II

Sinahiusur era un hombre piadoso, temeroso de los presagios. No había olvidado que mi nacimiento se produjo la noche que murió el Gran Sargón y, tal como mi madre había vaticinado, el estigma divino que tenía en la mano fue mi salvación. De modo que por fin fui enviado a la Casa de la Guerra y el rey mi padre se fijó en mí.

«Te haré poderoso en la tierra de Assur», había dicho. Al parecer lograría alcanzar todo cuanto el mundo pudiera ofrecerme.

Y en la Casa de la Guerra encontré a Asarhadón.

Nuestras miradas se cruzaron en la puerta del cuartel real donde yo había sido conducido tras recibir la bendición del monarca y despedirme de él. Era de noche y Asarhadón, que aún no se había despojado de su peto de cuero, bruñía su espada nueva sentado en el jergón que le servía de lecho. Al oír el rumor de mis pisadas levantó la mirada y, pese a la fluctuante y amarillenta luz de la lámpara de aceite que estaba en el suelo, advertí una mezcla de alegría y sorpresa en su rostro.

—¡Por los sesenta grandes dioses! ¿Eres tú realmente, Tiglath?

Se puso en pie de un salto y corrió hacia mí sin abandonar su espada, como si se propusiera atravesarme con ella, en espontánea demostración de simpatía. Al instante nos abrazamos y todavía no logro comprender que no llegase a cortarme la cabeza.

—¡De modo que eres tú en carne y hueso y no algún engañoso gallu invocado por Zagar, Señor de los Sueños! Creí que te destinaban a la casa de los escribas para convertirte en un grabador de tablillas como los demás.

—Por poco me dejan inútil para cualquier otro servicio —le respondí.

Y seguidamente le di cuenta de lo que había sucedido.

No pareció sorprenderse ni conmoverse en absoluto por el destino que habían seguido Belushezib y Nabusharusur. Me pregunté si habría sentido lo mismo en el caso de que mi simtu me hubiese condenado al cuchillo castrador y si también hubiera sonreído con suficiencia murmurando suaves palabras sobre la voluntad de los dioses. Nunca lo sabré. Pero cuando le expliqué cómo había herido la mano del viejo Bag Teshub, prorrumpió en sonoras risotadas.

—¿Es eso cierto, Tiglath? ¡Por el trueno de Ada! ¡Cuánto me hubiese gustado encontrarme allí y oírle bramar! ¡Tiglath, mi valiente hermano, te amaré hasta la muerte por cada gota de sangre que has derramado de ese viejo afeminado! ¿Y dices que viste al rey?

—Sí, puso sus manos sobre mí y me llamó «hijo mío».

—Entonces has sido bendecido. Acuérdate de tu pobre hermano cuando el rey te nombre shaknu de Babilonia y aquellos tipos de negras cabezas se sometan a tu yugo como ante un Sargón redivivo.

Aquellas palabras provocaron nuevas risas en él, fruto de un derroche de excelente humor, porque Asarhadón poseía buen corazón.

—¿Qué tal es este lugar? —le pregunté mirando en torno sin disimular mi curiosidad porque había anhelado tanto como mi hermano encontrarme en el cuartel real.

—¿Deseas saber qué tal es? —repitió pasándome el brazo por el hombro y conduciéndome a la reducida habitación que compartiríamos durante los próximos cuatro años—. ¡Este lugar, como tú lo llamas, hermano, es el templo de la gloria!

¿Cómo describir la Casa de la Guerra, donde Asarhadón y yo ocupamos tan elevada posición? Con el tiempo aprendí a montar a caballo, a conducir un carro y a luchar con la espada, la daga, el arco y la jabalina. También me instruí en las fórmulas de cortesía y táctica militares. Me enseñaron a imponer disciplina y a dirigir a los hombres y, lo más importante de todo, adquirí arrogancia.

Asumí que era un príncipe de Assur y que todas las naciones del mundo quedarían reducidas a polvo al paso de los invencibles ejércitos que estaba destinado a dirigir. Comprendí que tenía derecho a sentirme satisfecho conmigo mismo y que podía permitirme desdeñar a los demás porque era un soldado e hijo del rey. Y aquélla fue una lección muy necesaria, ya que la arrogancia es madre de la osadía y la crueldad, y sin ellas no se ha ganado ninguna batalla desde que lució por vez primera el sol en el cielo.

Los hombres de Assur somos campesinos: cultivamos campos de cebada y viñedos. Nuestra existencia depende de la tierra y del agua vivificante, dones ambos que dispensa el gran río Tigris. Pero nuestro país está situado en una llanura que no ofrece protección alguna contra los salteadores procedentes de las montañas del este y en nuestro suelo escasean los metales. El oro procede de Egipto, la plata de Bulghar Maden, al norte de las puertas de Cilicia. Una nación puede administrarse sin estos metales, mas no le es posible prescindir del cobre, que debíamos obtener en Haldia e incluso en Chipre. Extraíamos estaño del norte, allende el lago Urumia, y cobre de la costa sur del mar Negro, lugares que se encuentran muy alejados de las llanuras donde nuestros primeros padres levantaron sus chozas de adobe y adoraron al dios que nos ha dado nombre. Por ello, y como los hombres envidiaban nuestras ricas cosechas, nos hicimos guerreros y defendimos la gloria de Assur en las cuatro partes del mundo.

Y nuestro dominio se vio bendecido con la paz. Me consta que tal no es la pretensión de todos los conquistadores, pero, aun así, es cierto. Los pequeños reinos occidentales, que nos consideraban una manada de leones y clamaban por la libertad perdida, se habían ido debilitando entre sí hasta el agotamiento mil años antes de que nosotros apareciésemos. Todos se habían tiranizado entre sí y únicamente nos maldecían porque nos encontrábamos en el lugar que ellos hubieran deseado ocupar. De modo que los comerciantes, los artesanos y los sencillos campesinos a quienes no preocupaban las ambiciones de los príncipes tan sólo se lamentaban de nuestros impuestos, pero no les hubiera alegrado vernos derrocados. Las rutas comerciales estaban abiertas y los hombres podían vivir en paz y aquello era lo único que les importaba.

