Desde mi regreso a «Los tres leones» no había visto a Asharhamat, aunque durante los días que duró mi convalecencia había tenido mucho tiempo para meditar y apenas hice otra cosa que pensar en ella. Si un hombre tiene tiempo para reflexionar, en breve le resultan evidentes sus obligaciones; sólo está expuesto a la debilidad y al pecado cuando se ve agobiado por las circunstancias. Considerada con cierta perspectiva, mi enfermiza pasión amorosa resultaba bastante ridícula. Había permitido que persistiera excesivamente en mi memoria aquella ofuscación infantil, y sin duda también me hallaba sometido a profunda tensión por abstenerme neciamente de las mujeres. Decidí convertirme en un hombre sensato y un súbdito leal a mi padre y reanudar mis visitas al templo de Ishtar renunciando a Asharhamat.
De modo que desistí de visitar su jardín, donde imaginaba que ella me estaría aguardando junto a la fuente acariciando la superficie de las aguas mientras pensaba en mí. La vanidad juvenil no conoce límites, de modo que experimentaba una mezcla de sufrimiento y autocomplacencia considerando la nobleza de mi sacrificio y convencido de que ella debía sufrir más que yo. Veía transcurrir los días entregado a la instrucción y a la práctica de duros ejercicios, y al cabo de algún tiempo conseguí dormir tranquilamente y comencé a pensar que en breve lograría olvidarla.
Semejante ilusión se consolidó con el regreso de mi hermano. Cuando Asarhadón volvió de occidente lucía una negra barba que le llegaba a la clavícula e iba acompañado de una amonita que llevaba una anilla en la nariz. Ambos se presentaron en mi habitación del cuartel, donde me aguardaron hasta que un ordenanza acudió a notificarme su llegada. Al verle se me formó un nudo en la garganta y nos abrazamos sin apenas pronunciar palabra. Hasta entonces no había comprendido cuánto le había echado de menos.
—¿Quién es? —le pregunté finalmente, señalando a aquella mujer vestida con una túnica púrpura y blanca de lino que se había sentado en mi lecho como si durmiese habitualmente en él y que se pasaba las manos por los cabellos haciendo sonar sus brazaletes de oro.
Me sorprendió el especial color de su cabellera, que, aunque negra, parecía despedir un rojo resplandor. La mujer me sonrió como si hubiera deseado desayunar conmigo.
—¿Cómo? —se sorprendió Asarhadón. Y se volvió a mirarla como si no pudiera imaginar de quién le hablaba—. ¡Ah, te refieres a ella! Es Lea…, la gané jugando a suertes al dueño de una taberna en la ciudad de Salecah. Personalmente no creo que lamentase perderla por los disgustos que le ocasionaba con su mujer. ¿Quieres que te la deje? Sólo es útil para una cosa: exprime la simiente de tus lomos como el zumo de la uva. Quédatela una noche y por los sesenta grandes dioses verás cuántas cosas sabe hacer. ¡Es como poseer el templo de Ishtar en exclusiva! ¿Tienes vino o tendremos que ir a la ciudad a emborracharnos, hermano?
Y nos embriagamos… Nos embriagamos salvajemente. Alborotamos por las calles de Nínive, apuramos jarras de cerveza y nos revolcamos con las prostitutas de las tabernas como si formásemos parte de un ejército conquistador y hubiésemos tomado la plaza al asalto. Lea nos acompañaba. Asarhadón la llevaba por doquier sujeta de una cadenita de plata que pendía de su nariz. Sin duda aquel que le había puesto la argolla sabía lo que se hacía, porque, aunque apenas lograba comprender una de cada tres palabras que formulaba con su pronunciado acento arameo, sin duda era la criatura más pendenciera que había conocido.
