Tomado según las instrucciones, Ubik le depara un sueño ininterrumpido y un despertar libre de molestias. Con Ubik, usted se levantará fresco como una rosa y dispuesto a enfrentarse a esos pequeños problemas que le preocupan.
No exceder la dosis recomendada.
—Oiga, ¿puedo ver la botella que tiene ahí? —preguntó Jespersen con una extraña entonación, mirando al interior del coche.
Sin decir palabra, Joe pasó al aviador el frasco aplanado de Elixir de Ubique.
—Mi abuela solía hablar de esto —dijo Jespersen sosteniendo la botella a contraluz—. ¿Dónde lo consiguió? No lo fabrican desde la guerra civil, aproximadamente.
—Lo heredé —explicó Joe.
—Claro, no podía ser de otro modo. Estas botellas hechas a mano ya no se encuentran. Para empezar, la fábrica no puso muchas a la venta. Este medicamento fue inventado hacia mil ochocientos cincuenta en San Francisco. No se vendía en las tiendas: había que encargarlo. Venía en tres tipos, según su fuerza. El que tiene usted es del tipo más fuerte. —Miró fijamente a Joe—. ¿Sabe qué hay dentro?
—Naturalmente: óxido de zinc, esencia de menta, citrato sódico, carbón vegetal…
—Déjelo —le interrumpió Jespersen. Fruncía el ceño y aparentaba dar vueltas a algo en la mente. Al fin cambió su semblante: había llegado a una decisión—. Le llevo a Des Moines a cambio de este frasco de Elixir de Ubique. Salgamos ya, quiero hacer de día la mayor parte posible del viaje. —Se alejó del Ford a grandes zancadas, llevando consigo la botella.
Diez minutos después, con el depósito lleno de carburante, la hélice puesta en marcha manualmente y Jespersen y Chip a bordo, el biplano Curtiss–Wright trazaba por la pista un recorrido irregular y caprichoso, dando saltos, elevándose y cayendo. A Joe le rechinaban los dientes, pero resistía.
—Es que vamos muy cargados —dijo Jespersen sin alterarse; no parecía preocupado. El aparato se elevó por fin, vacilante, dejando atrás la pista, y sobrevoló ruidosamente los tejados de edificios cercanos, rumbo al oeste.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —aulló Joe.
—Depende de si tenemos viento de cola o no. Es difícil decirlo: posiblemente mañana al mediodía, si hay suerte.
—¿Puede decirme ahora lo que hay en la botella?
—Pepitas de oro en suspensión, en una base compuesta principalmente de aceite mineral —gritó a su vez el piloto.
—¿Cuánto oro, mucho?
Jespersen volvió la cabeza y sonrió, sin responder. No hacía falta que lo dijera: era obvio.
El viejo biplano Curtiss–Wright siguió dando bandazos en dirección a Iowa.
A las tres de la tarde del día siguiente llegaron al aeropuerto Des Moines. Una vez en tierra, el piloto se alejó con rumbo desconocido llevando consigo el frasco de pepitas de oro. Joe saltó al suelo, agarrotado y dolorido, y pasó algunos minutos frotándose las ateridas piernas. Luego se encaminó con paso vacilante hacia el diminuto pabellón del aeródromo.
—¿Puedo llamar por teléfono? —preguntó a un anciano empleado de aspecto ordinario que estaba sentado, examinando con aire absorto un mapa meteorológico.
—Si tiene cinco centavos… —con un gesto de la cabeza, el hombre le señaló el teléfono público.
Joe rebuscó entre su dinero, descartando las monedas que llevaban la imagen de Runciter; encontró finalmente una moneda de la época, con la silueta de un bisonte en una cara, y la depositó ante el encargado. Éste emitió un gruñido sin alzar mirada.
Joe consultó la guía telefónica local y encontró el número de la Funeraria del Humilde Pastorcillo. Dio el número a la operadora y al rato obtuvo respuesta.
—Funeraria del Humilde Pastorcillo. Al habla el señor Bliss.
—He venido para asistir a las honras fúnebres de Glen Runciter —dijo Joe—. ¿Llego tarde? —Deseó fervientemente que no fuera así.
—Se están celebrando en este mismo instante —respondió el señor Bliss—. ¿Desde dónde llama, señor? ¿Quiere que enviemos un vehículo a recogerle? —Su tono de voz traducía una desaprobación exagerada.
