Comience el nuevo día con un tazón de maíz tostado Ubik, el sabroso y nutritivo cereal maduro, dorado y crujiente. El maíz tostado Ubik, la nueva delicia para el paladar, está… ¡para chuparse los dedos!
No exceder la ración recomendada.
Le impresionó la diversidad de automóviles. Vio representados modelos de muchos años y muchas formas. El detalle de que la mayoría estuvieran pintados de negro no podía atribuirse a un capricho de Jory: era auténtico. Pero ¿cómo lo supo?
«Resulta muy curioso el conocimiento que tiene Jory de los detalles más insignificantes del mundo de 1939, una época en la que no vivía ninguno de nosotros excepto Runciter», reflexionó.
No tardó en comprender la razón. Jory le había dicho la verdad: él no había construido aquel mundo, sino el de su propia época, o más bien una reproducción fantasmagórica. La regresión hacia formas anteriores no era cosa suya, sino que sucedía a pesar de sus esfuerzos. Era un atavismo natural que se ponía en marcha al menguar las fuerzas de Jory. «Debe de suponer un esfuerzo tremendo, tal como ha dicho. Es sin duda la primera vez que se ve forzado a crear un mundo tan complejo, para tantas personas a la vez. No es nada habitual que interconecten tantos semivivos. Le hemos puesto bajo una presión anormal. Y lo estamos pagando».
Vio pasar un traqueteante taxi Dodge y le hizo una seña con la mano; el vehículo se acercó ruidosamente a la acera. «Voy a comprobar lo que dijo Jory acerca de los límites de este semimundo», decidió.
—Lléveme de paseo por la ciudad. Vaya donde mejor le parezca quiero ver todos los edificios, todas las calles y toda la gente que pueda. Cuando me haya mostrado todo Des Moines, quiero que me lleve a la localidad más cercana.
—No hago carreras entre ciudades, señor —dijo el conductor, abriéndole la puerta—, pero estaré encantado de darle un paseo por Des Moines. Es una ciudad muy bonita. Usted no es de aquí, ¿verdad?
—No, soy de Nueva York —respondió Joe mientras subía al taxi.
El vehículo se metió en el tráfico.
—¿Qué se dice de la guerra, por Nueva York? —preguntó el taxista—. ¿Cree que vamos a intervenir? Parece que Roosevelt…
—No me apetece hablar de política ni de la guerra —cortó secamente Joe.
Pasaron un rato en silencio.
Mientras contemplaba los edificios, la gente y los coches, Joe no cesaba de preguntarse cómo podía mantener Jory todo aquello. «Tantos y tantos detalles… Pronto llegaremos al límite; ya debe de estar cerca».
—Dígame: ¿hay algún prostíbulo aquí en Des Moines? —preguntó.
—No, señor.
«Puede que Jory no sepa cómo organizarlo, al ser tan joven. O quizá no lo apruebe». De pronto se sintió muy fatigado. «¿Adónde me dirijo, y para qué?», se preguntó. «¿Para probarme a mí mismo que Jory dice la verdad? Ya sé que es verdad: vi esfumarse al médico y vi salir a Jory de dentro de Don Denny. Debería tener suficiente. Ahora no hago más que someterle a una nueva tensión, y así sólo conseguiré aumentar su voracidad. Será mejor dejarlo. Esto no tiene ningún objeto».
Y, como el propio Jory había dicho, pronto cesarían los efectos del Ubik. «No quiero pasar mis últimas horas dando vueltas por Des Moines. Debe haber algo más».
Distinguió en la acera a una muchacha que caminaba con paso desenvuelto y despreocupado; parecía entretenerse mirando escaparates. Era una joven muy hermosa, con dos simpáticas colas rubias, vestida con un jersey abierto sobre la blusa, falda de un rojo intenso y zapatos de tacón alto.
—Pare allí, junto a la chica rubia —ordenó al taxista.
—Ni siquiera le dirigirá la palabra —pronosticó éste—. Llamará a un guardia.
