En el mundo existen muchas cosas maravillosas, dignas de ser contempladas, pero siempre he creído que el espectáculo más magnífico que puede presenciar un muchacho es el desfile de un ejército camino de la guerra.
El corazón de los jóvenes está henchido de sueños de gloria, y mientras los reyes emprenden batallas movidos por la venganza o con fines de lucro y los hombres vulgares para huir de sus esposas o ponerse fuera del alcance de la ley —o porque han sido reclutados—, los jóvenes soñadores cargan con sus armas y marchan en busca de fama, gloria y aventuras. El ejército de Sennaquerib era una alfombra mágica que se extendía a lo lejos, en la distancia, y que me conduciría…, ignoraba dónde, pero sin duda a algún triunfo glorioso. Aquella impresión no me abandonó durante muchas semanas; en realidad hasta el amanecer, en que libré mi primer combate.
El día en que emprendimos la marcha de Nínive llegué a envidiar a las multitudes que se alineaban en la carretera del sur, porque me encontraba muy rezagado, en la retaguardia de las tropas, vigilando nuestro bagaje y a mi compañía, formada por cien hombres, algunos de ellos antiguos combatientes, pero otros aún más bisoños que yo. No lograba distinguir al rey en su carro de guerra y el sonido de las trompetas llegaba a mis oídos como un murmullo lejano. En el instante en que atravesamos las puertas de la ciudad, la gente hacía horas que había dejado de aclamarnos y tan sólo nos vieron desfilar algunos tenderos malhumorados y las más miserables rameras, aquellas que satisfacían a los viajeros sin que se hubiesen sacudido siquiera el polvo del camino y que se limitaban a reírse de nosotros profiriendo obscenidades y alzándose las túnicas para que viésemos lo que nos estábamos perdiendo, acaso para siempre.
Yo ostentaba el rango de rab kisir y a mis órdenes tenía cien hombres, pero aquella distinción era un mero formulismo. Los ejércitos de Assur no habían conquistado casi todo el mundo conducidos por hombres necios o jóvenes inexpertos, y se me había advertido claramente que hasta que demostrase mi valía tan sólo sería considerado como un soldado más. El hombre que habían designado para que me acompañase en calidad de ekalli, palabra que tan sólo significaba mensajero, era el que ostentaba realmente el mando. Se llamaba Nargi Adad y había servido junto a Tabshar Sin en las campañas emprendidas por Sargón. En realidad, había formado parte del ejército que tuvo que combatir duramente para regresar a la patria a la muerte del rey y él fue quien me explicó lo sucedido en el curso de aquella última batalla.
Nargi Adad era de fácil risa y carácter risueño. Siempre se sentía hambriento, jamás mostraba cansancio y era el mejor soldado que ha existido. De reducida estatura, corpulento e hirsuto como una cabra, apenas tenía frente y la barba parecía nacerle inmediatamente debajo de los ojos. Tenía las manos e incluso los pies cubiertos de negro y enmarañado vello, y cuando se despojaba de su túnica se parecía a esos animales llamados osos que se encuentran en las montañas del este. Lo que cualquier otro hubiese creído una deformidad, para él era origen de inmenso orgullo, pues pretendía ser irresistible con las rameras de todo el mundo, algo que yo no dudaba, puesto que, según solía repetir Kefalos, las mujeres son muy aficionadas a las novedades.
Avanzando a marchas forzadas durante las seis horas en que disfrutábamos de luz, un ejército podía cubrir en cuatro días la distancia existente entre Nínive y los territorios en litigio que se encontraban en Acad, al este del Tigris; pero no hubiera llegado en condiciones de enfrentarse al enemigo. Avanzábamos más despaciosamente porque sabíamos que los elamitas y los caldeos, sus aliados, ya se encontraban en el campo de batalla, y como éramos hombres piadosos, todos los días aciagos, cinco cada mes, nos refugiábamos en nuestras tiendas, cubiertos de andrajos y sin probar ningún alimento guisado en pucheros. Así fue como no mojamos nuestras sandalias en el río Radamu hasta la decimosegunda jornada.
—Bien, príncipe: cuando hayamos cruzado este charco orinado por un buey, tendremos que estar alertas porque entre este punto y el río Turnat seguramente nos encontraremos con el enemigo.
