VI

Al día siguiente y el sucesivo recogimos a todos nuestros compañeros que habían perdido la vida en la llanura de Khalule, les dimos sepultura e hicimos ofrendas de alimentos y bebidas. En cuanto a los cadáveres enemigos, los saqueamos y abandonamos sus restos a los cuervos, pasamos a cuchillo a los heridos que habían logrado sobrevivir a tan espantosa noche y los decapitamos y cortamos las manos como trofeos porque no sentíamos ninguna piedad hacia ellos. Cuando concluimos, curamos nuestras propias heridas y descansamos aguardando las órdenes del rey. Las tropas elamitas se habían retirado, sin que nuestros batidores lograran encontrarlas, por lo que podíamos considerarnos victoriosos si así lo deseábamos, pero no recuerdo que nadie calificase de tal modo el resultado de la contienda.

De modo que esperábamos a que el rey mi padre nos indicase qué deseaba de nosotros, rogando en lo más profundo de nuestro ser que no nos ordenase cruzar el Turnat y entrar en el país de Elam, porque ya no teníamos ánimos para combatir. El suelo donde habíamos luchado estaba cubierto con los hediondos restos de hombres y animales y la tierra recién cavada de nuestras tumbas. Nuestras pérdidas eran del orden de dos por cada cinco hombres, y sin duda el enemigo aún había salido más malparado. Si los hubiésemos perseguido hasta su reino, habrían alcanzado los límites de la desesperación y no existe peor adversario que aquel que ha abandonado toda esperanza.

Pero durante tres días el rey permaneció encerrado en su tienda, negándose a tomar alimentos y sin querer ver a nadie. Nadie accedía a su presencia, ni siquiera al turtanu, de modo que seguíamos aguardando, calibrando la amargura de nuestros sufrimientos por el valor que nos restaba. A nadie se le hubiese ocurrido rebelarse contra el soberano de Assur, Señor de las Cuatro Partes del Mundo, porque la persona del rey era sagrada y sus soldados hombres piadosos, pero en el campamento se respiraba una tensa atmósfera. Aguardábamos porque no teníamos otra opción.

La desaparición de Nargi Adad me había convertido en rab kisir de hecho, así como de nombre, puesto que no había nadie más para dirigir la tropa. Los hombres de mi compañía eran hombres sencillos que se sentían perdidos si no recibían órdenes. Entonces comprendí por vez primera que las instrucciones que recibe un guerrero son la sal de su vida, que ellas establecen el nexo con lo que le es aún más temible que el propio enemigo: el terrible caos en que naufraga su voluntad incontrolada.

Y así fue como me vi obligado a enfrentarme a los oficiales encargados de la intendencia para que me suministraran pan y cerveza, a apremiar a los médicos para que asistiesen a los heridos y, principalmente, a procurar que mis hombres estuvieran ocupados. Me sentía presa de una gran inquietud, la herida que tenía en el tórax me dolía constantemente y había agotado el ungüento del tarro verde que Kefalos me dio para aliviar las heridas de algunos de mis hombres que sin aquel remedio hubiesen perdido irremisiblemente la vida. Por añadidura, sombríos pensamientos me obsesionaban por momentos y me sentía aliviado asumiendo la dirección y el cuidado de los demás. La autoridad y las infinitas secuelas de ella derivadas son los mejores vehículos para escapar de uno mismo. Día a día, a medida que mis soldados dependían cada vez más de mí, se afirmaba mi autoridad sobre ellos y, recíprocamente, su lealtad hacia mí, y por las noches, cuando me retiraba a descansar, tan agitado que ni siquiera tenía ocasión de soñar, el tiempo que transcurría representaba una especie de abismo que mitigaba los horrores vividos en aquella interminable jornada.

Tres días después de la batalla, cuando me hallaba sentado con mis hombres en torno a una fogata aguardando a que se cociese la cena para dar buena cuenta de ella y retirarnos a descansar, me sorprendió al otro lado de la hoguera la presencia de un hombre portador de la blanca jabalina característica de los mensajeros del soberano de la que pendía una cinta plateada, lo que significaba que el recado estaba destinado a un príncipe de sangre real, aunque de momento no logré intuir las posibles implicaciones de aquel hecho.

Rab kisir, condúceme a presencia del señor Tiglath Assur —me dijo.

Como los cortesanos de todas las naciones, se trataba de un joven de gallardo aspecto y sin duda muy pagado de sí.

Llevaba ungida la barba y sus marfileñas manos, que contrastaban con su uniforme azul espléndidamente bordado, estaban cuidadas y eran tan expresivas como las de una mujer. Hubiese apostado a que el arma que lucía no era más que un distintivo de su cargo, un instrumento que llevaba como si se tratase de un bastón de paseo. Pero yo estaba sucio, cansado y de mal humor y no me agradaba la forma en que se había dirigido a mí.

—Tu búsqueda ha concluido —repuse sin apenas mirarle, mientras atizaba el fuego con la punta de la espada. Advertí que a mis hombres les parecía cómica aquella situación porque se hacían señas con el codo y cambiaban guiños furtivamente. Al parecer tampoco a ellos les agradaba el mensajero real—. ¿Qué deseas?

—¿Acaso tú eres…?

—Sí, soy yo. Explícame qué es lo que quieres. ¿O acaso debo adivinarlo?

Ignoro si llegó a responder porque en tal caso sus palabras se perdieron entre las risotadas de mis compañeros. Cuando se hubo recobrado de su confusión —sin duda no estaba muy acostumbrado a encontrarse con un príncipe real sentado junto al fuego del campamento acompañado de sucios y sudorosos soldados—, se inclinó respetuosamente llevándose la mano derecha a la frente en señal de acatamiento. Era un ademán que ningún soldado se hubiese rebajado a realizar ni siquiera ante el propio rey y que me inspiró un profundo desprecio.

