III

Aquella noche no sé cómo encontré el camino de regreso al cuartel real. Recuerdo que me tendí en el lecho creyendo que iba a morir de tristeza, que me ahogaba en llanto y me ardía la garganta. No era más que un chiquillo y nada hiere más profundamente que las penas de la infancia.

El encuentro con mi madre me hirió más intensamente de lo que ella podía imaginar porque me hizo revivir el intenso dolor de haberla perdido. Durante muchos días tales fueron mis sentimientos. Mientras brillaba el sol realizaba mis tareas, me esforzaba por aprender las artes marciales y nadie advertía diferencia alguna en mí, pero al llegar la noche me sentía abrumado por el pesar. Sólo mi hermano era testigo de mis pesares y Asarhadón no decía nada, cosa que le agradecí profundamente.

Hasta que por fin el tormento remitió, inspirándome un talante taciturno que no me abandonaba, pero que me permitía pensar en otras cosas. Aunque me sentía desdichado, no había perdido el interés por la vida. En tal estado me encontraba cuando Kefalos acudió un día a visitarme.

Yo había asegurado a Tabshar Sin que no necesitaba ningún servidor y le había dicho la verdad. No era más que un muchacho, poseía escasas pertenencias, en el cuartel real tenía cubiertas mis necesidades básicas de alimento e indumentaria, contaba con un lugar donde cobijarme y pasaba la mayor parte del tiempo instruyéndome militarmente. Kefalos me enseñó cuanto me faltaba por conocer del alfabeto griego, pero aprendí rápidamente y, en cualquier caso, no disponía de lecturas para ejercitar aquella lengua. Por lo demás, mi esclavo pasaba los días haraganeando por la plaza de armas, ociosa e inútilmente. Y, aunque nunca había sido muy activo, con el tiempo incluso también él comenzó a sentirse descontento.

—Señor —me dijo por fin un día desde la puerta de mi habitación—, según tengo entendido en este país a veces se permite a los esclavos salir a buscar ocupación en la ciudad para enriquecerse ellos y sus amos. ¿Es cierto que existe esa costumbre?

Yo estaba sentado en mi jergón quitándome las espinilleras y alcé la mirada para verle. Anochecía, había pasado una jornada agotadora y me sentía fatigado y hambriento, pero no estaba de mal humor: dentro de un cuarto de hora habría tomado un relajante baño de vapor y estaría aseado y dispuesto para cenar. De modo que le escuchaba como podría estar oyendo los afables gruñidos de un perro del campamento, sin prestarle demasiada atención ni interés, pero de buen talante.

—Sí, naturalmente, Kefalos, existe esa costumbre.

—Entonces me preguntaba…

—¿Qué?

Exhibió los dientes en nerviosa sonrisa, como dando por supuesto un tácito entendimiento de las dificultades en que podía encontrarse, cosa a la que ya estaba acostumbrado.

—Señor, como sabes, aquí soy de poca utilidad. Y el ambiente cuartelario no me resulta muy agradable. Me pregunto si podrías concederme tu autorización para que reanudase mi antigua profesión.

—¿Y cuál es tu profesión?

Kefalos intensificó su sonrisa comprendiendo que le estaba hostigando.

—Con tu permiso, joven amo, quisiera establecerme como médico.

Lancé por los aires mis sandalias y él se agachó a recogerlas del suelo, estrechándolas contra su pecho como si se propusiera obligarme a recuperarlas.

—Señor, debes comprender que yo…

—¿Conoces el código penal, Kefalos? ¿Te has enterado de cómo castiga el rey a un médico que demuestre negligencia o sea inepto? Si dejases tuerto a un hombre, el rey enviaría un soldado a tu casa para que te arrancase un ojo con la punta de su daga. Por añadidura tengo entendido que cuando fuiste capturado aún no habías completado tu aprendizaje. ¿Me equivoco?

—Señor, eres joven…, permite que te explique algo —dijo arrodillándose a mi lado y depositando las sandalias junto a mi jergón—. Debes saber que los médicos no se enriquecen cuidando enfermos…

El programa que Kefalos me esbozó a grandes rasgos era totalmente inocuo.