—No importa —repuso Joe; a aquellas alturas, ya casi nada importaba.
El Dodge aminoró la velocidad y frenó junto a la acera con un chirrido de protesta de los neumáticos. La chica dirigió la mirada hacia el coche.
—Buenas, señorita —saludó Joe.
Ella le observó con curiosidad, agrandando un poco los ojos azules de mirada cálida e inteligente, sin mostrar rechazo ni alarma. Parecía más bien divertirle el gesto de Joe, pero sin asomo de desdén, de una forma amistosa.
—¿Sí?
—Voy a morirme —dijo Joe.
—¡Dios mío! —exclamó ella con preocupación—. ¿De veras va a…?
—Nada de eso, no está enfermo —intervino el taxista—. Anda en busca de mujeres y sólo quiere conquistarla.
La chica soltó una carcajada, sin ninguna hostilidad, y no se alejó.
—Es casi la hora de cenar —dijo Joe—. ¿Me permite llevarla a un restaurante? Me han dicho que el Matador es un buen sitio.
Su fatiga había aumentado; sentía todo su peso en los hombros, y advirtió con mudo y horrorizado desaliento que era la misma clase de fatiga que se había apoderado de él en el vestíbulo del hotel, después de mostrar la citación a Pat. Y el frío: la sensación de estar en una friovaina volvía sigilosamente a dominarle. «Están pasando los efectos del Ubik. Ya no me queda mucho», se dijo.
Algo de ello debió de reflejarse en su rostro, porque la muchacha se inclinó para mirarle a través de la ventanilla.
—¿Se siente mal?
Joe respondió con esfuerzo.
—Me estoy muriendo, señorita.
La herida que tenía en la mano empezaba a palpitar y las huellas del mordisco iban haciéndose visibles. Aquello bastaba para llenarle de pánico.
—Dígale al taxista que le lleve al hospital.
—¿No podríamos ir juntos a cenar?
—¿Es eso lo que quiere, estando tan… tan enfermo? ¿De veras está enfermo? —Abrió la puerta—. Quiere que le acompañe al hospital, ¿no es eso?
—No, al Matador —dijo Joe—. Pediremos filete de topo marciano a la brasa. —Recordó que en aquella época no se conocía aún tan delicioso bocado de importación—. No, pediremos bistec de ternera. ¿Le gusta el bistec de ternera?
La joven subió al taxi y dio instrucciones al conductor.
—Quiere ir al Matador.
—Muy bien, señorita.
El taxi enfiló la calzada y al llegar al primer cruce viró en redondo. «Vamos camino del restaurante», pensó Joe. «No sé si llegaré». El frío y el cansancio se habían adueñado por completo de él: sentía apagarse uno a uno todos los procesos de su fisiología. Sus órganos carecían de futuro: el hígado no necesitaba ya producir glóbulos rojos, los riñones no tenían por qué segregar residuos y los intestinos no tenían una función precisa. Sólo persistía el corazón, latiendo penosamente, y la dificultad que hallaba en respirar: cada vez que inspiraba sentía en el pecho el peso de un bloque de cemento. «Es mi lápida», se dijo. La mano volvía a sangrar; veía gotear lentamente un fluido espeso y oscuro.
—¿Un Lucky? —ofreció la joven, tendiéndole un paquete de cigarrillos—. Dorados al sol de Virginia, como dice el anuncio. El que dice ¡Qué placer fumar un Lucky!, no aparecerá hasta el año…
—Me llamo Joe Chip —dijo Joe.
—¿Quiere que le diga cómo me llamo yo?
—Sí —dijo Joe, cerrando los ojos.
Ya no podía hablar, o al menos no se sentía capaz de hacerlo durante los minutos siguientes. Aun así, alcanzó a hacer una pregunta.
—¿Le gusta Des Moines? ¿Hace mucho que vive aquí? —Escondió la mano para que ella no la viera.
