Aquella noche llevé a Merope a casa de Kefalos, junto a la puerta de Adad, y a la mañana siguiente, tras confiar a mi ekalli Lushakin el entrenamiento de la compañía, alquilé un caballo y un carro apropiados para trasladar a una dama, y ambos emprendimos el viaje hacia mi nueva propiedad del norte.
Aunque hacía varios años que no nos veíamos, aquella mujer silenciosa que se sentaba a mi lado mientras avanzábamos dificultosamente por el estrecho y desigual camino, era tal como la recordaba de mi infancia. Entre sus cabellos cobrizos aparecían algunas hebras plateadas, y junto a su boca unas líneas casi imperceptibles denunciaban su resignada tristeza, pero, por lo menos a mis ojos, seguía siendo tan hermosa como siempre. Pese a que durante el trayecto apenas me miró, descubrí que me observaba furtivamente y que esquivaba mi mirada cada vez que yo acertaba a fijar mis ojos en ella.
—Ignoro cómo será ese lugar —dije finalmente para interrumpir aquel agobiante silencio—, aunque no creo que el rey me haya obsequiado con un cuchitril. Pero si la casa no es de tu agrado, podemos reconstruirla. He dado instrucciones a Kefalos para que busque algunos esclavos que cuiden de ella y una mujer que atienda a tu servicio.
—¿Y puedes permitirte tales gastos, Lathikadas?
Era la primera vez que me llamaba con aquel nombre de mi infancia. Me volví sonriente hacia ella y en aquella ocasión no desvió su mirada como una novia en su viaje nupcial.
—No debes preocuparte, Merope. No sólo el rey trata de convertirme en un hombre acaudalado. Mi esclavo, ese bribón, parece haberse adueñado de media Nínive y, según sus libros contables, poseo suficientes medios para mantenernos tú y yo hasta el fin de nuestros días. Es un pillo, pero un buen amigo y seguramente me roba, mas creo que sin excesos. No temas, construiré para ti una casa digna de la esposa del rey y en la que por fin serás dueña y señora.
—No soy la esposa del rey, hijo, sino solamente una de sus mujeres. Y hace muchos años que no se acerca a mi lecho.
Como no sabía qué responderle, guardé silencio. Y cuando nuestras sombras comenzaban a proyectarse por la carretera, llegamos junto a un mojón en el que figuraba el disco de Assur anunciándonos el acceso a la propiedad real.
En breve pudimos comprobar que el rey mi padre no me había regalado una pocilga. Los campos que atravesábamos, desnudos en aquella época del año y cubiertos de amarillentos rastrojos, se extendían a ambos lados del camino hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Y la casa no era de ladrillos, sino que estaba construida con piedra de la montaña y orientada al estilo hitita, de modo que las habitaciones disfrutaban de luz natural durante todo el día. Mi corazón brincó de júbilo en mi pecho al comprender que estaba conduciendo a mi madre a un palacio.
Detuve el carro ante los portalones de madera y, al apearnos, se inclinaron ante nosotros los servidores que atendían al cuidado de la casa y a las labores del campo que se habían congregado para darnos la bienvenida.
—Soy Tiglath Assur —dije en el tono de voz con que solía dirigirme a mis soldados. No estaba acostumbrado a tratar con campesinos y era muy consciente de mi juventud, por lo que temía parecer excesivamente rudo o débil—. Y esta dama es Merope, mi madre.
—Sí, señor, ayer vino un emisario a anunciarnos tu llegada.
El hombre que así se expresaba era de elevada estatura, lucía negra barba y tenía el rostro curtido característico de las gentes que pasan la vida al aire libre frente a las montañas del norte. Se adelantó de entre sus compañeros y volvió a inclinarse ante mí. Algo en su porte denunciaba que no estaba acostumbrado a humillarse ante nadie.
—Soy Tahu Ishtar —prosiguió—, capataz de esta propiedad desde hace diez años. Durante este tiempo he servido al rey como él sirve al dios, y ahora me someto a tus órdenes. Hemos acondicionado la casa para recibiros dignamente y he destinado una mujer para el servicio de tu madre. ¿Quieres acompañarme, señor?
Aquella noche cenamos cabritillo asado y pan de cebada con cerveza —aquella gente jamás había probado el vino— y, cuando hubimos concluido y mi madre y yo nos calentábamos junto a un brasero situado en el centro de la estancia, experimenté una sensación de comodidad y bienestar que casi había olvidado que pudiera existir. El olor a leña quemada me recordaba a la mirra.
—¿Te sentirás dichosa aquí, Merope? —le pregunté—. Tan sólo podré quedarme contigo durante las dos últimas semanas de este mes, pero acudiré siempre que me sea posible. En adelante éste será nuestro hogar. ¿Serás feliz en esta casa?
—Sí…, todo esto es como un sueño.
Las lágrimas corrían por sus mejillas y brillaban al rojo resplandor del fuego. Me senté junto a ella y le rodeé los hombros con el brazo pensando cuan vacía debía de haber sido la existencia que había llevado en el gineceo para que pudiera parecerle un sueño vivir allí, en una granja solitaria, sin otra ilusión que las ocasionales visitas de su hijo.
—Deberías casarte, Lathikadas —indicó de pronto poniéndome la mano en el pecho—. Debes traer una esposa aquí, una muchacha que comparta tu lecho, que te dé hijos y te haga feliz.
—Aún soy joven, Merope. Tengo mucho tiempo por delante para pensar en tomar esposa y por ahora me satisface que seas tú la dueña de la casa.
Imaginaba que aquélla era más bien una observación que la formulación de sus auténticas esperanzas, pero estaba equivocado. Advertí una creciente tensión en los dedos que aferraba a mi túnica, lo que en ella no era un acceso femenil de posesión. Sin duda había algo, una idea o recuerdo que la asustaban.
