Prepare las tostadas del desayuno con pan de molde Ubik elaborado únicamente con fruta fresca y levadura vegetal de primera calidad. Ubik convierte el desayuno en una fiesta. Ubik con mantequilla, ¡qué maravilla!
Inofensivo si se consume según las instrucciones.
«Vamos sucumbiendo uno por uno», se dijo Joe Chip mientras conducía el enorme auto por entre el tráfico. «Algo falla en mi teoría. Estando en el grupo, Edie tenía que estar a salvo y en cambio yo… Tenía que ocurrirme a mí. Pudo ocurrirme en cualquier momento durante el vuelo desde Nueva York, tan lento».
—Lo que habrá que hacer —dijo a Don Denny— es asegurarse de que quien se sienta cansado lo comunique al resto de nosotros. Parece que el cansancio es el primer aviso. Hay que impedir que nadie se separe.
Don Denny se volvió para hablar a quienes ocupaban el asiento trasero.
—¿Han oído? En cuanto alguno de ustedes se sienta fatigado, aunque sea un poquito, que lo comunique al señor Chip o a mí.
—Y entonces, ¿qué? —preguntó a Joe.
—¿Entonces qué, Joe? —repitió Pat Conley—. ¿Qué hay que hacer entonces? Dínoslo, te escuchamos.
—Me extraña mucho que no entre en juego tu facultad —repuso Joe—; esta situación me parece hecha a tu medida. ¿Por qué no retrocedes un cuarto de hora y convences a Edie de que no se separe del grupo? Haz lo que hiciste la primera vez que te presenté a Runciter.
—Fue G. G. Ashwood quien me presentó al señor Runciter —puntualizó Pat.
—En fin, que no vas a hacer nada.
—Se pelearon anoche durante la cena —dijo Sammy Mundo con una risita—. A la señorita Conley no le gusta la señorita Dorn. Por eso no quiere ayudarnos.
—Edie me gustaba —dijo Pat.
—¿Tiene usted algún motivo para no hacer uso de su facultad? —le preguntó Don Denny—. Joe tiene razón. Resulta muy extraño y difícil de entender. Al menos para mí.
—Mi facultad ya no funciona. No lo ha hecho desde que estalló la bomba —explicó Pat tras un silencio.
—¿Por qué no lo has dicho? —preguntó Joe.
—Porque no me apetecía, maldita sea. ¿Por qué iba a confesar algo así, que no logro hacer nada? Lo intento una y otra vez y no funciona: no pasa nada. Nunca me había ocurrido nada semejante. He tenido la facultad prácticamente toda la vida.
—¿Cuándo…? —intentó preguntar Joe.
—Con Runciter, inmediatamente después de la explosión. Antes de que me lo pidieras.
—Luego lo sabes desde hace tiempo.
—Volví a intentarlo en Nueva York, cuando llegaste de Zurich y se hizo evidente que a Wendy le había sucedido algo horrible. Y acabo de intentarlo ahora, cuando has dicho que Edie debía de estar muerta. Quizá se debe a que estamos en una época tan antigua; quizá las facultades psiónicas no funcionan en mil novecientos treinta y nueve. Pero esto no explica lo de Luna, a menos que hubiéramos estado aquí entonces sin darnos cuenta de ello. —Se sumió en una meditación silenciosa y retraída; contemplaba aburridamente las calles de Des Moines, con una amarga expresión en el fiero rostro.
«Esto encaja», se dijo Joe. «Naturalmente que su capacidad de desplazarse en el tiempo ya no actúa. En realidad no estamos en 1939; estamos totalmente fuera del tiempo, lo que da la razón a Al. Los graffiti decían la verdad: estamos en la semivida, como decían aquellos ripios».
Sin embargo, no se lo dijo a quienes iban con él en el coche. «¿Por qué decirles que no hay esperanza? Tarde o temprano van a descubrirlo. Incluso es posible que los más listos, como Denny, lo hayan comprendido ya, basándose en lo que he dicho y en lo que ellos mismos han vivido».
—Le molesta de veras que su facultad no funcione, ¿verdad? —dijo Don Denny.
—Claro. Esperaba que cambiase la situación —asintió Joe.
—Aún hay más —dijo Denny, con certera intuición—. Lo adivino en su tono de voz, posiblemente —hizo un gesto impreciso—. El hecho es que lo sé. Significa algo, es importante, le dice algo a uno.
—¿Sigo recto? —preguntó Joe, reduciendo la velocidad al aproximarse a un cruce.