—He sido enviado por el señor Sennaquerib, príncipe. El rey te transmite sus deseos de larga vida y te ruega que acudas a su presencia.

—¿Ahora?

—Sí, príncipe.

No era un requerimiento que pudiera ser ignorado, de modo que me levanté dispuesto a seguirle, aunque profiriendo terribles maldiciones en mi fuero interno. Alguien me tendió una jarra de cerveza, tomé un trago, me enjuagué la boca y escupí el resto en el fuego, que chisporroteó alegremente.

—No temas, señor —dijo Luz Akin, mi nuevo ekalli—. Te reservaremos algo de cocido por si el rey no te invitase a cenar.

Aquel comentario fue coreado por nuevas carcajadas, porque todos lo consideraban muy gracioso, algo lógico teniendo en cuenta que era hijo de un barquero, que en todo el mundo gozan de bien merecida fama de picaros, charlatanes y embusteros.

—No te preocupes, ekalli. Recuerda que el rey ha rogado para que yo viva hasta el almuerzo.

Mientras marchaba en pos del mensajero real aún siguieron llegando a mis oídos sus risas, hasta que aquel sonido se confundió entre los murmullos cotidianos del campamento.

A mi paso, con sólo mirar a mi alrededor, pude comprobar la profunda desmoralización que sentían mis soldados. El terror que había calado profundamente en ellos era un sentimiento generalizado entre todo el ejército. Al resplandor de los fuegos que iluminaban sus rostros, los veía sentados con los brazos caídos entre las rodillas y la mirada perdida en las sombras como si en ellas se encontrase la muerte. Se expresaban con voces apagadas e inexpresivas y sus movimientos eran torpes y lentos. Parecía como si estuvieran convaleciendo de una enfermedad, salvo que ésta no era física sino espiritual. Y todo ello lo pude advertir a la luz de las hogueras que se recortaban entre la oscuridad.

No me preocupaba saber para qué me había llamado el rey. Tenía la mente demasiado embotada para que tal hecho pudiese inquietarme. Me limitaba a contemplar el espectáculo que me rodeaba, que evidenciaba de modo muy patente la situación en que nos encontrábamos. Ni siquiera había tenido ánimos para sentirme sorprendido.

La tienda real se encontraba en el centro del campamento y estaba rodeada por las de los principales oficiales. Era de un resistente tejido de color de púrpura y casi tan grande como la casa que mi esclavo Kefalos tenía en Nínive y estaba dividida en dos compartimientos, uno interior y otro exterior, para que el servidor de Assur pudiera proteger debidamente su majestad. Tan sólo tenía apostados vigilantes en la entrada, ¿porque a quién podía temer mi padre acompañado de su ejército?

El mensajero real hundió la jabalina en el suelo, junto a la entrada de la tienda del rey, como constancia de que el señor Sennaquerib, augusto soberano, deseaba reunirse a solas con el hijo nacido de su simiente, y entonces volví a recordar que se trataba de mi padre.

En el compartimiento exterior únicamente se veía una mesa de campaña tras la que se sentaba un escriba barbilampiño que apenas se molestó en levantar la mirada de la tablilla en la que estaba trabajando. La cortina que comunicaba con la parte interior estaba recogida y sujeta con un cordón y el hombre me hizo señas de que entrase.

—¿Eres tú, muchacho? ¡Pasa!

El rey estaba sentado en el borde de su lecho. Se cubría tan sólo con una sencilla túnica, como si acabase de despertar, aunque en sus ojos se adivinaba que hacía muchos días que no conciliaba el sueño. Llevaba la cabeza descubierta y advertí perfectamente cuan encanecidos se hallaban sus cabellos. Me arrodillé a sus pies y le puse las manos en las rodillas, que él cogió con fuerza. Le miré al rostro e intentó responderme con una sonrisa, pero de pronto desvió los ojos y me soltó las manos.

—Sírvenos un poco de vino. ¿Lo ves? Está sobre aquella mesa. Trae una copa para cada uno y beberemos a la salud del rey elamita. ¿Qué te parece? ¡Ja, ja, ja!

Le obedecí en silencio. Cuando le entregué su copa observé que le temblaban las manos.

—Siéntate, muchacho, siéntate a mi lado.

Tras una segunda copa pareció más sereno y confortado.

—Se han ido, ¿verdad? —preguntó paseando nervioso los ojos por la tienda como si temiera que Kudur-Nahhunte pudiera estar acechando tras una silla—. Se fueron por el río, ¿no es así?

—Sí, señor. Creo que tardarán en regresar. Sus mejores soldados se están pudriendo en el campo de batalla.

—¿Es eso cierto? —inquirió el monarca, asiéndome firmemente del brazo—. ¿Lo has visto con tus propios ojos?

—Sí, señor. Sólo tienes que acercarte a la llanura para contemplar la enorme extensión cubierta de cadáveres tras la estacada que hemos levantado.

—¡Vayamos a verlo! Creo que tú y yo podemos ir solos sin correr ningún peligro.

Se levantó del lecho. Le ayudé a vestirse la magnífica túnica argentada y con mis propias manos ceñí en su cabeza el turbante distintivo de la realeza como si se tratase de un niño asistido por su madre. Cuando salimos al exterior se nos acercó un cortesano, pero el rey le despidió dando muestras de impaciencia.

—¡No! —exclamó. Y, paseando una feroz mirada por los oficiales que nos acordonaban, añadió—: ¡Deseo estar a solas con mi hijo! ¡Dadnos una antorcha!

