Capítulo 10

¿Le rehuyen sus amigos en la piscina? Es por culpa de la transpiración. El desodorante Ubik, en barra o en spray, elimina el olor corporal y le garantiza diez días de total protección. ¡Aplíquese Ubik y vuelva a ser el centro de las reuniones!

Inofensivo si se emplea según las instrucciones, dentro de un programa riguroso de higiene corporal.

—Y ahora, las noticias que nos trae Jim Hunter —anunció el locutor de televisión.

En la pantalla apareció el rostro lampiño y alegre del comentarista.

—Glen Runciter regresó hoy a su lugar de nacimiento, pero no fue el suyo un regreso que alegrara el corazón de nadie. Ayer, la tragedia se abatió sobre Runciter Asociados, posiblemente la organización de previsión más renombrada de la Tierra: en un atentado terrorista perpetrado en unas instalaciones de la subsuperficie de Luna, cuya localización exacta no ha sido revelada, Glen Runciter resultó mortalmente herido y falleció antes de que sus restos pudieran ser conservados en una friovaina. Trasladado al Moratorio de los Amados Hermanos de Zurich, fueron vanos todos los esfuerzos por despertarle a la semivida. Ante la evidencia de su inutilidad, dichos esfuerzos fueron abandonados y el cuerpo de Glen Runciter trasladado a Des Moines. La capilla ardiente será instalada en esta ciudad, concretamente en la Funeraria del Humilde Pastorcillo.

La pantalla mostró un blanco y anticuado edificio de madera ante el cual deambulaban algunas personas.

«Me gustaría saber quién autorizó el traslado a Des Moines», dijo para sí Joe Chip.

—El desenlace al que asistimos se debe a la decisión de la esposa de Glen Runciter, una decisión triste pero inevitable —prosiguió la voz del comentarista—. La señora Ella Runciter, que se halla a su vez conservada en friovaina y con la cual se esperaba pudiera reunirse su esposo, fue revivida esta mañana para ser enfrentada a la tragedia. La señora Runciter supo entonces del cruel hado que se había abatido sobre su cónyuge y tomó personalmente la decisión de abandonar todos los esfuerzos encaminados a reavivar un posible último indicio de semivida en el hombre con el que esperaba reunirse en espíritu algún día, una esperanza que la realidad acaba de echar por tierra.

En la pantalla apareció durante unos momentos una fotografía de Ella tomada en vida de ésta. El comentarista siguió hablando.

—Con la solemnidad propia del caso, los afligidos empleados de Runciter Asociados se reunieron en la capilla de la Funeraria del Humilde Pastorcillo, preparándose lo mejor posible, dadas las circunstancias, para rendir un último homenaje al fallecido.

La imagen mostraba ahora la pista de aterrizaje que coronaba el edificio de la funeraria; se abrió la compuerta de una nave posada en vertical y salieron de ella varios hombres y mujeres. Un reportero les iba interceptando micrófono en mano.

—Dígame, señor: además de trabajar para Glen Runciter, ¿le conocían personalmente usted y estos otros empleados? No ya como jefe, sino como hombre.

Parpadeando como un mochuelo deslumbrado, Don Denny habló por el micrófono que le ofrecían.

—Todos nosotros conocíamos a Glen Runciter como hombre, como una gran persona y un ciudadano en el que se podía confiar. Sé que al decir esto expreso el sentir de mis compañeros.

—¿Están aquí todos los empleados del señor Runciter, señor Denny? ¿O sería mejor decir ex–empleados?

—Muchos de nosotros estamos aquí —respondió Don Denny—. El señor Len Niggelman, presidente de la Sociedad de Previsión, se puso en contacto con nosotros en Nueva York y nos comunicó que se había enterado de la muerte de Glen Runciter. Nos dijo que el cuerpo del finado iba a ser trasladado a Des Moines y que debíamos acudir aquí, aceptamos y nos ha traído en su nave. Su nave es ésta —señaló el aparato del que acababan de descender—. Le estamos muy agradecidos por notificamos que se había procedido al traslado del cuerpo. De todos modos, faltan algunos de nosotros porque no estaban en las oficinas de Nueva York. Me refiero concretamente a los inerciales Al Hammond y Wendy Wright y al técnico de pruebas señor Chip. Desconocemos el paradero de los tres, pero seguramente…

—Sí, seguramente estarán viendo esta retransmisión, que se difunde vía satélite por toda la superficie de la Tierra —dijo el locutor—, y acudirán a Des Moines para estar presentes en esta luctuosa ocasión, como habrían deseado el señor y la señora Runciter. Y ahora devolvemos la conexión a Jim Hunter en el estudio central.

Jim Hunter volvió a aparecer en pantalla.

—Ray Hollis, cuyo personal, dotado de facultades psiónicas, es el objeto de la tarea de neutralización que llevan a cabo los inerciales y constituye por tanto el blanco de las organizaciones de previsión, manifestó, en un comunicado difundido por su secretaría, que lamentaba la muerte accidental de Glen Runciter y que haría todo lo posible por asistir a las honras fúnebres en Des Moines. Sin embargo, es posible que Len Niggelman, que representa, como les hemos dicho, a la Sociedad de Previsión, pida que no se le permita asistir, en vista de las insinuaciones hechas por los portavoces de algunas organizaciones de previsión en el sentido de que Hollis reaccionó con satisfacción apenas disimulada a la noticia del fallecimiento de Runciter. —Hunter hizo una pausa y cogió una hoja de papel—. Y ahora pasemos a otros aspectos de la actualidad.