Finalmente, por simple curiosidad y cuando ya estaba bastante bebido, acepté las repetidas invitaciones de Asarhadón. La llevé al reservado de una taberna y entré en ella descubriendo que era la mujer más ávida que había conocido. Siempre estaba insatisfecha, y cuando yo ya me sentía agotado, deslizó los labios por mi miembro, se lo introdujo fuertemente en la boca y antes de lo que yo había imaginado, me devolvió toda mi virilidad. Después de correrme, las ingles me dolían como una antigua herida cuando llega el frío.
En el instante en que emprendíamos el camino de regreso a la Casa de la Guerra, sólo faltaba una hora para que amaneciese, por lo que nos dirigimos a tomar un baño de vapor a fin de despejarnos. Sentados en los bancos de cedro nos secamos las piernas, mientras Lea, que se había despojado de sus delicadas ropas y las llevaba atadas en la cintura como si fueran harapos, mantenía el fuego encendido y echaba agua en las recalentadas piedras… Me dolía la cabeza tan sólo de verla.
—¿Cómo tiene los cabellos de ese color? —pregunté observando su melena desplegada por la desnuda espalda, que a la desvaída luz de la linterna parecía a punto de incendiarse.
Asarhadón, que aún no había considerado concluida la francachela y estaba desprecintando la última jarra de cerveza babilonia, levantó la cabeza para ver de qué le hablaba. Se sonrió y me hizo un guiño.
—Se lo empapa en vino seis veces al mes y seguidamente lo extiende sobre el ala de un sombrero de paja que no tiene copa y lo deja secar al sol. ¿Acaso habías creído que era natural? Hermano, esas mujeres hacen auténticos milagros. En las tierras del oeste suelen sucederse hechos portentosos… Estuve en Judá, donde los santos varones preparan tales sortilegios que los convierten en seres más poderosos que los propios reyes. Y deberías ver a las rameras egipcias en Damasco. Algún día conquistaré aquel país, aunque sólo sea para llenar con ellas mi harén. Pero, ¡por los sesenta grandes dioses, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib!, ¿en qué lugar de las cuatro partes del mundo conseguiste tan llamativas cicatrices?
—Te contaré mis hazañas a cambio de un trago de cerveza… Tengo la lengua tan seca y espesa como la arcilla.
Y seguidamente le expliqué mis aventuras, todo cuanto había sucedido desde que partió hacia el oeste, comprendida mi conversación con el señor Sinahiusur.
—¿Crees que hablaba seriamente? —me preguntó. Pese a haberle dicho que podía heredar prácticamente el dominio del mundo, no parecía demasiado complacido—. Quiero decir, ¿imaginas que puede ser posible algo semejante, que tú o yo lleguemos a ocupar el trono de Assur?
—Sí, creo que es posible. Después de todo si conviniese a los fines del dios, podría elevar a la corona de Assur a un gañán. Nosotros somos príncipes reales y tú, por añadidura, eres hijo de su segunda esposa legal. Si los presagios fueran desfavorables a Arad Ninlil o muriese, ¿por qué no?
Fijé instintivamente mi mirada en Lea lleno de nerviosismo. No había dicho nada comprometedor, pero no resultaba prudente especular demasiado abiertamente sobre los aspectos de la sucesión. Mas ella se dedicaba a salpicarse el cuerpo con un cubo de agua fría y parecía considerar nuestra conversación con la indiferencia propia de una absoluta incomprensión.
—Tranquilízate, hermano. Sólo comprende una palabra de cada cinco en acadio y no le preocupa. Es como una gata, satisfecha cuando se halla al sol con el vientre bien repleto y con un varón ardiente que la satisfaga. No piensa en otra cosa. No es como Naquia.
Su rostro se ensombreció al mencionar el nombre de su madre.
—Esto colmaría todas sus aspiraciones —prosiguió en tono mordaz—. Entonces tendría el poder que siempre ha soñado poseer.
—No olvides que serías tú el rey, hermano, no Naquia. Podrías hacer con ella lo que quisieses, incluso condenarla al olvido en un lugar confortable, donde debiera conformarse con gobernar a sus mujeres. Ahora ya no tienes que esconderte tras sus faldas.
