No basta con una bolsa para impedir que se mezclen los olores de los alimentos: envuélvalos con Ubik, el plástico doméstico de las mil aplicaciones. Sus cuatro capas conservan la frescura de los alimentos y los protegen de la humedad. Observen este experimento…
—¿Me da un cigarrillo? —preguntó Joe.
Le temblaba la voz, pero no de frío ni cansancio: ambas sensaciones se habían disipado. «Estoy tenso, pero no me muero», se dijo. «La rociada de Ubik detuvo el proceso».
Tal como pronosticó Runciter en el anuncio televisado, recordó. «Si pudiera conseguir un tubo, no me pasaría nada. Pero es muy difícil», pensó sombríamente, «y esta vez por poco no llego a tiempo».
—No llevan filtro —dijo Runciter—. En esta época tan incómoda y atrasada no ponían sistemas de filtrado en los cigarrillos. —Ofreció a Joe una cajetilla de Camel, prendió un fósforo y se lo acercó—. Tenga, fuego.
—Es tabaco fresco —comentó Joe.
—No faltaría más: acabo de comprarlo en el puesto del vestíbulo. Ya llevamos mucho tiempo metidos en esto, y la fase de la leche pasada y el tabaco reseco ha quedado atrás. —Hizo una mueca que recordaba una sonrisa; sus ojos opacos, que no reflejaban la luz, tenían una extraña fijeza en la mirada—. En esto, digo, y no fuera de esto, hay una diferencia —recalcó, encendiéndose un cigarrillo.
Se reclinó en el respaldo de la butaca y fumó en silencio, sin perder su torvo semblante. A Joe le pareció cansado, pero no como él.
—¿Puede ayudar al resto del grupo? —le preguntó.
—Sólo tengo un bote de Ubik, y ya he gastado con usted la mayor parte de su contenido —dijo con gesto enojado; las manos le temblaban de indignación—. Mi capacidad de cambiar las cosas aquí es muy limitada. He hecho cuanto he podido. —Torció la cabeza para mirar a Joe fijamente—. Me puse en contacto con cada uno de ustedes aprovechando las menores ocasiones y todos los medios posibles. Hice todo lo que estaba en mi mano hacer. Que era bien poco, maldita sea: casi nada. —Se sumió en un silencio reconcentrado y meditabundo.
—En las paredes de los lavabos escribió que todos nosotros estamos muertos y usted vivo —dijo Joe.
—Es que estoy vivo —gruñó Runciter.
—¿Y nosotros estamos muertos?
Runciter hizo una larga pausa.
—Sí.
—Pero en el anuncio grabado…
—Aquello sólo pretendía empujarle a la lucha, moverle a buscar el Ubik. Y resultó, en efecto, al tiempo que yo seguía en su busca. Intenté hacérselo llegar una y otra vez, pero ya sabe lo que ocurría: ella lo enviaba todo al pasado. Con esa facultad que tiene actuaba sobre todos nosotros. Una y otra vez daba marcha atrás a las cosas y hacía inútiles mis esfuerzos, salvo las notas fragmentarías que me ingenié para colar en algunos objetos. —Gesticuló vigorosamente, apuntando a Joe con el índice—. Ya ve a qué me he enfrentado: a lo mismo que ustedes y que les está matando uno por uno. Con franqueza, Joe, todavía me admiro de haber hecho tanto.
—¿Cuándo comprendió lo que ocurría? ¿Lo supo desde siempre, desde el principio?
—¿El principio? ¿Qué significa eso? —repitió, mordaz, Runciter—. Todo esto empezaría hace meses, o años: Dios sabe desde cuándo lo estuvieron cocinando Hollis, Mick, Pat Conley, S. Dole Melipone y G. G. Ashwood, puliendo y repuliendo el plan. Caímos en el engaño y nos dejamos atraer a Luna. Dejamos que viniera Pat Conley, una mujer que no conocíamos y cuya facultad no entendíamos. Posiblemente no la entiende ni el mismísimo Ray Hollis. Es una habilidad relacionada de alguna manera con la reversión del tiempo, no exactamente la capacidad de viajar por él. Basta con un ejemplo: no puede ir al futuro. En cierto modo, tampoco puede ir al pasado; lo que hace, según alcanzo a comprender, es desencadenar un proceso que suscita estados primitivos inmanentes en las configuraciones de la materia. Pero usted no lo ignora: ya lo dedujo con Al. —Un acceso de ira hizo que le rechinasen los dientes—. Al Hammond, ¡qué gran pérdida! No pude hacer nada por él; no pude abrirme paso como ahora.
