IV

Durante algunos meses, por lo menos, Nergalushezib había asentado sus posaderas en el trono de Babilonia. A la sazón, su reino se reducía a una jaula de hierro que pendía de una cadena en la Gran Puerta de Nínive. Desnudo y mugriento, habiendo fijado en su cabeza con clavos de cobre la corona que usurpara a Assurnadinshum, vagaba a gatas de uno a otro lado de aquel angosto recinto mientras los ciudadanos le arrojaban pellas de barro, excrementos y maldiciones. Cuando le vi al tercer día de hallarse expuesto a la vergüenza pública, hambriento y sometido al implacable sol, la angustia que sentía y acaso los clavos de cobre que le atravesaban el cráneo introduciéndose hasta su cerebro le habían privado de la razón. Aullaba como un animal con los labios agrietados y ensangrentados rogando que le quitasen la vida. Sin duda los dioses deseaban escarnecerle porque le permitieron vivir hasta el sexto día.

De este modo el señor Sennaquerib, siervo de Assur, tomaba cumplida venganza del asesinato de su primogénito.

Aquel mismo día y todos los días que Nergalushezib vivió fueron como una época de festejos en la ciudad. Adivinos, prostitutas y vendedores de cerveza, frutas, pasteles de miel y carne asada realizaban su comercio ante sus propios ojos. Todos los deleites de la vida que ya no se encontraban a su alcance, todos aparecían ante sus ojos, en ocasiones a pocos centímetros de distancia, mientras su existencia se consumía entre los enlodados barrotes de su jaula metálica y él se desgañifaba suplicando piedad a hombres y dioses. Los habitantes de Nínive se reían de él y le insultaban. En su mayoría se trataba de extranjeros no implicados en aquella cuestión, que acudían simplemente como espectadores y porque la guerra propiciaba el comercio.

Y, al parecer, la guerra no iba a concluir, sino que proseguiría indefinidamente porque Nergalushezib no había sido hecho prisionero en ninguna batalla decisiva, sino que había sido vendido por un traidor a quien Sennaquerib premió dándole el peso del cautivo en plata. Los elamitas y sus aliados caldeos siempre podrían encontrar un nuevo hombre de paja a quien sentar en el trono de Babilonia, y fue en Susa, en las mazmorras del monarca elamita Hallutush-Inshushinak, donde Assurnadinshum encontró la muerte estrangulado por la cuerda de un arco. A continuación pereció aquel monarca asesinado por su propio pueblo tras la victoria alcanzada por Sennaquerib en Nippur. Pero, a la sazón, reinaba su hijo y era bien sabido que Kudur-Nahhunte era tan ponzoñoso y retorcido como una serpiente.

Casi dos años habían transcurrido desde la noche en que se produjo tal conmoción en el cuartel real. En mi mentón comenzaba a despuntar el inicio de una barba y comprobaba con grandes apuros que el vello me crecía liso en lugar de rizado, poniendo una vez más de manifiesto mi origen extranjero. Era casi un hombre y mi instrucción militar, sumamente acelerada desde que estalló la guerra, había concluido prácticamente. Todas estas consideraciones ocupaban mi mente mientras me confundía entre la multitud que se había congregado en las afueras de la ciudad para presenciar la agonía del usurpador.

La visión de aquel ser desnudo, enloquecido y con los ojos desorbitados trastornaba mi espíritu sin que pudiera adivinar la razón. Nergalushezib se había confabulado con los elamitas para arruinar al marsarm y quitarle ignominiosamente la vida. Había insultado la majestad de Assur y, por tanto, era natural y conveniente que encontrase un fin humillante. Y sin embargo aquel espectáculo no me complacía. Estuve presenciándolo durante un rato porque Tabshar Sin había dicho que era edificante que los soldados fuésemos testigos de las demostraciones públicas de la cólera real, explicándonos cuan gratificante es presenciar los sufrimientos de los propios enemigos, pero yo no disfrutaba como había esperado y me avergonzaba de semejante debilidad.

Los muros de Nínive alcanzaban tanta altura que más bien parecían obra de la Gran Madre Tierra o de los dioses menores que realizados por artificio humano. Las murallas cercaban la ciudad y aislaban de sus ruidos de modo que uno llegaba a imaginar que jamás habían existido. Más allá se extendían interminables los campos de cebada y el caudaloso Tigris, rey de ríos. A veces, por las noches, si algún solitario atravesaba las puertas de la ciudad para solazar su espíritu, el único sonido que percibía era el murmullo de las aguas.

Pero en aquellos no existía soledad alguna. El estrépito de miles de voces hacía enmudecer la rápida corriente. Los confusos y ondulantes movimientos de diez mil cuerpos ocultaban el horizonte de mi vista y así seguiría siendo hasta que los gritos del usurpador dejasen de entretener a las multitudes de Nínive.

A la hora sexta de la mañana, el sol casi había alcanzado su posición en el cielo, me encontraba junto a la jaula de Nergalushezib vistiendo el uniforme de quradu, miembro de la guardia personal del rey, sosteniendo la jabalina que me acompañaba a todas partes. En un instante hubiese podido empuñar el arma y asestarle un mortal impacto, pues únicamente nos separaban unos veinte pasos. Hubiera sido fácil partirle el corazón como si fuese una bota de vino expuesta al sol y la multitud ya no hubiera tenido de quién reírse. Sentía intensos deseos de hacerlo: no creía ser castigado por tal acto, puesto que hasta cierto punto disfrutaba del favor real y a nadie se le hubiera ocurrido sancionar mi conducta, pero sobre todas las cosas un quradu debe mantenerse fiel a voluntad real y el monarca deseaba expresamente que Nergalushezib apurase hasta el límite sus sufrimientos. De modo que contuve mi mano.

—¡Tiglath!, ¿eres tú realmente?

Sentí un golpecito en el hombro y, al volverme, descubrí una mujer a mi lado. El borde de su chal estaba orlado con moneditas de oro y plata y su roja túnica de viuda había sido recamada con hilos argentados. Era una gran dama, y tras ella, cuando tuve suficiente presencia de ánimo para observarlo, descubrí que se encontraban otras tres mujeres asimismo ricamente ataviadas y un eunuco de elevada estatura portador del bastón de la casa real.

Pero aquella gran dama era poco más alta que una niña, ni siquiera parecía haber alcanzado la madurez necesaria para conocer un marido y mucho menos para haberlo perdido, y sus ojos, negros y luminosos, revelaban claramente que aún estaba aguardando a aquel que aceleraría los latidos de su corazón.

Observé fijamente sus ojos y me parecieron tan familiares como el reflejo de mi propia imagen, pero no lograba recordar su nombre. Por fin, mirando furtivamente en torno para asegurarse de que nadie advertía su audacia, desprendió un extremo del velo permitiéndome verle el rostro, siéndome así revelada la realidad que mi corazón había presentido: se trataba de Asharhamat.