—Estoy en el aeródromo —dijo Joe.
—Debió llegar antes; dudo mucho que logre presenciar el final de las exequias. De todas formas, el señor Runciter estará de cuerpo presente todo el día de hoy y mañana por la mañana. Aguarde a que llegue nuestro coche, señor…
—Chip.
—Sí, le estábamos esperando. Varios de los deudos del señor Runciter han pedido que organicemos una vigilia para usted. Y también para el señor Hammond y una tal señorita… —hizo una pausa—. Wright. ¿Han venido con usted?
—No —dijo Joe, y colgó.
Se sentó en un banco de lustrosa madera curvada desde la cual podía ver los automóviles que se acercaban. «De todas formas llego a tiempo de reunirme con el grupo», pensó. «Todavía no ha abandonado la ciudad, y eso es lo que cuenta».
—Venga un momento, señor —le llamó el veterano empleado.
Joe se levantó y cruzó la sala de espera.
—¿Qué ocurre?
—Esta moneda que me ha dado… —La había examinado atentamente durante aquel rato.
—Es una moneda de cinco centavos, con su bisonte y todo. ¿No es lo que corresponde a esta época?
—Lleva fecha de 1940 —dijo el hombre, mirándole sin pestañear.
Con un gruñido de disgusto, Joe sacó la calderilla que quedaba y volvió a rebuscar en ella; encontró por fin una moneda de cinco centavos de 1938 y la arrojó al empleado.
—Quédese con las dos —dijo, y volvió a sentarse en el banco de madera.
—De vez en cuando nos cae moneda falsa en las manos —explicó el encargado.
Joe no dijo nada. Dirigió su atención hacia el mueble radio Audiola que sonaba en un rincón de la sala de espera. El locutor anunciaba un dentífrico llamado Ipana. «Me pregunto cuánto tendré que esperar», pensó. La espera le intranquilizaba, ahora que ya estaba físicamente tan cerca de los inerciales. «Me reventaría haber llegado tan lejos, a unos pocos kilómetros del grupo, y que luego…». Abandonó sus cavilaciones en aquel punto y se limitó a esperar.
Media hora más tarde, un Willis–Knight 87 de 1930 llegó resollando al aparcamiento; bajó de él un individuo de aspecto rústico vestido con un ostentoso traje negro y escudriñó el interior de la sala de espera con la mano a modo de visera sobre los ojos.
Joe se le acercó.
—¿Es usted el señor Bliss?
—Para servirle. —El hombre, que despedía un fuerte olor a Sen–sen, le dio un breve apretón de manos, subió acto seguido al Willys–Knight y puso de nuevo el motor en marcha—. Suba, señor Chip, deprisa. Aún podremos presenciar parte de la ceremonia. En ocasiones de esta importancia, el padre Abernathy suele hablar un buen rato.
Joe se instaló en el asiento delantero, al lado del señor Bliss. Un instante después rodaban con estrépito por la carretera que llevaba al centro de Des Moines, a velocidades que en ocasiones rozaban los sesenta kilómetros por hora.
—¿Es usted empleado del señor Runciter?
—Si —respondió Joe.
—El señor Runciter trabajaba en un ramo muy poco común. No estoy muy seguro de entenderlo —Bliss tocó el claxon para ahuyentar a un setter que pretendía cruzar la calzada; el perro retrocedió, cediendo el paso al imponente Willys-Knight—. ¿Qué significa «poderes psiónicos»? Varios empleados del señor Runciter usaron ese término.
—Significa poderes parapsicológicos, fuerzas mentales que actúan de forma directa, sin intervención de entidad física alguna.
—¿Quiere decir poderes místicos, como el de conocer el futuro? Se lo pregunto porque algunas de aquellas personas hablaban del futuro como si ya existiera. No conmigo; sólo hablaban de ello entre sí, pero yo lo oí sin querer… En fin, ya se sabe… Todos ustedes son médiums, ¿no?
—Por así decirlo.
—¿Qué prevé usted en cuanto a la guerra que hay en Europa?
—Alemania y Japón serán derrotadas —respondió Joe—. Los Estados Unidos entrarán en la lucha el siete de diciembre de mil novecientos cuarenta y uno. —Sin el menor deseo de hablar de aquello, se encerró en el mutismo; tenía otros problemas en que enfrascarse.