—¿Lo crees así? —Se echó a reír, echando hacia tras la cabeza pero con amargura—. Hace años que no la veo, Tiglath, pero aún me parece sentir sus dedos asiéndome del cuello. No…, ni siquiera siendo rey tendría valor para enfrentarme a ella. Y, por añadidura, ni siquiera deseo reinar. —Se levantó para sacudirse y despidió el sudor de su cuerpo como una lluvia—. Te cedo gustosamente la corona. Tú eres más inteligente…, te desenvolverás muy bien en el cargo. En cuanto a mí, soy un soldado, no un intrigante.
—Pero tienes a Naquia que es capaz de intrigar por los dos.
—¡Por el trueno de Adad que es bien cierto, Tiglath Assur! Pero ¿te gustaría que ese chacal con senos rigiese los destinos del mundo? ¡No! ¡Ni a mí tampoco!
Volvió a reírse y se disipó su ensombrecimiento. Dimos fin a la cerveza, arrojamos la jarra contra la pared y de nuevo nos sentimos alegres y despreocupados.
—¡Ya lo tengo, hermano! —rugió, pasándome el brazo por los hombros mientras regresábamos desnudos al cuartel de los oficiales. Lea llevaba nuestras ropas y nos iluminaba el camino con una lámpara, porque casi había oscurecido—. Si soy rey, tú serás el turtanu, y si eres tú el rey podrás consumir todo tu vigor varonil con la señora Asharhamat y yo seré dueño de tu gineceo. ¡Ja, ja, ja!
El templo de Ishtar me acogió con frecuencia aquellos días. Empeñado en llevar adelante mis propósitos, me agoté con las sacerdotisas del culto, y en las noches en que no dedicaba mi devoción a la diosa, salíamos a divertirnos con Asarhadón por las calles, bebiendo hasta que la cabeza nos daba vueltas y frecuentando a las prostitutas de las tabernas. Doquiera que íbamos, Asarhadón llevaba consigo a Lea conduciéndola por una cadenita de plata que pendía de la argolla de su nariz. Incluso le acompañaba cuando se acostaba con otras mujeres, puesto que durante el tiempo que había pasado en occidente había adquirido cierta afición a ese tipo de placeres. En una ocasión me dijo que ambicionaba conseguir dos gemelas idénticas como concubinas.
—Dos mujeres tan iguales como las propias manos —dijo—, de modo que no pudiese distinguir a una de la otra, como una mujer con dos cuerpos, incluso les daría idéntico nombre. ¡Sería el colmo del placer!
Y mientras se expresaba de aquel modo sentado en un banco de la casa de baños de vapor con un paño frío y un bote de cerveza, Lea, silenciosa y experta como una lechera, permanecía arrodillada entre sus piernas exprimiéndole concienzudamente.
Y así, mientras la luna se reducía a su mínima expresión y volvía a crecer plenamente, yo pasaba los días preparándome para la guerra y me entregaba por las noches al libertinaje. Pero estaba muy equivocado si creía que entre el entrenamiento y las mujerzuelas lograría escapar de Asharhamat. Aunque volviese dando traspiés a mi alojamiento poco antes del amanecer, con la mente embotada y mi virilidad mancillada y arrugada como la vaina de un dátil exprimido, me tendía sobre mi jergón y cerraba los ojos y su recuerdo inundaba mi mente involuntariamente. Entonces comprendí lo poco que tenía que ver aquel tormento amoroso con el cuerpo, pero no había encontrado otra cosa, algo que me permitiera disfrutar de un instante de paz.
Y así, cuando llegó la hora, como sabía que llegaría, en que al regresar de la plaza de armas descubrí una silla de manos cubierta que me aguardaba junto a la entrada del cuartel de los oficiales, comprendí que en su interior se encontraría una de las sirvientas de Asharhamat envuelta entre velos y reservas. Aparté a un lado la cortina y asomó una pequeña mano que depositó en la mía una tablilla de madera, poco mayor que un dedo femenino, en una de cuyas caras cubierta de cera Asharhamat había grabado su mensaje: «¿Por qué no acudes a visitarme? ¿Cómo soportar esta existencia si no te ven mis ojos? ¡Ven, si no quieres que muera de pena y que mi espíritu te persiga desde las tinieblas! ¡Ven y demuéstrame que todavía me amas!».