Nargi Adad se echó a reír y me dio unos golpecitos en el hombro porque, como la mayoría de soldados de Assur, no demostraba ningún respeto hacia mi noble origen. El uniforme de rab kisir no convierte en guerrero a quien lo viste, y yo experimentaba cierto orgullo al ver que mi propio ekalli, que había luchado junto al poderoso Sargón, no me trataba como a un oficial o hijo del rey, sino como a un antiguo camarada de armas. Me constaba que no era más que una genialidad suya, pero significaba que Tabshar Sin, que era su amigo, le había dado buenos informes de mí.
—¿Crees que serán muchos?
—Un ejército, príncipe, y un ejército muy poderoso —repuso dejando de sonreír y señalando con el mentón hacia la parda llanura que se extendía al otro lado del río—. Esos hombres no son unos cobardes y saben que el rey tu padre no bromea y que deben detenerle aquí para que no pueda llegar a Susa, donde se acostará con las mujeres de Kudur-Nahhunte y desenterrará los huesos de sus antepasados. Lucharán para defender sus campos y sus hogares como lo haremos nosotros en breve…, si no logramos detenerlos.
—Pero los detendremos.
Nargi Adad volvió la cabeza y me miró de reojo. Se disponía a hacer una observación, pero se interrumpió y se echó a reír.
—Sí, príncipe…, con ayuda de Assur los detendremos y extenderemos sus huesos desde aquí hasta el río Turnat, de modo que podremos avanzar sobre los restos de los elamitas muertos. ¡Vamos: demos de comer a los hombres y emprendamos la marcha! Mañana por la noche acamparemos a poca distancia del río y a la mañana siguiente se librará una batalla de la que, si logras sobrevivir, podrás extraer anécdotas tabernarias para el resto de tus días.
De modo que cruzamos el Radanu y al día siguiente el ejército acampó junto a un mísero grupo de chozas de adobe llamado Khalule, ¡que su nombre desaparezca de los labios de los hombres y sus campos sean sembrados con sal!
Nargi Adad y yo decidimos comprobar personalmente la configuración del terreno y juntos realizamos una visita de inspección al poblado. Los habitantes habían huido, sabedores de que allí iba a librarse una gran batalla y que, fuese quien fuese el vencedor, seguidamente serían sometidos a pillaje y a una gran carnicería. Mientras cruzábamos las desiertas calles, tan sólo llegaba a nuestros oídos el ladrido de un desdichado perro que había sido abandonado. El lugar producía una tétrica impresión. Subimos al tejado del edificio más alto e inspeccionamos los alrededores para conocer mejor el terreno.
Nunca me han gustado los países del sur, principalmente porque los recuerdos que de ellos poseo consisten en una crónica de destrucción. Todo aquel que ha intervenido en las guerras de Babilonia jamás ha deseado regresar a aquellos lugares donde presenció tales carnicerías. Pero acaso también se deba a que nací en el país de Assur y adoro contemplar las lejanas montañas. Las llanuras del sur son como el parche de un tambor, sin que nada distraiga la vista, salvo algún río lleno de barro o un grupo de palmeras datileras, que como se sabe son los árboles más horribles que crearon los dioses. Desde el tejado de aquella casa de Khalule el terreno se extendía monótonamente hasta el infinito fundiéndose entre la niebla.
—¿Ves cómo se acercan? —murmuró Nargi Adad, como si temiera que los elamitas pudieran oírle.
Y señaló con su velludo brazo hacia el distante Turnat, que aparecía como una brillante cinta plateada cuya superficie estaba semicubierta por los pequeños barquichuelos redondos fabricados con cañas y que se llamaban gafas.
—Vienen en gran número. Dentro de dos horas podremos divisar sus fogatas y al amanecer… Vienen dispuestos a luchar sin tregua, príncipe, no piensan batirse en retirada. Fíjate cómo se instalan de espaldas al río.
Cuando regresamos al campamento ya distinguíamos el redoble de sus tambores de guerra, como el estruendo de un eco distante.
—Seguirán así toda la noche. Sin duda se proponen atemorizarnos —añadió mi ekalli, sonriente, exhibiendo sus dientes grandes y manchados.
Aquella noche, después de cenar y tomarme media jarra de fuerte cerveza babilonia, que Nargi Adad me obligó a ingerir, me descalcé las sandalias y me arrebujé en mi manta, cubriéndome la cabeza para dejar de oír el redoble de los tambores. Era una noche muy calurosa, por lo que no podía pretextar que mis temblores se debieran a otra cosa que al terror que sentía hacia la muerte. La cabeza parecía que iba a estallarme a causa de la cerveza y un hormigueo recorría mis miembros que sentía llenos de vida, como pocas veces sucede a aquellos que no han tenido que salir al campo de batalla. Tales son las sensaciones que el miedo provoca en el hombre.
