Alce los brazos y mírese en el espejo: ¡qué figura! El nuevo sujetador Ubik, en sus modelos corto y largo, le hará sentir otra vez el placer de admirar su silueta.
Ajustado según las instrucciones, Ubík dará a su busto la firmeza y juventud que usted desea.
La oscuridad zumbaba a su alrededor, pegándose a él como un copo de lana tibia y húmeda. El terror que había sentido como un simple malestar asociado a la penumbra se convertía ahora en algo real y pleno.
«Me descuidé y no hice lo que me dijo Runciter», reconoció Joe. «Le dejé ver la citación».
—¿Qué ocurre, Joe? ¿Le pasa algo? —preguntó Don Denny con voz teñida de honda preocupación.
—No me pasa nada, estoy bien.
Ahora veía algo: se abrían algunas franjas horizontales de color gris en las tinieblas, como si éstas empezaran a descomponerse.
—Sólo estoy cansado. —Al decirlo, advirtió de repente lo fatigado que sentía el cuerpo; en su vida recordaba fatiga semejante.
—Deje que le ayude a sentarse —dijo Don Denny. Joe sintió su mano sujetándole por el hombro; Denny le conducía a una silla, y aquella necesidad de ser guiado le asustaba. Intentó soltarse.
—Estoy bien —repitió.
Ante él empezaba a perfilarse la silueta de Denny. Se concentró en ella y volvió a distinguir el decimonónico vestíbulo, con su lámpara de cristal tallado y su iluminación amarillenta.
—Deje que me siente —dijo, localizando a tientas una silla de mimbre.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Don Denny con acritud a Pat.
—No me ha hecho nada —dijo Joe. Trataba de dar a su voz un tono de firmeza, pero percibía un tono anormal, estridente. «Parece una grabación acelerada, sobreaguda; esta voz no es la mía», pensó.
—Es verdad: no le he hecho nada a él ni a nadie.
—Quiero subir a acostarme —indicó Joe.
—Le pediré una habitación —dijo nerviosamente Don Denny; vacilaba, de pie ante él, desapareciendo y reapareciendo conforme disminuía o aumentaba la intensidad de la luz, que viraba a un rojo triste, se hacía más viva y volvía a palidecer—. Espere aquí sentado, Joe; enseguida vuelvo.
Denny salió a toda prisa hacia la recepción. Pat se quedó.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó, obsequiosa.
—No —respondió Joe. Decirlo en voz alta le costó un enorme esfuerzo; la palabra se resistía a salir de la gruta abierta en su corazón, una oquedad que crecía por instantes—. Un cigarrillo, acaso —añadió, agotándose al decirlo; sentía latir penosamente su corazón. El doloroso palpitar aumentaba su agobio: era como tener encima un peso más que le oprimiera, una inmensa mano que le estrujara—. ¿Tienes? —preguntó, logrando ver a la muchacha a través de la neblinosa luz rojiza. Era el brillo incierto y titilante de una realidad endeble.
—Ni uno, lo siento.
—¿Qué… qué me pasa? —preguntó Joe.
—Debe de ser un paro cardíaco.
—¿Habrá médico en este hotel?
—Lo dudo.
—¿No vas a ver si lo hay?
—Me parece que lo tuyo es puramente psicosomático, Joe. En realidad, no estás enfermo; pronto te pondrás bien.
Don Denny regresó junto a ellos.
—Le he conseguido habitación, Joe. Es la doscientos tres, en el segundo piso. —Calló un momento y Joe notó su mirada escrutadora y preocupada—. Oiga, tiene usted muy mal aspecto: se le ve frágil, como si se lo fuera a llevar el aire. Cielo santo Joe, ¿sabe a quién me recuerda? A Edie Dorn, cuando la encontramos.
—Nada de eso —dijo Pat—. Edie está muerta y Joe no. ¿Verdad que no, Joe?
—Quiero subir. Quiero acostarme —fue su única respuesta.
Se puso en pie; el corazón le dio un golpe sordo y pareció vacilar y dejar de latir por unos momentos, hasta que recobró el ritmo, martilleando con el retumbar de un lingote de hierro contra una superficie de cemento.
—¿Dónde está el ascensor? —preguntó Joe.