Un miembro de su guardia me tendió un hachón encendido y el rey y yo nos dirigimos hacia la estacada seguidos por las miradas de los hombres, que nos contemplaban como si fueran visitados por un dios, y seguidamente entramos en el campo de batalla de Khalule. En el aire se respiraba un hedor putrefacto. A la luz de la luna y de la antorcha que llevaba pudimos distinguir perfectamente, en todo su horror, la espantosa perspectiva que se extendía ante nuestros ojos. El suelo estaba empapado en sangre que, al secarse, había formado grandes manchas negras en varios puntos y los cadáveres yacían en grotesca profusión. Parecía como si pudieran escucharse los angustiados lamentos de sus espíritus flotando a la ventura a impulsos del viento.

—¡Entonces es cierto!

El rey se asió de mi brazo mientras nos abríamos camino entre los montones de cadáveres. Observé que su paso era vacilante como el de un anciano.

—Lo es, señor.

—¿Y en qué estado se encuentra nuestro ejército?

—Hemos sufrido muchas pérdidas, pero sigue intacto.

—Entonces no marcharemos hacia el sur contra Elam —respondió. Por vez primera aquella noche se expresaba como un rey—. No podemos permanecer aquí si no queremos correr el riesgo de que se propague alguna epidemia… ¡Uf, qué hedor! Iremos hacia el oeste, al Eufrates. Habiéndose retirado los elamitas, esa chusma de negras cabezas recordará bastante tiempo quién es el señor de Sumer y Acad. Concederé a mis valientes algunos meses de fáciles victorias que les permitan enriquecerse con el botín y recobrar su confianza. Los babilonios pagarán cara esta campaña y tendrán su merecido por haber traicionado a mi hijo y heredero.

»Ven, Tiglath: quédate a mi lado mientras dispongo lo que debe hacerse. Me han dicho que luchaste como un jabato, que te hirieron en dos ocasiones y que era tu primera batalla. Los dioses de Assur serán testigos de tu gloria. ¿Te duelen las heridas, muchacho? Recuerdo la primera batalla en la que intervine…

Y así fue cómo el rey mi padre me acogió a su lado en su época de inquietud, engrandeciéndome como había prometido cuando sólo era un muchacho imberbe y como gracias a su mediación llegué a conocer los entresijos del poder. Jamás pude enterarme qué le impulsó a convocarme a su presencia, pero la importancia que llegué a alcanzar en el país de Assur se la debo a aquella noche.

Partimos en dirección oeste y los notables de Sippar se arrojaron a los pies de nuestro rey, suplicándole que respetase la ciudad porque por entonces era ya bien sabido que los elamitas no regresarían aquel año a las tierras de Sumer y Acad. El rey, en su sabiduría, comprendió las virtudes de una fácil victoria y aceptó los tributos, adoró a sus dioses en sus altares y reemprendió el camino hacia el sur, sin apartarse de las orillas del río Eufrates, cuyas aguas lodosas, de lenta corriente, discurrían como una serpiente perezosa. Las ciudades de Cuthah, Kish y Borsippa también se sometieron porque no se sentían capaces de enfrentarse a los ejércitos de Assur, propiciando de este modo nuestro rápido retorno al hogar. No marchamos contra Babilonia porque Mushezib-Marduk, que el año anterior había asumido el poder de manos del dios Bel y reinaba en aquella ciudad, disponía de un poderoso ejército. También él había participado en la contienda de Khalule, pero como monarca prudente había permitido que su aliado emprendiese la mayor parte de la lucha y seguía siendo bastante poderoso para poder atrincherarse en su ciudadela. Como se sabe, Babilonia es una gran ciudad: intentar conquistarla teniendo que enfrentarse a una firme oposición era, en semejantes momentos, una tarea superior a nuestras fuerzas. En aquella campaña ya no intervinimos en otras escaramuzas.

Y al concluir el verano tomamos rumbo norte, hacia la ciudad de Nínive.

A lo largo de nuestro recorrido los súbditos leales del monarca acudían a rendirle acatamiento desde las ciudades más importantes del país: Opia, Samarra, Takrit, Assur, Kalah. Regresábamos al hogar con guirnaldas de flores y las ancianas nos agasajaban con vino y frutas. Habíamos sufrido mucho por el dios y por ellos, para que todos pudieran dormir tranquilos en sus lechos sin sufrir pesadillas por causa de los elamitas. En Takrit cubrieron las murallas de la ciudad con estandartes de color verde y amarillo y, en Kalah, la gente se arrodillaba junto al camino para recibir la bendición del poderoso monarca.

Y cuando llegamos a Nínive, que distinguimos desde lo lejos mientras comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia, la alegría rayaba en locura al ver regresar una vez más a la capital al servidor de Assur. Mujeres cargadas con panes y jarras de cerveza bailaban y se sentían transportadas por el júbilo ante el retorno de sus esposos, tanto tiempo ausentes, y los hombres arrojaban monedas al paso del rey para que quedaran santificadas por las ruedas de su carro. Durante tres noches nadie durmió en la ciudad porque era tiempo de festejos. En las tabernas y burdeles reinaba plena actividad y las mujeres se congregaban en el templo de Ishtar para compaginar sus deberes con la diosa con la excitación propia del regreso de los soldados. Éramos una gran nación que pisoteaba a sus enemigos, predilectos de los dioses, temidos en todo el mundo, poderosos y ricos. Así lo creíamos todos y nos regocijábamos con ello. Aquel que vestía la túnica de soldado no pasaba privaciones, tuviese o no dinero, e incluso la participación en el botín del más humilde combatiente era muy importante. Nínive se encontraba lejos de las llanuras de Khalule y desde aquella distancia podíamos creer en nuestra victoria.

En cuanto el quradu regresó a la Casa de la Guerra, me despojé de mi armadura y me incorporé a las filas de hombres que aguardaban para asearse en los baños. A continuación vestí un uniforme limpio y me encaminé a los aposentos de Asharhamat en el palacio real. Una de sus servidoras me acompañó al jardín interior, donde la joven se hallaba sentada junto a la fuente contemplando las aguas.