—¿Por qué ahora sí?
—Porque ya no puede llevarnos más atrás de este punto —respondió Runciter—. Se ha reiniciado el flujo temporal normal, el que avanza; vamos de nuevo hacia el futuro partiendo del pasado. Es evidente que ella forzó su capacidad hasta este límite: mil novecientos treinta y nueve. Este era el límite. Ahora ha dejado de emplear su facultad. No tenía por qué hacer otra cosa: al fin al cabo, ya había cumplido la misión encomendada por Hollis.
—¿Cuánta gente ha resultado afectada?
—Únicamente los que estábamos en aquella instalación subálvea de Luna. Zoe Wirt se libró: Pat puede precisar el alcance exacto del campo que genera. A los ojos de todo el mundo, somos un grupito que despegó rumbo a Luna y que fue aniquilado por una explosión accidental. Nos metieron en friovainas gracias a los desvelos de Stanton Mick, pero no se pudo establecer contacto con ninguno de nosotros: nos recogieron demasiado tarde.
—¿Y no bastaba con la bomba?
Runciter arqueó una ceja por toda respuesta.
—¿Para qué emplear a Pat Conley? —insistió Joe. Pese a su estado de profunda postración, no dejaba de advertir algo equivocado en todo lo que le contaba Runciter—. No veo la razón de tanto aparato de regresiones temporales, de meternos en un flujo temporal retrógrado para dejarnos en mil novecientos treinta y nueve. No tiene ningún objeto.
—Es un punto de vista muy interesante —dijo Runciter. Movió lentamente la cabeza en señal de asentimiento, con una arruga cruzándole la frente—. Tendré que tomarlo en consideración. Déjeme pensar un rato.
Se acercó a la ventana y contempló las tiendas que había al otro lado de la calle.
—Intuyo que el poder al que estamos sometidos se mueve más por simple maldad que persiguiendo un fin concreto. No creo que se trate de alguien que intenta matarnos o neutralizarnos, suprimirnos en tanto que organización de previsión… —Joe hizo una pausa, buscando el modo más adecuado de expresarlo— sino más bien de un ser irresponsable que se divierte con lo que nos hace, con la forma en que nos va eliminando uno tras otro. No creo que lo prolongue demasiado. Todo esto, en fin, no me huele en absoluto a Ray Hollis: lo suyo es el asesinato en frío, a lo práctico; y por lo que sé de Stanton Mick…
—Pero Pat tiene la disposición psicológica de un sádico —interrumpió Runciter, apartándose de la ventana—. Está jugando con nosotros como quien arranca las alas a una mosca.
Miró atentamente a Joe, en espera de su reacción.
—A mí me parece más bien una niña.
—No, no, fíjese bien en ella: es rencorosa y celosa. Fue a por Wendy a causa de una pura animosidad irracional. Ahora mismo le seguía a usted por la escalera, disfrutando, refocilándose con el espectáculo.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Joe.
«Estaba aquí, esperando, y no pudo verlo», pensó. «Además ¿cómo sabía que yo vendría precisamente a esta habitación?».
Runciter suspiró ruidosamente.
—No se lo he dicho todo. En realidad… —se interrumpió, mordiéndose con fuerza el labio inferior—. Lo que le he contado no es exactamente la verdad. Yo no mantengo con este mundo en el que se hallan la misma relación que ustedes. Es cierto, Joe: sé demasiadas cosas. Es porque vengo de fuera.
—Manifestaciones…
—Sí, manifestaciones que proyecto sobre este mundo, aquí y allá, en puntos y momentos estratégicos, como la citación del policía de tráfico, o la farmacia…
—El anuncio que vi en el televisor no estaba grabado: era en directo.
Runciter asintió a regañadientes.
—¿Qué diferencia hay entre su situación y la nuestra?
—¿De veras quiere saberlo?
—Sí —Joe se aprestó a escuchar, consciente de que ya lo sabía.