«Mañana, en cuanto despunten las primeras luces —pensaba—, tal vez perderé la vida. Quizá sea por causa de una flecha enemiga o bajo las ruedas de un carro. Y después, cuando la batalla haya concluido, acaso mutilen mi cadáver y algún caldeo regrese a su hogar, con su mujer y sus hijos, llevando colgadas de su aljaba mis partes pudendas».
Había olvidado por completo mis sueños de gloria y mi sedu. Tan sólo deseaba levantarme del lecho y echar a correr tomando algún camino que me alejase del río Turnat hasta caer agotado. Aquella noche la pasé casi toda en vela; únicamente debí de adormilarme en algún momento.
Era un rab kisir y me avergonzaba profundamente sentir miedo, pero, aunque desde entonces he participado en muchos combates, jamás he dejado de experimentar ese oscuro terror que nos invade en la oscuridad, por lo que he llegado a superar la terrible opinión que tenía de mí mismo. El terror es tan natural como la respiración. La cuestión es cómo logramos enfrentarnos a él.
A la mañana siguiente me desayuné con pan y uvas, me puse las grevas, el coselete y el casco de bronce, y ya dispuesto, con la jabalina en la mano, descubrí sorprendido y aliviado que el temor me había abandonado o, por lo menos, lo que era lo mismo, que no daría media vuelta y echaría a correr. Comprendí que realmente ansiaba que llegase el momento de enfrentarme en la batalla, como creo que sucede a la mayoría de soldados.
No describiré la disposición de las tropas ni mencionaré qué fuerzas se mantuvieron en reserva, la importancia de la caballería ni el orden táctico de los carros, porque si aquel día se desplegó una gran estrategia yo no llegué a enterarme. En cualquier caso, los esquemas de ambos comandantes debieron de ser deplorables porque tuvieron un desastroso resultado, y una batalla bien planeada no concluye con semejante carnicería. El objeto bélico idóneo consiste en exterminar al enemigo con las menores pérdidas posibles. Aquella jornada en Khalule no luchaban reyes y generales, sino hombres. Los ejércitos eran como sendos gigantes enzarzados en terrible combate que trataban de asfixiar mutuamente al contrario, y, cuando por fin se separaron, no fue porque uno de ellos hubiese vencido al otro, sino porque ambos se hallaban demasiado agotados y heridos para poder proseguir la lucha. Tal fue lo que allí sucedió.
De modo que no puedo ofrecer otra descripción de aquella jornada que la propia, que considero la que mejor se ciñe a la realidad. En otras ocasiones en que yo mismo he dirigido el ejército, me he instalado en un risco que dominaba el campo de batalla y he observado cómo se iba desarrollando de acuerdo con los planes previstos, y creo que gracias a ello salvaron su vida numerosos combatientes de ambos bandos porque una clara victoria siempre es lo más conveniente para todos. Pero en Khalule no sucedió de este modo.
Al confuso y grisáceo resplandor del amanecer el humo de los fuegos encendidos en el campamento parecía suspendido sobre el terreno como una capa de niebla. Los hombres apenas hablaban, únicamente se percibía el tintineo metálico de las armas y los relinchos de los caballos. Incluso había cesado el retumbar de los tambores elamitas porque sin duda también ellos comprendían que quedaba poco tiempo y estaban demasiado ocupados en los quehaceres prácticos de asegurar las correas de sus escudos y las cuerdas de sus arcos como si siguieran los impulsos de un vago temor.
—Ven, príncipe: comprobaremos si los hombres están ya dispuestos.
Nargi Adad, revestido de su armadura y su casco, parecía tan macizo e inexpugnable como una roca, dándome la impresión de que bastaría con enviarlo rodando hacia las líneas enemigas para que los aplastase como una hilera de cañas. Mi ekalli me estrechó el brazo con su gruesa y velluda mano.
—Tabshar Sin me ha dicho que eres muy hábil en el manejo de la jabalina —dijo sonriendo con fiereza—. Según él podrías dejar tuerto a un ratón a cien pasos de distancia. Confío que no sea una exageración, príncipe.