—Verás, joven señor. Tú no conoces nada del mundo: poseo algo más importante que la ciencia… Cuento con el prestigio que emana de ilustres patronos. Soy esclavo de un príncipe real y he sido médico de una de las esposas del propio turtanu. Con semejantes credenciales los pacientes ricos se agolparán a mis puertas, aunque sólo sea por permitirse el placer de decir: «Nuestro médico es el inteligente jonio Kefalos, que trata a la propia familia real», y entre ellos únicamente admitiré a aquellas mujeres que no tienen otra preocupación que sus dolencias imaginarias y que te aseguro que en ninguna ciudad escasean. A los demás, aquellos que estén verdaderamente enfermos, los enviaré a mis colegas asirios, para que no sientan resquemor. De ese modo lograremos enriquecernos en el espacio de un año.

Siguió mirándome con aire especulativo, ladeando la cabeza como si estuviera considerando alguna cuestión importante.

—Porque, como es natural, señor, repartiré honradamente contigo mis beneficios. Comprendo el orden natural de las cosas y tú tienes derecho a recobrar una parte razonable de tu inversión. ¿Qué te parece la cuarta parte? Mi señor es soldado e hijo del rey, por lo que sus necesidades futuras nunca serán tan apremiantes como las mías… ¿Hace un tercio?

—Un médico necesita disponer de cierto efectivo para instalarse, Kefalos. Aunque sea un muchacho lo comprendo perfectamente. Te hará falta una casa, instrumental y medicamentos, y yo no puedo darte ni facilitarte esos medios económicos, pese a ser un príncipe real. ¿Cómo piensas obtenerlos?

Se mordió el labio inferior y al punto comprendí que había algo más que se resistía a confesarme. Empuñé mi espada y apoyé la punta en su cuello.

—¡Kefalos!

—Señor, no debes preocuparte por tan sórdidos detalles. ¡Déjalo a mi cuidado!

—¡Has vuelto a jugar a dados con los soldados! ¿Cuánto les has robado en esta ocasión? ¡Dime la verdad!

—Señor, yo… Bien: lo cierto es que me ha sonreído la fortuna últimamente y…

—Y, por consiguiente, alguien ha prometido una vez arrancarte los intestinos y colgarte de ellos, ¿no es eso?

—A fuer de sincero, señor, sería conveniente que pudiera desaparecer de aquí durante algún tiempo…, ¿comprendes? ¿Quedamos entonces a partes iguales?

Aquella misma noche Kefalos recogió sus pertenencias y marchó en dirección a la ciudad.

Cuando volví a verle diez días después, apenas podía creer que se tratase de la misma persona, tan lujoso era su atavío. Vestía una túnica de excelente paño bordada en azul, amarillo y rojo y se había transformado extraordinariamente. Además, era dueño de una casa y de un criado y me entregó doce siclos de plata por mi participación en sus primeros honorarios.

—Es mucho mejor de lo que había imaginado, señor. El hecho de ser extranjero representa una gran ventaja porque facilita el aliciente de la novedad. A las mujeres las encantan las novedades en todos los aspectos, y la ciencia de lejanos países es altamente valorada entre las clases mercantiles. Nos aguarda una gran prosperidad. He obtenido un éxito sorprendente con ciertos afrodisíacos cuya fórmula cayó por casualidad en mis manos en Alepo. La he vendido en cuanto he logrado prepararla, aunque no puedo menos que sentir cierta compasión hacia los pobres esposos, si es a ellos a quienes va destinada, porque tiene un sabor y olor espantosos que persiste largas horas en la lengua.

Confié a Kefalos mi participación en sus beneficios para que hiciese alguna inversión. Contaba con dos buenas razones para ello: por una parte no necesitaba inmediatamente aquel dinero y, por otra, cada vez crecía más mi admiración hacia la astucia de mi esclavo. Intuía que realmente podía enriquecernos, y en lo más recóndito de mi mente abrigaba la esperanza de rescatar a mi madre del gineceo, aunque ya entonces comprendía que era una idea absurda, puesto que el rey mi padre no comerciaba con seres humanos como un traficante de esclavos, y en cualquier caso no le impresionaría con un puñado de siclos de plata. Pero me inspiraba cierta confianza, por lo menos me parecía estar haciendo algo para combatir mi soledad y la furia que sentía.

Y la vida transcurría monótona en el cuartel. Tabshar Sin estaba muy satisfecho de mí, que crecía y me robustecía por momentos. Era casi un hombre, como había dicho mi madre, y casi un soldado. Y podía confiar mis sentimientos a Asarhadón, que apenas los comprendía, pero que era mi amigo.

—Te preocupas demasiado —decía utilizando la punta de la espada para abrir otra jarra de cerveza porque había llegado a gustarle tanto como pelear.

Y se recostaba en su jergón con los ojos semientornados, amodorrado y satisfecho.