Joe Chip accionó con el pie el pedal de mando del televisor. La pantalla se apagó y el sonido se desvaneció poco a poco hasta hacerse el silencio.

«Esto no casa con los graffiti de las paredes», reflexionó. «Quizá, después de todo Runciter haya muerto. Así lo creen los de la televisión, y Ray Hollis, y también Len Niggelman. Todos le dan por muerto; sólo dicen lo contrario esos dos pareados que cualquiera pudo garrapatear, pese a lo que pensara Al».

La pantalla del televisor volvió a iluminarse, para su sorpresa no había tocado el pedal. Además, cambiaba continuamente de canal: las imágenes se sucedían unas a otras, sin pausa, hasta que por fin el misterioso ente quedó satisfecho. Quedó en pantalla una última imagen.

Era el rostro de Glen Runciter.

—¿Está usted cansado de tanta insipidez? ¿Se ha apoderado la col hervida de su universo gastronómico? —dijo Runciter con su voz áspera de siempre—. ¿No consigue librarse de ese viejo olor apagado y rancio de lunes por la mañana, por más centavos que introduzca en la cocina? Ubik pondrá fin a su problema: Ubik resucita el sabor de la comida, devolviéndole la frescura y restituyendo a cada plato su delicioso aroma de siempre. —Una lata de spray de vivos colores reemplazó a Glen Runciter en la pantalla—. Una pulverización invisible de Ubik, producto de precio por demás económico, ahuyentará todos sus temores obsesivos de que el mundo esté convirtiéndose en leche agria, magnetófonos gastados y ascensores antiguos, amén de otras manifestaciones de degeneración no vislumbradas todavía. Debe usted saber que esta forma regresiva de deterioro del mundo constituye una experiencia normal para muchos semivivos, particularmente en aquellas etapas iniciales durante las cuales los vínculos con la realidad son todavía muy estrechos. El semivivo retiene como carga residual una especie de universo que se resiste a desaparecer y lo percibe como un pseudoambiente altamente inestable, no apoyado en infraestructura érgica alguna. Esto resulta especialmente cierto cuando se amalgaman varios sistemas de memoria, como es el caso de todos ustedes. ¡Pero con el nuevo Ubik, más potente que nunca, el problema se ha acabado!

Joe se sentó atónito, sin apartar la mirada de la pantalla, en la que un hada de dibujos animados revoloteaba en espiral lanzando chorros de Ubik por todas partes.

El hada fue sustituida por un ama de casa de enormes dientes y mandíbula de caballo, que vociferaba con tono estridente.

—Me decidí por Ubik después de probar otros soportes de realidad débiles y anticuados. Mis cacharros de cocina se convertían en un montón de herrumbre. Los suelos de mi apartamento se hundían, y un día mi marido, Charley, agujereó con el pie la puerta del dormitorio. Pero ahora uso el nuevo Ubik, potente y económico, y me da un resultado maravilloso. Observen este frigorífico —en la pantalla apareció una antigua nevera General Electric—. Caramba, ha retrocedido ochenta años…

—Sesenta y dos —corrigió Joe Chip de forma refleja.

—Y mire ahora —dijo la mujer, rociando el viejo trasto con un aerosol Ubik. Una aureola mágica lo envolvió y fue sustituido en un abrir y cerrar de ojos por un espléndido refrigerador de seis puertas a monedas.

—Sí —prosiguió la sombría voz de Runciter—, por medio de las más avanzadas técnicas de la ciencia moderna, la regresión de la materia hacia formas primitivas puede ser invertida, y a un precio muy razonable. Ubik se vende únicamente en los mejores establecimientos de artículos para el hogar de la Tierra. Evite su uso interno. Manténgalo alejado del fuego. Siga cuidadosamente las normas de utilización que figuran en la etiqueta. Búsquelo, Joe, no se quede ahí sentado: vaya a buscar un frasco de Ubik y pulverice con él a su alrededor noche y día.

—¡Sabe que estoy aquí! —exclamó Joe poniéndose en pie—. ¿Significa esto que puede verme y oírme?

—Claro que no, ahora no puedo verle ni oírle. Este mensaje publicitario está grabado en vídeo; lo registré hace dos semanas, exactamente doce días antes de mi muerte. Sabía que iba a producirse la explosión: me serví de un precog.

—Entonces está usted efectivamente muerto.

—Naturalmente, estoy muerto. ¿No ha visto lo que acaban de emitir desde Des Moines? Ya sé que lo ha visto: el precog también me lo dijo.

—¿Y qué me dice de los graffiti de los lavabos?

La respuesta de Runciter llegó como un trueno por el circuito de sonido del televisor.

—Otro fenómeno de deterioro. Vaya a comprarse un frasco de Ubik y dejarán de sucederle todas estas cosas. Todo cesará.