—¿No me conoces, Tiglath? —preguntó con la voz estremecida por el asomo de un sollozo.

Mas no tenía que temer que hubiese podido olvidarla, aunque durante los años transcurridos desde que abandoné el gineceo había intentado con todas mis fuerzas borrar su imagen de mi recuerdo.

«Cuando te alejes de este jardín, dejarás de amarme», había dicho ella. Pero me fui llevándome conmigo mi amor que jamás me abandonó. Y ojalá así hubiera sido para bien de ambos.

—Sí, te conozco, eres Asharhamat —repuse con un ronco susurro—. Te hubiese reconocido a ciegas, aunque me hubiesen arrancado los ojos.

—Pero, según parece, no te has dado cuenta hasta que me he quitado el velo.

Sonrió recobrada la confianza en sí misma y volvió a cubrirse el rostro. Durante largo rato enmudecimos vencidos por la timidez.

Seguía siendo la Asharhamat que yo había conocido, pero ya había superado la infancia. En su lugar aparecía la mujer que no tardaría en manifestarse. Siempre había sido hermosa, de cutis maravillosamente blanco, casi transparente, y sus rasgos tenían una delicadeza prácticamente inexistente entre la gente que vivía a orillas del río. Pero entonces era al propio tiempo una criatura hechicera. Sus ojos, de mirada tan profunda que temía perderme en ellos, me tenían prendido con una magia irresistible y me veía obligado a contemplarla, indefenso. Aunque su rostro me resultaba familiar, sentía como si fuese la primera vez que la veía.

De pronto aquel espíritu atormentado, cuya desventura todos acudían a celebrar, profirió un penetrante chillido entre los barrotes de su jaula y la multitud volvió a reírse y se agitó a su alrededor rompiendo el hechizo. Nos giramos a verlo y el corazón me dio un vuelco en el pecho cuando oí sus incoherentes súplicas y observé que nos señalaba con el brazo.

Pero, en realidad, señalaba a Asharhamat.

—Parece reconocerte —dije—. Me pregunto por qué será.

—Estuve aquí ayer y anteayer —repuso la joven bajando la cabeza como si revelase alguna inconfesable debilidad—. Es deseo del rey, puesto que Assurnadinshum era mi esposo. Debo venir cada día hasta… Tal vez lo sepa y me increpe por ello.

Sí, desde luego. Había oído hablar de su matrimonio con el marsarru celebrado hacía unos meses, antes de que los elamitas atravesaran el país hasta llegar a Babilonia. Al parecer habían considerado que aún era demasiado joven para asumir los deberes conyugales y su marido la había dejado en Nínive cuando partió para reinar nuevamente sobre aquellas gentes renegridas. De no ser así, seguramente habría seguido su mismo destino, viéndose sometida al cautiverio y a la muerte.

Pero Nergalushezib sin duda desconocía la identidad de aquella jovencita enlutada. Hubiera sido inútil especular sobre lo que habría atraído su atención en ella, lo que podía discurrir aquella mente retorcida y atormentada. Di media vuelta y así a Asharhamat del brazo, volviéndola hacia mi.

—No puede reprocharte nada —le dije—. Sus sufrimientos le son inferidos por voluntad del rey, que se venga en el reconociendo a uno de los asesinos de su hijo. Este desventurado ya no puede acusar a nadie.

—Gracias, Tiglath —murmuró acariciándome levemente la mano—. ¿Has sentido alguna vez esa… vergüenza? ¿La vergüenza de no haber obrado mal y, sin embargo…?

—Sí, pero no podemos hacer nada para evitar nuestros sentimientos.

—No, no podemos hacer nada.

Se volvió como si se dispusiera a marcharse. Creí que no lograba recobrarme de la sorpresa recibida.

—¿Entonces volverás mañana? —pregunte.

La presencia de extraños me impedía revelarle los secretos de mi corazón. Sólo confiaba que ella aun me siguiera amando y comprendiese todo cuanto silenciaba.

¿Sería así? ¿Acaso lo que leía en su rostro no era más que el reflejo de mi propia súplica o la luz que aparecía cambiante en sus negros ojos significaba que también ella confiaba que habiendo vuelto a encontrarnos dejaríamos de estar separados para siempre?

—Sí, mañana.

—¿A la misma hora?

—Sí.

De nuevo me rozó con su mano. Por un Instante casi nos tocamos, pero quizá ya estábamos demasiado separados porque ella encogió el brazo ocultándolo bajo su chal de viuda como si su propia existencia fuese un secreto culpable y se volvió una vez más.

—Hasta mañana —dije.

Asharhamat no dio muestras de haberme oído. Al cabo de un instante desapareció entre la multitud.

Me quedé sin saber qué hacer. Era como si una parte de mi alma largo tiempo extinguida hubiese vuelto a la vida. Todo el amor que había mantenido oculto en mi corazón volvía a inundarme como una marea y temí que llegase a anegarme. Entre los griegos muchos cantan las mieles del amor, su enloquecedora alegría, pero sólo son canciones, porque aquellos que realmente aman, para quienes el amor aparece tempranamente en su vida y persiste en el transcurso de los años como un fantasma que no puede ser expulsado, es una agonía que destroza las entrañas. El amor es un afilado cuchillo en manos de un chiquillo, que penetra hasta el hueso y deja una herida que el tiempo jamás borra.

Asharhamat era doncella, con el tiempo llegué a comprobar su virginidad, pero también era viuda. Su esposo había vuelto a la tierra y, por consiguiente, era libre ante la ley. Me constaba que en cuanto concluyese su período de luto el rey la entregaría a Arad Ninlil, el segundo hijo que le había dado la señora Tashmetumsharrat y nuevo marsarru, pero no me importaba. En su calidad de viuda disfrutaba de propio alojamiento: ya no estaba encerrada en el gineceo y podía entrar y salir libremente. Era una persona asequible.

No me preocupaba Arad Ninlil, de todos conocido como un ser escuálido, brutal, cruel y semiidiotizado, aunque la perspectiva de que se convirtiera en esposo de Asharhamat era bastante repulsiva. No era un individuo que pudiese ilusionar a una doncella como compañero de lecho, pero era un mal futuro y el futuro para mí se circunscribía al algo lejano. Sólo existía ese momento. Una terrible ansiedad parecía invadirme, sin dejar cabida a otros sentimientos, como si mi pellejo fuese un simple recipiente para contenerla. Comprendía que estaba a punto de arruinar mi vida como la corteza de un melón vacío, pero no me importaba.

De pronto anhelé con todas mis fuerzas quedarme solo. Aquella multitud de seres extraños me angustiaba y ansiaba respirar aire fresco y poder sumergirme en mis propios pensamientos. Decidí seguir la muralla en dirección al río porque deseaba sentirme invadido del sonido de las aguas y liberarme de mi tormento.

