuales nadie reclamaba y que en su mayoría habían visto morir asesinados a sus esposos cuando fueron hechas cautivas. A cada una de ellas le entregué una dote en ganado y plata de mi propia bolsa, se unieron a algunos soldados que se habían aficionado a ellas y nos siguieron al sur. Esas mujeres siempre son útiles en un ejército. Las demás se dispersaron en busca de fortuna. En cuanto a las uqukadi tendrían que someterse a la voluntad del rey.
Por fin llegó un mensajero de Nínive portador de noticias e instrucciones. Me entregó una tablilla forrada de cuero y con el propio sello del monarca y me retiré a mi tienda, preguntándome si ordenaría mi regreso porque había caído en desgracia. Mas no tenía por qué preocuparme.
Al señor Tiglath Assur, poderoso príncipe, amado hijo del rey su padre, deseándole que goce de bienestar. He ordenado que las cabezas de nuestros enemigos sean clavadas en estacas ante la Gran Puerta para que el pueblo conozca tu gloria y la fuerza de tus brazos. Has obrado prudentemente: la gente temblará de terror al oír tu nombre porque un enemigo es más temido por su nobleza que por su crueldad.
Cuando llegue esta misiva a tu poder, los ejércitos de Assur ya se encontrarán en la carretera del sur. Obliga a avanzar a tus tropas a marchas forzadas para que puedas reunirte con nosotros en nuestro campamento del Zab Menor. No concedas descanso a tus hombres porque tu padre necesita de tu fortaleza y sabios consejos y sus viejos ojos ansían verte. Este año ostentarás el rango de rab abru, que es lo mínimo que mereces. Resérvate el botín obtenido en tu victoria y disfruta de las habilidades de las mujeres bárbaras. Reúnete cuanto antes con nosotros.
Estaba a salvo. Había sido promocionado dos grados en el escalafón militar, puesto que al parecer había pasado por alto el grado de mu’irru. A la sazón ya no tendría a mi mando cien hombres, sino todo un contingente del ejército real. Pero ¿qué iba a hacer? ¿Y cómo iba a proceder a semejante marcha si llevaba más de cien esclavas alborotando en mis talones?
Todas las dificultades tienen solución y finalmente se me ocurrió llamar en mi ayuda a Kefalos, pidiéndole que acudiese acompañado de una escolta y que condujese a las esclavas al mercado de Nínive, una clase de gestión que confiaba resultase de su agrado.
Impartí instrucciones y nuestros hombres estuvieron dispuestos con las primeras luces del alba. Para que las mujeres no demorasen excesivamente nuestra marcha había comprado algunos carros a los campesinos de un pueblo que encontramos en nuestro camino e hicimos subir a la mitad de ellas para que todas pudieran andar o marchar en grupos. Eran nómadas y por consiguiente excelentes andariegas y durante tres semanas habían estado confinadas en la empalizada que construimos para mantenerlas a buen recaudo. Parecían satisfechas de poder moverse y comenzaron a coquetear con tanto descaro con los soldados destinados a vigilarlas que me vi obligado a ordenar que azotasen a algunas de ellas para mantener el buen orden.
Al quinto día nos encontramos con Kefalos en la carretera a dos beru de la ciudad de Nínive. Al griego se le iluminaron los ojos cuando pasamos revista a las piezas de mi botín que descansaban a la sombra de los carros. Las mujeres codearon como gansos al verle, burlándose de él y mostrándole sus vientres para afrentarlo, pero mi valeroso criado no desfalleció.
—¡Señor, has hecho un trabajo magnífico! —exclamó hundiendo los dedos en su espesa barba, extasiado y brillantes los ojos de codicia—. ¡Fíjate: son casi unas niñas y salvajes como animales! Las montañesas tienen fama de apasionadas y resultan excelentes rameras. Conozco dueños de burdeles que pagarán una fortuna por ellas…
—No quiero que las entregues a la prostitución, señor médico; las venderás a particulares como concubinas o domésticas o a aquellos que no puedan costear una esposa cara para sus hijos. Después de cuanto han conocido, la vivienda más sencilla de Nínive les parecerá el paraíso más lujoso. No quiero en modo alguno que vayan a parar a un burdel, donde las arrojarán a la calle, dejando que mueran de hambre en cuanto les cuelguen los senos. No deseo enriquecerme de ese modo.