Mis hombres formaban una compañía de arqueros y lanzadores de jabalina que constituía la pieza angular del ejército. Luchaban en parejas: uno de ellos sostenía el arco o la jabalina y el otro protegía a ambos tras un enorme escudo de cuero trenzado. Debíamos combatir en primera línea, dispuestos a modo de cabeza de flecha y nos enfrentaríamos a la caballería, que se esforzaría por desmontarnos de nuestros carros, romper nuestra formación y desperdigarnos. Pero para ello primero debían darnos alcance y se encontrarían con las puntas de nuestras armas. Si no lograban introducirse entre nuestras filas ni romper nuestra formación tras la primera carga, entonces nosotros avanzaríamos hasta las líneas elamitas, donde por fin entablaríamos la lucha cuerpo a cuerpo con dagas y espadas. Sobre nuestros grandes carros acorazados, capaces de segar los cuerpos de los hombres como espigas, tratábamos de no pensar en nada.
Nunca olvidaré la primera impresión que me produjo la visión de las líneas elamitas. Entre ellas figuraban muchos de sus aliados procedentes de los pequeños estados del sur: hombres de Anzan y Lakabra, caldeos, tribus de lazan y Harzunu, los pasheru…, pueblos y razas incontables. Pero los elamitas constituían el núcleo más importante. Sin ellos, los demás hubieran sido como insectos molestos. Nosotros constituíamos el quradu, formábamos la vanguardia en torno a la propia persona del rey y debíamos atajar el impetuoso avance de los elamitas.
Mientras me mantenía a la expectativa en aquella polvorienta y tranquila llanura protegiéndome del sol de la mañana con mi escudo de cuero, distinguí a los corceles del enemigo que escarbaban en el suelo con sus cascos afilados como puñales. Los soldados vestían armaduras de bronce y cascos astados que recordaban a los toros. Sus escudos eran innumerables y sus armas refulgían a la confusa luz como si se reflejasen en el agua y enarbolaban sus lanzas y espadas con aire insultante y provocador. Habían silenciado sus tambores, no desperdiciaban sus fuerzas lanzando gritos de guerra y guardaban un torvo silencio.
—¡Bien, muchachos! —exclamó Nargi Adad. Su voz resonó como un martillazo entre la calma circundante—. Recordad…, valientes son aquellos que viven para seguir luchando. Si os dejáis llevar por el pánico, seréis pisoteados como las uvas en el lagar. El único medio de impedir que os maten es dar primero muerte a vuestros enemigos, de modo que insensibilizaos y apuntad a sus corazones. Somos el quradu, los fuertes, a quienes ha sido confiada la custodia de la persona real. No lo olvidéis. ¡Esta noche cataremos la cerveza de Elam!
Los hombres prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo y yo no fui menos que ellos. Si en algún momento he creído en la gloria de la guerra, en el caso de que en ella exista alguna gloria, fue en aquel momento.
De pronto, sin saber cómo, iniciamos el avance. Marchábamos al unísono sin perder nuestra formación, y mientras llegaba a mis oídos el batir de los cascos de la caballería elamita disponíamos nuestras armas. Mi portador sostenía nuestro escudo en su brazo izquierdo y, en el derecho, en una aljaba de cuero, transportaba unas veinticinco jabalinas delgadas de punta de cobre, una de la cuales empuñaba en mi mano derecha dispuesta para ser lanzada: tan sólo esperaba encontrar un objetivo.
El lanzador de jabalina debe ser rápido, puesto que practica la más peligrosa de las artes. Los arqueros pueden ocultarse tras sus escudos, pero él necesita mayor campo de acción porque debe tomar carrera y exponerse a la vista para arrojar su proyectil, tomándose el tiempo necesario para no errar su objetivo con lo que arriesgaría inútilmente su vida, pero debe ser rápido y esquivar cualquier flecha dirigida contra su vientre que le impediría volver a disparar. La caballería elamita ya se estaba acercando, podía distinguir los destellos de sus curvadas espadas. Aguardé a que se aproximaran. Cuando el enemigo está próximo es preciso apuntar al caballo, porque el soldado de caballería corre como un conejo en cuanto pierde su montura y el caballo es mayor, lleva menos armadura y puede dar al traste con una formación aun sin jinete. Aguardé al corcel, él era mi enemigo: el hombre que apretaba las rodillas en sus flancos tan sólo constituía una sombra, y esperé porque el brazo me temblaba de impaciencia y me sentía sediento de sangre.