Eso fue lo que me enseñaron en la Casa de la Guerra.

Pero tales asuntos poco importan a los jóvenes. A mí me entusiasmaban los caballos, las flechas de punta de bronce y la fortaleza que iba ganando mi cuerpo, y pensar que llegaría a ser poderoso en el país de Assur, puesto que así me lo había prometido el rey mi padre. Era un muchacho feliz que ansiaba alcanzar la virilidad y en cuya mano habían confiado una espada.

A la mañana siguiente de mi llegada al cuartel real, desperté sobresaltado y me encontré balanceándome en mi camisón sin que los pies me llegaran al suelo.

—Ya no estás en el gineceo, príncipe —dijo una voz potente muy cerca de mis oídos.

Volví la cabeza y, con gran sorpresa, descubrí el rostro curtido por el sol de un hombre que lucía el uniforme de color verde de rab kisir, cuya barba y cabellos estaban encanecidos y que entonces me pareció terriblemente viejo, pero que debía de tener unos cuarenta años. El rab kisir parecía muy enojado y me sostenía con una mano por el cogote. En realidad, era manco…, de su otra manga asomaba un muñón.

—Soy Tabshar Sin, príncipe Tiglath, tu servidor. En el ejército de tu abuelo, el Gran Sargón, conduje un centenar de hombres contra los nairi y en aquella fecha obtuvimos una aplastante victoria. Como ves, perdí la mano izquierda y mucha sangre, pero el egregio soberano se dignó confiarme el cuidado de sus nietos para que los convirtiese en soldados. Y los soldados, príncipe, no duermen hasta mediodía, como las prostitutas de las tabernas. ¡Levántate y lávate la cara! Aquí no tendrás ayuda de cámara.

Y me dejó caer en el suelo como un jarro de agua roto. Al cabo de unos momentos me había aseado y había salido al exterior a la grisácea luz del amanecer. Allí me esperaba Tabshar Sin: estábamos solos en el gran patio de armas.

—¡Qué lástima, príncipe, te has perdido el desayuno! —me dijo sonriente, mostrando su blanca y fuerte dentadura, haciéndome sentirme como un conejo bajo la zarpa del león—. De todos modos ya encontraremos algo en que mantenerte ocupado.

Aquél fue mi primer contacto con la gloriosa vida militar. Desde el despuntar del alba hasta el anochecer, sin ver a nadie en todo el día y con el vientre vacío, estudié el arte de alimentar a los caballos del ejército.

Los establos reales se vanagloriaban de contar con más de un centenar de potentes y fogosos sementales, de anchos ollares y cascos durísimos que hubieran podido arrancar la cabeza a un ser humano tan limpiamente como el hacha del verdugo. Me pasé el día abriéndome paso entre ellos hasta sus angostos pesebres, transportando enormes haces de heno y sacos de cebada y sintiéndome ultrajado, y en más de una ocasión me senté sobre una tinaja vacía de grano, vertiendo amargo llanto por el cruel destino que me había arrebatado de la compañía de mi madre, conduciéndome entre aquellos crueles desconocidos. En el cuartel no se repartía ningún alimento a mediodía: los soldados tenían que acostumbrarse a trabajar toda la jornada, con sólo ingerir el almuerzo, pero yo lo ignoraba y estaba convencido de que se habían olvidado de mí.

Mas al caer la noche, cuando ya estaba totalmente seguro de que me habían abandonado a mi suerte y creía que iba a morir de hambre, apareció Tabshar Sin, inspeccionó en torno y pareció complacido al ver que había realizado satisfactoriamente las tareas que me había encomendado.

—Éste es el destino de los soldados, príncipe —dijo poniéndome la mano en el hombro como si me compadeciese—. La mayor parte de su tiempo transcurre entre tedio y penalidades y, el resto, sumidos en temor, dolores y, finalmente, encuentran la muerte. ¡Vamos! Es hora de cenar y retirarse a dormir. Mañana te sentirás mejor.

Aquella noche comimos pan y queso de cabra y bebimos fuerte cerveza. Yo me senté entre los príncipes reales y a la diestra de Tabshar Sin, en realidad su única mano, lo que, al parecer, era un gran honor. Tabshar Sin narraba anécdotas de sus campañas y mis hermanos le escuchaban atentamente, llenos de admiración. Yo pensaba que nunca había catado tan delicados manjares ni disfrutado de tan espléndida compañía. Había olvidado todo lo sucedido en las caballerizas reales y sentía que aquélla era la velada más gloriosa de mi vida.

De pronto descubrí que Asarhadón no se encontraba presente, y cuando pregunté por él tropecé con un embarazoso silencio. Más tarde me informaron que había sido enviado a dormir bajo las estrellas, castigo realmente duro porque las noches eran frías. Al parecer le habían descubierto peleando. Con sólo pasear mi vista por la sala descubrí quién había sido su contrincante: al final de la mesa se encontraba un muchacho con el ojo amoratado. Se llamaba Arad Malik y yo apenas le conocía, puesto que había abandonado el gineceo hacía un año. Su rostro era grande, de lerda expresión, y me estuvo observando toda la noche con odio reconcentrado porque sabía que Asarhadón y yo éramos amigos.

El único de mis hermanos al que conocía de vista era Arad Ninlil, segundo hijo de la señora Tashmetumsharrat. Delgado y de aspecto enfermizo, tendría unos catorce años y enormes ojeras. Apenas hablaba ni sonreía y ni siquiera parecía escuchar a Tabshar Sin, diríase que se hallaba concentrado en sombríos pensamientos. Había concluido ya su período de instrucción y dentro de pocos meses abandonaría el cuartel para incorporarse al ejército del norte. Ocupaba el segundo puesto en la línea de sucesión al trono, tras su hermano Assurnadinshum.

Durante la cena conseguí sustraer medio pan y una jarrita sellada de cerveza, aunque no me hubiera sorprendido enterarme de que Tabshar Sin había descubierto mi robo. Pero, en el caso de que así hubiera sido, no dio muestras de ello.