—Yo no estoy muerto, Joe. Las inscripciones que vio en el aseo y el cuarto de baño del anuncio decían la verdad: todos ustedes están congelados, mientras que yo… —Runciter hablaba con visible embarazo, evitando la mirada de Joe—. Yo estoy sentado en este momento en una de las salas de entrevistas del Moratorio de los Amados Hermanos. Ustedes están interconectados, se les mantiene en grupo, de acuerdo con mis instrucciones. Aquí me tiene ahora, tratando de establecer contacto con ustedes. Por eso hablo de «venir de fuera» y usted de «manifestaciones». Desde hace una semana intento situarles en el plano de la semivida, pero no lo consigo: se apagan uno tras otro.
Hubo una pausa.
—¿Y Pat Conley?
—Está con ustedes, semiviva y conectada al grupo.
—¿Se deben las regresiones a su facultad, o al declive de la semivida? —Joe esperó, tenso, la respuesta de Runciter: desde su posición, de ella dependía todo.
Runciter dio un bufido, hizo una mueca y contestó secamente.
—Se debe al decaimiento normal. Ella, mi esposa, ya lo experimentó. Les ocurre a todos los que ingresan en el estado de semivida.
—Miente —le espetó Joe, sintiendo que se le clavaba un cuchillo.
Runciter le miró fijamente.
—Santo Dios, Joe: le salvé la vida, y ahora me he abierto paso hasta usted para colocarle en pleno régimen de semivida. Puede incluso que siga en él por tiempo indefinido. Si yo no hubiera esperado en este cuarto hasta verle entrar a rastras por la puerta… Vamos, caramba, no sé… De no ser por mí, ahora estaría usted tumbado en esta cama desvencijada, hecho un fiambre. Soy Glen Runciter, su jefe, el único que lucha por salvarles, el único habitante del mundo real que hace algo por comunicarse con ustedes. —Siguió mirando a Joe con indignación no exenta de sorpresa; de una sorpresa herida, perpleja, como si no atinara a desentrañar lo que ocurría—. Esa chica, la tal Pat Conley, le habría matado como mató a… —Se cortó bruscamente.
—Como mató a Wendy, Al, Edie Dorn, Fred Zafsky y a estas horas posiblemente a Tito Apostos.
—Esta situación es muy complicada, Joe, y no admite respuestas simplificadoras —dijo Runciter en voz baja pero bien controlada.
—Usted no tiene las respuestas, he aquí el problema —dijo Joe—. Inventó algunas; tenía que hacerlo para justificar su presencia aquí. Esta y las otras apariciones, sus llamadas «manifestaciones».
—La palabra no es mía: usted y Al se la sacaron de la manga —protestó Runciter—. No me eche la culpa de lo que ustedes dos…
—No sabe usted más que yo acerca de lo que nos sucede y de quién nos ataca. Usted no puede explicarme a qué nos enfrentamos porque lo ignora.
—Sé que estoy vivo. Sé que estoy sentado en esta sala de visitas del moratorio.
—En esta ciudad, en la Funeraria del Humilde Pastorcillo, su cadáver está en un féretro —dijo Joe—. ¿Lo ha visto?
—No, pero en realidad…
—Se consumió: perdió masa, como los de Wendy, Al y Ed. Como hará el mío dentro de poco. Y a usted le sucederá exactamente lo mismo.
—Pero en su caso llegué yo con el Ubik… —Runciter se interrumpió una vez más: su rostro mostraba una expresión indescifrable, mezcla de temor, comprensión profunda de su realidad y… algo que Joe no acertó a definir—. Yo le traje el Ubik.
—¿Qué es el Ubik? —quiso saber Joe. No hubo respuesta—. Yo no lo sé, pero usted tampoco sabe qué es ni cómo funciona. Ni siquiera sabe de dónde sale.
Tras un largo y angustiado silencio, Glen Runciter lo admitió.
—Tiene usted razón, Joe; toda la razón. —Encendió con manos trémulas otro cigarrillo—. Pero yo quería salvarle la vida, eso sí es verdad. Diablos, me gustaría salvarles la vida.
El cigarrillo le resbaló de entre los dedos, cayó y rodó por el suelo. Con visibles dificultades, Runciter se agachó para recogerlo. Su semblante reflejaba de forma inequívoca una extremada pesadumbre, rayana en la desesperación.