Por fin, ¡por fin! el jinete que abría la marcha se encontró bastante cerca. Yo no le veía, tan sólo tenía ojos para su caballo, una masa móvil de color castaño. Me aparté de la protección que me brindaba el escudo, impulsé el brazo hacia atrás aguardando la fracción de un segundo para asegurarme y lancé el arma concentrando en aquel impacto todas mis fuerzas. La jabalina cruzó los aires en pronunciada curva, como una ave de presa, y yo me quedé inmóvil observándola, como hipnotizado. El proyectil se elevó cada vez más y por fin descendió hundiéndose en la base del cuello del bruto, que cayó rodando por los suelos igual que la rueda de un carro, mientras que el jinete salía despedido y se desplomaba bajo su montura. Sin duda debió de morir o quedar mutilado porque ni siquiera intentó arrastrarse. Era un espectáculo maravilloso del que no podía apartar los ojos.
Me sobresaltó una flecha que cayó a mis pies hundiéndose en el polvo, lo que me recordó que también yo era vulnerable. Corrí a ocultarme tras el escudo, tendí la mano y el portador me tendió otra jabalina, mientras que yo escudriñaba el campo en busca de una nueva víctima.
Seguí disparando una y otra vez; en algunas ocasiones erraba el tiro, pero la mayor parte de mis proyectiles alcanzaron su objetivo. Ignoro cuántos hombres y caballos exterminé; la visión de sus cadáveres parecía inundarme de un hálito divino. Aunque las flechas caían a mi alrededor como granizo, apenas reparaba en ello porque no podían causarme ningún daño. Tan sólo en una ocasión una de ellas me rozó el muslo, pero ni siquiera me molesté en restañarme la sangre. Estaba sumido en éxtasis. Quienes dicen que la guerra es la mayor dicha que existe bajo la luz del sol, no son tan necios como parece y apenas mienten, porque el placer del peligro y la muerte son grandes y purifican el espíritu. En aquellos momentos estaba semienloquecido.
Y cuando la caballería ya casi estaba sobre nosotros, apuntamos a los jinetes. A medida que los hombres caían a nuestro alrededor, desplomándose de bruces sin decir palabra, sólo podía pensar en mi próximo disparo y en los sucesivos. En una ocasión un soldado arremetió directamente contra mí dispuesto a arrancarme la cabeza con su espada, pero hundí la punta de mi arma en su coselete y lo impulsé hacia atrás en su montura. El hombre cayó en el suelo con un seco impacto, sin que yo me molestase en mirarle el rostro. Me limité a arrancar el acero de su cuerpo y examinar mi entorno en busca de otro enemigo.
Pero no lograron romper nuestras filas y, como la caballería únicamente puede realizar una carga y luego se entrega al pillaje, sus ataques suelen ser breves. Y en cuanto hubieron pasado, aparecieron los carros.
Pudimos considerarnos afortunados: sólo tuvimos que arriesgarnos en dos ocasiones y logramos aniquilar a los caballos de uno de los vehículos antes de que nos alcanzasen. Sin embargo, el otro barrió un ala de nuestra formación aplastando a los hombres bajo sus ruedas como si fueran dátiles.
Por entonces casi habíamos logrado acabar con la línea elamita y había pasado el tiempo de arrojarse proyectiles. Desenvainé la espada y mi compañero arrojó el escudo porque a partir de aquel momento cada uno de nosotros debía luchar por sí solo.
A la sazón ya era plenamente consciente de mis actos y había llegado a comprender que aquellos hombres estaban dispuestos a matarme y que yo no era inmortal. Y sentía miedo, un miedo que me hacía creerme más vivo y que constituía un sentimiento casi placentero, un deleite de los sentidos.
Estaba rodeado de ruidos, gritos, gemidos, heridos y moribundos y del estrépito de las armas. Aquellos de mis hombres que seguían con vida se habían agrupado como abejas que pululasen en la rama de un árbol. Obrábamos a impulsos de una especie de acuerdo tácito, más por instinto que siguiendo un plan preconcebido. No existía disciplina alguna, sólo la voluntad de vivir y el conocimiento de que nos necesitábamos mutuamente. Pero lo cierto era que todos luchábamos de modo individual por salvaguardar la propia existencia.
Por fortuna, mis largos brazos me permitían compensar mi inexperiencia. Fui alcanzado en dos ocasiones, lo que me irritó y debilitó mis fuerzas. Una lanza me hirió por encima del codo y estuvo a punto de obligarme a soltar mi pequeño escudo. El dolor que experimenté fue intenso, pero sólo duró un instante y de todos modos no fue tan grande como el peligro que corrí porque podía haber sucumbido bajo múltiples heridas antes de lograr detenerme el tiempo necesario para inclinarme a recuperarlo.
Un negro y corpulento elamita con el rostro surcado de cicatrices intentó hacerme servir de pasto de los cuervos.