—Tuerza a la derecha —dijo Tippy Jackson.
—Verás un edificio de ladrillo con un rótulo de neón que se enciende y se apaga —añadió Pat—. Es el Hotel Meremont. Un lugar terrible: hay un cuarto de baño para cada dos habitaciones, con bañera en vez de ducha. La comida es algo increíble y la única bebida que sirven es una cosa que llaman Nehi.
—A mí me gustó la comida —dijo Don Denny—. Ternera auténtica, no proteínas sintéticas, y salmón de verdad…
—¿Es bueno su dinero? —preguntó Joe. Oyó entonces un gemido agudo que subía y bajaba, resonando a su espalda por la calle—. ¿Qué es eso?
—No sé —respondió nerviosamente Denny.
—Es una sirena de la policía —explicó Sammy Mundo—. No hizo la señal antes de torcer.
—¿Y cómo iba a hacerla? Este volante no lleva ninguna palanca.
—Debió hacerla con la mano —dijo Sammy.
La sirena sonaba ahora muy cercana; volviendo la cabeza, Joe vio una motocicleta que iba ganándole terreno. Redujo la velocidad, sin estar muy seguro de qué debía hacer.
—Pare junto a la acera —aconsejó Sammy.
Joe detuvo el coche junto a la acera. El guardia bajó de la motocicleta y se acercó lentamente a Joe. Era un hombre joven, con cara de rata y grandes ojos de mirada dura, que le observaban detenidamente.
—Enséñeme su permiso de conducir, señor.
—No tengo —respondió Joe—. Póngame la multa y déjenos seguir. —Ya se veía el hotel. Se volvió hacia Denny—. Será mejor que vayan para allá, todos ustedes.
El Willys–Knight siguió su camino y Don Denny, Pat, Sammy Mundo y Tippy Jackson bajaron y echaron a correr tras él. El coche se detuvo frente al hotel, dejando a Joe solo con el policía.
—Enséñeme la documentación —ordenó a Joe.
Joe le tendió su cartera. El guardia rellenó un impreso con un lápiz rojo indeleble, lo arrancó del talonario y se lo entregó a Joe.
—Omisión de la señal reglamentaria y falta de permiso de conducir. Esta citación dice dónde y cuándo debe presentarse.
El policía cerró de un golpe el talonario, devolvió la cartera a Joe y montó de nuevo en la moto. Dio gas y se perdió zumbando en el tráfico, sin mirar atrás.
Por alguna oscura razón, Joe miró superficialmente la citación antes de metérsela en el bolsillo. Tuvo que leerla otra vez más despacio. En lápiz rojo, una letra que le era muy familiar decía:
Corren más peligro del que pensaba. Lo que ha dicho Pat Conley es
El mensaje terminaba ahí, en mitad de la frase. Joe se preguntó cuál sería la continuación. ¿Había algo más en el papel? Miró al dorso sin encontrar nada y volvió al anverso. No había nada más escrito a mano, pero distinguió una inscripción al pie del impreso, compuesta en un minúsculo tipo de letra.
Visite la farmacia Archer si precisa de remedios caseros de confianza y preparados medicinales de eficacia comprobada. Precios módicos.
«No es mucho», pensó Joe. Sin embargo, tampoco era lo que cabía esperar ver al pie de una denuncia de la policía de tráfico de Des Moines; se trataba, evidentemente, de otra manifestación, como el mensaje en rojo que había más arriba.
Bajó del Pierce–Arrow y entró en la tienda más cercana, un establecimiento mezcla de papelería, estanco y confitería.
—¿Me permite consultar el listín? —preguntó al fornido dueño del lugar.
—Está ahí detrás —respondió amablemente, con un gesto de su grueso pulgar.
Joe consultó la guía telefónica en la penumbra de la trastienda. La farmacia Archer no constaba. Cerró el volumen y se fue hacia el propietario del establecimiento, ocupado en aquel momento en despachar a un niño un paquete de barquillos Neco.
—¿Sabe dónde puedo encontrar la farmacia Archer?
—En ninguna parte.
—¿Por qué?
—Hace años que cerró.
—Da igual, dígame dónde estaba. Hágame un plano.