Regresé al cuartel, enrollé mi manta y la de Asarhadón, y salí en su busca. Le encontré en el tejado, con los brazos cruzados bajo la cabeza mirando a las estrellas. Pareció alegrarle mi presencia, mas creo que aún le satisfizo más el pan y la cerveza.

—¿Por qué has golpeado a Arad Malik? —le pregunté.

Asarhadón sonrió recordando lo sucedido, se llenó la boca de pan y hundió los dedos en el sello de la jarra de cerveza.

—No me quedó otra elección —repuso—. Él quiso pelear únicamente porque le dije que los senos de su madre eran gordos y verdes como melones. Es cierto, ¿sabes? La vi una vez cuando tenía seis años y no es un espectáculo que pueda olvidarse fácilmente.

Nos echamos a reír inconteniblemente. La madre de Arad Malik procedía de Hamath. Había sido un presente del rey de aquel país, a cuyo harén pertenecía. La gente de Hamath es famosa por sus astutos trapicheos y no me sorprendió enterarme de que el monarca Sargón había recibido gato por liebre.

—Sin embargo no es prudente crearse enemigos innecesarios, hermano.

Acepté la jarra que me tendía Asarhadón y tomé un trago. No estaba acostumbrado a beber cerveza y supongo que aquella noche me había embriagado.

—Debes ser más sensato. Arad Malik es un necio patán, pero algún día puede llegar a causarte daño.

—Crearse enemigos es propio de guerreros y, además, el día que tenga que temer al hijo de esa vaca…

Nuevamente nos echamos a reír. Seguimos pasándonos la jarra de cerveza hasta que estuvo vacía y la cabeza nos zumbó como si estuviese llena de termitas. Y cuando la jarra vacía rodó por el borde del tejado y se hizo añicos en el suelo, aún nos seguíamos riendo. Y no dejamos de hacerlo hasta que nos envolvimos con las mantas. Por fin Asarhadón contempló las estrellas sonriendo.

—Acaso haya allí otros mundos que conquistar, además de éste —dijo soñador—. Tal vez sean tantos como estrellas tiene el cielo.

—Con uno basta, hermano. Tendremos ocasión de hartarnos de batallas antes de encontrar la muerte.

No obtuve respuesta. Asarhadón se había quedado dormido a mi lado soñando en gloriosos combates.

Aquella noche descansamos bajo la bóveda celeste, satisfechos de nuestra suerte y de nuestra mutua compañía, porque éramos hermanos y como tales nos amábamos y creíamos que siempre sería igual entre nosotros, que no habría ninguna sombra en nuestros corazones. A los ojos de los niños, el mundo es muy sencillo.

Al día siguiente me proporcionaron un casco de bronce y una coraza de cuero, y Tabshar Sin comenzó a enseñarme los rudimentos de la esgrima. Estuvo entrenándome hasta que ya no conseguí levantar la mano derecha por encima del hombro y luego me ató un pequeño escudo redondo en la otra mano, empuñó una espada y me conminó a defenderme si no deseaba verme herido. Al final no sufrí ningún rasguño, aunque imagino que se debió más a la moderación de Tabshar Sin que a mi propia pericia. A media tarde me sentía insensibilizado hasta la cintura y estaba convencido de que me quedaría lisiado para toda la vida. Por último, Tabshar Sin me condujo a la sombra de un muro, me indicó que me sentara y me estuvo echando agua por la cabeza y el cuerpo hasta que me cubrí el rostro con las manos rogándole que dejara de hacerlo.

—«Soy Tiglath Assur, hijo de Sennaquerib». Sí, muchacho, ya he oído hablar de tu habilidad con los cuchillos. Aunque, al parecer, tan sólo te atreves con sacerdotes y eunucos.

Lancé un juramento y le apliqué los peores calificativos que se me ocurrieron, a los que me respondió con fuertes carcajadas. Era un veterano de muchas batallas a quien nada sorprendía, se mostraba implacable y había decidido que yo tenía madera de soldado.

Los niños se endurecen pronto y al cabo de pocos días podía entrenarme desde la salida a la puesta del sol, celebrar banquetes y bromear durante toda la velada y luego irme al lecho tambaleándome, para levantarme al día siguiente tan fresco y alegre como una doncella en el día de su boda: me sentía muy dichoso en la Casa de la Guerra.

El cuartel real era parte de un vasto complejo destinado en principio a nutrir la guardia personal del rey y la guarnición de la ciudad de Nínive. Los vástagos de sangre real se confundían cordialmente con los oficiales y los simples soldados porque los hombres de Assur son orgullosos y sólo consideran sagrado al propio rey. Aunque era un niño, vivía como uno más entre aquellos hombres y me sentía profundamente satisfecho.

El tiempo transcurría allí rápidamente. Aprendí todas las artes del asedio y la batalla campal y me convertí en un experto en algunas de ellas. Asarhadón, con quien mantenía una encarnizada competencia, siempre fue mejor espadachín, pero yo le superaba en el arco y muy especialmente con la jabalina. Yo no tenía rival en el manejo del carro, mas él era mejor jinete. Y aunque mi hermano era un espléndido luchador, como ya he tenido ocasión de mencionar anteriormente, yo era más ágil y podía correr grandes distancias sin sentirme agotado. Jamás nos cansaba aquella rivalidad ni nuestra mutua compañía y nos considerábamos los más afables, hábiles y aventajados de todos los muchachos. Así transcurrían las horas, los días y los meses de nuestra existencia entre la supervisada violencia del campamento.

La única alteración se produjo cuando yo llevaba ya medio año en el cuartel real y surgió en forma de un inesperado regalo de mi tío, el señor Sinahiusur.