—Le acompañaré —dijo Don Denny, asiéndole de nuevo por el hombro—. Pesa menos que una pluma. ¿Qué le pasa, Joe, lo sabe? ¿Puede decírmelo? Inténtelo.
—No lo sabe —dijo Pat.
—Debería verle un médico cuanto antes —observó Denny.
—No —dijo Joe.
«Tumbarme no me va a servir de nada», pensó. Sentía contra sí un empuje oceánico, una gigantesca resaca que le arrastraba y le urgía a acostarse, le movía a desear una sola cosa: tenderse boca arriba, solo en su habitación, donde nadie le viera. «Tengo que salir de aquí, necesito estar solo. Pero ¿por qué?». No lo sabía: aquella necesidad había penetrado en él como un instinto irracional, imposible de entender o explicar.
—Voy a buscar un médico —dijo Denny—. Quédese aquí con él y no le pierda de vista. Volveré lo antes posible.
Denny salió y Joe vio alejarse su borrosa silueta: parecía encoger, menguar de tamaño, hasta que desapareció súbitamente. Quedaba Patricia Conley, aunque aquello no mitigaba su sentimiento de soledad. Pese a la presencia física de la muchacha, el aislamiento de Joe era, en aquel momento, absoluto.
—Bien, Joe, ¿qué deseas? ¿Qué puedo hacer por ti? Basta que lo menciones.
—El ascensor.
—¿Quieres que te acompañe al ascensor? Con mucho gusto. Pat echó a andar y Joe la siguió lo mejor que pudo. La muchacha parecía caminar a una velocidad extraordinaria y él apenas alcanzaba a no perderla de vista. «¿Serán figuraciones mías? La veo caminar muy deprisa», se dijo. «Debo de ser yo: estoy frenado, comprimido por la gravedad». Su mundo adquiría todos los atributos de la pura masa inerte. Se percibía a sí mismo exclusivamente en tanto que objeto sometido a la fuerza de su propio peso, dotado de una única cualidad, un único atributo y una única sensación: la de la inercia.
—Más despacio —exclamó—, espérame.
Ya no podía verla: había salido ágilmente del alcance de su vista. De pie, inmóvil, incapaz de dar un paso, jadeante, Joe sentía correr el sudor por su rostro. El líquido salino le escocía los ojos.
Pat reapareció. Joe distinguió su cara, que se inclinaba para mirarle. Reparó en su expresión de perfecta tranquilidad y desinteresada atención casi científica.
—¿Quieres que te seque el sudor? —preguntó, sacando un diminuto pañuelo orlado de encaje y obsequiándole con una risa igual a la de poco antes.
—Llévame al ascensor —dijo Joe, obligando a su cuerpo a ponerse en movimiento.
Un paso. Dos. Distinguía ya el ascensor, con varias personas que esperaban a la puerta, encima de la cual había un anticuado indicador en forma de reloj. La barroca aguja oscilaba entre el tres y el cuatro; corrió luego hacia la izquierda, rebasando el tres y vacilando entonces entre el tres y el dos.
—No tardará más de un minuto, es un ascensor muy antiguo —dijo Pat, contemplándolo plácidamente de brazos cruzados—. Parece una de aquellas viejas jaulas abiertas, construidas en hierro. ¿Te asustan?
La aguja rebasó el dos, se detuvo unos instantes cerca del uno y cayó al fin.
Joe vio el enrejado de la cabina y el ascensorista de uniforme sentado en un taburete y con la mano puesta en la manivela de mando.
—Subiendo. Pasen al fondo, por favor.
—Yo no subo —dijo Joe.
—¿Por qué no? ¿Temes que se parta el cable? ¿Es eso lo que tanto te asusta? Porque se te nota asustado —dijo Pat.
—Esto que veo ahora es lo que vio Al.
—Mira, Joe, la otra forma de subir a tu habitación es por las escaleras, y en tu estado no serás capaz de hacerlo.
—Subiré por las escaleras —Joe echó a andar, buscándolas.