—Al cree que estamos muertos —dijo Joe.

—Al se está deteriorando. —Runciter se echó a reír, con unas carcajadas lúgubres y reverberantes que sacudían la sala de juntas—. Mire, Joe, grabé este maldito anuncio para ayudarle, para guiarle precisamente a usted, en honor a nuestra vieja amistad. Sabía que le dejaría muy confundido, y así está usted en este momento: totalmente confundido. Lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta su estado habitual. Sea como sea, intente resistir: quizá se tranquilice cuando vaya a Des Moines y vea mi cuerpo en la capilla ardiente.

—¿Qué es eso de Ubik? —preguntó Joe.

—En cambio, creo que ya es tarde para ayudar a Al.

—¿De qué está hecho? ¿Cómo funciona? —insistió Joe.

—De hecho, es probable que Al produjera por inducción las inscripciones del lavabo. De no ser por él, usted no las habría visto.

—Usted está realmente en cinta de vídeo, ¿no es cierto? Sí, es verdad, no puede oírme —dijo Joe.

—Además, Al…

—¡Al diablo! —masculló Joe, molesto y cansado. Se dio por vencido: era inútil.

La mujer de rasgos equinos volvió a la pantalla del televisor para cerrar el anuncio. Su voz era ahora más suave.

—Si su tienda de artículos para el hogar no dispone todavía de Ubik, regrese a su apartamento, señor Chip, y hallará una muestra gratuita que acaba de llegar por correo. Se trata de una muestra promocional gratuita que le sacará de apuros hasta que se procure un frasco de tamaño corriente.

La imagen se desvaneció y el televisor quedó apagado y en silencio. El mismo fenómeno que lo conectó lo había desconectado ahora.

«Así que debo culpar a Al…», pensó Joe. La idea no le atraía: percibía en ella una lógica muy peculiar, una inexactitud quizá deliberada. Lo explicaba todo en términos de Al, tomándole como cabeza de turco y haciéndole pagar los platos rotos. «Es absurdo». Y… ¿le había oído Runciter? ¿Le había mentido al decirle que se trataba de una grabación? Por unos momentos, durante el anuncio, había aparentado responder a sus preguntas; sólo hacia el final sus palabras se habían hecho incongruentes. Joe se sintió de pronto como una polilla desorientada, revoloteando contra el cristal de la realidad y viéndola borrosamente desde fuera.

Un nuevo pensamiento acudió a su mente; era una idea pavorosa. Se detuvo a considerar que Runciter pudo haber preparado la grabación de vídeo partiendo de la base de que el estallido de la bomba le mataría a él y dejaría vivo al resto del grupo; todo ello apoyado en información inexacta aportada por el precog. La cinta había sido grabada honesta pero equivocadamente. Runciter no había muerto; habían muerto ellos, como decían las inscripciones hechas en la pared del lavabo, y Runciter seguía con vida. Dejó dispuesto, antes de la explosión, que el anuncio grabado se difundiera a aquella hora, y así lo hizo la cadena de televisión, sin que él alcanzara a dar la oportuna contraorden. Ello explicaría la disparidad existente entre lo que dijo en la grabación y lo que escribió en el cuarto de aseo; de hecho, explicaría ambas cosas a la vez, lo cual, por lo que podía entrever, no hacía ninguna otra teoría.

A no ser que Runciter se entregara a un burlón juego con ellos, gastándoles bromas, llevándoles primero en una dirección y luego en la contraria. Como una fuerza gigantesca y antinatural que rondara por sus vidas, emanada del mundo de los vivos o del de los semivivos. «O quizá de ambos a la vez», pensó Joe de repente. En cualquier caso, controlando lo que experimentaban, o al menos gran parte de ello. Aunque quizá sin gobernar el proceso de degeneración. Aquello, no. Pero ¿por qué no? Quizá aquello también, aunque Runciter lo negara. Runciter y Ubik. De pronto, lo advirtió: ubicuidad. De ahí derivaba la marca del pretendido producto en spray, un producto que probablemente ni siquiera existía, que seguramente no era sino un engaño más, destinado a desconcertarles aún en mayor grado.

Además, si viviera, no existiría un Runciter sino dos: el del mundo real, el auténtico, el que pugnaba por comunicarse con ellos, y el Runciter fantasmal convertido en cadáver en aquel mundo de semivida, el que yacía de cuerpo presente en Des Moines, Iowa. Y, para llevar aquel encadenamiento lógico a sus últimas implicaciones, otras de las personas que veía, como Ray Hollis o Len Niggelman, eran también pura fantasmagoría, en tanto que sus dobles reales permanecían en el mundo de los vivos.

«Todo es muy desconcertante», se dijo Joe Chip. Aquello no le gustaba nada. Tenía, eso sí, cierta satisfactoria simetría, pero por otro lado le parecía poco limpio.

«Iré volando al apartamento a recoger la muestra de Ubik», decidió. Luego saldría hacia Des Moines. Al fin y al cabo, era lo que había recomendado el anuncio. Estaría más seguro llevando encima un frasco de Ubik, como aconsejaba el anuncio a su inteligente y comercial manera. «Hay que prestar atención a estos anuncios si se desea conservar la vida… o la semivida. O lo que sea».