Asharhamat levantó la mirada y su rostro se iluminó al reconocerme. Pareció danzar sobre el pavimento —tal es el único modo de describir el movimiento de sus diminutos pies— y se arrojó en mis brazos. Al cabo de un instante sus labios se encontraron con los míos con una presión que me dejó sin aliento.

—¡Sabía que volverías! —dijo en un intenso susurro—. ¡Estaba convencida de que no morirías! ¡Lo sabía, lo sabía!

La besé con avidez, sin preocuparme de que alguien pudiera vernos… En aquellos momentos no me importaba. Me encontraba de nuevo en su jardín y Asharhamat no había dejado de amarme.

Nos sentamos uno junto al otro y cogí sus manos entre las mías advirtiendo que ya no vestía la túnica roja de luto.

—Eso significa que en breve te casarás con Arad Ninlil —le dije sintiendo como si una mano de hierro me oprimiese el corazón.

—¡Nunca! ¡Jamás me casaré con él! —exclamó con voz entrecortada por la ira—. Él acude a visitarme de vez en cuando —prosiguió por fin más serena y con expresión reconcentrada, como si tales pensamientos le helasen el corazón—. Viene a cenar con su madre y me mira con avidez e insistencia. En una ocasión… ¡Oh, le odio! ¡Jamás me casaré con él! ¡Sólo me casaré contigo, Tiglath Assur, preferido de los dioses!

En sus ojos brillaba una fría determinación que atraería sobre nosotros la cólera real. Aunque los dos estábamos condenados, me sentía plenamente dichoso: aquel instante valía por mil muertes.

—Pero ya ha concluido tu época de luto.

—Sí, terminó hace tiempo. Pero, a decir verdad, él jamás me importó: ni siquiera llegó a ser mi esposo.

—¿Entonces no se dice nada acerca de Arad Ninlil?

—Nada.

Sonreímos absurdamente dichosos, aunque, en realidad, era como si hubiesen aplazado nuestra ejecución, como los condenados a quienes se les concede otro día antes de enfrentarse al cuchillo del verdugo. ¿Mas qué importaba? Aún nos quedaba aquel breve espacio de tiempo: eso era lo único que contaba.

Me disponía a explicarle el desarrollo de la campaña, pero con gran sorpresa descubrí que ella parecía estar informada de todo: de la matanza provocada en Khalule, de nuestra marcha por las ciudades del sur… Incluso sabía que gozaba de la protección real, noticias que habían llegado a Nínive hacía tiempo. Cuando le hablé del rey, Asharhamat se limitó a mirarme de reojo y sonreír. Todo le parecía sencillo y evidente. Al separarme de ella comprendí que no la entendía en absoluto, que Asharhamat se había convertido en una de esas mujeres para quienes los hombres somos simples criaturas.

Casi había oscurecido cuando abandoné su jardín y, como no tenía ánimos para dirigirme al cuartel, me encaminé hacia la casa próxima a la puerta de Adad.

—¡Señor! —vociferó Kefalos al verme. En el semestre que había transcurrido se había hecho aún más corpulento y su túnica verde y amarilla se henchía como una vela a su paso mientras acudía contoneándose a recibirme a la puerta, donde cayó de rodillas abrazándose a mis piernas—. ¡Mi inconsciente y joven señor sigue con vida! ¡Loados sean los dioses de todas las naciones!

Envió a Filina a toda prisa a la cocina, ordenándole que preparase la cena y entregó al pequeño Eraos tres siclos de plata, encargándole que comprase el mejor vino que pudiese encontrar. Antes de que asomaran las estrellas, Kefalos y yo estábamos sentados bajo el emparrado de su jardín y nos habíamos semiembriagado, mientras que él me entretenía contándome los acontecimientos que habían tenido lugar durante mi ausencia.

—La comidilla general entre los médicos la constituyen sin duda los trastornos intestinales del marsarru Arad Ninlil, de los que se siente muy aquejado desde la marcha del ejército, según creencia popular a causa de la envidia que siente por tus éxitos, cuya divulgación me he preocupado de costear por la ciudad, de modo que ha redundado en nuestro beneficio. Mis pacientes femeninas acuden a oírme hablar de ti y ni que decir tiene que todas sienten una ciega confianza en un doctor cuyo amo es un héroe y tan afortunado que aún sigue con vida. A propósito, ¿resultaron efectivos los ungüentos?

—Sí… —Estuve a punto de atragantarme con las algarrobas almibaradas de Filina porque seguía llevando el tarro rojo en mi macuto sin haberle quitado el precinto y no me entusiasmaba la perspectiva de recibir otro sermón de Kefalos sobre la depravación y suciedad de las mujeres del sur—. Mis heridas… Mira mis cicatrices, apenas se notan.

Me puse en pie y me levanté la túnica mostrándole la señal de la estocada que había recibido en el tórax en Khalule, que a la sazón no era más que una línea blancuzca. Kefalos la examinó muy interesado a la luz de una lámpara de aceite para verla mejor.

—Si fueses vanidoso, señor, incluso llegarías a desear que mi remedio no hubiese resultado tan eficaz —dijo cuando volvió a sentarse—. Las cicatrices son muy propias de los guerreros cuando han sido recibidas honrosamente y dentro de uno o dos años se requerirá una mirada muy experta para adivinar cuan próximo estuviste a encontrar la muerte.

—Pero, como dices, Kefalos, estoy por encima de tales vanidades. Vamos, dime: ¿qué comentarios hubo acerca de la campaña? ¿Imagina la gente las auténticas pérdidas sufridas en Khalule?

Mi esclavo se encogió de hombros.