Mientras leía aquellas palabras sonó un golpecito en el interior de la silla de manos y los porteadores emprendieron rápidamente la marcha. No era necesario aguardar respuesta porque Asharhamat debía estar segura de conseguir sus propósitos. Regresé a mi habitación y arrojé la tablilla al brasero. Mientras oía chisporrotear la cera que se derretía, descubrí que sentía una profunda sensación de alivio al pensar que volvería a verla. Podría entregarme a lo que sabía que iba a representar mi ruina. Mi destino me impulsaba a amar a Asharhamat mientras viviese.
A la mañana siguiente concedí a mis soldados un día de descanso, vestí mi mejor uniforme y atravesé el polvoriento espacio de terreno que separaba la Casa de la Guerra del palacio donde residía mi padre el rey y los miembros de su familia. Durante todo aquel tiempo tan sólo me habían distanciado de ella unos muros de ladrillos.
Me condujeron a su jardín, donde la encontré sentada junto a la fuente. Vestía de luto y se cubría los cabellos con el rojo chal de las viudas, como la mañana que nos vimos en la Gran Puerta. Me adelanté a su lado y, cuando ella levantó los negros ojos hacia mí, observé que los tenía llenos de lágrimas.
—Al parecer siempre tengo que llorar por ti, Tiglath —dijo fijando su mirada en el suelo—. Cuando te hallas en peligro y por tu crueldad…; lo mismo da, puesto que de un modo u otro siempre parece que debo perderte.
—¿Por eso estás enlutada? —le pregunté sin poder contener una sonrisa, tan evidente era el propósito de su atavío.
—¿Acaso no me has convertido virtualmente en una viuda, Tiglath?
Me senté tan próximo a ella que nuestros brazos se rozaban, pero no se volvió a mirarme. Puse mi mano sobre la suya y ella la retiró: sin duda había caído en profunda desgracia.
Y mientras Asharhamat evidenciaba tan claramente su disgusto hacia mí y yo me esforzaba por encontrar algo qué decirle, observé mi entorno y con no poca sorpresa descubrí que estábamos completamente solos. Era la primera vez que Asharhamat me recibía sin que dos o tres doncellas montasen guardia discretamente en el extremo opuesto del jardín, cuchicheando como monas. Sin duda su ama las había obligado a retirarse.
—Tengo entendido que pasas casi todas las noches con las rameras del templo de Ishtar —prosiguió por fin—. Y, cuando no estás con ellas, te arrastras por las tabernas y burdeles con Asarhadón. También me he enterado de que os acompaña vuestra propia cortesana, a quien lleváis asida de una cadena.
—¿Y quién te cuenta tales cosas, Asharhamat?
—Nadie…, es del dominio público. Son la comidilla de palacio. Yo los oigo hablar como si me resultaran indiferentes, igual que si se refiriesen a un extraño.
—¿Entonces sientes indiferencia hacia mí?
Sintiendo crecer mi audacia le pasé el brazo por la cintura y, por un instante, un simple instante, pareció rechazarme, pero no tuve dificultad alguna en atraerla hacia mí. En realidad se trataba simplemente de un juego, sin duda ambos comprendíamos claramente cuál de los dos estaba cediendo.
—¡Oh, Tiglath! —exclamó ella, ocultando su rostro en mi pecho—, ¿acaso la compañía de esas mujeres te resulta más grata que la mía? ¿Tanto es el placer que en ellas encuentras que llegas a abandonarme por completo? ¡Oh, Tiglath, cuan desdichada me haces!
Y se echó a llorar, agitándose en mis brazos entre sollozos, como si sobre ella hubiesen caído todas las desdichas. Confieso que fue uno de los momentos más dichosos de mi vida.