—Temo no poder dirigir tu casa como tú desearías —prosiguió con un deje de pánico en la voz—. Hijo mío, he estado sometida a esclavitud desde mi infancia y en el harén real no se aprenden las artes domésticas… Además jamás me sentiré celosa. Quisiera que lograses encontrar el amor con ella, que ella pudiese…
—¿Que ella pudiese qué, madre?
Me miró abiertamente y pude leer en sus ojos algo parecido al terror.
—Que ella pudiese alejar de tu mente el recuerdo de Asharhamat, Lathikadas.
No intentaré describir los sentimientos que me invadieron en aquel momento. Estaba demasiado sorprendido para poder ordenar mis pensamientos… ¿Cómo era posible que Merope se hubiese enterado de mis inocentes encuentros con Asharhamat? ¿Acaso constituían la comidilla de palacio? ¿Habrían llegado tal vez a oídos del rey?
No, no era posible. Seguía con vida y disfrutaba del favor real. Pero la protección de los poderosos es un don frágil y repentinamente intuí que el terreno que pisaba era tan poco consistente como la corteza del pan duro y que podría desmoronarse bajo mis pies de un momento a otro y encontrar una muerte ignominiosa. Mi porvenir dependía de una palabra.
—Pero, madre, ¿cómo has podido enterarte?
—¿Cómo? ¿Y tú me lo preguntas? —prorrumpió en un conato de risa que sonó amargamente en mis oídos—. ¿Dices que cómo es posible que yo, encerrada en el gineceo, me haya enterado de tus entrevistas con Asharhamat? ¿Acaso olvidas la compañera que allí tenía, Naquia, a quien ni siquiera se le escapa el chapoteo de una simple tortuga bañándose en el río Amargo?
Naturalmente la había olvidado. ¿Acaso iba a despreciar la ocasión de atormentar a mi madre con tales noticias? Comprendí perfectamente los temores de Merope y que yo mismo estaba experimentando.
Pero cogí su rostro entre mis manos y le besé la frente como hacía cuando era un chiquillo.
—Es algo muy inocente, madre. Nos vemos de vez en cuando. Eso es todo: no puede sobrevenirnos nada malo de ello.
»Y ahora creo que ha llegado la hora de acostarnos —proseguí como si hubiese aclarado todas sus dudas y pudiese hacerle olvidar sus sombríos pensamientos con la misma facilidad que se conduce un carro por la llanura—. Tus servidoras te aguardan tras esa puerta. Y mañana debo madrugar para visitar mi propiedad. Deseo que esta gente se entere de que su nuevo amo es un soldado que no duerme hasta mediodía como las rameras de las tabernas.
Merope me sonrió de aquel modo característico en ella, que jamás había visto en otras mujeres. Era una sonrisa que expresaba el conocimiento femeninamente generalizado de que todos los hombres son unas criaturas.
—Sería magnífico que fueses tan prudente en todos los aspectos como en éste, hijo mío.
A la mañana siguiente aún no había aparecido el sol por las montañas del este cuando abrí la puerta de mi nuevo hogar asomando a la pálida luz. Pero Tahu Ishtar, mi capataz, ya me estaba aguardando posando una mano en la hombrera de su sencilla túnica de color marrón y apoyando la otra en un cayado distintivo de su cargo como la jabalina evidenciaba mi calidad de soldado. Al verme se inclinó torpemente. Junto a él se encontraba un niño delgado, de unos doce años y que a una señal del capataz también se inclinó profundamente curvando toda la espalda.
—Es mi hijo Qurdi —me informó Tahu Ishtar—, que por gracia de mi señor me sucederá cuando Ereshkigal me llame a su lado.
El niño sonrió tímidamente y bajó los ojos hacia el suelo.
—¿Deseas pasar revista a tus propiedades, señor?
Yo lucía el uniforme de rab kisir en el quradu y era hijo del propio rey, pero aquel hombre, sin dar muestras de insolencia, me había dado a entender con la mayor claridad que nada había en mí que le hiciese temblar de espanto. Así se comportan los hombres de Assur lejos de las ciudades, donde la gente aún no se halla corrompida por las costumbres extranjeras ni por el poder del dinero, demostrando que no son esclavos.
—Con mucho gusto —repuse sonriendo a Qurdi.
Por toda respuesta el capataz se inclinó nuevamente.
Pasamos media mañana visitando las instalaciones: las eras, graneros, establos, cuadras y bodegas, y me complació gratamente descubrir que me había convertido en un próspero terrateniente, dueño de ganado y caballos. En mis terrenos se cultivaba mijo y cebada, y bandadas de gansos corrían por doquier picoteando el grano que les servía de sustento. Grandes tinajas de arcilla conservadas en lugares frescos contenían cerveza y sidra en cantidad suficiente para apagar la sed de varias compañías de soldados sedientos. Mis propiedades parecían ubérrimas. Y Tahu Ishtar me mostraba todo aquello con sencillez y naturalidad, como si no le afectase lo más mínimo: era un hombre orgulloso y no deseaba jactarse de sus condiciones.
Yo apenas hablaba, me limitaba a formularle alguna que otra pregunta y escuchaba sus explicaciones en silencio y atentamente. Mi capataz no trataba de ganarse mi favor ni yo el suyo, porque ya no éramos niños y los hombres deben respetarse mutuamente. En cuanto a Qurdi nos seguía por doquier sin separarse de su padre, pero sin dejar de observarme.
—Dentro de poco todo estará cubierto de nieve, señor. De modo que ahora poco puede hacerse, por lo que la gente se encierra en sus hogares preparándose para pasar el invierno. Cuando visitemos los campos tendrás ocasión de ver el pueblo, mas para ello deberemos ir a caballo.