—Parece muy cansado, señor Chip.
—No es nada —dijo Joe con un gesto vago.
—Yo no opino lo mismo. —La joven abrió su bolso y revolvió con viveza su contenido—. Mire, yo no soy una simple deformación de Jory; yo no soy como él —señaló al taxista—, ni como esas casitas que ve, ni como esas tiendas que hay a lo largo de la calle; yo no soy una de esas personas que ve circular en coches antediluvianos. Tenga, señor Chip, esto es para usted —dijo tendiéndole un sobre que había sacado del bolso—. Ábralo ahora mismo. No deberíamos habernos demorado tanto.
Joe rasgó el sobre con dedos torpes. Halló en su interior un certificado de aspecto solemne, cargado de orlas. Sin embargo, el texto le bailaba ante los ojos: estaba demasiado cansado para leerlo.
—¿Qué dice? —preguntó a la joven, poniéndole el papel en el regazo.
—Es de la empresa que fabrica el Ubik —explicó ella—. Se trata de un vale por un suministro vitalicio y gratuito del producto; es gratuito porque conozco sus problemas monetarios, su llamémosle idiosincrasia. Al dorso hay una relación de las farmacias que lo sirven. En Des Moines hay dos, y no están abandonadas. Propongo que vayamos a una de ellas antes de cenar. —Se inclinó hacia delante y mostró al taxista un papel con algo escrito—. Llévenos a esta dirección, y apresúrese porque estarán a punto de cerrar.
Joe se reclinó en el asiento, boqueando.
—No se inquiete: llegaremos a tiempo —dijo, dándole una palmadita en el brazo para tranquilizarle.
—¿Quién es usted? —preguntó Joe.
—Me llamo Ella. Ella Hyde Runciter. Soy la esposa de su jefe.
—Sí, usted también está en una friovaina, como nosotros.
—Lo he estado durante algún tiempo, como usted sabe. Pronto voy a renacer en otra matriz, creo. Eso es lo que dice Glen, al menos. A veces sueño con una luz rojiza, pero no es la matriz moralmente adecuada para nacer de ella —dijo, subrayando la última frase con una risa cálida e intensa.
—Usted es la otra fuerza —dijo Joe—. Jory nos destruye, y usted trata de ayudarnos. Detrás de usted no hay nadie, como tampoco hay nadie detrás de Jory. He llegado a los últimos entes que intervienen en todo esto.
Ella objetó con cierta ironía.
—Yo no me considero un «ente», me considero más bien Ella Runciter.
—Pero lo que digo es cierto.
—Sí —confirmó ella con expresión sombría.
—¿Por qué actúa en contra de Jory?
—Porque Jory me invadió, amenazándome como le amenaza a usted. Los dos sabemos muy bien lo que hace: él mismo se lo dijo en el hotel. A veces es muy poderoso; llega incluso a suplantarme cuando estoy en actividad y trato de comunicarme con Glen, pero de todos modos creo que me las arreglo frente a él mejor que la mayoría de los semivivos, con Ubik o sin él. Mejor que su grupo, por ejemplo, aun actuando conjuntamente.
—Sí, es cierto —reconoció Joe. Estaba más que demostrado.
—Cuando vuelva a nacer —prosiguió Ella—, Glen ya no podrá comunicarse conmigo. Tengo una razón muy egoísta y pragmática para auxiliarle, señor Chip: quiero que me sustituya. Quiero que haya alguien a quien Glen pueda pedir consejo y ayuda; alguien en quien pueda confiar. Usted es la persona ideal: hará en la semivida lo que hacía en vida. Por lo tanto, en cierto sentido, no obro impulsada por elevados sentimientos. Le salvé de Jory por una razón muy válida, de sentido común. Y Dios sabe cuánto detesto a Jory.
—¿No sucumbiré yo una vez renazca usted?
—Tendrá el suministro vitalicio de Ubik, como consta en el certificado.
—Quizá logre derrotar a Jory.
