Capítulo 15

¿Será que tengo mal aliento, Tom?

Mira, Ed: si tanto te preocupa, prueba con Ubik, el dentífrico con espuma de acción germicida. Empleado según las instrucciones, resulta totalmente inofensivo.

Se abrió la puerta de la vetusta habitación y entró Don Denny, acompañado de un hombre de mediana edad con apariencia responsable y el cabello gris pulcramente arreglado. El semblante de Denny mostraba su aprensión.

—¿Cómo se encuentra, Joe? ¿Por qué no se ha acostado? Métase en la cama, por el amor de Dios.

—Túmbese, por favor, señor Chip —dijo el médico poniendo el maletín encima del tocador y abriéndolo—. Aparte de los nervios y de las dificultades respiratorias, ¿le duele algo? —Se acercó a la cama con un anticuado estetoscopio colgándole del cuello y un aparatoso instrumento para medir la presión arterial—. ¿Hay algún problema cardíaco en su historia clínica, o en las de sus padres? Desabróchese la camisa, por favor.

Acercó una silla de madera, sentándose en ella con aire expectante.

—Ahora estoy perfectamente —dijo Joe.

—Deje que el doctor le ausculte.

—Muy bien —transigió Joe, tendiéndose sobre la cama y desabrochándose—. Runciter se las ha arreglado para hablar conmigo —informó a Denny—. Nosotros estamos metidos en friovainas y él está al otro lado, tratando de establecer contacto. Hay alguien que quiere eliminarnos. No es Pat, o, al menos, no actúa sola. Ni Runciter ni ella saben qué es lo que sucede. ¿No vio usted a Runciter al abrir?

—No —respondió Denny.

—Estaba sentado al otro extremo de la habitación, hace un par de minutos. Me dijo «Lo siento, Joe» y eso fue lo último que oí antes de que cortara la comunicación y desapareciera por las buenas. Busque en el tocador, por si se dejó el bote de Ubik.

Denny buscó en el mueble y alzó el bote coloreado.

—Aquí está, pero parece vacío —dijo, agitándolo.

—Está casi vacío. Rocíese con lo que queda, ¡vamos! —ordenó Joe, gesticulando con énfasis.

—No hable, señor Chip —dijo el médico, que le estaba auscultando. Le arremangó y procedió a arrollar alrededor de su brazo la banda hinchable del manómetro.

—¿Cómo tengo el corazón? —preguntó Joe.

—Parece normal, aunque un poco acelerado.

—¿Lo ve? Ya me he recobrado —dijo Joe a Don Denny.

—Los otros se están muriendo, Joe.

Chip se incorporó a medias.

—¿Todos?

—Todos los que quedan —Denny sostenía el spray en la mano, sin hacer uso de él.

—¿Pat también?

—Al salir del ascensor en el segundo piso me he encontrado con ella. Empezaba a sufrir el ataque y parecía terriblemente rendida, como si no lo creyese posible. —Dejó el bote de Ubik—. Supongo que estaría convencida de hacerlo todo ella, con su facultad.

—Exacto, eso es lo que creía. ¿Por qué no emplea el Ubik, Denny?

—¿Para qué? Vamos a morir de todos modos, Joe; usted lo sabe tan bien como yo. —Se quitó las gafas de concha y se restregó los ojos—. Tras observar el estado de Pat, fui a las otras habitaciones y vi al resto de nosotros. Por eso he tardado tanto en llegar: hice que el doctor Taylor les examinase. Todavía se me hace increíble que se consuman tan deprisa. La aceleración del proceso ha sido condenadamente fuerte. Sólo en una hora…

—Aplíquese el Ubik o se lo aplicaré yo —le conminó Joe.

Don Denny volvió a tomar el bote, lo agitó y dirigió hacia sí el orificio del pulverizador.

—Muy bien, lo haré si es esto lo que quiere, pero sigo sin ver qué objeto tiene. Nos acercamos al final, ¿verdad? Todos los demás están muertos. Sólo quedamos usted y yo, ¿no es así? El efecto del Ubik cesará dentro de unas horas y usted no dispondrá de más. Con lo cual sólo quedaré yo.