Regresamos a los establos, donde escogí un poderoso y negro alazán que embridé yo mismo y sobre cuyo lomo eché una manta. Cuando Tahu Ishtar y yo hubimos montado y Qurdi se hubo sentado detrás de su padre, emprendimos la marcha.
Empleamos más de tres horas en recorrer el circuito de mis propiedades, entre huertos y viñedos y atravesando campos de tierras bien trabajadas y canales de riego cuidadosamente dispuestos, hábiles para el transporte de gabarras y rebosantes de aguas cenagosas que brillaban como el acero pulido bajo el pálido resplandor del sol invernal. Tahu Ishtar me explicó la previsión de cultivos que se realizarían destinados a la cosecha primaveral, cómo funcionaban las esclusas de los canales y dónde trabajaban mis arrendatarios en cada época del año.
—¿Vivirás con nosotros, señor? —preguntó finalmente, evitando mi mirada.
—Siempre que me sea posible —repuse ignorando si aquélla era la respuesta que él esperaba—: soy soldado y estamos en guerra. Pero dejaré aquí a mi madre y vendré siempre que me sea posible.
Hizo una señal de aprobación sin mirarme todavía.
—Me parece magnífico. Es muy conveniente para la tierra que su propietario resida en ella. Y el rey, como es natural, nunca venía por aquí. En estos diez años jamás le he visto: cuando necesitaba hacerle alguna consulta me dirigía a sus escribas de Nínive. Supongo que ahora ya no será necesario.
Detuvimos nuestros caballos ante uno de los múltiples puentecillos de madera que cruzaban los canales y Tahu Ishtar volvió por fin su rostro hacia mí. Puesto que no pretendía instalarme en una gran mansión de Nínive viviendo de las rentas de tierras que nunca pensaba visitar, parecía haber decidido que yo era alguien tolerable.
—No, ya no será necesario. Prefiero equivocarme personalmente.
Tahu Ishtar abrió la boca y se echó a reír con la espontaneidad de un relámpago primaveral. Reía como un soldado, franca y abiertamente. La situación había cambiado entre nosotros: habíamos compartido una broma.
El hombre levantó el brazo y señaló una columna de humo que se recortaba entre las montañas.
—Vamos, pues. Allá en el pueblo aguarda la gente. Descubrirás que te consideran objeto de curiosidad, puesto que muchos de ellos no han visto jamás el rostro de su señor.
Internarse en un pueblo de las llanuras inundadas del Tigris es como adentrarse en el mundo de nuestros antepasados, puesto que aquellas gentes siguen viviendo igual que los padres de nuestra raza antes de que se instituyeran las monarquías y las ciudades, cuando sólo existían las tierras y el dios. He visto muchas de ellas constituidas por algunas chozas de adobes y formado círculo en número demasiado reducido para recibir un nombre, pero siempre antes de convertirme en un soldado de paso por la carretera, camino de otro lugar. Ignoraba qué tipo de existencia llevaban aquellas personas ante el fuego de sus hogares y jamás había probado el agua que extraían de sus pozos. Todos los que se hallan a la sombra del poderoso rey son iguales y viven como extraños en su propio país, puesto que nuestra historia se inició en los pueblos y allí es donde debemos acudir en busca de las raíces de nuestra grandeza. Somos una raza de campesinos, ya que nuestra tierra es rica y, según un proverbio, en esas cabañas nacieron los mejores soldados con los pies sucios de barro. Aunque los señores de Nínive preferían olvidarlo, no por ello era menos cierto.
Mientras cabalgábamos en dirección al pueblo tuve ocasión de advertir que, tal como me había prevenido mi capataz, la gente se había congregado aguardando nuestra llegada y, aun a cierta distancia, incluso distinguí los gritos proferidos por muchos de ellos. Pero en breve comprobamos que aquellas exclamaciones no nos estaban destinadas, que no eran sino lamentaciones y que semejante asamblea no se había reunido para dar la bienvenida a su nuevo señor, sino para lamentarse de alguna catástrofe extraordinaria de la que habían sido víctimas. Tahu Ishtar estaba equivocado, mis arrendatarios habían olvidado mi existencia.
Las mujeres —pues de ellas se trataba en su mayoría— vestían blancas túnicas de algodón, se cubrían las cabezas con chales de colores y estaban rodeadas de niños que se asían a sus faldas y acompañadas de algunos ancianos. Y todos ellos elevaban los brazos al cielo y gimoteaban como almas en pena. Algunas se habían dejado caer al suelo y se arrojaban puñados de polvo en los hombros y las cabezas. Habían descuidado los fuegos domésticos y sus cántaros estaban abandonados por doquier o vertiendo su contenido en el suelo.
—¿Qué sucede? —me interesé—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué están tan afligidos?
Tahu Ishtar descabalgó de su montura y las mujeres le rodearon gritando todas a un tiempo sin que yo lograse comprender sus palabras hasta que por fin mi capataz se adelantó a sujetar las riendas de mi caballo para que también yo descabalgara. Su expresión se había endurecido.
—Han sido los leones —murmuró con voz totalmente inexpresiva, como si en aquel momento hubiese perdido la facultad de comprender el significado de las palabras—. Cuando llega el frío, el hambre los obliga a descender de las montañas. Hasta ahora sólo habían robado algunas cabras, pero en esta ocasión se han llevado a un niño.
—¡Mi hijo! ¡Mi pequeño! ¡Hijo mío! —exclamó una de las mujeres arrodillándose ante nosotros, al parecer incapaz de dominar su aflicción—. ¡Grande y poderoso señor, encuentra a mi hijo!
Y hundió su rostro en el suelo, asiéndose a mis tobillos con aire suplicante. En aquellos momentos ni siquiera podía articular palabra ni sollozar, tan grande era el tormento que la afligía.
—Por eso se han marchado los hombres —añadió Tahu Ishtar aún en voz baja—. Pero no tienen caballos y llegarán demasiado tarde.