A media tarde acudió un mensajero a buscarme a la plaza de armas, alegando únicamente que había acudido a visitarme alguien cuya presencia me dispensaría de realizar mis ejercicios. La interrupción no me disgustó porque estaba sucio y cansado y tenía la espalda en carne viva desde la cintura hasta el cuello tras haberme caído de un caballo. Se me había enganchado el pie en el estribo y la veterana yegua, que había servido de montura a varias generaciones de muchachos que se creían maestros en el dominio de la equitación, sin duda decidió enseñarme a respetar a mis mayores y me arrastró unos veinte pasos antes de que Tabshar Sin lograra superar sus paroxísticas carcajadas y pudiese soltarme. No había sido aquél uno de mis mejores días y me pareció una magnífica excusa para abandonar el escenario donde había sufrido tal humillación, sin importarme de quién se trataba ni para qué me avisaban.

Me habían indicado que me dirigiese a la residencia del comandante del campamento y por un momento pensé que acaso me había desacreditado de tal modo que me separaban del servicio, pero en aquel momento todo me daba igual.

Mas en lugar del comandante me encontré con el señor Sinahiusur sentado bajo el emparrado del jardín bebiendo cerveza en una jarra de cerámica vidriada.

El turtanu del monarca no había perdido un ápice de su majestuoso porte desde la última vez que le vi, hacía casi siete meses, cuando me salvó del cuchillo castrador. En su túnica del color del astro solar en plena canícula destellaban hilos plateados y su barba era tan negra como la noche. Estaba tranquilamente sentado, inmóvil cual una estatua. Indiferente al parecer a cuanto le rodeaba, sostenía con delicadeza la jarra en su mano derecha igual que si estuviera considerando la posibilidad de dejarla caer en el suelo. Cuando llegué a su lado, me arrodillé y le puse las manos en la rodilla en señal de respeto. Observé que no le asistía ningún servidor y que nos encontrábamos solos. Al cabo de unos instantes Sinahiusur me tocó la cabeza y me ordenó que me levantase.

—¿Qué te ha sucedido? —preguntó obligándome a dar la vuelta para examinar los rasguños y contusiones que me había producido.

—Caí del caballo, señor.

Aquél era un tema que no despertaba mi entusiasmo, por lo que me sentí muy dichoso cuando me permitió ocultar a sus ojos mis heridas. Y aunque eran muy dolorosas, porque el sol del invierno las había resecado y se agrietaban como el barro, yo sentía aún más dañado mi propio orgullo.

—Y, por lo que veo, has sido arrastrado.

—Sí, señor.

—Por tanto no estás en condiciones de dirigir un asalto, ¿verdad? —escrutó mi rostro y sonrió de un modo que parecía más destinado a tranquilizarme que a exteriorizar su propio regocijo—. De todos modos me han informado muy favorablemente acerca de tus progresos, Tiglath Assur. ¿Te sientes a gusto aquí? ¿Te agrada esta vida?

—Sí, señor.

—¿Y crees que llegarás a ser un buen soldado de nuestro soberano?

—Así lo espero, señor.

—Bien. Aparte la destreza que adquieras en la Casa de la Guerra o a lomos de un caballo, existen otras cosas que conviene saber. Es aconsejable que lo recuerdes, Tiglath Assur.

No sabía qué responderle, de modo que guardé silencio y permanecí a la expectativa, mientras que él me contemplaba con sagaz mirada. Sin necesidad de que Tabshar Sin me lo hiciese comprender, imaginaba que el turtanu no se encontraría en aquel jardín solamente para cambiar frases triviales con un muchacho…

Y también él parecía estar esperando algo. Ignoro qué señal aguardaba, pero quizá por fin la advirtió, puesto que sonrió de nuevo, esta vez mostrando cierta complacencia, y me puso la mano en el hombro.

—Vivirás en un mundo agitado, Tiglath Assur, en el que necesitarás contar con muchos amigos. Me pregunto si me consideras uno de ellos. ¿Qué te parece? ¿Seremos amigos, muchacho?

Ladeó la cabeza y me examinó sin desprenderme de su firme contacto.

—¡Es tanto lo que te debo, señor!… —exclamé sin saber de dónde extraía fuerzas para hablarle, porque me sentía terriblemente confundido y no comprendía nada—. Todo cuanto soy te lo debo. Si deseas la amistad de alguien tan insignificante como yo…

—Bien, entonces estamos de acuerdo —exclamó con brusquedad, sacudiéndome e intensificando la presión de su mano—. Para ser un muchacho te expresas bien, mas a veces es preferible no decir nada. Pronto lo aprenderás, aunque creo que ya deberías saberlo. ¡Vamos!

Se levantó y le seguí hasta la entrada de la casa del comandante, donde le aguardaba su silla de manos. Los porteadores, cuyos desnudos cuerpos estaban curtidos por el sol y que se encontraban echados en el suelo como perros, nos examinaron corno si considerasen únicamente nuestro peso.

—Creo muy posible que llegues a ser de alguna utilidad a nuestro rey, de quien ambos somos servidores, Tiglath Assur. Y también yo desearía serte útil… ¿Acaso no es ése el auténtico sentido de la amistad? Sí, desde luego. Por consiguiente, te he traído un regalo. ¿Dónde está?

Miré en torno como si me hubiera formulado a mí aquella pregunta, pero el turtanu fijaba sus ojos en el jefe de los porteadores, un corpulento individuo que llevaba en la nariz el aro de cautivo, el cual señaló con el pulgar hacia la silla que estaba cubierta con cortinas.

—¡Sal de ahí, maldito bribón!

Sinahiusur había enrojecido de ira. Se adelantó rápidamente hacia la silla y apartó la cortina con ademán impaciente, descubriendo la presencia del bribón, bruscamente sobresaltado en su cómoda siesta. Jamás había visto tan ridícula mezcla de sorpresa e intento de disfrazar la culpabilidad como cuando el turtanu asió a aquel individuo por el cuello de su túnica de esclavo y le arrastró de un tirón que le envió rodando por los suelos a cuatro o cinco pasos de distancia. Los porteadores celebraron con risotadas aquel espectáculo y yo compartí su hilaridad. Incluso el propio esclavo sonreía neciamente arrodillado en el suelo, alzando las manos en ademán de súplica, como si deseara evitar el castigo que comprendía le aguardaba.

Pero el turtanu no le golpeó. El látigo siguió colgado de su cinto mientras examinaba al individuo con evidente desagrado.