—Mi madre también se encuentra en el gineceo y confío que siga allí eternamente. ¡Por los sesenta grandes dioses, prefiero enfrentarme a mil medas con una rústica podadera que convivir con ella bajo el mismo techo!

Y sonreía muy complacido consigo mismo. Mi hermano siempre había tenido una cualidad innata para considerar la vida como una sólida, simple y personal realidad, cual si por voluntad propia las necesidades y deseos de un hombre pudieran ser transformados en leyes de la naturaleza.

—Las madres son peores que todos los diablos de los lugares más infernales de la tierra —prosiguió moviendo su jarra en el aire con un amplio ademán para indicar el carácter cósmico de aquella nueva filosofía personal—. Si hubieses tenido una madre como la mía, sabrías apreciar la felicidad que aquí se disfruta.

Poco tiempo después, en el mes de Ab que abrasa como un horno, un día me encontraba en cuclillas junto a la puerta del cuartel —era el instante más tórrido del día, en que tanto hombres como bestias sólo buscan la sombra y la quietud—. Estaba absorbido en la reparación de una correa de mi sandalia, cuando un muchacho de unos siete u ocho años se presentó ante mí y con una profunda inclinación preguntó si «tenía el honor de dirigirse al señor Tiglath Assur». Era delicado y lindo como una muchacha, tenía grandes ojos castaños y largas pestañas. Ante mi respuesta afirmativa, volvió a inclinarse y me entregó un trozo de pergamino doblado en cuyo interior aparecía un mensaje escrito en griego, por lo que no tuve dificultad alguna en adivinar quién sería el remitente. Al parecer el muchacho tenía instrucciones de aguardar mi respuesta porque permaneció expectante, mientras que yo me enteraba de su contenido: «Tu humilde esclavo, el médico Kefalos de Naxos, suplica al augusto príncipe Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib, Rey de Reyes y de Asiria, que le conceda el honor de acompañarle a su sencilla mesa esta noche, en su domicilio de la Puerta de Adad. Asimismo se consideraría altamente distinguido si el príncipe Asarhadón compartiese esta invitación».

—Puedes responder al médico Kefalos que nos gustaría mucho aceptar —dije al muchacho—, pero que somos simples soldados y debemos pedir autorización para ello.

El niño se inclinó por tercera vez, aún más profundamente si era posible, y se retiró.

No me molesté en consultar a Asarhadón, puesto que me constaba que aprovecharía como un chacal hambriento cualquier oportunidad que se le presentase de huir del cuartel por una noche, de modo que acudí directamente a Tabshar Sin, que también se protegía del bochorno estival tendido en su jergón, mojándose el rostro y la barba con un trapo que sumergía de vez en cuando en una tinaja de arcilla. Como buen veterano, hacía tiempo que había aprendido a aprovechar las horas de descanso. Frunció el entrecejo irritado al verme asomar por la puerta.

—¿Qué deseas, príncipe? —preguntó en un tono que significaba que podía irme al Arallu, el Hades griego.

—Deseo que me concedas permiso para salir esta noche, rab kisir: me han invitado a cenar.

Le mostré el pergamino, pero apenas le concedió una mirada, dejándolo caer inmediatamente en el suelo.

—Por lo que veo se trata de ese afeminado esclavo tuyo, jugador de dados. De modo que ahora envía invitaciones, ¿verdad? Dicen que ha prosperado mucho.

—Pero ¿puedo ir, rab kisir?

—¿Tienes el equipo preparado para las maniobras de mañana?

—Sí, rab kisir.

—Entonces te concedo permiso. Espero que te sirvan algo mejor que el rancho del cuartel.

—¿Puede acompañarme Asarhadón?

Tabshar Sin ladeó ligeramente la cabeza hacia mí, como deseando subrayar su sorpresa.

—Bien, de acuerdo, pero cuida que no beba demasiado. Y regresad en seguida, en cuanto concluya la cena. Aunque seáis príncipes reales, en estas fechas Nínive está llena de extranjeros.

Comenzaban a caer las sombras cuando Asarhadón y yo emprendimos la marcha hacia lo que nos parecía una gloriosa aventura. El campamento y el palacio habían sido hasta entonces nuestro mundo, y la gran ciudad de Nínive, donde había transcurrido toda nuestra vida, nos era tan desconocida como los desiertos de Judá.

—Vuelve a leérmelo.

Saqué de mi zurrón una vez más el pedazo de pergamino y, ante el divertido asombro de Asarhadón, le traduje su contenido en acadio.