El taxi le dejó en la pista de la azotea del edificio; descendió por la rampa automática y se detuvo ante la puerta de su apartamento. La abrió con una moneda que alguien le había dado (no recordaba si Al o Pat) y entró.

El comedor olía débilmente a grasa quemada; era un olor que no percibía desde su infancia. Pronto descubrió la causa: la cocina había retrocedido en el tiempo, hasta dar paso a un anticuado modelo Buck a gas natural, con los quemadores atascados y la puerta del horno cubierta de mugre y mal cerrada. Contempló alicaído la vieja y gastada cocina y descubrió que los demás aparatos habían sufrido transformaciones similares. El homeoimpresor había desaparecido. El tostador de pan se había fundido en algún momento del día y tomado la forma de un pintoresco modelo manual. Pura chatarra: carecía de control automático, como observó al manipularlo desmañadamente. El frigorífico que parecía saludarle era un enorme modelo a compresor, una reliquia que había saltado a la existencia procedente de Dios sabía qué remoto pasado: era más anticuado aún que el General Electric del anuncio televisado. Lo que menos había cambiado era la cafetera: de hecho, incluso había mejorado en un aspecto: no tenía ranura para monedas y, obviamente, funcionaba gratis. Joe observó que dicho detalle se repetía en todos los aparatos, o por lo menos en todos los que quedaban. Al igual que el homeoimpresor, el triturador de basuras había desaparecido por completo. Joe intentó recordar qué otros aparatos poseía, pero le fallaba la memoria. Desistió del intento y volvió al comedor.

La regresión que presentaba el televisor era muy considerable: en su lugar aparecía un receptor de radio Atwater–Kent de onda media, con su mueble de madera barnizada en tono oscuro, su antena y su toma de tierra.

«Dios del cielo», dijo Joe para sus adentros, asombrado.

Pero ¿por qué no se había convertido el televisor en una masa informe de metal y plástico? Después de todo, aquellos eran sus componentes; fue construido con ellos, no con las piezas de un receptor de radio más antiguo. Todo aquello venía quizá a confirmar, de algún modo extraño, una vieja filosofía abandonada, la de los objetos ideales de Platón, los universales que tenían una existencia real para cada clase. La forma televisor era un modelo impuesto como sucesor de otros modelos, como la sucesión de los fotogramas de una secuencia filmada.

«Las formas primitivas deben de llevar una vida residual, invisible, en cada objeto», meditó Joe. «El pasado está latente, sumergido, pero sigue ahí y puede aflorar a la superficie tan pronto desaparezcan, por cualquier desafortunado motivo y contra lo que nos enseña la experiencia diaria, las características del objeto último, más tardío. El hombre no contiene al muchacho, sino a los hombres que le precedieron. La historia empezó hace mucho».

Los restos deshidratados de Wendy. La sucesión de formas que se da normalmente se detuvo y la última se borró sin que viniera otra a reemplazarla. «Ninguna nueva forma, ninguna nueva etapa de lo que consideramos crecimiento, vino a llenar el hueco. Será esto lo que experimentamos como vejez; de esta ausencia nacen la decrepitud y la senilidad. Sólo que en aquel caso sucedió de pronto, en unas horas».

Pero la vieja teoría decía algo más… ¿No creía Platón que existía algo que sobrevivía a la degeneración, algo interior, inasequible a la descomposición? El viejo dualismo del cuerpo separado del alma: el cuerpo, acabando como había acabado Wendy, y el alma lejos, como el pájaro que abandona el nido. «Quizá sea así», pensó Joe. «Quizá volvamos a nacer, como dice el Libro Tibetano de los Muertos. Es realmente cierto. Vaya, así lo espero, porque en tal caso podremos reunirnos todos de nuevo. Como en El osito Winnie: en otro lugar del bosque donde jugarán eternamente un niño y su oso… Es una idea que no pasará, una idea imperecedera, como todos nosotros: al final, todos nos reuniremos con el osito en un lugar nuevo, más claro y más duradero».

Por simple curiosidad, manipuló el prehistórico aparato de radio: el dial se iluminó, el altavoz emitió un fuerte zumbido de sesenta ciclos y se oyó, entre interferencias y chirridos, una emisora.

—Es la hora de La familia de Pepper Young — dijo el locutor, mientras sonaban las gorgoteantes notas de un órgano—, que ofrecemos a nuestros oyentes por gentileza de Camay, el jabón de las mujeres hermosas. En nuestro capítulo de ayer, Pepper veía tocar a su fin largos meses de sufrimiento, merced a la inesperada…

Joe apagó la radio. «Un serial de antes de la segunda guerra mundial», se dijo con creciente asombro. «Aunque, bien mirado, no hace más que obedecer a la lógica de este semimundo agonizante, o lo que sea».

Dando una ojeada por el comedor, descubrió un velador de patas muy recargadas y superficie de cristal, sobre el que había un ejemplar de la revista Liberty. También era de antes de la segunda guerra mundial; presentaba un capítulo de la serie Un rayo en la noche, fantasía futurista sobre una supuesta guerra nuclear. Joe la hojeó con dedos torpes y examinó el conjunto de la habitación en busca de más cambios.