—Nosotros estamos metidos en esto hasta el cuello, mientras usted se sienta ahí fuera, en el moratorio, incapaz de interrumpir el proceso que nos arrastra —dijo Joe.
—Así es.
—Lo que me rodea es una friovaina, pero hay algo más, algo que no es propio de la semivida —prosiguió Joe—. Tal como imaginó Al, aquí actúan dos fuerzas simultáneas: una que nos ayuda y otra que nos ataca para destruirnos. Usted colabora con la persona, el ente o la potencia que trata de ayudarnos; es él quien le proporcionó el bote de Ubik.
—Sí.
—Por lo tanto, no sabemos todavía quién nos ataca ni quién nos defiende. Ustedes los de fuera lo ignoran, y nosotros también. Puede que sea Pat.
—Creo que sí, creo que ahí está el enemigo —afirmó Runciter.
—Puede ser, pero no lo creo —repuso Joe.
«No lo creo: no creo que estemos cara a cara con el enemigo, tampoco con quien está a nuestro favor, pero sí creo que pronto lo estaremos. Pronto sabremos quién es quién», pensó.
—Dígame: ¿está totalmente seguro de ser, sin sombra de duda, el único superviviente de la explosión? Piénselo antes de responder.
—Como le dije, Zoe Wirt…
—Me refiero a nosotros —precisó Joe—. Zoe Wirt no está presente en este curso temporal. Por ejemplo, Pat Conley.
—Pat Conley resultó con el tronco aplastado. Murió por shock traumático, con un pulmón reventado y múltiples lesiones internas, incluyendo serios daños en el hígado y una triple fractura de pierna. Físicamente está a un metro veinte de usted; me refiero a su cuerpo, claro.
—¿Y los otros, también están metidos en friovainas en el Moratorio de los Amados Hermanos?
—Con una sola excepción: Sammy Mundo sufrió lesiones cerebrales muy serias y cayó en un coma del que nunca saldrá. La corteza cerebral…
—Entonces, está vivo; no está congelado, no está aquí…
—Decir vivo es mucho decir. Le tomamos encefalogramas y no se observó la menor actividad cortical. Es un puro vegetal, sin personalidad, consciencia ni movilidad. En el cerebro de Mundo no se produce nada, ni por asomo —afirmó categóricamente Runciter.
—Por lo tanto, no se le ocurrió mencionarle siquiera.
—Acabo de hacerlo.
—Respondiendo a una pregunta mía —puntualizó Joe. Meditó unos instantes—. ¿Está muy lejos de nosotros? ¿Está en Zurich?
—Sí, está aquí en Zurich, en el hospital Carl Jung, a cuatrocientos metros del moratorio.
—Contrate a un telépata, Runciter, o utilice a G. G. Ashwood: que lo examine a fondo —dijo Joe.
«Un crío, un crío inestable e inmaduro, de personalidad peculiarmente cruel y todavía sin definir. Puede ser la explicación», se dijo. «Encaja con lo que estamos viviendo, con esta caprichosa serie de fenómenos contradictorios, este constante arrancarnos y devolvernos las alas, las momentáneas detenciones del proceso, como este reposo en un cuarto de hotel después de la ascensión por la escalera».
Runciter lanzó un suspiro.
—Ya lo hicimos. En estos casos de lesión cerebral, siempre se intenta establecer comunicación telepática con el sujeto. No obtuvimos resultado alguno: nada, ni rastro de actividad en el lóbulo frontal. Lo siento, Joe.
Meneó la imponente cabeza en un gesto de simpatía que tuvo algo de tic. Era obvio que compartía la decepción de Joe.
Quitándose del oído el disco de plástico del auricular, Runciter habló por el micrófono.
—Luego hablaremos.
Desconectó los dispositivos de comunicación, se levantó con cierta dificultad y contempló durante breves momentos la forma difusa e inmóvil de Joe Chip, envuelto en hielo en el interior de la cápsula transparente. Rígido y silencioso, como estaría por toda la eternidad.
—¿Me llamaba, señor? —Herbert Schoenheit von Vogelsang apareció en la sala de entrevistas, doblando servilmente el espinazo—. ¿Devuelvo al señor Chip con los demás? ¿Terminó ya?
—Sí, ya terminé.
—¿Consiguió…?