—No les preocupan, señor. No debes olvidar que Nínive cuenta con privilegio real, y como aquí no puede ser reclutado nadie para el ejército, para oír los lamentos de los deudos es preciso visitar las casas de los pobres. Se dijo que había sido una próspera campaña y los mercaderes se han enriquecido aún más comprando los despojos. La gente está dispuesta a creer cuanto se le diga.

Cuando le describí cómo se había desarrollado realmente la batalla, que el rey había llorado en mis brazos y había permanecido recluido tres días en su tienda, Kefalos se limitó a mover pensativo la cabeza como si hubiese oído aquella historia en muchas ocasiones.

—Recordarás, señor, que te lo advertí antes de tu marcha, cuando estabas tan convencido de la gloria de las batallas. La guerra es una empresa que sólo beneficia a los cuervos… y, desde luego, a los taberneros y rameras cuando regresa el ejército. Al cabo de una semana a ninguno de esos soldados que van por la ciudad bebiendo y tratando de divertirse le queda ni una moneda de cobre.

Aquello era absolutamente cierto. Cuando me encontré por las calles abriéndome paso entre la festiva multitud, comprendí que Kefalos tenía razón. De modo que al llegar al cuartel me sentía muy deprimido. Me quité las sandalias y por primera vez desde hacía seis meses me dispuse a descansar en un lecho auténtico, pero estaba inquieto y descubrí que hubiese dormido mil veces mejor sobre el duro suelo.

A la mañana siguiente me despertaron las primeras luces del día y sentí como si tuviese la cabeza abierta, igual que una manzana asada. Me levanté y conseguí lavarme la cara, pero no me atreví a salir de la habitación, temiendo que la luz del sol del sagrado Assur me fulminara con su impacto. Me cubrí el rostro con las manos y maldije al sabihondo Kefalos y a su abundante vino, cuyo sabor aún persistía en mi boca como si se hubiese enranciado. Comenzaba a comprender que los dioses no me habían destinado a ser un juerguista.

—Ten…, tómate esto.

Tabshar Sin acercaba a mis labios una jarra de cerveza que me obligó a beber y que sin duda contenía algún remedio porque, aunque olía como los hornos de carbón vegetal que se encuentran en las afueras de la ciudad, al cabo de unos momentos sentí como si mi cabeza se hubiese contraído a sus proporciones normales.

—¿Qué haces aquí? —preguntó por fin—. Te he estado buscando por toda la Casa de la Guerra.

Paseé la mirada en torno parpadeando como una lechuza entre la confusa luz que iluminaba la estancia procedente de su única ventana y comprobé que, efectivamente, no había sufrido ningún error: era la misma que había compartido con Asarhadón durante cinco años.

—Es la habitación de un muchacho —repuso Tabshar Sin suavemente, como si estuviese dando explicaciones a un ser deficiente—. Mañana la ocupará otro recluta. Tú debes alojarte en el cuartel de los oficiales. ¿O acaso has olvidado que ahora eres un rab kisir del quradu? ¡Levántate y ve a la casa de baños a ver si el agua te despeja la mente! Esta noche debes formar parte de la escolta real.

Observé que me sonreía, pero de repente su rostro se ensombreció.

—Te portaste muy bien —dijo—. Te has cubierto de gloria y me siento orgulloso de ti. Ve a bañarte y luego regresa y me explicas cómo encontró la muerte Nargi Adad.

Según he podido observar, cuanto más cruel es una contienda y más ambiguos sus resultados, más costosos y complicados son los actos con los que se festeja la victoria. Habíamos derramado mucha sangre en el sur y, aparte infligir similares pérdidas a nuestros enemigos, habíamos obtenido escasos logros. Ciertamente que los elamitas se habían retirado dentro de sus límites fronterizos y que habíamos recibido la sumisión de las ciudades más importantes de Acad y Sumer, con la excepción de Babilonia —en realidad la única que importaba—, pero la cuestión no sé había zanjado y dentro de un año ambos ejércitos deberían enfrentarse de nuevo. Al parecer, nuestra penosa experiencia tan sólo se había suspendido momentáneamente, lo que explicaba el magnífico banquete con que el rey mi padre celebraba su triunfo.

Aquella noche disfrutábamos del arte de músicos expertos y corría el vino en abundancia, pero apenas abusé de él, puesto que no me encontraba en compañía de hombres como Kefalos en quienes pudiera depositar mi confianza. Los aromas a incienso y a cordero asado enrarecían el ambiente. En los candelabros de las paredes ardían las antorchas y las mujeres danzaban cubiertas únicamente por sus joyas y su sudor se mezclaba con los aceites que ungían sus morenos y perfectos cuerpos, que brillaban como estrellas mientras se retorcían expertas en lo que parecía un arrebato frenético y lujurioso.

Sin embargo, todas las miradas convergían en el rey, que resplandecía en su túnica púrpura y dorada. En el turbante que cubría sus encanecidos cabellos aparecían incrustadas preciosas gemas de color verde. Cuando el monarca reía, todos reíamos con él, y cuando contaba una anécdota, todos le escuchábamos. El rey representaba la gloria, el poder, la divinidad del propio dios; nos mantenía asidos en su mano como dados dispuestos a ser arrojados.

En aquella ocasión yo no era uno de los escuderos que vigilaban las puertas, sino que formaba parte del grupo de los favoritos del rey que le acompañaban en la larga mesa. Allí se encontraban todos los grandes de la corte: los comandantes de su ejército, el señor Sinahiusur y el marsarru Arad Ninlil, aunque este último no se sentaba a la diestra de su padre como hubiera sido de esperar, sino que estaba más alejado, en realidad a escasa distancia de mí. El gobernador de la ciudad también se hallaba presente, así como el shaknu de Hindani, que paseaba nerviosamente su mirada en torno como si esperara recibir en cualquier momento la noticia de que había sido destinado lejos de su provincia, a un lugar inseguro. También nos acompañaba una mujer, poco más que una niña, que se sentaba junto al rey, a su izquierda, y estrechaba su hombro contra el brazo del monarca.