Finalmente, cuando hubo agotado su llanto contra mi pecho, se serenó y estrechó mi mano entre las suyas en su regazo. Estaba más tranquila y advertí que respiraba profundamente, igual que si durmiera. Experimenté hacia ella una ternura tan profunda como si se me deshiciesen las entrañas, y en aquel momento hubiera sido capaz de hacer cualquier cosa que me pidiese. El chal había resbalado de su cabeza. Le besé los brillantes cabellos, negros como las aguas de la muerte.
—No debes buscar placer con otras mujeres —susurró como si hablase para sí—. Yo puedo darte todo cuanto buscas en ellas. ¿Sabes, Tiglath? Ahora también soy una mujer y creo que me encontrarás hermosa.
Con un rápido movimiento soltó uno de los broches que sujetaban su túnica y seguidamente cogió mi mano y la llevó a su seno, que era firme y duro, y bajo el que pude distinguir los latidos de su corazón. Su carne era suave como terciopelo y el pezón se endureció al contacto de mis dedos. La acaricié y ella gimió suavemente, levantando su rostro hacia mí. Nuestros labios se encontraron y los besé con avidez porque me sentía terriblemente excitado.
—¡Si tú quisieras con gusto vertería por ti la sangre de mi doncellez, Tiglath! ¡Te pertenezco, mi corazón y mi cuerpo son tuyos ahora y siempre!
Introdujo rápidamente su lengua en mi boca, que recorrió nerviosamente. Su respiración era cálida y agitada. Estaba dispuesta a llevar a cabo lo que decía porque sus manos transmitían el mismo mensaje, deslizándose por mis muslos hasta alcanzar mi miembro, que se había endurecido como si fuese de bronce.
El deseo me enmudeció y me nubló la vista. Embriagado por la pasión, me pregunté dónde habría aprendido tales artes o si constituyen un don innato en las mujeres: ni las más expertas rameras habían despertado de tal modo mi instinto.
Asharhamat desprendió el segundo broche que sujetaba su túnica, que resbaló por sus brazos, y se mostró desnuda hasta el ombligo. Su piel estaba sonrosada porque se había ruborizado hasta los senos ante su propia audacia. Los cubrí con mis manos como si me propusiera proteger su pudor y la besé en la garganta, deslizando poco a poco mis labios hacia abajo…
—¡No lo haré! —dije cuando logré recuperar el sonido de mi voz. Y, aunque la deseaba más que nunca, le cubrí los hombros con su túnica—. ¡Es una locura, Asharhamat, amor mío!…
—¡Oh, maldito seas! —gritó con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Maldito seas, Tiglath Assur, cobarde!… ¿Y eres tú quien se atreve a hablarme de amor?
Sus piececitos calzados con sandalias me golpearon las espinillas como si se encontrasen ante una puerta que se propusieran derribar y, no satisfecha con ello, intentó arañarme el rostro, y me hubiese sacado los ojos si no la hubiese sujetado a tiempo. La estreché entre mis brazos atrayéndola hacia mí y sujetándola para impedirle cualquier movimiento, y aún intentó morderme, tan rabiosa se sentía.
Pero por fin pareció tranquilizarse. Cuando me creí más seguro le rocé la mejilla con los labios y ella no se movió. Sin duda se sentía empequeñecida y que disminuían sus fuerzas…, y era bastante inteligente para saber utilizar debidamente sus armas.
—Yo lo hubiese arriesgado todo por ti —susurró con voz tensa casi en mi oído—. Me lo hubiese jugado todo por un momento de amor contigo. Y tú no tienes suficiente valor para introducirte entre mis piernas. ¡Déjame, Tiglath, no quiero causarte daño!
Ni las palabras más hirientes pueden compararse con la hiriente mordacidad nacida del desdén femenino. La solté sintiendo como si me desgarrasen las entrañas. Hubiese preferido cualquier cosa, la más ignominiosa, que el frío desprecio que leía en sus ojos.