—Aquí donde me ve, soy miembro de la hermandad secreta del Santo Sepulcro —declaró Bliss.
«¿Qué debe de experimentar el resto del grupo?», se preguntó Joe. «¿Esta realidad, la de los Estados Unidos de 1939, o se invertirá mi proceso de regresión cuando me reúna con ellos, colocándome en una época posterior? Buena pregunta, porque en tal caso tendremos que dar un salto colectivo de cincuenta y tres años, hasta los componentes formales de la época contemporánea, no alterada». Si habían sufrido en bloque igual grado de regresión que él, reunirse no supondría una ayuda para nadie salvo en un aspecto: libraría a Joe del penoso trance de soportar nuevas regresiones del mundo que le rodeaba. Por otra parte, aquella realidad de 1939 parecía bastante estable; en las últimas veinticuatro horas había logrado permanecer prácticamente constante. «Aunque esto puede ser debido a que he estado aproximándome al grupo», reflexionó.
Por otro lado, el frasco de bálsamo hepático–renal Ubik de 1939 había retrocedido más de ochenta años, pasando en unas horas de frasco de spray a botella vaciada en madera. Como el ascensor de jaula de 1909 que sólo vio Al.
Pero no era lo mismo: también Sandy Jespersen, el piloto bajo y obeso, había visto la botella hecha a mano, el frasco de Elixir de Ubique, como se llamaba finalmente. No era una mera visión individual; de hecho, le había llevado hasta Des Moines. Y el piloto había visto también la regresión del La Salle. Se diría que a Al le había sucedido algo totalmente distinto. Así lo esperaba al menos; rogaba porque así fuera.
«Supongamos que no podemos invertir nuestro proceso de regresión y pasamos aquí lo que nos queda de vida. ¿Tan mal lo pasaríamos? Podemos acostumbrarnos a los receptores de radio de consola Philco, de nueve lámparas, aunque no hará tanta falta dado que ya se ha inventado el circuito superheterodino; por cierto, todavía no he visto ninguno. Podemos aprender a conducir automóviles Austin americanos de los de 445 dólares». Aparentemente, aquella cifra había surgido en su cerebro por casualidad, pero la intuía correcta. «Y en cuanto consigamos empleo y ganemos dinero de esta época, no tendremos por qué viajar a bordo de vetustos biplanos Curtiss–Wright; al fin y al cabo, hace cuatro años, en 1935, se inauguró la línea transpacífica servida por cuatrimotores clipper. Hoy día, el trimotor Ford es un modelo con once años de antigüedad, y el biplano que me ha traído aquí una pieza de museo incluso para esta gente. Antes de transformarse, mi La Salle era un ingenio muy considerable, daba gusto conducirlo».
—¿Y los rusos? —preguntaba el señor Bliss—. Me refiero a la guerra… ¿Les barreremos? ¿Alcanza a verlo?
—Rusia luchará al lado de los Estados Unidos —respondió Joe.
«Y todos los demás objetos, sociedades y aparatos de este mundo… Los medicamentos serán el mayor inconveniente. Veamos: deben de estar justamente empezando a usar las sulfamidas. Cuando alguno de nosotros caiga enfermo se verá en serios apuros. Además, la odontología no será nada que pueda tomarse a broma: los dentistas todavía trabajan con tornos mecánicos y novocaína. Los dentífricos a base de flúor aún no han aparecido; están a veinte años de distancia».
—¿A nuestro lado? —farfulló Bliss—. ¿Los comunistas a nuestro lado? Imposible: tienen un pacto con los nazis.
—Alemania lo violará. Hitler atacará la Unión Soviética en junio de mil novecientos cuarenta y uno.
—Y la arrasará, espero.
Distraído de sus cábalas, Joe se volvió para mirar atentamente al señor Bliss, que seguía conduciendo su Willys–Knight de nueve años.
—La verdadera amenaza son los comunistas, no los alemanes —manifestó Bliss—. Por ejemplo, la cuestión de los judíos: ¿sabe quién la desorbita? Los judíos que hay en este país, viviendo la mayoría no como ciudadanos sino como refugiados, a expensas del tesoro público. Desde luego, opino que los nazis se han excedido un poco en algunas de las cosas que les han hecho, pero básicamente la cuestión judía existía desde tiempo atrás y había que hacer algo al respecto. Aquí en los Estados Unidos tenemos problemas parecidos, con los judíos y los negratas. A la larga habrá que hacer algo con ellos.