«¡No veo! ¡No las encuentro!» se dijo. El peso le aplastaba los pulmones, haciéndole difícil y dolorosa la respiración. Tuvo que detenerse para concentrarse y hacer que el aire penetrara en ellos. «Puede que sea un ataque cardíaco; en tal caso, no podré subir». Pero el deseo de hacerlo era aún más fuerte que antes: sentía la imperiosa necesidad de estar solo, encerrado en una habitación vacía, libre de testigos, tumbado boca arriba y en completo silencio, con los brazos y las piernas extendidos; sin necesidad de hablar ni moverse, sin tener que soportar a nadie ni encarar ningún problema. «Y que nadie sepa dónde estoy», pensó. Aquello le parecía, con mucho, lo más importante: quería estar ausente, vivir ignorado, no ser visto por nadie. «Y menos aún por Pat: ella no, que no esté cerca de mí».
—Ya estamos —dijo Pat. Le guió, orientándole un poco hacia la izquierda—. Ahí tienes la escalera, justo enfrente. Cógete a la barandilla y en cuatro saltos, ¡zas!, a la cama. Así, ¿lo ves?
Trepó por la escalera con agilidad de bailarina, dando saltitos y componiendo poses a cada peldaño, pasando de uno a otro con etérea desenvoltura.
—A ver cómo lo haces.
—No quiero… que vengas —logró articular Joe.
—Vamos, querido, no temas que me aproveche de tu estado —Pat chasqueó la lengua fingiendo una cómica tristeza—. ¿Crees que voy a hacerte algo malo?
—No. Pero quiero… estar… solo.
Joe sacudió la cabeza y, asiéndose al pasamanos, se izó al primer escalón. Miró hacia arriba, intentando discernir lo lejos que estaba el final del tramo. Quería calcular cuántos escalones le faltaban.
—El señor Denny me ha dicho que no me separe de ti. Puedo leerte algo, o traerte cosas. Puedo hacerte compañía.
Joe subió otro escalón.
—Solo —resolló.
—¿Me dejas que mire cómo subes? Me pregunto cuánto tardarás en llegar, suponiendo que llegues.
—Llegaré.
Apoyó el pie en el siguiente escalón, se aferró a la barandilla y se impulsó hasta él. El corazón, al dilatarse, parecía asomarle por la boca; cerró los ojos y lanzó un respingo de ahogo.
—Me pregunto si fue esto lo que hizo Wendy —dijo Pat—. Ella fue la primera, ¿no?
—Yo… la… quería —jadeó Joe.
—Ya lo sé. Me lo dijo G. G. Ashwood, que te leyó el pensamiento. G. G. y yo hicimos muy buenas migas. Pasamos mucho tiempo juntos. Puede decirse que tuvimos un asuntillo.
—Nuestra teoría era la correcta —dijo Joe, inspirando aún más profundamente. Subió otro escalón y luego, con un tremendo esfuerzo, otro—. Tú y G. G. estabais de acuerdo con Ray Hollis… para infiltraros.
—Exacto —corroboró Pat.
—Para liquidar… a nuestros mejores… inerciales. Y a Runciter… A todos nosotros. —Ascendió otro peldaño—. No estamos semivivos. No estamos…
—Todavía puedes morir; no estás muerto aún —repuso Pat—. Pero el grupo sí está muriendo poco a poco. ¿Para qué hablar de ello, para qué abordar de nuevo el tema? Ya dijiste hace un rato lo que tenías que decir y, francamente, empieza a cargarme tu manía de darle vueltas y más vueltas a lo mismo. En serio, Joe: eres de lo más pedante y aburrido. Casi tanto como Wendy Wright; habríais hecho buena pareja.
—Por eso Wendy murió la primera: no por haberse separado del grupo…, sino por…
De repente, se contrajo: el dolor pulsante del corazón aumentó de forma muy violenta. Quiso subir otro escalón, pero falló: trastabilló y se encontró sentado en la escalera, acurrucado como… «Sí, como Wendy en el ropero», pensó. Agarró una manga de su abrigo y tiró de ella.
El tejido se desgarró. Reseco y sin fibra, se deshacía como papel barato; apenas tenía la solidez de una telaraña. No le cupo duda, pronto dejaría tras de sí un rimero de jirones de tela, un rastro de desperdicios que conducirían a una habitación de hotel y a su anhelado aislamiento. Sus últimas y penosas acciones serían gobernadas por un mero tropismo, un cierto sentido de la orientación que le guiaría hacia la decrepitud, la muerte y la inexistencia. Estaba regido por una alquimia funesta que culmina en la tumba.