—Puedes pensar lo que quieras —le dije con voz ronca—, excepto que no te amo.
—¡Oh, sé que me quieres, Tiglath…, pero a tu manera!
Como al parecer cualquier cosa que dijese aún me pondría más en ridículo, me volví dispuesto a marcharme. El jardín de Asharhamat no tendría más de veinte pasos de uno a otro extremo, pero aquella mañana parecía un desierto sin límites.
—¡Tiglath Assur!
Al tiempo que me volvía desprendió la túnica de sus hombros, que se deslizó suavemente por su cuerpo, dejándola expuesta en toda su desnudez hasta caer a sus pies, rodeándolos igual que un charco de sangre. Sí, no había mentido: se había convertido en una mujer y me parecía muy hermosa.
—Si tienes ojos…, úsalos. Y regresa cuando tu amor sea tan fuerte que te permita tomar lo que desees.
Durante un largo rato permanecimos uno frente a otro como estatuas de piedra. Ignoro cuáles eran mis auténticos sentimientos, pero no lograba resistir siquiera la idea de dejar de verla. Por fin conseguí desviar la mirada de su cuerpo y me volví dispuesto a marcharme, porque no me sentía con ánimos para pronunciar más palabras y pensaba que, sin duda, aquélla sería nuestra separación definitiva.
—¡Tiglath!
A mis espaldas distinguí el rápido repiqueteo de sus sandalias contra el pavimento. Me volví y se arrojó en mis brazos y, mientras la estrechaba contra mi pecho, me envolvió la cintura con las piernas desnudas hundiendo el rostro en mi cuello, como si de mí dependiera su vida, y su boca ávida me cubrió de besos.
—¡Vuelve conmigo, Tiglath, mi amor, mi dios! ¡Moriré si estás lejos de mí!
Estaba semienloquecida, con aquella mezcla de ternura y pasión que hace creer a un hombre que el mundo comienza y termina en el cuerpo amado. Me arrodillé en el jardín abrazado todavía por sus piernas y, al tiempo que arqueaba la espalda y yo cubría de besos sus senos, oprimió su sexo contra mi vientre y percibí su entrecortada respiración y el suave perfume de su carne. Sí, todo cuanto había dicho era verdad. Aquel momento de pasión valía por todo el oro del mundo.
—No…, tienes razón. No debe ser así.
Se apartó de mí como esforzándose por luchar contra nuestros sentimientos. Seguimos arrodillados bajo el brillante cielo de Assur sin que pudiese separar mis brazos de ella.
—Deja que coja mi túnica —dijo en voz baja, al parecer perdida toda la violencia de su arrebato—. Comienzo a sentirme ridícula en esta situación.
Una vez se hubo cubierto volvió a mi lado y me cogió la mano. Ni su mirada ni su aspecto dejaban adivinar lo que había sucedido entre nosotros.
—Ven a verme dentro de unos días: quizá entonces se me haya ocurrido algo.
Me sonreía expresando una especie de presentimiento. Que los dioses ayuden a los hombres porque no son más que muñecos en manos de las mujeres.
—¿Qué tiene que ocurrírsete, Asharhamat? Nos amamos, pero nuestro amor es imposible.
—¿Imposible? —Sus ojos relampaguearon de ira—. Puede y debe ser. Dios nos ha creado uno para el otro: lo siento hasta en mis tuétanos. Si ha hecho que descubriéramos el amor, encontrará el modo de que alcancemos la felicidad. No me dejaré hundir en la adversidad. Confía en mí, Tiglath. Careces de astucia femenina.
Astucia femenina… Así lo había calificado ella. Sí, astucia ciega a todo cuanto no desea ver. Aquel hermoso pajarillo consumido por una insensata pasión primaveral, con el corazón martilleando en su pecho, emprendía el vuelo entre un viento tormentoso precipitándose a construir su nido en quebradizas y desnudas ramas recogiendo la paja donde podía para formar su nido sin darse cuenta de que el árbol estaba muerto.
Y eso era lo que ella calificaba de astucia femenina.