—Pensarás que es un pobre obsequio el que te hago —dijo finalmente—, pero acaso encuentres en él mayor utilidad que yo, Tiglath Assur. Posee ciertas cualidades y es muy astuto… Haz de él lo que puedas.

»¡Y tú, a menos que me hayas mentido miserablemente, cuida de la espalda del muchacho!

El esclavo humilló rápidamente su cabeza en señal de acatamiento, levantando las manos para protegerse el rostro, aunque por entonces ya debía de haber comprendido que podía considerarse a salvo. Sinahiusur le miró ferozmente, como el gato al ratón que escapa de sus garras.

El turtanu no añadió palabra. Me tendió la mano para que yo rozase mi frente con ella y se metió en su silla ya vacía corriendo seguidamente la cortina. Permanecí unos instantes observando cómo se alejaba y seguidamente me volví hacia el esclavo, que seguía arrodillado en el polvo, preguntándome qué debía hacer con mi nueva propiedad.

Seguí mirándole sumamente perplejo hasta que, por fin, el hombre se levantó y observó en su entorno. Debía de tener unos veinticinco años, aunque no tenía el porte de un hombre joven. Su cutis era claro, lo que en aquella parte del mundo significaba que se había pasado la mayor parte del tiempo encerrado, y sus modales expresaban cierta insolencia, como si no le entusiasmase la idea de convertirse en esclavo de un muchacho de apenas diez años. Aquello me irritó enormemente porque aquel día ya me habían recordado demasiadas veces que aún no había alcanzado la categoría de un adulto.

El hombre aguardaba, al parecer tan inseguro de su posición como yo de la mía.

—Soy un soldado —dije finalmente— y no necesito ningún ayuda de cámara. En el cuartel real no me lo permitirían. Tal vez el rab kisir encontrará alguna ocupación para ti en otro lugar.

Al principio no acusó ninguna sensación hasta que por fin pareció asimilar mis palabras.

—¡Señor, no debes juzgarme con tanta dureza por lo sucedido!… —Con un ademán señaló hacia el lugar donde se había encontrado la silla del turtanu y su pálido y expresivo rostro exhibió una mueca algo estúpida—. Te demostraré que soy un excelente criado y…

Aunque parecía haber preparado su discurso, enmudeció repentinamente. Comprendí que se expresaba con dificultad por ser extranjero y por añadidura sus palabras sonaban desapacibles en mis oídos, con tanta aspereza como una muela en el filo del hacha… Era un extraño en la tierra de Assur y acababa de quedar en evidencia ante todos. Imaginé perfectamente lo que debía sentir en tales circunstancias y me compadecí de él.

—Haré lo que pueda por ti —respondí en arameo, lengua utilizada por muchos soldados y posiblemente por la mitad de los ciudadanos de Nínive y que supuse resultaba comprensible para cualquier extranjero—. ¿Qué quieres de mí?

La espalda me molestaba muchísimo mientras permanecía expuesto al frío viento. Me hubiese agradado dar fin cuanto antes a aquel asunto para poder regresar al cuartel, bañarme y cambiarme, pero el esclavo seguía mirándome con desesperación. Advertí inmediatamente que no había entendido palabra. Observé su rostro, sus ojos claros y sus rasgos finos y casi delicados, tan distintos de aquellos que me rodeaban cada día, y de pronto caí en la cuenta.

—¿Qué quieres de mí? —repetí, pero en esta ocasión en la lengua de mi madre.

Al oír aquellas palabras el hombre mudó rápida e inconfundiblemente de expresión.

—¡Gran señor! —exclamó. Y sin que yo pudiera evitarlo se arrojó al suelo abrazándose a mis pies—. ¡En este país poco puedo esperar!

Y así fue como Kefalos unió su destino al mío.

—Yo no nací esclavo, señor —me dijo cuando nos encontramos en la oscura y fría habitación del cuartel mientras lavaba delicadamente mis heridas con un paño suave y mojado—. Soy un prisionero de guerra.

Lo había confesado con arrogancia, aunque yo ya lo había imaginado por la señal que tenía en la oreja izquierda: los esclavos fugitivos a quienes capturaban por segunda vez con aquella señal eran ejecutados inmediatamente, siguiendo las leyes establecidas.

Sin embargo, la mayoría de prisioneros de guerra realizaban trabajos forzados, excavando canales o transportando piedras para las construcciones que se realizaban por orden del monarca, se veían sometidos a esfuerzos sobrehumanos y encontraban pronto la muerte. Pero las manos de aquel esclavo no mostraban huellas de haber resistido ningún esfuerzo, ni siquiera de haber sufrido los rigores de la instrucción militar: resultaba difícil creer que mi nueva propiedad hubiera militado alguna vez en ningún ejército.

—¿En qué guerra? —le pregunté francamente curioso y deseando oír las mentiras que sería capaz de urdir para aparecer como un héroe ante mis ojos—. ¿Cómo caíste prisionero?

Pero el griego se limitó a encogerse de hombros como si lamentase alguna oportunidad perdida. Dejó transcurrir un cuarto de hora hasta que cobró suficientes ánimos para responderme:

—Hace cinco años, partiendo de Alepo de regreso a mi patria, tuve la desdicha de encontrarme en Tiro cuando llegaron los asirios. Hacía sólo dos días que me habían asaltado y saqueado al salir de una taberna y, entre el pánico consiguiente, me encontré sin los medios necesarios para costearme la huida por mar. Los tirios me incorporaron a su ejército y pasé todo el tiempo que duró el asedio en lo alto de las murallas jugando a los dados mientras aguardábamos a que los notables de la ciudad negociaran la rendición. Gané mucho dinero y tal vez ello provocase resentimientos: los extranjeros que se encuentran en una ciudad sometida a ataque siempre se hallan en difícil situación, señor. En cualquier caso, cuando llegó el momento de entregar a los prisioneros, me encontré cargado de cadenas y conducido a punta de espada hasta el campamento asirio. Y ésa es toda la historia de mi carrera militar.