Kefalos se enfureció y se rasgó las vestiduras y dijo que con criterios tan absurdos ambos acabaríamos en la miseria. ¿Acaso no recordaba que también él había sido prisionero de guerra y que sabía mejor que yo lo que era más conveniente y adecuado en tales ocasiones? ¿Ignoraba tal vez que en aquellos momentos el mercado de esclavos estaba en baja a causa del conflicto con que nos encontrábamos en el sur? ¿Dónde podría encontrar él tantas familias acomodadas que estuvieran dispuestas a casar a sus hijos con mujeres que se expresaban ordinariamente y que eran capaces de orinarse por las calles pensando que no molestarían a nadie?
—¡Fíjate en ellas, señor: están en sazón, como los melones! Incluso podría reservarme algunas de las mejores para mi propio uso. ¡Y tú te propones desperdiciarlas entregándolas a alfareros y vendedores de pescado, hombres que no pueden ofrecer el precio de una virgen de treinta años con los dientes estropeados! Señor, temo que has echado en saco roto todas mis advertencias y has enfermado dejando que se te cociesen los sesos bajo el sol para llegar a sugerir tan insensata idea. ¡Por lo menos los caballos, señor! El rey tu padre te ha obsequiado con todo el botín. Déjame ver qué puede hacerse…
—Los caballos están destinados al ejército, Kefalos… Tendremos necesidad de ellos en el sur.
Aquello pareció enloquecerle. Pateó en el suelo y profirió un obsceno juramento al tiempo que enrojecía como aceite de granada.
—¡Por todos los dioses de Nínive y de los países de occidente!… ¡Sin duda he sido maldecido! —gritó—. Estoy maldito por vivir el resto de mi vida como esclavo de un muchacho insensato… Perdóname, señor, pero no es más que la verdad: he sido maldecido entre todos los hombres.
Pero al final, al ver que me mostraba inflexible, se conformó con gruñir durante toda la cena y vaticinarme que moriría en la pobreza por mi perversa naturaleza.
—Y, desde luego, mi comisión quedará reducida a cero —prosiguió mirándome de reojo, mientras sumergía los enjoyados dedos en un bol de agua caliente, una nueva muestra de afectación que había adoptado—. No valía la pena arrostrar las molestias del viaje.
—¿Te refieres a los dos beru que has recorrido, Kefalos?
—Sí, pero es preciso viajar con cierta dignidad y también hay que considerar el precio de la escolta. Mas yo hago tales cosas desinteresadamente, por el aprecio que siento hacia mi joven e insensato amo.
Suspiró profundamente y se consoló tomando un trago de vino, pero aquello sólo pareció intensificar su melancolía.
—No sé adonde irá a parar este país si continúas comportándote de este modo cuando seas rey. Los ricos y poderosos no están hechos de…
Me adelanté en la mesa y le así por la barba, atrayéndole hacia mí. De pronto me hallaba sumido en la más profunda confusión.
—¿Qué has querido decir con esas palabras? ¿Cuando sea rey? ¡Habla, esclavo!
—¡Cómo, señor! ¿Acaso lo ignoras? —Parpadeó sorprendido mientras apartaba suavemente mi mano, que parecía a punto de arrancarle la barba—. Creí que el rey tu padre te había informado… ¿Quieres decir que no te has enterado de nada?
—Ignoro a qué te refieres.
—Modérate, señor, por favor…
Cuando le hube soltado se humedeció los dedos en el cuenco y se frotó los pelos de la barba. Ardía de impaciencia, pero él parecía no advertirlo.
—Nadie se interfiere en tu camino…, con la excepción naturalmente del señor Asarhadón, de quien todos dicen que es buen soldado, pero nada más —dijo por fin Kefalos, observándome con fijeza, como si no fuese la primera vez que me veía—. E incluso él… estuvo en mi casa hace dos días y aludió a tu designación como marsarru cual si fuese cosa hecha. Dice que confía que le consigas el mando de un destacamento de caballería.
—Pero ¿y qué sucede con el actual marsarru? ¿Qué ha sido de Arad Ninlil?
Mi astuto esclavo encogió sus anchos hombros con el fatalismo de quien debe enfrentarse a un destino triste pero inevitable.
—Murió, señor, falleció de un ataque de apoplejía cuando todos creíamos que sucumbiría víctima de sus trastornos intestinales. Murió esta misma semana.