Resuelto a hacerlo, Denny oprimió el botón que coronaba el tubo y vio formarse a su alrededor una nube de vapor refulgente, que palpitaba saturada de danzantes partículas de luz metálica. Desapareció en ella, oculto por la aureola radiante de excitación érgica.

Abandonando por un momento la tarea de medir la presión arterial de Joe, el doctor Taylor torció la cabeza para observar el fenómeno. Joe y él vieron condensarse el vapor: había formado un charco brillante en la alfombra y goteaba trazando franjas verticales de varios colores por la pared que tenía Denny a su espalda.

La nube que le ocultaba se disipó por fin.

Quien estaba de pie sobre la mancha que el vapor de Ubik había dejado al condensarse en la deslustradora alfombra no era Don Denny.

Era un adolescente de esbeltez algo ambigua y ojos como cuentas negras, desiguales bajo unas pobladas cejas. Lucía una indumentaria totalmente anacrónica: camisa blanca de fibra sintética, pantalones vaqueros y mocasines de cuero sin cordones. Eran ropas propias de la mitad del siglo. Joe observó una sonrisa en el rostro alargado; era una sonrisa echada a perder, una mueca frustrada antes de definirse y convertida en algo muy próximo a un rictus de astucia. No había en su figura dos rasgos que armonizasen: las orejas presentaban perfiles demasiado sinuosos para encajar con sus ojos de camaleón; el cabello lacio se contraponía a las enmarañadas cerdas de las cejas y, para Joe, la nariz era demasiado delgada, demasiado larga y demasiado afilada. Ni siquiera el mentón lograba un mínimo equilibrio con las otras facciones: presentaba una profunda muesca, una hendidura que sin duda penetraba en el hueso. Podía pensarse, y de hecho Joe lo pensó, que el creador de aquel ser le había asestado un golpe destinado a acabar con él; pero la materia, la sustancia que lo fundamentaba, resultó demasiado resistente; el niño no se había desmembrado y seguía viviendo, enfrentado incluso al poder que lo creara, del que se burlaba como se burlaba de todo lo demás.

—¿Quién eres tú? —preguntó Joe.

El muchacho se retorció las manos en una acción probablemente destinada a impedir un tartamudeo.

—A veces me llamo Matt y a veces Bill, pero casi siempre soy Jory. Este es mi verdadero nombre; Jory. —Al hablar mostraba una dentadura grisácea y desgastada, por la que asomaba en ocasiones una lengua pastosa.

Tras una pausa, Joe hizo otra pregunta.

—¿Dónde está Denny? Nunca estuvo en este cuarto, ¿verdad?

«Estará muerto, como los otros», pensó.

—Me lo comí hace mucho tiempo —respondió Jory—, justo al principio, antes de que llegaran de Nueva York. Primero me comí a Wendy Wright; Denny fue el segundo.

—¿Qué quieres decir con lo de «comértelos»?

«¿Lo dirá en su sentido literal?», se preguntó Joe, estremeciéndose de repulsión; un impulso animal le invadió, llenándole por completo el organismo, como si éste quisiera encogerse hasta desaparecer. Logró contenerlo, aunque no del todo.

—Hice lo que hago siempre. Es difícil de explicar, pero lo he venido haciendo durante mucho tiempo con un montón de semivivos. Me como su vida, o lo que queda de ella. En cada persona hay muy poca, y por lo tanto me hacen falta muchas. Antes aguardaba a que llevaran algún tiempo en la semivida, pero ahora las necesito de inmediato si quiero seguir vivo. Si se acerca, abriré la boca para que oiga las voces. No todas, claro: sólo las de los últimos que he tragado. Usted ya sabe quiénes son. —Se hurgó con la uña uno de los incisivos superiores, con la cabeza inclinada a un lado, atento a la reacción de Joe—. ¿No tiene nada que decir?

—Fuiste tú quien me hizo entrar en la agonía cuando llegué al vestíbulo del hotel, ¿no es cierto?