—Aun así, debemos hacer algo.
Me arrodillé, cogí a la mujer de la mano y ella me miró. No pude advertir si era joven o vieja porque su rostro estaba contraído por el dolor y, de pronto, las palabras que me disponía a pronunciar para consolarla me parecieron totalmente carentes de sentido… ¿Qué decirle realmente? ¿Acaso podía prometerle que le devolvería a su hijo?
—Debemos hacer algo —repetí, esta vez dirigiéndome a ella.
Me levanté y monté en mi corcel. Tahu Ishtar ayudó a su hijo a descender de su montura, lo confió al cuidado de un anciano con el que cruzó unas breves palabras y abandonamos al galope el núcleo de cabañas de adobe. Al cabo de unos instantes dejábamos atrás a un grupo de hombres que corrían como jauría de sabuesos.
Encontramos el cadáver del niño, o por lo menos sus restos, tras superar las primeras escarpaduras que señalaban el inicio de la ladera montañosa.
—Deben de haber intuido la persecución y abandonado su presa —dijo Tahu Ishtar observando el cuerpo del chiquillo tendido en un charco de sangre, que presentaba el pecho desgarrado y una pierna devorada hasta el hueso. Se apeó de su cabalgadura, envolvió el cadáver en su capa y me lo tendió añadiendo—: Por lo menos ahora podrá enterrarlo su madre.
Regresamos a la granja en silencio. Ignoro los sentimientos que experimentaba mi capataz, pero en mi cerebro aún resonaban los desgarradores gritos de aquella mujer ante el mutilado cadáver de su hijo. Pensaba que yo era el responsable de la seguridad de aquella gente, pues según una antigua tradición los arrendatarios de los terrenos tenían derecho a exigir la protección de su señor. Al parecer, aunque apenas hacía un día que había entrado en posesión de mis dominios, ya los había defraudado.
—¿Cuánto tiempo hace que dura esto? —pregunté finalmente.
Tahu Ishtar tardó unos instantes en responderme, como si también él se hallase sumido en profundos pensamientos.
—El invierno pasado y éste. Los aldeanos mantienen hogueras encendidas todas las noches para ahuyentar las fieras, pero cada vez se vuelven más osadas. Hace unas semanas robaron una cabra que había quedado atada en la parte posterior de una cabaña y ahora…
—Necesitaremos un carro —dije de pronto, pues acababa de ocurrírseme la idea que me asombraba no haber tenido antes—. ¿Disponemos de alguno? De no ser así, enviaré a por él a Nínive.
—Señor, debemos enfrentarnos a tres fornidos leones que cazan concertadamente y de astucia nada despreciable.
—¿Disponemos de un carro, Tahu Ishtar? ¿Sí o no?
Su hijo, que se asía a la cintura del padre mientras avanzábamos uno junto al otro, me observaba con los negros ojos muy abiertos, como si le resultase inimaginable que me atreviese a enfrentarme con el capataz.
—Sí, señor —repuso Tahu Ishtar, mesándose la gran barba, sin duda preguntándose por qué los grandes dioses habían creído oportuno abrumarle con un joven y necio amo—. Pero en estos diez años jamás se ha utilizado. No tiene ruedas ni puedo responder de las condiciones en que se encuentren los arneses, mas podemos tratar de recomponerlo.
—Bien, entonces procura que al amanecer esté todo dispuesto e indica a los aldeanos que organicen una batida. ¡Mañana saldremos de caza!
Di una amplia vuelta por el patio de la granja montado en el carro que hasta la noche anterior y desde la última visita del rey hacía diez años había permanecido apoyado contra una pared en uno de los establos como un vagabundo tullido que aguardase a que cesara la lluvia. Tahu Ishtar y sus hombres habían trabajado toda la noche a la luz de las antorchas y habían trabajado bien. Las ruedas giraban fácilmente y sin ruidos. Únicamente me preocupaban los caballos, que, aunque eran los más apropiados que había encontrado para formar el tiro, no estaban acostumbrados a funcionar en equipo. Lo peor de todo era que sólo me atrevía a confiar en que no se asustasen cuando iniciásemos la persecución, pero en la caza, al igual que en la guerra, mucho debe fiarse a la ventura.
Mi madre se encontraba en la puerta de la casa rodeada de los servidores domésticos observando cómo detenía el carro bruscamente para comprobar si oscilaba la plataforma bajo mis pies. Hice restallar de nuevo el látigo para que los caballos reanudasen la marcha y le sonreí cariñosamente saludándola con la mano. Ella me devolvió el saludo. No había intentado hacerme desistir de aquella aventura, aunque su rostro reflejaba claramente el temor que sentía hacia el «deporte» al que pensaba entregarme.
—Sólo es una partida de caza, Merope. He salido a cazar en mil ocasiones y el rey mata leones con su espada por pura distracción.
Lo que naturalmente no le expliqué era que ni siquiera el rey salía de caza sin ir acompañado de un séquito de hombres armados, aunque tal vez no fuese necesario. Mi séquito estaría formado únicamente por campesinos cuyas armas consistían en hoces y bastones y, hasta entonces, lo más peligroso que yo había perseguido eran los jabalíes que vagaban libremente por las llanuras del este de Nínive. De todos modos era un experto guerrero, disponía de un arco y de jabalinas y podía conducir el tiro de caballos tan hábilmente como cualquier soldado del ejército real. Lleno de juvenil orgullo creía que con ello me bastaba.
La saludé una vez más y obligué a mis caballos a emprender el galope.
Tahu Ishtar y mis arrendatarios me esperaban en el pueblo. Cuando me detuve ante ellos permanecieron en silencio, como un ejército antes de emprender la batalla aguarda sumido en hosca expectación, sabiendo que los hechos se sucederán fatalmente, que no queda otra opción. En aquellos momentos todos debían confiar sus vidas a un insensato.