—Nunca había oído usar la palabra «negrata» —dijo Joe. Se encontró evaluando esa época de forma algo distinta. «Había olvidado estas cosas».
—El único que tiene razón sobre lo de Alemania es Lindbergh. ¿Le ha oído hablar alguna vez? No como lo cuentan los periódicos, sino en persona. —Bliss aminoró la velocidad hasta detener el coche ante un semáforo en rojo—. Otros: el senador Borah y el senador Nye. Si no fuera por ellos, Roosevelt estaría vendiendo municiones a Inglaterra y metiéndonos en una guerra que no es la nuestra. Roosevelt parece demasiado interesado en anular la cláusula de embargo de armamentos que contiene el tratado de no intervención; quiere involucrarse en la guerra, pero el pueblo americano no va a darle su apoyo: al pueblo americano no le interesa verse envuelto en la guerra de los ingleses ni en la de nadie.
El semáforo cambió, extendiendo un brazo metálico con una luz verde. Bliss puso una marcha corta y el Willys–Knight avanzó retumbando para perderse en el tráfico de mediodía del centro de Des Moines.
—No lo pasará usted muy bien durante los próximos cinco años —dijo Joe.
—¿Por qué no? Todo el estado de lowa piensa como yo. Oiga, ¿sabe lo que pienso de todos ustedes, los empleados del señor Runciter? Por lo que dice usted y lo que han dicho los otros, además de lo que he podido oír, creo que son ustedes agitadores profesionales —Bliss le lanzó una mirada de indisimulada bravuconería.
Joe no respondió; contemplaba el desfilar de los antiguos edificios de ladrillo, madera y cemento y los venerables modelos de automóvil, que parecían ser mayoritariamente negros. Se preguntaba si él sería el único miembro del grupo que veía enfrentado a aquel aspecto concreto del mundo de 1939. «En Nueva York todo será diferente; esto es el ombligo del Medio Oeste aislacionista, estamos en el país de la Biblia», se dijo. «No nos quedaremos a vivir aquí; iremos a la costa este o a la costa oeste». Sin embargo, intuía que acababa de insinuarse un problema más grave para todos ellos. «Sabemos demasiado para vivir tranquilos en esta época. Si hubiéramos retrocedido veinte años, o a lo sumo treinta, podríamos cubrir el bache psicológico, volver a los días de los paseos espaciales del proyecto Géminis o los primeros vuelos del Apolo no resultaría muy interesante, pero al menos sería llevadero. Sin embargo, en esta cota temporal… Aún escuchan discos de 78 revoluciones con grabaciones de Un par de cuervos, Mert y Marge y las canciones de Joe Penner. La Depresión todavía colea. En mi época teníamos colonias en Marte y Luna, y estaban perfeccionando un sistema viable de transporte interestelar, mientras que esta gente no ha logrado siquiera abrirse paso en el desierto de Oklahoma. Este mundo vive todavía bajo el influjo de la oratoria del fiscal William Jennings Bryan; aquí tuvo lugar el juicio del mono contra el profesor Scopes. No habrá forma de adaptarse a esta concepción del mundo, a este ambiente moral, social y político. Para esta gente somos agitadores profesionales, y una amenaza en potencia más temible que el propio Partido Comunista. Bliss está totalmente en lo cierto: somos los agitadores más peligrosos a los que ha de enfrentarse esta época».
—¿De dónde son ustedes? —inquirió Bliss—. No son de ningún lugar de los Estados Unidos, ¿me equivoco?
—No se equivoca. Somos de la Confederación Norteamericana —respondió Joe. Sacó del bolsillo una moneda de medio dólar con la efigie de Runciter y la ofreció a Bliss—. Tenga la bondad de aceptar este obsequio.
Bliss miró de soslayo la moneda, tragó saliva y habló con voz trémula.
—Esta cara… ¡es la del difunto! ¡Es el señor Runciter! —Volvió a mirarla y palideció—. Y la fecha… 1990.
—No se lo gaste todo de golpe —dijo Joe.