—No hace falta, le diré dónde estaba. —El hombre se inclinó hacia delante, señalando a través de la puerta de la tienda—. ¿Ve aquella enseña de barbero? Vaya allí y mire al norte. El norte está hacia allá —explicó con un gesto—. Verá un edificio antiguo, con tejado de dos aguas, de color amarillo. Todavía vive alguien en los pisos, pero las tiendas de la planta baja están abandonadas. Aún puede leerse el rotulo Específicos Archer, no tiene pérdida. A Ed Archer le salió un cáncer de garganta y…
—Gracias —dijo Joe, saliendo de la tienda al pálido sol de media tarde.
Cruzó rápidamente la calle y se situó junto al poste de barbero; desde allí miró hacia el norte. Distinguió, casi en el límite de su campo visual, el alto edificio amarillo cubierto de desconchados. Había en él algo extraño que le chocó: un temblor, una inestabilidad, como si oscilara impalpablemente entre la firmeza y la inconsistencia. Cada fase duraba unos segundos y daba paso a la opuesta con una vibración confusa; el fenómeno se repetía con toda regularidad, como si bajo la estructura latiera un ritmo orgánico. «Como si estuviera vivo», pensó Joe.
«Quizá haya llegado al final», se dijo. Echó a andar en dirección a la farmacia abandonada sin apartar la vista del edificio. Lo veía palpitar, pasar de un estado a otro, y mientras se acercaba a él iba apreciando con mayor claridad la naturaleza de sus estados alternativos. En la fase de máxima estabilidad se convertía en un establecimiento de venta al por menor de artículos domésticos de su propia época, un autoservicio dirigido homeostáticamente que vendía los mil adminículos de un apartamento moderno; durante toda su vida adulta había sido cliente de parecidos pseudocomercios computerizados superfuncionales.
En la fase de máxima insustancialidad, se reducía a una pequeña y anacrónica botica con adornos rococó. En los modestos escaparates Joe vio bragueros para herniados, hileras de gafas, un almirez, frascos de grageas variadas, un rótulo que anunciaba SANGUIJUELAS, pesados frascos con tapón de vidrio que eran auténticas cajas de Pandora repletas de fármacos y simples placebos… y, cubriendo la parte superior de los cristales, dos palabras: Farmacia Archer. Nada parecía indicar que aquello fuese un establecimiento vacío, cerrado o abandonado; su situación correspondiente a 1939 había sido eliminada de alguna forma. Joe razonó: «Si es así, en cuanto entre retrocederé aún más en el tiempo o bien volveré a encontrarme más o menos en mi verdadera época. Y lo que más me conviene es lo primero, la etapa pre-1939».
Estaba de pie ante el edificio, experimentando físicamente la tracción del flujo y reflujo de fases; se sentía empujado hacia delante, luego hacia atrás y nuevamente hacia delante. Pasaron a su lado algunos viandantes que no reparaban en él. Ninguno de ellos veía lo que él veía: ni la farmacia, ni el autoservicio estilo 1992. Aquello era lo que más le desconcertaba.
Cuando la edificación pasó a una de sus fases antiguas, Joe dio un paso al frente y cruzó el umbral. Estaba en el interior de farmacia Archer.
A mano derecha había un largo mostrador de mármol. En la pared, estanterías con cajas de sucia coloración; todo el local tenía un tono negruzco dominante, no sólo debido a la falta de luz, sino como una protección, como si hubiera sido construido para fundirse en una amalgama con la penumbra, para ser inalterablemente opaco. El ambiente del lugar tenía una calidad densa y opresiva; le abatía, pesaba como algo aposentado siempre sobre sus hombros. Y ya no oscilaba, al menos para él, ahora que se hallaba en su interior. Se preguntó si su decisión había sido correcta; consideró, demasiado tarde, lo que habría podido suponer la alternativa. Quizá el regreso a su época, lejos de mundo en el que se descomponía constantemente la trabazón del tiempo; lejos para siempre, posiblemente. «En fin, así son las cosas». Vagó por el interior de la farmacia, contemplando los metales y las maderas. Nogal, evidentemente. Llegó por fin a la ventanilla de despacho de recetas que había al fondo.
Apareció un joven espigado, vestido con traje gris de muchos botones y chaleco, que le observó en silencio. Durante un rato, Joe y el joven se miraron sin decir nada. El único sonido audible provenía de un reloj de pared con cifras romanas en la esfera, cuyo péndulo oscilaba inexorablemente. Todo oscilaba, todo era dominado por aquel ritmo mecánico. Como un reloj. Por todas partes.
—Quiero un frasco de Ubik —dijo Joe.