—¿Quiere decir destruirle? —Ella reflexionó un momento—. No es invulnerable, y quizá con el tiempo descubra la forma de anularle. Es lo mejor que puede desear, pero no creo que pueda destruirle realmente, es decir, consumirlo del modo que él consume a los semivivos instalados cerca en el moratorio.
—Demonios, le contaré a Glen Runciter cuál es la situación y haré que expulse a Jory del moratorio.
—Glen carece de autoridad para hacerlo.
—Entonces, que sea Herbert Schoenheit von Vogelsang…
—La familia de Jory le paga mucho dinero al año para que lo mantenga cerca de los otros y vaya inventando justificaciones aceptables para seguir haciéndolo. Además, hay seres como Jory en todos los moratorios. La guerra contra ellos estalla allí donde hay semivivos: es una regla propia de este tipo de existencia.
Calló, y por primera vez Joe vio ira en su semblante, un aire irritado y taciturno que deshacía su placidez.
—Debemos combatirles desde este lado del cristal; debemos hacerlo nosotros, los semivivos, los que sufrimos las continuas depredaciones de Jory. Tendrá que hacerse cargo de ello cuando yo renazca, señor Chip. ¿Se siente capaz de hacerlo? Será difícil: Jory absorberá constantemente sus fuerzas, hará caer sobre usted una carga que sentirá como… —dudó— la proximidad de la muerte, y en realidad será eso, porque en la semivida, pese a todo, vamos debilitándonos inexorablemente. Sólo Jory gana vitalidad. Tarde o temprano se apodera de uno la fatiga y el frío. Pero aún no ha llegado el momento.
«Recordaré lo que le hizo a Wendy; esto me dará fuerzas para seguir» se propuso Joe.
—La farmacia, señorita —anunció el taxista. El vehículo se acercó asmáticamente a la acera, hasta detenerse.
—Yo no entraré —dijo Ella Runciter mientras Joe abría la puerta y se deslizaba tembloroso hacia el exterior—. Adiós. Gracias por la lealtad que ha demostrado para con Glen y gracias por lo que hará por él. —Se inclinó hacia Joe y le besó en la mejilla. Él sintió el contacto de sus labios llenos de vida y le pareció que algo de ésta había pasado a su cuerpo, como si cobrara fuerzas—. Buena suerte frente a Jory.
Ella se reclinó en el respaldo del asiento con el bolso en las rodillas, arreglándose con movimientos pausados. Joe cerró la portezuela del taxi y se dirigió titubeante hacia la farmacia. El vehículo arrancó. Joe Chip oyó el ruido a su espalda pero no lo vio alejarse.
Apenas entró en el mal iluminado interior del solemne establecimiento, salió a su encuentro un farmacéutico calvo, vestido con una severa chaqueta oscura, pajarita y pantalones de sarga impecablemente planchados.
—Lo siento, señor, vamos a cerrar. Iba a bajar la persiana.
—Pero ya estoy dentro y tiene que atenderme —protestó Joe, mostrándole acto seguido el certificado.
Forzando la vista a través de sus gafas de cristales redondos sin montura, el boticario descifró la inscripción impresa en caracteres góticos.
—¿Va a atenderme? —insistió Joe.
—Ubik… Creo que ya no me queda. Déjeme ver…
—Jory —dijo Joe.
El farmacéutico, que se dirigía a comprobar las existencias del producto, se volvió en redondo.
—¿Perdón?
—Tú eres Jory —dijo Joe. «Lo sé; estoy aprendiendo a reconocerle en cuanto se me pone delante», se dijo—. Tú inventaste esta farmacia, con todo lo que hay dentro excepto los botes de aerosol Ubik. Sobre el Ubik no tienes ningún poder, porque viene de Ella.
Empezó a andar con esfuerzo, cubriendo paso a paso la distancia que separaba el mostrador de los anaqueles de medicamentos. Los recorrió uno a uno, escudriñando la penumbra en busca de los botes de Ubik. La iluminación del local había bajado; los viejos apliques empezaban a desvanecerse.