Cuando el Willys–Knight llegó a la Funeraria del Humilde Pastorcillo, el servicio religioso había concluido. En los amplios peldaños blancos de la entrada del edificio de madera había varias personas formando un grupo. Joe las reconoció a todas. Allí estaban por fin Edie Dorn, Tippy Jackson, Jon Ild, Francy Spanish, Tito Apostos, Don Denny, Sammy Mundo, Fred Zafsky… y Pat. «Mi mujer», dijo Joe para sí, nuevamente conmovido por la visión de la joven, de su espléndida cabellera oscura, los tonos intensos de su tez y sus ojos y los fuertes contrastes que irradiaba su persona.
—No, no es mi mujer; ella misma lo anuló —dijo en voz alta mientras bajaba del coche aparcado. Recordó, sin embargo, que conservaba el anillo de jade y plata labrada que eligieran juntos. Era todo lo que quedaba. Pese a todo, volverla a ver le producía un fuerte impacto. Era como verse de nuevo, por un instante, en el refugio espectral de un matrimonio que había sido anulado, que de hecho nunca existió salvo por aquel anillo. Un anillo que ella podía hacer desaparecer cuando le viniera en gana.
—Hola, Joe Chip —dijo Pat con frialdad y en un tono casi burlón. Le examinó clavando en él su penetrante mirada.
—Hola —respondió Joe con cierto embarazo. Los otros le saludaron a su vez pero casi no reparó en ellos: Pat acaparaba su atención.
—¿No ha venido Al Hammond? —preguntó Don Denny.
—Al ha muerto. Wendy Wright, también.
—Ya sabíamos lo de Wendy —dijo Pat con perfecta calma.
—No, no lo sabíamos —corrigió Don Denny—; lo suponíamos, pero no estábamos seguros de ello. Yo no estaba seguro. ¿Qué les sucedió, qué fue lo que les mató?
—Se consumieron —respondió Joe.
—¿Cómo, por qué? —preguntó desabridamente Tito Apostos uniéndose al círculo formado alrededor de Joe.
Pat Conley intervino.
—Joe, lo último que nos dijiste en Nueva York, antes de salir con Hammond…
—Ya sé lo que dije.
—Hablaste de años. Dijiste que «había pasado demasiado tiempo», ¿qué querías decir?
—Señor Chip, desde que llegamos, esta ciudad ha cambiado radicalmente —dijo agitada Edie Dorn—. No logramos entenderlo. ¿Ve usted lo mismo que nosotros? —Señaló la funeraria y los otros edificios de la calle.
—No estoy muy seguro de saber lo que ven ustedes.
—Vamos, Chip, no intente despistamos; díganos de una vez cómo ve este lugar —exigió con enfado Tito Apostos—. Por ejemplo, el vehículo en el que ha llegado; díganos qué es. Díganos en qué ha venido.
Todos esperaban con ansiedad la respuesta de Joe. Sammy Mundo habló atropelladamente.
—Es un coche antiguo de los de verdad, ¿no, señor Chip? Es eso, ¿verdad? —Rió nervioso—. ¿Es muy antiguo? ¿Cuánto, exactamente?
—Es de hace sesenta y dos años —respondió Joe tras hacer una pausa.
—Eso nos da mil novecientos treinta —dijo Tippy Jackson a Don Denny—. Más o menos lo que calculamos.
—Calculamos estar en mil novecientos treinta y nueve —precisó Don Denny con voz pausada; era una voz suave, serena, madura. Sin emociones indebidas, ni siquiera en aquellas circunstancias.
—Es fácil determinarlo —dijo Joe—. Vi un periódico en mi apartamento de Nueva York. Era del doce de septiembre; por lo tanto, hoy estamos a trece de septiembre de mil novecientos treinta y nueve. Los franceses creen haber roto la línea Sigfrido.
—Para mondarse —comentó Jon Ild.
—Esperaba que como grupo percibieran una realidad más tardía —dijo Joe—. En fin, así son las cosas…
—Si estamos en el treinta y nueve, estamos en el treinta y nueve —dijo Fred Zafsky con voz chillona—. Todos percibimos lo mismo, naturalmente… ¿Qué otra cosa vamos a hacer? —Agitaba con energía los largos brazos, pidiendo la aprobación de los demás.
—Corte ya, Zafsky —dijo Tito Apostos con aire hastiado.