El suelo duro y gris se había transformado en un parquet de madera blanda; en su centro, había una alfombra turca descolorida y con polvo de años incrustado en las fibras.

De las paredes sólo colgaba un cuadro: era un grabado a un solo color, enmarcado y protegido por un cristal, que representaba a un indio agonizante a lomos de un caballo. Era la primera vez que lo veía. No le inspiraba ningún recuerdo y no le prestó atención.

El videófono había sido sustituido por un teléfono de pie, negro, sin disco. Levantó el auricular del gancho que lo sostenía y oyó una voz femenina.

—¿Qué número desea?

Colgó.

Era evidente que el sistema de calefacción regulado por termostato ya no existía. A un extremo del comedor distinguió una estufa de gas con una gran chimenea de estaño por la pared y llegaba casi hasta el techo.

Fue a su dormitorio y revolviendo en el ropero consiguió reunir un atuendo completo: zapatos negros estilo Oxford, calcetines de lana, pantalones de golf, camisa azul de algodón, abrigo de pelo de camello y gorra a cuadros. Para ocasiones de mayor compromiso, extendió sobre la cama un traje cruzado azul–negro listado de rojo, un par de tirantes, una corbata ancha con dibujo de flores y una camisa blanca de cuello duro.

—Jesús, ¡qué reliquia! —dijo al tropezar con una bolsa de golf que contenía un juego completo de palos.

Volvió de nuevo al comedor. Esta vez se fijó en el rincón que antes ocuparan los componentes de su equipo de sonido polifónico. Todo había desaparecido: el sintonizador múltiple de frecuencia modulada, el plato giradiscos de alta histéresis con brazo reproductor ultraligero, los altavoces, el amplificador multipista, todo. En su lugar le dio la bienvenida un voluminoso armazón de madera; Joe distinguió la manivela y no le hizo falta levantar la tapa para saber en qué consistía ahora su equipo de sonido: agujas de bambú (había una caja de ellas en un estante, al lado del gramófono) y un disco Víctor de 78 revoluciones por minuto con la orquesta de Ray Noble interpretando Delicias turcas. Era todo lo que quedaba de su colección de discos y cintas.

Probablemente, al día siguiente se hallaría en posesión de un fonógrafo de cilindro. Y, para hacerlo sonar, una grabación a gritos del padrenuestro.

Le llamó la atención un periódico que parecía recién impreso tirado en el extremo más alejado del mullido diván. Lo cogió y leyó la fecha: era del martes 12 de septiembre de 1939. Recorrió los titulares.

FRANCIA AFIRMA HABER ABIERTO BRECHA EN LA LÍNEA SIGFRIDO. NOTABLES AVANCES EN EL SECTOR DE SAARBRUCKEN.

Rumores de preparativos para una gran ofensiva en el frente occidental.

«Interesante», pensó: acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial y los franceses creían que iban a ganarla. Leyó otro titular.

SE ASEGURA EN POLONIA QUE EL EJÉRCITO ALEMAN SE HA DETENIDO.

Los invasores lanzan sin éxito nuevas tropas al combate.

El periódico costaba tres centavos. También era un detalle interesante. «¿Qué se puede comprar hoy día con tres centavos?», se preguntó. Arrojó el diario lejos de sí, maravillándose de que pareciera tan reciente. No tendría más de un par de días «Ahora tengo un punto de referencia; ya sé con exactitud hasta dónde ha llegado por ahora el proceso de regresión».

Vagando por el apartamento, descubriendo las diversas transformaciones, se encontró, en su dormitorio, frente a una cómoda encima de la cual descansaban varias fotografías enmarcadas.

En todas aparecía Runciter, pero no el Runciter que él conocía. Eran de un bebé, de un niño y de un joven: un Runciter vagamente reconocible, tal como fuera en otros tiempos.

Sacó su cartera y en su interior sólo halló fotografías de Runciter; ninguna de su propia familia ni de sus amistades. ¡Runciter por todas partes! Volvió a meterse la cartera en el bolsillo y notó con un sobresalto que no era de plástico sino de piel de becerro. Aquello también encajaba: antaño podía conseguirse piel de origen animal. ¿Y qué más daba? Sacó de nuevo la cartera y la examinó con aire sombrío; frotó la piel con la yema de los dedos y experimentó una sensación táctil desconocida. Era agradable; dictaminó que era infinitamente superior al plástico.

De nuevo en el comedor, pasó un rato en busca de la abertura de recepción del correo, la cavidad abierta en la pared que debería contener la correspondencia del día. Había desaparecido, ya no existía. Se concentró, tratando de imaginar cuáles serían los antiguos procedimientos de distribución del correo. ¿Lo dejarían en el suelo, a la puerta de cada apartamento? No, debían depositarlo en alguna caja especial para eso. Le vino a la memoria la palabra buzón. Sí, su correspondencia debía de estar en un buzón. Pero ¿dónde estaban los buzones?, ¿en la entrada principal del edificio? Parecía (vagamente) lo más lógico. Tendría que salir del apartamento. Encontraría la correspondencia en la planta baja, veinte pisos más abajo.