—Sí, perfectamente. Esta vez nos oíamos muy bien.
Runciter encendió un cigarrillo: hacía muchas horas que no disponía de un momento para fumar. La tarea de ponerse en contacto con Joe Chip, ardua y prolongada, le había agotado.
—¿Tiene anfetaminas a mano? —preguntó al dueño del moratorio.
—En el vestíbulo contiguo hay una máquina distribuidora —indicó la obsequiosa criatura.
Runciter salió de la sala y se dirigió hacia el aparato que servía las anfetaminas: introdujo una moneda, accionó el mando de selección y por la correspondiente abertura cayó con un ruidito metálico un pequeño objeto que le era muy familiar.
La píldora le hizo sentirse mejor. Cayó entonces en la cuenta de que tenía una cita con Len Niggelman dos horas más tarde. Se preguntó si llegaría a tiempo. «Han pasado demasiadas cosas y todavía no estoy listo para presentar a la Sociedad un informe en toda regla: llamaré a Niggelman y le pediré un aplazamiento», decidió.
Utilizando un videófono público, llamó a la Confederación Norteamericana.
—Por hoy no puedo hacer más, Len —dijo—. Acabo de pasar doce horas tratando de comunicarme con el personal que tengo congelado y estoy exhausto. ¿Lo dejamos para mañana?
—Cuanto antes nos presente la declaración oficial, antes podremos iniciar el procedimiento contra Hollis. Los de la asesoría jurídica me dicen que será coser y cantar: apenas disimulan su impaciencia.
—¿Cree que se aceptará un proceso civil?
—Civil y criminal. Ya han hablado con el fiscal del distrito de Nueva York, pero mientras no nos presente un informe en toda regla, legalizado ante notario, no…
—Se lo haré llegar mañana, en cuanto haya dormido un poco —prometió Runciter—. Todo este lío ha acabado conmigo, o poco menos. En especial lo referente a Joe Chip. Tengo desarbolada la organización y pasaré meses o quizá años sin estar en situación de reanudar la actividad comercial normal.
«Dioses, ¿de dónde sacaré unos inerciales aptos para reemplazar a los que he perdido?», se preguntó. «¿Y dónde habrá un técnico de mediciones tan competente como Joe?».
—De acuerdo, Glen. Descanse esta noche y pásese mañana por mi despacho. Pongamos a las diez, hora de usted.
—Gracias —dijo Runciter.
Colgó y al instante se derrumbó en un diván de plástico rojo que había al otro lado del pasillo. «Nunca encontraré un técnico como Joe. Para Runciter Asociados, esto va a ser el fin», se dijo con amargura.
Von Vogelsang hizo acto de presencia, en otra de sus apariciones inoportunas.
—¿Desea que le traiga algo, señor Runciter? ¿Una taza de café, otra anfetamina, o quizás un superestimulante para doce horas? Tengo en mi despacho unos para veinticuatro que le dejarían listo para la lucha durante un montón de horas, toda la noche incluso.
—Lo que quiero hacer toda la noche es dormir —le cortó Runciter.
—En ese caso, qué tal…
—Lárguese.
El dueño del moratorio se alejó a toda prisa, dejándole solo.
«¿Por qué escogería yo este lugar?», se preguntó Runciter. «Me imagino que porque Ella está aquí. Y después de todo, es el mejor moratorio: por eso la tengo aquí, y también a los inerciales. Pensar que no hace tanto tiempo estábamos todos a este lado del cristal… ¡qué catástrofe!».
De repente, se acordó de su esposa. «Debería hablar otra vez con Ella, sólo un momento, para ponerla al corriente de lo que ocurre. Al fin y al cabo, le prometí hacerlo».
Se puso en pie y salió en busca de von Vogelsang.
«¿Toparé otra vez con ese condenado Jory, o podré sintonizar con Ella el tiempo suficiente para contarle lo que me dijo Joe? Cada vez resulta más difícil retenerla, con Jory creciendo como lo hace, expandiéndose y nutriéndose de ella y posiblemente de otros semivivos… Los del moratorio deberían tomar cartas en el asunto; es una amenaza permanente para cuantos reposan en este lugar. ¿Por qué le permiten seguir? Será porque no pueden impedírselo. Quizá no haya existido hasta hoy un semivivo de las características de Jory».