—He hecho que todos los botes de Ubik que hay en esta farmacia retrocedan hasta el estadio de frascos de bálsamo hepático–renal —dijo el farmacéutico con atiplada voz de adolescente—. Ahora ya no sirven.
—Iré a otra farmacia que los tenga —dijo Joe. Se acodó en el mostrador, tragando lentas e irregulares bocanadas de aire.
—Estará cerrada —anunció Jory desde el interior del boticario calvo.
—Pues iré mañana. Puedo resistir hasta mañana por la mañana.
—No, no podrá. Y de todos modos el Ubik que haya en otra farmacia también se habrá transformado.
—Iré a otra ciudad.
—Habrá sufrido la misma regresión en todas partes. Se habrá convertido en ungüento, en polvo, en elixir o en bálsamo hepático–renal. Nunca logrará dar con un bote de aerosol, Chip.
Jory, encarnado en el farmacéutico, sonreía dejando al descubierto una dentadura postiza de celuloide.
—Puedo… —Joe se interrumpió, tratando de reunir los restos de su ya escasa vitalidad, tratando de devolver el calor a su cuerpo aterido de frío y entumecido—. Puedo… hacer que vuelva al presente… a mil novecientos noventa y dos.
—¿En serio? —El farmacéutico le tendió una caja rectangular de cartón—. Aquí tiene. Ábralo y verá.
—Ya sé lo que veré.
Joe se concentró en el frasco azul de bálsamo hepático–renal. «Avanza, transfórmate, evoluciona», le ordenó mentalmente, poniendo en ello toda la urgencia de su necesidad. Invertía en aquel frasco toda la energía que le quedaba. No cambió. «Estoy en el mundo normal», dijo para sí.
—¡Aerosol! —exclamó, y cerró los ojos, agotado.
—No es ningún pulverizador, señor Chip —dijo el farmacéutico, que iba de un lado para otro, apagando las luces. Apretó una tecla de la caja registradora y se abrió el cajón. Con movimientos de experto, apiló las monedas y guardó los billetes en una caja de metal con candado.
—Eres un bote de aerosol —dijo Joe al envase de cartón que sostenía en la mano—. Estamos en mil novecientos noventa y dos.
Intentaba transformarlo todo, volcándose por completo en el esfuerzo.
Se apagó la última luz, al accionar el interruptor el pseudofarmacéutico. En el interior de la tienda brillaba un débil resplandor procedente del farol que había en la calle. En él distinguió Joe la forma del objeto que tenía en la mano. El farmacéutico abrió la puerta.
—Vamos, señor Chip, ya es hora de irse a casa. Se equivocó. Ya no la verá más, porque está muy lejos en el camino que lleva a un nuevo nacimiento; ya no se acuerda de usted, ni de mí, ni de Runciter. Lo que ve Ella ahora son varias luces: rojas y nebulosas, acaso anaranjadas…
—Esto que tengo en la mano es un bote de aerosol —dijo Joe.
—No, señor Chip. De veras lo siento, pero no lo es —negó el boticario.
Joe dejó la caja de cartón en el mostrador más cercano. Se volvió con aire digno e inició la larga marcha a través del local hacia la puerta que le abría el hombre. Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que Joe cruzó por fin el umbral y salió a la acera, sumida ya en la semioscuridad.
El farmacéutico salió tras él. Se inclinó y cerró la tienda.
—Me quejaré al fabricante por… —Joe no pudo terminar la frase: algo le estrangulaba. No podía hablar ni respirar. Finalmente, la presión cedió—. Por el estado del producto.
—Buenas noches —dijo el boticario.
Se quedó mirando a Joe durante algunos momentos, a la débil luz del crepúsculo. Luego se encogió de hombros y se alejó.