La lucha se estaba desarrollando al azar y, cual una hormiga que reptase por una roca, parecía haberme desviado de su trayectoria. Por primera vez desde lo que me parecían horas me detuve un momento y traté de recobrar el aliento. Aquella pausa estuvo a punto de costarme la vida porque cuando me inclinaba hacia adelante, inspirando profundamente para llenar de aire los pulmones y apoyando las manos en las rodillas, sentí que algo rozaba repentinamente mi escudo. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo había levantado, pero el soldado, mientras vive, lucha instintivamente y quizá vislumbré por un instante lo que se me avecinaba. Examiné el escudo y quedé anonadado: el cuero había quedado desgarrado como el vientre de un buey y apenas tuve tiempo de esquivar el filo de una espada que me asestaba su segunda estocada, tratando de alcanzar mis entrañas sin que yo ni siquiera hubiese advertido la presencia del contrario.
Al cabo de unos instantes el elamita caía sobre mí. Al punto descubrí que estaba luchando cuerpo a cuerpo con un gigantesco negro, cuyos brazos estaban bañados por el sudor y que tenía los ojos desorbitados por el furioso arrebato que caracteriza al luchador nato. Su faz tensa relucía como si hubiera sido tallada con una hacha de obsidiana y exhibía los dientes en torva mueca. Era un rostro que había sufrido más de una ocasión el filo del acero, porque en el puente de la nariz y en la mandíbula aparecían dos grandes costurones relucientes y protuberantes como ligaduras de sandalia. Volvió a abalanzarse sobre mí lanzando un grito de guerra como el graznido de un enorme pájaro de presa y sentí que se me desquiciaban los nervios. Nunca he logrado comprender que no acabase conmigo en unos segundos.
Parecía como si librásemos solos aquella encarnizada lucha: nadie acudía en mi ayuda y aquel diablo me había derribado y parecía dispuesto a pisotearme como un tallo de cebada. Él era quien llevaba la iniciativa: yo apenas conseguía mantenerlo a cierta distancia agitando salvajemente mi espada en el aire que silbaba como una víbora, pero eso era todo. Casi no podía respirar y el corazón me latía atropelladamente igual que si fuera a salírseme del pecho. Una y otra vez sentía en mi escudo el impacto de sus estocadas hasta que llegué a la conclusión de que en cualquier momento alcanzaría su objetivo y me abriría las entrañas. Acabé por convencerme de que me mataría, de que en pocos instantes daría fin a mi existencia. El elamita dirigía una y otra vez la punta de su acero contra mí empeñado en quitarme la vida y, aunque siempre conseguía esquivarlo, cada vez lo sentía más próximo. Contuve una estocada que había intentado alcanzarme el hombro, mas la siguiente arañó mi coselete de cuero. El sonido que producían las armas chocando entre sí llenaba mis oídos. Yo era como una cabra dispuesta para el sacrificio, mientras que el agur afilaba su cuchillo. El próximo asalto sería el definitivo…, aquella incertidumbre me estaba torturando.
Y, de pronto, a cierta distancia resonó la voz de Nargi Adad sobre el clamor de la batalla.
—¡Eh! ¡Ese de ahí! ¡Tú, bastardo!
No me volví a mirarle porque habría sido una invitación a la muerte y comprendía que mi compañero se encontraba demasiado lejos para poder acudir en mi auxilio. El elamita iba a ensartarme como un pollo en el asador; los músculos de su fornido cuello estaban tensos mientras se disponía a propinarme el impacto mortal.
Pero también él había oído el grito de Nargi Adad y sin duda pensaba acabar cuanto antes conmigo sin que el enorme e hirsuto mastodonte tuviera ocasión de caer sobre él. Únicamente de ese modo puedo explicar cómo sobreviví, porque el corpulento negrazo me asestó un mandoble que milagrosamente logré esquivar.
Mas no salí totalmente ileso: la hoja atravesó mi coselete de cuero y resbaló sobre mis costillas de modo que pensé que el hombre me había matado. Sí, me convencí de que era hombre muerto.
Sin embargo, el elamita se había adelantado bastante para darme la oportunidad de vengarme. Haciendo acopio de lo que creí serían mis últimas fuerzas, me abalancé sobre él y le hundí profundamente la espada bajo las costillas. El hombre gritó —según creo más sorprendido que asustado— y luego, cuando con un rápido tirón arranqué el arma de su cuerpo, cayó de rodillas sin apartar en ningún momento sus ojos de mí y finalmente se desplomó de bruces en el suelo.