—¿El ungüento? —preguntó el farmacéutico. El movimiento de sus labios parecía no estar sincronizado con el sonido de sus palabras. Joe vio primero abrirse la boca del joven, luego moverse los labios y al cabo de un intervalo apreciable oyó sus palabras.
—¿Es un ungüento? —preguntó a su vez—. Creí que era de uso interno.
El farmacéutico tardó unos momentos en responder. Era como si hubiese un abismo de tiempo, toda una era, abierto entre los dos. Finalmente, abrió la boca y movió de nuevo los labios. Joe oyó lo que dijo.
—Ubik ha sufrido muchos cambios al ir introduciendo el fabricante sucesivas mejoras. Usted debe de estar habituado al viejo, no al nuevo Ubik.
El boticario se alejó hacia un lado. Sus movimientos tenían una cadencia entrecortada; se deslizaba a pasos lentos y medidos, de ballet. El ritmo era estéticamente agradable, pero estremecedor.
—Últimamente hemos tenido muchas dificultades para conseguirlo —dijo mientras volvía con una lata sellada y plana que depositó delante de Joe—. Viene en forma de polvos a los que hay que añadir alquitrán de hulla. El alquitrán va aparte; puedo dárselo muy barato, pero el Ubik en polvo es caro. Cuarenta dólares.
El precio le dejó helado.
—¿Qué hay dentro? —preguntó Joe.
—Secreto del fabricante.
Joe cogió la lata precintada y la levantó hacia la luz.
—¿Le importa que lea la etiqueta?
—No, en absoluto.
A la tenue luz que se filtraba desde la calle, consiguió descifrar lo impreso en la etiqueta de la lata. Era la continuación del mensaje manuscrito en la citación que le entregó el guardia de tráfico; empezaba en el punto exacto en el que se había detenido bruscamente la letra de Runciter.
absolutamente falso. No intentó utilizar su facultad tras la explosión de la bomba. Repito: no lo intentó. Tampoco intentó restituir a Wendy Wright, Al Hammond ni Edie Dorn. Le miente, Joe, y eso me obliga a reconsiderar por completo la situación. Cuando llegue a una conclusión se lo haré saber. Entre tanto, ándese con cuidado. A propósito: Ubik, en su nueva presentación en polvo, tiene un poder curativo universal si se administra rigurosamente según las instrucciones de empleo.
—¿Acepta cheques? —preguntó Joe al boticario—. No llevo los cuarenta dólares encima y necesito desesperadamente el Ubik. Es literalmente cuestión de vida o muerte.
Buscó el talonario de cheques en el bolsillo de su chaqueta.
—Usted no es de aquí, ¿verdad? —dijo el boticario—. Se le nota en el acento. Pues no, no puedo aceptar un cheque por esa cifra. Necesitaría conocerle. Llevamos una racha de talones sin fondos que dura ya varias semanas, y todos son forasteros.
—¿Servirá una tarjeta de crédito?
—¿Qué es una tarjeta de crédito?
Abandonando la lata de Ubik, Joe se volvió en redondo y salió a la acera. Cruzó la calle y echó a andar en dirección al hotel, deteniéndose para volverse a contemplar la botica.
Sólo vio un edificio ruinoso de color amarillo, con visillos en las ventanas de los pisos superiores y la planta baja tapiada con tablones, abandonada. Por entre los tablones no se distinguía sino oscuridad, la oquedad de unas ventanas hechas añicos. Ni rastro de vida.
Comprendió que no había nada que hacer. Había perdido la ocasión de procurarse una lata de Ubik, aun encontrando ahora los cuarenta dólares tirados por la calle. «Pero he obtenido el resto del aviso de Runciter, con todo lo que pueda valer. Quizá lo que dice no sea verdad; quizá sea tan sólo una opinión deformada, desviada por un cerebro agonizante. O por un cerebro completamente muerto, como en el caso del anuncio televisado. Pero, dioses, ¿y si fuera verdad?» se preguntó con desaliento.
Por la acera había algunas personas contemplando absortas el cielo. Al notarlo, Joe alzó también lo mirada. Protegiéndose los ojos de los oblicuos rayos del sol, divisó un punto negro que desprendía una estela de humo blanco: era un monoplano que escribía en el cielo, volando a gran altura. Mientras Joe y otros peatones los contemplaban, los trazos de humo, que empezaban a borrarse, compusieron un mensaje.
¡ARRIBA EL ÁNIMO, JOE!
«¡Qué fácil es decirlo!», se dijo Joe. «No cuesta nada decirlo con cuatro palabras». Presa de una melancolía incómoda, y de los primeros síntomas de un terror que renacía, reemprendió el camino del hotel Meremont.