—¿Qué dices tú de todo esto? —preguntó Joe a Pat.
La muchacha se encogió de hombros.
—No te encojas de hombros y responde.
—Hemos retrocedido en el tiempo.
—Yo no diría eso.
—¿Qué, si no? ¿Acaso hemos avanzado?
—No hemos ido a ninguna parte —dijo Joe—. Estamos donde siempre, pero por alguna razón, por alguna entre varias razones posibles, la realidad ha sufrido una regresión; ha perdido sus apoyos subyacentes y ha refluido hacia formas anteriores, formas que tomó hace cincuenta y tres años. Y aún puede llegar más allá. Pero ahora me interesa más saber si Runciter se os ha manifestado.
—Runciter yace en su ataúd, más muerto que una piedra —dijo Don Denny, esta vez con emoción indebida—. Es toda la manifestación que le hemos observado y que le podremos observar.
—¿Le dice algo la palabra Ubik, señor Chip? —preguntó Francesca Spanish.
Joe tardó un momento en asimilar la pregunta, pero contestó enseguida.
—Por el amor de Dios, ¿no sabe distinguir entre manifestaciones de…?
—Francy sueña cosas, siempre lo ha hecho —terció Tippy Jackson—. Cuéntale tu sueño de Ubik, Francy. Ahora le contará el sueño del Ubik, como lo llama ella. Lo tuvo anoche.
—Lo llamo así porque trata de eso —afirmó de mal talante Francesca Spanish, juntando las manos en un arrebato de excitación—. Mire, señor Chip, no fue un sueño como los que he tenido hasta ahora. Bajaba del cielo una gran mano, como si fuera la mano y el brazo de Dios. Era enorme, del tamaño de una montaña. Yo supe enseguida lo importante que era; estaba cerrada, aquel puño era grande como un peñasco y yo sabía que ocultaba algo tan valioso que mi vida y la vida de todos los habitantes de la Tierra dependían de ello. Esperaba que el puño se abriera, y se abría. Yo veía lo que había dentro.
—Un bote de aerosol —dijo secamente Don Denny.
—En el bote —prosiguió Francesca Spanish—, se veía una palabra escrita en grandes letras de oro que resplandecía, letras de fuego dorado que componían la palabra UBIK. Nada más, sólo aquella extraña palabra. Entonces la mano se cerraba de nuevo alrededor del bote, y el brazo y el puño desaparecían, yendo a ocultarse tras una especie de techo de nubes grises. Hoy, antes del funeral, he buscado en el diccionario y consultado en la biblioteca pública, pero nadie sabe qué significa esa palabra ni a qué idioma pertenece, y no está en el diccionario. El bibliotecario me ha dicho que no es inglés. En latín hay una palabra que se le parece: ubique. Significa…
—En todas partes —dijo Joe.
Francesca Spanish asintió.
—Eso es. Pero no logro averiguar qué significa Ubik, que es como aparecía escrito en el sueño.
—Son la misma palabra; sólo cambia la grafía —explicó Joe.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Pat Conley con socarronería.
—Runciter se me apareció ayer en un anuncio de televisión que grabó antes de su muerte —explicó Joe. No quería entrar en detalles; explicarlo le parecía demasiado complicado, al menos en aquellos momentos.
—Pobre idiota —le dijo Pat.
—¿Por qué?
—¿Así concibes la forma de manifestarse de un muerto? Viéndolo así, igual puedes tomar como «manifestaciones» las cartas que escribió antes de morir o las notas de orden interno que hizo circular por la oficina a lo largo de los años, e incluso…
—Voy ahí dentro a ver a Runciter por última vez —dijo Joe. Se separó del grupo, que quedó a la espera, y penetró en el frío y oscuro salón mortuorio a través de los amplios escalones de madera.
El vacío era total. No vio a nadie; sólo distinguió una sala con hileras de asientos como bancos de iglesia y al fondo un ataúd cubierto de flores. En una recámara, un antiguo órgano de fuelle y algunas sillas plegables de madera. El mortuorio olía a flores y polvo, en una mezcla dulzona y rancia que le repugnaba. Pensó en la cantidad de habitantes del estado de Iowa que habrían ingresado en la eternidad desde aquella estancia tan impersonal: suelos barnizados, pañuelos de bolsillo, trajes oscuros de lana gruesa… sólo faltaban las monedas puestas sobre los ojos de los muertos y el órgano tocando cuatro himnos elementales.