—¡Capataz!, ¿habéis soltado las cabras?
Tahu Ishtar se adelantó y apoyó sus manos en la barandilla de mi carro. Todos aquellos asuntos los habíamos resuelto él y yo el día anterior, pero comprendía que tales formulismos eran necesarios para tranquilizar a su gente y parecía satisfecho de desempeñar el papel que le había asignado en nuestra pequeña representación.
—Sí, señor. Todo está dispuesto.
Apenas le miraba: fijé mi vista en los aldeanos abarcándolos a todos al mismo tiempo, truco bien conocido para todo aquel que ha ostentado alguna vez autoridad entre soldados, puesto que convierte el vínculo de mando en algo parecido a una relación personal.
—Entonces sólo cabe esperar —añadí dirigiéndome a todos por igual—. Son tres grandes felinos que últimamente están hambrientos, de modo que no tardarán en bajar de las montañas en busca de presa. Aguardemos a que la encuentren, a que se atiborren hasta que sus vientres estén a punto de estallar y tan sólo deseen descansar plácidamente a la sombra, junto a algún manantial donde quedarán amodorrados. Les hemos facilitado la comida y sabremos dónde hallarlos cuando llegue el momento de sorprenderlos en la trampa. Tahu Ishtar procura que los niños y los ancianos se recluyan hoy en sus hogares: ya sabes cuál será mi paradero.
Me disponía a marcharme cuando uno de los hombres se adelantó y asió a uno de mis caballos por la brida para impedírmelo. Era un hombre de escasa estatura, no muy joven, que parecía haber pasado la noche en vela. Alcé el látigo y soltó las riendas al instante, pero me tendió las manos en actitud de súplica.
—¡Señor! —exclamó—. ¡Permíteme ir contigo! ¡Estoy en mi derecho de padre!
—¿Era tu hijo el que murió ayer? —pregunté dirigiéndome primero al hombre y luego a Tahu Ishtar, que me respondió con una señal afirmativa.
—Sí, señor…, era mi hijo. —Sus ojos inyectados en sangre se llenaron de lágrimas y enmudeció un instante—. Era mi único hijo, nacido cuando mi esposa y yo ya habíamos perdido nuestros mejores años… Jamás tendremos otro. Llévame contigo para que pueda ver morir a aquel que me arrebató la vida de mi hijo.
—Te lo prohíbo y que los dioses te perdonen por pedir semejante cosa —repuse tratando de transmitir un enojo que realmente no sentía, porque en realidad estaba conmovido—. Eres un campesino, no un escudero. ¿Qué te propones? ¿Obligar a tu esposa a llevar luto por otro ser querido? Es más, lo que solicitas es una impiedad. Tu obligación en estos momentos consiste en librar al pueblo de un peligro, no en vengarte de un necio animal que simplemente ha seguido los instintos innatos en él y que por consiguiente carece de pecado. Tahu Ishtar, mantenlos en formación. Aguardaré a recibir las señales de los batidores.
No me demoré por más tiempo. Hice girar el carro hacia las vastas llanuras en busca de un terreno de caza que pareciese adecuado.
El carro necesita espacio de maniobra. Es un vehículo pesado, de giro difícil y que se ve obligado a detenerse ante cualquier obstáculo. Si las ruedas tropiezan con una piedra despiden al conductor, que vuela por los aires, o se rompen y le dejan en la estacada. Las únicas ventajas que ofrece son su velocidad y el hecho de que, como una roca que se despeñase por la ladera de una montaña, siembra el terror en los corazones de aquellos hacia quienes se dirige.
Las llanuras que me rodeaban estaban sembradas de arbustos achaparrados, poco más altos que matorrales, pero que bastarían para dificultar el avance de los caballos. Tardé mucho tiempo en encontrar un lugar bastante despejado en el que mi presa no tuviera ocasión de ocultarse en cuanto el suelo vibrase bajo mi acometida. Incluso descubrí un afloramiento rocoso sobre el que podría obtener una amplia perspectiva hasta las montañas y desde el que acaso también lograría distinguir la línea de batidores, tal vez antes de oírlos y divisar a los leones. Sujeté los caballos, preparé mis armas y escalé la roca para observar mi entorno, suponiendo que pasarían muchas horas antes de que distinguiera algo.
El día anterior los leones no habían disfrutado de un gran banquete con el muchacho, cuyos restos habían abandonado asustados, y previamente debían de llevar muchos días de ayuno para aventurarse con tal desesperación hasta las propias viviendas de los seres humanos.
Había ordenado a Tahu Ishtar que no lejos de allí, en un manantial al que sin duda acudirían los grandes felinos en busca de sus presas, dejase atadas a cinco de mis más hermosas cabras para que se saciaran con ellas y luego se adormilaran al sol. Sin duda los sorprendería desagradablemente la presencia de un centenar de personas, hombres y mujeres en fila, golpeando el suelo con sus mayales y percibir el olor a humo procedente de las hogueras que los aldeanos encenderían en su camino. Si Tahu Ishtar realizaba al pie de la letra mis instrucciones, y era una persona que inspiraba la más absoluta confianza, aquellas tres enormes fieras acudirían asustadas a mi encuentro y, ante la imposibilidad de huir, se enfrentarían conmigo. Y entonces era cuando yo esperaba llevar a cabo mis proyectos.
Confiaba absolutamente en mis posibilidades y no experimentaba temor alguno, sólo una agradable excitación. Después de todo sólo eran animales, no elamitas armados de espadas y jabalinas. No me enfrentaría a hombres como yo: por muy grandes y poderosos que fueran, no iba a permitir que se me acercasen poniéndome en peligro. No sería nada más que una expedición de caza: nada había que temer, a menos que cometiese algún error estúpido y había poco peligro de ello. Mientras me encontraba allí sentado a la pálida luz del sol invernal aguardando alguna señal de que la partida había comenzado, me sentía muy alegre.