Pensé que acaso se tratase de una nueva concubina que hubiese formado parte de los tributos de nuestra campaña, hasta que en una ocasión en que la joven paseaba su mirada por la sala acertó a fijar sus ojos en mí y me dirigió una sonrisa y comprendí que ninguna de las mujeres del rey se hubiera atrevido a sonreír a un hombre de aquel modo.

Más tarde me enteré de que se trataba de Shaditu, su hija preferida, la alegría de su corazón, como solía decir el monarca, porque era un placer contemplarla y sabía manejar las debilidades y temores de su progenitor. Su madre había sido una egipcia que perdió la vida en el parto y se decía que había maldecido a aquella criatura en sus últimos momentos. Sin embargo, el rey permaneció ciego a sus perfidias y llegó a causar mucho daño hasta que encontró la muerte. Aunque era hermana mía, sólo las rameras me habían sonreído del modo que ella lo hizo aquella noche.

—… pero no fue como las luchas que libramos en nuestra juventud, ¿verdad, hermano? ¿Recuerdas la campaña que emprendimos en tierras hititas, cuando el rey de Sidón se arrojó al mar huyendo de nosotros y se ahogó en presencia de toda la ciudad? Y cuando Sidka, rey de Asbkelon, no se sometió, le arrebatamos sus dioses, sus mujeres, sus hijos y sus hijas y los arrojamos a una enorme hoguera…, ¿te acuerdas? ¡Bien que aprendió a besar el suelo a nuestro paso! ¿Y los egipcios? ¡Por Adad, los egipcios! ¡Cómo combatimos contra ellos! ¡Sus cadáveres cubrían el campo de batalla bajo las murallas de Altaku! ¡Cuánto te hubiera gustado verlo, mi dulce manzanita! Tu anciano padre, cuando no era tan viejo…

Shaditu le miraba abiertamente al rostro, acariciaba las manos que sostenían su esbelto y juvenil cuerpo y susurraba palabras en su oído, que le hacían estallar en ruidosas carcajadas. Y el rey, que como todos los monarcas sabía que no podía confiar en nadie, creía en su amor.

Pero mi padre aquella noche no sólo estaba ebrio de las caricias de su hija, y por fin despidió a la joven para poder disfrutar plenamente de la actuación de las danzarinas. En la mesa resonaban las carcajadas y las chanzas de los soldados y el repiqueteo de los tambores parecía trepanarnos el cerebro. Las bailarinas se aproximaban hasta el punto de que bastaba con extender la mano para rozar sus relucientes cuerpos, y así lo hicieron algunos de los presentes. Por fin el rey se levantó tambaleándose de la mesa y dos mujeres le sujetaron para evitar que cayese, acudiendo en su ayuda con una rapidez que evidenciaba una práctica inveterada. Sennaquerib se reía mirando a una y a otra y se dejaba ayudar por ellas, mientras los presentes comenzábamos a levantarnos.

—Augusto señor, quisiera…

—¡No! ¡Apártate de mí!… ¡No te acerques!

Se trataba de Arad Ninlil, su hijo y heredero, que había acudido a su lado, y el rey extendió los brazos rechazándole como si fuese un leproso. Un profundo silencio se extendió por la sala.

—¡No te acerques!… —repitió el rey, más sereno. Apenas nos atrevíamos a mirarle y el marsarru paseaba en torno sus ojos llenos de odio—. ¡Venid, mis lindos pajarillos! ¡Vamos…, acompañadme a mis habitaciones porque hoy he bebido demasiado!

Y salió apoyándose en ellas. Nosotros permanecimos como petrificados hasta que hubo desaparecido y Arad Ninlil abandonó a su vez la estancia sin mirar a nadie.

Cuando levanté la cabeza mis ojos se encontraron con los de Sinahiusur, cambiando una mirada sumamente expresiva que hizo innecesaria cualquier palabra.

Durante los siguientes días creí aconsejable olvidar mi condición de hijo del rey y consideré más conveniente sentirme un simple soldado que conoce sus obligaciones y cumple órdenes. En el campo de batalla el soberano era mi señor, aquello me bastaba; en caso necesario y si así lo exigía, le seguiría hasta las puertas del Arallu y daría por él mi vida. Ansiaba con todas mis fuerzas que olvidase que era mi padre y poder olvidarle también yo. Aunque entonces aún lo ignoraba, había perdido la fe en los monarcas.

De modo que volví a la plaza de armas de la Casa de la Guerra, donde me entregué a la instrucción de mis hombres extrayendo de sus cuerpos los malos humores que habían almacenado mientras holgaban por las calles de Nínive…, cosa que no les agradaba, y exigiéndome más que a ellos mismos porque anhelaba sumirme en el olvido provocado por el agotamiento, aunque eso no les servía de consuelo. Así fue como aprendí que es más difícil someter a disciplina a los soldados en la guarnición que durante la lucha.

Pero persistí en mi empeño y en breve olvidaron los placeres de Nínive. Eran excelentes personas y disculparon la obsesión que yo sentía porque no podía olvidar de qué modo la caballería enemiga había atravesado nuestras líneas en Khalule al igual que una hacha atravesaría un papel y se me había ocurrido una idea que según creía nos permitiría detenerlos.

—Si pudiésemos mantener a nuestros hombres agrupados formando un muro con sus escudos y por añadidura proteger ese muro con las largas lanzas que asomaran entre ellos, con los extremos firmemente plantados en el suelo y ladeadas las astas para que los jinetes pudieran quedar empalados en ellas en caso de que arremetiesen irreflexivamente contra nosotros… Por mi parte creo que preferiría desviarme antes de arriesgarme a quedar ensartado como un ganso asado e imagino que los elamitas darían media vuelta, ¿qué te parece?