Llegó junto al féretro, vaciló unos instantes y se inclinó para mirar.
En el fondo del ataúd yacía un montón requemado de huesos deshidratados, rematado por un cráneo acartonado que le miraba de soslayo con ojos como pasas hundidas en las cuencas. Algunos harapos entremezclados con ramas de espino envolvían el diminuto esqueleto, como arrastrados hasta allí por el viento. Parecía que el cuerpo, respirando, hubiera formado montón con ellos a lo largo de un proceso impalpable, un continuo de sibilantes inspiraciones y espiraciones ya cesadas. La misteriosa transformación que ya destruyera a Al y Wendy Wright había llegado a su fin hacía, evidentemente, mucho tiempo. «Años», pensó Joe, recordando a Wendy.
¿Habían visto aquello los del grupo, o había ocurrido durante las exequias? Joe alargó los brazos, asió la tapa de roble del ataúd y la dejó caer, cerrándolo. El golpe resonó en la sala desierta, pero nadie lo oyó. No apareció nadie.
Cegado por lágrimas de terror, salió de la silenciosa y polvorienta sala hacia la débil luz del atardecer.
—¿Qué pasa? —le preguntó Don Denny cuando se unió al grupo.
—Nada —respondió.
—Pues estás fuera de ti; parece que te hayan dado un susto de muerte —observó Pat Conley con expresión punzante.
—¡No me pasa nada! —Le lanzó una mirada de profunda y airada hostilidad.
—¿No ha visto por casualidad a Edie Dorn mientras estaba ahí dentro? —le preguntó Tippy Jackson.
—No aparece —añadió Jon Ild a modo de explicación.
—Pero si estaba aquí hace un momento… —protestó Joe.
—Se ha pasado el día diciendo que se encontraba muy fatigada y que tenía un frío terrible —dijo Don Denny—. Puede que haya vuelto al hotel; antes dijo algo de eso, que tenía ganas de echarse un rato y dormir una siesta después de la ceremonia. Debe de estar bien.
—Debe de estar muerta —dijo Joe. Miró al grupo—. Creí que lo entendían. Si alguien se separa del grupo, no podrá sobrevivir. Lo que les ocurrió a Wendy, a Al y a Runciter… —No terminó la frase.
—A Runciter lo mató la explosión —dijo Don Denny.
—La explosión nos mató a nosotros. Lo sé porque me lo dijo Runciter; lo escribió en la pared del aseo de nuestra sede de Nueva York. Y lo vi otra vez en…
—Estás diciendo una insensatez —le interrumpió Pat en tono cortante—. ¿Está o no está muerto Runciter? ¿Y nosotros, estamos muertos, o no? Primero dices una cosa y luego otra, ¿no puedes ser más coherente?
—Inténtelo —apuntó Jon Ild. Los demás, con rostros angustiados, expresaban un mudo asentimiento.
—Puedo contarles lo que había escrito en el lavabo. Puedo contar lo del magnetófono gastado y el manual de instrucciones que había en la caja; puedo hablar del anuncio de Runciter emitido por televisión, de la nota que contenía el cartón de tabaco que compré en Baltimore y de la etiqueta que llevaba un frasco de Elixir de Ubique, pero no puedo dar un sentido a todas esas cosas. Sea como sea, hemos de ir al hotel y tratar de encontrar a Edie antes de que se reseque y muera sin remedio. ¿Dónde hay un taxi?
—La funeraria nos ha facilitado un coche para que lo usemos durante nuestra estancia aquí. Es el Pierce–Arrow que está aparcado ahí —le informó Don Denny.
Se dirigieron precipitadamente hacia el automóvil.
—No cabremos todos —dijo Tippy Jackson mientras Don Denny tiraba de la maciza puerta de acero y pasaba al interior.
—Pregunten a Bliss si nos deja usar el Willys–Knight —dijo Joe.
Se sentó al volante del Pierce–Arrow y puso en marcha el motor una vez instalados todos los que cabían en el interior, enfilando la transitada calle mayor de Des Moines. El Willys–Knight le seguía de cerca, haciendo sonar lastimeramente el claxon para advertir a Joe de su presencia.