Joe distinguió a su izquierda la oscura silueta de un banco en el que varias personas esperaban el tranvía. Consiguió llegar hasta él y tomar asiento. Las otras personas, dos o tres, se apartaron de él. No supo si era por aversión o para hacer sitio; tampoco le preocupaba. Sólo sentía el apoyo que le prestaba el banco y la liberación parcial de la enorme inercia de propio peso. «Ya es cuestión de minutos, si mal no recuerdo. Cielos, lo que me espera. Y ya es la segunda vez», se dijo.
«De todas formas, lo intentamos», pensó, contemplando el parpadeo amarillo de los anuncios luminosos y la riada de vehículos que pasaba en ambas direcciones ante sus ojos. Runciter había luchado con todas sus fuerzas; Ella había peleado con uñas y dientes contra todo aquello durante largo tiempo. «Y casi hago evolucionar el frasco de bálsamo hepático–renal Ubik hasta el presente. Casi lo consigo». Saberlo le daba una especie de conciencia de su propia fuerza, del valor de su última y trascendental tentativa.
El tranvía, un enorme monstruo metálico, se detuvo con un rechinar de ruedas ante el banco. La gente que había cerca de Joe se puso en pie y abordó apresuradamente la plataforma trasera.
—¡Eh, oiga! —le gritó el cobrador—. ¿Sube o no sube?
Joe no respondió. El cobrador esperó un momento y tiró del cordón de la campanilla. El tranvía arrancó con estrépito y se alejó hasta desaparecer. «Mucha suerte y hasta la vista» le dijo mentalmente Joe, oyendo apagarse poco a poco el chirriar de las ruedas. Se apoyó en el respaldo del banco, con los ojos cerrados.
—Perdone. —Una chica vestida con un abrigo de piel de avestruz sintética se inclinaba hacia él en la oscuridad. Joe la miró y volvió a la consciencia—. ¿Es usted el señor Chip? —preguntó. Era esbelta y hermosa. Llevaba sombrero, guantes, zapatos de tacón alto, y también algo en la mano: Joe distinguió la forma de un paquete—. ¿El señor Chip, de Nueva York, de Runciter Asociados? No quisiera darle esto a otra persona.
—Sí, soy Joe Chip. —Creyó por un momento que la chica podía ser Ella Runciter, pero no la había visto nunca—. ¿Quién la envía?
—El doctor Sondebar —respondió la muchacha—. El doctor Sondebar hijo, sucesor del doctor Sondebar padre.
—¿Quién es ese doctor? —El nombre no le decía nada, pero de pronto recordó dónde lo había visto antes—. Ah, sí, el del bálsamo; hojas de adelfa, esencia de menta, carbón vegetal, cloruro de cobalto, óxido de zinc… —dejó de hablar, presa de agotamiento.
—Por medio de las más avanzadas técnicas de la ciencia moderna, la regresión de la materia hacia formas primitivas puede ser invertida, a un precio al alcance del propietario de cualquier apartamento. Ubik se vende únicamente en los mejores establecimientos de artículos para el hogar de la Tierra. Solicítelo en su tienda habitual, señor Chip.
Le entregó el paquete.
—¿Solicitarlo? ¿dónde? —Se levantó con gran esfuerzo y se quedó de pie, balanceándose como si estuviera ebrio—. Usted es de mil novecientos noventa y dos. Lo que ha dicho corresponde a un anuncio de Runciter que salió por televisión.
Se levantó un viento nocturno y Joe sintió su empuje: le arrastraba, se lo llevaba. Le parecía haberse reducido a una informe pelota de trapo a punto de deshacerse.
—Sí, señor Chip. Con lo que ha hecho dentro de la farmacia hace unos minutos, me ha traído aquí desde el futuro. Me ha hecho venir directamente de la fábrica. Si no se siente con fuerzas, puedo rociarle yo misma, señor Chip. ¿Quiere que lo haga? Soy representante y asesora técnica oficial de la firma: sé cómo aplicarlo.