A mi paso hundía levemente en el suelo la punta de la jabalina, mi arma favorita que nunca abandonaba. Con ella lograba alcanzar un objetivo del tamaño de la palma de la mano a setenta pasos y en los combates cuerpo a cuerpo un luchador experimentado podía vaciarle las tripas a su contrincante con el solo impacto de su punta de cobre, bronce, pero hasta entonces yo únicamente la había utilizado para cazar. Cuando entrase en combate sería arrojado, temible y gustosamente daría mi vida por el rey, mas todo aquello eran sensaciones abstractas. Por el momento maquinaba cómo arrebatarle a su futura esposa.

Amaba a Asharhamat. Y aquélla no era una noción abstracta. La timidez que me había dominado la noche en que fuimos a cenar a casa de Kefalos se había perdido en el pasado porque no era en absoluto difícil convertirse en hombre en la ciudad de Nínive. En cuanto me cambió la voz acudí al templo de Ishtar, eché una moneda de plata en el regazo de una prostituta sagrada y los hechos se consumaron.

Todas las mujeres deben cumplir este deber con la diosa una vez en su vida. Aguardan en la puerta del templo hasta que llega un hombre que les entrega una moneda de plata que en ese momento se vuelve sagrada y conserva para siempre. De este modo consigue el favor de la diosa para que su matrimonio sea fecundo. Cuando se trata de una mujer bonita no tarda más de una noche en conseguirlo, pero algunas deben aguardar meses, incluso años. Y las hay que deciden quedarse allí para siempre y dedicarse al servicio divino. Éstas se vuelven sumamente expertas en todos los aspectos del amor carnal y son muy respetadas doquiera que van.

Por mi parte me había limitado a ellas, aunque su precio era superior, y rutinariamente y para paliar mi soledad, como todos los jóvenes del cuartel real, las visitaba una vez por semana. En mi trato con ellas no intervenían los sentimientos, pero mis visitas al templo me permitían alcanzar estabilidad emocional.

Mas todo aquello había concluido. Amaba a Asharhamat. Aunque no tuviera ocasión de tocarla en toda mi vida, jamás encontraría la paz en brazos de otra mujer. En un instante, sonriéndome con igual inocencia que en su infancia, había conseguido que todo aquello concluyese para mí. Y no lo lamentaba.

Existe un lugar en que las murallas de la ciudad se desvían lateralmente, como si quisieran evitar que se mojasen sus lienzos. El río discurre junto a ellas y Nínive parece surgir de sus orillas. Cuando llega la estación de las crecidas, las aguas casi tocan el muro, pero aquel tiempo ya había pasado. Me senté en un cantil con las piernas colgando hasta casi rozar la superficie de las aguas e hice oscilar la jabalina entre mis piernas. Me bastaba con recordar el momento en que Asharhamat había retirado el velo mostrándome su rostro para sentirme presa de abatimiento y, al propio tiempo, de una profunda alegría jamás conocida. No podía comprender mis sentimientos: me había convertido en un extraño para mí mismo.

No me cabía la menor duda de que era un ser condenado. Pese a disfrutar del favor real, sabía que el monarca jamás consentiría que atentase contra la seguridad de su dinastía, de modo que cuando supiera que yo había fijado mis ojos en aquella que debía ser madre de los futuros reyes, me desollaría y clavaría mi piel en las puertas de la ciudad, lo que me parecía muy justo y no osaba cuestionar. Consideraba superior a mis fuerzas tratar de evitar el amor que sentía hacia Asharhamat, y por tanto podía darme por muerto. Acaso no aquel mismo año ni al siguiente, pero a no tardar. Había encontrado mi simtu, mi sino, el final que los dioses me habían deparado. ¿Acaso podía ser de otro modo? ¿A qué podía conducir si no aquel amor que se había iniciado teniendo como telón de fondo una ejecución pública? Y, sin embargo, no conseguía llegar a preocuparme.

Pero lo que sí me atormentaba era arrastrar a Asharhamat en mi desgracia. Puesto que la amaba más que a mi vida, ¿cómo desearle otra cosa que no fuese felicidad y seguridad? ¿Mas acaso sería ella dichosa lejos de mí? Me parecía un enigma que jamás lograría desentrañar. Casi llegué a desear que el cuchillo del sacerdote hubiese cumplido su cometido y que en aquellos momentos yo fuese un ser castrado dependiente de la Casa de las Tablillas, carente de toda sensibilidad y que Asharhamat estuviera a salvo. Y, al mismo tiempo, me sentía intensamente feliz. La había visto de nuevo… y volvería a verla al día siguiente. ¿Acaso aquello no valía la pena?

No me es posible aventurar cuánto tiempo permanecí sumido en tales cavilaciones. De pronto levanté la mirada y descubrí que mi sombra se proyectaba en el suelo y comprendí que estaba a punto de anochecer. Si no regresaba antes de una hora al cuartel, Tabshar Sin me obligaría a pasarme la siguiente jornada limpiando los establos, y entonces Asharhamat creería que la había abandonado. Me puse en pie de un salto como si las aguas hubiesen comenzado a hervir.

—¿Te he asustado, príncipe?

Le vi y oí sus palabras al mismo tiempo. Se encontraba a siete u ocho pasos de distancia, al borde del cantil, y apoyaba la mano derecha en su cayado de peregrino. Se trataba de un anciano. Su barba y sus cabellos eran más blancos que el ala de las palomas y el sol había curtido su rostro como si fuese cuero. Llevaba la cabeza descubierta y vestía la amarilla túnica de los sacerdotes, aunque nunca había visto a ninguno tan harapiento. Parecía como si llevase aquellas ropas desde su nacimiento y que hubiesen envejecido con él.

Por añadidura, todos los sacerdotes que había visto en mi vida eran lampiños y estaban obesos por su desmedida afición a regalarse, y aquel hombre estaba tan flaco como un cadáver desenterrado de las arenas calientes. Bajo su tenue túnica se le señalaba claramente la clavícula y las arrugas de su frente eran tan pronunciadas que sus ojos parecían profundamente hundidos en el rostro.

Aunque tenía la impresión de estar mirando en otra dirección, el hombre me sonrió y entonces comprendí que era ciego.

—No, no me has asustado —repuse.

El anciano movió levemente la mano que apoyaba en su cayado… Un ademán casi insignificante, pero harto elocuente que sugería su convencimiento de que estaba mintiendo.

—Simplemente he recordado que tengo que marcharme en seguida. Se me ha hecho tarde.

—¿Es cierto eso? —repuso volviendo sus ojos muertos hacia el cielo como si por lo menos deseara sentir el calor del día que llegaba a su fin—. Para ti no es así: tu jornada apenas ha comenzado.