Suspiró y de un maletín de madera que tenía junto a mi jergón extrajo un diminuto recipiente de arcilla lleno de un ungüento de color gris que aplicó a mi lastimada espalda, eliminando inmediatamente el escozor que sentía y haciéndome sentir mucho mejor.

Descubrí que se había desvanecido mi mal humor. Aquel hombre había conseguido distraerme hasta tal punto que hubiera querido hacer algo por él antes de separarnos, puesto que me parecía improbable que me permitieran conservarlo a mi lado.

—¿Qué sabes hacer? —le pregunté, contemplando su maletín de madera mientras me ayudaba a vestirme—. ¿Cómo has evitado hasta ahora que te reclutasen en algún grupo de trabajo?

Exhibió fugazmente una astuta sonrisa que desapareció casi por ensalmo.

—¡Ah, señor! —exclamó levantando la mirada hacia el techo—. ¡Procura no desperdiciar tu juventud en inútiles locuras! Si la noche que me saquearon en Tiro hubiera bebido menos, hoy no me vería en esta situación; si hubiese sido menos indolente, me encontraría en Naxos, en mi hogar, enriqueciéndome con mis habilidades médicas, pues tal ha sido durante innumerables generaciones la profesión de mi familia.

»Sin embargo soy hijo de un físico y no anduve a ciegas por la casa de mi padre… Como puedes suponer, logré aprender algunos remedios. La esposa principal del turtanu sufre ciertas dolencias relacionadas con sus pérdidas menstruales, cuyos orígenes eres demasiado joven para entender, pero que han sido causa de graves inconvenientes para su marido. Valiéndome de algunas experiencias recogidas en mis viajes conseguí…

Retrocedió unos pasos como si considerara qué otros arreglos podía disponer en mi túnica y el tema de la mujer del turtanu pareció desvanecerse de su mente como una sombra.

—¿Y cómo es que el turtanu te ha cedido a mí? —pregunté deseoso de conocer hasta el final tan interesantes confidencias.

El hombre sonrió como si despertara de un trance.

—¿Quién soy yo, señor, para descubrir los secretos del tálamo conyugal? La dama ha pasado su primera juventud y quizá han cesado las dificultades que tenía. Acaso el turtanu ha perdido la paciencia con ella y la ha castigado de este modo… No te muestres tan escandalizado, joven amo. Cuando los dioses crean oportuno condenarte a tomar esposa, comprenderás cuan terribles pueden ser. Por mi parte nunca he tenido mujer, pero todos descendemos de una madre y podría contarte muchas cosas de la mía… Mas dejemos este asunto. Es hora de que vayas a cenar, señor, y de que allí defiendas mi causa ante el rab kisir, porque si debo ser esclavo entre los asirios, por lo menos que los dioses me concedan la gracia de tener un amo griego.

Me disponía a recordarle que en aquel lugar yo no era un extranjero como él sino el propio hijo del rey. Pero la expresión de su rostro me hizo enmudecer. Aunque el país de Assur fuese mi patria, sabía muy bien lo que significaba sentirse extraño en ella y comprendía los sentimientos de Kefalos. Sólo era un muchacho, pero no tan joven como podía parecer.

—¿El esclavo es un regalo del turtanu, príncipe? —se interesó Tabshar Sin frotándose la mejilla e inclinándose hacia mí de modo que estuvo a punto de volcar su jarra de cerveza con el brazo.

Cogió su cuchillo y se puso a golpear el borde de la mesa con la hoja, señal evidente de que se sentía preocupado. Aquella noche había bebido en exceso y, en cualquier caso, un problema como aquél le hubiese sumido en grandes inquietudes. Era el responsable de mantener la disciplina en el cuartel real, pero el turtanu era el primero después del rey en el mando del ejército.

Asentí con grave expresión. Kefalos, el cual yo comprendía que se sintiera poco satisfecho debiendo confiar su destino a un chiquillo, me había instruido cuidadosamente.

—Tengo la impresión de que el señor Sinahiusur desea darme la oportunidad de practicar la lengua jónica a fin de que no pierda algo que puede ser de gran valor práctico en años futuros. Los jonios son un pueblo ambicioso, Tabshar Sin, y quién sabe si algún día…

Bastó con un ambiguo encogimiento de hombros para que el rab kisir frunciese el entrecejo y mostrase su inquietud. Yo apenas tenía idea del significado de mis palabras porque Kefalos las había embutido en mi cerebro como si rellenase un cojín de paja, mas al parecer Tabshar Sin aún las comprendía menos que yo. En su calidad de soldado poseía las virtudes propias de los militares: era valiente, experto en su oficio y cumplía órdenes con ciega obediencia. Los negocios de estado, tan misteriosos para él como la nigromancia, competían al monarca y a los dioses.

De modo que si el turtanu, cuya voz expresaba la voluntad real, deseaba que Tiglath Assur poseyera un esclavo procedente de algún remoto rincón de la tierra, él no tenía nada que objetar.

—¡Pero vigila que ese jonio afectado no sea una molestia, príncipe! —dijo por fin señalándome con su cuchillo y agitando su punta ante mi pecho—. Y procura no contagiarte con sus perniciosas costumbres. Sólo un desdichado abandonado por los dioses confiaría los instrumentos de su profesión a un esclavo, de modo que sigue atendiendo al cuidado de tu espada y destina a ese bribón otros menesteres en que mantenerlo ocupado. ¿Has comprendido, príncipe?

Su expresión era tan feroz y la punta del cuchillo estaba tan cerca de mi corazón que sacudí rápidamente la cabeza asintiendo a cuanto me decía.

—Bien saben los dioses —repuse inmediatamente— que tengo poca necesidad de un sirviente, pero este individuo parece poseer ciertos conocimientos para sanar heridas y…

—¡Bien, no se hable más del asunto!

Desechando aquella idea tan bruscamente como se le había ocurrido, Tabshar Sin se levantó de la mesa y salió al exterior arrastrando los pies para exonerar su vejiga junto al muro del cuartel. Era tarde, en breve se acostaría y por la mañana se levantaría convencido de que la solución al problema del esclavo Kefalos había sido fruto de su iniciativa.