Le arrebató con gesto rápido el paquete de las temblorosas manos, abrió el envoltorio y sin pérdida de tiempo le roció con Ubik. Joe vio brillar el bote en la oscuridad; distinguió los rótulos de alegres colores.
—Gracias —dijo al cabo de unos momentos. Se sentía mejor, más caliente.
—Esta vez no ha necesitado tanto como en el cuarto del hotel; debe de estar más fuerte que antes. Tenga, quédese con la lata; puede hacerle falta esta noche.
—¿Podré conseguir otra cuando se acabe?
—Por supuesto. Habiéndome traído hasta aquí una vez, supongo que podrá hacerlo de nuevo, de la misma forma. —Empezó a alejarse de él.
—¿Qué es el Ubik? —preguntó Joe, deseando retenerla.
—Un bote de aerosol de Ubik —respondió la joven— consiste en un ionizador negativo portátil, con una unidad autocontenida, de alto voltaje y baja intensidad, alimentada por una pila de helio de veinticinco kilovatios de ganancia máxima. Los iones negativos reciben un giro de sentido contrario a las agujas del reloj, que les imprime una cámara de aceleración de nuevo diseño, creadora de una fuerza centrípeta tal que las partículas ganan cohesión en vez de dispersarse. Un campo iónico negativo reduce la velocidad de los protofasones habitualmente presentes en la atmósfera. Al disminuir su velocidad dejan de ser protofasones y, según el principio de paridad, ya no pueden enlazarse con los protofasones irradiados por individuos conservados en friovainas, lo cual significa, al menos durante un cierto lapso de tiempo, un incremento de la intensidad del campo de actividad protofasónica… que es experimentado por el semivivo en forma de un aumento de la vitalidad y una atenuación de las sensaciones de frío características de las temperaturas de hibernación. Por ello no le resultará difícil comprender por qué las formas degeneradas de Ubik no lograban…
—Lo de iones negativos es una redundancia —dijo Joe de forma refleja—. Todos los iones son negativos.
La chica se alejó de nuevo.
—Espero volver a verle —dijo gentilmente—. Ha sido una satisfacción para mí traerle el aerosol. Quizá la próxima vez…
—Quizá la próxima vez podamos cenar juntos —dijo Joe.
—Será un placer.
La muchacha se alejaba cada vez más.
—¿Quién inventó el Ubik? —quiso saber Joe.
—Un grupo de semivivos dotados de sentido de la responsabilidad a los que Jory amenazaba, pero principalmente Runciter. Ella y los otros tuvieron que trabajar muy duramente para obtenerlo, y en estos momentos todavía no hay mucho Ubik disponible.
Se alejaba con movimientos a la vez furtivos y pausados; finalmente, desapareció.
—Cenaremos en el Matador. Tengo entendido que Jory hizo un gran trabajo al crearlo, o al hacerlo involucionar, o lo que fuera. —Se quedó escuchando, pero la muchacha no respondió.
Llevando con sumo cuidado el bote de Ubik, Joe Chip empezó a andar hasta perderse entre el ajetreo de las calles en busca de un taxi.
Se detuvo al pie de un farol para examinar la lata de Ubik y leyó lo que decía la etiqueta.
Creo que se llama Myra Laney. Encontrará su dirección y número de teléfono al dorso.
—Gracias —dijo Joe al bote.
«Estamos atendidos por espectros orgánicos que por medio de palabras y escritos penetran en este medio que es nuevo para nosotros», pensó. «Son fantasmas reales, atentos y sabios, que viven en el mundo de la auténtica vida, algunos elementos de la cual llegan a nosotros en forma de astillas, punzantes pero de impagables efectos, de una sustancia que palpita como un corazón. De entre todos ellos, vaya mi particular agradecimiento a Glen Runciter, que escribe tantas notas de instrucciones y redacta el texto de tantas etiquetas. Son notas de un inmenso valor».
Levantó el brazo para que se detuviera un rezongante taxi Graham modelo 1936 que pasaba por allí.