A juzgar por la posición del sol había transcurrido casi una hora desde mediodía cuando aparecieron las primeras señales de humo en el horizonte. Descendí de mi atalaya, desaté a los caballos y tensé mi arco. El carro ya comenzaba a rodar por el calcinado suelo cuando el primero de los grandes felinos apareció corriendo ante mis ojos.
Los leones del este no son tan grandes como los de Egipto, de donde los importaba el rey para destinarlos a la caza, su deporte favorito, pero aquél era el de mayor tamaño que había visto en mi vida, incluso en las reservas reales. Al distinguir el carro el animal se detuvo bruscamente, ladeó la cabeza como si se sintiera sorprendido y molesto ante aquella intrusión y seguidamente se agazapó permaneciendo a la expectativa. Conduje los caballos a galope corto, avanzando en diagonal hacia él, y el león, al sentirse desafiado, profirió un poderoso rugido que surcó los aires y tuve serias dificultades para impedir que los caballos salieran despedidos por el pánico.
Cuando los carros marchan a la guerra están ocupados por dos hombres: uno conduce el vehículo, mientras que el otro está en libertad para luchar con flechas o jabalinas, y lo mismo sucede cuando el rey lucha con los leones de su reserva. Pero yo no contaba con nadie que me sirviese de cochero, y por ello me vi obligado a detenerme para poder disparar.
Me encontraba a unos sesenta pasos de mi presa, que estaba agazapada como si se dispusiera a saltar y rugía ferozmente. No me atrevía a apearme del carro, temiendo que los caballos se alejaran al galope, de modo que, sobre la insegura plataforma del vehículo, escogí una flecha y apunté a mi objetivo. El león se adelantó mirándome enfurecido y lleno de odio. Como si intuyese el peligro, avanzó cautelosamente hacia la izquierda y, aprovechando aquel instante de vacilación, disparé. La flecha le atravesó el pecho, y el animal, entre rugidos de rabia y de agonía, intentó un desesperado ataque.
Pero no llegó a abalanzarse sobre mí. Avanzó únicamente algunos pasos y luego se detuvo, me observó con ojos empañados por el dolor y finalmente se desplomó en el suelo de costado, jadeante, mientras brotaba un hilillo de sangre de sus enormes mandíbulas. Empuñé la jabalina y me apeé del carro dispuesto a rematarlo.
Aquél era el error que me había propuesto no cometer. Me aproximé al animal y me disponía a hundirle la jabalina en el corazón cuando oí relinchar los caballos presa de terror. Me volví rápidamente, dejándome caer sobre una rodilla en el instante en que la segunda fiera iniciaba su asalto. Hundí mi arma en el suelo y, cuando se disponía a tirarse sobre mí, se desplomó sobre la jabalina y la punta de cobre se le introdujo en el vientre, partiéndose por la mitad.
Pero antes de sucumbir consiguió clavarme los grandes dientes en el hombro izquierdo, desgarrándome la carne en un último estertor de agonía. En el instante en que se desplomaba sin vida me había inferido una herida que interesaba hasta el hueso, y al momento me encontré bañándome en mi propia sangre y retorciéndome de dolor. Los caballos habían huido y no tenía dónde refugiarme, unicamente podía defenderme con la espada que llevaba en el cinto, pero apenas conseguía sostenerme en pie y ya percibía los gruñidos de la última fiera que se aproximaba entre la maleza.
El león no se precipitó: era evidente que no cometería ningún error. Tal vez se había dado cuenta de que estaba sangrando y se proponía aguardar hasta que me hubiese debilitado de tal modo que me encontrase indefenso. Sin duda deseaba darme a conocer su presencia porque ninguna criatura salvaje hace tanto ruido gratuitamente: había sacrificado a sus hermanos y me daba a conocer sus propósitos de venganza.
Pero aunque yo estuviera sangrando, la fiera se veía hostigada por los aldeanos que se aproximaban cada vez más con sus hogueras. A mis oídos llegaba ya el eco de sus gritos y el batir de los palos y percibía asimismo el olor del fuego.
—¡Ven! —grité—. ¡Acércate, y que los dioses te maldigan!
Y, para disponer de más espacio, me aparté de los cadáveres de los dos leones que había matado.
Ignoro cuánto tiempo aguardé a que se hiciera visible, pero recuerdo que no se hizo esperar.
De pronto apareció sin que le viese ni le oyese llegar: surgió repentinamente ante mis ojos. Se agachó y se deslizó hacia mí, tensos y prestos todos los músculos de su cuerpo. No tenía miedo… Leí en sus ojos que se proponía matarme. Gruñó roncamente, en un susurro insinuante similar al ronroneo de un gato, como si me estuviera provocando con su proximidad.
Permanecí erguido, empuñando la espada, sintiendo que las fuerzas me abandonaban y comprendiendo que debía obligarlo a atacarme antes de que yo estuviese demasiado débil para haber perdido toda oportunidad de defenderme.
Aunque el menor movimiento del brazo izquierdo me producía un espantoso dolor, conseguí levantarlo hasta la cintura al tiempo que le hacía señas con la mano como invitándole a aproximarse. Las rodillas me temblaban como si fuera a desplomarme en cualquier momento.
—¡Acércate, maldito! ¡Ven a que te dé muerte!
Pero aún no estaba dispuesto. Se limitaba a gruñir desdeñoso, agachando la hirsuta cabeza. Sin duda se proponía esperar.
Comprendí que tenía que ser entonces… o nunca.
Arremetí contra el animal lanzando un grito de guerra y sosteniendo la espada baja de modo que pudiera acertarle si saltaba sobre mí. Tan sólo contaba con unos pasos de ventaja cuando se decidió a proyectar su enorme corpachón por los aires y nos vinimos abajo en un encontronazo que resonó por los aires.