Permanecimos en el cantil uno frente al otro. Alrededor de nosotros comenzó a levantarse una brisa procedente de las distantes montañas y me invadió una sensación fantástica e irreal. El sol de poniente proyectaba una aura a espaldas del hombre, como el melammu que los griegos llaman «nimbo» y que, según dice, revela la presencia de un dios.

—¿Me conoces? —murmuré no muy deseoso de oír su respuesta.

—Sí, eres Tiglath Assur, ¿no es cierto? Y en la palma de tu mano derecha está grabada una estrella roja como la sangre.

—¡Pero si eres ciego!… ¿Cómo es posible…?

—¿Lo soy realmente? —Agitó la cabeza con aire conmiserativo y sonrió—. ¿No serás tú el ciego? ¿Aquel a quien la visión de este mundo deslumbra de tal modo que no acierta a distinguir lo que el dios desea mostrarle? No, no debes asustarte. Sólo soy un hombre y no de aquellos sobre los que los dioses proyectan su divina luz. ¿Se turba tu espíritu? No temas. Todo se desenvolverá según se ha proyectado. Los acontecimientos ya han sido previstos y no será tuyo el pecado.

—¿Hablas de pecado? —le pregunté porque ya había comprendido que me hallaba en presencia de un maxxu, un santo varón, por cuya boca se expresaba la voz divina.

—Sí.

Me acerqué a él silenciosamente como si acechase a un venado entre las altas hierbas. El hombre comprendió que me aproximaba, pero permaneció inmóvil. Seguía fijando en mí sus ojos sin vida y hubiera llegado a pensar que podía verme si sus pupilas no estuviesen veladas como el río en un frío amanecer. Aunque era ciego y un desconocido, mi vida no parecía tener secretos para él.

—Vengo del monte Epih, ¿lo conoces?

Me detuve e hice una señal de asentimiento.

—Está consagrado a Assur. Son pocos los que han estado en él.

—Sí, pocos son realmente. Pero tú irás un día. Hasta que llegue ese momento debes seguir los dictados de tu corazón porque el dios Assur ha confiado tus pasos a un sedu. Todo está previsto siguiendo los designios divinos. No será tuyo el pecado.

—¿Pecado, anciano? —Tendí la mano, aunque sin el deseo ni la voluntad de tocarle—. ¿Qué pecado? ¡Explícate!

—¿Deseas sinceramente saberlo, príncipe? —repuso mirándome de nuevo, como compadeciéndose de mi ignorancia. Levantó el brazo señalando hacia los muros de la ciudad—. Contempla Nínive, Tiglath Assur. Sus calles se convertirán en coto de caza de raposas y las lechuzas anidarán en el palacio del gran rey. No creas que te aguarda ahí la felicidad y la gloria, príncipe, porque es otro el destino que te está reservado. Aquí, en la ciudad, todo te será aciago: amor, poder y amistad serán dulces al principio, mas amargos a la postre. El sedu protege tus pasos. Sigue los dictados de tu corazón.

—¿Mi sedu? ¿Qué quieres decir?

—Llevas su marca, Tiglath Assur. Volveremos a encontrarnos.

Y sin otras palabras se volvió como si olvidase mi existencia y marchó alejándose de mí y de aquella ciudad que había maldecido proféticamente. Mi mente estaba llena de interrogantes que no acerté a formular. Y me quedé observando impotente su figura que se reducía en la distancia.

—Entonces tu simtu no consistirá en ver tu pellejo clavado en las puertas de la ciudad. ¡Por los sesenta grandes dioses! Imagino que te sentirás aliviado, hermano.

Asarhadón estaba sentado en el jergón y apoyaba la cabeza en la palma de su mano. Le habían impresionado profundamente todas mis explicaciones sobre mis dos encuentros en las afueras de la ciudad, porque mi hermano tenía ciega confianza en toda clase de presagios.

—Y si el dios te ha concedido un sedu, tu vida estará colmada de gloria.

—Me ha dicho que no será así…

Exceptuando la profecía sobre la ruina de Nínive, que hubiera sido traición repetir, se lo había contado todo a mi hermano. Todo menos aquello.

—¡Pero un sedu, Tiglath…!

—Tal vez fuera simplemente un viejo loco.

—Mas, aunque ciego, dices que te conocía y estaba enterado de la existencia de tu estigma de nacimiento.

—Quizá alguien le habló de mí e incluso de la marca…, nunca la he ocultado.

Me encogí de hombros arrepentido de haberle contado todo aquello que cada vez me parecía más fantástico.

Pero Asarhadón no renunciaba fácilmente. Ciegos y santos varones que se desplazan desde montañas sagradas, espíritus guardianes, estigmas de nacimiento que predicen el destino de un hombre…, todo aquello era excesivo para él. Estaba totalmente convencido de que mi visitante había sido un maxxu enviado por los dioses.

—¡Un sedu…! ¡Si me sucediese a mí algo semejante…!

Quizá de nuevo mi sangre mestiza me hacía dudar porque los griegos no fían tanto en el favor de sus dioses que, en cualquier caso, se muestran muy indolentes y favorecen principalmente a aquellos que menos los necesitan. En el lenguaje de mi madre no existía ninguna palabra con igual significado que sedu, porque en los países occidentales cuando se ha cumplido el ritual de lanzar tres puñados de tierra sobre la tumba de los difuntos éstos no regresan al mundo de los vivos. Los dioses, de cuya visión han sido alejados, ya no tienen comercio con ellos y, por tanto, no los envían para proteger y guiar a los vivos. Y, de todos modos, entre los grandes hombres —y el dios siempre escoge el sedu entre las almas de los héroes caídos—, ¿quién regresaría a la tierra para proteger a alguien como yo?

Como es natural, Asarhadón tenía respuesta para todo.

—Se trata de la estrella de sangre —repuso gravemente—. Naciste en el mismo instante en que él era enviado a Arallu. ¿Quién puede ser sino el propio rey? El Gran Sargón es tu sedu.

Esta eventualidad aterró a mi hermano. Durante largo rato, hasta que conciliamos el sueño, me trató con profundo respeto. Por fortuna, cuando salió el sol lo había olvidado todo.

Por la mañana volví a la Gran Puerta de Adad. La multitud era mucho menos numerosa… Nergalushezib se recostaba silencioso e indiferente en los barrotes de su jaula: sin duda le quedaba poco tiempo de vida y, por consiguiente, constituía un espectáculo mucho menos divertido. Apenas había amanecido cuando llegué y la impaciencia me consumía como las hormigas la carroña de un puerco.

«No vendrá —pensé—. No me ama. Comprenderá que no es prudente y no vendrá. Será mejor así».