—¿Por qué llama a nuestro padre «rey de Asiria»? ¿Qué lugar es la tal Asiria?

—Los jonios no tienen iguales sonidos en su lengua, por lo que la palabra sufre tal transformación. Es simplemente su modo de expresar «el país de Assur».

—Tu esclavo es un tipo divertido, Tiglath. «¡Asiria!». ¡Por los dioses que es divertido!

El palacio y las dependencias a él anejas se levantaban sobre una enorme plataforma de ladrillos y, por consiguiente, se elevaban varios codos por encima de los edificios de la ciudad. Nos vimos obligados a descender un largo tramo de escaleras hasta llegar a las calles, como si bajásemos de una montaña a una selva. De pronto nos encontramos rodeados por una ruidosa y abigarrada multitud. Las gentes se empujaban abriéndose paso a codazos entre los gritos de los vendedores y efluvios de carne, sudor y basuras corrompidas. Posteriormente he estado en ciudades muy grandes, pero ninguna persiste en mi memoria como Nínive.

Me sorprendió encontrar mujeres por las calles, procedentes dé muy distintos países y vestidas con vivos colores: verde, azul, amarillo e incluso rojo, que las mujeres de Asia sólo visten en señal de duelo, y que se cubrían con velos de modo que sólo mostraban sus grandes ojos negros. Algunas ni siquiera ocultaban sus rostros, lo que evidenciaba su calidad de concubinas y, otras, ni siquiera se tapaban los cabellos.

Los hombres se expresaban principalmente en arameo, más que en acadio, y muchas veces no pude discernir el lenguaje que utilizaban. Reconocí a algunos hititas o hebreos por las ropas que vestían, y a los egipcios porque llevaban túnicas con pliegues y los rostros afeitados.

Pasamos junto a tres hombres sentados en cuclillas sobre el pavimento que bebían cerveza en un recipiente comunitario, sorbiéndolo con unas pajas, porque entre la gente vulgar no se acostumbraba filtrar las cáscaras, algo en lo que yo no había reparado hasta aquel momento. Advertí que a uno de aquellos individuos le faltaba la punta de la nariz, sin duda como castigo por haber cometido delito de perjurio.

Asarhadón insistió en que nos detuviéramos en un tenderete donde una anciana que mostraba el rostro descubierto y lucía una serie de tatuajes ondulados en la nariz y en la mejilla izquierda vendía frutas conservadas en azúcar. La mercancía estaba llena de moscas, pero Asarhadón insistió en que comprásemos algunas. Pagamos por ellas dos monedas de medio siclo de cobre, casi todo el dinero que teníamos, y resultó una mala adquisición. En cuanto mordimos la fruta atravesando el azúcar que la envolvía, nos llegó un olor espantoso porque el corazón estaba podrido y nos vimos obligados a arrojarlas al arroyo.

De vez en cuando llegaban a nuestros oídos fragmentos musicales y estridentes risas femeninas. Los edificios de amarillento adobe tenían sus puertas abiertas invitándonos a pasar. En las calles, extranjeros y ciudadanos por igual se apartaban para cedernos el paso y nos miraban con curiosidad porque vestíamos el uniforme del cuartel real. Aunque fuésemos unos muchachos, nadie se hubiera atrevido a levantar la mano contra nosotros.

A diferencia de otros lugares que he visitado, no se veían pordioseros por las calles porque el rey castigaba la mendicidad. Nínive es una ciudad rica y todo aquel que lo desea encuentra trabajo en ella. A un insolvente siempre le queda el recurso de venderse como esclavo, lo que se consideraba más honorable que practicar la mendicidad, puesto que de ese modo puede conseguir su manumisión, mientras que mendigar envilece el espíritu.

Por fin, tras indagar varias veces la dirección, logramos encontrar el camino que conducía a la puerta de Adad. Se hallaba en un distrito que ofrece constantes tributos al dios patrón de la guerra y las tormentas, al que apodan «atronador» porque por doquier se oye repicar el martillo sobre el yunque y el calor de los hornos crea una atmósfera bochornosa. Los hombres que por allí deambulaban llevaban el torso desnudo y exhibían las cicatrices de antiguas quemaduras. Preguntamos dónde se encontraba la casa del médico Kefalos y nos indicaron que tomásemos una calle algo más ancha que las demás. Cuando llegamos a su puerta dejamos de oír el repiqueteo de los martillos.