No recuerdo nada más. Cuando recobré el conocimiento me encontraba en mi lecho. Tahu Ishtar cauterizaba las heridas de mi hombro con un cuchillo al rojo vivo y no lejos de mí alguien gemía. Se percibía una sensación de sufrimiento en la habitación, aunque no podía discernir si se trataba de mí o de otra persona. Recuerdo haber visto el rostro de mi madre cubierto de lágrimas y después me sumí en una profunda oscuridad.
Aunque únicamente me habían concedido dos semanas de permiso en la Casa de la Guerra, transcurrió mucho más tiempo hasta que estuve en condiciones de levantarme del lecho. Para mitigar mis dolores bebía vino hasta marearme y mi madre me alimentaba con sabrosos potajes que me permitirían recuperarme de la pérdida de sangre. Me dio la impresión de que una vez se convenció de que no iba a morir, incluso se sintió feliz ante aquella situación, y, desde luego, en el transcurso de aquellas semanas, me demostró que sabía administrarse mejor de lo que ella misma suponía.
Al finalizar la primera semana, Tahu Ishtar acudió a visitarme. Llevaba algo enrollado bajo el brazo, que extendió en el suelo, a los pies de mi lecho, para que pudiese verlo. El corazón me dio un vuelco en el pecho: se trataba de la piel de un león.
—Los aldeanos están curtiendo las restantes pieles para que puedas llevártelas como trofeos: ésta es la primera de ellas.
Se había sentado en un banco a los pies de la cama y se ajustaba la túnica al cuerpo con gran dignidad, dándome la impresión de que su visita tenía un carácter oficial.
—Para tu tranquilidad espiritual también me han encargado que te comunique que han hecho libaciones sobre los cadáveres de los animales a fin de que sus fantasmas no traten de vengarse de ti.
—¿Qué sucedió? —pregunté incorporándome ligeramente en mis almohadones—. ¿Cómo fue…?
Tahu Ishtar me observó atentamente y enarcó las cejas sorprendido.
—¿Quieres decir que lo ignoras? Entonces nadie puede saberlo. —Se echó a reír y movió la cabeza dubitativamente—. Cuando llegamos, los leones habían muerto y a ti te faltaba muy poco para reunirte con ellos. En cuanto a este animal, asomaba por su boca la empuñadura de tu espada… La hoja le había atravesado el cerebro… Mi gente cree que eres el propio Gilgamesh redivivo y te están muy agradecidos por cuanto has hecho por ellos.
—Me doy por satisfecho con haber salvado el pellejo.
A continuación seguimos tratando de cuestiones agrícolas y de los problemas de los aldeanos, y cuando Tahu Ishtar comprendió que podía sentirme fatigado, se despidió. Posteriormente acudió a visitarme con regularidad, acompañado a veces de su hijo Qurdi, que se sentaba sobre la piel del león y contemplaba estupefacto sus fauces abiertas. Gradualmente, con la cautela propia de los campesinos prudentes, Tahu Ishtar se hizo mi amigo.
Durante aquel mes que duró mi convalecencia recibí muchas visitas. Kefalos se instaló virtualmente con nosotros y me embalsamó con sus ungüentos.
—No debes fiarte en absoluto de los médicos asirios, señor. Basan toda su terapia en la absurda teoría de que las enfermedades provienen de la cólera divina y se limitan a quemar incienso invocando tu nombre y rezando por ti. Lo único que necesitas es un poco de escepticismo griego.
Estudiaba constantemente con Merope la dieta que debía seguir —en este aspecto era más estricto que mi propia madre— y, al final, cuando me cansé de sus remilgos, y le ordené que regresara a atender a sus pacientes de Nínive, me pareció que se alegraba porque la vida rural no era muy de su agrado.
Al concluir la segunda semana, cuando ya había recuperado las fuerzas, hasta el punto en que podía pasear un rato sin sentirme cansado, un campesino acudió corriendo a avisarme de que había distinguido la nube de polvo levantada por una tropa de caballería que parecía dirigirse hacia la casa y, al cabo de dos horas, el propio señor Sinahiusur desmontaba ante mi puerta escoltado por veinte hombres.
Como era un día desapacible invité a los soldados a que se acomodaran en la cocina y recibí al turtanu en una de las mejores habitaciones de la casa. Nos sentamos uno frente a otro en sendos bancos y nos calentamos ante un brasero y una jarra de vino libanés, dulce como la miel y que picaba como una avispa.
—Me ha enviado el rey. Acaba de enterarse del accidente que has sufrido y desea que te transmita su interés por tu pronto restablecimiento. Parece que ya te estás recuperando, ¿verdad?
—Sí, señor —repuse sonriendo y preguntándome qué le habría traído allí en realidad, pues el turtanu Sinahiusur no haría semejante viaje desde la capital únicamente para visitar a un enfermo—. Dentro de una o dos semanas, cuando haya recuperado las fuerzas, tan sólo me quedarán algunas cicatrices de esta aventura.
Se adelantó y me puso la mano en el brazo como si deseara sentir por sí mismo mi fortaleza. Hizo una señal de asentimiento.
—Magnífico. Puesto que parece ser realmente así, ejercitaré el privilegio que me otorga nuestro parentesco para manifestarte abiertamente que creo que te dejas arrastrar en exceso por las «aventuras». Te has comportado como un insensato arriesgando tu vida con un propósito tan insignificante. El país de Assur está lleno de aldeas, pero los príncipes de sangre real escasean. No te apresures tanto por llenar de gloria tu nombre, porque pronto te llegará por sí sola. Me consta que dentro de poco serás nombrado rab shaqe. Sería mejor que pensaras en el modo más conveniente de utilizar tales poderes.