—Sí, fui yo, no Pat; a ella me la comí en el rellano, junto a la puerta del ascensor, y luego devoré a los otros. Creí que usted estaba muerto. —Hizo girar entre sus dedos el bote de Ubik que aún sostenía—. No entiendo qué es esto. ¿Qué contiene, y de dónde lo saca Runciter? —frunció el ceño—. Pero tiene usted razón, Runciter no puede elaborarlo porque está en el exterior. Esto procede de nuestro medio: tiene que ser así, puesto que del exterior no pueden llegar más que palabras.

—Así pues, no puedes hacerme nada —dijo Joe—. No puedes comerme, porque el Ubik te lo impide.

—No podré durante algún tiempo, pero el efecto del Ubik pasará.

—No puedes asegurarlo: no sabes qué es ni de dónde procede.

«Me pregunto si puedo matarle; parece un chico delicado, pero es la fuerza que aniquiló a Wendy», se dijo. «Estoy frente a él, cara a cara, como sabía que estaría tarde o temprano. Destruyó a Wendy, a Al, al verdadero Don Denny, incluso al cadáver de Runciter que yacía en el féretro, había de quedar en él o cerca de él algún crepitar residual de protofasones que le atrajo».

—No he podido terminar de tomarle la presión, señor Chip —dijo el médico—. Hágame el favor de tenderse.

Joe le miró y se volvió hacia Jory.

—¿Acaso no ha visto cómo te transformabas, no ha oído lo que has dicho?

—El doctor Taylor es una creación de mi mente, como todos los elementos que componen este pseudomundo.

—No lo creo —dijo Joe, y se dirigió al médico—. Usted le ha oído, ¿no, doctor?

El médico se esfumó de repente con un leve silbido seguido de un estampido hueco.

—¿Lo ve? —dijo Jory, ufano.

—¿Qué harás cuando termines conmigo? ¿Seguirás conservando este mundo, o pseudomundo, como tú lo llamas?

—Claro que no. No tendría ningún sentido.

—Entonces, es todo para mí; todo un mundo exclusivamente para mí.

—No es muy grande —dijo Jory—. Consta de un hotel en Des Moines y una calle con algunos coches, y un poco de gente, la que se ve por la ventana, además de algún que otro edificio, para que tenga algo que contemplar cuando se asome.

—Luego, ya no conservas nada de Nueva York, ni de Zurich, ni…

—¿Para qué? En esos sitios no hay nadie. Cuando usted o los otros miembros del grupo iban a alguna parte, yo edificaba una realidad tangible que correspondiera a sus expectativas mínimas. Cuando usted voló de Nueva York hasta aquí creé algunos cientos de kilómetros de paisaje rural, pueblo tras pueblo. Resultó agotador. Tuve que comer mucho para resistirlo. De hecho, fue la causa de que consumiera tan pronto a los otros después de llegar usted. Necesitaba recuperar energías.

—¿Y por qué el año treinta y nueve y no nuestro verdadero mundo, el de mil novecientos noventa y dos?

—Por el esfuerzo que representa. No puedo impedir que los objetos sufran regresiones. Hacerlo todo yo solo fue demasiado. Primero construí el mundo de mil novecientos noventa y dos, pero las cosas se estropeaban: las monedas, la leche, los cigarrillos, aquellos fenómenos que ustedes advirtieron. Encima vino Runciter a abrirse paso desde fuera, lo que hizo todo mucho más difícil para mí. Habría sido mejor que no se entrometiera —soltó una risita taimada—. De todos modos, la regresión no me preocupaba; sabía que usted la atribuiría a Pat Conley, porque se parecía a los efectos de su facultad. Pensé que los demás la matarían. Me habría gustado mucho —añadió, con una risa más audible.

—¿De qué sirve mantener en existencia este hotel y esta calle únicamente para mí, ahora que sé lo que son?

—Siempre lo hago así —dijo Jory manteniendo los ojos muy abiertos.

—Voy a matarte.