Kefalos, que sin duda había apostado espías para que le advirtiesen de nuestra llegada, acudió a recibirnos magníficamente ataviado con una túnica de rico paño azul con espléndidos bordados de color dorado. Se había dejado crecer la barba, tostada como el barro del Tigris y que enaltecía la dignidad de su porte. Se arrodilló ante nosotros y me besó los pies.

—¡Joven amo, bien venido, mil veces bien venido al hogar de tu esclavo Kefalos! ¡Y tú, príncipe Asarhadón, sé también bien recibido como hermano real de mi amo y por derecho propio! La emoción me deja sin palabras…

—Es evidente que no has enmudecido, Kefalos. ¡Vamos: levántate, honorable médico, no vayas a ensuciarte las ropas!

Tales consideraciones parecieron resultar efectivas y por fin conseguimos que se levantase del suelo y concluyese sus efusivas salutaciones en el interior de la casa.

Brillaba su rostro ungido en aceites y cuanto le rodeaba irradiaba sensación de prosperidad. En el interior, los suelos estaban cubiertos de alfombras, y de los cofres abiertos que se apoyaban contra las paredes asomaban tejidos de vivos colores y espléndidos bordados. Antes de sentarnos a su mesa llegó a nuestro olfato el aroma de un guiso de cordero deliciosamente aderezado: era a todas luces evidente que mi esclavo se había enriquecido.

—Según nuestro acuerdo, la mitad de todo esto te pertenece, señor —dijo Kefalos con un amplio ademán que arrancó brillantes destellos a sus enjoyados dedos bajo el resplandor de la lámpara—. También he invertido importantes sumas en el comercio arameo, con la mayor prudencia naturalmente, porque me preocupa el bienestar de mi amo. Y dentro de un año, cuando regresen las caravanas del mar del norte, habremos obtenido saneados beneficios. ¡Ven aquí, mi dulce niño!

Kefalos se dirigía al pequeño que me había transmitido aquella mañana su invitación. Éste se sentó tan próximo a su amo que sus cuerpos se rozaron y Kefalos le rodeó los hombros con el brazo, como si hiciese tiempo que mantuviesen una gran intimidad. Asarhadón y yo cruzamos una rápida mirada en silencio y Kefalos siguió hablando, al parecer muy satisfecho de sus costumbres domésticas. Nos expresó sus teorías sobre comercio de tal modo que hubiese convencido a cualquiera de que era un mercader nato. Mientras hablaba bebía copiosamente y cada vez acariciaba con mayor descaro al pequeño esclavo, que aceptaba su contacto con naturalidad, como un niño que se encontrase en el regazo materno. La situación rozaba ya la indecencia cuando apareció una mujer pequeña y regordeta, cuyo rostro vulgar y moreno denunciaba su origen frigio, y que llevaba brazaletes de oro en las muñecas y tobillos, que nos sirvió el primer plato y, al salir de la habitación, recogió al chiquillo en sus brazos con la suavidad de un barquero que transportara su carga. Kefalos la observó con sonrisa indulgente y lujuriosa.

—Son madre e hijo —comentó cuando ella hubo regresado a la cocina—. Llegaron al país hace dos años. El niño es aún pequeño, y Filina, aunque dulce como un higo, es una criatura muy primaria y apenas sabe expresarse en acadio. Comprende el griego bastante bien, pero ¿quién conoce mi idioma en esta parte del mundo? Me avergüenza confesar por qué escasa cantidad adquirí a ambos. El niño se llama Érnos. ¡Catad estas algarrobas almibaradas que no me avergonzaría servir al propio rey vuestro padre, jóvenes señores! Filina es una joya preparando estas exquisiteces.

Después de cenar, Kefalos nos condujo al jardín. Nos sentamos bajo un emparrado y bebimos el vino más fuerte que había probado en mi vida mezclado con agua en una proporción de tres por dos. No tardé en sentirme tan aturdido como si me hubiese caído del caballo y Asarhadón se embriagó de tal modo que farfullaba incoherencias.

—No podemos permitir que el príncipe regrese al cuartel en este estado —dijo finalmente Kefalos moviendo la cabeza pensativo, mientras observaba a Asarhadón, que se tambaleaba junto al emparrado—. Tengo un remedio que le devolverá a la normalidad.

Se metió en la casa y al cabo de unos momentos regresó con una redomita cuyo contenido mezcló con el vino que quedaba en la copa de mi hermano.

—Dentro de una hora estará fresco como el rocío.

Mientras aguardábamos a que la pócima surtiera efecto, Kefalos y yo permanecimos en silencio escuchando a los grillos y disfrutando de la fresca brisa nocturna. Fue una de las noches más agradables de mi vida.