Subió otro peldaño.
«Voy a conseguirlo», comprendió. «La fuerza que me azuza se ceba en mi organismo; por eso se deterioraron físicamente, al morir, Wendy, Al, Edie y ahora sin duda Zafsky, dejando un caparazón sin peso, abandonado como un pellejo vacío, sin sustancia ni humores, sin densidad. Es una fuerza que se contrapone a otras muchas, y el resultado es esta consunción del cuerpo en declive. Pero el cuerpo, como reserva de energía, me bastará para llegar arriba; en esto actúa una necesidad biológica y es muy posible que a estas alturas ya no pueda detenerla ni la misma Pat, que la desencadenó». Se preguntó qué sentiría ella al verle ascender: ¿admiración?, ¿desprecio? Alzó la mirada, buscándola: vio su rostro vital, su semblante de complejos matices. No había en él más que interés, un interés neutro libre de malicia. No se sorprendió. Pat no hacía ademán de ayudarle ni tampoco de estorbarle.
—¿Te sientes mejor? —preguntó la muchacha.
—No —dijo él, y medio incorporándose atacó el escalón inmediato.
—Ahora tienes otro aspecto: no pareces tan desesperado.
—Es porque sé que puedo llegar.
—Ya mismo llegas.
—Se dice «ahora mismo» —corrigió Joe.
—Eres lo nunca visto: tan trivial, tan insignificante. Estás en los mismísimos estertores de la agonía y aún… —Rectificó, cautelosa y astuta—. O lo que te parecen, subjetivamente, estertores de agonía. No debí emplear este término. Podría deprimirte. Trata de conservar el optimismo, ¿de acuerdo?
—Dime tan sólo… cuántos peldaños… faltan.
—Seis. —Se alejó de él, subiendo por la escalera sin ruido ni esfuerzo—. No, perdón: diez. ¿O nueve? Creo que son nueve.
Joe cubrió un escalón más, y el siguiente, y el siguiente. No abría la boca ni se esforzaba por ver. Buscando apoyo en la solidez de la pared, trepaba peldaño tras peldaño con la lentitud de un caracol, al tiempo que sentía adquirir cierta destreza, una habilidad para decidir con exactitud cómo emplearse, de qué forma invertir los últimos recursos de su organismo en quiebra.
—Ya casi está —le animó Pat desde más arriba—. ¿Qué me dices ahora, Joe? ¿Algún comentario sobre tu gran escalada? La mayor escalada de la historia de la humanidad. No, no es cierto: Wendy, Al, Edie y Fred Zafsky la efectuaron antes. Pero ésta es la única que yo he presenciado.
—¿Por qué ésta precisamente? —preguntó Joe.
—Por el miserable plan que intentaste en Zurich: la noche en el hotel con Wendy. Esta noche será distinto. Estarás solo.
—También aquella noche… estuve solo. —Otro escalón. Tosió convulsivamente; sus últimos residuos de energía se perdieron con las gotas de sudor que despidió su rostro amoratado.
—Ella estuvo presente. No en la cama, pero sí en alguna parte de la habitación. Y tú te pasaste la noche durmiendo —dijo Pat sin contener la risa.
—Trato de… no toser —dijo Joe. Subió otros dos escalones y vio que estaba a punto de llegar a la cima. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que empezó a subir? Lo ignoraba por completo.
Descubrió entonces, sobresaltado, que estaba tan frío como exhausto. «¿Desde cuándo estoy así?». Aquello se había iniciado mucho antes y el frío se había infiltrado de forma tan gradual que él no lo notó hasta aquel momento. «Dios mío», exclamó para sus adentros, temblando frenéticamente. Sentía los huesos a punto de quebrarse. Era peor, mucho peor que lo que sintió en Luna, peor aún que el frío glacial que invadió su habitación en el hotel de Zurich. Aquellos fueron simples anuncios de lo que aún estaba por llegar.