Don Denny le recibió en un vestíbulo de aire provinciano, alfombrado de escarlata y muy alto de techo.
—La encontramos; todo ha acabado, para ella al menos —dijo—. No ha sido nada bonito, en absoluto. Y ahora ha desaparecido Fred Zafsky. Yo creía que iba en el otro coche y los del otro creían que iba en el nuestro. Por lo visto, no subió a ninguno de los dos. Debe de estar en la funeraria.
—Ahora sucede más deprisa —dijo Joe.
Se preguntó si el Ubik, que le rondaba constantemente sin dejarse atrapar, haría que las cosas fueran diferentes. «Me temo que nunca lo sabremos».
—¿Se puede beber algo aquí? ¿Qué hay del dinero? El mío no vale.
—La funeraria lo paga todo; órdenes de Runciter.
—¿Incluso la factura del hotel? —Aquello le parecía muy extraño. ¿Cómo lo habían arreglado?—. Quiero que vea esta citación cuando no haya nadie cerca —le tendió el papel—. Tengo el resto del mensaje; estuve buscándolo todo este rato.
Denny leyó la citación, la releyó y la devolvió lentamente a Joe.
—Runciter cree que Pat miente —dijo.
—En efecto.
—¿Se da cuenta de lo que supondría? Supondría que pudo anular todo esto, empezando por la muerte de Runciter.
—Podría suponer más cosas aún —dijo Joe.
Denny le miró fijamente.
—Tiene usted razón. Sí, señor, toda la razón. —Parecía desconcertado y, de pronto, firmemente responsable. En sus ojos brillaba una clara conciencia de la situación, teñida de sorpresa y pesadumbre.
—No tengo muchas ganas de pensar en ello —dijo Joe—. No me gusta nada. Es peor de lo que creía; peor incluso de lo que pensaba Al Hammond, por ejemplo, que ya era bastante malo.
—Pues quizá sea cierto —dijo Denny.
—Durante el tiempo que llevamos metidos en esto he luchado por entender sus causas. Estaba seguro de tener el porqué.
«Pero Al nunca pensó en esto», meditó. «Los dos nos lo quitamos de la cabeza. Tuvimos nuestros motivos».
—No diga nada de esto a los otros —aconsejó Denny—. Puede no ser cierto y, aunque lo sea, saberlo no les va a ayudar.
—¿Saber qué? ¿Qué es lo que no les va a ayudar? —preguntó Pat Conley a sus espaldas.
Se situó frente a ellos, mirándoles con ojos intensamente negros que traslucían inteligencia y una serena tranquilidad.
—Qué pena lo de Edie Dorn, Y creo que ahora ha desaparecido Fred Zafsky. Con esto ya no quedamos muchos, ¿no es cierto? Me pregunto quién será el próximo. —Parecía totalmente dueña de sí misma—. Tippy Jackson ha ido a acostarse. No dijo que estuviera cansada, pero hay que suponer que lo está, ¿no les parece?
—Sí, supongo que sí —asintió Don Denny.
—¿En qué quedó la denuncia, Joe? ¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Pat.
Joe se la tendió. «Ha llegado el momento», pensó. «Todo se acumula en este presente, todo converge hacia este preciso instante».
—¿Cómo supo mi nombre el policía? —inquirió Pat tras ojear someramente la citación. Alzó los ojos y miró intrigada a Joe y luego a Don Denny—. ¿Por qué habla de mí este papel?
«No reconoce la letra porque no está familiarizada con ella como lo estamos los otros», comprendió Joe.
—Es un mensaje de Runciter —dijo—. Lo haces tú, ¿no es cierto? Tú, con tu facultad. Estamos aquí por tu culpa.
—Y nos estás exterminando, nos liquidas uno por uno. ¿Por qué? —añadió Don Denny, para volverse después a Joe—. ¿Qué razones puede tener? En el fondo, ni siquiera nos conoce.
—¿Para esto viniste a Runciter Asociados? —preguntó Joe a la muchacha, intentando mantener el tono de voz, sin lograrlo; lo oyó vacilar y sintió un repentino desprecio por sí mismo—. Fue G. G. Ashwood quien te trajo. Trabajaba para Hollis, ¿no? ¿Es eso el origen de lo que nos pasa? ¿No la explosión de la bomba, sino tú?
Pat sonrió.
Y el vestíbulo del hotel se desintegró ante los ojos de Joe.