Súbitamente comprendí que yo no había muerto: la herida que tenía en el costado me escocía como la mordedura de una serpiente, lo que en realidad era una buena señal, pero no había muerto. Introduje la mano en mi coselete y la saqué llena de sangre. Comprendí que seguía con vida. Ni siquiera me sentía débil, simplemente magullado. Escudriñé a mi alrededor tratando de descubrir a Nargi Adad, que ya había desaparecido entre el caos de la lucha. Sí…, me encontraba perfectamente. El elamita yacía muerto a mis pies y yo vivía. Vivía y seguía luchando. Al cabo de unos momentos incluso llegué a olvidar que estaba herido, lo que resultó muy conveniente porque las batallas no suelen concluir con la muerte de un enemigo.
Una y otra vez arremetimos contra las líneas contrarias sin conseguir romperlas. Tampoco lograban ellos destruir nuestra formación porque ello hubiera representado una invitación a la muerte. De modo que la lucha prosiguió sin perspectivas ni esperanzas de conclusión. A veces, como de común acuerdo, las dos grandes masas humanas retrocedían igual que si estuviesen demasiado agotadas para proseguir y seguidamente volvíamos a la carga gritando y entrechocando nuestros escudos que sonaban como címbalos. Y sólo teníamos ojos para los compañeros que estaban a derecha e izquierda y para el enemigo que teníamos enfrente. Si un hombre sucumbía, amigo o enemigo, pasábamos sobre su cadáver cual si fuese un pedrusco porque no teníamos tiempo ni para respirar. Así fue cómo la llanura de Khalule quedó atestada de cadáveres.
Por fin los dioses, que sin duda detestan a los hombres por sus locuras, se apiadaron de nosotros y permitieron que se desvaneciese la luz del día. Se diría que aquello era lo que estábamos esperando porque los dos poderosos ejércitos, lentamente y entre muchas arremetidas y algunas vacilaciones, nos fuimos separando uno de otro, retrocediendo a nuestros respectivos campos, al igual que las olas se retiran de la arena en la playa sin que ninguno pudiera considerarse vencedor de la contienda: simplemente no podíamos seguir luchando, nuestros cuerpos no lo resistían.
Nos sentamos en el suelo para descansar. Paseé la mirada en torno y comprendí por vez primera la auténtica realidad de la guerra. Los soldados, con los rostros y los brazos sucios de humo, sangre y polvo, fijaban su mirada en el infinito con una expresión que reflejaba el envejecimiento que habían sufrido en el espacio de aquella jornada. El aire estaba impregnado del hedor de los cadáveres. No se percibía una grandeza heroica: sólo el espantoso horror de cuanto habíamos hecho, visto y sufrido. Ninguno de aquellos hombres volvería a contemplar el mundo con mirada inocente: la vida habría cambiado para ellos para siempre. Aquello fue lo que presencié y supongo que los demás debieron experimentar los mismos sentimientos.
—¿Dónde está Nargi Adad? —pregunté finalmente, cuando logré articular palabra.
—Sólo los dioses lo saben, rab kisir. Probablemente está muerto.
Me miraban con ojos cansados y de pronto comprendí que estaban aguardando mis órdenes. Yo era el rab kisir: parecía que había llegado el momento de recordarlo.
—¡Regresad a vuestras tiendas, comed y descansad! ¡La lucha ha concluido por hoy!
Se pusieron lentamente en pie. Mientras recogían sus armaduras y sus armas estuve contemplándolos: únicamente quedaban treinta y dos hombres con vida. Acaso algunos hubiesen huido o quedado aislados, pero habíamos comenzado la jornada con cien soldados y en aquellos momentos sólo se veían treinta y dos.
—¿Vienes con nosotros, rab kisir?
—Aún no…, más tarde.
Deseaba encontrar a Nargi Adad.
El campo de batalla de Khalule se había convertido en el escenario de una pesadilla. No se había tratado de un simple enfrentamiento, sino de una auténtica matanza. Cadáveres y moribundos yacían por doquier, confundiéndose sus miembros como maderas a la deriva. Corceles mutilados se revolcaban y relinchaban esforzándose por levantarse de nuevo. Los cuervos se habían encaramado en los rostros de los cadáveres y les arrancaban los ojos con el pico. Las armas aparecían diseminadas por el suelo, así como los cuerpos de los hombres y de los animales, entre los lamentos de los heridos y el hedor de semejante carnicería. El suelo estaba encharcado en sangre y por doquier; hasta donde alcanzaba la vista se repetía el mismo espectáculo. No tengo palabras para expresarlo, pero la visión de aquel espantoso lugar me acompañará hasta la muerte.