Jamás tuve ocasión de agradecer adecuadamente al señor Sinahiusur su presente porque, a partir de entonces, le vi en muy raras ocasiones y tan sólo a cierta distancia y revestido del imponente aparato propio de su rango que no permitía comunicaciones de índole personal. A decir verdad, el rey y sus acompañantes estaban tan distantes de la gente común como los propios dioses. A pesar de que el señor Sennaquerib había puesto sus manos en mis hombros y me había llamado «hijo», únicamente pude verle en un par de ocasiones durante los dos años siguientes y oír su voz una sola vez.

La primera de ellas fue en una formación militar que se celebró con motivo de una campaña que se proponía emprender el rey. Yo formaba filas con los restantes muchachos del cuartel real y él pasó revista a las tropas montado en su carro, resplandeciente como el fuego con sus ropajes recamados en oro y plata que destellaban bajo la luz del sol. Pasó sin mirar a derecha ni a izquierda, como si fuese un ídolo de piedra. Pero tal es el comportamiento de los reyes: de ese modo demuestran su majestad.

La segunda ocasión se produjo a su regreso y, aunque tuvo un buen comienzo, perdurará eternamente en mi memoria como una de las noches más amargas de mi existencia.

Fue en el curso de un banquete en el que se celebraba el triunfo de nuestro ejército sobre las tribus de las montañas que se agolpaban como plaga de langostas al este del Tigris. El acto tenía lugar en uno de los grandes salones de palacio, cuyos muros estaban revestidos de bajorrelieves en los que aparecía el poderoso soberano de Assur sometiendo a sus enemigos.

Antorchas empapadas en cera iluminaban la estancia y se oían ruidos de voces y melodías interpretadas por músicos de las cuatro partes del mundo que el rey había conducido a Nínive en calidad de botín. Mujeres ataviadas con delicados tejidos bordados en oro danzaban agitando sus cuerpos al ritmo de crótalos y tambores y el aire estaba densamente impregnado del aroma de especias.

Yo servía de paje porque al señor Sennaquerib le agradaba tener cerca a sus hijos en tales ocasiones para que fueran testigos de su gloria. Estaba apostado junto a una puerta, luciendo el elegante uniforme de los cadetes reales, aunque desprovisto de mi espada, puesto que nadie podía ir armado en presencia del rey, y observaba a mi padre que presidía la mesa con sus dos hijos mayores, el señor Sinahiusur y algunos de sus más eminentes cortesanos cuyos nombres olvidé hace tiempo.

Creí que podría pasar inadvertido, que entre el ruido y la confusión de tan distinguidos nobles, abstraídos en sus propios placeres, nadie repararía en un ser tan insignificante como yo. Aquello sería como mi introducción en el mundo de los grandes personajes porque, según imaginaba, aquellos hombres gobernarían el país de Assur durante toda mi vida.

El rey y el turtanu desplegaban una radiante majestad. La grandeza de su poder los rodeaba igual que una aura vital y creí que aquella visión podría cegarme: no eran de carne y hueso como yo, sino casi divinos.

El marsarru Assurnadinshum, a quien no había visto hasta entonces, me pareció menos impresionante, pese a que por gracia de su padre ya había sido nombrado rey de Babilonia. Tenía entendido que había llegado del sur para contraer matrimonio, aunque semejante perspectiva no parecía alegrarle demasiado. Tenía un rostro alargado de expresión insatisfecha y parecía poco inclinado a conversar. Se sentaba a la diestra del rey y tamborileaba los dedos en una copa de vino, silencioso y abstraído.

Pensé que aquél era el hombre que desposaría a Asharhamat y la apartaría para siempre de mi lado, puesto que a la sazón ya sabía que mi hermano Asarhadón no me había mentido y que nuestra separación sería definitiva, y presa de celos y desesperación maldecía a Assurnadinshum porque yo era joven y su presencia destrozaba mi corazón. Deseaba verle abrumado por desdichas y penalidades sin cuento y pedía a los dioses que le arrancaran la vida: si me escucharon, que su espíritu errante me perdone.

Pero no iba a permanecer inadvertido. Por fin el rey dirigió hacia mí sus ojos y, cuando se disponía a desviar su mirada, algo pareció despertar su interés. Se volvió al turtanu, murmuró algunas palabras y al recibir su respuesta asintió gravemente. Al cabo de unos momentos me hizo señas de que me acercase. Me aproximé a él y le puse la mano en la rodilla en señal de sumisión. El soberano me ayudó a levantarme.

—¿De modo que en esto se ha convertido el poderoso Tiglath Assur? «Soy hijo de Sennaquerib, Rey de Reyes», ¿no es eso?

Y estalló en sonoras carcajadas.

No me sentía avergonzado porque ya estaba familiarizado con aquellas muestras de hilaridad que a la sazón proferían múltiples gargantas. El rey me cogió del brazo y me acercó a él como si deseara examinarme más de cerca.

—Dentro de unos años este joven levantará una montaña de cabezas a los pies de nuestro señor.

Ignoro quién pronunció aquellas palabras, pero, al oírlas, el rey intensificó sus risas que parecieron caer sobre mí como puñetazos. De pronto me dio unos golpecitos con el dorso de la mano bromeando y fingió sorprenderse al ver que no me tambaleaba. De nuevo resonaron sus risas en el gran salón porque el soberano se sentía satisfecho de mí y de sí mismo.

Alcé los ojos para ver su rostro porque me parecía indigno que el hijo del rey tuviese que fijar la mirada en el suelo como cualquier gañán, y me sorprendió descubrir que desviaba inmediatamente la cabeza. No me miró directamente, por lo que durante un momento, sólo un momento porque los grandes hombres son reacios a ser observados, logré estudiar su rostro.

Comprobé que, efectivamente, no me había equivocado: en sus ojos pude leer lo que había percibido con mi rápida intuición infantil, aunque no sabía expresarlo con palabras. El temible monarca, el escogido de Assur, el señor del universo, tenía miedo. Se mostraba temeroso y asustado. No de mí, ¿quién temería a un muchacho?, sino de la vida. De todos modos era un hombre y sobre él pesaban enormes responsabilidades. Y, compadecido, desde el fondo de mi corazón le llamé «padre».