Por fin Asarhadón se levantó, avanzó tambaleándose hacia un rincón del jardín y vomitó ruidosamente. Al cabo de unos momentos regresó sonriente y comunicativo pidiendo más vino.

Había oscurecido totalmente cuando Kefalos nos permitió abandonar su casa y, a modo de despedida, me entregó una bolsa llena de monedas de plata.

—Estás alcanzando la edad en que te será útil disponer de dinero, señor —dijo cogiéndome las manos y obligándome a lomar la bolsa—. La noche aún es joven y el camino de regreso al cuartel muy largo.

Cuando llegamos a la puerta de la gran mansión se arrodilló una vez más a mis pies y se abrazó a mis tobillos.

—Soy tu sirviente, señor —añadió—. Y aunque nací libre no podría aspirar a mejor amo. No olvides jamás en esta vida que mi casa, yo mismo y todo cuanto poseo te pertenecemos, príncipe.

Aunque también él había bebido más de la cuenta, comprendí que hablaba sinceramente, y cuando se levantó del suelo descubrí que tenía los ojos llenos de lágrimas. Mi esclavo era un pillo redomado, pero por la razón que fuese había decidido entregarme su amistad y no podía menos que corresponderle. Se quedó en la puerta despidiéndonos, mientras Asarhadón y yo emprendíamos la marcha hacia la puerta de Adad.

A la luz de un taller de costura —en Nínive siempre hay alguien despierto, por lo que el sastre interrumpió su trabajo para mirarnos, tal vez temiendo que nos propusiéramos causarle algún daño—, repartí el contenido de la bolsa con Asarhadón. Todo lo repartíamos: el pan, la cerveza, las obligaciones…, ¿por qué no también el dinero? Descubrimos que había más plata de la que habíamos visto en nuestras vidas.

—Me pregunto con quién se acostará —dijo Asarhadón cuando reemprendimos la marcha con más lentitud porque mi hermano había decidido que invirtiésemos adecuadamente nuestra repentina fortuna—. ¿Madre o hijo? ¿O quizá ambos? ¿Qué te parece? ¿Acaso los dos a la vez?

Sonreía comprendiendo que me había sorprendido, aunque no había ninguna razón para que así fuera. Ambos sabíamos —de ese modo algo abstracto que intuyen los jóvenes en el umbral de su virilidad— que las mujeres sirven para algo más que preparar las comidas, y todo aquel que ha vivido algún tiempo en un campamento del ejército, aunque se encuentre en el cuartel real, no puede menos que enterarse de que algunos prefieren los muchachos a las mujeres, aunque éstas sean dulces como higos. Pero aun así me sentí sorprendido. El comportamiento de Kefalos durante la cena, que más que nada me había parecido desconcertante, me resultaba evidente en aquellos momentos. Como si acabase de comprender repentinamente la ironía, estallé en sonoras carcajadas.

—Sí —dije sin dejar de reír…; los dos estábamos riendo—. Sí, conociendo a Kefalos, diría que con ambos a la vez.

Nos pasamos los brazos por los hombros y con el dinero en el cinto fuimos en busca de aventuras, placer y todo cuanto pudiera comprarse en las calles de Nínive.

Al final únicamente encontramos una taberna a pocos centenares de pasos de los muros de palacio.

Desde entonces he visto miles de lugares semejantes porque se encuentran en todas partes del mundo, pero la primera vez que algo sucede jamás se olvida. Contaba únicamente con algunas pequeñas dependencias y sus muros de adobe jamás habían sido aseados. Había mesas y bancos por doquier de tosca y sucia madera y estaba lleno de hombres vestidos con sencillas túnicas y con las cabezas descubiertas que bebían sumidos en torva concentración. El aire olía a rancio y el ambiente estaba tan enrarecido que parecía haberse condensado. Amontonados en un rincón se veían tres hombres con sendos instrumentos musicales y ante ellos danzaba la que a primera vista me pareció la más encantadora criatura que había visto en mi vida, porque sus senos eran redondos y morenos como manzanas y su vientre, que oscilaba al ritmo de la música, parecía poseído de vida independiente. Con la excepción de mi madre, era la primera vez que veía a una mujer desnuda. Otras mujeres servían vino en las mesas y se inclinaban a veces sobre los hombres y de pronto descubrí que también iban desnudas. Una de ellas se volvió cuando Asarhadón dejaba caer la cortina que cubría la puerta de entrada y nos sonrió de un modo que parecía prometer todas las delicias del mundo.