—Cinco centavos, por favor —dijo la puerta cuando intentó abrir. Por lo menos había algo que seguía igual. Aquella puerta de peaje tenía una testarudez innata; probablemente resistiría más que todo. Desde hacía un tiempo, todo, toda la ciudad, si no el mundo entero, había sufrido una regresión. Todo, excepto aquella puerta.

Pagó los cinco centavos y cruzó a toda prisa el vestíbulo, en dirección a la rampa automática que utilizara minutos antes. Sin embargo, la rampa se había transformado en un tramo de inertes escalones de hormigón. Reflexionó: había veinte tramos como aquél y tendría que cubrirlos escalón a escalón. Imposible: no había quien bajara a pie tantos peldaños. El ascensor. Se encaminó hacia él y de pronto recordó lo sucedido a Al. «¿Y si ahora veo lo mismo que vio él?», se preguntó. «Una vieja jaula metálica pendiente de un cable, manejada por un vejestorio medio idiota con gorra de ascensorista. Ya no sería una visión de 1939 sino de 1909; un retroceso mayor que todos aquellos con los que me he tropezado hasta ahora».

Era mejor no arriesgarse y bajar a pie. Resignado, emprendió el descenso.

Estaba casi a mitad de camino cuando un mal presentimiento empezó a agitarse en su cerebro: no había forma de volver a subir al apartamento ni a la azotea donde le esperaba el taxi. Una vez en la planta baja, se vería confinado en ella quizá para siempre. A menos que el pulverizador de Ubik fuera lo bastante potente como para recuperar el ascensor o la rampa automática. «Transporte de superficie», se dijo: «¿En qué diablos consistirá el transporte de superficie cuando haya llegado abajo? ¿Un tren, un coche de caballos?».

Bajando los escalones de dos en dos, continuó, malhumorado, el descenso. Era demasiado tarde para cambiar de idea.

Al llegar a la planta baja se encontró ante un amplio vestíbulo en el que había una mesa de mármol con dos ramos de flores (lirios, cómo no) colocados en sendos jarrones de cerámica. Cuatro grandes peldaños llevaban a la puerta principal, cubierta con cortinajes; asió el tirador de cristal facetado y la abrió.

Más peldaños y, a la derecha, una hilera de cajas metálicas cerradas, cada una con un nombre y una cerradura. Acertó: el correo sólo llegaba hasta allí. Localizó su buzón: tenía adherida una tirita de papel en la que se leía JOSEPH CHIP 2075 y bajo la cual había un botón que al ser apretado debía de hacer sonar un timbre en el interior de su apartamento.

La llave. No la tenía. ¿O sí? Hurgando en sus bolsillos, descubrió una anilla de la que colgaban varias llaves metálicas de diferentes formas; las examinó, perplejo, preguntándose para qué servían. La cerradura del buzón era insólitamente pequeña; requería, obviamente, una llave de tamaño análogo. Eligió la menor del juego, la introdujo en la cerradura y le dio vuelta. La puerta de latón se abrió y Joe escrutó el interior del buzón.

Había dos cartas y un paquete rectangular envuelto en papel marrón y precintado con cinta adhesiva del mismo color. Llevaba pegados varios sellos de tres centavos, de color púrpura, con la efigie de George Washington. Joe se entretuvo en contemplar aquellas admirables reliquias del pasado y, sin preocuparse por las cartas, rasgó el envoltorio del paquete. Le pareció satisfactoriamente pesado, pero enseguida advirtió que su tamaño no era el adecuado para un bote de spray: era demasiado corto. Le asaltó el miedo. ¿Y si aquello no fuera una muestra gratuita de Ubik? Tenía que serlo; no podía ser otra cosa. De otro modo, volvería a aparecer la sombra de Al por todas partes. «Mors certa et hora certa», dijo para sí mientras arrojaba el papel de embalar al suelo y examinaba el envase de cartón que lo envolvía.

BÁLSAMO HEPÁTICO–RENAL UBIK

Halló dentro del envase un frasco de vidrio azul con un grueso tapón. En la etiqueta se leía:

Modo de empleo: Esta fórmula analgésica única en el mundo, desarrollada por el doctor Edward Sondebar tras cuarenta años de investigaciones, asegura la solución definitiva del molesto problema de la ansiedad nocturna. Por vez primera en su vida, usted descansará sin dificultad y gozará de un bienestar superlativo. Disuelva simplemente una cucharadita de BÁLSAMO HEPÁTICO–RENAL UBIK en un vaso de agua templada y bébalo media hora antes de acostarse. En caso de que persistan la irritación o las molestias, aumente la dosis hasta una cucharada sopera. No administrar a los niños. Contiene hojas de adelfa homogeneizada, salitre, esencia de menta, N–acetilo–p–aminofenol, óxido de zinc, carbón vegetal, cloruro de cobalto, cafeína, extracto de digital, esteroides (indicios), citrato sódico, ácido ascórbico y colorantes y aromatizantes artificiales. El BÁLSAMO HEPÁTICO–RENAL UBIK alcanza su plena eficacia si se emplea según las presentes instrucciones. Inflamable. Use guantes de goma para su manipulación. Evite las salpicaduras en los ojos y la piel. No aspire sus efluvios durante mucho tiempo. Atención: su uso prolongado o excesivo puede crear hábito.