Joe se abalanzó hacia el muchacho con movimientos escasamente coordinados. Cayó sobre él con las manos abiertas, tratando de aferrarle el cuello y buscándole la tráquea. Con un gruñido de furia, Jory le dio una dentellada. Sus incisivos, grandes como palas, se clavaron profundamente en la diestra de Joe. No soltaban su presa. Jory levantó la cabeza con la mano de su adversario en las fauces para mirarle sin pestañear. Los dientes se hundieron en la carne y Joe se sintió sumergido en el dolor. «Me va a devorar», comprendió.

—No puedes hacerlo —exclamó, golpeando sin descanso la nariz de Jory—. El Ubik te impide acercarte a mí —dijo, buscándole los ojos—. No puedes, no puedes…

Jory masculló algo ininteligible, moviendo la mandíbula como una cizalla, triturándole la mano hasta que Joe fue incapaz de soportar el dolor y le propinó una patada. Los dientes soltaron su presa y Joe retrocedió, viendo cómo manaba la sangre de la mordedura.

—¡Santo Dios! —gritó horrorizado—. No puedes hacer conmigo lo que hiciste con ellos. —Cogió el bote de Ubik y apuntó la válvula hacia el amasijo sangrante en que se había convertido la mano. Apretó el botón rojo de plástico y fluyó de él un delgado chorro de partículas que se depositó formando una película sobre la carne desgarrada. El dolor desapareció al instante y la herida sanó ante sus propios ojos.

—Y usted no puede matarme —dijo Jory, sin perder su siniestra sonrisa.

—Me voy —dijo Joe. Se acercó a la puerta con paso inseguro y la abrió. Salió al sucio descansillo y empezó a andar con cautela, paso a paso. El suelo parecía sólido, no parte de ningún mundo irreal.

—No se aleje mucho —dijo Jory a su espalda—, no puedo mantener en actividad un área demasiado amplia. Por ejemplo, si se metiese en uno de esos coches y condujese durante kilómetros, tarde o temprano llegaría a un punto en el que todo desaparecería. No sería nada agradable para usted ni para mí.

—No tengo nada que perder.

Joe llegó a la puerta del ascensor y pulsó el botón. Jory siguió hablando.

—Los ascensores me crean dificultades, son muy complicados. Será mejor que baje por la escalera.

Joe esperó un poco y se dio por vencido. Siguiendo el consejo de Jory, emprendió el descenso por la escalera, la misma que había cubierto poco antes al precio de un esfuerzo sobrehumano.

«Bien, ya sé cuál es una de las dos fuerzas en acción», recapituló. «Jory es quien nos destruye; ya ha aniquilado al grupo entero, excepto a mí. Detrás de Jory no hay nada: todo termina en él. ¿Llegaré a verme cara a cara con el otro poder? Probablemente, cuando lo haga ya nada tendrá importancia». Volvió a mirarse la mano. Estaba completamente sana.

Llegó al vestíbulo y echó una ojeada a su alrededor, observando a las personas que lo ocupaban y contemplando la gran lámpara de cristal que pendía del techo. En muchos aspectos, Jory había realizado un trabajo excelente, a pesar de la regresión de las cosas hacia estadios primitivos. Tanteó el suelo con el pie. «Perfectamente real, impenetrable. Jory debe de tener una gran experiencia; habrá hecho esto muchas veces».

Se acercó al mostrador para hablar con el recepcionista.

—¿Qué restaurante me recomienda?

—Siga calle abajo y tuerza a mano derecha —dijo el empleado, dejando por unos instantes la tarea de ordenar la correspondencia—. El Matador. Le gustará, señor. Es un restaurante excelente.

—Estoy solo en la ciudad —dijo Joe sin pensarlo dos veces—. ¿Puede usted proporcionarme compañía? ¿Chicas?

El empleado respondió en tono cortante y desaprobador.

—En este hotel no ofrecemos esa clase de servicios, señor.

—Ya veo. Es un hotel decente, de ambiente familiar.

—Eso pretendemos, señor.

—Sólo estaba poniéndole a prueba. Quería saber exactamente en qué clase de hotel me alojo.

Se apartó del mostrador, cruzó el vestíbulo, bajó por la amplia escalinata de mármol y salió a la calle por la puerta giratoria.