Sin embargo yo no era tan altruista como para no resentirme de las amarguras de la vida. A la gris claridad del amanecer Nergalushezib y yo cruzamos nuestras miradas y era tan joven y tan necio que casi le envidié.

Y entonces llegó ella: sus piececitos aplastaron levemente la hierba aún húmeda y se disiparon las tinieblas de mi mente.

Aquella mañana sólo pudimos cruzar algunas palabras. Estábamos rodeados de gente y Asharhamat iba acompañada de sus servidores. Pero en su calidad de viuda del marsarru disponía de sus propios aposentos en el nuevo palacio real. Se hallaba bajo la protección de su suegra, la señora Tashmetumsharrat, que en su calidad de primera dama de palacio no estaba encerrada a cal y canto en el gineceo, aunque aquel espíritu torturado, una anciana ya olvidada por el rey y que había perdido a su primogénito, se había reducido voluntariamente a un confinamiento radical.

No era ninguna inconveniencia que visitase a mi amiga de la infancia en sus aposentos, en los que nunca nos encontrábamos solos. Allí podíamos considerarnos bastante a salvo siempre que no llegásemos más lejos y nos sentíamos dichosos. Ante la mirada triste y distraída de la señora Tashmetumsharrat nos sentábamos junto a la fuente del jardín, que nos recordaba el surtidor de nuestra infancia, y charlábamos y jugábamos con sus gatitos. Asharhamat era muy aficionada a poseer gatos bien cebados de pelaje largo y blanco y afiladas uñas, y a veces le llevaba alguna chuchería que adquiría para ella en los bazares.

—¿Qué es esto? —preguntaba, sonrientes los negros ojos, exponiéndolo a la luz del sol.

—Un broche para sujetarte el velo… Fíjate qué hábilmente se disimula la aguja. Procede de Tiro.

Ella se reía y palmoteaba mientras que yo intentaba abrirlo torpemente.

Cuando nos reuníamos en la intimidad de su jardín no llevaba velo, lo que me parecía una muestra de confianza.

—Pero ¿qué representan esas figuras? ¿Son realmente gatos?

—Sí, ¿ves? Éste es exactamente igual que Lamashtu.

—¡Oh, Tiglath…, no debes llamarla así!

—¿Por qué no? ¿Acaso no es el más temible de tus diablos? ¿No recuerdas el arañazo que me hizo la última vez que intenté cogerla de tu regazo?…

Jamás hablábamos de amor: me bastaba con verla de vez en cuando. Entonces creía —aún lo sigo creyendo— que no deseaba otra cosa. No experimentaba ningún tipo de apremio y había dejado de acudir al templo de Ishtar.

Y mientras Asharhamat y yo vivíamos nuestro inocente amor, el país de Assur se encontraba en guerra. Me sentía extrañamente dividido, o quizá no tan extrañamente, puesto que la guerra estimula el corazón de los hombres. Asharhamat era el hálito vital que respiraba, pero tan sólo ansiaba que llegase el momento de entrar en combate con los elamitas. Habían intensificado sumamente los entrenamientos y comprendía que cuando el próximo ejército marchase hacia el sur, yo lo acompañaría. Deseaba fervientemente entregarme a Asharhamat y ansiaba con no menos fervor alcanzar la gloria. El día en que recibí la orden decisiva fue uno de lo más dichosos de mi vida.

—¿Y yo? —se lamentó Asarhadón—. ¡Yo, superior a ti en todos los aspectos…, Asarhadón el poderoso, el valiente, será enviado a una guarnición del oeste!

—Han comprendido quién es el auténtico guerrero, hermano —dije, esquivando hábilmente la sandalia dirigida contra mi cabeza—. Te desacreditarías en seguida mojándote el taparrabo ante el primer elamita que apareciese a tu vista.

Aquello fue demasiado. Arremetió contra mí desde el extremo opuesto de la habitación embistiéndome como si fuese un toro. Cuando por fin consiguió inmovilizarme en el suelo, debajo de su cuerpo y nuestras risas fueron demasiado estrepitosas para permitirnos seguir luchando, se sintió más aplacado y juntos fuimos a la ciudad a celebrar mi gloria ante unas jarras de cerveza.

—Veo en todo esto la intervención de mi madre —dijo. Y aunque yo había bebido mucho comprendí que debía estar en lo cierto—. Es una auténtica bruja, que urde constantemente sus argucias como una araña. Si muero de gota a los cien años, se lo deberé a ella, a esa gata babilonia. ¡Por los sesenta grandes dioses! ¿Por qué me atormentará de este modo?

—Porque espera que llegues a ser un gran hombre y gobernar por tu mediación el país de Assur —repuse.

También yo estaba ebrio y en aquel momento me pareció una broma inocente.

Asarhadón asintió como si aquello ya se le hubiera ocurrido a él mismo y lo hubiese olvidado momentáneamente.

—No lo dudo en absoluto: es astuta como una zorra.

Y de este modo atravesamos el umbral de la virilidad.

Permitidme algunas palabras sobre la tierra y los habitantes de Elam, porque la historia que describo supera las limitaciones de mi propia existencia, y aunque actualmente su recuerdo haya quedado empañado incluso en los lugares donde fueron más temidos, se contó en otro tiempo entre las naciones más poderosas de la tierra. Acaso cuando yo haya muerto, tan sólo perduren estas pocas palabras en su memoria. Me parece cruel que los nombres de los seres humanos se extingan sin dejar huella, por lo que trataré de hacerlos persistir por más tiempo en la crónica de nuestros antiguos enemigos.

Elam, al igual que el país de Assur, estaba regada por las aguas del Tigris. Se encontraba a muchas jornadas de distancia aguas abajo y en dirección este de las orillas del río, frente a Babilonia. Era una nación rica y sus herederos siempre lo serán, puesto que las tierras se mantienen lodosas a través de los tiempos y santificadas por el Tigris, el Uqnu y el Idide, cuyas crecidas conservan su fertilidad.

Más allá de las llanuras están las montañas de las que se extrae cobre, plomo, estaño, plata, basalto, piedra, madera, hierro y caballos, todo aquello que los hombres de Assur se ven obligados a conseguir y que los elamitas obtienen por derecho natural.

Dicen que en verano aquel país se convierte en un horno, que si un perro se tendiese a la puerta de una casa al mediodía, al cabo de una hora habría enloquecido, y que las lagartijas no pueden cruzar la calle en Susa sin peligro de asarse vivas. Yo nunca alcancé sus fronteras más allá del río Turnat en el mes de Siwan, cuando el nivel de las aguas ya ha decrecido, antes de que llegue la estación en que el sol cae a plomo como un martillo, mas ya entonces la gente había excavado cámaras subterráneas donde trataban de encontrar algún alivio al terrible calor.