Tabshar Sin me escuchaba con gran atención observando los esquemas que yo dibujaba en el polvo. Como había perdido la mano bajo la espada de un jinete nairi, mi estrategia le interesaba extraordinariamente.

—Las lanzas tendrían que ser enormemente largas —dijo por fin, moviendo pensativo la cabeza—. Deberían medir por lo menos ocho o diez codos para que los jinetes abandonasen toda esperanza de alcanzar nuestras líneas. ¿Cómo podrían transportarlas los portadores de escudos?

—Junto con las jabalinas. Deberían llevarlas enhiestas en el aire para que sirvieran de advertencia al enemigo, de ese modo su caballería llegaría a temer la orden de carga.

—¿Y si tus hombres rompiesen filas?

—No lo harán. Debemos enseñarles a correr sin perder su formación, a avanzar veinte pasos, dejarse caer sobre una rodilla y plantar la lanza en el suelo y avanzar seguidamente otros veinte pasos. Y lo que descorazonaría a la caballería tendría idénticos efectos en los soldados de infantería. Esto es algo que aprendí en Khalule, en el instante en que los hombres rompían filas: cuando dejan de luchar concertadamente la batalla se interrumpe y se convierte en una vulgar pelea.

—Bien: creo que podrías intentarlo, príncipe. Pero recuerda que lo que funciona en el campo de instrucción no dará necesariamente igual resultado entre el fragor del combate. Es muy distinto cuando los hombres que tienes delante no son tus compañeros de cuartel sino un ejército de elamitas.

—Por ello es necesario instruir a los hombres hasta que no lleguen a distinguir la diferencia existente entre entrenamiento y batalla y sigan las órdenes instintivamente, como si respiraran.

—No perderemos nada con intentarlo, por lo menos los tendremos entretenidos de algún modo.

Y así fue cómo pasé los días aleccionando a nuestros hombres para que utilizasen un arma que ni siquiera existía.

—No, príncipe, una lanza de bronce que mida más de cuatro codos se doblará como una rama bajo el peso de la nieve recién caída.

El jefe de los armeros reales se enjugó un ojo con el dorso de la mano izquierda: las chispas que arrancaba su martillo le habían chamuscado hacía tiempo cejas y pestañas.

—Quizá podría intentarlo en acero, pero para ello tendría que remodelar el horno. No estamos acostumbrados a trabajar el metal en tales dimensiones, ¿comprendes?, y el acero es tan obstinado como mi mujer.

Sonrió tímidamente, como si temiera que pudiera ofenderme su inocente broma, pero comprendí que estaba reconsiderando el problema.

—¿Y en cuanto a su peso? —pregunté. No deseaba que mis formaciones se convirtieran en una masa erizada, pero de efectos retardados—. Deseo que sea algo que los hombres puedan llevar todo el día, con lo que incluso puedan correr. ¿No resultarán demasiado pesadas si las fabricamos de acero?

—No, príncipe. Incluso pesarán menos que si las hiciésemos de bronce, porque podemos afinarlas mucho más. Tus soldados aprenderán rápidamente a soportar su peso.

—¿Y podrás fabricar bastantes armas para equipar un ejército en primavera?

—Un ejército, no, pero sí algunas compañías. Suficientes para que trates de comprobar tu nueva estrategia, príncipe.

Me sonrió de nuevo. Probablemente tenía más conocimientos militares de los que yo aprendería en diez campañas, pero si me consideraba un necio se guardó muy bien de expresar su opinión.

—Probémoslo entonces.

De modo que seguí instruyendo a mis soldados, obligando a transportar a los portadores de escudos leños cuyo peso pudiera hacerles considerar leve el de las lanzas de acero. Los trabajos se realizaron durante los meses de Marcheswan y Kislef, en los que el viento se iba enfriando y las hojas comenzaban a marchitarse en las ramas de los árboles. Por fin el armero real pudo entregarnos las lanzas, y cuando los hombres comprendieron que con ellas conseguirían protegerse de la caballería elamita cesaron en sus lamentaciones. A mediados del invierno los soldados de mi compañía, que se había visto reforzada con la incorporación de nuevos elementos procedentes de levas efectuadas en el norte, maniobraban tan sincronizadamente como los dedos de una mano.

Y todos aquellos preparativos tenían lugar bajo la atenta mirada del rey, que acudió en varias ocasiones a presenciar los ejercicios, y cuando las lanzas estuvieron preparadas se reservó una para él, que no abandonaba en ningún momento mientras paseaba arriba y abajo inspeccionando la línea defensiva de los escudos.

—Pero ¿qué harán tus lanzadores de jabalina, muchacho? No tendrán grandes posibilidades de maniobrar tras esa barrera de cuero.

—Tan sólo adoptaremos esta formación cuando la caballería esté prácticamente sobre nosotros. Augusto señor, el elemento sorpresa es muy importante si confiamos en sembrar el pánico entre los caballos. Y, a tan escasa distancia, las jabalinas son de poca utilidad. Como ves, los arqueros sólo necesitan retroceder unos pasos para alcanzar a la infantería enemiga.

—Entonces ¿crees que servirá? ¿Qué opinas tú, hermano?

El turtanu Sinahiusur se acarició un momento la barba y por fin hizo una señal de asentimiento.

—Creo que puede funcionar, señor.

—Sí, también yo lo creo —repuso el rey agitando la lanza que sostenía, como si deseara comprobar que no se hacía añicos.

Al ver que no era así, se volvió hacia mí sonriéndome abiertamente y exhibiendo su dentadura.

—Sí, realmente puede funcionar. Eres un muchacho inteligente, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, Señor de la Tierra y Rey de Reyes. Ven a verme mañana cuando esté cenando y me contarás si tienes algún otro plan para conquistar el universo a fuego y espada. ¡Ja, ja, ja!