Por fin descubrí a mi ekalli que aún seguía vivo, aunque por poco tiempo.
Yacía tendido de costado, consciente, mas con los ojos enturbiados por el dolor, mostrando un enorme agujero en el vientre que trataba de cubrir con sus manos velludas y manchadas de sangre coagulada. Al verme sonrió… Jamás he conocido a un hombre más valeroso.
—Has luchado como un valiente —me dijo—. Parecías un diablo enfurecido. Aquel enorme negrazo…, le mataste, ¿verdad? Me gustaría vivir bastante para contar a Tabshar Sin cómo has combatido.
—Se lo dirás —repuse con el rostro cubierto de lágrimas porque comprendía que no había esperanzas—. Encontraremos un médico…
—No, príncipe… Ya lo ves, apenas siento las piernas. Creo que ese traidor ha debido de fracturarme el espinazo antes de que yo acabase con él. Ha sido aquél.
A sus pies se encontraba el cadáver de un elamita que seguía sosteniendo su espada con ojos muy abiertos. Ninguno de ellos volvería a combatir.
—¿Te duele mucho?
—Sí, príncipe. Escuece igual que un manojo de ortigas. ¿Cómo se ha desarrollado la batalla? ¿Han abandonado el campo nuestros enemigos? Allá hay un carro volcado, súbete a él y echa una mirada.
Obedecí sus órdenes y regresé a su lado.
—Están atravesando nuevamente el río: sus barcas cubren las aguas a todo lo ancho.
—Bueno, por lo menos los hemos detenido. Y ahora pórtate como un buen muchacho y remátame.
—¡No me pidas semejante cosa!
—¡Lo harás, príncipe! ¡No puedes negarme este favor! —Seguía sonriendo pero su expresión era suplicante—: No es agradable agonizar y no quisiera pasarme toda la noche así. Con una certera puñalada darás fin a mis sufrimientos. ¡No me niegues ese favor, príncipe!
Procurando que mi movimiento pasara inadvertido y que los nervios no me traicionasen, desenvainé la daga y le atravesé el corazón por sorpresa, con lo que le evitaba todo sufrimiento.
Dejé allí su cadáver y marché por el campo de batalla errando sin rumbo fijo. Me sentía tan aturdido como si hubiese bebido en exceso y no me quedaban ánimos, voluntad ni valor. Si en aquellos momentos un enemigo me hubiese amenazado con su espada, habría caído de rodillas igual que si fuese una mujer suplicándole que me perdonase la vida. La resistencia humana tiene sus límites.
Ignoro cuánto tiempo vagué por aquella vasta explanada sembrada de cadáveres. Hacía mucho rato que las sombras habían caído sobre nosotros y sólo se distinguían las antorchas de nuestras tiendas hacia las que me sentí atraído instintivamente.
Cuando alcanzaba la linde del campamento me encontré con el rey. Estaba solo, sentado en el fondo de su carro y se cubría el rostro con las manos. Parecía como si hubiese estado llorando.
Muchos años después descubrí en los anales la descripción de esta batalla. En ellos se habla de la cólera del rey y de la victoria alcanzada sobre los elamitas, «a quienes les temblaban las piernas como cañas agitadas por el viento». Todo son mentiras. Las historias de las naciones suelen estar plagadas de falsedades urdidas por ellas o por sus enemigos. Aquella noche, cuando le descubrí llorando en su carro, el rey no era un personaje glorioso. Le puse la mano en el brazo y me arrodillé a su lado procurando no olvidar que era el Señor de las Cuatro Partes del Mundo. Él levantó sus ojos hacia mí y primero leí en ellos el temor y luego el reconocimiento.
—¿Eres tú, Tiglath, hijo mío? ¿Has logrado sobrevivir a todo esto? Sin duda los dioses te han concedido algún sedu.
Al oír aquella palabra me sobresalté sin que él lo advirtiera: el rey no estaba en condiciones de captar un insignificante estremecimiento.
—Sí, señor, soy yo.
—Se han marchado, ¿verdad?
—Han tomado la dirección del río, señor. Creo que tardarán en regresar.
El rey mi padre me puso las manos en los hombros, en esta ocasión no para salvarme del cuchillo castrador, sino para confortar su corazón dolorido. Era viejo, estaba asustado y descansaba en brazos de su hijo porque todos los hombres deben confiar en alguien. Tal fue nuestro encuentro en las llanuras empapadas de sangre de Khalule.