Entre los que se consideran elamitas existen tres razas: las llanuras están habitadas por hombres de cabellos negros y piel blanca que en nada se diferencian de los babilonios; en las montañas viven hombres de piel morena y elevada estatura, y los habitantes de las mesetas son de piel negra, aunque no se asemejan a los negros que he encontrado en Egipto, que proceden del lugar en que el Nilo tiene su origen. Pero todos los elamitas, sea cual fuere su color, son considerados por sus vecinos como seres brutales, sin sentido del humor, codiciosos, débiles e indignos. Según un proverbio sumerio, «los elamitas se sienten desdichados si sólo tienen una casa donde vivir». Los babilonios se refieren al Elam como un país de hechiceros, magos y toda clase de espíritus malignos. Por mi parte, sólo puedo decir que no son débiles: me he enfrentado con ellos en el campo de batalla y he podido comprobar que son valientes y temerarios.

Acerca de sus costumbres poco puedo explicar. Nunca dominé su idioma ni conocí a nadie que lo supiese porque es terriblemente complejo. Su escritura se basa claramente en los rasgos cuneiformes, aunque jamás conseguí leerlos, y daban fe en los documentos hundiendo las uñas en la blanca arcilla de las tablillas. La gente del pueblo adoraba a las serpientes, que abundan extraordinariamente en el campo, y a una diosa llamada Pinikir, cuya imagen representada en barro llevan colgada del cuello. Lo único que sé acerca de ella es que siempre aparece desnuda y sosteniéndose los grandes senos con las manos. Los sacerdotes disfrutan de gran influencia entre grandes y humildes por igual y van desnudos, incluso cuando siguen a los ejércitos en lucha, tal vez lo hacen así para honrar a su diosa.

Pero de todos los hechos más notables del país de Elam, el más relevante son las costumbres que rigen su casa real. Como todas las naciones civilizadas, está gobernada por un rey, mas el poder se halla dividido entre el monarca, su hermano mayor, conocido como el rey inferior, y el hijo del monarca, que gobierna Susa, la capital. Cuando el rey muere, no le sucede su hijo, sino su hermano, que a su vez no designa a su propio hijo como gobernador de Susa, pues respeta en el cargo al hijo de su hermano. Los hermanos se suceden unos a otros hasta que se agotan todos los candidatos y sólo entonces accede al trono el hijo del primogénito. Este sistema tiene la evidente desventaja de que un hermano menor es más proclive a sentirse celoso que un hijo y la historia de la familia real elamita está llena de acres enfrentamientos. Así fue como Hallutush-Inshushinak, que declaró la guerra al señor Sennaquerib, asumió el poder destronando a su hermano.

Para complicar aún más las cosas, existía la costumbre, que se remontaba a las épocas más antiguas, de que el monarca desposara a su propia hermana. Al fallecer el soberano su hermano se casaba con la viuda, que como es natural también era hermana suya, y la sucesión quedaba establecida por el orden de los hijos varones y no por la identidad de los padres. Esta practica incestuosa concede gran importancia a las mujeres de la casa real, lo cual constituye un infortunio para cualquier país, y al mismo tiempo, como podría atestiguar cualquier ganadero, debilita la vitalidad de la estirpe. Los hijos mueren jóvenes y sus lomos son estériles y, hasta donde alcanzan mis recuerdos, los reyes de Elam han enloquecido uno tras otro, sacudiendo sus miembros como un cañizo al viento. Elam es un país rico y su gente es valerosa y dotada de talento, pero una nación no puede prosperar cuando sus reyes rabian, se tambalean y lanzan espumarajos por la boca como perros enfermos. Por eso los elamitas constituyen una carga para las naciones vecinas, que los odian.

Mas en lo que a mí respecta apenas los consideraba seres humanos, sino simplemente enemigos de Assur: objetos idóneos en quienes descargar mi crueldad y mi valor, porque no me cabía duda alguna de que sería un guerrero terrible. Empleaba el dinero que Kefalos me daba para mis gastos personales en espejos pulidos de bronce y en objetos tallados de marfil con los que obsequiaba a Asharhamat, pero cuando me enfrentara a los elamitas me convertiría en un espíritu destructor.

De este modo transcurrió un año sin apenas darnos cuenta y en breve llegó el momento de emprender la campaña estival. Por una parte recuerdo el campamento y los frenéticos preparativos de última hora y, por otra, a Asharhamat. Aparte eso, de aquella época tan sólo persiste en mi memoria un encuentro fortuito cuyo significado tardé muchos años en comprender.

Una semana antes de partir, al concluir la instrucción militar y mientras aguardaba a la sombra de un cañizo a que me llegase el turno de entrar en el baño de vapor para asearme antes de cenar, Tabshar Sin acudió a verme y se puso en cuclillas a mi lado con expresión sombría y reconcentrada.

—Partirás a la guerra formando parte del quradu —comenzó removiéndose inquieto como si aquella conversación le resultase desagradable—. El quradu suele sufrir muchas pérdidas, porque lucha en vanguardia protegiendo al propio soberano. Por añadidura eres osado e inexperto, lo que constituye una combinación peligrosa. Es conveniente sentir algún temor, príncipe. No tengo nada que objetar acerca de tu valor, porque el valor es la principal virtud de un soldado, pero preferiría que manifestases más respeto hacia los horrores de la muerte. Recuerda que pronto conducirás a los hombres a la guerra y que tendrás que pensar tanto en salvaguardar sus vidas como la tuya propia. Pero no es eso lo que quería decirte.

Permanecí en silencio, sin responderle, porque Tabshar Sin era un hombre serio y un valiente soldado merecedor de todo respeto. Si sobrevivía a la primera acometida del combate, sabía que sería un milagro que le debería a él.

—Príncipe, es conveniente que un soldado ponga sus asuntos en orden antes de emprender una campaña. Me consta que ese perezoso jonio te ha enriquecido y que tu madre se halla recluida en el gineceo. Te aconsejo que acudas a la Casa de las Tablillas y hagas testamento.

Cuando se alejó me pareció sentir un batir de alas sobre mi cabeza, como si Ereshkigal, diosa del Arallu, estuviese revoloteando, dispuesta a abalanzarse sobre mí y quitarme la vida.

De modo que al día siguiente me dispuse a seguir sus instrucciones acompañado de Asarhadón, que actuaría como testigo. El aire era húmedo y transmitía el olor de los bancos del río cuando las aguas han reducido sus niveles. Pasamos una tras otra por distintas dependencias de reducidas dimensiones cuyas paredes estaban llenas de estanterías atestadas de diminutas tablillas, lo que me recordó cuan cerca había estado de permanecer el resto de mis días en aquel lugar. Aquel pensamiento me hizo estremecer. Por fin llegamos a una pieza algo mayor, como una aula escolar, en la que, sentado ante un escritorio, con las palmas de las manos manchadas tras largos años de manipular el barro húmedo, se hallaba sentado un escriba ataviado con una túnica blanca de hilo. Era un hombre joven, acaso de nuestra misma edad, y cuyo rostro siempre sería imberbe. Sus ojos eran negros y expresaban un odio contenido, como si nos creyese responsables de cuanto pudiera ensombrecer su existencia. Asarhadón y yo nos sentamos en un banco frente a él y durante unos instantes nos estuvimos mirando sin cambiar palabra.