«El metabolismo es un proceso de combustión, un horno en actividad», reflexionó. «Cuando deja de funcionar, se acaba la vida. La gente yerra por completo cuando se imagina el infierno: el infierno es un lugar frío; todo lo que hay en él es frío. El cuerpo significa peso y calor; ahora, el peso es para mí una fuerza a la que sucumbo, y el calor algo que me abandona. Y que, a menos que yo renazca, no volverá nunca a mí. Este es el destino de todo el universo, así que por lo menos no estaré solo».
Pero se sentía solo. «Me está ocurriendo demasiado pronto», advirtió. «Aún no es el momento; algo ha apresurado el proceso, algo o alguien ha impuesto esta aceleración, por curiosidad o con maldad. Algún poder polimórfico y perverso que se complace en espiarme. Algún ser infantil y retrasado que disfruta con lo que sucede. Me ha aplastado como a un insecto, como a un miserable bicho incapaz de nada salvo de pegarse desesperadamente al suelo, que no puede escapar ni echar a volar, que sólo puede descender peldaño a peldaño hacia la descomposición y la suciedad, hacia el mundo de la tumba, un mundo que un poder perverso ha infestado de inmundos habitantes. Este algo, este poder, es lo que llamamos Pat».
—¿Tienes la llave? —preguntó Pat—. Piensa qué poco te gustaría llegar al segundo piso y descubrir entonces que la has perdido y no puedes entrar.
—La tengo —dijo Joe, buscándola en sus bolsillos.
El abrigo se le desgarró, deshilachado y hecho trizas, hasta el suelo y la llave cayó del bolsillo superior, deteniéndose dos escalones más abajo, fuera del alcance de Joe.
—Yo la recojo —dijo Pat con presteza. Pasó por su lado como una flecha, recogió la llave, la levantó hacia la luz para examinarla y la depositó sobre el pasamanos, en lo alto de la escalera—. La dejo aquí, donde puedas cogerla en cuanto termines la ascensión. Será el premio. Me parece que la habitación está a la izquierda; cuatro puertas más allá. Tendrás que ir despacio, pero será más fácil, porque la escalera quedará atrás y ya no habrás de trepar.
—Ya la veo, y también veo el final de la escalera. —Asiéndose con ambas manos a la barandilla, se arrastró hacia arriba, cubriendo tres escalones en un agónico derroche de energía. Se sintió acabado: el peso que le oprimía crecía igual que el frío, en tanto que su materialidad se hacía cada vez más tenue. Pero…
Había llegado al último peldaño.
—Hola, Joe —le saludó Pat, agachándose para que pudiera verle la cara—. ¿Verdad que no quieres que venga Don Denny a importunarte? El médico no podrá ayudarte en nada. Por tanto, encargué a recepción que le pidieran un taxi; supongo que estará atravesando la ciudad camino del hospital. Así no te molestarán y podrás estar completamente solo. ¿Te parece bien?
—Bien —asintió Joe.
—Aquí tienes la llave. —Pat le metió el frío objeto de metal en la mano, cerrándole los dedos sobre él—. ¡Arriba el ánimo, Joe! Como suele decirse, no bajes la guardia. Y no te dejes humillar.
La muchacha se detuvo un instante para observarle con atención, y salió volando por el pasillo, hacia el ascensor. Joe vio cómo apretaba el botón y aguardaba. Se abrieron las puertas y Pat desapareció.
Sujetando fuertemente la llave y con movimientos inseguros, se puso en cuclillas. Apoyándose en la pared opuesta para mantener el equilibrio, giró a la izquierda y empezó a avanzar con lentitud, sin dejar el amparo de la pared. «Está oscuro. No han dado la luz», pensó. Cerró los ojos con todas sus fuerzas y los abrió, parpadeando. El sudor volvía a cegarle y los ojos seguían escociéndole. No sabía a ciencia cierta si el pasillo estaba verdaderamente a oscuras o si era él quien perdía poco a poco la visión.
Al llegar a la primera puerta ya había empezado a gatear. Levantó la cabeza y miró el número: no era aquélla. Siguió gateando.