«¡Qué insensatez!», se dijo Joe. Releyó la lista de ingredientes con irritación y desconcierto cada vez mayores y un sentimiento de impotencia que calaba muy hondo en su interior y se extendía por la totalidad de su ser. «Todo acabó para mí. Esto no es lo que anunciaba Runciter por televisión; esto no es más que una vieja mezcla de fármacos anticuados, ungüentos para la piel, calmantes, venenos y sustancias perfectamente inocuas. Y para rematarlo, cortisona, que aún no se conocía antes de la segunda guerra mundial. Es obvio que el Ubik que me describieron en el anuncio televisado, o al menos esta muestra, ha sufrido un proceso de regresión. Una ironía que ya es demasiado para mí: la propia sustancia destinada a contrarrestar los procesos regresivos de cambio ha sufrido una regresión. Debí imaginarlo al ver los sellos».

Miró a uno y otro lado de la calle y vio, aparcado junto a la acera, un vehículo de transporte terrestre de tipo clásico, digno de figurar en un museo: un La Salle.

«¿Podré llegar a Des Moines en un automóvil La Salle modelo 1939?», se preguntó. «A la larga sí, siempre que no se transforme, por lo menos durante los próximos siete días. Aunque para entonces ya no importará. Por otra parte, el automóvil sufrirá cambios. Nada dejará de sufrirlos, salvo quizá la puerta del apartamento».

Pese a todo, se aproximó al La Salle para examinarlo de cerca. «A lo mejor es mío», se dijo. «Puede que una de las llaves encaje en el contacto. ¿No funcionaban así estos vehículos? Pero ¿cómo voy a conducirlo? No sé conducir automóviles antiguos y menos aún los de… ¿cómo era?… los de transmisión manual».

Abrió la puerta y se sentó al volante. Mordiéndose el labio con aire desorientado, trató de plantearse con claridad la situación.

«No sé si debería tomar una cucharada de bálsamo hepático–renal Ubik», se dijo frunciendo el ceño. «Con lo que contiene, me dejaría seco». No le parecía, sin embargo, la clase de muerte que estaba dispuesto a aceptar. El cloruro de cobalto actuaría con lentitud, provocando una larga agonía, a menos que se anticipara el digital. Además estaban las hojas de adelfa. El mejunje le convertiría los huesos en gelatina, centímetro a centímetro.

«Un momento: en 1939 ya existía transporte aéreo. Si consigo llegar al aeropuerto de Nueva York, y quizá lo consiga con este coche, puedo fletar un avión. Puedo alquilar un trimotor Ford con piloto y, de esta forma, plantarme en Des Moines».

Probó varias llaves y finalmente dio con la del encendido del coche. El motor arrancó, manteniéndose en marcha con un ronroneo rebosante de vitalidad que a Joe le resultó muy agradable. Como la de la cartera, aquella regresión le parecía más una mejora que otra cosa: los medios de transporte de su época, totalmente silenciosos, carecían de aquel lozano toque de realismo.

«Ahora el embrague, a la izquierda». Localizó el pedal con el pie. «Hay que apretarlo a fondo y meter la marcha con la palanca del cambio». Lo intentó y se produjo un horrísono chirriar de piezas metálicas que entrechocaban. Era evidente que había soltado demasiado pronto el embrague. Volvió a intentarlo, esta vez con éxito.

El coche avanzó dando sacudidas; trepidaba y cabeceaba, pero funcionaba. Correteó caprichosamente por la calle mientras Joe sentía renacer un moderado optimismo. «Y ahora a ver si encuentro el maldito aeropuerto, antes de que sea tarde y lleguen los días del motor en estrella Gnome, con sus cilindros giratorios exteriores lubricados con aceite de castor y su autonomía de ochenta kilómetros de vuelo de saltamontes a ciento diez por hora».

Una hora más tarde llegaba al campo de aviación. Aparcó y contempló los hangares, la manga del anemómetro y los viejos biplanos de aparatoso armazón de madera. «Vaya un panorama», pensó. Aquello era una página perdida de la historia, un conjunto de restos de otro milenio recreados sin relación alguna con el mundo real al que estaba habituado. Era un espectro que se interponía momentáneamente en su campo visual y que pronto desaparecería también: no duraría más de lo que habían durado otros objetos. El proceso de involución barrería aquello como antes barriera todo lo demás.

Bajó temblando del La Salle, sintiendo agudos síntomas de mareo, y caminó torpemente hacia los barracones del campo.

—¿Qué puedo fletar con esto? —preguntó a la primera persona con aspecto de encargado que vio, depositando todo su dinero en el mostrador—. Quisiera ir a Des Moines lo más rápido posible. Habría que despegar ahora mismo.

El encargado del campo, un hombre calvo que lucía un bigote engomado y gafas de montura dorada, examinó en silencio los billetes.

—Eh, Sam, ven a ver este dinero —dijo, haciendo un gesto con una cabeza redonda como una manzana.