Bebió otro trago de vino como si hubiese desechado cualquier otro pensamiento y depositó su copa sobre la mesita circular ante la que nos hallábamos sentados.
—Es un vino excelente —comentó—. ¿Dónde lo consigues?
—Es un regalo, señor. ¿Recuerdas al esclavo Kefalos?
—¡Ah, sí, aquel bribón jonio! Tengo entendido que te ha resultado muy provechoso, cosa que celebro. Tal vez yo hubiese tenido que obrar así con él… Despidiéndole de casa y dejándole en libertad de acción. Dicen que se ha enriquecido, ¿es cierto?
—Y también me ha enriquecido a mí, señor. El día que me cediste a ese tunante me abrumaste con tu generosidad.
El turtanu se echó a reír. De pronto adoptó una grave expresión.
—Tiglath, debes saber que el rey está convencido de que Arad Ninlil no le sucederá.
Hizo una pausa como si aguardase mis comentarios. Escudriñó mi rostro…, ignoro qué pensaba leer en él, y por fin prosiguió:
—Es una necia y débil criatura que su madre malcrió mientras lo tuvo a su cuidado. Su padre está muy disgustado. Los presagios se muestran adversos hacia él y un profeta llamado Kalbi, hijo de Nergal Etir, vaticina un reinado de tinieblas en el país. El rey detesta a los sacerdotes desde que le dijeron que nuestro poderoso abuelo el Gran Sargón sucumbió víctima de su impiedad, porque amaba a su padre profundamente. Pero esos pronósticos contra Arad Ninlil le han asustado.
—¿Acaso demora por eso la boda del marsarru con la señora Asharhamat?
—Sí, ésa es la razón.
Por un momento Sinahiusur me estuvo observando con los ojos entornados, como en muda advertencia, aunque sin hacer ningún comentario. Era un hombre prudente y reservado, sabedor de muchos secretos, por lo que no podía confiar que mis sentimientos hacia Asharhamat le hubieran pasado inadvertidos. Mas sin duda juzgaba que no era momento oportuno para hablar de ello.
—En cuanto a mí, soy partidario de que nos atengamos estrictamente al legítimo derecho de sucesión al trono —prosiguió—: después de Arad Ninlil se encuentra Asarhadón, hijo de la segunda esposa legal del rey. ¿Estás de acuerdo conmigo?
—Sí…, naturalmente —repuse sin poder disimular la sorpresa que sentía de que el señor Sinahiusur comentase aquel asunto conmigo.
—Entonces debes saber que el rey confía que le sucedas en el trono de Assur.
Sentí como si hubiese recibido un mazazo en el cráneo. Estaba aturdido. El turtanu guardó silencio, al parecer aguardando respuesta, pero no supe qué decirle.
—Toma un trago de vino, Tiglath —indicó por fin, llevando con su propia mano la copa a mis labios—. Deseo saber qué piensas hacer.
—¿Qué pienso hacer?
—Sí, eso es. ¿Lucharás con tu hermano para conseguir la sucesión?
—Señor, amo a mi hermano… Si el dios le hace rey le serviré con todas mis fuerzas.
—¿Sabes que aquel que suceda al rey en el trono casará con Asharhamat?
—No pienso enfrentarme a los dioses, señor…, ni siquiera por la señora Asharhamat.
—Eres un buen muchacho, Tiglath Assur —observó. Me puso la mano en el brazo y añadió—: Sabía que no me decepcionarías.
—Señor, como he dicho en muchas ocasiones, estoy en deuda contigo.
—Sí…, pero debemos recordar que ni tú ni yo vamos a solventar este asunto. Ni siquiera el rey. La solución se halla en manos de los dioses.
El señor Sinahiusur pasó aquella noche en mi casa y al día siguiente emprendió el camino de regreso a Nínive, dejándome muy acongojado. No deseaba ser rey y quería a mi hermano, pero también amaba a Asharhamat más que a mi propia vida. Me parecía estar predestinado al infortunio. Sinahiusur comprendía perfectamente mis sentimientos porque era un hombre inteligente.
—Recuerda que el rey aún puede vivir muchos años y quizá aún le suceda Arad Ninlil —dijo cuando nos despedimos—. O Asarhadón puede morir y los dioses pronunciarse contra él. Desconocemos qué nos depara el futuro, pero por ahora Asharhamat está viuda y disponible. El rey aguardará todo lo posible antes de formular esta consulta al dios, y hasta entonces puedes ser dichoso… Ésa debe ser tu recompensa, Tiglath. Te prometo que hasta que el dios no se pronuncie nadie podrá entremeterse en tus asuntos. Supongo que esto bastará para satisfacerte. ¿Es así?
—Como dices, señor, así debe ser.
—Sí…, así debe ser.
—¿Señor?
—¿Qué deseas, Tiglath Assur?
—Si mi hermano Asarhadón debe acceder al trono, sería conveniente que regresara del oeste. Es preciso que el rey conozca a su hijo y, en cualquier caso, mi hermano se sentiría muy complacido.
El turtanu paseó su mirada en torno un momento como si mi casa y su patio evocasen en él algún recuerdo y luego fijó sus ojos en mí y asintió.
—Debes dar nombre a tu casa —observó—, un nombre que convenga a la mansión de un príncipe. Te sugiero «Los tres leones» para que se recuerde eternamente tu hazaña.
—Será como tú digas, señor —repuse sin saber exactamente si se burlaba de mí.
—No, será como tú prefieras, Tiglath Assur. Cuidaré de que regrese Asarhadón, aunque imagino que su retorno no presentará grandes dificultades. Adiós, sobrino, deseo que recobres rápidamente tus fuerzas.
Le estuve observando mientras se alejaba y el frío viento del invierno me llenó los ojos de lágrimas. ¿Sería en realidad el viento? Lo ignoraba.