—¡Por los sesenta grandes dioses, Tiglath hermano mío, creo que hemos encontrado lo que estábamos buscando!

Sí, realmente lo habíamos encontrado.

Nos acercamos a una mesa vacía y nos sentamos ante ella seguidos de las miradas de todos los presentes. No parecía un lugar muy frecuentado por los cadetes del cuartel real, pero no creímos que ello fuese un inconveniente para nosotros. La muchacha que nos había sonreído se acercó a nosotros con una jarra de vino y un par de tazas de barro cocido, y mientras las depositaba en nuestra mesa percibí el perfume que despedía su cuerpo. Ignoro lo que sentía Asarhadón, pero yo estaba mortalmente asustado. Por mucho que lo deseara, antes que tocar sus morenas caderas hubiera puesto la mano en el horno del herrero. Sin embargo ella no parecía tan reacia.

—Señores —murmuró acariciando suavemente la mejilla de Asarhadón—, nos honráis con vuestra presencia.

Escanció vino en las copas y uno de sus senos, de tamaño muy respetable, acarició la manga de mi túnica. Por un momento creí que iba a ahogarme, tal fue la oleada de placer que me invadió.

—Podéis encargar todo cuanto deseéis. Vino, alimentos, una mujer que os ayude a beberlo… o a olvidar vuestros problemas. Sólo tenéis que hablar.

No podíamos pronunciar palabra. Se nos había pegado la lengua al paladar y no nos atrevíamos a proferir una sílaba. Advertí que Asarhadón había enrojecido como el fuego.

—¿Acaso más tarde? —Paseó su mirada de uno al otro, pero ambos nos sentíamos igualmente indefensos—. Después volveré. Pero, si deseáis algo, no tenéis más que levantar un dedo.

Y cogió mi dedo meñique con el suyo que se llevó a la boca simulando morderlo con sus blancos dientes.

«He desaprovechado mi existencia —pensé—. Hasta este momento no he aprendido nada, no he hecho nada que tuviese importancia». Bajo mi túnica mi miembro estaba tan rígido como la estaca de una tienda.

La mujer se alejó. Me llevé la copa a los labios y su amargo sabor me devolvió bruscamente a la realidad.

La bailarina había iniciado de nuevo su danza y, mientras undulaba su cuerpo siguiendo el ritmo de la flauta y el repiqueteo del tambor, no apartaba sus ojos de nosotros. La mujer inclinaba los hombros, ladeaba los senos y movía rítmicamente las caderas adelantando y encogiendo la maraña de vello que tenía entre las piernas.

—¡Por los sesenta grandes dioses! —exclamó Asarhadón jadeante y con voz tan tenue como un suspiro—. ¡Lo que daría por pasar aunque sólo fuese medio cuarto de hora con ella!

Al parecer no todos eran tan remilgados como mi hermano, porque en cuanto la mujer concluyó su danza un hombre vestido a la usanza de los amorritas se acercó a ella, le dio un sorbo de vino de su copa y entabló seguidamente una animada conversación cuya finalidad nos pareció muy evidente. Por último introdujo la mano en su bolsillo y extrajo algunas monedas de cobre que le entregó. Ella se recostó contra la pared y apoyó un pie sobre un escabel, sin duda preparado para tal fin, y el amorreo se levantó la parte delantera de la túnica y fundió su cuerpo con el de ella.

En muchas ocasiones he presenciado escenas parecidas porque los hombres que viven a orillas de los dos grandes ríos no se avergüenzan de satisfacer sus necesidades públicamente. En todas las grandes ciudades del este, paseando por las calles a plena luz del día, pueden verse a los hombres acosando encelados a las mujeres con tanta naturalidad como los griegos y los egipcios podrían vaciar sus vejigas contra los muros de un templo. Tal vez debido a mi condición de semiextranjero siempre he vuelto la cabeza con una sensación incómoda, como si accidentalmente estuviese presenciando un espectáculo profano. Es un prejuicio que jamás he podido superar.

Pero debo confesar que en aquella ocasión estuve observando al amonita y a la bailarina con cierta sensación de temor. No hubiese podido apartar mis ojos de ellos aunque hubiese querido y, en realidad, no lo deseaba. Tras la pantalla verde y blanca formada por la túnica del hombre sólo distinguía una pierna de la mujer, aquella que apoyaba en el escabel, pero no requería gran esfuerzo imaginativo comprender lo que allí estaba sucediendo. La túnica del hombre, única cortina que permitía su pudor, temblaba y se agitaba como la vela de un barco pesquero entre una tempestad. Cuando hubieron concluido —porque todo aquel acto sólo se prolongó durante uno o dos minutos— el hombre se estremeció y por fin quedó inmóvil y se apartó de ella como si le hubiese exprimido. Sin embargo, la mujer se alejó de su lado imperturbable, como si nada hubiese sucedido. Regresó junto a los músicos, se sentó y bebió una copa de agua sin alterarse lo más mínimo.