Cuando aquella noche me introdujeron en la cámara privada del monarca me sorprendió encontrarme a solas con él. Estaba sentado ante una tosca mesa de madera, arremangado, y cenaba en vajilla de oro que brillaba a la luz de las antorchas. Me arrodillé ante su presencia, pero incluso aquella ceremonia tan sencilla pareció impacientarle. Me hizo señas para que me aproximara.

—Ven…, siéntate —ordenó al tiempo que me servía él mismo una copa de vino—. Lamento no poder ofrecerte nada más… El vino me pertenece, pero la comida es propiedad divina. Los sacerdotes la ofrecen a su contemplación y luego me la sirven. ¿Lo sabías? De modo que me alimento con las sobras de la divinidad y en su áurea vajilla, como si fuese un perro.

Me removí incómodo en mi asiento contemplando mi copa de vino sin saber qué decir.

—Un rey no es nada más que eso, hijo mío: el perro guardián de la divinidad, sujeto con una cadena en su puerta para que ladre a los desconocidos. Aunque pueda aparecer de otro modo a los ojos del mundo, en realidad sólo soy eso. ¡Vamos, bebe! Tu presencia alegra mi corazón y a mi edad recibo pocas satisfacciones. ¡Bebamos por la gloria de tu nombre, Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib!

Así lo hicimos. Y también bebimos por la gloria de Assur y la destrucción de los elamitas, y luego por Ishtar, cortesana de los dioses y diosa de las batallas, y así sucesivamente… Hasta que por fin olvidé todas las prevenciones que sentía acerca del rey, que era mi padre y mi amigo y a quien amaba.

—El dios ha maldecido mi descendencia…, excepto contigo, hijo mío —exclamó pasándome el brazo por la espalda—. Me siento culpable de la muerte de Assurnadinshum: jamás debí enviarle a ese sombrío país. ¡Que Assur maldiga Babilonia! Y en cuanto a Arad Ninlil…, en fin, ya lo has visto. Pero ¿te has fijado en mi hija Shaditu? —prosiguió con ojos brillantes—. ¡Es una criatura encantadora!… Y suele hablarme de ti, por lo que me alegra que seáis hermanos, ¿sabes? ¡Ja, ja, ja! Es tan encantadora y representa tal consuelo para mí que me resisto a la idea de separarme de ella. ¡No, no se casará mientras yo viva! Muy egoísta por mi parte, ¿verdad, Tiglath?

Sin aguardar respuesta, cosa que le agradecí, se extendió en otros temas sobre sus anteriores campañas, sus mujeres, la señora Naquia y su edad.

—¿Qué sucederá cuando yo muera, muchacho? Me pregunto qué sucederá. Pero esta nueva táctica tuya… tendremos que ensayarla en la próxima campaña, y si funciona… Eres un buen muchacho y también un excelente soldado. Y eso es lo que importa realmente. En una ocasión dije que te haría grande, pero creo que, al final, lo conseguirás tú solo. Por tanto considero que tan sólo puedo enriquecerte. Hay una finca perteneciente a la corona que se halla a unas dos millas de distancia río arriba… Te la regalo, hijo mío. Y con el tiempo recibirás más, mucho más. ¿Deseas alguna otra cosa en estos momentos, muchacho? ¡Vamos! ¡Dímelo y, si está en mi mano, cuenta con ello!

Aquél era el momento que había estado esperando desde mi infancia. ¿Para qué había tratado de cubrirme de gloria sino para poder alcanzar el favor real con aquel fin exclusivo? Sin embargo, el solo nombre que se formaba en mi mente era el de Asharhamat. Y no podía pedírsela al rey si no quería que sus ojos se ensombrecieran de ira, porque era lo único que no tenía la facultad de otorgarme.

Y, con todo, el rey me quería y había bebido en exceso… Acaso si me atreviera…, pero no. No debía pedírselo. Yo era el servidor del monarca, le obedecía con absoluta lealtad y no podía engañarle traicionando la voluntad divina.

De modo que mientras mi corazón susurraba el nombre de Asharhamat, mis fríos labios modularon otra palabra.

—Augusto señor…

—Sí, hijo mío. ¡Habla! ¡Di lo que deseas y te será concedido!

—Mi madre, señor… Deseo que vuelva conmigo.

En el silencio que siguió me sentí plenamente avergonzado. Primero por haber pedido semejante cosa a su real majestad y, en segundo lugar, porque aunque en mis pensamientos, en mis deseos secretos, había sacrificado a Asharhamat por mi madre, a Asharhamat, cuyo amor me estaba prohibido pero a quien seguiría amando mientras existiera un hálito de vida en mi cuerpo…

El rey escudriñó mi rostro sin apartar sus brazos de mis hombros.

—¿Tan poca cosa, muchacho? ¿Simplemente eso? ¿Tu madre? ¡Entonces…, así sea! ¡Ja, ja, ja!

Y el gran rey mi padre, que quizá no estaba tan bebido como yo había pensado, se mostró fiel a su palabra porque la noche siguiente, cuando regresaba de realizar los ejercicios militares, me encontré con una silla cerrada conducida por cuatro esclavos, una silla digna de una reina, que me aguardaba en la entrada del cuartel de los oficiales, de la que descendió mi madre, portadora de la tablilla en la que Sennaquerib me transfería una finca de propiedad real de una extensión de un centenar de beru. Le aparté el velo para poder ver su rostro: sus azules ojos estaban llenos de lágrimas.

—¡Oh, hijo mío, hijo mío!… ¿Es cierto lo que sucede? —Sí, madre. Lo es.

Y así fue como cumplí la promesa que le había hecho siendo niño y por gracia del monarca conseguí sacar a mi madre del gineceo.