Un segundo individuo, que vestía una camisa rayada de mangas abombadas, brillantes pantalones de lino y calzaba zapatillas de lona, se acercó pesadamente.

—Es falso: es dinero de pega —sentenció después de darle una ojeada—. No lleva el retrato de George Washington ni el de Alexander Hamilton. —Los dos empleados observaron escrutadoramente a Joe.

—Tengo un La Salle del 39 en el aparcamiento. Lo doy a cambio de un viaje de ida a Des Moines en el primer avión que quiera llevarme allí. ¿Les interesa?

—Puede que le interese a Oggie Brent —dijo el empleado de las gafas de montura dorada en tono dubitativo.

—¿A Brent? ¿El del Jenny? —preguntó el de los pantalones de lino, arqueando las cejas—. Si ese avión tiene más de veinte años… No llegaría ni a Filadelfia.

—¿Y a McGee?

—Es posible, pero está en Newark.

—En ese caso, que hable con Sandy Jespersen. Su Curtiss–Wright podría llegar hasta Iowa —el encargado se volvió a Joe—. Vaya al hangar tres y busque un biplano Curtiss rojo y blanco. Verá a un tipo bajo, tirando a gordo, trasteando con él. Si él no le lleva, aquí no encontrará quien lo haga, a menos que espere a que Ike McGee regrese mañana en su trimotor Fokker.

—Gracias —dijo Joe, saliendo del edificio y dirigiéndose a rápidas zancadas hacia el hangar tres.

Distinguía ya lo que parecía un biplano Curtiss–Wright rojo y blanco. «Al menos no haré el viaje en un J.N. de entrenamiento, de los tiempos de la Gran Guerra». De pronto, se preguntó: «¿Cómo sabía yo que Jenny es el apodo que dan al J.N. de entrenamiento? ¡Santo cielo!». Algunos elementos de aquel período parecían desarrollar sus correspondientes referencias en su mente. «No me extraña que haya sido capaz de conducir el La Salle; mentalmente, estoy poniéndome en fase con este curso temporal».

Un hombre bajo, gordo y pelirrojo frotaba distraídamente con un trapo grasiento las ruedas del biplano. Alzó la mirada al acercarse Joe.

—¿Es usted el señor Jespersen?

—Sí. —El hombre le miró de pies a cabeza; le confundían las ropas de Joe, que no habían cambiado con el tiempo—. ¿En qué puedo servirle?

Joe se lo explicó.

—A ver si he oído bien: ¿me ofrece usted un La Salle, un La Salle nuevecito, a cambio de un viaje de ida a Des Moines? —Jespersen cavilaba, moviendo nerviosamente las cejas—. Aunque sea de ida y vuelta; de todos modos tengo que regresar aquí. Muy bien, le daré un vistazo al coche. Pero no le prometo nada: aún no he decidido.

Fueron juntos hacia el aparcamiento.

—Yo no veo ningún La Salle del 39 —dijo Jespersen, receloso.

Tenía razón: el La Salle había desaparecido. En su lugar, Joe distinguió un Ford Cupé con techo de lona, un automóvil pequeño y de aspecto frágil, muy viejo: calculó que sería del 29. Un Ford–A del 29, de color negro. No valía prácticamente nada: la expresión de Jespersen lo decía bien claro.

No había ninguna esperanza: era obvio que nunca llegaría a Des Moines. Y como dijo Runciter en el anuncio, no hacerlo equivalía a la muerte, la misma muerte que habían sufrido Al y Wendy.

Era sólo cuestión de tiempo.

«Mejor morir de otra forma. Ubik», pensó. Abrió la portezuela y subió al Ford.

En el asiento de al lado estaba el frasco que había recibido por correo.

Y descubrió algo que, en el fondo, no le sorprendía. El frasco, como el coche, había experimentado una nueva regresión: era una botella plana, una botella de las fabricadas empleando un molde de madera. Era, efectivamente, muy antigua: el tapón de estaño blando, roscado, hecho a mano, dataría de finales del siglo XIX. También la etiqueta había cambiado; sosteniendo la botella, Joe leyó el texto.

ELIXIR DE UBIQUE. Garantizamos que este elixir restituye la virilidad perdida y disipa todos los vapores conocidos, además de aliviar los trastornos de las funciones de la procreación tanto en los varones como en las hembras. Empleado con la debida asiduidad y siguiendo las indicaciones que se detallan, este producto constituye una preciosa ayuda para la Humanidad.

Había otra inscripción en un tipo de letra más pequeño; casi tuvo que bizquear para descifrar los minúsculos y borrosos caracteres.

No lo haga, Joe. Hay otra solución.

Busque y la encontrará. Mucha suerte.

Comprendió que era de Runciter. «Sigue jugando sádicamente al gato y el ratón con nosotros, aguijoneándonos para que no nos detengamos, retrasando el final tanto como puede. Dios sabe por qué. Es posible que disfrute con nuestro calvario, pero esto no es propio de él. No es el Glen Runciter que yo conocí».

De todos modos, Joe soltó la botella de Elixir de Ubique, abandonando el propósito de servirse de ella.

Y se preguntó cuál sería la misteriosa solución a la que vagamente se refería Runciter.