—¿En qué puedo servirte, Tiglath Assur? —preguntó por fin el escriba con su aflautada voz de eunuco.

—¿Sabes quién soy? —pregunté—. ¿Acaso nos conocemos?

—No habéis cambiado mucho ni tú ni Asarhadón. Tal vez el problema consista en que soy yo el que apenas ha cambiado.

Aquello era una invitación para que le observásemos más detenidamente. Pero en breve resolvimos el enigma. ¡Naturalmente! Me pregunté cómo no lo había advertido antes.

—¡Nabusharusur! ¿Eres tú realmente?

Me incorporé dispuesto a abrazarle, pero el joven permaneció imperturbable en su asiento. Parecía menos satisfecho que yo de nuestro encuentro y no apartaba de mi rostro sus ojos negros cargados de odio.

—Sí —repuso cruzando las manos en su regazo—. Es evidente que vosotros habéis logrado realizar vuestros deseos, mientras que yo… Ya veis en qué me he convertido —concluyó encogiendo sus frágiles hombros.

Era un gesto casi femenino, característico de aquel que sabe que se ha convertido en objeto de menosprecio inmerecida e involuntariamente. Por unos momentos se quedó abstraído, como si abrumado por su inocente infortunio hubiese olvidado nuestra existencia. Luego se recuperó bruscamente y fijó su mirada en mi hermano. Comprendí inmediatamente la razón: Asarhadón estaba sonriendo.

—He venido a registrar mi testamento —intervine apresuradamente porque mi hermano, en ocasiones, podía llegar a comportarse con absoluta brutalidad.

Gustosamente le hubiese propinado un puntapié, pero aquella señal no hubiese pasado inadvertida para Nabusharusur.

—Ya sabes…, la guerra… Esta semana partiré hacia el sur.

—Sí —intervino Asarhadón sin dejar de sonreír, como si aquella situación le encantase—. Por lo menos es un riesgo que no tendrás que afrontar, Nabusharusur.

Asarhadón y Nabusharusur, ambos hermanos míos de sangre real, cruzaron una mirada que me reveló mucho más acerca de ellos de lo que hubiera deseado conocer.

—Sí, Asarhadón —repuso Nabusharusur casi mordiendo las palabras—. Son muchos los peligros que acechan en este mundo a los imprudentes.

Cuando se reside en un cuartel, donde los hombres están amontonados y viven entre violencia, no puede menos que adquirir un profundo conocimiento de todos los matices de la irritación y el odio. Yo había presenciado enfrentamientos por una jarra de cerveza o por las ganancias de una partida de dados, en que los contendientes hubieran llegado a matarse si sus compañeros no los hubiesen separado a tiempo. En una ocasión fui testigo de cómo un soldado de infantería de Edón le sacó un ojo a otro soldado con sus propias manos, y todo ello de resultas de un exceso de sol y una copa de agua vertida. Pero jamás había visto tal expresión de odio contenido como la reflejada en el rostro de Nabusharusur. En ningún momento llegó a alterar su paciente y desdeñosa calma, mas no por eso pareció menos fulminante. No expresaba una furia momentánea que se olvida antes de cenar o quizá se lamenta durante toda la jornada: era un odio que parecía que iba a prolongarse hasta el último hálito de su existencia.

Y seguidamente, como si quisiera demostrar que estaba acostumbrado a semejantes insultos y que no les concedía importancia, Nabusharusur se volvió hacia mí y se expresó en un tono tan uniforme como la superficie de un charco tras una tormenta.

—¿Cómo deseas disponer de tus propiedades, Tiglath?

Se aproximaba la hora. Un día antes de que el ejército emprendiera la marcha, me vestí mi nuevo uniforme verde, a la sazón era ya un rab kisir, aunque debo confesar que ello se debía más a mi parentesco con el rey que por méritos propios, y acudí a reunirme por última vez con Asharhamat, que, como de costumbre, me recibió en su jardín.

La encontré sentada en el borde de la fuente. Al verme llegar alzó los ojos y me miró. Durante todos los meses que había ido a visitarla era la primera vez que la veía llorando.

—¿Qué sucede? —inquirí.

Era una pregunta necia cuya respuesta, ya conocida, anhelaba desesperadamente escuchar. Me senté a su lado y cogí atrevidamente su mano entre las mías, que ella no retiró.

—Explícame por qué te sientes desdichada, Asharhamat.

—¿Qué será de mí si mueres, Tiglath?

Con sólo fijar mis ojos en los suyos llenos de lágrimas comprendí lo que quería decir. Me estaba revelando que el tiempo de la infancia había quedado atrás y que yo era el hombre que amaba.

—Me pregunto qué será de ti si sigo viviendo.

Dirigimos nuestras miradas al otro extremo del jardín, hacia un lugar sombreado donde Tashmetum-sharrat, tendida en un canapé de mimbre, fijaba sus ojos en un punto indefinido mientras una de sus doncellas la abanicaba.

—No quiero ser la esposa de su hijo —murmuró Asharhamat con voz glacial—. Soy viuda: en breve me hallaré en condiciones de dirigir las propiedades de Assurnadinshum y entonces seré libre. Nadie podrá obligarme a contraer matrimonio con Arad Ninlil, cuya sola presencia me produce escalofríos, como si me encontrase ante una serpiente. ¡Puedo escoger a mi gusto y te escojo a ti!

Sonreí. En parte por su confianza aún infantil de conseguir cuanto le agradase —me refiero únicamente a su facultad de elección, porque no era una criatura sino una mujer que sería capaz de enfrentarse a cualquier espantoso destino por voluntad propia— y, por otra, porque oyendo tales palabras un hombre no podía menos que sentirse dichoso. Aunque sabía que aquello era imposible, le sonreí.

—Somos los servidores del rey —dije. Y jamás había sentido tan intensamente la realidad de aquellas palabras como en aquellos momentos—. Tu simtu consiste en ser madre de reyes. No puedes evitarlo, al igual que yo tampoco puedo aspirar a ceñir la corona. Te casarás con aquel que ordene el rey mi padre, como yo le sigo ahora en la batalla.

—Repentinamente demuestras mucha nobleza, Tiglath. Creo que te prefería cuando eras más desvergonzado.

Apartó sus manos de las mías. El llanto ya se había secado en sus mejillas y, cuando la miré, descubrí a un ser distinto: la mujer había perdido toda su ternura infantil y sus labios fruncidos reflejaban una voluntad tan firme como el pedernal.