Cuando llegó a la puerta que buscaba tuvo que ponerse en pie, apuntalándose con ambas piernas, para introducir la llave en la cerradura. El esfuerzo le aniquiló: se derrumbó, sin soltar la llave, golpeándose la cabeza en la puerta y cayendo sobre la polvorienta alfombra. Un olor a vejez, moho y frigidez mortal impregnó sus fosas nasales. «No puedo entrar. Ya no resisto más», se dijo.
Pero tenía que resistir: allí podían verle.
Asiéndose fuertemente al tirador, se puso de nuevo en pie. Descansó todo su peso en la puerta mientras con mano temblorosa dirigía la llave hacia la cerradura: de aquel modo, apenas la girase, se abriría la puerta y él se encontraría en el interior del cuarto. «Entonces, si consigo cerrar y llegar a la cama, todo habrá terminado».
La cerradura chirrió al ceder el resorte. La puerta se abrió y Joe cayó de bruces con los brazos extendidos hacia delante. El suelo le saltó a la cara y distinguió las formas tejidas en la alfombra: volutas, cenefas y motivos florales en rojo y amarillo, cubriendo una superficie áspera y deslustrada por el uso. Los colores habían palidecido. Tras darse el golpe, sin apenas sentir dolor, Joe pensó: «Es un cuarto viejo, muy viejo. Cuando construyeron este hotel debieron de instalar un ascensor de jaula abierta. Por lo tanto, el ascensor que he visto es el que corresponde, verdadero, el de siempre».
Pasó tendido un rato y al cabo, como si alguien le llamara y se lo ordenara, salió de la inmovilidad. Se arrodilló y apoyó las palmas de las manos en el suelo. «Santo Dios, ¿son éstas mis manos?», se preguntó. Eran manos agrietadas, amarillentas y sarmentosas, como las sobras de un pavo recocido y reseco. La piel no era una piel humana, sino que estaba cubierta de cerda como cañones de plumas. «Se diría que he retrocedido millones de años, hasta ser algo que vuela y se desliza por el agua con la piel como vela».
Abrió los ojos, esforzándose por localizar la cama. Pudo distinguir a lo lejos un alto ventanal que dejaba pasar una luz grisácea por entre los tupidos cortinajes. Un tocador de largas patas, decididamente feo. Y la cama, con bolas de metal rematando los barrotes de la cabecera y los pies, que eran irregulares y estaban torcidos como si los años de uso los hubieran deformado, desluciendo además el barniz de las piezas de madera.
«Sea como sea, tengo que tenderme en esta cama», se dijo. Alargó una mano hacia el lecho, asió un barrote y se arrastró un trecho más por el suelo.
Vio entonces la figura sentada frente a él en un sillón: era un testigo que, mudo hasta aquel momento, se ponía ahora en pie y se le acercaba apresuradamente.
Era Glen Runciter.
—No podía ayudarle a subir la escalera —dijo, con una expresión grave en el severo rostro—. Ella me habría visto. Es más, me asustaba la posibilidad de que le acompañase hasta aquí dentro; habría sido un grave inconveniente porque… —se interrumpió, inclinándose y poniendo a Joe en pie como si ya no pesara nada ni le quedasen residuos de materia—. En fin, ya hablaremos de eso. Venga. —Llevando a Joe bajo el brazo, le transportó al otro extremo de la habitación, depositándole no en la cama, sino en el sillón que antes ocupara él—. ¿Puede esperar unos segundos? Quiero cerrar y correr el pestillo, no sea que esa chica cambie de parecer.
—Muy bien.
Runciter se plantó en tres zancadas ante la puerta, la cerró de golpe y corrió el pestillo, para volver acto seguido con Joe. Abrió un cajón del tocador y sacó de él un bote de aerosol cuya superficie estaba adornada con franjas y topos de colores vivos combinados con diversas inscripciones.
—Ubik —dijo, agitándolo con energía. Se colocó frente a Joe y le apuntó con la válvula del bote—. No me dé las gracias —dijo, lanzando una larga pulverización a derecha e izquierda: el aire se llenó de un resplandor titilante, como si se hubieran liberado brillantes corpúsculos luminosos o toda la energía del sol centelleara en aquel lúgubre cuarto de hotel—. ¿Se siente mejor? Ya tendría que hacerle efecto. Ya debería usted notar la reacción…
Observaba a Joe con ansiedad.