—Te guardo una sorpresa —me anunció—. ¿A ver si adivinas a quién verás esta noche, muchacho? —Levantó el brazo y señaló hacia un oscuro rincón de la estancia. Mas aunque agucé los ojos únicamente distinguí una puerta entornada—. ¡Tu madre, muchacho! ¡Ve, tienes mi permiso! ¡Corre a verla!

El gran rey, donador de dádivas, no se hubiera ganado mejor mi reconocimiento si hubiese puesto media Asia a mis pies. Embargado por la profunda confusión que sentía, ni siquiera me incliné para despedirme de su sagrada presencia. La sangre circulaba rápidamente por mis venas mientras corría hacia aquel rincón sombrío como un halcón sobre su presa.

Allí se encontraba mi hermosa madre de cabellos cobrizos, arrodillada en la lóbrega estancia y abriéndome los brazos, a los que me arrojé estrechando mi cuerpo contra el suyo. Merope se echó a llorar, me acunó en sus brazos entre sollozos y sus lágrimas cayeron sobre mi espalda. Hasta aquel momento no pude comprender cuánto había anhelado su presencia. ¿Qué significaban la gloria, qué el favor de los reyes comparado con el dulce abrazo de mi madre, cuya compañía me habían arrebatado? ¿En qué otro lugar que no fuesen sus brazos podría sentirme dichoso? Permanecimos largo rato en silencio sin poder articular palabra: habíamos enmudecido.

—¡Mi Lathikadas, mi hermoso hijo, cuánto has crecido! —dijo por fin, manteniéndome a cierta distancia para comprobarlo con sus propios ojos.

Y realmente era cierto: lo leí en sus ojos, que eran azules como los míos. Pensé que aquello era mejor que ser un rab shaqe. Me erguí sonriente y ella me contempló a placer.

—Ciertamente has crecido mucho. Ahora eres casi un hombre —añadió sonriéndome a su vez, pero con una expresión triste como si considerase la distancia que nos separaba—. Cuéntame todo cuanto te ha sucedido. ¿Te gusta ser soldado? ¿Has hallado todo cuanto deseabas en la Casa de la Guerra?

«¿Qué fue lo que leí en su rostro en aquel instante? ¿Acaso temía oírme decir que era dichoso en el cuartel real, entre caballos y crueles instrumentos de combate? ¿Tal vez sospechaba que aquel nuevo ídolo la había sustituido en mi corazón? ¿O quizá preferiría saberme feliz y pensar que el sacrificio de perderme había valido toda la angustia y soledad que tenía que sufrir?». Lo ignoraba. Un niño no puede saber esas cosas porque no comprende ninguna dicha ni desgracia que no sean las propias y, sin embargo, percibí que en aquel momento no sólo tenía la facultad de aliviar sus sufrimientos sino que, si me expresaba equivocadamente, la agobiaría aún más.

—¡Oh, Merope! —exclamé cogiendo su rostro entre mis manos—. ¡Si pudieras presenciar la gloria de aquel lugar, si pudieras verme allí, te sentirías orgullosa de tu hijo!

Y se lo expliqué todo. Le hablé de Tabshar Sin que era manco y de mi esclavo griego, de las proezas que realizaba con la jabalina, de la habilidad de Asarhadón en la lucha, de los carros que levantaban nubes de polvo con sus veloces ruedas y le describí los destellos que arrancaba el sol a las espadas cuando practicábamos esgrima. No me cansaba de hablar. Las palabras brotaban de mis labios como una riada y ella seguía inmóvil, contentándose con verme y admirarme. No obré erróneamente contándole todo aquello, pues era lo que deseaba oír. Y comprendía que no me había perdido, que yo había quedado en libertad liberándola asimismo a ella, pero que seguía en mi corazón.

Mas cuando le pregunté cómo seguían las cosas en el gineceo se mostró evasiva.

—¡Oh, hijo mío…! Allí todo continúa igual —desvió la mirada—. El surtidor sigue resonando entre un murmullo de risas infantiles. ¿Recuerdas la pequeña gacela? Creció y se la llevaron…

—¿Y qué ha sido de Asharhamat, madre? ¿Sigue siendo tan bonita? ¿Se acuerda de mí?

Era una pregunta inocente, pero mi madre me cubrió la boca con las manos como si hubiese proferido una terrible maldición que pudiese caer sobre mi cabeza.

—¡No debes nombrarla, hijo mío! ¡Has de olvidarla! ¡Tienes que olvidar su existencia!

Me estrechó de nuevo contra su corazón y, aunque no lloraba, comprendí que se sentía desdichada. Dada mi juventud no podía adivinar la razón.

—Ahora ve… —añadió de pronto dándome un empujón—. Ya no me perteneces, Lathikadas. Vuelve con tu padre…, eres suyo. Le perteneces a él y a su dios. Olvídame y sé dichoso.

Creí que no podría resistirlo. El momento de la separación había llegado y en aquella ocasión comprendí que la perdía para siempre. Se me llenaron los ojos de lágrimas y creí que el corazón me estallaría en el pecho.

—Te libraré del gineceo, Merope —le aseguré, expresándome dificultosamente y asiéndome a sus brazos como si estuviera a punto de hundirme en la tierra—. ¡Ya lo verás! El rey está satisfecho conmigo. Conseguiré sacarte de aquí. ¡Nunca te olvidaré!

A mi espalda la puerta se abrió ligeramente y distinguí la presencia de un eunuco que aguardaba para llevarse a mi madre a su jaula dorada. Los sollozos sofocaron mi garganta. Pero Merope ya se había levantado y se perdía entre las sombras. Hubiese deseado correr hacia ella una vez más, pero me tendió los brazos para impedírmelo. Pese a la oscuridad reinante, advertí que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¡Adiós, Lathikadas, hijo mío! —susurró—. Ya no puedo darte mi cariño. Olvídame, hijo; pero recuerda que te quiero más que a mi vida.

Y desapareció. La puerta se cerró y me quedé solo.