—Tengo una habitación arriba… ¿Lo preferís así, señores?

La muchacha que servía las mesas había regresado y se inclinaba sobre nosotros susurrando aquellas palabras, más cerca de Asarhadón que de mí, aunque resultaba difícil imaginar a cuál de ambos se dirigía.

—Sí, me gustaría —repuso Asarhadón en un hilo de voz tan tenue que apenas distinguí sus palabras.

Ella volvió hacia mí su mirada, pero me limité a bajar los ojos y negar con la cabeza. Cualquier deseo que pudiese haber sentido se había esfumado. La joven pasó su brazo por los hombros de Asarhadón dirigiéndome una seca sonrisa.

—Entonces ven, señor, y comparte un rato mi lecho. Podrás comprobar que advertimos la diferencia que existe entre un mugriento mercader y un cadete del cuartel real. Vamos, señor…

Asarhadón me miró y comprendí que se sentía tan asustado como yo, pero se levantó y marchó con ella. Me quedé solo considerando mi fracaso en silencio.

La mujer le entretuvo poco rato. Un cuarto de hora después había regresado a mi lado y nos encontrábamos de nuevo en la calle. Ya nos habíamos divertido bastante y era hora de que regresásemos a palacio y nos acostásemos en nuestros sencillos jergones.

—¡Cuéntame…! ¿Lo conseguiste?

Creía que por lo menos tenía derecho a satisfacer aquella curiosidad.

—No estoy seguro…, me parece que sí —repuso Asarhadón moviendo perplejo la cabeza—. Ella se tendió, me dijo que podía hacer lo que quisiera y me preguntó si prefería que estuviese boca arriba o abajo. Por fin se aferró a mí…, ya sabes lo que quiero decir…, y todo acabó en unos momentos. No logré enterarme si estuve dentro de ella o no.

—¿Qué se siente?

—Es difícil expresarlo con palabras. De todos modos por dos piezas de plata creo que he hecho un mal negocio.

Echó atrás la cabeza y prorrumpió en sonoras carcajadas. Nos pasamos los brazos por los hombros y entramos en el cuartel.

En cuanto llegamos al recinto advertimos que algo había sucedido. Había muchas luces encendidas y se percibía murmullo de voces por doquier. Apenas nos habíamos descalzado las sandalias cuando Tabshar Sin apareció en la puerta de nuestra habitación proyectando su sombra en el interior.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó algo irritado.

—Fuimos a cenar a casa del jonio: Tiglath te había pedido permiso, ¿recuerdas?

Tabshar Sin nos miraba desde la oscuridad, como si no pudiese comprender el significado de mis palabras.

—Preparaos para pasar revista dentro de cinco minutos —repuso—. Esta noche no dormirá nadie. Estaremos de guardia hasta que recibamos órdenes de palacio en sentido contrario.

—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido? —preguntamos.

—¿Acaso no os habéis enterado?

Tabshar Sin se volvió hacia nosotros desde la puerta sinceramente asombrado.

—No… ¿De qué se trata?

—Llegó un mensajero hace una hora: un importante ejército elamita ha cruzado el Tigris y ha tomado Babilonia, al parecer sin recibir gran resistencia, y el marsarru Assurnadinshum ha sido hecho prisionero. Ignoramos si está vivo o muerto…

—¡Entonces es la guerra! —exclamé.

Era una conclusión a un tiempo obvia y de sorprendente importancia. Los elamitas habían entrado en la ciudad y capturado al príncipe heredero. Tal vez en aquellos momentos Assurnadinshum ya había muerto: no le envidiaba en absoluto el destino que hubiera seguido.

El país de Assur iría a la guerra y no por un día, un mes ni siquiera un año. Habría muchas campañas porque era un hecho de suma gravedad que hubieran capturado al hijo del rey instalado en el trono de Babilonia y los elamitas no se comportarían como ancianas indefensas. Si los enfrentamientos se prolongaban incluso Asarhadón y yo podríamos entrar en combate. Bruscamente comprendí que acaso aquella noche estuviera viviendo los últimos momentos de mi infancia.

—Sí, príncipe. Es la guerra.