—Esta guerra se prolongará —prosiguió en voz baja como si sostuviera un monólogo—, y en ella pueden morir algunos hijos del rey. En una ocasión me dijiste que tenías un sedu… ¿O acaso sólo era otra prueba de tu desvergüenza?

—Tal vez no fuese más que la fantasía de un viejo loco.

—¡Procura regresar vivo de la guerra, Tiglath!

Y me sonrió de un modo hasta entonces desconocido.

—Ésos son mis propósitos…

—Estoy segura de que volverás —repuso. Y en esta ocasión fue ella quien me cogió la mano—. No era un viejo loco… Creo en tu sedu, Tiglath. Gánate el favor real, como posees el del dios…, y el mío. Yo no me casaré con Arad Ninlil y, si debo ser madre de reyes, tú serás su padre.

Cuando regresé al cuartel descubrí que me aguardaba una visita: Kefalos esperaba sentado en un escabel ante mi puerta, con aspecto importante y aire impaciente, mientras el pequeño Ernos sostenía un abanico de plumas de avestruz sobre su cabeza para protegerle del sol.

En cuanto me vio se puso en pie y tuve que esforzarme para evitar que se arrojase al suelo y se abrazase a mis rodillas.

—¡Señor, ven…, pasemos al interior y nos libraremos de este calor!

El muchacho le entregó una gran bolsa de cuero y una jarra de arcilla y se despidió de él.

—Como verás —añadió—, he traído un excelente vino del Líbano para refrescarnos.

—Entremos entonces —dije pasándole la mano por el hombro y abriendo la puerta—. Tu presencia siempre es bien recibida, Kefalos, amigo mío, aunque no esté acompañada de tan excelente vino.

Me alegraba sinceramente verlo porque me proponía visitarle en su casa aquella misma noche y me había evitado esa molestia. Tomé dos copas de cristal azul de una estantería que estaba bajo la única ventana de la habitación y, mientras mi esclavo se acomodaba en mi jergón que estaba enrollado en el suelo, yo abrí el sello de la jarra y llené las copas hasta el borde.

Kefalos estaba más imponente que nunca. Su prosperidad se reflejaba en su robusto aspecto. Su rizada barba, que en los últimos años había alcanzado vastas proporciones, estaba cuidadosamente peinada y perfumada con aceite de granada y lucía tantos anillos y pulseras como la ramera más cara de Nínive. Vestía una túnica de paño azul recamada con hilos de plata como los propios nobles de la corte y ricamente bordada en amarillo y verde y se cubría la cabeza con un turbante ceñido con un broche de plata de las proporciones de un escudo de combate. Viéndole de tal guisa, nadie hubiese creído que se trataba del esclavo de un soldado.

Cuando el vino alegró nuestros corazones y Kefalos me hubo narrado distintas anécdotas relativas a sus múltiples éxitos profesionales —que consistían en un simple pretexto para despojar a mujeres necias y egoístas—, cogió la bolsa de cuero que tenía en las rodillas y aflojó sus ligaduras.

—Te traigo algunos presentes, señor. Como también yo he sido guerrero y me consta que eres un joven irreflexivo y poco previsor, he considerado oportuno facilitarte algunos artículos para esa insensata campaña. No protestes, mi joven amo… Todas las guerras son insensatas y tan sólo enriquecen a buitres y chacales. Pero puesto que has decidido emprender ese camino…

Extrajo del interior dos tarros pequeños esmaltados en verde y rojo respectivamente sellados con arcilla.

—Éste —dijo sosteniendo el recipiente verde en la mano izquierda— contiene un ungüento de gran utilidad para el tratamiento de toda clase de heridas, pero debes asegurarte de que lo utilizas inmediatamente para que no lleguen a ulcerarse.

Levantó el otro tarro entre el pulgar y el índice como si lo estuviera sopesando.

—Y éste contiene un remedio soberano contra las infecciones transmitidas por las mujeres impuras. Piensa, señor, que cuando los soldados marchan a tierras extrañas…

—Gracias, amigo mío —repuse, volviendo a llenar su copa porque si me hubiera visto obligado a mirarle abiertamente hubiese estallado en carcajadas y no deseaba ofenderlo.

Kefalos creía que todos los hombres eran tan viciosos como él, pero era un hombre honrado y por el que yo sentía gran afecto.

—También yo tengo un regalo para ti —le dije.

Me levanté y fui hacia mi macuto, del que extraje un trozo de pergamino cuidadosamente doblado. Volví a sentarme, lo deposité ante Kefalos y lo desdoblé.

—He hecho testamento —proseguí—. En caso de que no regresara de esta guerra, todo cuanto poseo, el dinero que has ganado para mí ejerciendo tu profesión, desearía que fuese a parar a manos de mi madre y, en tu calidad de amigo, te agradecería que cuides de que así se haga.

—Tus deseos serán cumplidos, señor, pero te entregas a pensamientos muy sombríos. Lo haría sin ninguna dilación…

—Poseo otra propiedad, que eres tú. —Se disponía a dar muestras de sumisión poniendo la manos y la frente en mis rodillas, pero se lo impedí con un ademán—. No sé qué podría sucederte si yo muriese, por lo que te cuento entre mis herederos. Si sucumbo en el sur, víctima de mi destino, esta tablilla, de la que existe copia en los archivos reales, dará fe de que has alcanzado tu libertad.

En aquel momento no pude impedir que se arrojase al suelo, cubriéndose el rostro con los brazos y asiéndose a mis pies mientras lloraba a mares… Y también yo lloré. Supongo que ambos estábamos algo bebidos, porque es bien sabido cuan fuertes son los vinos del Líbano.

—Como sabes, señor, nací libre —dijo cuando hubo recobrado su compostura—. Y estoy seguro de que antes de morir volveré a serlo. Mas no quisiera obtener la libertad a costa de tu vida. Regresa de la guerra por lo menos en las mismas condiciones en que estás ahora y huye de esas sucias rameras del sur.

Finalmente, cuando se hubo levantado y ya se disponía a partir, me puso la mano en el hombro.

—Y cuando hayas utilizado el contenido de estos tarros no se te ocurra tirarlos.

La puerta se cerró tras él. Apuré los restos del vino y me quedé pensativo, preguntándome qué significaban sus palabras. Por último cogí uno de los tarros y me sorprendió advertir su peso. Con la punta de la espada arañé ligeramente el esmalte de la base de uno de ellos. Él metal que apareció debajo era dorado como la miel y tan dúctil como la cera.

—Es de oro macizo —susurré sopesándolos. Calculé que, prescindiendo de su contenido, debían de pesar unos setenta siclos—. ¡Kefalos, bribón, te deseo una larga vida!